Un hijo de la noche

Un hijo de la noche No era habitual que la gente tratara de «usar» a Taverner para sus propios fines, pero la Condesa de Cullan lo intentó porque era una mujer muy segura de su poder. Se trataba de una dama muy distinguida, aunque con cierta tacha en su reputación; tenía motivos para confiar en su capacidad para ejercer poder sobre los hombres, y nunca dudó de que tanto Taverner como yo, si se presentaban suficientes incentivos, pasaríamos a postrarnos ante su bien atendido altar. Era nuestra vecina; los terrenos de la residencia clínica habían formado parte de la finca de Cullan en la época en la que el viejo conde usaba su patrimonio como fuente de ingresos. Sin embargo el conde actual era un hombre muy diferente; de hecho, tan diferente era de lo que se podría esperar de un miembro de la casa Cullan, que los rumores decían que «no estaba muy en sus cabales». Sea como fuere, estaba lo suficientemente «en sus cabales» como para ejercer un control estricto sobre las finanzas familiares, e insistir en que la gallina de los huevos de oro que era el capital pusiera huevos en forma de intereses, en lugar de matarla de inmediato para saciar el hambre familiar. Esto, según los rumores, era un punto delicado, y causaba mucha discordia en la vida familiar. El movimiento de apertura de la partida tuvo lugar cuando Taverner y yo fuimos invitados a una fiesta en el jardín de Cullan Court, fiesta a la que, como era de esperar, no asistimos. El siguiente movimiento ocurrió cuando la Condesa condujo hasta nuestra residencia en su automóvil biplaza e insistió en que fuera con ella de inmediato para jugar un partido de tenis. Me vi acorralado y no pude escapar, y, después de que me asignara a mi compañera, devolví por encima de la red todas las pelotas que me mandaban el Honorable John —hermano menor del conde— y su compañera, quien hizo lo que pudo hasta que llegamos a la conclusión de que, después de todo, un partido individual podría tener también su encanto. Dejamos a nuestras compañeras a la sombra y nos pusimos a trabajar en serio. Gracias a mi buen ojo y a mi fondo físico me adapto bien a todos los deportes, aunque no me entusiasmen tanto como a los que se desenvuelven en ellos; sin embargo, para el Honorable John el deporte ocupaba el lugar de la religión, y tenía que destacar en cualquier juego al que jugara; cosa que, para no quitarle mérito, he de reconocer que generalmente lograba. El primer set me lo ganó tras una buena disputa; el segundo set lo gané yo en un emocionante enfrentamiento y en el tercero nos enfrentamos en una batalla a vida o muerte. Toda su encantadora cordialidad había desaparecido, y el rostro que me miraba desde el otro lado de la red era más malvado a medida que la puntuación se volvía lentamente en su contra. Cuando el juego concluyó a mi favor, apenas pudo recordar sus modales. Sin embargo, la nube pronto se disipó y, después de un agradable té en la terraza, la Condesa me llevó de vuelta a la residencia con sus propias manos. Ahora estaba mucho más dispuesto a aceptar futuras invitaciones. Pero, aunque estuviera dispuesto a jugar al tenis con el Honorable John, estaba ansiosamente decidido a mantenerme alejado de la Condesa, ya que, aunque tenía edad suficiente para ser mi tía —si no mi madre—, coqueteaba conmigo de manera descarada. Organizaron una cena poco después de eso; Taverner no pudo evitarla, a pesar de recurrir a toda su astucia, y fue debidamente llevado ante la Condesa, quien, para mi gran diversión, también coqueteó con él. Como compañera, tuve a mi lado a su preciosa hija (que se parecía a su madre en algo más que en la apariencia). Pero mientras que a la madre se la veía decidida a impresionar a Taverner, la hija estaba igualmente decidida a hacerme notar que yo la había impresionado, y cada una miraba ocasionalmente a la otra para ver cómo le iba. Me provocó una extraña y desagradable sensación ver a estas dos mujeres de gran familia «estrechar el cerco» alrededor de un par de plebeyos como Taverner y yo; y cuando vi que Taverner sucumbía al encanto, me mostré cada vez más desagradable, hosco y silencioso con mi acompañante, hasta que caí en la cuenta de que podría haber método en la locura de Taverner; él era, en el mejor de los casos, el hombre menos impresionable del mundo, y era muy poco probable que se sintiera atraído por aquella rosa demasiado marchita que lo estaba cortejando de manera tan descarada. Entonces, y a su vez, me permití sucumbir a la hija, y a cambio fui recompensado con la confidencia de que había una gran pesar en sus vidas, y que ella misma estaba bajo la sombra del horror, y sentía una gran necesidad de saberse bajo la protección de un brazo masculino. ¿Alguna vez cabalgaba yo por los páramos? Ella lo hacía todas las mañanas, así que tal vez algún día podríamos encontrarnos, lejos de miradas indiscretas, y entonces, quizá, podría ayudarla con mi conocimiento, ya que necesitaba consejo masculino. Nada más que consejo me pidió en aquella ocasión, y luego cambió de tema. Me disgustaban aquellas mujeres, tan descaradas y seguras del poder de su encanto. También me parecía extraño que el señor de la casa no solo nunca apareciera, sino que nunca se le mencionara; podría considerársele inexistente a juzgar por el papel que desempeñaba en aquel elaborado despliegue, que parecía estar dirigido exclusivamente por la madre y en beneficio de ella y sus dos hijos más jóvenes. —Taverner —dije mientras nos alejábamos en el automóvil—, ¿qué crees que quieren de nosotros? —Aún no han mostrado sus cartas —respondió él—, pero no creo que mantengan el suspense por mucho tiempo. No son precisamente reacias a dar pasos hacia delante. Cuando salíamos por las

