Carretera a Horca

Carretera a Horca por J.R. Plana Horca, 1,5 km. Leo levantó el pie del acelerador, atento para no pasarse el desvío. Le había sorprendido lo mal señalizada que estaba la carretera a Horca, y más teniendo en cuenta que no se trataba de un pueblo cualquiera en mitad de la sierra, sino de una población en relativo auge gracias al impulso industrial de la localidad vecina, Cibarrena. Era de noche, y la carretera tortuosa y de arcenes cubiertos de arbustos no invitaba a recorrerla a oscuras, por muy bucólica que pudiera resultar. Si al menos se hubiera cruzado con algún coche más… Leo apagó la radio. Inmerso en sus pensamientos, había pasado un buen rato sin prestarle atención, y no se había percatado de que llevaba de fondo a un espeluznante locutor que no hacía otra cosa que leer con pasión tétricos pasajes de algo que sonaba como la Biblia. Aquello le extrañó, siempre había pensado que los radio-predicadores eran casi exclusivos de los Estados Unidos. Bueno, pues ahora sabía que no. Un cartel azul le devolvió el reflejo de los faros. Horca, salida 319. Y justo detrás «Horca Hotel, 2 estrellas. Salida 319». Su pulso se aceleró al ver la señal del hotel. «Horca Hotel, habitación 113», le había puesto ella en el mensaje. «Te dejo la llave en recepción. Y mi ropa también». Pretextando un viaje de trabajo, Leo aprovechaba que ella asistía a una convención en Cibarrena para escaparse y pasar un fin de semana juntos de sexo y relax rural. A su mujer no parecía importarle que desapareciera los fines de semana para perderse entre informes atrasados —le prefería trabajando en la oficina antes que en casa— y sus hijos estaban a sus asuntos y pasaban de todo y de todos. No era de extrañar que Leo no sintiera ningún remordimiento. «La llave en recepción. Y la ropa también». El coche casi derrapó al tomar la curva en un giro de excitación desenfrenada. No tardó mucho en ver el cartel de neón sobre el tejado del hotel. Parecía más propio de un club nocturno que de un dos estrellas, pero qué narices, mientras las habitaciones estuvieran limpias el resto daba igual. Aparcó entre un Chevrolet monovolumen y un Renault coupé. A juzgar por los otros vehículos, ella no era la única de la convención que había acabado allí. Aquellos coches olían de lejos a vehículo de empresa y a chuloficina. Sacó su bolsa de deporte, que guardaba las cuatro mudas que necesitaba, y pulsó el mando para cerrar el coche. El parking del hotel estaba mal iluminado, apenas distinguía el asfalto de la tierra. «Si tuviera que matar a alguien», pensó, «lo haría en este aparcamiento». El aire de montaña, la aventura de escaparse y la perspectiva del sexo le hacían sentirse especialmente atrevido. Entró al vestíbulo del hotel con la bolsa al hombro y una mano en el bolsillo, con aires de tipo peligroso. La recepción estaba vacía. —¿Hola? ¿Hay alguien? Nadie respondió. El mostrador tenía uno de esos timbres de mesa con forma de media naranja, y Leo le dio un par de palmetazos. Esperó y repitió el movimiento otras tres veces. —¡Hola! ¡Aquí hay un cliente! Dejando la bolsa en el suelo, pasó detrás del mostrador y se asomó a la habitación del personal. Estaba vacía, con el ordenador encendido y una página web a medio cargar en el navegador. Leo se encogió de hombros y volvió hasta el panel que guardaba las llaves-tarjeta. Varias estaban desaparecidas, pero la suya, la 113, estaba en su cajetín. Se la guardó en el bolsillo, recogió su bolsa y se dirigió al ascensor. Pulsó el botón de llamada y mientras esperaba pensó que no había comprobado si la ropa estaba también en la recepción. Soltó sin querer una risa algo nerviosa. El timbre del ascensor precedió a la apertura de puertas. Leo entró y pulsó el primero. Podía, de hecho debería, haber subido andando, pero esos segundos de darse un repaso en el espejo eran esenciales antes de cualquier cita, y más después de conducir durante un par de horas. El cristal le devolvió un reflejo apagado, algo gris, como el de una televisión mal sintonizada. El habitáculo tenía la misma iluminación que uno encontraría en una morgue, y desde luego eso no favorecía a nadie. El ascensor se detuvo y el timbre volvió a sonar. Nada más salir, dos carteles marcaban que pasillo coger. Pares, flecha a la derecha, impares a la izquierda. El corredor estaba alumbrado por apliques económicamente distribuidos, sumiéndolo todo en una semipenumbra que ayudaba a disimular el horrible y obsesivo papel de pared y las esporádicas manchas pegajosas de la agónica moqueta. Solo esperaba que la habitación estuviera un poco más limpia. La 113 estaba al final, junto a una ventana que dejaba ver un trozo de bosque iluminado por una luna casi llena. El último aplique estaba lo suficientemente lejos como para permitir que un rayo azulado arrancara