Fe, esperanza y caridad

La segunda sección del veloz tren procedente de la Costa tuvo que hacer una breve parada justo a las afueras de una considerable ciudad de Nuevo México. Al entrar en el tramo que conducía a la estación, el maquinista vio una luz roja que avisaba de que la vía estaba bloqueada temporalmente.

Sin embargo, fue una pequeña demora; casi de inmediato, el semáforo, como el dedo de un mago mecánico, hizo que la luz roja de advertencia desapareciera y en su lugar apareciera una luz verde, y, con eso, el tren expreso se puso en marcha y siguió su curso hacia su parada habitual. 

Antes de partir, no obstante, cuatro viajeros se bajaron. Descendieron por el lado opuesto, el más alejado de la ciudad, y eso probablemente explica por qué ninguno de los miembros de la tripulación, ni tampoco los demás pasajeros, los vio bajarse. También ayuda a explicar por qué no se dieron cuenta de su ausencia hasta bastante tiempo después. 

La forma en que se marcharon fue decididamente inusual. Primero, una de las puertas que unían el tercer y el cuarto coche cama se abrió, y la trampilla en el suelo se descorrió rápidamente ante la presión de un pie impaciente sobre la palanca de accionamiento. Dos de los que se marchaban aparecieron rápidamente, uno detrás del otro. Es cierto que en eso no había nada de inusual. Pero, al bajar al suelo, se volvieron para recibir el cuerpo de una tercera persona, cuyas extremidades colgaban al tiempo que su cabeza se balanceaba mientras lo sostenían en brazos. A continuación, salió el cuarto y último miembro del grupo, quien había bajado la inerte figura del número tres a brazos de sus compañeros. 

Durante un breve instante, sus figuras formaron un pequeño grupo al abrigo del tren. Al observar, uno podría haber supuesto que entre ellos estaba teniendo lugar un breve período de indecisión sobre el siguiente paso a seguir. 

Sin embargo, esa confusión, si es que acaso de eso se trataba, se aclaró de inmediato. Con movimientos torpes, como si su misma prisa los obstaculizara, los dos porteadores bajaron su carga inconsciente por la corta pendiente y la depositaron en el suelo lleno de escoria, junto a la vía. 

La cuarta sombra se inclinó sobre la silueta tumbada y hurgó en ella, metiendo sus manos en un bolsillo y luego en otro. En menos de medio minuto, se enderezó y habló con los otros dos, al tiempo que usaba ambas manos para introducir algún artículo dentro de la abertura de su chaleco. 

—Ya lo tengo —dijo, hablando en inglés con acento extranjero. Se acercaron a él, extendiendo las manos—. No aquí, y no aún, señores —dijo bruscamente—. Primero, asegurémonos del resto. Seguidme. 

A continuación saltó ágilmente sobre el terraplén y se dirigió hacia la parte trasera del tren aún detenido, deslizándose por debajo de la pasarela de los vagones Pullman, casi rozándolos mientras avanzaba. Sus compañeros siguieron su ejemplo. Continuaron hasta que dejaron atrás el último coche, que era un vagón combinado, y luego se adentraron entre las vías y continuaron hacia el oeste, manteniendo su formación en fila india. 

Al poco, el crepúsculo los engulló. Solo por un instante, sus siluetas, disminuyendo contra el pálido resplandor del ocaso, fueron visibles para cualquiera que pudiera ir sentado o de pie en el extremo del vagón club. Según se supo después, nadie que estuviera allí les prestó atención. 

Sin embargo, había algo peculiar en la forma en que cada uno de estos tres caminantes se comportaba, y era que avanzaban como personas que estuvieran dedicadas a la oración, como inmersas en un silencioso acto de peregrinación piadosa. Llevaban la cabeza agachada, sin girarla ni a derecha ni a izquierda; sus ojos estaban fijos en el frente, como si estuvieran concentrados en una meta invisible, y mantenían las manos juntas con compostura frente a ellos. 

Así fue como los tres avanzaron hasta que el tren, una vez en movimiento, desapareció de la vista más allá de la curva de acercamiento a la estación. Luego se detuvieron y se juntaron en un grupo compacto, y en ese momento, si hubieras estado allí, habrías entendido la razón de su devota postura. Los tres iban esposados. 

El hombre que antes había hablado mostró en su palma un llavero que llevaba consigo. Trabajando rápidamente en la semioscuridad, probó las llaves hasta encontrar las correctas. Liberó las muñecas de sus dos compañeros. Luego, uno de ellos tomó las llaves y desbloqueó sus esposas. 