La casa de poder

La casa de poder Las ruedas del carruaje de Taverner me habían arrastrado por toda Charing Cross en busca de un tomo que provocaba que los comerciantes de la zona nos miraran de reojo. Finalmente, Taverner abandonó desesperado la búsqueda y, como recompensa por mi paciencia, me prometió tomar un té en una cafetería cuyas paredes estaban decoradas con diablos particularmente selectos. Mi alma terrenal anhelaba cierta marca de cóctel de ostras que se podía obtener en la esquina de Tottenham Court, pero Taverner, a quien le gustaba el té como a una solterona, claramente había puesto su atención en la diabólica cafetería, así que sacrifiqué mi bienestar por sus deseos. New Oxford Street deja de ser respetable al este de Charing Cross, y se vuelve elegante pero de dudosa reputación hasta que el sencillo ambiente comercial de Holborn restaura su autoestima. Los callejones laterales son estrechos y conducen a Bohemia; brillantes y asombrosamente inestables tiendas de delicatessen y mercerías asoman en sus angostos callejones; extrañas caras miran desde las ventanas de sus fachadas rectas como acantilados. Todo es antiinglés, sórdido y vagamente siniestro. Delgada es la capa que en ese lugar nos separada del inframundo. Nos vimos obligados a detenernos en una isleta en medio de aquel tumultuoso torrente de tráfico. Una mujer de cabeza descubierta y cabello lustroso me empujó una cesta de la compra contra la parte baja de la espalda, golpeando con la barra de pan que sobresalía de ella a Taverner, bajo cuyo codo asomaba el rostro pálido y afilado de un pequeño hombre que agarraba unas telas con su pequeño puño rojo como si la vida misma dependiera de ello. La marea del tráfico comercial de Londres rugía a nuestro alrededor, y a través de esa marea se movía otro flujo de tráfico más pequeño, como si fuera arrojado por el oleaje contra nuestra isleta. Mi mente recordó al instante las imágenes de Ricardo III de mi libro de texto; un hombre con el mismo rostro de hurón astuto e inteligente, de baja estatura y espalda ligeramente chepuda, que servía para ensanchar el pecho en un cuerpo enormemente poderoso, pero torpe. La palidez de la piel denotaba una mala salud crónica, o una vida insana en el fétido aire sin sol que tanto les gusta a los habitantes de ese distrito. Los ojos eran de un gris pálido, y poseían un brillo y una vivacidad generalmente asociados a las mujeres que llevan botas de botón. La boca, grande y de finos labios, parecía cruel, la boca del frío hedonista, que sabe de sensaciones pero no de emociones. El rostro llamó mi atención solo con esa breve mirada, pues era la cara de alguien con poder, aunque fue su comportamiento posterior lo que fijó todos los detalles en mi memoria; porque, tan pronto como levantó la vista y se encontró con la de Taverner, su expresión cambió de la de un alcaudón alerta a la de un gato acorralado. Emitió un sonido que casi parecía un siseo y se zambulló de nuevo en el torrente de tráfico del que había emergido. Un grito, un golpe y un chirriar de frenos mostraron que lo esperado había sucedido, y a nuestros pies yació inconsciente el hombre, con sangre brotando de un corte en la cabeza, allí donde había golpeado con el bordillo. Casi antes de que el coche que lo había atropellado diera marcha atrás, Taverner y yo ya estábamos inclinados sobre él; yo examinaba su cabeza, y Taverner, para mi gran sorpresa, examinaba sus bolsillos. Sacó un cuaderno raído y abultado del bolsillo del pecho, lo miró rápidamente, pareció tomar notas con esa milagrosa memoria suya y lo devolvió al lugar de donde lo había tomado, y para cuando el conductor, pálido como un fantasma, llegó a nuestro lado, Taverner había vuelto a adoptar sus modales más profesionales y estaba prestando los primeros auxilios de manera ortodoxa. El casco de un policía se asomó entre el tráfico, y Taverner me tiró de la manga, y nosotros, en un instante, nos lanzamos a través de la masa congestionada de vehículos y, con mejor suerte que el hombre con rostro de hurón, llegamos sanos y salvos hasta la acera, para continuar deslizándonos por una calle lateral que conducía a la diabólica morada de Taverner, dejando que quienes disfrutan con tales cosas supervisaran el traslado del herido en ambulancia. —Esto ha sido un asombroso golpe de suerte —dijo Taverner—. ¿Sabes quién era ese? Era Josephus. Se supone que está en Túnez, pues incluso París se había vuelto demasiado peligroso para él, pero aquí está, de vuelta en Londres, y aparentemente prosperando, así que debe estar tramando algo, y tengo su dirección. No pude compartir el entusiasmo de Taverner por el descubrimiento de Josephus, ya que no tenía el placer de conocer a este personaje, y Taverner pronto se sumergió en el simbolismo de los diablos que giraban alrededor del friso, y en un alboroto de tostadas con mantequilla recién hechas, como para que pudiera prestar atención a algo tan mundano; mientras tanto, yo intentaba enroscar mis piernas alrededor de las patas de la pequeña mesa cubierta de azulejos que estaba diseñada para la comodidad de la desnutrida raza que se alimenta en tales lugares. Taverner dispuso sus largas piernas estirándolas a través del pasillo y me temo que, entre los dos, ocupábamos mucho más que la justa parte que nos correspondía del exiguo espacio disponible. Afortunadamente, el lugar estaba prácticamente para nosotros, ya que la hora del té había pasado, y no había nadie para percatarse de la intrusión de los filisteos en esta Bohemia occidental, salvo un hombre y una mujer que permanecían junto a los restos de su comida en una mesa cercana, y estaban demasiado absortos en su conversación como para prestar atención a cualquier cosa que no fueran sus propios asuntos. O, para ser precisos, el hombre estaba absorto, porque la mujer parecía escuchar con cansancio y un aire de inquieto distanciamiento, como si

La tentación del mar

La tentación del mar —¿Sabes algo sobre estigmas? —dijo mi interlocutor. En aquellas circunstancias, resultó una pregunta bastante inesperada. Había sido incapaz de rechazar una invitación para pasar la tarde con un antiguo compañero de estudios que, desde la guerra, había ocupado el poco inspirador cargo de director médico de una humilde institución de la beneficencia —puesto para el cual, a mi juicio, estaba admirablemente capacitado—, y ahora me encontraba frente a él, al otro lado de una mesa no muy elegante, en sus alojamientos ubicados en una gran fortaleza de ladrillo rojo oscuro que se alzaba sobre los grises y sórdidos terrenos que conforman el sur de Londres. Me sorprendió tanto que tuvo que repetirla antes de que la respondiera. —¿Sabes algo sobre estigmas? ¿Estigmas histéricos? —dijo de nuevo. —He visto tumores simulados —dije—, son bastante comunes, pero nunca he visto heridas reales en la carne, como se suponía que tenían los santos. —¿A qué las atribuyes? —preguntó mi compañero. —Autosugestión —respondí—. Una imaginación tan vívida que afecta realmente a los tejidos del cuerpo. —Tengo un caso que me gustaría mostrarte —dijo—. Un caso muy curioso. Creo que son estigmas histéricos; no puedo explicarlos de otra manera. Una chica fue traída aquí hace un par de días por una herida de bala en el hombro. Vino para que le quitaran la bala, pero no dio ninguna explicación de cómo había sufrido la lesión. La admitimos, pero no pudimos ver ninguna bala, lo que resultó bastante desconcertante. Estaba en un estado de semiestupor, el cual naturalmente atribuimos a la pérdida de sangre, y la mantuvimos aquí. Por supuesto, no hay nada raro en todo eso, salvo nuestro fracaso en localizar la bala, pero esas cosas suceden incluso con los mejores equipos, y el nuestro está lejos de serlo. Pero aquí llega la parte extraña del caso. Anoche, entre las once y las doce, estaba aquí, sentado tranquilamente, cuando escuché un grito; por supuesto, tampoco hay nada de raro en eso estando en este distrito. Pero, al cabo de un minuto o dos, me llamaron por teléfono para decirme que me necesitaban en sala, y bajé para encontrarme a esta chica con otra herida de bala. Nadie había oído el disparo, todas las ventanas estaban intactas, había una enfermera a tres metros de ella. Le hicimos una radiografía y de nuevo fracasamos en el intento de encontrar la bala, sin embargo había un agujero limpio de perforación en el hombro y, lo más extraño de todo, nunca salió ni una gota de sangre. ¿Qué opinas de todo esto? —Si estás seguro de que no hay un elemento externo en juego, entonces la única hipótesis posible es la del elemento interno. ¿Es una persona propensa a la histeria? —Definitivamente. Parece salida de uno de los cuadros de Burne Jones. Además, todas las noches ha estado sumida en una especie de estupor que dura algo más de una hora. Fue mientras se encontraba en este estado que apareció la segunda herida. ¿Te gustaría venir y echarle un vistazo? Me gustaría tener tu opinión. Sé que te has interesado en el psicoanálisis y en todo tipo de cosas que quedan más allá de mi comprensión. Lo acompañé a las salas de la institución y allí, en una de las rudas camas de la enfermería, encontramos a una chica que, acostada sobre una áspera almohada, con los ojos cerrados y los labios entreabiertos, era un exacto reflejo de la Beata Beatrix de la visión de Rossetti, salvo que el cabello color miel fluía sobre la almohada como algas marinas. Al abrir los ojos por nuestra presencia, aprecié que eran verdes como el agua del mar vista desde una roca. Todo estaba tranquilo en la sala, ya que los pacientes de la enfermería se van temprano a dormir, y mi amigo le hizo señas a la enfermera para que pusiera pantallas alrededor de la cama de forma que pudiéramos examinar a nuestra paciente sin molestar. Era tal y como él había descrito: dos evidentes heridas de bala, una más reciente que la otra, y, por su posición y proximidad, deduje que habían sido infligidas con la intención de inutilizar, pero no de matar. De hecho, había sido hábilmente alcanzada por un tirador experto. Únicamente las circunstancias del segundo disparo eran las que revestían de interés al caso, más allá de lo meramente criminal. Me senté en una silla junto a la cama y comencé a hablarle, tratando de ganarme su confianza. Ella me miraba de manera somnolienta, con sus extraños ojos verdes como el mar, y respondía a mis preguntas con suficiente facilidad. Parecía extrañamente distante, indiferente a nuestra opinión sobre ella, como si viviera en un lejano mundo propio, sobre el cual estaba dispuesta a hablar con cualquiera que estuviera interesado. —¿Sueñas mucho? —dije, comenzando con la pregunta habitual. Esto pareció despertar su interés. —Oh, sí —respondió—, sueño muchísimo. Siempre he soñado, desde que puedo recordar. Creo que mis sueños son la parte más real de mi vida, y la mejor —agregó con una sonrisa—, así que, ¿por qué no habría de hacerlo? —Tus sueños parecen haberte conducido a un peligro reciente —respondí, lanzando un dardo al azar. Me miró agudamente, como si quisiera saber cuánto sabía, y luego dijo, pensativamente: —Sí, no debo volver allí. Pero supongo que, de todos modos, lo haré —añadió con una sonrisa traviesa. —¿Puedes ir a donde quieras en tus sueños? —pregunté. —A veces —respondió, y estaba a punto de decir algo más cuando vio el rostro perplejo de mi compañero, y las palabras murieron en sus labios. Vi que ella era lo que Taverner habría llamado «Una de los Nuestros» y mi interés se agitó. Sentí pena por ver a aquella refinada y artística chica en ese sórdido entorno, sus grandes y brillantes ojos observando como los de una criatura enjaulada tras rejas, y dije: —¿En qué trabajas? —Trabajo en una tienda —respondió; una sonrisa curvó las comisuras de sus labios—. En una mercería, para ser precisa.

