El artesano del cadalso
En aquel momento, el hombre del que te voy a hablar era un hombre mayor, que se acercaba a los sesenta y cinco años. Era alto y estaba ligeramente encorvado, con brazos largos y manos grandes, nudosas y competentes, que olían a jabón amarillo de lavandería, con uñas grandes y deslustradas. Tenía unos ojos suaves y pálidos, de un azul claro, con pesadas bolsas debajo de ellos, y la barba blanquecina, delgada y espigada, como una especie de rebrote, y estaba recortada de manera que rodeaba su rostro inferior como un borde lanudo que se extendía de oreja a oreja bajo su barbilla. Padecía de una afección crónica del corazón, lo que le daba a su piel una palidez pronunciada e insana. Era ordenado y pulcro en sus hábitos personales, amable con los animales y tolerante con los niños pequeños. Tenía tendencia a ser avaro; ciertamente, en asuntos monetarios, era muy prudente y ahorrativo. Lo envolvía un aire de soledad. Su nombre era Tobias Dramm. En la ciudad donde vivía le conocían comúnmente como el tío Tobe Dramm. De profesión era verdugo público. Podríamos decir que era un artesano del cadalso. Ahorcaba hombres a cambio de dinero.
Según los registros disponibles, Tobias Dramm era el único hombre de su oficio en el continente. En sí mismo constituía una especialidad y un monopolio. El hecho de que no tuviera competencia no lo hacía descuidado en el ejercicio de su profesión. Al contrario, lo volvía preciso y meticuloso. Como alguien que ocupaba una posición única, se daba cuenta de que debía mantener su reputación, y lo hacía de manera competente. En el hemisferio occidental, su oficio era el enfoque moderno de los verdugos de la Francia antigua, que iban de un lado para otro de la ciudad o provincia en la que vivían torturando, matando y mutilando por la Gracia de Su Majestad.
Un gobierno generoso, comprometido con la creencia de que la pena capital resultaba eficiente, pagaba a Tobias Dramm una tarifa de setenta y cinco dólares por cabeza a cambio de ajusticiar a los delincuentes condenados con la pena de ahorcamiento, que era la que se imponía ante el delito de asesinato. Su promedio estaba alrededor de cuatro ahorcamientos cada tres meses, lo que aproximadamente suponían novecientos dólares al año, todo dinero limpio.
La forma en que el señor Dramm ingresó en este oficio un tanto macabro es, en sí misma, una pequeña historia. Durante toda la vida fue ciudadano de Chickaloosa, en el suroeste, donde se encontraba una penitenciaría estatal y donde, durante el período del que hablo, las autoridades federales enviaban, para confinamiento y castigo, a los delincuentes de medio puñado de estados y territorios. Esto fue antes de que el gobierno construyera sus propias prisiones, mientras aún distribuía sus responsabilidades humanas entre instituciones propiedad del estado, pagando una cierta cantidad por su manutención. Cuando el gobierno comenzó a enviar una parte de sus criminales a Chickaloosa, llegó, en una caravana de maleantes encadenados, un mestizo, mitad mexicano y mitad indio, que había robado en una oficina de correos territorial y asesinado incidentalmente al administrador de esta. Por lo tanto, este mestizo estaba condenado a expiar su peor crimen en una fecha determinada, en unas horas determinadas —entre el amanecer y el atardecer— y de una manera debidamente prescrita: siendo ahorcado por el cuello hasta morir.
De inmediato surgieron una dificultad y una complicación. El alcaide de la penitenciaría de Chickaloosa estaba perfectamente de acuerdo con la idea de mantener bajo su custodia a aquellos delincuentes que habían sido enviados por el gobierno para cumplir condenas de prisión, sosteniendo que tales medidas disciplinarias estaban dentro del alcance de su deber jurado. Pero, en lo que respectaba a la cuestión de los ahorcamientos, trazó una línea muy clara. Como señaló, él no era un agente del gobierno. No derivaba su autoridad ni recibía su salario de Washington, D.C., sino de una capital estatal ubicada a cientos de kilómetros de Washington. Además, era un fervoroso creyente del principio de la soberanía estatal. Como soldado de la extinta Confederación del Sur, había luchado durante cuatro años para establecer esa doctrina. Aunque reconocía que la causa por la que había luchado había sido derrotada, su postura sobre el tema seguía siendo la misma. Ya tenía mucho trabajo desagradable que hacer sin tener que colgar a tipos malos para el Tío Sam; esa era la actitud del alcaide. El alguacil del condado —del cual Chickaloosa era la capital— también se negó a participar en el asunto, considerando, y quizás muy acertadamente, que no era problema suyo, ya fuera oficial o personalmente.
Ahora bien, al gobierno le interesaba mucho que aquel mestizo fuera ahorcado. Habían invertido mucho trabajo y no poca cantidad de dinero para atraparlo, juzgarlo, condenarlo y transportarlo al lugar donde se encontraba actualmente. Se había fijado un día y una hora para la ejecución del juicio, y cualquier retraso en el cumplimiento de esta sentencia podría generar un escándalo, y posiblemente un enredo legal. Se cuenta que, a un convicto de larga condena, se le llegó a ofrecer un indulto completo a cambio de que llevara a cabo la ejecución judicial del condenado mestizo, y que este rechazó la oferta incluso cuando el precio era su propia libertad.
En mitad de esta grave emergencia, apareció un voluntario en la persona de Tobias Dramm. Hasta el momento había sido una figura poco destacada en la vida de la comunidad. Era un comerciante de ganado a pequeña escala, con su base de operaciones en una de las caballerizas de la ciudad. Era una persona de hábitos constantes, con fama entre sus vecinos de hombre sobrio y frugal. El gobierno, por así decirlo, aprovechó la oportunidad. Sin demora, su oferta fue aceptada. Tampoco hubo un prolongado regateo sobre los términos. Él mismo fijó el costo del trabajo en setenta y cinco dólares, y esta cifra incluía la supervisión de la construcción del cadalso, las pruebas del aparato y la operación propiamente dicha.
Así que, en el día designado, a una hora determinada, es decir, a las seis y cuarto de la mañana, justo fuera de los muros de la prisión y en presencia del número adecuado y ordenado de testigos, el tío Tobe, con rostro grave y tranquilo, y unas manos que ni titubearon ni temblaron, ató al delincuente condenado, le puso una capucha y le ajustó la soga al cuello. La trampa se soltó pasados los dieciocho minutos de la hora. Catorce minutos más tarde, después de breves pruebas de corazón y pulso, los dos médicos presentes coincidieron en que el mestizo estaba satisfactoriamente difunto. También coincidieron en su opinión de que la ejecución se había llevado a cabo con pulcritud, rapidez y con la menor cantidad posible de sufrimiento físico para el difunto. Uno de los médicos fue incluso más allá y felicitó al señor Dramm por la minuciosidad de su trabajo. Le dijo que, en todos sus años de experiencia, jamás había visto una ejecución más fluida y que, para ser un aficionado, Dramm había hecho un trabajo espléndido. Ante este cumplido, el tío Tobe respondió, con su manera de hablar tranquila y pausada, que había estudiado el asunto de antemano.
—Si continúo con esta forma de ganarme la vida, no permitiré que se produzcan errores —añadió con sencillez y franqueza. No había rastro de deleite enfermizo en su voz ni en la manera de decir esto, sino más bien una profunda y sincera satisfacción personal.
El resto de los presentes, habiendo quedado asqueados por el impacto de ver a un ser humano arrojado sumariamente al más allá, se marcharon apresuradamente sin decir nada. Pero después, al reflexionar sobre ello cuando estaban más serenos, estuvieron de acuerdo en que el tío Tobe lo había llevado a cabo con mano firme y habilidad, lo cual lo calificaba de manera apropiada para futuras tareas en la misma línea; que era un verdugo nato, si acaso alguna vez había habido alguno.