Él, al parecer, era el más previsor del trío. Con el talón, hizo surcos poco profundos en el suelo arenoso junto a la vía, y enterró las esposas allí. Después de eso hablaron brevemente, y el resultado de esa confabulación fue que, tras apostar por la posesión de algún objeto evidentemente considerado de gran valor, decidieron separar sus fuerzas. 

Un hombre se marchó solo por un desvío, en dirección sureste, con el que rodearía la ciudad. Sus antiguos compañeros continuaron en dirección hacia el oeste, rumbo al desierto que habían estado atravesando durante todo el día. Caminaban rápido, como hombres que huyen para salvar sus vidas y aun así deben conservar fuerzas. De hecho por eso huían, para salvar sus vidas, igual que lo hacía el otro del que acababan de separarse. 

* * * * *

Fue en parte por casualidad que estos tres habían cruzado el continente juntos. Dos de ellos, el francés Lafitte y el italiano Verdi, que había anglicanizado su nombre y ahora se hacía llamar Green, se conocieron mientras estaban en la cárcel de San Francisco, esperando a ser deportados a sus respectivos países. En el lapso de un mes, los dos habían sido arrestados; en el lapso de una semana, estaban completas las formalidades para extraditarlos. 

Entonces, para ahorrar problemas y gastos —por así decirlo, para matar dos pájaros de un tiro—, las autoridades habían decidido mandarlos juntos a la costa este, donde, según los arreglos hechos por cable, serían entregados a representantes de la policía del extranjero para transportarlos de vuelta a sus países. Y, para el largo viaje hasta Nueva York, un par de detectives de la ciudad se ocupaban de la custodia. 

Cuando el tren que transportaba a detectives y fugitivos llegó a la estación de la parte baja de California, donde la línea principal se conectaba con una secundaria que se dirigía hacia la frontera mexicana, subió a bordo un agente especial del Departamento de Justicia que llevaba consigo a un prisionero. 

Este prisionero era Manuel Gaza, un español. También había sido capturado e identificado recientemente, y también estaba destinado a regresar a su propio país. No lo transferían al tren que llevaba al italiano y al francés por un acuerdo previo; simplemente sucedió así. 

Y, como sucedió así, el hombre que estaba a cargo de Gaza no se demoró en conocer a sus compañeros de San Francisco. Por varias razones parecía conveniente para todos que, a partir de entonces, viajaran en grupo. En consecuencia, el agente especial habló con el revisor del vagón Pullman e intercambió su reserva para acomodarse en un compartimento contiguo al compartimento en el que viajaban los cuatro de la ciudad, y con el que compartía la zona de los asientos. 

Fue un viernes por la tarde cuando los grupos se juntaron. El viernes por la noche, con la primera llamada para la cena, los tres agentes condujeron a sus prisioneros al coche comedor, y su desfile por los pasillos de los vagones adyacentes causó cierta conmoción, así como su entrada en el comedor. 

Dado que era difícil para los extranjeros esposados manejar el cuchillo y el tenedor, se les sirvió comida que pudieran comer fácilmente con una cuchara o con los dedos: sopas, tortillas, verduras blandas y pastel o budín de arroz. Los dos detectives comieron pescado. Compartieron entre ellos una doble porción de arenques ahumados importados, un plato que no estaba en el menú mecanografiado para esa comida, sino que fue seleccionado de la lista impresa de alimentos básicos. 

Presumiblemente, fueron las únicas personas del tren que eligieron arenques ahumados para ese día. Poco después, el agente especial daba gracias en privado por la falta de regulaciones dietéticas que su iglesia tenía para los viernes, porque, una o dos horas después de dejar la mesa, los hombres de San Francisco estaban sufriendo calambres agudos y violentos: una intoxicación alimentaria los dejaba fuera de combate. 

Uno de ellos parecía estar gravemente enfermo. Esa noche, en una ciudad cerca de la frontera entre California y Arizona, lo bajaron del tren y lo llevaron a un hospital. Durante la espera en la estación, un médico local trató al otro hombre, menos afectado, cuyo nombre era McAvoy; cuando su malestar se alivió, el médico le administró una inyección en el brazo y dijo que debería estar de pie a lo largo de las próximas veinticuatro horas, más o menos. 

Durante la noche, McAvoy durmió en la litera inferior del compartimento, mientras que el agente secreto se mantuvo despierto, con la puerta de comunicación abierta, para vigilar a los extranjeros que estaban alojados en la llamada sala de estar común. 