Recordado

Recordado Recuerda a tu antiguo amor siempre que estés con el nuevo. —¿Cuántas personas hay en la sala de espera, Bates? —preguntó Taverner al mayordomo al final de un largo día pasando consulta en Harley Street. —Dos, señor —respondió el hombre—. Una dama y un caballero. —Ah —dijo Taverner—. Entonces llama a la dama. —Creo que han venido juntos, señor. —Entonces llama primero al caballero. Un hombre nunca traería a su esposa a este tipo de expediciones —añadió—. Ella podría venir acompañada por una amiga, pero un hombre nunca permitiría que fuera su esposa la que lo acompañara, ya que, en lo que respecta a sus nervios, él es el sexo débil, y necesita protección. Sin embargo, llegaron juntos, a pesar de las instrucciones de Taverner, y el mayordomo los anunció como el coronel y la señora Eustace. Él era un hombre alto y apuesto, muy bronceado por los soles tropicales, y ella era una de esas mujeres que hacen que uno se sienta orgulloso de su raza, esbelta y elegante, con el fuego controlado de una pura sangre, el fruto de muchas generaciones de refinamiento, protección y orgullosa dignidad. Hacían una pareja magnífica, de esas que adoran retratar los periódicos sociales, y ambos parecían perfectamente saludables. Fue la esposa quien abrió la conversación. —Nosotros… es decir, mi esposo, quiere hacerle una consulta, doctor Taverner, sobre un asunto que nos ha perturbado últimamente: una pesadilla recurrente. Taverner asintió con la cabeza. El esposo no habló. Deduje que lo habían arrastrado allí en contra de su voluntad. —Siempre sé cuándo está a punto de venir —continuó la señora Eustace—, porque él comienza a murmurar en sueños; luego habla más y más alto y, finalmente, se levanta, corre por la habitación y choca contra los muebles antes de que pueda hacer algo para detenerlo; y luego se despierta en un estado espantoso, ¿verdad, Tony? —preguntó, dirigiéndose al silencioso hombre a su lado. Ante la falta de respuesta por parte de él, ella retomó su relato. —Tan pronto como me di cuenta de que la pesadilla se repetía regularmente, empecé a despertarlo al primer signo de perturbación, y eso resultó bastante efectivo, ya que evitaba las carreras por la habitación, pero ninguno de los dos se atrevía a volver a dormir hasta que amanecía. De hecho, para ser sincera con usted, doctor, parece que me está afectando a mí también. —¿También tiene la pesadilla? —preguntó Taverner. —No, no esa pesadilla propiamente dicha, pero sí una indefinible sensación de miedo, como si algún enemigo peligroso nos estuviera amenazando. —¿Qué dice su esposo cuando habla en sueños? —Ah, eso no se lo puedo decir, porque habla en un dialecto de los nativos. Supongo que yo también debería aprenderlo, ¿verdad, Tony? Porque iremos a la India con la próxima remesa de tropas. —No será necesario —respondió su esposo—, ya que no regresaremos a ese distrito. —Su agradable y culta voz iba acorde con su apariencia; era la clase de administrador del imperio que estaba desapareciendo rápidamente. Hombres como él no se someterían nunca a una democracia nativa. Taverner le lanzó de repente una pregunta. —¿Sobre qué sueña? —quiso saber, mirándolo directamente a los ojos. Se pudo sentir cómo alzó las barreras al instante, pero él respondió con el control que inculca la educación. —Las cosas habituales, monstruos, ya sabe; quiero correr y no puedo. Debería haber dejado todas esas cosas atrás, en la guardería. No soy psíquico, pero supe que estaba mintiendo, y que no tenía intención de confiar nada a nadie. Había venido a ver a Taverner para tranquilizar a su esposa, no porque buscara ayuda. Probablemente tenía sus propias ideas sobre la naturaleza de su aflicción, y no deseaba expresarlas. Taverner se volvió nuevamente hacia la esposa. —Dice que a usted también se le transfiere la pesadilla. ¿Puedo pedirle que detalle la naturaleza de sus sensaciones? La señora Eustace miró a su esposo y titubeó. —Mi esposo piensa que tengo mucha imaginación —dijo. —No importa —dijo Taverner—, cuénteme lo que imagina. —Estoy completamente despierta, por supuesto, después de… después del alboroto… y a veces imagino que he visto a una mujer nativa con ropas azul oscuro y lentejuelas doradas colgando de su frente, y muchas pulseras en sus brazos, y parece estar muy excitada y angustiada, tratando de hablar con mi esposo, y luego, cuando intervengo y lo despierto, ella trata de apartarme. Es tras despertar cuando tengo esa sensación de malignidad, como de que alguien me haría daño si pudiera lograrlo. —Me temo —dijo el coronel Eustace— que he alarmado enormemente a mi esposa. Nos volvimos para mirarlo con involuntaria sorpresa; el timbre de su voz había cambiado por completo. El autocontrol de su linaje podía mantener los músculos de su rostro firmes, pero no podía evitar que todo su cuerpo se tensara bajo el estrés, lo que elevó su voz medio tono, y le dio un toque metálico. —Supongo —continuó, como si quisiera distraer nuestra atención—, que recetará aire fresco y ejercicio; de hecho, esa es precisamente mi idea, y hemos estado pensando en ir a la costa de Kent a jugar al golf, así que me atrevo a decir que, cuanto antes nos vayamos, mejor. No tiene sentido quedarse en Londres sin motivo. —Olvidas, querido —dijo su esposa—, que debo inaugurar la exposición de arte nativo el sábado. —Oh, sí, por supuesto —respondió apresuradamente—; debemos quedarnos hasta el sábado, con lo que nos iremos el lunes. Hubo una pausa. La entrevista parecía haber llegado a un punto muerto. La señora Eustace pasaba su mirada suplicante de su esposo a Taverner y viceversa, pero uno no podía ayudarla, y el otro no quería. Sentí que ella había depositado grandes esperanzas en su visita a Taverner y que, decepcionada, no tenía otra carta que jugar contra el destino que la estaba envolviendo. También pensé que sus ojos reflejaban una mirada de aprensión. Taverner rompió finalmente el silencio. —Si el coronel Eustace alguna vez desea consultarme —dijo—, estaré encantado de ayudarlo, porque creo