Este fue el veredicto común. Así que, a partir de entonces, por entendimiento tácito, el extratante de ganado se convirtió en el verdugo regular del gobierno. No tenía título oficial ni ninguna orden escrita para el puesto que ocupaba. Trabajaba por piezas, por así decirlo, y no por semana o mes. Algunos años ahorcaba a más hombres que otros, pero el promedio anual era de unos doce. Llevaba ahorcándolos durante casi diez años.
Era como si hubiera sido diseñado y creado para ese trabajo. Ahorcaba a hombres viles de manera individual, a veces en parejas, y raramente en grupos de tres, siempre sin titubear ni cometer errores. Una vez, en una sola mañana, ahorcó a media docena, fruto de un ajetreado período del tribunal federal en el país indio, donde un calendario abarrotado, un joven y enérgico fiscal de distrito con ambiciones políticas y un juez eficiente se habían combinado para obtener lo que todas las personas imparciales y de mente abierta coincidían en considerar resultados maravillosos, altamente beneficiosos para el ambiente moral del territorio y capaces de lograr que los posibles delincuentes se detuvieran un instante a pensar las cosas. Cuatro de los seis habían sido miembros de una banda especialmente desesperada de asaltantes de trenes y bancos. Los otros dos habían perdido su derecho a seguir viviendo al matar a agentes adjuntos de la policía. Cada uno, con premeditación y con sus propias manos, había matado a alguien, o había ayudado y alentado en el asesinato.
Esta ejecución séxtuple generó mucho revuelo, naturalmente. El tamaño del evento captó el interés popular; además, el grupo de villanos tenía un aspecto pintoresco que añadía un toque especial a los procedimientos finales. El sexteto incluía a un Cherokee de sangre pura; un exdentista consumido por la tuberculosis de Kansas, que había pasado de matar nervios en los dientes a matar hombres con fría premeditación; un esbelto montañés de Virginia Occidental, cuyo apellido era el nombre de un clan destacado en una de las más prolongadas disputas feudales de las montañas de su estado natal; un simple hombre malvado, cuya principal distinción era que provenía originalmente del Bowery en la ciudad de Nueva York; y uno, el peor de todos, de quien se decía que era el hijo de un pastor de un pueblo de Nueva Inglaterra. Uno por uno, con precisión y rapidez, el tío Tobe los envió al vacío a través del suelo de su patíbulo para recibir el castigo que les esperaba a aquellos que violan las leyes de Dios y del hombre derramando violentamente sangre inocente. Cuando el sexto y último pistolero salió de la prisión al recinto, resulto ser el antiguo dentista y, como dice la expresión, estaba dispuesto a morir como un hombre valiente, luciendo una sonrisa retorcida en su rostro descolorido. Bajo la plataforma había seis cajas negras, cinco de ellas ocupadas y con las tapas en su lugar, y una aún vacía y abierta. Al subir los escalones, el condenado giró la cabeza hacia un lado y, al ver esos ataúdes alineados en el patio de gravilla, hizo un comentario barato y despreciable. Pero, cuando se paró bajo el travesaño para que lo ataran, sus piernas lo traicionaron. Esas rodillas cobardes le fallaron, tanto que los presos que hacían labores en beneficio de la comunidad tuvieron que sostener al rufián debilitado mientras el verdugo ajustaba la cuerda alrededor de su cuello.
En esa ocasión, el tío Tobe explicó los principios y el código de su profesión a un reportero que había venido desde Sant Louis para informar sobre la gran ejecución para su periódico. Después de cubrir el proceso en detalle, el reportero se quedó un día más en el Palace Hotel de Chickaloosa para hacer un artículo especial, que sería en parte un retrato del personaje y en parte una entrevista directa sobre el verdugo. El artículo ocupó una página completa en la edición dominical del periódico del joven, y así, una reputación que hasta ese momento había sido más o menos local, obtuvo una notoriedad que se aproximaba a nivel nacional. A través de una reimpresión generalizada de lo que el joven había escrito, y de lo que el periódico había publicado, todo el país estuvo al final familiarizado con un punto de vista ético que ya era bastante conocido para casi todos los residentes de Chickaloosa y sus alrededores. Al leer la historia, alguien que viviera lejos obtendría una imagen precisa de una personalidad que quedaba elevada por encima de lo ordinario gracias al trabajo que desempeñaba; la imagen de un anciano totalmente sincero y totalmente consciente; un hombre aburrido, serio y competente hasta donde alcanzaban sus límites; un hombre que no era ni morboso ni imaginativo, sino más bien imbuido de una gravedad bastante estúpida; un hombre astuto con cada penique y afectuosamente inclinado hacia el dólar; un hombre que honestamente creía que era un servidor público desempeñando un servicio público necesario; un hombre sin nervios, pero, en todos los demás aspectos, un hombre de pueblo con mentalidad de pueblo; en resumen, vieron al tío Tobe tal y como era en realidad. El reportero hizo algo más que lo terminó de marcar como «artesano». Sin afirmar el hecho con palabras, logró crear en las líneas que escribió una atmósfera de defensa propia alrededor del anciano; o, tal vez, sería mejor decir «autojustificación». El lector percibía que Dramm, al ser consciente y sentirse ligeramente resentido por la estima que le profesaba su propio y pequeño mundo, debido al terrible trabajo que hacían sus manos, intentaba, de una manera semiapologética, ofrecer una explicación que redujera el enjuiciamiento público, presentar un peso de evidencia moral en su propio favor, y, a su vez, detrás de esto podía intuirse el orgullo tímido de un hombre tímido, orgullo por un trabajo realizado con buenos motivos y de manera meritoria. Con no más que una disculpa justificable y una ampliación exagerada del modo de hablar del otro, el reportero también tuvo éxito al reproducir no solo el lenguaje, sino también la intención anhelante de todo lo que el tío Tobe le dijo. A continuación, me dispongo a citar algunos párrafos de esta entrevista. Esto fue lo que el tío Tobe dijo:
—Es lógico, ¿no es así? Estos pecadores tienen que ser ahorcados, y alguien tiene que ahorcarlos. El Libro Sagrado dice ojo por ojo, diente por diente, vida por vida. Eso es exactamente lo que dice, y yo soy alguien que cree en la Biblia de principio a fin. Los chicos que traen aquí han quebrantado la ley de Dios y la ley del país, y simplemente tienen que pagar por su maldad. ¿No es así? Bueno, si eso es así, yo me adelanto y hago el trabajo. Si fueran hombres libres, caminando como tú y como yo, no levantaría ni el peso de mi dedo meñique para hacerle daño a un solo pelo de sus cabezas. Si no hubieran hecho nada contra la ley, sería el último en causarles daño. Ojalá pueda quedar ese punto claro en el artículo que planeas escribir, para que la gente entienda cómo me siento, para que entiendan que no tengo rencor contra ninguna criatura viva.
»Quiero que entiendan que no disfruto haciendo lo que hago, pero lo hago porque alguien tiene que hacerlo. Alguien tiene que mantener el orden y hacer cumplir la ley. No soy un hombre malvado, solo soy un hombre que cumple con su deber. A veces me pregunto por qué fui elegido para este trabajo, pero no puedo dar una respuesta clara. Supongo que es porque soy capaz de hacerlo sin vacilar, sin cometer errores. Aprendí cómo hacerlo bien y lo hago bien.
»No puedo negar que he visto cosas terribles, cosas que nadie quiere ver en sus peores pesadillas. Pero debo recordar que estos hombres que ahorco han elegido su destino. Han elegido una vida de violencia y crimen, y ahora se están enfrentando a las consecuencias. No estoy aquí para juzgarlos, solo estoy aquí para hacer cumplir la ley. Siempre trato de hacerlo de la manera más humana posible, para que sufran lo menos posible. No es un trabajo fácil, pero alguien tiene que hacerlo.