Las esposas permanecían en sus muñecas; su único carcelero no estaba dispuesto a correr riesgos innecesarios. Como precaución, había añadido las llaves de las esposas del francés y del italiano a su llavero; esto lo había hecho previendo que McAvoy pudiera enfermar gravemente durante el viaje, y fuera responsabilidad suya continuar con la vigilancia y sin ayuda durante un tramo del viaje. 

A la mañana siguiente, el estómago torturado de McAvoy estaba mucho mejor, pero se sentía débil y somnoliento. Tras doce horas completas de descanso, tuvo las fuerzas suficientes para estar de guardia cuando llegara la noche. 

Así que durante el día, mientras el tren de pasajeros avanzaba a través del polvoriento desierto, McAvoy permaneció en la litera, y el agente especial ocupaba un taburete de campamento o esperaba en un extremo del sofá de la sala común. Los fugitivos estaban en los asientos, fumando cigarrillos y, cuando el oficial no estaba demasiado cerca, hablando entre ellos. 

Principalmente hablaban en inglés, un idioma que Gaza, el español, y Lafitte, el francés, hablaban bastante bien. Verdi o Green, según el caso, tenía poco dominio del inglés, pero Gaza había pasado tres años en Nápoles y hablaba italiano, por lo que podía interpretar lo que Verdi decía para el francés. Solo se les permitía abandonar la sala de estar para las comidas. 

Cuando llegó la hora de la cena de la segunda noche del viaje, McAvoy estaba dormitando, por lo que el hombre del Departamento de Justicia no lo molestó. 

—Vamos, chicos —dijo a los tres extranjeros—, hora de comer de nuevo. 

Los alineó frente a él en el pasillo y comenzaron el desfile. Justo en ese momento el tren rompía su rítmico traqueteo y comenzaba a chirriar, frenando en aquella parada no programada a las afueras de aquella ciudad de Nuevo México. Para cuando habían alcanzado el segundo coche frontal, el tren prácticamente se había detenido, sacudiéndose y balanceándose. 

En el acople del segundo coche, un movimiento particularmente brusco provocó que el agente especial perdiera su sombrero cuando estaba cruzando el umbral de hierro. Emitió una pequeña exclamación y se agachó para recuperarlo. Al hacerlo, chocó contra Gaza, el tercer hombre en la fila y el más cercano a él. 

El ágil español aprovechó rápidamente su oportunidad. Se giró medio cuerpo y, levantando sus muñecas encadenadas, las estrelló con todas sus fuerzas contra la cabeza desprotegida del oficial. La víctima del ataque no emitió sonido alguno, simplemente se desplomó boca abajo y quedó inconsciente. 

Nadie fue testigo del ataque. Ninguna persona ajena apareció durante los pocos segundos que los prisioneros tardaron en abrir la puerta del coche y escapar de la forma que ya se ha descrito. Nadie los extrañó, al menos no por un buen rato. 

* * * * *

No fue hasta casi las nueve en punto, cuando McAvoy se despertó intranquilo y llamó al revisor, que se los empezó a buscar y se dio la alarma. 

Encerrados juntos durante todo el día, los extranjeros habían compartido sus historias, una tras otra. La situación y el peligro compartidos los volvió comunicativos, y era como si se enorgullecieran de pintar su perspectiva como la más desesperada. 

No había duda de que todos pensaban que el destino que les esperaba al otro lado del océano Atlántico era más terrible que el que esperaba a sus hermanos asesinos. Temblaban ante una perspectiva tan espantosa, aunque no dejaban de pensar en ello. 

—Él —dijo el francés al español, señalando a su compañero italiano— sabe lo que me espera. Se lo he contado; no habla bien inglés, pero a veces lo entiende. Ahora podrás escuchar por ti mismo, y juzgar cuán horrible es mi destino. 

Rápida y gráficamente, con gestos y movimientos de sus manos encadenadas, este criminal esbozó su pasado. Había sido un estibador de Marsella. Había matado a una mujer. Se lo merecía, así que la mató. Lo habían atrapado, juzgado y condenado. Mientras estaba en la cárcel, a solo unas semanas de la ejecución, se había fugado. 

Con otra identidad había llegado a Estados Unidos, y había vivido aquí durante tres años. Luego, otra mujer, en un ataque de celos, lo había traicionado ante la policía. Había estado viviendo con esa mujer. También era francesa. Le había confiado sus secretos. Parecía que las mujeres habían sido su perdición. Continuó diciendo: 

—Yo estoy prácticamente muerto. ¡Y qué forma de morir! —Un espasmo de horror lo invadió—. Me espera la guillotina. El diablo la inventó. Así es como te ejecutan con esa máquina: primero, te atan sobre una tabla. Estás boca abajo, pero puedes mirar hacia arriba, puedes verlo venir… esa es la peor parte. Te encajan el cuello en una rendija acanalada; lo sujetan firmemente. Tuerces el cuello, lo arqueas hacia atrás; tus ojos se levantan, fascinados. Encima de ti, esperando, lista, en posición, está la… la… la cuchilla. 