La mansión alquilada

La mansión alquilada Construye mansiones más majestuosas, oh, alma mía… La bolsa con el correo de la residencia clínica siempre se mandaba al pueblo cuando los jardineros se marchaban a las seis, por lo que, si algún remitente rezagado deseaba comunicarse con el mundo exterior más tarde de esa hora, tenía que llevar sus propias misivas hasta el buzón que había en el cruce de caminos. Como durante el día tenía poco tiempo para escribir mi correspondencia privada, generalmente acababa tras la cena dando un paseo en esa dirección, con un cigarro y un puñado de cartas. No tenía por costumbre alentar a los pacientes a acompañarme, ya que sentía que cumplía con mi deber hacia ellos durante las horas de trabajo y, por lo tanto, tenía derecho a disfrutar de mi tiempo libre. Sin embargo, Winnington no se encontraba exactamente en la posición de un paciente común, ya que era amigo personal de Taverner y también, según entendí, miembro en grado menor de esa gran fraternidad de la cual había tenido algún que otro ocasional vistazo durante nuestros trabajos. La fascinación que esta fraternidad ejercía en mí —aunque nunca he pretendido ser miembro de ella—, junto con la extraña y divertida personalidad del hombre, me hizo aceptar a medias su intento de convertir nuestra relación profesional en una personal. Por lo tanto fue así como él se unió a mí en el largo camino que atravesaba el jardín hasta llegar a la pequeña puerta que, en el otro extremo de la residencia, daba a la encrucijada donde se encontraba el buzón. Un día, después de mandar nuestras cartas, estábamos cruzando la carretera de regreso cuando el sonido de una bocina de automóvil nos hizo apartarnos, pues justo un coche giraba, casi echándose sobre nosotros. En su interior alcancé a vislumbrar a un hombre y una mujer, y llevaban una cantidad considerable de equipaje encima del vehículo. El coche volvió a girar para enfilar la entrada de una gran casa cuyo camino principal nacía en la encrucijada, y le comenté a mi compañero que suponía que el señor Hirschmann, propietario de la mansión, había salido de su internamiento y regresaba para vivir allí nuevamente, ya que la casa había permanecido vacía (y amueblada) desde que un país confiado decidió que su integridad podía verse amenaza, y que el astuto teutón merecía ser vigilado. Nos encontramos con Taverner en el porche y le mencioné que Hirschmann había vuelto, pero él negó con la cabeza. —No eran los Hirschmann a quienes viste —dijo—, sino las personas a quienes les han alquilado la casa. Creo que se llaman Bellamy; han cogido el lugar amueblado; uno de los dos está inválido, creo. Una semana después estaba nuevamente paseando hacia el buzón cuando se me unió Taverner, y, fumando vigorosamente para ahuyentar a los mosquitos, deambulamos juntos hasta la encrucijada. Al llegar al buzón, un ligero chirrido atrajo nuestra atención y, al mirar hacia atrás, vimos que las grandes puertas de hierro que bloqueaban la entrada a la finca de los Hirschmann se habían entreabierto, y que una mujer se deslizaba suavemente a través de la estrecha abertura que ofrecían. Obviamente, venía a dejar una carta, pero al vernos vaciló; nos apartamos, dejándole paso, cruzó en silencio y de puntillas la grava intermedia, depositó su carta, nos hizo media reverencia de agradecimiento por nuestra cortesía y desapareció tan silenciosamente como había llegado. —En esa casa está teniendo lugar una tragedia —comentó Taverner. Me mostré absolutamente interesado —igual que ocurre siempre ante cualquier manifestación de los poderes psíquicos de mi jefe—, pero él simplemente se rio. —No es clarividencia esta vez, Rhodes, sino simplemente sentido común. Si el rostro de una mujer es más joven que su figura, entonces está felizmente casada; si es al revés, entonces está viviendo una tragedia. —No vi su rostro —dije—, pero su figura era la de una mujer joven. —Yo sí lo vi —dijo Taverner—, y era el de una mujer mayor. Sin embargo, su crítica hacia ella no estaba del todo justificada, pues, algunas noches después, Winnington y yo la vimos ir al buzón nuevamente, y aunque su rostro estaba lívido y cansado, era muy llamativo, y la masa de cabello castaño que lo rodeaba resultaba aún más intensa por su palidez. Temo que la miré fijamente más de lo debido, tratando de ver las señales por las cuales Taverner había llegado a su deducción. Ella se deslizó a través de la puerta apenas abierta, moviéndose rápidamente pero con sigilo igual que alguien acostumbrado a ocultarse, nos lanzó una mirada de soslayo bajo las largas pestañas oscuras y se retiró tal y como había venido. Fue la completa inmovilidad del hombre a mi lado lo que llamó mi atención. Permaneció enraizado en el suelo, mirando fijamente hacia el oscuro camino por el que ella había desaparecido como si quisiera enviar su propia alma para iluminar la oscuridad. Toqué su brazo. Se giró para hablar, pero contuvo el aliento, y las palabras se perdieron en la burbujeante tos que conlleva una hemorragia. Echó un brazo a mi alrededor para sostenerse, ya que era un hombre más alto que yo, y lo aguanté mientras tosía la arterial sangre escarlata que contaba su propia historia. Lo llevé de vuelta a la casa y lo acosté, ya que quedó muy débil tras el ataque, e informé a Taverner de lo sucedido. —No creo que vaya a durar mucho —dije. Mi colega pareció sorprendido. —Todavía hay mucha vida en él —dijo. —No queda mucho de sus pulmones —respondí—, y no puedes hacer funcionar un automóvil sin motor. Sin embargo, Winnington no permaneció postrado por mucho tiempo, y el primer día que lo dejamos salir de la cama propuso acompañarme al buzón. Me mostré reacio, ya que era una distancia considerable, pero me tomó del brazo y dijo: —Mira, Rhodes, tengo que ir. Le pregunté la razón de tanta urgencia. Dudó, y luego lo dijo. —Quiero ver a esa mujer de nuevo. —Esa mujer