»Si el trabajo quedara en manos de algún novato, tal vez lo arruinaría y haría sufrir a esos chicos más de lo necesario. Tales cosas han sucedido muchas veces antes, como seguramente tú mismo sabes muy bien. Pero yo no lo arruino. No estoy presumiendo mientras digo esto; solo lo estoy diciendo. Puedo jurar que nunca he arruinado un solo trabajo, ni siquiera al principio. El director de la prisión, o el doctor Slattery, el médico de la prisión, o cualquier persona de esta ciudad que conozca las circunstancias completas dirá lo mismo, si les preguntas. Verás, hijo, nunca me pongo nervioso, como les ocurriría a otros hombres en mi lugar. Siempre estoy tan tranquilo como tú en este momento. Lo veo de esta manera, soy simplemente un instrumento de la ley. Lo considero un deber que se me ha encomendado debido a mi habilidad natural en esa dirección especial. Algunos hombres tienen dones para una cosa y otros hombres tienen dones para otra. Y parece que esta es la cosa en la que tengo un don en particular, colgar hombres. Entonces, siendo así, no me preocupo por ello de antemano, ni me preocupo después de que todo haya terminado. Conmigo manejando los detalles, todo el asunto se resuelve de acuerdo con la ley, los estatutos y el juicio del tribunal superior en menos tiempo del que algunas personas se tomarían preparándose. Yo lo veo como una misericordia y una bendición para todos los involucrados, el tener a alguien a cargo que sepa cómo colgar a un hombre.
»¡Oh, ha llegado al punto en que, cuando hay una ejecución en cualquier parte de esta región del país, me llaman para estar presente, como una especie de experto! He estado en ejecuciones por todo el estado, y hasta en Luisiana, y una vez en Texas, para brindar a los alguaciles el beneficio de mi experiencia y mi consejo. Tengo una regla de nunca aceptar dinero por hacer algo así, solo mis gastos de viaje y mis gastos de alojamiento; eso es todo lo que les cobro. Pero aquí en Chickaloosa las condiciones son diferentes, y el gobierno me paga setenta y cinco dólares por cada ejecución. Y creo que lo vale. La Biblia dice que el obrero es digno de su salario. Intento ser digno del salario que recibo. Ciertamente pretendo ganarlo, teniendo en cuenta la responsabilidad y todo lo demás. Si hay personas que piensan que gano mi dinero fácilmente, setenta y cinco dólares por lo que parece ser un trabajo de solo unos minutos, me gustaría que pensaran si se considerarían cualificados para colgar a tantos hombres como yo sin arruinar ni un solo trabajo.
* * * * *
Ese era su principal alarde, si se le puede llamar alarde, que nunca arruinaba un trabajo. Según me han contado, esa es la historia habitual de los verdugos corrientes, que después de un tiempo se vuelven crueles y encuentran placer en el ejercicio de su siniestra ocupación. Si esto es cierto, entonces sin duda el tío Tobe era una excepción a la regla en cuanto a las apariencias. Nunca se le sorprendió deleitándose con sus víctimas, siempre mostró una clemencia rápida en las temidas formalidades y en el acto mismo de la ejecución. Al principio demostró habilidad, pero, con la práctica frecuente, se volvió aún más hábil. Ideó varios dispositivos para acelerar el procedimiento. Por ejemplo, después de realizar experimentos prolongados en privado, ideó un arnés hecho de correas y hebillas de cuero, todo en una sola pieza. Con esto, en un tiempo increíblemente corto, podía atar a su hombre por los codos, las muñecas, las rodillas y los tobillos, de manera que, casi en menos tiempo del que tomaría describir el proceso, este último quedaba sobre la trampa, como una figura privada de movimiento, completamente equipada para el final. Ajustó el lado interior de la viga transversal de la horca con clavijas sobre las cuales descansaba la cuerda, completamente fuera de la vista de aquel sobre quien se usaría en breve, hasta el momento en que el tío Tobe, extendiendo un brazo largo hacia arriba, la bajaba, todo quedaba enganchado y listo. Descubrió la conveniencia de lubricar las partes del lazo con jabón amarillo, para que se deslizara suavemente en el bucle y se apretara rápidamente, sin tirones innecesarios. Podría haber usado grasa o manteca, pero el jabón era más limpio, y el tío Tobe, como se ha dicho, era un hombre ordenado.
Después de las primeras ejecuciones, su sistema comenzó a seguir una rutina regular. Desde algún lugar al oeste o suroeste de Chickaloosa, los agentes del alguacil traerían a un hombre destinado a morir. El personal de la prisión, haciéndose cargo de él, lo alojaría en una celda de un bloque especialmente seguro y fuerte, para casos como el suyo; en el momento adecuado, el director de la prisión notificaría al tío Tobe la fecha fijada para imponer la pena. Cuatro o cinco días antes del día, el tío Tobe visitaría la prisión, programando su llegada para que fuera justo antes de la hora de ejercicio de los reclusos de un cierto nivel. Una vez admitido, subiría varias escaleras de hierro estrechas y se detendría justo afuera de una puerta cruzada de barrotes de hierro mientras un carcelero, ingresando por esa puerta y cerrándola detrás de él, abriría una puerta más pequeña empotrada en la pared de piedras grises y húmedas, e invitaría al hombre encerrado dentro a salir para su paseo diario. Mientras el cautivo recorría de un lado a otro el estrecho pasillo de adelante hacia atrás, de arriba a abajo, con la inútil inquietud de un animal enjaulado en un zoológico, sus pies golpeando el piso de baldosas, y el atento carcelero de pie junto a él, el tío Tobe, después de ajustar su delgada figura en un nicho detrás de la reja exterior, con ojo evaluador, consideraría la figura en movimiento a través de una conveniente hendija en los barrotes metálicos. Se aseguraba de mantenerse bien oculto, pero, como estaba en la sombra mientras aquel a quien observaba con tanta atención se movía bajo la luz del día que se filtraba a través de un tragaluz en el techo del bloque de celdas, lo más probable es que de todos modos el prisionero no pudiera distinguir la indistinta forma del desconocido. Cinco o diez minutos de escrutinio del hombre era todo lo que el tío Tobe deseaba. En sus primeros días, antes de tomar el empleo actual, había sido experto en adivinar el peso de las reses y cerdos con los que trataba. Aquella experiencia temprana le servía bien ahora; no se atribuía mérito por su precisión al estimar el volumen de un ser humano vivo.
Bajando las escaleras, de camino hacia la salida del lugar, si por casualidad se encontraba con el director de la prisión en su oficina, es muy probable que el director dijera:
—Bueno, ¿qué tal esta vez, tío Tobe?
Y el tío Tobe respondería algo así:
—Bueno, señor, según mis cálculos, este pesará alrededor de setenta y cuatro kilos, tal como está ahora. ¿Cómo está llevando el proceso?
—Oh, más o menos.
—Se le ve bastante preocupado —podría decir el experto—. Supongo que no disfruta mucho de su comida, tampoco. Probablemente perderá un par de kilos más antes del viernes por la mañana. Debería pesar unos setenta y dos para entonces.
—¿Cuánto tiempo le das de caída?
—No se preocupe por eso, señor —sería la respuesta dada con una mirada contemplativa de los tranquilos ojos pálidos—. Supongo que mis cálculos no estarán muy lejos, si es que están equivocados.
Y nunca lo estaban.
