Carretera a Horca

por J.R. Plana

Horca, 1,5 km.

Leo levantó el pie del acelerador, atento para no pasarse el desvío. Le había sorprendido lo mal señalizada que estaba la carretera a Horca, y más teniendo en cuenta que no se trataba de un pueblo cualquiera en mitad de la sierra, sino de una población en relativo auge gracias al impulso industrial de la localidad vecina, Cibarrena.

Era de noche, y la carretera tortuosa y de arcenes cubiertos de arbustos no invitaba a recorrerla a oscuras, por muy bucólica que pudiera resultar. Si al menos se hubiera cruzado con algún coche más…

Leo apagó la radio. Inmerso en sus pensamientos, había pasado un buen rato sin prestarle atención, y no se había percatado de que llevaba de fondo a un espeluznante locutor que no hacía otra cosa que leer con pasión tétricos pasajes de algo que sonaba como la Biblia. Aquello le extrañó, siempre había pensado que los radio-predicadores eran casi exclusivos de los Estados Unidos. Bueno, pues ahora sabía que no.

Un cartel azul le devolvió el reflejo de los faros. Horca, salida 319. Y justo detrás «Horca Hotel, 2 estrellas. Salida 319».

Su pulso se aceleró al ver la señal del hotel. «Horca Hotel, habitación 113», le había puesto ella en el mensaje. «Te dejo la llave en recepción. Y mi ropa también».

Pretextando un viaje de trabajo, Leo aprovechaba que ella asistía a una convención en Cibarrena para escaparse y pasar un fin de semana juntos de sexo y relax rural. A su mujer no parecía importarle que desapareciera los fines de semana para perderse entre informes atrasados —le prefería trabajando en la oficina antes que en casa— y sus hijos estaban a sus asuntos y pasaban de todo y de todos. No era de extrañar que Leo no sintiera ningún remordimiento.

«La llave en recepción. Y la ropa también». El coche casi derrapó al tomar la curva en un giro de excitación desenfrenada.

No tardó mucho en ver el cartel de neón sobre el tejado del hotel. Parecía más propio de un club nocturno que de un dos estrellas, pero qué narices, mientras las habitaciones estuvieran limpias el resto daba igual.

Aparcó entre un Chevrolet monovolumen y un Renault coupé. A juzgar por los otros vehículos, ella no era la única de la convención que había acabado allí. Aquellos coches olían de lejos a vehículo de empresa y a chuloficina.

Sacó su bolsa de deporte, que guardaba las cuatro mudas que necesitaba, y pulsó el mando para cerrar el coche. El parking del hotel estaba mal iluminado, apenas distinguía el asfalto de la tierra. «Si tuviera que matar a alguien», pensó, «lo haría en este aparcamiento». El aire de montaña, la aventura de escaparse y la perspectiva del sexo le hacían sentirse especialmente atrevido. Entró al vestíbulo del hotel con la bolsa al hombro y una mano en el bolsillo, con aires de tipo peligroso. La recepción estaba vacía.

—¿Hola? ¿Hay alguien?

Nadie respondió. El mostrador tenía uno de esos timbres de mesa con forma de media naranja, y Leo le dio un par de palmetazos. Esperó y repitió el movimiento otras tres veces.

—¡Hola! ¡Aquí hay un cliente!

Dejando la bolsa en el suelo, pasó detrás del mostrador y se asomó a la habitación del personal. Estaba vacía, con el ordenador encendido y una página web a medio cargar en el navegador. Leo se encogió de hombros y volvió hasta el panel que guardaba las llaves-tarjeta. Varias estaban desaparecidas, pero la suya, la 113, estaba en su cajetín. Se la guardó en el bolsillo, recogió su bolsa y se dirigió al ascensor. Pulsó el botón de llamada y mientras esperaba pensó que no había comprobado si la ropa estaba también en la recepción. Soltó sin querer una risa algo nerviosa.