La hija de Pan

La hija de Pan Taverner miró una tarjeta que le habían traído. —Rhodes —dijo—, si comienzan a llamarme los vecinos del Condado, cerraré las persianas y escribiré «Ichabod» en ellas, porque sabré que mi gloria se ha ido. Y ahora, en el nombre de Belcebú, Asmodius y algunos otros de mis amigos a quienes no has conocido, ¿qué querrá esta mujer de mí? Taverner, sus métodos y su residencia clínica eran mirados de reojo por la alta sociedad local, y él, por su parte, no se preocupaba por hacer recetas para el sarampión y la gripe, por lo que rara vez nos relacionábamos con nuestros vecinos. Que mi colega fuera hombre de profundo conocimiento y cosmopolita elegancia no le habría servido para nada en las reuniones de té locales, en las cuales se juzgaba a un hombre por su capacidad para evitar ofender. Una mujer de caderas estrechas y finos labios entró en la habitación. Las peinadas ondas de su cabello dorado, y la perfección de su tez de porcelana, daban testimonio de la excelente labor de su doncella, y del cuidado que dedicaba a su arreglo personal. Su ropa tenía ese efecto tapizado que solo se logra cuando la mujer se adapta a la prenda, no la prenda a la mujer. —Quiero consultarle —dijo ella— acerca de mi hija menor; supone una gran preocupación para nosotros. Tememos que su mente no se esté desarrollando adecuadamente. —¿Cuáles son los síntomas? —preguntó Taverner con su tono más profesional. —Siempre fue una niña difícil —dijo la madre—. Nos dio muchos problemas, era muy diferente de los demás. Finalmente dejamos de intentar criarla junto a ellos y buscamos institutrices especializadas, y también la pusimos bajo supervisión médica. —Supongo que eso incluía una estricta disciplina —dijo Taverner. —Por supuesto —dijo nuestra visitante—. La hemos cuidado con mucho esmero; no hemos dejado nada sin hacer, aunque ha supuesto un gran desembolso, y debo decir que las medidas que tomamos han sido exitosas hasta cierto punto; sus terribles arrebatos de rebeldía y mal genio prácticamente han cesado, no ha tenido ninguno en un año, pero en cambio su desarrollo parece haberse detenido. —Debo ver a su hija antes de poder opinar —dijo Taverner. —Está en el coche —dijo su madre—. La haré venir. Apareció acompañada por su institutriz, que parecía ser la estricta y disciplinaria persona que se decía que era; habría encontrado su verdadera vocación como sargento instructor del antiguo régimen prusiano. La niña en sí misma era un caso muy curioso. Guardaba un extraordinario parecido con su madre. Poseían la misma figura delgada, aunque en el caso de la madre las angulosidades habían sido rellenadas por el arte, mientras que en la hija sobresalían claramente a través de la ropa, lo que hacía parecer que hubiera dormido con ella puesta. Un cabello largo y de color gris ratón estaba enrollado en gruesas y grasientas madejas alrededor de su cabeza; una tez opaca, ojos semejantes a los de un pez y una torpeza general acompañada de desgarbadas extremidades completaban la desagradable imagen. Acurrucada en el sofá entre las dos mujeres, que parecían pertenecer a otra especie y discutían sobre ella como si fuera un objeto inanimado, la niña parecía un típico caso de deficiencia en grado alto. Ahora, si bien los deficientes me inspiran desagrado, pues mi compasión la reservo para las familias, la niña frente a mí no me inspiraba desagrado en absoluto, sino compasión. Me recordaba a un jilguero enjaulado en la miserable tienda de algún comerciante de animales, sus plumas apagadas por la suciedad y deshilachadas por los barrotes, apático, enfermizo, miserable, que no canta porque no puede volar. Era imposible decir cuál había sido la intención de la naturaleza con ella, ya que había sido tan completamente transformada por las dos ardientes disciplinarias que la flanqueaban que no quedaba nada del material original. Su personalidad no les gustaba y la habían reprimido de manera efectiva, pero lamentablemente no tenían nada que poner en su lugar, y se quedaron con una autómata sin alma a la que arrastraban de un alienista a otro en un desesperado intento por reparar el daño, mientras mantenían las condiciones que lo habían causado. Desperté de mi ensimismamiento para escuchar a la madre —que evidentemente mostraba gusto por la economía cuando se trataba del patito feo— regatear astutamente las tarifas con Taverner, mientras él, que siempre estaba más interesado en el aspecto humano del trabajo que en el comercial, parecía dispuesto a ceder en gran medida. —Taverner —dije tan pronto como la puerta se cerró tras ellas—, lo que están pagando no cubrirá ni siquiera su manutención, y mucho menos el tratamiento. No son pobres, mire el automóvil. Maldición, ¿por qué no la obliga a contribuir más? —Querido mío —dijo Taverner con calma—, tengo que ofrecer un precio más bajo que la institutriz, o no conseguiré el trabajo. —¿Cree que el trabajo merece la pena a ese precio? —gruñí, porque odio ver a un hombre como Taverner explotado. —Es difícil decirlo —respondió él—. Han forzado una cuña cuadrada en un agujero redondo con tanta determinación que han partido la cuña, pero hasta qué punto no podemos saberlo hasta que la hayamos sacado del agujero. Pero ¿cuáles son tus impresiones de nuestra nueva paciente? Las primeras impresiones suelen ser las más auténticas. ¿Qué reacción despierta en ti? Esas son las mejores indicaciones para un caso psicológico. —Parece que haya renunciado a la vida como si fuera un trabajo mal pagado —respondí—. Resulta un objeto poco atractivo, pero sin embargo no es repelente. Simpatizo con ella en mayor medida de lo que la compadezco, y ahí está la diferencia, ya sabe. No puedo expresarlo de otra manera. —Lo has expresado muy claramente —dijo Taverner—. La distinción entre compasión y simpatía es la piedra de toque en este caso; nos compadecemos de lo que no es como nosotros, pero simpatizamos cuando podríamos ser tú o yo, si no fuera por la gracia de Dios. Te sientes familiarizado con esa