El día antes del acontecimiento era un hombre ocupado, supervisando la colocación y ajuste de las piezas de madera sobre las cuales se llevaría a cabo la tragedia capital del día siguiente. Cuando esto se hacía a su gusto, probaba la trampa para asegurarse de que las tablas no estuvieran torcidas, y examinaba la cuerda en busca de posibles defectos en su tejido, comprobando que el mecanismo de la palanca de madera que accionaba la trampa funcionara instantáneamente y con suavidad. Prestaba una atención minuciosa a cada detalle, precaviéndose de todas las contingencias posibles. En cuanto a la confiabilidad de la cuerda, era especialmente meticuloso. Después de cada ejecución, el cadalso se desmontaba y se guardaba para su uso posterior, pero para cada ahorcamiento el gobierno proporcionaba una cuerda nueva, fabricada en Nueva Orleans a un precio de ocho dólares. Por lo general, los espectadores cortaban la cuerda en trozos después de que cumpliera con su propósito establecido, y se los llevaban como recuerdos. Por lo tanto, siempre se proporcionaba una cuerda nueva, y su confiabilidad debía ser verificada mediante pruebas prolongadas y exhaustivas antes de que el tío Tobe la aprobara. Al verlo en su tarea, sin chaqueta ni chaleco, con las mangas remangadas y su mirada concentrada, uno se daba cuenta de por qué, como verdugo, había sido exitoso. No dejaba absolutamente nada al azar. Cuando terminaba sus experimentos, la posibilidad de que los objetos inanimados se comportaran mal en situaciones de emergencia se reducía al mínimo.
Antes del amanecer del siguiente día, el tío Tobe, vestido de negro sobrio como un enterrador de pueblo, y con sus barbas estilo victoriano, de mediados de siglo, bien limpias y peinadas, se presentaría en su puesto. Se mantendría en segundo plano, un espectador discreto, hasta que el condenado hubiera pasado por la farsa de comer su último desayuno. Y manteniéndose aún discreto durante la marcha hacia la horca, iría al final de la fila mientras la procesión corta y desordenada se abría paso por pasillos oscuros iluminados por gas hacia la tenue luz del amanecer, que se filtraba por las paredes del complejo, con su suelo de grava y su alto cerco construido en el lado exterior de la prisión. Esperaría, siempre manteniéndose discretamente apartado del centro de atención, hasta que el clérigo encargado hubiera terminado sus oficios sagrados. Esperaría hasta que el pálido desdichado, por cuya causa el gobierno hacía tanto ruido y se tomaba tantas molestias, hubiera murmurado sus últimas palabras de despedida en este lado de la eternidad. Seguiría esperando, con mucha paciencia, hasta que el director de la prisión asintiera hacia él. Entonces, con su arnés de sujeción bajo el brazo y la capucha negra cuidadosamente doblada y guardada en un conveniente bolsillo lateral de su abrigo, el tío Tobe avanzaría y, con una mano amable, casi paternal, sobre el hombro del condenado que debía morir, lo llevaría a un lugar determinado del centro de la plataforma, justo debajo de una pesada viga transversal. A continuación, se produciría un rápido movimiento de las grandes y nudosas manos sobre el cuerpo sin resistencia del hombre condenado y, casi al instante, según parecía a aquellos que observaban, todo estaría en orden: los brazos del asesino llevados hacia atrás y presionados contra sus costillas por una banda ancha que rodeaba su torso en los codos, sus muñecas atrapadas juntas en grilletes de cuero abrochados detrás de la espalda; sus rodillas y tobillos sujetos en lazadas de cuero que se unían al resto del aparato mediante una correa transversal que se tensaba a lo largo de sus piernas, en la parte posterior; la bolsa de tela negra sobre la cabeza, con la corona puntiaguda en su lugar; el nudo apretado; la figura con los pies atados y la cabeza cubierta oscilando ligeramente de un lado a otro; y el tío Tobe avanzando de puntillas y rápidamente hacia una inclinada palanca de madera que sobresalía a través del suelo de tablas, como el mango de un remo.
En este punto, los testigos de corazón temeroso apartaban la vista. Aquellos más resueltos —o aficionados a lo morboso—que continuaban mirando se percataban de un fenómeno físico que, de acuerdo —supongo— con las leyes de lo horizontal y lo paralelo, dicta que un hombre al que se le corta abruptamente la vida por medios rápidos y violentos, y cae tendido al suelo, parece encogerse y acortarse, tanto el cuerpo como las extremidades, mientras que uno colgado de una cuerda alrededor del cuello parece estirarse hasta longitudes impropias y antinaturales.
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Después de recuperar sus correas de cuero, el tío Tobe partiría hacia su hogar, haciendo una parada en el Banco Nacional de Chickaloosa para depositar la mayor parte de los setenta y cinco dólares que el director, en representación de un gobierno federal satisfecho, le había pagado en efectivo al momento. El viejo tenía una suma considerable depositada en el banco, todo ganado de esta manera, y con intereses al tipo legal. Al llegar a su hogar, lo primero que haría el señor Dramm sería desayunar. Una vez terminado esto, abriría el segundo cajón de un antiguo tocador de nogal negro y, de debajo de una pila cuidadosamente doblada de ropa interior de repuesto, sacaría un pequeño libro barato y encuadernado en imitación de cuero rojo que llevaba la palabra «Cuentas» en la portada en letras desvanecidas. En una página en blanco, y cruzada por líneas azules, escribiría, con tinta y letras apretadas, el nombre, la edad, la altura y el peso del hombre al que acababa de enviar a la muerte, así como la hora y el minuto en que se abrió la trampilla, el tiempo que transcurrió hasta que los cirujanos declararon muerto al hombre, la disposición que se había hecho del cuerpo y cualquier otro dato que le pareciera pertinente para el registro. Invariablemente, concluía la entrada así: «El cuello se rompió por la caída. Todo salió sin problemas». Desde el primer servicio, siempre había hecho tales anotaciones después de un ahorcamiento, ya que, en esto, como en todo lo demás, era metódico y preciso.
El resto del día, con toda probabilidad, lo dedicaría a sus propios asuntos. Si el clima lo permitía, podría trabajar en su pequeño huerto detrás de la casa, o si era otoño, podría ir a cazar conejos; también podría salir a dar un paseo. Cuando llegaba el periódico de la tarde (Chickaloosa tenía dos periódicos, uno matutino y otro vespertino), leería el relato del evento en la prisión, y corregiría con lápiz cualquier error material que se hubiera deslizado en la historia del reportero; luego recortaría el artículo y lo guardaría junto con un montón de recortes similares, en el mismo cajón del tocador donde guardaba su libro de cuentas y su ropa interior. Después de esto, cenaría, lavaría y secaría los platos de la cena y, cuando llegara la hora de acostarse, se iría a la cama y dormiría profundamente y en paz toda la noche. A veces sus problemas cardíacos le provocaban ataques de asfixia que lo despertaban. Rara vez tenía sueños, y jamás sueños asociados de forma desagradable con su ocupación. Probablemente nunca hubo un hombre bendito con menos imaginación que Tobias Dramm. Parecía casi providencial, considerando su profesión, que careciera por completo de la facultad de la introspección, de modo que ni su memoria ni su conciencia lo perturbaban nunca.
Hasta ahora no he mencionado familia o allegados, y la razón es muy sencilla: no tenía ninguno. En su juventud no se casó. Las lenguas viperinas de la ciudad decían que era demasiado tacaño para mantener a una esposa y, además de ese gasto, correr el riesgo de tener hijos que criar. No tenía parientes cercanos, excepto un par de primos lejanos en Chickaloosa. No tenía sirvientes, y esto se debía a dos razones: primero, a sus instintos tacaños; segundo, al hecho de que ni por amor ni por dinero ningún negro quería servirle y, en esa comunidad, los negros eran los únicos criados domésticos que se podían encontrar. Entre los negros había una creencia de que en plena noche desenterraba los cuerpos de aquellos a quienes había ahorcado y vendía los cadáveres a los «estudiantes de doctor». Decían que mantenía una sociedad activa con el diablo; decían que el diablo se apoderaba de las almas de sus víctimas, pagando con dólares al rojo vivo después de que el verdugo hubiera terminado con sus cuerpos. Era una convicción profunda, la creencia de los negros en este tráfico impío. Trataban al señor Dramm con una veneración impresionante y horrorizada, inclinándose ante él con mucho respeto cuando se lo cruzaban, para luego alejarse rápidamente. Harían falta caballos muy fuertes para arrastrar a cualquier residente de piel negra de Chickaloosa a los umbrales de la pequeña casa de tres habitaciones en las afueras de la ciudad, donde vivía el tío Tobe. Por lo tanto, vivía solo, haciendo su propia y escasa compra y su propia y sencilla tarea doméstica. La soledad era parte de la pena que pagaba por seguir la profesión de verdugo.