suaves destellos de los tres números que colgaban de la madera. Leo se paró frente a la puerta y dudó si llamar primero. Pero entonces ¿para qué le había dado la llave? Metió la tarjeta en la cerradura magnética y la puerta cedió. La habitación estaba en una penumbra similar a la del corredor. La entrada daba a un corto pasillo donde la puerta del baño, que estaba cerrada, se discutía el poco espacio con un armario de puertas correderas. Antes de cerrar, Leo puso el cartel de no molestar por fuera. Cerró la puerta con deliberada lentitud, esperando a ver si ella decía algo o no. ¿Se habría quedado dormida? Notó la bolsa de deporte colgada al hombro y decidió que empezaba a cansarle, así que abrió el armario y la arrojó dentro mientras decidía que lo mejor era alertar a su chica de su presencia, aunque pecara de falta de romanticismo. —Ya estoy aquí, cielo. He tenido que coger la llave yo solo, no había nadie por recepción. Lo

Vienen

Vienen por Ramón Plana Soñé que estaba en mi casa, pero solo era mi casa por dentro, por fuera era un enorme caserón victoriano con buhardilla, una gran puerta enrejada en la entrada y grandes y pesados faroles colgando de adornos de metal. En el hueco de la escalera vi una pequeña puerta que no había visto nunca. El tirador estaba oxidado y me costó mucho abrirla; cuando lo conseguí, me encontré en una pequeña sala llena de telarañas y con un angosto pasillo al fondo. Lo seguí y me llevó a una minúscula habitación amueblada como una sala de estar muy anticuada. Cuando me acerqué a la mesa camilla que había en el centro de la salita, me sobrecogí al ver de perfil que, en uno de los sillones, había un cadáver. Era de una persona anciana con largo pelo blanco y muy delgada. En la mano tenía un papel, y en él sólo había escrito cinco palabras: «Vienen, han encontrado el ascensor…». Luego, la debió de sorprender la muerte. Miré alrededor y pude ver una puerta detrás del sillón, en la penumbra. La abrí. Era un ascensor empotrado en la pared. Sin poderlo evitar, entré en él y cerré la puerta detrás de mí. A la derecha había unos botones de control, pulsé el que tenía una flecha hacia abajo y el ascensor, con un crujido, comenzó a descender. Después de unos instantes, se detuvo con un golpe seco. Escuché, no se oía nada. Decidida, abrí la puerta y salí. Estaba muy oscuro, poco a poco pude ver que me encontraba en una enorme caverna cuyo techo no alcanzaba a vislumbrar. Caminé separándome del ascensor, cuya puerta dejé abierta. Se veían diferentes niveles y varios pasadizos que desembocaban allí. El suelo era de arena y multitud de estalactitas hablaban de la antigüedad del lugar. En una de las paredes vi unas marcas que no supe interpretar. Poco a poco me envolvió la enorme frialdad del ambiente, sus formas; las manchas oscuras de las rocas me producían escalofríos. Un suave roce me sorprendió. Observé a mi alrededor pero no vi nada. Asustada, comencé a retroceder hacia el ascensor. Entonces lo oí más claramente: era un suave deslizar, quizá sobre la arena. También oí un murmullo, como un gorgoteo. Desesperada, me volví y corrí al ascensor. Lo que fuera venía detrás con multitud de carreras. Algo me golpeó las piernas, haciéndome caer al suelo. Miles de pinchazos me taladraron la ropa. Chillé, revolcándome, y como pude me incorporé mientras el sudor me escocía sobre los pinchazos. Luché contra algunos cuerpos cuyo tacto me espeluznó, y me introduje en el ascensor. Cerré la puerta y, sollozando histérica, pulsé el botón de subida. ¡Por favor! ¿Qué era aquello? Quería despertarme y que cesara el dolor de los pinchazos, ¿por qué era tan real? ¡¡Me quería despertar!! Me retorcí, haciéndome un ovillo… y al final desperté. Procuro serenarme, la sensación de los pinchazos ha sido tan real que aún me duele el cuerpo. De repente noto con sorpresa que no estoy tumbada. Despacio abro los ojos y observo una pequeña y antigua habitación que no conozco. Poco a poco, con horror identifico la minúscula sala de estar del pasadizo, y yo estoy sentada en el sillón del cadáver. Intento chillar y no puedo, miro mis manos, están envejecidas y flacas. ¿Qué me está pasando? Me estremezco cuando oigo detrás de mí el ascensor, que empieza a subir. Con gran esfuerzo cojo una hoja de papel y escribo algo… Luego, con creciente pavor, leo: «Vienen, han encontrado el ascensor…». Y, mientras oigo al ascensor detenerse a mi espalda, la inconsciencia me invade… Aun así, entre un mar de sombras, sigo escuchando el aciago y asqueroso gorgoteo. <Ir al índice Ir al siguiente relato>

El hallazgo de Philip Clayden