El perro de la muerte

El perro de la muerte —¿Y bien? —dijo mi paciente cuando terminé de auscultarlo con el estetoscopio—, ¿tengo que ir con cuidado el resto de los días de mi vida? —Su corazón no está en el mejor momento —respondí—, pero con cuidado debería durar tanto como quiera. Sin embargo, debe evitar todo esfuerzo excesivo. El hombre hizo una mueca extraña. —¿Qué pasa si el esfuerzo me busca? —preguntó. —Debe regular su vida de manera que reduzca esa posibilidad al mínimo. La voz de Taverner vino desde el otro lado de la habitación. —Si has terminado con su cuerpo, Rhodes, comenzaré con su mente. —Tengo la sensación —dijo nuestro paciente— de que ambos están íntimamente conectados. Dice que debo mantener mi cuerpo tranquilo —me miró—, pero ¿qué debo hacer si mi mente deliberadamente le hace dar sacudidas? —Y se volvió hacia mi colega. —Ahí es donde entro yo —dijo Taverner—. Mi amigo le ha dicho qué hacer; ahora le mostraré cómo hacerlo. Venga y cuénteme sus síntomas. —Delirios —dijo el desconocido mientras abotonaba su camisa—. Un perro negro de aspecto feroz que aparece en rincones oscuros y me persigue, o lo intenta. No le he concedido el honor de huir de él aún; no me atrevo, mi corazón está muy delicado, pero un día de estos tengo miedo de que lo haga, y entonces probablemente me desplomaré. Taverner levantó los ojos hacia mí en una pregunta silenciosa. Asentí; era algo bastante probable si el hombre corría lejos, o rápido. —¿Qué tipo de bestia es este perro? —preguntó mi colega. —Ninguna raza en particular. Solo un perro común, con cuatro patas y una cola, del tamaño de un mastín, pero no de constitución. —¿Cómo hace su aparición? —Es difícil de decir; no parece seguir ninguna regla fija, pero por lo general después del anochecer. Si estoy fuera después de la puesta del sol, puedo mirar por encima del hombro y verlo caminando detrás de mí, o si estoy sentado en mi habitación entre el atardecer y el momento de encender la lámpara, puedo verlo agazapado detrás de los muebles, esperando su oportunidad. —¿Oportunidad para qué? —Para lanzarse a mi garganta. —¿Por qué no le toma desprevenido? —Eso es lo que no puedo entender. Parece perder muchas oportunidades, porque siempre espera hasta que soy consciente de su presencia. —¿Qué hace entonces? —Tan pronto como me giro y lo encaro, ¡comienza a acercarse a mí! Si estoy caminando, acelera el paso para alcanzarme, y si estoy en el interior de la casa, empieza a acecharme alrededor de los muebles. Le digo que, aunque sea tan solo producto de mi imaginación, es una visión inquietante. El hombre hizo una pausa y se limpió el sudor que se le había acumulado en la frente durante el relato. Un embrujo como aquel no era una obsesión agradable para nadie, pero para alguien con un corazón como el de nuestro paciente resultaba particularmente peligroso. —¿Cómo se defiende de la criatura? —preguntó Taverner. —Le digo continuamente «No eres real, eres solo una pesadilla asquerosa, y no voy a dejarme engañar por ti». —Tan buena defensa como cualquier otra —dijo Taverner—. Pero noto que habla con él como si fuera real. —¡Por Júpiter, tiene razón! —dijo nuestro visitante pensativo—. Eso es algo nuevo. Nunca solía hacer eso. Daba por sentado que la bestia no era real, que solo era un fantasma de mi propio cerebro, pero recientemente ha comenzado a surgir la duda. ¿Y si la cosa es real después de todo? ¿Y si realmente tiene el poder de atacarme? Tengo la sospecha subyacente de que mi perro quizás no sea del todo inofensivo. —Sin duda será sumamente peligroso para usted si pierde los nervios y huye de él. Mientras mantenga la calma, no creo que le haga ningún daño. —Exactamente. Pero hay un punto más allá del cual uno no puede mantener la calma. Supongamos que, noche tras noche, justo cuando estás a punto de quedarte dormido, te despiertas sabiendo que la criatura está en la habitación, ves su hocico asomando por la esquina de la cortina, y te repones y te deshaces de él y vuelves a acostarte. Luego, justo cuando estás adormilándote, echas un último vistazo para asegurarte de que todo está seguro, y ves algo oscuro moviéndose entre ti y el resplandor moribundo del fuego. No te atreves a quedarte dormido, y no puedes mantenerte despierto. Puedes saber perfectamente que es pura imaginación, pero ese tipo de cosas te agotan si se repiten noche tras noche. —¿Le ocurre regularmente todas las noches? —Casi siempre. Sus hábitos no son absolutamente regulares excepto por eso, y, ahora que lo menciona, es cierto que siempre me deja libre la noche de los viernes; si no fuera por eso, habría sucumbido hace mucho tiempo. Cuando llega el viernes, le digo: «Este, bestia, es tu maldito Sabbath», y me acuesto a las ocho y duermo del tirón. —Si accede a venir a mi residencia clínica en Hindhead probablemente podamos mantener a la criatura fuera de su habitación, y asegurarle una noche de sueño tranquilo —dijo Taverner—. Pero lo que realmente queremos saber es… —Hizo una pausa casi imperceptible—, ¿por qué su imaginación le atormenta con perros, y no, digamos, con serpientes escarlata, a la manera tradicional? —Ojalá lo hiciera —dijo nuestro paciente—. Si fueran serpientes podría «añadir más agua» y ahogarlas, pero esta bestia negra que se arrastra… —Encogió los hombros y siguió al mayordomo fuera de la habitación. —Bueno, Rhodes, ¿qué opinas? —preguntó mi colega después de que se cerrara la puerta. —A primera vista —dije—, parece un ejemplo común de delirios, pero entre sus casos he visto suficientes cosas extrañas como para no limitarme al mecanismo interno de la mente. ¿Considera posible que tengamos otro caso de transferencia de pensamiento? —Estás avanzando —dijo Taverner, asintiendo con aprobación—. Si fuera al principio habrías recomendado sin dudar el bromuro para todos los males que la mente hereda; ahora reconoces que hay más cosas en el cielo y en la tierra

Las amapolas perfumadas

Las amapolas perfumadas —El señor Gregory Polson —dijo Taverner, leyendo la tarjeta que le habían entregado—. Evidentemente, es un miembro junior de la firma. Tienen sus oficinas en Lincoln’s Inn, así que probablemente sean abogados. Vamos a echarle un vistazo. El trabajo de un hombre generalmente deja huella en él, y nuestro visitante, aunque era relativamente joven, ya mostraba la marca de la profesión legal. —Quiero consultarle —comenzó— acerca de un asunto muy raro; no puedo decir que sea un caso como tal, sin embargo me parece que usted es el único hombre que puede ocuparse de esto y, por lo tanto, aunque puede que no pertenezca estrictamente a su ámbito, le estaría sumamente agradecido si pudiera investigarlo. Taverner asintió dando su aprobación, y nuestro visitante asumió la carga de su relato. —Supongo que habrá oído hablar del viejo Benjamin Burmister, quien hizo una fortuna enorme durante la Guerra. Nosotros, es decir, la firma de mi padre, somos sus abogados, y también amigos personales de la familia, o, para ser exactos, de las familias de sus hermanos, ya que el viejo señor Burmister no está casado. Mi hermana y yo hemos crecido con los primos Burmister como si fuéramos una gran familia; de hecho, mi hermana está comprometida en la actualidad con uno de los hijos de David Burmister, un chico tremendamente agradable, y además amigo mío. Estamos muy contentos por el compromiso, ya que los Burmister son buenas personas, aunque los otros dos hermanos no son ricos. Resumiendo: después de que Edith y Tim llevaran seis meses comprometidos, el viejo Benjamin Burmister decidió hacer un nuevo testamento y dejar su dinero a Tim, con lo que mi familia se alegró mucho más por el compromiso, aunque yo no puedo sentir lo mismo. —¿Y por qué lo considera una desventaja? —Porque las personas a las que lega su dinero muestran la desafortunada tendencia a suicidarse. —¿De verdad? —Sí —dijo nuestro visitante—, ha sucedido en no menos de tres ocasiones. El testamento que acabo de terminar a favor de Tim es el cuarto. Murray, el hermano mayor de Tim, que fue el último al que el señor Burmister eligió como heredero, se tiró por un acantilado cerca de Brighton hace aproximadamente un mes. —Usted dice que cada vez que el señor Burmister hace un testamento el principal beneficiario se suicida —dijo Taverner—. ¿Puede hablarme de las condiciones del testamento? —Son un tanto injustas en mi opinión —dijo Gregory Polson—. En lugar de dividir el dinero entre sus sobrinos y sobrinas (los cuales no están excesivamente boyantes en términos económicos), insiste en dejar la mayor parte solo a un sobrino. Su idea parece ser fundar una especie de dinastía (ya ha comprado una finca rural) y lograr que un solo Burmister se convierta en alguien muy influyente, en lugar de conseguir que una docena de ellos vivan acomodados. —Entiendo —dijo Taverner—. Y, tan pronto como se hace el testamento, el principal beneficiario se suicida. —Así es —dijo Polson—; ha habido tres suicidios en dos años. —Vaya, vaya —dijo Taverner—, ¿tantos? Ciertamente no parece ser coincidencia. ¿Quién se ha beneficiado con estas muertes? —Solo el siguiente heredero, quien rápidamente se suicida también. —¿Cómo determina su cliente la elección del heredero? —Escoge al sobrino que cree que es más probable que logre lo que él pretende. —¿No sigue ninguna regla de nacimiento? —Ninguna en absoluto. Elige de acuerdo con su estimación acerca del carácter, seleccionando primero a las personalidades más enérgicas. Tim es un tipo mucho más tranquilo y reservado que sus primos. Me sorprendió un poco ver que la selección del viejo Burmister recaía en él, pero ahora no hay muchas más opciones; después de todas las tragedias, solo quedan tres chicos. —Entonces uno de esos tres hombres finalmente se beneficiará si hay otro suicidio. —Así es. Pero es difícil concebir a un criminal lo suficientemente desalmado como para matar a toda una familia con la esperanza de que la elección final recaiga sobre él. —¿Qué tipo de persona son estos tres primos restantes? —Henry es ingeniero; le va bastante bien y está comprometido. Nunca destacará especialmente, pero es un buen tipo. Es el hermano pequeño de Tim. Bob, primo de ambos, es un poco vago. Hemos tenido que sacarlo de un incumplimiento y de uno o dos problemas desagradables, pero diría que es un joven de buen corazón, aunque algo irresponsable y, desde luego, su propio peor enemigo. El último de la familia es Irving, hermano de Bob, un tipo inofensivo aunque no muy aficionado al trabajo honesto. A los hijos de Joseph Burmister nunca les fue tan bien como a los de David; sentían inclinación por lo artístico en lugar de lo práctico, y ese tipo de gente nunca hace dinero. »La esposa de Joseph, sin embargo, ha juntado una cantidad razonable de dinero, y cada uno de sus hijos consigue alrededor de ciento cincuenta al año por cuenta propia; no es una fortuna, pero los mantiene fuera de los albergues. Bob hace trabajos esporádicos para complementar sus ingresos, actualmente es secretario de un club de golf; pero Irving es el genio de la familia y ha decidido ser artista, aunque no creo que haya sido capaz de producir algo de valor. Su única ocupación, hasta donde sé, es escribir una crítica de arte mensual para un periódico, y considera que la publicidad que recibe es suficiente pago. —No engordará mucho a ese ritmo —dijo Taverner—. ¿Cómo logra sobrevivir con sus ciento cincuenta? —Vive en un estudio de una sola habitación, y cocina en una sola sartén. Sin embargo, no resulta tan poco atractivo como suena; tiene un gusto extraordinariamente bueno, y ha logrado que su pequeño hogar sea bastante acogedor. —Así que esos son quienes podrían beneficiarse del testamento: un ingeniero tranquilo, un distraído de buen corazón y un bohemio artístico. —Al principio había siete posibles beneficiarios, siguiendo la política del viejo Benjamin. Tres han muerto por su propia mano, y uno está condenado a muerte… —¿Qué quiere decir