El timbre del ascensor precedió a la apertura de puertas. Leo entró y pulsó el primero. Podía, de hecho debería, haber subido andando, pero esos segundos de darse un repaso en el espejo eran esenciales antes de cualquier cita, y más después de conducir durante un par de horas. El cristal le devolvió un reflejo apagado, algo gris, como el de una televisión mal sintonizada. El habitáculo tenía la misma iluminación que uno encontraría en una morgue, y desde luego eso no favorecía a nadie. El ascensor se detuvo y el timbre volvió a sonar.

Nada más salir, dos carteles marcaban que pasillo coger. Pares, flecha a la derecha, impares a la izquierda. El corredor estaba alumbrado por apliques económicamente distribuidos, sumiéndolo todo en una semipenumbra que ayudaba a disimular el horrible y obsesivo papel de pared y las esporádicas manchas pegajosas de la agónica moqueta. Solo esperaba que la habitación estuviera un poco más limpia.

La 113 estaba al final, junto a una ventana que dejaba ver un trozo de bosque iluminado por una luna casi llena. El último aplique estaba lo suficientemente lejos como para permitir que un rayo azulado arrancara suaves destellos de los tres números que colgaban de la madera.

Leo se paró frente a la puerta y dudó si llamar primero. Pero entonces ¿para qué le había dado la llave?

Metió la tarjeta en la cerradura magnética y la puerta cedió. La habitación estaba en una penumbra similar a la del corredor. La entrada daba a un corto pasillo donde la puerta del baño, que estaba cerrada, se discutía el poco espacio con un armario de puertas correderas.

Antes de cerrar, Leo puso el cartel de no molestar por fuera. Cerró la puerta con deliberada lentitud, esperando a ver si ella decía algo o no. ¿Se habría quedado dormida?

Notó la bolsa de deporte colgada al hombro y decidió que empezaba a cansarle, así que abrió el armario y la arrojó dentro mientras decidía que lo mejor era alertar a su chica de su presencia, aunque pecara de falta de romanticismo.

—Ya estoy aquí, cielo. He tenido que coger la llave yo solo, no había nadie por recepción. Lo que tampoco he visto ha sido tu ropa —añadió en tono socarrón.

Leo se asomó al dormitorio y el escenario le descolocó. La cama estaba deshecha y vacía. Había un libro abierto bocabajo entre las sabanas.

—¿Pequeña? —llamó con voz suave.

No había terraza en la habitación, así que a la fuerza estaría en el baño. Se giró hacia la puerta cerrada y la abrió mientras daba dos golpes con los nudillos. La luz del interior casi le deslumbró, estaban todas las lámparas encendidas.

El aseo estaba vacío. No había nadie en el váter o el bidé, ni tampoco ante el lavabo, pero la bañera tenía la cortina corrida, ocultando su interior. Leo sintió que aquel sitio se le antojaba como algo frío, aséptico, abyecto. Le invadió la imperiosa necesidad de salir de allí. El sonido de una gota cayendo sobre agua brotó de detrás de la cortina, indicándole que ésta estaba llena. El estómago se le crispó, y lleno de aprensión, se forzó a llegar hasta la cortina y la retiró de un manotazo.

El alma se le atascó en la garganta.

Allí estaba ella, durmiendo plácidamente, desnuda enteramente y sumergida hasta la coronilla. Estaba blanca, pálida como un cirio, y su cabello castaño flotaba dispersándose por la superficie como si fueran zarcillos. Leo supo que ese era el aspecto que debía tener un cadáver ahogado.

Una gota reclamó el protagonismo, cayendo desde el grifo lentamente y creando ondas en la inmóvil superficie del agua. El sonido del goteo reverberó en toda la estancia como una nota ominosa tocada por el órgano de una iglesia en demasiado silencio.

El mundo se había vuelto algo irreal para Leo, que no acertaba a hilar ningún pensamiento coherente. Se llevó las manos a la cabeza, rozando el histerismo, y empezó a alternar la vista entre la bañera y el espejo. Sus ojos estaban abiertos más de lo normal y su cara reflejaba el cansancio de alguien que no hubiera dormido en una semana. No sabía qué hacer, no sabía qué hacer…

Un atisbo de cordura se abrió paso chillando por su mente y puso sus músculos en acción. Metió la mano en la bañera, entre los pies pequeños y fríos de ella, y quitó el tapón. Sin querer le rozó un dedo, y sintió la helada rigidez del hueso y los músculos bajo una piel que había adquirido cierta cualidad babosa, como cuando tocas una roca cubierta de limo. Todo aquello le provocó una arcada repentina. El borboteo del agua escapándose por el sumidero se le antojo obsceno, un ruido grotesco que no podía asociarse con nada sano, y decidió que no quería permanecer un minuto más en ese baño.