El hallazgo de Philip Clayden por J.R. Plana 1 La mañana siguiente a que la noticia de la muerte de Philip Clayden se publicara en los periódicos, el inspector Liemont entró de nuevo en la casa del difunto. Nadie en su sano juicio hubiera aceptado volver a aquel sitio, pero Howard Drymouth sabía convencer a la gente. Un sobre ligeramente abultado había bastado para vencer los remilgos y supersticiones del veterano inspector, que ahora mantenía la puerta abierta, negándose a traspasar el umbral. —Mire lo que tenga que mirar, pero deprisa —dijo, echando ojeadas nerviosas de acá para allá—. En diez minutos cerraré esta puerta y no pienso volver a abrirla. Howard hizo caso omiso de las palabras del inspector, al que consideraba un hombre astuto y perspicaz pero algo menguado a la hora de tratar materias más elevadas. Él, un hombre de ciencia, sabía ver las cosas desde otra perspectiva. —Estamos a punto de entrar en el siglo XX, Liemont. Es hora de que vaya aireando sus prejuicios y supersticiones. Avanzó por la estancia, inspeccionando con ojo clínico lo que veía. Aquello no era más que la entrada a la modesta casa de Clayden, pero Howard sabía que la naturaleza desordenada de su colega podía propiciar que este hubiera dejado tirado cualquier apunte importante en el sitio más insospechado. Conocía a Philip únicamente por la correspondencia. Ambos habían leído los artículos del otro y habían manifestado un mutuo interés por su trabajo, eso sí, siempre a través del papel. Jamás le había conocido en persona. Eso, claro está, no le impedía saber, o intuir, la personalidad del difunto, al que había llegado a conocer mejor incluso que a personas con las que mantenía un trato asiduo. Howard dejó atrás el vestíbulo y, tras dar un infructífero repaso a la cocina y al comedor, subió las escaleras hacia el piso de arriba, donde se encontraba la habitación y el estudio de Clayden. Allí habían hallado el cadáver, entre libros, tinteros y tarros de formol. Fue el vecino del edificio contiguo el que avisó a la policía a causa de un olor nauseabundo que provenía de la casa de Philip. La policía tuvo que forzar la puerta de entrada y tirar abajo la del estudio; ambas estaban cerradas por dentro. Y casi mejor que así se hubieran mantenido. El cuerpo de Clayden apestaba como ningún otro, parecía llevar semanas en descomposición. Sin embargo, no había causas físicas que justificaran ese estado, algo que tampoco supo explicar el posterior examen médico. Philip llevaría muerto, a lo sumo, dos días. Esa fue tan solo la primera de las muchas incógnitas que el caso Clayden brindó a los agentes de la ley. La más desconcertante y estremecedora fue la causa de la muerte: ahogado, Philip Clayden había muerto ahogado, pero no estrangulado, sino por inundación de los pulmones por agua marina. El cuerpo estaba totalmente seco, la apariencia externa no inducía a pensar que hubiera sufrido semejante muerte. Salvo los ojos, que mostraban un brillo acuoso idéntico al que se puede observar en los cadáveres de marineros rescatados, y un hilillo de agua salada que le rebosaba de la boca, la cual tenía abierta hasta casi desencajar las mandíbulas. Los médicos no dieron crédito al inspeccionar el cadáver de Clayden. Los pulmones estaban anegados hasta tal punto que en algunas zonas habían reventado por la presión, inundando levemente la cavidad torácica, algo que parecía complicado de conseguir si no se sumergía a un hombre en el océano o se le introducía agua con una manguera y por la fuerza, teorías que tuvieron que descartar a causa del estado del cuerpo, que no mostraba signos de lucha, inmersión ni violencia. Además, enredadas en la tráquea y los bronquios, encontraron varias clases de algas endémicas del Índico. Una veloz inspección al dormitorio dejó claro a Howard que Philip resolvía toda su vida en el consabido estudio. La puerta estaba entornada, tal y como la había dejado el inspector antes de marcharse la noche anterior, tras casi un día y medio allí dentro, resuelto a no volver jamás. Quizá un hombre más sensible o aprensivo hubiera percibido cierto ambiente vitando, una suerte de aire viciado y opresivo, pero Howard no dedicaba ni un segundo de su vida a las aprensiones supersticiosas. Entró en el estudio con paso decidido, y con la misma decisión se dirigió al escritorio sin prestar atención a otra cosa. Allí, esparcidos por la mesa, había decenas de legajos amontonados sin orden aparente. Howard los revolvió, desechándolos con rapidez. Hizo a un lado el abrecartas, la pluma, el candil y el secante, hasta haber revisado cada milímetro de la superficie de madera. No encontró lo que buscaba, aunque eso no le sorprendió. Philip siempre había sido un hombre previsor, y a buen seguro habría sabido guardar sus secretos a ojos inmerecidos. Abrió todos los cajones, sabiendo de antemano que allí tampoco lo hallaría. Con un movimiento mil veces realizado, Howard consultó en el reloj de bolsillo el tiempo que le restaba. En menos de cuatro minutos el