El alma que no quería nacer

El alma que no quería nacer Al contrario de lo habitual, Taverner no insistió en ver a su paciente a solas debido a que no podía extraer información de ella. Fue a la madre, una tal señora Cailey, a quien recurrimos para obtener el historial del caso, y ella, una pobre y nerviosa mujer, nos dio detalles tan escasos como los que podría observar un espectador; pero del punto de vista y los sentimientos de la paciente no averiguamos nada, pues tampoco había nada que averiguar. Ella se sentó ante nosotros, en el gran sillón de cuero; su cuerpo parecía la morada perfecta para el alma de una princesa, pero, lamentablemente, estaba deshabitada. Los delicados ojos oscuros, totalmente inexpresivos, miraban al vacío mientras discutíamos sobre ella como si fuera un objeto inanimado, cosa que, prácticamente, era. —Nunca fue como el resto de los niños —dijo la madre—. Cuando me la pusieron en brazos después de nacer, me miró con la expresión más extraordinaria que he visto; no eran los ojos de un bebé en absoluto, doctor, eran los ojos de una mujer, y además una mujer experimentada. No lloró, no emitió sonido alguno, pero parecía como si cargara con todos los problemas del mundo sobre sus hombros. La cara de ese bebé era una tragedia; quizás sabía lo que estaba por venir. —Quizás —dijo Taverner. —Sin embargo, en pocas horas —continuó la madre— adquirió la apariencia de un bebé común, y desde entonces, y hasta ahora, no ha cambiado, salvo por su cuerpo. Miramos a la chica sentada, y ella nos miró de vuelta con la impasibilidad inquebrantable de una niña muy joven. —La hemos llevado a todos los médicos que hemos podido encontrar, pero todos dicen lo mismo: que es un caso de deficiencia mental; cuando conocimos su existencia, pensamos que usted podría decirnos algo diferente. Sabemos que sus métodos no son como los de la mayoría de los médicos. Parece extraño que sea imposible hacer algo por ella. Pasamos junto a unos niños que jugaban en la calle al venir hacia aquí en el coche, criaturas hermosas y brillantes pero cubiertas de harapos y suciedad. ¿Por qué aquellos por quienes sus madres pueden hacer tan poco son tan espléndidos y Mona, por quien haríamos cualquier cosa, está… como está? Los ojos de la pobre mujer se llenaron de lágrimas, y ni Taverner ni yo pudimos responder. —La llevaré a mi residencia clínica y la mantendré bajo observación por un tiempo, si lo desea —dijo Taverner—. Si el cerebro falla, no podré hacer nada, pero, si es la mente la que no ha logrado desarrollarse, podría intentar curarla. Los casos de deficiencia son tan inaccesibles… es como llamar por teléfono cuando el receptor no responde. Si uno pudiera llamar su atención, se podría hacer algo; la clave del asunto radica en el establecimiento de comunicación. Cuando se fueron, me volví hacia Taverner y dije: —¿Qué esperanzas guarda con un caso así? —No puedo decirte aún —respondió—. Tendré que averiguar cuáles han sido sus encarnaciones anteriores, pues los problemas congénitos se originan en una vida anterior. Después, tendré que analizar su horóscopo y ver si las condiciones son adecuadas para saldar cualquier deuda que pueda haber contraído en una vida anterior. ¿Todavía crees que soy una extraña especie de charlatán, o estás empezando a acostumbrarte a mis métodos? —Hace mucho tiempo que dejé de sorprenderme por cualquier cosa —respondí—. Aceptaría al diablo, con sus cuernos, pezuñas y cola, si usted se ocupara de recetarle algo. Taverner rio entre dientes. —Con respecto a nuestro caso actual, estoy convencido de que descubriremos que es la ley de la reencarnación la que hay que considerar. Ahora respóndeme a esto, Rhodes: supongamos que la reencarnación no es un hecho, supongamos que esta vida es el principio y el fin de nuestra existencia, y que al final pasamos a las llamas o las arpas según el uso que le hayamos dado, ¿cómo explicarías la condición de Mona Cailey? ¿Qué hizo en las pocas horas entre su nacimiento y el inicio de su enfermedad para desencadenar tal juicio sobre sí misma? Y al final de su vida, ¿se podrá decir justamente que merecía el infierno, o que se ganó el Cielo? —No lo sé —dije. —Pero si asumimos que mi teoría es correcta, en caso de que pudiéramos recuperar el registro de su pasado podremos encontrar la causa de su condición actual, y, tras haber encontrado esa causa, quizás podamos ponerle remedio. En cualquier caso, vamos a intentarlo. »¿Te gustaría ver cómo recupero esos registros? Uso varios métodos; a veces los obtengo hipnotizando a los pacientes o a través del estudio de los cristales, y otras veces los leo desde la mente subconsciente de la Naturaleza. Ya sabes, creemos que cada pensamiento e impulso en el mundo se registra en los Registros Akáshicos. Es como consultar una biblioteca de referencia. Voy a usar este último método en el caso actual. Al poco rato, mediante métodos conocidos solo para él, Taverner había bloqueado todas las percepciones externas de su mente y se concentraba en la visión interna. Confusas imágenes mentales evidentemente danzaban ante sus ojos; después de lograr enfocarlas, comenzó a describir lo que veía mientras yo tomaba notas. Vidas egipcias y griegas fueron descartadas con unas pocas palabras; no eran lo que buscaba; simplemente estaba recorriendo las diferentes épocas, pero deduje que estábamos tratando con un alma de antiguo linaje y grandes oportunidades. Vida tras vida escuchamos el relato de un nacimiento real o de una iniciación en el sacerdocio, y sin embargo, en su vida actual, el alma de la chica estaba desconectada de toda comunicación con su cuerpo. Me pregunté qué abuso de poder había conducido a aquella sentencia de solitario confinamiento en la celda de su cuerpo. Luego llegamos al nivel que buscábamos, y resultó ser la Italia del siglo XV. —Hija del duque reinante… —No pude captar el nombre de su principado—. Su hermana menor era amada por Giovanni Sigmundi; ella