Se apartó bruscamente de la bañera, girándose con la mano en la boca y esforzándose por contener el vómito que ya le había trepado por la garganta. Quiso salir de allí, pero no pudo hacerlo.

La mente se le bloqueó, colapsada por la impresión de una situación irreal. Al girarse desde la bañera había visto de pasada su reflejo en el espejo, el mismo que había visto hace un momento, y que mostraba a un Leo en mangas de camisa y de pie en medio de un impersonal baño de hotel, de espaldas a la puerta que daba a la habitación. Y, lo más importante de todo, Leo, en el reflejo, estaba solo. Ahora podía comprobar aterrado que esto no era así.

De pie bajo la jamba de la puerta había un hombre, un hombre alto, delgado, de mejillas hundidas y ojos ensombrecidos, calvo, de piel blanca como un sudario y todo vestido de negro. Su boca era una línea fina y dura que le surcaba el rostro como una cicatriz, y miraba a Leo fijamente, desde dos ojos profundos como pozos y desprovisto de total humanidad, algo que le hacía sentirse insignificante e indefenso. Todos los músculos de Leo se atenazaron, presa de un pánico atroz, y su flujo sanguíneo repicaba intensamente, ensordeciéndole y amenazando con reventarle el cuello.

El hombre, como quien ignora a un insecto molesto, despegó sus ojos de Leo y miró hacia la bañera. La expresión de su rostro cambió. Cierta clase de satisfacción se instaló en sus inmutables rasgos, algo que hizo que el cuerpo de Leo comenzara a convulsionarse lleno de terror.

El ruido de agua deslizándose y cayendo desde alto se impuso por encima del borboteo insistente del desagüe. Impelido por una voluntad que no era la suya, Leo giró lentamente la cabeza por encima de su hombro.

Ella estaba de pie, contemplándolo con unos ojos que no parecían los suyos, con los brazos estirados a lo largo del cuerpo. El agua resbalaba por la piel, que parecía ahora más tersa que nunca, y el cabello se le pegaba a la cabeza con un aire de sensualidad que hizo que Leo sintiera un cosquilleo en la ingle. Reparó en sus senos, ahora turgentes como no lo habían estado jamás, y también en sus muslos, suaves y firmes, que prometían placeres prohibidos. Ella tenía la boca entreabierta, en un gesto sensual que desvelaba unos dientes ligeramente más afilados de lo normal, algo en lo que no reparó Leo, perdido en visiones vaporosas de lujuria eterna. Tampoco se fijó en los dos puntos rojos que ella tenía en mitad del cuello, antes ocultos por estar del lado de la pared, dos heridas abiertas cuyos bordes parecían secos.

Ni siquiera intentó huir. Ella se abalanzó sobre él con la agilidad de una pantera y la suavidad de una brisa de otoño, y Leo no sintió más que un placer inmenso y anhelante cuando ella descubrió su cuello y acercó los labios a su pulso palpitante. Solo fue un instante de dolor punzante antes de que una inmediata laxitud se apoderara de su cuerpo. Las piernas le fallaron y ella le salvó de caer, sosteniéndole con brazos firmes como el hierro, para depositarlo suavemente en el frío suelo del baño.

El mundo se oscureció para Leo, que veía alejarse la escena como si él fuera un espectador ajeno. Poco a poco todo se adormecía, y lo único que sentía era un impulso nervioso y placentero que estremecía todo con leves convulsiones. El baño se perdía en un horizonte de sombras, absorbido todo ello por la terrible figura del hombre de negro, que se erigía lentamente como el centro de aquella vorágine demencial.

Una oleada de negror lo barrió todo, y ese todo se quedó a oscuras.

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