receloso inspector cerraría la casa con él dentro. No era una idea que le disgustara, pero lo cierto es que preferiría no tener que perder tiempo en buscar otra forma de salir de allí. Entonces, como si el universo hubiera orquestado una sinfonía de movimientos que desembocaban en aquel preciso instante, un libro pareció destacar sobre todos los demás. De l’infinito universo et Mondi de Giordano Bruno. Los motivos por los que este libro tuvo un significado trascendental son irrelevantes, aunque se pueden sospechar si uno lee la correspondencia entre Philip y Howard. Sacándolo del estante, lo hojeó con premura. El pasar de hojas se detuvo al topar con un sobre escondido en el pliegue. Sintiendo una incipiente satisfacción, Howard leyó el dorso. Para Howard Drymouth, decía. Y seguía sellada con lacre. Se la guardó en el bolsillo interior de la chaqueta, dejó el libro donde lo había encontrado y volvió con aire victorioso junto con

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49 por Cristina M. Caladia Tenía que hacer una larga lista de cosas al llegar a casa. Ni puente de fin de semana ni hostias. Él se llevaba el trabajo una vez más. Hacía dos horas que se había quedado solo en la oficina, por no haber, ni estaban las señoras de la limpieza con su aspirador que ponían punto y final, cada día, con su peculiar banda sonora. Preso del sistema y cargado con el portátil, se metió en el ascensor que le llevaría desde la planta sesenta y cinco al húmedo aparcamiento, donde le esperaba el coche para llevarle a una solitaria y fría casa de un barrio residencial cualquiera sin nada en la nevera. Llamaría al chino. Ya estaba saboreando el wantán cuando con un chirrido estridente el ascensor se paró. El corazón se le aceleró. Esperó unos segundos prudenciales, danto tiempo, en vano, a que volviera a ponerse en marcha. Las luces se apagaron para volverse a encender con la misma facilidad. Recorrió el espacio que le separaba para tocar la alarma del ascensor. Dos, tres veces. Nada. Bueno, por lo menos era espacioso. «¿Cuáles son las posibilidades de que ni un mísero vigilante de seguridad esté en el edificio? ¿Y de que no oigan el timbre?», pensó. Era un gran rascacielos de oficinas, eran las diez de la noche y víspera de puente, tenía que haber alguien. Volvió a tocar la campana y sólo le contestó el más despiadado silencio. Se aflojó el nudo de la corbata y sacó el móvil. Si no oían la puta alarma del ascensor llamaría directamente a los bomberos. Pero no daba tono, ¿cómo era posible que un ascensor de un edificio como aquel pecara del fallo más clásico? Sin cobertura. Empezó a dar vueltas, los ascensores deberían estar monitorizados. Mandarán a alguien, se dijo. Pero los minutos pasaban y se sorprendió a sí mismo pensando si se le agotaría el oxígeno. Desechó la idea, las luces estaban encendidas y la ventilación, por ende, también. —¡Joder! —Dio un golpe a la puerta, con rabia, con impotencia—. ¡Socorro! ¿Hay alguien? —Siguió dando golpes a la puerta, hasta que, como única respuesta, le quedaron las manos doloridas. Se quitó el flequillo de la frente y apoyó la espalda en la pared. Aquello no podía estar ocurriendo, lo más patético era que nadie se daría cuenta de su ausencia. —Señor, le estamos viendo, tranquilícese. —La voz llegó de una de las esquinas del ascensor—. Hemos avisado al servicio técnico, pero, con las horas que son, tardarán unos veinte minutos. Asienta si me oye. —Asintió—. Estupendo, relájese que en seguida le sacaremos de ahí. Por lo menos no estaba solo. Se sentó, más relajado. Alguien sabía que estaba allí encerrado, ya sólo era cuestión de minutos. Podía soportarlo. Se puso los brazos en las rodillas flexionadas y se sujetó la cara con las manos. Respiró hondo,  ahora más tranquilo. Pero un estruendo y una sacudida en el ascensor volvieron a acelerarle el pulso. Miró hacia arriba como si allí estuvieran todas las respuestas. Sin previo aviso el ascensor se puso en marcha a más velocidad de la adecuada. Se levantó de un salto y se sujetó como pudo a las paredes. El frenazo que dio le arrojó a la pared contraria tirándole de nuevo al suelo. —¡Joder! El ascensor se ha puesto en caída libre —dijo mirando a la cámara. Se fijó en la planta —¡Eh! —Zarandeó los brazos—. Todavía estoy en la planta cuarenta y nueve, ¿se va a descolgar esto? ¡Joder! —Dio un golpe y una patada a la pared. —Caballero, hemos… —La voz se difuminó y sonó distorsionada—. Vendrán… —El altavoz rugía, demasiado alto, el volumen era ensordecedor. Le siguió un pitido, que parecía haberse escapado de la frecuencia canina. Se tapó los oídos con las manos, le iba a estallar la cabeza. Hasta que se hizo el silencio y la oscuridad. Al principio se relajó, pero luego se preocupó. Por primera vez vio la posibilidad de morir allí, solo, en