—Pero solo lo ves durante un momento, amigo mío —dijo el español, en tono reconfortante—. Solo un momento y luego… ¡puf! ¡Se acabó! 

—¡Un momento! Yo te digo que es una eternidad. Tiene que ser una eternidad. Tumbado allí debes vivir cien vidas, debes morir cien muertes. Y luego te cortan la cabeza, de repente estás separado en dos piezas. A mí no me asustan la mayoría de las muertes. Pero la muerte por guillotina… ¡ahh! 

El español se inclinó hacia adelante. Estaba sentado solo frente a los otros dos, que compartían un asiento. 

—Escucha, amigo —dijo—, comparado con lo mío, eres todo un afortunado. Es cierto, aún no me han juzgado; antes de que pudieran juzgarme, hui de esa España maldita, hui una y otra vez. 

—¿No te han juzgado, eh? —interrumpió el francés—. Entonces aún tienes una escapatoria, una oportunidad de huir; y yo no tengo ninguna. Mi juicio, como te dije, me persigue. 

—No conoces los tribunales españoles. Es evidente que no los conoces, y por eso dices tal cosa —declaró el español—. Esos tribunales ansían la sangre. Para los de mi calaña no hay misericordia, solo hay castigo. 

»¡Y qué castigo! Deja que te cuente. Cuando me tengan allí, me dirán: “Las pruebas son claras en tu contra; las evidencias son así y asá. Se te declara culpable. Tomaste una vida, por lo que tu vida debe ser tomada. Así es la ley”. 

»Quizás diga: “Sí, pero esa vida la tomé de forma rápida y pasional y por una causa. Para esa persona, el final llegó en un instante, sin dolor, sin agonía y sí, sin advertencia. Ya que debo pagarlo, ¿por qué no puedo morir también rápidamente y sin dolor?”. 

»¿Escucharán? No, me enviarán al garrote. Te atan a una gran silla muy resistente: tus manos, tus pies, tu tronco. Tu cabeza está contra un poste, en posición vertical. En ese poste hay un collar, una banda de hierro. Colocan ese collar alrededor de tu cuello. Luego, desde atrás, el verdugo, ¡que arda por siempre en el infierno!, gira un tornillo. 

»Si lo desea, lo gira lentamente. El corbatín te aprieta, te aprieta contra la madera. Empiezas a ahogarte. Tu lengua sale de tu boca y se hincha. Tus ojos salen de sus órbitas. Tu cara se vuelve negra. Oh, lo he visto yo mismo. Lo sé. ¡Mueres poco a poco! Soy un hombre valiente, señores. Cuando llega tu momento, mueres. Pero, ¡oh, amigos, si fuera cualquier muerte menos esa! Mejor la guillotina que eso. ¡Mejor cualquier cosa que eso! 

Se dejó caer hacia atrás en los cojines, y los espasmos lo atravesaron. 

Era el turno del italiano.  

—Me juzgaron en mi ausencia —explicó al español—. Ni siquiera estaba allí para presentar mi defensa, pensé que era conveniente partir. Esa es la costumbre de los tribunales en mi país. Te juzgan a tus espaldas cuando tal vez estás a miles de kilómetros de distancia, como yo lo estaba. 

»Me declararon culpable, esos jueces. En Italia no hay pena de muerte, así que me condenaron a cadena perpetua. Es a eso, a eso, a lo que ahora vuelvo. 

El español levantó los hombros; el gesto era elocuente. 

—No tan rápido —dijo el italiano—. Me has dicho que viviste una vez en Italia. ¿Has olvidado lo que significa cadena perpetua para ciertos actos en Italia? Significa confinamiento solitario. Significa que te entierran vivo. Te encierran lejos de todos en una celda estrecha. Es una tumba, eso es todo. Nunca ves a nadie, nunca escuchas una voz. Si gritas, nadie responde. Silencio, oscuridad, oscuridad, silencio, hasta que enloqueces o hasta que mueres. 

»¿Puedes imaginar lo que eso significa para alguien de mi raza, para un italiano que necesita música, luz del sol, hablar con sus semejantes, ver a sus semejantes? Es parte de su naturaleza, necesita estas cosas o sufre tormento, un tormento constante y eterno. Cada hora se convierte en un año, cada día en un siglo, hasta que su cerebro estalla dentro de su cráneo. 