Tampoco contaba con amigos cercanos entre los miembros de su propia etnia. La gran mayoría de la gente blanca no es exactamente que lo evitaran, pero, como dicen en el suroeste, sí que lo dejaban en paz. Estaban contentos de consagrarlo como una celebridad local, y bastante dispuestos a señalarlo a los visitantes, pero, según una ley comunal no escrita, ahí se trazaba la línea. Era como alguien apartado para ciertas tareas necesarias, y al que, sin embargo, se le negaba el trato con su propia gente porque las realizaba de manera aceptable. Si su estado distante y solitario alguna vez le causaba angustia, al menos no mostraba señales externas de ello, sino que seguía su camino sin quejarse, comportándose con una dignidad hogareña y silenciosa, y envuelto en esas prendas invisibles de superstición que el prejuicio y la ignorancia local habían creado.
Siempre estaba listo, cuando la ocasión lo requería, para justificar su profesión con los mismos términos que le había dado al joven reportero de Sant Louis en aquella ocasión, y aunque anhelara ganarse el aprecio de sus conciudadanos, nunca se supo que abiertamente se rebelara contra su destino. Lo más cercano que estuvo de hacerlo fue una vez, cuando se encontró en la calle con una mujer conocida que había sufrido recientemente la pérdida de su única hija. Se acercó a ella, ofreciendo torpes condolencias, y de inmediato sintió la necesidad de expresarle su simpatía por su gran pérdida, intentando estrecharle la mano. Al tocar los dedos de ella, la mujer, que ya se encontraba en un estado de dolor cercano a la histeria, retrocedió, gritando que su mano olía al jabón con el que ungía los nudos de horca. Ella huyó de él, gritando, mientras corría, que estaba maldito, que estaba marcado con ese olor horrible y no podía deshacerse de él. Ante aquellos que presenciaron la escena, el verdugo, con un aire un tanto ofendido y desconcertado, dio una explicación. Dijo que la pobre mujer estaba equivocada; aunque de alguna manera tenía razón. De hecho, él usaba para lavarse las manos el mismo jabón amarillo en barra que untaba en sus cuerdas. Era un jabón bueno y barato; lo había usado regularmente durante años para limpiarse las manos. Puesto que cumplía tan bien con su propósito original, ¿qué daño podía haber en utilizarlo para lubricar el nudo de la cuerda cuando se le llamaba a realizar uno de sus trabajos en la prisión? Aparentemente, le costaba entender las miradas que le dirigían cuando terminó de hacer esa declaración. Comenzó a protestar, pero se interrumpió rápidamente, y se marchó sacudiendo la cabeza, como si estuviera desconcertado ante la idea de que personas normalmente cuerdas pudieran mostrarse tan escrupulosas e irracionales. No obstante, siguió usando el jabón igual que antes.
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Hasta el momento, la narración ha sido en gran medida una introducción. La verdadera historia comienza ahora. Y trata sobre el origen de una ilusión.
En su época, el tío Tobe ahorcaba a todo tipo de hombres: hombres que seguían esperando en vano un indulto de última hora mucho después de que desapareciera la última posibilidad de indulto, y que en el patíbulo suplicaban lastimosamente por cinco minutos, por dos minutos, por un minuto más de preciosa gracia; negros que se emborrachaban con exhortaciones religiosas y morían en un frenesí, seguros de su salvación y gritando aleluyas; indios sostenidos y detenidos por su estoicismo racial; chinos que lanzaban miradas impasibles y oblicuas por encima del abismo que tenían ante ellos, y estaban imbuidos de la calma del fatalista que cree que lo que tenga que ser, será; hombres blancos sobre quienes, al final, cuando toda posibilidad de intervención había desaparecido, descendía misericordiosamente una insensibilidad mental, con el resultado de que llegaban al abrazo de la cuerda como hombres en coma ambulante, con ojos vidriosos, sin ver y arrastrando los pies; otros hombres blancos que, mientras se entregaban al verdugo, fingían bravuconería y pronunciaban pobres bromas entre labios estirados en una mueca burlona y desafiante, de tal modo que solo el tío Tobe, al sentir cómo su piel se erizaba bajo sus mortajas, conocía el terror espantoso que acosaba sus cuerpos. Finalmente, en el décimo año de su carrera como verdugo remunerado, fue llamado a ofrecer sus atenciones profesionales a un hombre muy diferente a todos los que habían pasado por el temido proceso.
El hombre en cuestión era un bandido de tren conocido popularmente como el Niño Mano Solitaria, porque siempre llevaba a cabo sus nefastas operaciones sin cómplices. Era un rufián bajo y oscuro, tan malvado como una serpiente mocasín, y tan peligroso como ella. Era sucio en el habla y vil en sus costumbres, poco pintoresco y nada saludable, y en conjunto parecía más una criatura viperina que un hombre. Los alguaciles de dos estados fronterizos, y los funcionarios de una reserva contigua, lo habían buscado numerosas veces, larga y diligentemente, antes de que un grupo lo venciera en las colinas, superándole en número, y lo capturara vivo a costa de la vida de dos de sus miembros, más un tercero que quedó gravemente herido. Tan pronto como los cirujanos taponaron los agujeros en la piel que los miembros de la vengativa partida le habían abierto tras haberlo rodeado, y antes de que se les acabara la munición, fue llevado ante la justicia para responder por el injustificado asesinato de un empleado postal en un tren transcontinental. No se perdió tiempo en llevar el juicio a su conclusión; se consideró que había una necesidad apremiante de dar ejemplo con este bandido de manos ensangrentadas. Después de ser condenado con una celeridad encomiable, el Niño Mano Solitaria fue trasladado a Chickaloosa, donde fue fuertemente custodiado hasta el día en que el tío Tobe le brindara sus atenciones profesionales. Desde el primer momento en que comenzó la acusación, el Niño Mano Solitaria, cuyo verdadero nombre era un prosaico «Smith», se opuso enérgicamente a este procedimiento, al que en ciertos círculos se conoce como «proceso exprés». Insistía en que se le estaba llevando legalmente hacia la muerte por su historial y no por las pruebas. Había cometido suficientes asesinatos por los cuales podría haber sido juzgado y, muy probablemente, encontrado culpable, pero consideraba una profunda injusticia que debiera ser acusado, juzgado y condenado por un asesinato que no había cometido. Según su código, no se habría rebelado enérgicamente contra ser castigado por las cosas malas que él mismo había hecho; sin embargo, no le gustaba ser ahorcado por algo que algún otro atracador rival había hecho. Esa era su afirmación, y la repetía con una persistencia que convenció a algunas personas, y en gran medida, de que, después de todo, podría haber algo de verdad en lo que decía, aunque entre los hombres honestos no había duda alguna de que el mundo sería un lugar más dulce y saludable sin el Niño Mano Solitaria.