el trabajo. Era irónico y perturbador. Se levantó y pulsó el botón de la campana iluminado por el halo naranja de la luz de emergencia, pero esta vez no sonó nada en absoluto. Aporreó la puerta insistentemente, obviando el dolor de sus manos. Por lo menos estaba ocupado. Intentó abrirla con los dedos, pero no se movieron ni un milímetro. —¿Hola? —Una voz femenina venía del exterior. —Hola, joder, estoy aquí encerrado, en el ascensor. He bajado siete plantas de golpe. —Respiró agitadamente—. ¿Puede llamar a alguien? —Sí. Le pareció oír unos pasos, pero no podía saberlo con seguridad. Bueno, por lo menos alguien había oído sus golpes. Miró el reloj, las once menos cuarto. Algo crujió en el ascensor, y le pareció estar a bordo de un barco. Sonidos nada alentadores. Se quitó la corbata y se desabrochó y arremangó la camisa. Se notaba que estaba sin ventilación, sudaba. —Han dicho que están de camino. —¡Joder! Es una puta emergencia, si se descuelga… —Tranquilo… Te sacarán, ya lo verás. —Su voz era pausada, amable. Se sentó de nuevo en el suelo. —Debería haberme ido a casa antes, pero se me fue la hora… Nadie me espera, así que me da igual quedarme solo. Sin compañeros, tengo mejor conexión que en casa, por eso me quedo… —Es normal teniendo trabajo… —Sí, de eso no me falta. La verdad, es lo único que tengo… Y ya tengo una edad, ¿sabes? Al principio, me dije, hasta que me asiente. Luego me han ido ascendiendo, más responsabilidades, más trabajo… El ascensor volvió a sonar, como si no aprobara lo que estaba diciendo. Se puso en pie, histérico ahora. —Ayúdeme, por favor, intente abrir la puerta desde ahí. —Está bien, iré a por algo para hacer palanca.  La chica, al menos tenía voz de chica, volvió a los pocos minutos, aunque a él se le hicieron eternos. Tenía la camisa empapada de tanto sudar por los nervios. Las puertas se separaron levemente y

Locura

Locura por J.R. Plana I Que la lástima y la conmiseración no cieguen tu vista, no te compadezcas de este viejo y arrugado cuerpo, porque si te tuviera a mi alcance separaría la cabeza de tu cuello sin perder un instante. Larga es mi lista de culpas y ni cien eternidades en el purgatorio lavarían mis pecados. Es mi historia el ejemplo de lo que ocurre cuando el mal planta su semilla en la Tierra de los hombres y luego, satisfecho, se retira a contemplar el resultado, disfrutando con deleite de cada uno de los pasos que da su vil criatura. Negra es mi alma y más podrido aún mi corazón, pues a pesar de todos mis crímenes no siento la menor pizca de remordimiento. La narración que me pides que haga es peligrosa y salvaje, y desde este momento te advierto que no me hago responsable de lo que pueda pasar a tu cordura después de oírla. Advertido quedas, sigue escuchando bajo tu propia responsabilidad. Estos hechos tuvieron lugar cuando mi cuerpo aún conservaba la fuerza de la juventud a pesar de los tonos grises que comenzaban a surgir de mi cabello. Fue una de las épocas más negras y lúgubres de mi vida, que aún recuerdo con una mezcla de placer y horror. Por aquel entonces estaba ya viudo, mi mujer había muerto hacía un tiempo relativamente corto, víctima de las pasiones que desde bien jovencita la llevaron por el mal camino. Llegando yo a casa después de una larga y agotadora jornada, la sorprendí en nuestra alcoba disfrutando en la cálida compañía del Mayoral. Cegado por la ira, la emprendí a puñetazos con el hombre, magullando cada rincón de su anatomía y terminando con su vida al aplastarle la testa entre mi bota y el pétreo suelo del corredor. Luego salí tras mi mujer, que había huido como vino a este mundo a través de la gran mansión, corriendo por los grises terrenos en un desesperado intento por encontrar alguna ayuda que no fueran nuestros atemorizados criados. Viendo la ventaja que me llevaba y lo inútil de gastar energías yendo en pos de ella, así la vieja carabina, que mantengo siempre cargada por si la necesitara en algún momento, y apunté con cuidado. Ella corría por el camino hacia al pueblo, tratando de alcanzar un transporte que venía en su dirección. El disparo le arrancó parte de la cara, dejándola muerta al momento. La justicia trató de condenarme por todos los medios, pero el dinero afloja las más férreas morales y esta vez no fue una excepción. A eso hay que unir que nuestras leyes, redactadas por hombres necios, siempre favorecieron al astuto y al criminal, así que conseguí quedar en libertad. Me recluí en mi mansión, conviviendo con la aversión, la furia y unos cuantos criados. Si antes recibía pocas visitas, ahora estaba más solo que nunca, a excepción de mis dos compañeros más leales, cuyo enorme aprecio por mí pasaba por alto mis crímenes, justificándolos con excusas que sólo el trato de muchos años puede encontrar. Eran antagónicos como el