»Oh, lo sabían… los demonios que idearon esto lo sabían… Sabían qué es un millón de veces peor que la muerte para un italiano… peor que cualquier muerte. Soy el más desafortunado de los tres. Mi castigo es, con mucho, el más terrible. 

Los demás no estaban de acuerdo. Discutieron entre ellos. Fue un extraño debate triangular. Lo retomaban a intervalos durante todo el día, y el crepúsculo los encontró enfrascados en sus inquebrantables creencias. 

Luego, bajo el liderazgo del español, llegó la liberación. Fue él quien, en el sorteo, ganó el revólver que habían tomado del agente especial. También fue él quien sugirió al italiano que, al menos por el momento, permanecieran juntos. Ante esto el italiano estuvo de acuerdo, ya que el hombre de Marsella, Lafitte, ya había decidido seguir su propio camino. 

Después de que este último, dirigiéndose hacia el sureste, los dejara, el español dijo reflexivamente: 

—¿Escuchaste lo que dijo al final? Es optimista, ese hombre, a pesar de que parecía tan sombrío y abatido hoy hablando de su guillotina. Dijo que ahora tenía fe, que aún podía evitar su destino. ¡Cinco minutos después de bajar de ese tren habla de fe! 

—Yo no puedo ir tan lejos —respondió el italiano—. Somos libres, pero aún nos quedan enfrente mil peligros. Así que no tengo mucha fe, pero tengo esperanza. ¿Y tú, amigo mío? 

El español se encogió de hombros. Su encogimiento de hombros podía significar sí o no. Tal vez quería ahorrar aliento, ya que iba trotando por las vías, con el italiano al lado. 

* * * * *

Sigamos ahora al hombre que tenía fe. Aunque se encontraba en un país completamente desconocido para él, este fugitivo avanzaba de manera constante y sin retraso. Logró pasar sin problemas alrededor de la ciudad de Nuevo México. Se escondió en un chaparral hasta el amanecer, y luego tomó una carretera paralela al ferrocarril. 

Un «latas», que era como se empezaba a llamar en esas regiones a los turistas motorizados, lo alcanzó poco después del amanecer, y lo llevó a una pequeña estación de tren a unos setenta kilómetros. Allí se subió a un tren local; tenía algo de dinero consigo, no mucho, pero suficiente, y sin ser detectado ni —hasta donde él sabía— despertar sospechas, viajó en ese tren hasta su destino, a unos ciento cincuenta kilómetros. 

Mediante trenes locales pasó de una esquina de Colorado hasta Kansas. Aproximadamente cuarenta y ocho horas después, era huésped en un hotel de tercera categoría en un callejón trasero de Kansas City, Misuri. 

Permaneció en ese hotel durante dos días y dos noches, ocultándose la mayor parte del tiempo en su habitación del último piso, en un edificio de seis plantas, saliendo solo para comer y comprar periódicos. Comer era una necesidad, y los periódicos le proporcionaban información, hasta cierto punto, sobre la búsqueda que las autoridades de varios estados del interior estaban llevando a cabo supuestamente de los tres fugitivos. Se afirmaba repetidamente que se creía que los tres estaban huyendo juntos. Eso animó mucho a Lafitte. Reforzó su fe en que finalmente podría escapar. 

Pero en la mañana del tercer día de su estancia en ese hotel barato, cuando salió de su habitación y caminó por el pasillo para llamar al ascensor, vio algo. Al pasar junto a las escaleras, que estaban aproximadamente a mitad de camino entre su habitación y la puerta de hierro trenzado del ascensor, vio en los escalones, de reojo, a dos hombres vestidos de civil, con los rostros a nivel del suelo. 

Se habían detenido allí. No había forma de saber si subían o bajaban. Le pareció que al verlo se agachaban ligeramente, y como si se apretaran contra la pared lateral. Eso, sin embargo, podría haber sido solo su imaginación, jugándole una mala pasada. Solo pudo darles un rápido vistazo, y eso fue todo. 

No dio señales de haberlos visto. Se contuvo para no echarse a correr. Porque, ¿hacia dónde iba a correr, con las escaleras bloqueadas? Siguió el único camino disponible. De todos modos, se decía a sí mismo, podía estar equivocado. Tal vez sus nervios estaban demasiado tensos. Tal vez esos dos, que parecían acecharle desde los escalones, no estaban interesados en él en absoluto. Se repetía eso mientras tocaba el timbre, mientras esperaba a que el ascensor subiera a buscarlo. 