Considerándose tratado, según su perspectiva, de manera injusta, el asesino condenado se negó obstinadamente a someterse a su destino asignado. Durante el viaje en automóvil hasta Chickaloosa, aunque aún débil por sus heridas y firmemente esposado, intentó atacar a sus guardias en dos ocasiones diferentes. En su celda, unos días después, atacó a un carcelero aparentemente sin motivo, ya que, incluso con el carcelero eliminado, no había ninguna perspectiva terrenal de que pudiera escapar de la caja fuerte de acero que lo encerraba. Pues eso era realmente, una caja fuerte, que servía para almacenar vivos a cientos de rehenes que se servían como garantía de la paz y el orden del país. Y de todos los que estaban encerrados allí, él era, por el momento, el más preciado a los ojos de la ley. Por lo tanto, la ley no quería correr el riesgo de perderlo, y eso a buen seguro lo sabía cuando mutiló a su custodio.
Después de ese estallido, empezaron a tratarlo como a una perversa bestia salvaje, pues exactamente eso es lo que era. Lo encadenaron por los tobillos a la cama, y la comida se la empujaban a través de los barrotes por un vigilante que siempre se mantenía fuera de su alcance. Al verse indefenso juró que, cuando abrieran la puerta de su celda para preparar su viaje hacia la horca, lucharía con los dientes y las manos desnudas mientras le quedara una pizca de fuerza con la que pelear. La fuerza física sería el único argumento que le quedaría para expresar sus protestas, y por eso le dijo a todo el que quisiera escuchar que con total seguridad tenía la intención de recurrir a ella.
Existía un código de decoro que regía las ejecuciones en Chickaloosa, y las autoridades locales temían enormemente la idea de que el Niño Mano Solitaria profanara ese código con un comportamiento rencoroso y descortés. Se decía que, en todo el mundo, solo había una criatura viva por la cual aquel cautivo rebelde sintiera amor y respeto, y esa persona era su media hermana. Pensando en conservar el buen nombre de su prisión, el director pagó el viaje desde su hogar en el Territorio Indio. Dos días antes de la ejecución, llegó ella, una mujer desgarbada y descuidada. Después de haber sido preparada para su papel, entró en la celda y lloró sobre el prisionero encadenado, suplicándole hasta que él, a regañadientes, prometió que no se resistiría cuando lo llevaran a la horca.
Mantuvo su palabra, aunque resultó que la promesa de no resistencia, de mostrarse pasivo a la voluntad de sus carceleros, no incluía, según el sentido del honor del Niño Mano Solitaria, los músculos de la lengua. Su hora llegó al amanecer de una mañana de octubre clara y fresca, cuando una capa de escarcha creaba una alfombra plateada en el suelo de tablones del cadalso, mientras en el este los cielos resplandecían con un rojo iracundo, como los reflejos de una hoguera distante. Desde la puerta de su celda, antes de que el jefe de vigilancia lo llamara, alejó con terribles juramentos al clérigo que había venido a ofrecerle consuelo religioso. Al amanecer, cuando los primeros rayos del sol se colaban por las ventanas entrecerradas para dibujar rayas rojas en la pared encalada detrás de él, como pinceladas de pintura fresca, comió su último desayuno entre palabras soeces, y más tarde, a la sombra del travesaño desde el cual en breve colgaría en el momento de su muerte, una ofensa desgarradora a la vista de los mortales, se detuvo y maldijo a todos los que habían tenido parte en su condena y su ejecución. Profanando el nombre de su Creador con cada aliento, maldijo al presidente de los Estados Unidos que se había negado a indultarlo, a los jueces del tribunal superior que habían rechazado su apelación contra el veredicto del tribunal inferior, al juez que lo había juzgado, al fiscal del distrito que lo había procesado, a los miembros del gran jurado que lo habían acusado, a los miembros del jurado que habían votado por condenarlo, a los testigos que habían testificado en su contra, a los hombres de la partida que lo habían atrapado, condenándolos a todos y cada uno de ellos a una condenación eterna. Ante esta inundación de blasfemia, el ministro, que lo había seguido subiendo los escalones del patíbulo con la vana esperanza de que, cuando llegara el final, esta pobre alma perdida mostrara algún signo de contrición, ocultó su rostro entre las manos, temiendo que un Dios ofendido enviara un rayo desde lo alto para destruir a todos los que habían sido testigos de tal impiedad y falta de arrepentimiento.
El indignado director de la prisión decidió poner fin a este espectáculo lamentable. Hizo un gesto con la mano para que el tío Tobe se apresurara, y el tío Tobe, obedeciendo, avanzó desde donde había estado esperando en la fila trasera de los espectadores consternados. Contra él lanzó a borbotones todo su sulfuroso odio el rufián desafiante. Primero, por encima de un hombro y luego por el otro, mientras el verdugo trabajaba con dedos rápidos para atarlo y convertirlo en un paquete rígido, pronunció lo que era tanto una terrible amenaza como una promesa aún más terrible.
—No culpo a las demás personas aquí presentes —proclamó—. Algunas de ellas están aquí porque es su deber estar aquí, y si a los demás les complace ver a un hombre ser ajusticiado cuando no tiene miedo de ser ajusticiado, pueden disfrutar del espectáculo gratis por lo que a mí respecta. Pero tú, tú, serpiente avariciosa de barba blanca, estás haciendo esto por el pequeño montón de sucio dinero que obtendrás con ello.
»Escúchame, perro: sé que me dirijo directamente al infierno, y no tengo miedo de ir. Pero no me quedaré allí. ¡Regresaré a por ti! Regresaré esta misma noche para encontrarte y llevar tu vieja y negra alma marchita de vuelta al infierno conmigo. No intentes esconderte. Donde sea que te escondas, te encontraré. No puedes escapar de mí. Puedes cerrar tu puerta y ventana, puedes esconder la cabeza debajo de las sábanas, ¡pero te encontraré donde sea que estés, recuerda eso! ¡Y vendrás allá abajo conmigo!
»Ahora sigue adelante y cuélgame, estoy listo para ello si tú lo estás.
En medio de esta arenga el tío Tobe siguió trabajando, aparentemente tranquilo. Sea cual fuere la emoción que le despertara por dentro, su expresión no dejaba entrever que las palabras del Niño Mano Solitaria lo afectaran en modo alguno. Bajó el puntiagudo saco negro sobre el rostro hinchado, ocultando los ojos fulgurantes y los labios que gruñían. Pasó la cuerda por encima de la cabeza cubierta y ajustó el nudo con firmeza, de manera que quedara justo debajo de la oreja izquierda, de modo que la capucha adquiriera la apariencia de una bolsa invertida bien llena, con su extremo fruncido ondeando en forma de cuello oscuro sobre los encorvados hombros de quien la llevaba. Retrocediendo, agarró la palanca y, con todas sus fuerzas, tiró hacia él. Se abrió un cuadro en el suelo cuando la trampilla se dobló hacia atrás sobre sus bisagras y, a través de la abertura, la forma maniatada se precipitó hacia abajo para detenerse con un gran tirón, y después balancearse como una plomada al extremo de un hilo. Bajo la rápida tensión, el brazo del patíbulo gimió y crujió, y, en el silencio que siguió, se escuchó al verdugo exhalar su aliento en un gran suspiro de alivio. Subió la mano a su frente para limpiar las gotas de sudor que, a pesar de que la mañana estaba fresca hasta casi helar, habían aparecido de pronto sobre su piel. Él, por su parte, estaba muy contento de que todo hubiera terminado y de que hubiera sido, según creía en ese momento, un trabajo bien hecho.
Pero por una vez, y solo una vez, tal y como pudieron comprobar aquellos que tuvieron el coraje de mirar, el tío Tobe lo había estropeado. Tal vez fuera por la gran urgencia de poner fin a una escena escandalosa; tal vez porque la diatriba del delincuente atado lo había desconcertado y había hecho que sus dedos se equivocaran en su tarea habitual. Cualquiera que sea la causa, quedó claramente demostrado que el nudo no había fracturado la columna del Niño Mano Solitaria. La cuerda, como se descubrió más tarde, se había enganchado al borde de la ancha mandíbula, y el hombre, en lugar de morir instantáneamente, estaba estrangulándose lenta y dolorosamente.