bien y el mal: el señor A… era una persona bondadosa y honorable, amigo desde la más tierna infancia y con la que había compartido tristezas y alegrías; el señor L… tenía un alma casi tan retorcida como la mía, y el único motivo de que nos soportáramos era la afinidad de nuestros gustos y nuestra eterna rivalidad. Tan pronto disfrutábamos apaciblemente de una agradable cena como nos enzarzábamos en discusiones acaloradas, casi rozando la violencia, por los más nimios temas. He de confesar que solíamos alegrarnos por las desgracias del otro, era nuestra manera de llevar nuestra amistad, si es que así se le puede llamar. Desde los asesinatos, acudía prácticamente de continuo, buscando provocarme y disfrutar de mis enojos y rabietas. Pasaron las semanas y mi humor se fue agriando. A diario propinaba desproporcionadas palizas a la servidumbre ante cualquier motivo que me desagradara, incluso amputé un dedo de un tajo por derramar encima de la mesa un vaso. El por qué se mantenían a mi lado es una incógnita que nunca llegué a comprender. Una mañana, A… acudió a visitarme. Al ver mi aspecto se sobresaltó, y empezó a inquietarse por mi salud. Me dijo que me veía muy desmejorado, que lucía un aspecto gris y casi cadavérico y que había que poner remedio de forma inmediata. Insistió en que tomara unas vacaciones, que le acompañara en uno de sus viajes. Lo cierto es que aquella idea se me antojó apasionante, y de pronto sentí una irrefrenable necesidad de abandonar la insufrible y oscura mansión. La excitación me invadió, nublando mi juicio y llevándome a tomar una decisión que, a posteriori, consideré exagerada: vendería los terrenos, reuniría mi fortuna y saldría del país en compañía del buen A… hacia puertos lejanos. Así se lo dije, exponiéndole la idea como la más asombrosa de las aventuras posibles. Él se mostraba reacio a embarcarse en semejante y alocado periplo, pero al final pudo más su preocupación por mi quebrantada salud y accedió con la condición de que él organizaría los preparativos para el viaje mientras yo me encargaba de la venta de mis posesiones. Aquella noche no concilié el sueño, pues poblaban mi mente millares de imágenes provenientes de lugares recónditos. Me figuraba navegando los océanos en busca de aventuras y destinos exóticos, recorriendo junglas y páramos, escalando altas montañas y atravesando viejos bosques. En algún momento estas fantasías se tornaron tenebrosas. Empecé a sentir opresión mientras me veía recorriendo largos y oscuros pasillos de fría piedra. Estaba iracundo por algún motivo que no lograba entender y caminaba buscando sobre quién descargar mi frustración. La desesperación y la amargura me invadieron, y me encontré huyendo de alguien o algo que no cesaba de acosarme con muy inquietantes intenciones. Oía su respiración, si es que se podía considerar respiración aquel balbuceo asmático, y sus pesados andares chocando contra el suelo. Las piernas comenzaron a

El beso de la muerte

El beso de la muerte por Ramón Plana Llovía. La acera estaba plagada de charcos. Al caminar por el empedrado de la vieja plaza era difícil no pisar el agua y empaparte los zapatos. Eso sin contar las piedras medio sueltas que al poner el pie encima lazaban un fino chorro de agua sucia sobre las perneras de mi pantalón. Me habían dicho que al volver el segundo arco estaba la pensión. Era mi última oportunidad para encontrar un alojamiento provisional cerca de la universidad. Dentro de dos días tenía que empezar las clases, luego buscaría un alojamiento más cómodo en donde pudiese residir todo el curso. Vi la casa al girar. Era muy antigua, tanto o más que la plaza. Los estrechos balcones mostraban un primoroso enrejado con un escudo heráldico en el centro, tres de ellos daban al camino empedrado de la salida este de la plaza y otros cuatro al dar la vuelta. Un cartel anunciaba: «Posada de la doncella». Una pesada puerta con aldabón indicaba lo vetusto y regio del lugar. Al franquearla, un patio de luces a la derecha atraía la mirada. En él, una escalera con barandilla dorada ascendía a las habitaciones, y unas mesas de mimbre, acompañadas por unos sillones del mismo material, ocupaban el centro decoradas con unas plantas que proporcionaban un toque de color; a la izquierda, parapetada detrás de un pequeño mostrador, una mujer de aspecto afable me miró por encima de las gafas.     —¡Buenos días joven!  ¿En qué puedo ayudarle? —Buenos días señora, busco una habitación y me han aconsejado que preguntara aquí. Me gustaba su amable tono, pensé que a lo mejor sería un lugar agradable para estar unos días. —¡Vaya! Qué mala suerte, porque a estas alturas estamos al completo. —Se volvió a los casilleros—. Bueno, a lo mejor podría dejarle una que tengo libre —dijo vacilando. —Sería estupendo —contesté, pensando en que no me apetecía nada seguir buscando. —¿Es usted supersticioso? —me preguntó mirándome fijamente. —Pues no, señora, no lo soy. —Es una habitación con balcón a la calle, así que tiene mucha luz. No la usamos habitualmente, pero se la voy a preparar y dentro de una hora podrá tenerla. ¿Le interesa? —¡Claro que sí, señora! —Pues hecho. Se la limpiamos y podrá ocuparla en un rato. Si quiere deje la maleta aquí, detrás del mostrador. —Muchas gracias, voy a comprar unos libros y vuelvo en un rato. Hasta ahora. —Hasta ahora, joven. Salí a la calle aliviado al saber que tenía habitación y esa noche podría dormir tranquilo. Paseé hacía la plaza, la crucé y me dirigí a una calle cercana a la universidad, en donde había tres o cuatro  librerías. Elegí la más vetusta. Sonó una campanilla al abrir la puerta y el dependiente, subido en una escalera, bajó la vista dejando por un momento de colocar libros en las estanterías. —Un momento, ahora mismo le atiendo. —No se preocupe, no tengo prisa —le contesté, aprovechando para mirar a mi alrededor. Había libros por todas partes. Ya sé que eso es lo normal en una librería, pero nunca he visto tal cantidad de libros por metro cuadrado en ninguna de ellas. Libros en las mesas, libros agrupados en montones, distribuidos por el suelo creando laberintos; libros en estanterías que llegaban hasta el techo, con unas barras ancladas en la pared para colgar las escaleras a distintas alturas y llegar a todos los niveles. Al lado del hombre, otra escalera soportaba un cajón del que sacaba los ejemplares que iba colocando. Se servía de un plumero para quitarles el polvo antes de ponerlos en sus respectivos lugares. Cuando hubo colocado el último, bajó calmadamente y se aproximó a mí. Pude ver un hombre de avanzada edad con una corta barba blanca, vestido con chaleco y unos ajados pantalones, manos nervudas y unos ojos perspicaces detrás de las gafas. —¿En qué puedo ayudarle? Saqué del bolsillo una lista con los libros que necesitaba y se la tendí. —Bien, bien. Se lo tendré enseguida. Creo que la mayoría los tengo por aquella mesa. —Me miró por encima de las gafas—. No le he visto antes por aquí. ¿Acaba de llegar? —Sí, hace unas horas. —Pues está difícil encontrar donde dormir. Aparte del inicio de la universidad, creo que tenemos una convención y una reunión empresarial que han saturado la oferta de alojamiento. ¿Ha encontrado donde pasar la noche? —Por suerte sí. Cerca de aquí, en la Posada de la doncella. También estaban llenos, pero me han ofrecido una habitación. El hombre dejó lo que estaba haciendo y se volvió hacia mí. —¿En la Posada de la doncella, ha dicho? —Sí —respondí, sorprendido por su mirada de alarma. —¿Conocía la posada de antes? —No. —Entonces no conoce su historia, ¿verdad? —Pues no. ¿Por qué lo dice? —Porque tiene una leyenda negra. Pero no le quiero preocupar por una noche —me dijo con tono serio—. Sólo le aconsejo que no acepte la habitación si es la número nueve. —¿Por qué esa habitación? —Porque hace algunos años ocurrió algo que hace aconsejable no dormir en ella. Si se la ofrecen diga que no, yo le dejaré dormir en un cuarto que tengo en la trastienda hasta que encuentre otra cosa. —Gracias, pero no creo que haga falta. No soy supersticioso. —Usted verá, joven. Pero quizá le convendría informarse. Se volvió a la mesa y continuó revolviendo entre los libros mientras musitaba: —Creo que este lo tengo por aquí. Una hora después salí de la librería llevándome tres de los libros en una bolsa. El resto me los tendría preparados al día siguiente a mediodía. Caminé por las calles adyacentes a la plaza mientras pensaba en lo que me había dicho el hombre. Seguía lloviendo pero más suavemente, así que busqué un lugar en donde tomar algo que me sirviera de cena. Entré en un bar muy animado, pedí una cerveza y un par de pinchos en la barra y me aparté a un rincón. Se me hizo algo

El Guardavía

El Guardavía por Charles Dickens Traducción de J.R. Plana Eh! ¡Ahí abajo! Cuando el hombre oyó la voz que así lo llamaba, se encontraba de pie a la puerta de su caseta, con una bandera en la mano, enrollada a un palo corto. Cualquiera podría haber pensado, considerando la naturaleza del terreno, que no había duda sobre la procedencia de la voz; pero en lugar de mirar hacia donde yo me encontraba, en lo alto del terraplén cercano a su cabeza, el hombre se giró y miró hacia la vía. Hubo algo singular en su manera de hacerlo, pero, aunque me hubiera ido la vida en ello, no habría sabido decir el qué. Mas sé que fue lo suficientemente singular para fijarme en ello, aun cuando su figura estaba en escorzo y ensombrecida, abajo en la profunda zanja, y yo estaba por encima, tan deslumbrado por el resplandor de la rabiosa puesta de sol que hube de cubrir mis ojos con la mano antes de verlo