El ascensor subió y, para sorpresa suya, lo hizo rápidamente: un ascensor anticuado, chirriante, con olor a humedad. Excepto por el ascensorista en mangas de camisa, estaba vacío. Mientras Lafitte entraba, echó un vistazo de reojo por encima del hombro, haciendo el movimiento con naturalidad: no vio a los dos sujetos de las escaleras. 

Bajó, y fue el único pasajero de ese viaje, por lo que no hubo paradas durante el descenso. Llegaron al vestíbulo. El ascensor se detuvo, luego subió unos treinta centímetros más o menos, y luego bajó unos quince, como si lo estuviera haciendo de manera burlona, mientras el ascensorista, que no era un experto, sino un sustituto tempranero del ascensorista regular, maniobraba para que el umbral del ascensor estuviera al mismo nivel que el suelo de baldosas del vestíbulo. 

La demora fue lo suficientemente prolongada como para que Lafitte se diera cuenta, en un instante, de que no se había equivocado. A través de la reja de la puerta vio a otros dos hombres que se acercaban, que lo miraban fijamente con actitud y posturas vigilantes, ansiosas, preparadas. Además, Lafitte, tras pasar tres años en el país compartiendo intimidad con miembros de la clase criminal, era capaz de reconocer a los policías de paisano cuando los veía. 

Por arriba y por abajo, estaba acorralado. Todavía había una oportunidad para él, una pobre oportunidad, pero la única. Si pudiera hacer subir rápidamente el ascensor, detenerlo en el tercer o cuarto piso y salir rápidamente, podría intentar alcanzar la escalera de incendios de la parte trasera del hotel, siempre y cuando no estuviera vigilada. Pensó esto en el lapso de tiempo en que el ascensorista maniobraba, y, nada más pensarlo, se puso en marcha. 

Con todas sus fuerzas, lanzó un puñetazo desde atrás que dio al indefenso sustituto en la mandíbula, dejándolo aturdido y mandándolo de rodillas a un rincón de la jaula. Lafitte agarró la palanca, la empujó con fuerza y el ascensor se disparó hacia arriba. Antes de que pudiera controlarlo, al no estar familiarizado con el mecanismo y además en un momento de pánico, ya estaba en la parte superior del edificio. Pero luego lo dominó e hizo invertir el curso, y al regresar hacia abajo tiró de la palanca hacia él. 

Esa manipulación más sueva fue la idea correcta, porque ahora el ascensor, más obediente, se arrastraba acomodándose al nivel del tercer piso. Descendía centímetro a centímetro y, sin detenerlo por completo, Lafitte levantó el pestillo de la puerta plegable de seguridad, la recogió hacia los laterales y agachándose, pues la abertura se reducía cada vez más, se lanzó hacia adelante. 

Ahora bien, el sustituto del ascensorista era un chico irlandés de inteligencia rápida y fuerte temperamento. Podría estar medio aturdido, pero sus instintos de beligerancia no estaban dormidos. Después, contó cómo, funcionando de manera automática y muy indignado, agarró al agresor que trataba de marcharse y lo sujetó por una pierna, y así, durante un momento fugaz, antes de que el otro se pudiera liberar con una patada, lo retuvo unos instantes y lo retrasó. 

Pero, eso sí, juró y perjuró que, por todo lo que era bueno y sagrado, él no había tocado la palanca. Estaba a cuatro patas en la parte trasera del ascensor que descendía lentamente, ¿cómo podría tocarla? Cómo el ascensor, justo en ese preciso instante, se puso a máxima velocidad era un misterio para él; para él y para todos los demás, en realidad. 

Pero efectivamente así fue, aceleró a máxima velocidad. El chico irlandés se acurrucó y gritó con fuerza, apartando la vista de Lafitte, que tenía la cabeza fuera y el cuerpo dentro; la decapitación fue completa y casi tan limpia, si es que acaso se pudiera usar tal palabra en este contexto, como si una gran y pesada cuchilla le hubiera cortado el cuello. 

* * * * *

Respecto al español y al italiano, viajaron constantemente hacia el oeste durante casi toda la noche siguiente a su evasión. Eso les permitió poner una distancia más que deseable entre ellos y el lugar donde habían abandonado al agente especial. También los mantuvo abrigados hasta cierto punto. Era verano, pero en el desierto incluso las noches de verano son frías, a veces incluso muy frías. Antes del amanecer, encontraron un tren de carga esperando en una vía muerta, aguardando a que pasaran trenes más importantes. Su locomotora estaba orientada hacia el oeste. Eso les convenía. 

Subieron ágilmente a un vagón de plataforma y se acomodaron tras una barrera de implementos agrícolas. Allí, con el estómago vacío pero cómodos de cierta manera, viajaron hasta casi el mediodía. Luego apareció un guardafrenos, que iba balanceándose de un vagón a otro, y los encontró. Les ordenó bruscamente que salieran de allí y se bajaran. 