En el siguiente medio minuto ocurrió algo aún más lamentable. La ancha correa que sujetaba el tronco del asesino justo encima de la doblez de los codos se mantuvo firme, pero el resto del arnés, que había quedado mal ajustado, se aflojó y cayó, soltando las convulsas extremidades, de modo que, mientras el cuerpo alargado giraba de un lado a otro en semicírculos, los antebrazos se desplegaban en el aire en cortos aleteos contorsionados, y las piernas se movían espasmódicamente hacia arriba y hacia abajo.
Naturalmente, el tío Tobe estaba consternado; tal vez ocultaba en su interior emociones más profundas que las derivadas de una mortificación personal. En cualquier caso, después de una rápida mirada angustiada a través de la trampa hacia la retorcida figura agonizante de abajo, apartó los ojos y los dirigió firmemente hacia el alto muro frente a él. Casualmente era el muro occidental, que estaba bañado por un resplandor rojizo allí donde los rayos del sol naciente, alzándose sobre los paneles en el lado opuesto del recinto, comenzaban a caer en diagonal sobre la superficie encalada. Y allí, contra ese plano brillante frente a él, apareció la sombra de una cuerda que se balanceaba enmarcada, a la derecha y a la izquierda, por dos líneas más amplias y profundas, que eran las sombras de los postes de madera que sostenían el cadalso; y también apareció, en mitad de las sombras enmarcadas, en el extremo inferior de la delgada cuerda, una manifestación exagerada y retorcida, como el reflejo de un muñeco saltarín enorme y deforme, que primero se alargaba grotescamente y luego se acortaba bruscamente, a medida que los temblores que recorrían el cuerpo del moribundo alteraban la silueta proyectada por los oblicuos rayos de sol; y junto con esta visión estarcida, y como parte de ella, se veían las sombras cambiantes de las dos piernas, que bailaban frenéticamente en el aire, y las de los dos brazos, que aleteaban hacia arriba y hacia abajo. No era una imagen bonita de contemplar, pero el tío Tobe, tirando con una mano temblorosa de su barba, siguió mirando la aparición, intimidado y fascinado. Quizá para él fue como si el Niño Mano Solitaria, con una maligna obstinación que persistía después de que, según todo el derecho de la ley, se le hubiera exprimido el último aliento de su miserable cuerpo, estuviera pintando sobre aquel muro la imagen y premonición de su última amenaza.
Casi media hora pasó antes de que los cirujanos consintieran que el cuerpo fuera bajado y colocado en un ataúd. Después de recuperar su arnés, que le había fallado, lo envolvió en un paquete compacto, cobró su tarifa habitual y se fue muy silenciosamente. Por lo general, siguiendo su rutina habitual, habría ido a su pequeña casa al otro lado de la ciudad; se habría lavado las manos con una pastilla de jabón amarillo de lavandería; habría tomado su desayuno, y luego, después de arreglar la cocina, habría registrado lo habitual en su libro de cuentas de portada roja. Pero esta mañana parecía no tener apetito, y además sentía un inexplicable desagrado por su hogar, con su silencio y su vacío. De alguna manera, prefería mucho más el aire libre, con el cielo sobre él y amplias extensiones de espacio a su alrededor; lo cual era doblemente extraño, ya que no era amante de la naturaleza, pues hasta entonces había aceptado el cielo, la hierba y los árboles como algo natural, tan inevitables y comunes como el clima y los vientos.
Durante todo el día, y hasta bien entrada la noche, fue acosado por una extraña e inusual inquietud que le dificultaba quedarse mucho tiempo en un solo lugar. Vagó por las calles del pueblo; dos veces deambuló sin rumbo fijo por caminos de las afueras. Todo el tiempo, sin cesar, sentía una tensión y un malestar en los nervios, una constante irritación interna que se apoderaba de sus pensamientos, desviándolos hacia canales desagradables. Esto le impedía centrar su interés en las cosas casuales que lo rodeaban; inevitablemente, volvía su mente a contemplaciones internas. La sensación era en gran parte mental, pero parecía tan cercana a lo físico que el propio tío Tobe lo diagnosticó como el resultado posterior de un esfuerzo de su débil corazón. Verás, al no haber experimentado antes la reacción de una imaginación repentinamente estimulada, naturalmente no sabía explicarlo de otra manera.
Además, estaba abrumado por una intensa sensación de depresión debido a que su limpio registro de diez años se había visto empañado por un percance; este pesar, que volvía constantemente a sus pensamientos, lo tornaba excesivamente sensible. Sentía que la gente lo miraba fijamente mientras pasaba, y que volvían a mirarlo después de pasar. Bajo este escrutinio no mostraba señales de disgusto, pero en su interior se resentía. Por supuesto, esa gente había oído hablar de lo que había sucedido en la prisión y, sin duda, estarían comentando la tragedia y chismorreando sobre ella. Bueno, cualquier hombre podía cometer un error una vez; nadie era perfecto. No volvería a suceder; de eso estaba seguro.
Todo el día estuvo dando vueltas, una figura pensativa e inquieta, hablando apenas con nadie, pero seguido a donde fuera por ojos curiosos. Fue a última hora de la tarde cuando se dio cuenta de que no había comido nada en todo el día, y de que no había depositado el dinero que había ganado esa mañana. Ya era demasiado tarde para ir al banco, pues, tras abrir temprano, cerraban a las tres en punto. Hacerlo al día siguiente también estaría bien. Aunque no tenía hambre, a pesar de su ayuno, pensó que tal vez era la larga abstinencia la que le llenaba la cabeza de ideas tan absurdas, así que entró en un pequeño y maloliente restaurante cerca de la estación de tren y fingió comer un plato de jamón y huevos. Trató de no darse cuenta de que el camarero negro que lo atendía se alejaba de él, esquivándolo como un potro asustadizo, apartándose de la mesa donde el tío Tobe estaba sentado cada vez que su trabajo lo llevaba a esa parte del lugar. ¿Qué importaban los miedos de un negro estúpido, de todos modos?
El anochecer se aproximaba cuando se encontró de camino a su casa de tres habitaciones, que se alzaba como un rectángulo negro, apartada de sus vecinos, con terrenos vacíos a su alrededor. La casa estaba orientada de norte a sur. En el lado más próximo del terreno común y libre de cercas, que se extendía hasta llegar a la casa por el este, vio que alguien —tal vez un niño, o quizá un grupo de niños— había hecho una hoguera con ramas y hojas caídas de otoño. Con la caída de la tarde se habrían marchado, dejando que la hoguera se consumiera por sí sola. La pila humeante estaba casi debajo de la ventana de su habitación. Lamentó que los niños se hubieran ido; se apoderó de él un anhelo urgente de compañía humana, aunque fuera remota, un anhelo que nunca había sentido con tanta intensidad. Atormentado como estaba por extrañas vaguedades, casi tuvo que obligarse a sí mismo a abrir la puerta principal y cruzar el umbral hacia el sombrío interior de su cabaña. Pero antes de entrar, y mientras aún luchaba con un vago deseo de retroceder y volver por la calle, se inclinó y recogió su ejemplar del periódico vespertino que el repartidor, con una precisión propia de un repartidor, había arrojado sobre el estrecho porche delantero.