El hombre que buscaba

El hombre que buscaba Uno de los casos de Taverner que siempre ocupará un lugar especial en mi recuerdo es el caso de Black, el aviador. Un médico corriente habría internado a Black en un manicomio, pero Taverner, con base en una de sus teorías, apostó por la cordura de dos personas, y logró salvar a ambas. A principios de mayo, me encontraba acompañándole en su consulta de Harley Street, tomando notas de los casos mientras él examinaba a los pacientes. Habíamos derivado a varios histéricos y neuróticos para que los trataran otros especialistas cuando el mayordomo hizo pasar a un hombre completamente distinto. Parecía absolutamente sano, su rostro estaba bronceado por el aire libre y no mostraba signos de tensión nerviosa; pero, cuando cruzó su mirada con la mía, noté algo inusual en sus ojos. La expresión era peculiar. No poseía el miedo obsesivo que a menudo se ve en los ojos de los enfermos mentales; no me recordaba a nada más que a un sabueso inmerso en la carrera tras avistar a su presa. —Creo que estoy perdiendo la cabeza —anunció nuestro visitante. —¿De qué forma se manifiesta su problema? —preguntó Taverner. —No puedo trabajar. No puedo quedarme quieto. No puedo hacer nada excepto recorrer el país en mi coche a toda velocidad. Miren mis multas. —Sacó una licencia de conducir llena de anotaciones—. La próxima vez me meterán en la cárcel, y eso acabará conmigo por completo. Si me encierran entre cuatro paredes, zumbaré como un escarabajo en una botella hasta que me haga pedazos. Me volvería completamente loco si no pudiera moverme. El único alivio que encuentro es la velocidad, sentir que estoy yendo a algún sitio. Conduzco y conduzco y conduzco hasta que estoy completamente agotado, y luego entro en el primer hostal que encuentre por el camino y duermo; pero eso no me hace ningún bien, porque solo sueño, y soñar provoca que las cosas sean más reales, y me despierto más desquiciado que nunca y sigo conduciendo de nuevo. —¿A qué se dedica? —dijo Taverner. —A las carreras de automóviles, y también a volar. —¿Es usted por casualidad Arnold Black? —preguntó Taverner. —Ese soy yo —dijo nuestro paciente—. Menos mal que aún no he perdido los nervios. —Tuvo un accidente hace poco tiempo, ¿verdad? —preguntó mi colega. —Eso fue lo que inició el problema —dijo Black—. Hasta entonces estaba bien. Me golpeé la cabeza, supongo. Estuve inconsciente tres días y, cuando volví en mí, empecé a sentirme mal, y así ha seguido desde entonces. Pensé que Taverner rechazaría el caso, ya que una lesión de cabeza común no le interesaría demasiado, pero en cambio preguntó: —¿Qué le empujó a venir a mí? —Estoy hecho polvo —dijo Black—. He ido a ver a dos o tres tipos viejos, pero no he logrado sacar nada en claro de ellos; de hecho, vengo de visitar al más inútil de todos. —Nombró a una figura eminente—. Me dijo que me quedara en cama un mes, y que me recuperaría. Después de salir de allí me puse a deambular, y me gustó el aspecto de la placa de bronce que tiene usted en la puerta, así que entré. ¿Por qué? ¿No pertenece mi caso a su campo? ¿En qué se especializa? ¿En bebés o en demencia senil? —Si una casualidad como esa le trajo hasta mí, probablemente sea de mi campo —dijo Taverner—. Ahora hábleme del aspecto físico de su caso. ¿Cómo se siente? Nuestro paciente se retorció incómodo en su silla. —No sé —dijo—. Me siento más como un idiota que cualquier otra cosa. —Así —dijo Taverner— comienza a menudo la senda de la sabiduría. Black se giró, dándonos la espalda a medias. Su forzada actitud alegre desapareció. Hubo una larga pausa, y luego exclamó: —Siento como si estuviera enamorado. —¿Y está enamorado? —sugirió Taverner. —No, no lo estoy —dijo el paciente—. No estoy enamorado, solo siento como si lo estuviera. No hay una chica en este asunto, al menos que yo sepa y, sin embargo, estoy enamorado, horriblemente enamorado, de una mujer que no existe. Y no es mi lado mujeriego, sino la mejor parte de mí, y la más grande. Si no puedo conseguir que alguien me ame de la misma manera en que estoy amando, entonces perderé la cabeza. Todo el tiempo siento que debe haber alguien en algún lugar, y que ella aparecerá de repente. Debe aparecer. —Su mandíbula se endureció con una línea salvaje—. Por eso conduzco tanto, porque siento que, al doblar la próxima curva, la encontraré. El rostro del hombre estaba temblando, y vi que sus manos estaban empapadas por el sudor. —¿Tiene alguna imagen mental de la mujer que está buscando? —preguntó Taverner. —Nada concreto —dijo Black—. Solo la siento. Pero la reconoceré en cuanto la vea; estoy seguro de ello. ¿Creen que tal mujer existe? ¿Creen que es posible que la conozca alguna vez? —nos suplicó con la patética ansiedad de un niño. —Si es o no de carne y hueso, no puedo decirlo en este momento —dijo Taverner—, pero de su existencia no tengo la menor duda. Ahora dígame, ¿cuándo notó por primera vez esta sensación? —El primer estallido que tuve —explicó Black— fue durante la caída en picado que me llevó a la cama. Bajamos, bajamos, bajamos, más y más rápido, y, justo cuando estábamos a punto de estrellarnos, sentí algo. No puedo decir que viera algo, pero sentí un par de ojos. ¿Puede comprender a qué me refiero? Y, cuando regresé de mis tres días fuera de combate, estaba enamorado. —¿Qué cosas sueña? —preguntó Taverner. —De todo tipo; nada especialmente terrorífico. —¿Nota algún patrón en sus sueños, algo que se repita? —Ahora que lo menciona, sí. Todos ocurren bajo un sol brillante. No son exactamente orientales, pero van en esa dirección. Taverner le tendió un libro de viajes a Egipto ilustrado con acuarelas. —¿Algo así? —preguntó. —¡Vaya! —exclamó el hombre—. Eso es exactamente lo que vi. —Miró ansiosamente las imágenes y luego de repente

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