Sin embargo, inmediatamente después, al ver donde se agachaban, medio ocultos, su tono se suavizó, adquiriendo una nota más amistosa, y les dijo que había cambiado de opinión al respecto y que podían quedarse a bordo todo el tiempo que quisieran. Además, se apresuró hacia el frente, como si tuviera noticias importantes que contar a la tripulación de la locomotora, o a alguien más. Miraba hacia atrás, hacia donde estaban apretujados. 

Decidieron bajarse. Habían notado el repentino reconocimiento en el rostro del guardafrenos. Supusieron, acertadamente, que en ese momento la persecución estaba en marcha, y que sus descripciones habían sido telegrafiadas de un lado a otro a lo largo del país. El tren viajaba al menos a treinta kilómetros por hora, pero, en cuanto el guardafrenos desapareció de la vista, se lanzaron afuera, cayendo por la pendiente de la vía como conejos disparados por una escopeta, para luego quedar mareados y desorientados en la zanja seca del fondo. 

Aparte de raspones y magulladuras, Green no había sufrido daños, pero Gaza aterrizó mal, torciéndose gravemente un tobillo. Se recompuso y, con la ayuda de Green, se alejó cojeando de la vía del tren. 

Ahora su objetivo principal era alejarse del ferrocarril. Escogiendo un rumbo al azar, se dirigieron hacia el norte, a través de las ondulantes tierras baldías y bajo el brillante calor, hacia una cadena de altos picos moteadas que se alzaba más allá. 

Bien entrada la tarde, habían cubierto una distancia aproximada de ocho kilómetros. En ese instante, la parte inferior de la pierna izquierda de Gaza tenía proporciones de elefante, y cada paso forzado que daba le provocaba una nueva puñalada de agonía. Sabía que no podría llegar mucho más lejos. Green también lo sabía, y su mente empezó a sentirse tentada. La ley de la autopreservación era una de las pocas leyes que respetaba. Jadeaban de calor, sed y cansancio. 

Al final de esos ocho kilómetros, habiendo subido con mucho esfuerzo a la parte superior de una elevación del terreno, vieron muy cerca, casi directamente debajo de ellos, una cabaña de adobe y, no tan cerca, un gran rebaño de ovejas, que parecían larvas blancas y lanudas contra la ladera donde pastaban la escasa y astringente vegetación. En la puerta de la cabaña, un hombre con un mono estaba desollando la piel de una vaca hinchada y muerta. 

Antes de que pudieran esconderse por debajo del horizonte, él enderezó la espalda, los vio y se quedó esperando. No tenían más opción que acercarse a él. Al acercarse lentamente, una expresión de curiosidad se apoderó de su rostro moreno, y se mantuvo fija allí. Parecía mexicano, o posiblemente indio mestizo. No llevaba barba, lo cual era algo raro para un pastor de ovejas, pero no tan raro si era mitad indio. 

Cuando Gaza, acercándose tambaleante, lo saludó en inglés, él simplemente sacudió la cabeza en silencio. Luego Gaza lo intentó en español, y a eso él respondió rápidamente. Durante minutos intercambiaron palabras, y luego el desconocido les dio generosos tragos de una botella de agua que colgaba en la puerta con un saco húmedo sobre ella. El agua estaba tibia y tenía un sabor amargo, pero era un alivio para sus gargantas resecas. Luego se retiró al interior de la cabaña y Gaza tradujo al italiano lo que se había hablado. 

—Dice que está completamente solo aquí, lo cual nos conviene —explicó el español, hablando rápidamente—. Dice que hace una semana vino desde el Viejo México buscando trabajo. Un gringo, un hombre blanco, se lo dio. El hombre blanco es ganadero de ovejas. Su rancho principal está a kilómetros de distancia. En un carro de ovejas, trajo a este mexicano aquí y lo dejó a cargo de ese rebaño, con provisiones para un mes. 

»Pasarán tres semanas antes de que el hombre blanco, su empleador, regrese. Excepto por ese tipo, no conoce a nadie por aquí. Hasta nuestra llegada, no había visto a nadie en absoluto. Así que está contento de vernos. 

—Y sobre nuestra historia, ¿qué le has dicho? —preguntó Green. 