Dentro de la casa, el suelo producía pequeños y agudos sonidos, crujía y resoplaba bajo el peso de sus pasos. Subconscientemente, esto lo irritaba. Parecía que muchas cosas se estaban combinando para acosarlo; había una conspiración general por parte de objetos animados e inanimados para hacerlo… bueno, eso resultaba sospechoso. Y el tío Tobe no era propenso a los nervios, por lo que aquello lo empeoraba. Se avergonzaba de sí mismo por estar en ese estado. Mirando a su alrededor de manera furtiva, casi aprensiva, cruzó la sala principal hacia la habitación del medio, que era su dormitorio, quedando la cocina como habitación trasera. En la habitación del medio encendió una lámpara de queroseno que estaba sobre una pequeña mesa central. Sentado junto a la mesa, desplegó el periódico, y echó un vistazo a un titular que se extendía hasta la mitad de la parte superior de la primera página; luego, con fastidio, arrugó el papel impreso y lo dejó caer al suelo. No tenía deseos de leer el relato de su único fracaso. ¿Por qué el editor se detendría tanto, y con una exhibición tan pródiga de letras en negrita, en este trabajo fallido, cuando todos los demás trabajos anteriores habían sido absolutamente exitosos? Veamos, ¿a cuántos hombres había ahorcado con precisión y rapidez, sin que ocurriera ningún accidente que estropeara el procedimiento? Una larga serie de nombres desfiló por su mente y, junto con los nombres, los rostros muertos de todos ellos. Empezaron a pasar ante él en una procesión mental. Esto no estaba bien. Dado que no existían cosas como los fantasmas o los espíritus; dado que, como todos los hombres sensatos sabían, los muertos nunca regresaban de la tumba, era una tontería que él estuviera creando esas desagradables imágenes en su mente. Sacudió la cabeza para deshacerse de unos recuerdos que era mejor olvidar. La sacudió una y otra vez.
Se acostaría, una buena noche de descanso le haría sentirse mejor. Dormir era una excelente idea. Así que descorrió las cortinas, abrió la mitad inferior de la ventana para que entrara aire, bajó la persiana hasta que el borde inferior quedó al mismo nivel que el marco y se desvistió hasta quedar en ropa interior. Estaba a punto de apagar la luz cuando recordó que había dejado el dinero de su trabajo matutino en el bolsillo del pantalón, que colgaba doblado con cuidado sobre el respaldo de una silla, junto a la mesa central. Estaba sacando los billetes del bolsillo cuando justo a sus pies se oyó un rápido y extraño sonido de roce. Al mirar sorprendido hacia abajo, salió de debajo del periódico arrugado una rata medio crecida y de aspecto enfermizo, sin cola, la cual podía haber perdido en una trampa o quizá en una pelea con otras ratas.
El tío Tobe, molesto y sin desear la compañía de una rata en su habitación, le dio una patada con el pie descalzo, golpeándola en el costado justo cuando se dirigía a su agujero en el revestimiento de madera. La lastimó gravemente y la rata cayó con un golpe a unos tres metros de distancia, revolcándose en el suelo y chillando débilmente. Sosteniendo el fajo de billetes en su mano izquierda, el tío Tobe agarró hábilmente a la rata con la derecha, cogiéndola por el pliegue de piel de la nuca y, con un rápido movimiento, la arrojó por la ventana medio abierta. Regresó a la mesa, sopló la llama de la lámpara y, en la oscuridad, se dirigió a tientas hacia su cama, cruzando la habitación. Se estiró completamente sobre ella, se cubrió con el edredón de algodón y metió el dinero debajo de la almohada.
Cuando estaba relajando los dedos que sujetaban los billetes, vio algo, algo que instantáneamente lo dejó rígido y frío como la muerte, sin voluntad ni fuerza para mover la cabeza o cambiar su mirada. Junto a su cama, sobre la pared blanca y enyesada, surgió un resplandor rojo sobrenatural que se volvía más profundo y enfurecido a medida que se expandía y se ensanchaba. Contra este fondo destacaban dos masas perpendiculares, como las sombras amplias de unos postes de apoyo —digamos como los postes de apoyo de un patíbulo—, y en el cuadrado espacio del brillo así marcado, pendiendo a medio camino de la sombra que lo cruzaba en ángulo recto en la parte superior, apareció una línea fina y vaporosa, que sin duda era la sombra de una cuerda. Y, al final de la cuerda, colgaba una auténtica marioneta, girando, retorciéndose y sacudiéndose, con una silueta que en un instante se alargaba grotescamente y al siguiente se reducía a la mitad de su tamaño, que pateaba con confusos movimientos de sus extremidades inferiores, que aleteaba con golpes acortados de sus sombríos miembros superiores, que se contorsionaba de tal manera que formaba la imagen de algo completamente fuera de perspectiva, completamente desproporcionado y horriblemente evocador.
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A un corazón debilitado por una afección crónica solo se le puede someter a cierta cantidad de sobresaltos durante un tiempo. Y más allá de eso… nada.
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Poco después, esa misma noche, a las ocho cuarenta y cinco para ser exactos, un hombre que vivía al otro lado del páramo sin cercar avisó por teléfono de un incendio. Los bomberos de Chickaloosa, con su máquina y sus carretes de mangueras, acudieron de inmediato, junto con numerosos ciudadanos.
En cierto sentido resultó ser una falsa alarma. Una hoguera de hojas y ramas, abandonada al anochecer por los niños que la encendieron, había cogido fuerza rápidamente y, con altas llamas, quemaba ahora el costado de la casa Dramm.
No fue necesario que los bomberos desacoplaran la manguera del carrete. Mientras dos de ellos se las arreglaban para apagarlo con un extintor del camión, otros dos llamaron a la puerta principal, preguntándose por qué el tío Tobe no se había despertado por el ruido de la multitud, aunque estuviera dormido y en la cama a una hora tan temprana. Al no recibir respuesta desde adentro, sospecharon que algo iba mal. Por la fuerza sacaron la puerta de sus goznes y, entrando los dos en tropel, avanzaron a tientas por la habitación frontal hacia el dormitorio contiguo, que estaba iluminado levemente por el reflejo de las llamas del exterior.
El dueño de la casa estaba en la cama; yacía de lado, con la cara hacia la pared. No respondió a sus llamadas. Cuando se inclinaron sobre él, comprendieron por qué. No era necesario ponerle un dedo encima, bastaba con ver la expresión de su rostro y la mirada de sus ojos. Estaba muerto, eso era seguro; pero a todas luces no llevaba muerto mucho tiempo, aparentemente no más de unos minutos. Una de sus manos estaba metida debajo de la almohada, los dedos tocando un pequeño rollo que contenía siete billetes de diez dólares y un billete de cinco; la otra mano aún sujetaba un pliegue de la colcha, como si el golpe fatal le hubiera llegado mientras levantaba la ropa de cama para cubrirse la cara. Estos hechos se registraron más tarde, después de que hubiera llegado el forense, y se tuvieron en cuenta al día siguiente, cuando se llevó a cabo la investigación. El forense consideró que el anciano había sido víctima de un ataque al corazón, y que había muerto al instante.
Sin embargo, esta idea no estaba en los pensamientos de los dos bomberos que hallaron el cuerpo. Lo que más les llamó la atención, tras descubrir al hombre muerto en aquella habitación, fue la extraña mezcla de sombras que se movía arriba y abajo en la pared que estaba al otro lado de la cama, claramente visible bajo el resplandor del pequeño incendio.
Se volvieron al unísono, para descubrir que la causa del fenómeno no era, después de todo, nada extraordinario, aunque lo bastante inusual como para resultar una circunstancia curiosa. Una rata, coja y sin cola, se había enredado de alguna manera por el cuello con un hilo de la cortina de la ventana y, al no tener fuerza suficiente para liberarse, colgaba todavía allí, retorciéndose y dando patadas, a medio camino de la ventana abierta. El brillo del montón de hojas y ramas ardiendo resaltaba sus contornos negros de manera notable.
La sombra de la pared, sin embargo, desapareció en el mismo instante en que los hombres del exterior rociaron con el compuesto químico de los extintores la ambiciosa hoguera, tras lo cual uno de los bomberos tiró la rata al suelo, y la mató de un pisotón.