del todo. —¡Eh! ¡Ahí abajo! Dejó entonces de mirar a la vía, se giró de nuevo y, alzando los ojos, vio mi silueta muy por encima de él. —¿Hay algún camino para bajar y hablar con usted? Él me miró sin replicar, y yo le devolví la mirada sin presionarle con una pronta repetición de mi ociosa pregunta. Justo en ese instante vino una vaga vibración en la tierra y el aire, que se convirtió rápidamente en un violento temblor, y una imperiosa acometida que me hizo echarme hacia atrás, como si quisiera arrastrarme con él. Cuando hubo pasado el vapor que había llegado a mi altura, y se estaba diluyendo ya con el paisaje, miré debajo de nuevo y vi al hombre volviendo a enrollar la bandera que había agitado al paso del veloz tren. Repetí mi pregunta. Después de una pausa durante la que pareció estudiarme con suma atención, señaló con la bandera plegada a un punto situado a mi nivel, a unas doscientas o trescientas yardas de distancia. Le grité «¡De acuerdo!», y me dirigí a ese lugar. Allí, a fuerza de mirar a mi alrededor, encontré una zigzagueante y escabrosa senda descendente excavada en la roca, la cual seguí. El corte era extremadamente profundo e inusualmente sesgado. Estaba hecho en una roca fría y pegajosa, que se volvía rezumante y húmeda a medida que descendía. Por estas razones, tuve tiempo suficiente para recordar el singular aire de reticencia o coacción con el que me había señalado la senda. Cuando hube descendido lo suficiente para verle de nuevo, me percaté de que estaba de pie entre los raíles por los que había pasado el tren, como si esperara verme aparecer. Tenía la mano izquierda en la barbilla y el codo descansando en la derecha, que mantenía cruzada sobre el pecho. Su actitud revelaba tal expectación y cautela que me detuve por un instante, asombrado. Retomé mi camino hacia abajo, y al llegar a la altura de la vía, y detenerme cerca de él, vi que era un hombre moreno y cetrino, de barba oscura y cejas espesas. Su garita estaba en el lugar más solitario y triste que jamás he visto. A ambos lados, un húmedo y goteante muro de piedras irregulares excluía cualquier vista salvo una estrecha franja de cielo; la perspectiva por un lado era una prolongación torcida de aquella gran mazmorra; el otro lado, el más corto, terminaba en una tenebrosa luz roja y la aún más tenebrosa entrada a un túnel sombrío, cuya maciza arquitectura poseía un aire tosco, deprimente y amenazador. Tan escasa era la luz del sol que había entrado allí jamás, que un aire a tierra, a muerte, lo impregnaba todo; y circulaba un viento tan helado que me atravesó un escalofrío, como si hubiera abandonado el mundo de lo real. Antes de que él hiciera el menor movimiento, yo estaba lo suficientemente cerca como para haberlo tocado. Sin despegar sus ojos de mí ni siquiera entonces, dio un paso hacia su espalda y elevó su mano. Este era un puesto solitario, dije, y ha atraído mi atención cuando lo he visto desde allá arriba. Un visitante sería una rareza, suponía; pero tenía la esperanza de que no fuera una rareza mal acogida y le rogaba que simplemente viera en mí un hombre que había sido confinado toda su vida en estrechos límites, y quién, siendo libre al fin, tuviera un recién descubierto interés en esas grandiosas obras. Para tal fin le hablé, aunque no estoy seguro de los términos que utilicé porque, además de ser un hombre que no se siente cómodo entablando conversaciones, había algo en el hombre que me amedrentaba. Dirigió una mirada más que curiosa hacia la luz roja próxima a la boca de aquel túnel y a todo su entorno, como si algo faltara de allí, y entonces me miró. —Aquella luz está a su cargo, ¿verdad? —¿Acaso no lo sabe? —me respondió en voz baja. El pensamiento más horrible me invadió mientras examinaba los ojos fijos y su rostro saturnino: aquello era un espíritu, no un hombre. He especulado mucho desde entonces con la posibilidad de que su mente estuviera sufriendo una alucinación. Esta vez fui yo el que dio un paso hacia atrás. Pero al hacerlo, detecté en sus ojos una especie de miedo latente hacia mí. Esto puso en fuga mis horripilantes pensamientos. —Me mira —dije, forzando una sonrisa— como si me temiera. —Tenía dudas —repuso— de si le había visto antes. —¿Dónde? Señaló hacia la luz roja que había mirado. —¿Ahí? —dije. Mirándome intensamente, respondió, pero sin palabras, «Sí». —Mi querido amigo, ¿qué podría yo estar haciendo ahí? No obstante, sea como fuera, yo nunca he estado ahí, puede usted jurarlo. —Creo que puedo —contestó—. Sí, estoy seguro de que puedo. Su actitud volvió a la normalidad, igual que la mía. Contestó a mis observaciones con prontitud y soltura. ¿Tenía mucho que hacer allí? Sí, es decir, tenía suficiente responsabilidad que soportar, pero exactitud

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