—Le he dicho que estábamos viajando por el país en automóvil y que anoche, al bajar por una pendiente, el automóvil volcó y quedó destrozado, y que yo me lastimé. Y que luego, moviéndonos sin equipaje a causa de mi pierna, empezamos a cambiar en busca de algún pueblo, o alguna casa, y que, con la esperanza de tomar un atajo, nos salimos del camino, pero que, desde esta mañana y hasta que nos hemos encontrado su cabaña, nos hemos perdido por completo en este horrible país. Y me ha creído. Es un hombre simple, un peón ignorante y crédulo. 

»Aunque tiene buen corazón, eso es evidente. Y, como prueba, observa esto. —Señaló el cadáver hinchado y medio despellejado—. Dice que hace tres días, justo a esa colina roja de nuestra espalda, encontró a esta bestia, un vagabundo que no sabe de dónde ha venido. Hasta donde tiene constancia, no hay manadas de ganado en esta zona, solo ovejas. 

»Estaba enferma, se tambaleaba, andando mareada y dando vueltas como si estuviera ciega, y le salía espuma de la boca. Me ha contado que hay una hierba que hace eso a los animales que la comen. Así que, con la esperanza de hacerla sentir mejor, le puso un trozo de cuerda en los cuernos y la trajo hasta aquí. Pero anoche murió. Así que hoy, con su gran cuchillo afilado, la ha estado despellejando. 

»Ahora va a prepararnos algo de comida. Es muy hospitalario, este tipo. 

—Y cuando hayamos comido, ¿qué haremos? No podemos quedarnos aquí. 

—Espera, por favor, amigo. Se me está ocurriendo una idea. —Su tono era autoritario, confiado, y bajo su espeso bigote se vislumbraba una sonrisa—. Primero llenamos nuestros estómagos vacíos, para coger fuerzas, y luego nos fumamos un cigarrillo, y, mientras fumamos, pensaré. Y luego… ya veremos. 

Con frijoles, tocino rancio, delgadas tortitas de maíz y un mal café, todo en platos y tazas de hojalata que les trajo el pastor, llenaron sus estómagos vacíos, agachados bajo la escasa sombra de un enramado improvisado con delgados arbustos colocados sobre los postes frontales del adobe. Luego, los tres fumaron juntos cigarrillos enrollados en hojas de maíz. 

El mexicano estaba agachado sobre sus talones, formando aros de humo en el aire caliente, cuando Gaza, levantándose con dificultad, se acercó cojeando hacia la puerta, haciendo gestos para mostrar que ansiaba otro trago de la botella de agua. Cuando estuvo detrás de los otros dos, casi tocándolos, sacó la pistola del agente especial y disparó una vez, y su anfitrión cayó hacia adelante, boca abajo, con las extremidades separadas; tembló un poco y se quedó inmóvil, con un agujero de bala en la parte posterior de la cabeza. Había muy poca sangre; solo un ligero goteo de la herida. 

El italiano, experimentado homicida como era, sintió un profundo impacto ante este asesinato. Parecía tan innecesario, a menos que… Se puso de pie, con los rasgos faciales convulsionados, y retrocedió, temiendo que la próxima bala fuera para él. 

—Mantén la calma, amigo —dijo el español, casi alegremente—. Para ti, camarada, no hay peligro. Para ti hay esperanza de liberación; para ti, que anoche me dijiste que tu alma albergaba esperanzas. 

»Ahora, en la mía, yo albergo caridad, caridad hacia ti, caridad para mí mismo, caridad también para este que yace aquí. Mira, ahora está libre de sus problemas. Era un tonto, un pedazo de tierra, una criatura sin refinamiento. Vivía una vida de ermitaño, solitario, miserable, en la suciedad. Solo conocía las ovejas, y las ovejas son una compañía pobre incluso para un hombre rústico. Ahora ha sido enviado a un mundo mejor y más brillante. Ese ha sido un gesto de pura bondad. —Con el pie tocó el cadáver tendido. 

»Pero al hacerlo también pensaba en ti, en nosotros. Te lo explico: primero, lo enterramos bajo el suelo de tierra de esta casa, asegurándonos de no dejar rastros que revelen nuestro trabajo. Luego, te haces una mochila con la comida que hay aquí. También tomas la botella de agua, y te la llevas llena. Además, tomas esta pistola, que es mía y que yo te entrego. 

»Entonces, pisando ligero y sobre terreno rocoso o duro para no dejar rastro, te alejas rápidamente y te escondes en esas montañas hasta que… ¿quién sabe? Hasta que aquellos que pronto vendrán aquí dejen de buscarte. Con mi cojera, seré una carga para ti, nos retrasaría, no habría oportunidad para ninguno de los dos. Pero tú, yendo solo, armado, con provisiones y agilidad, tienes esperanza. 

—Pero… pero ¿y tú? ¿Qué pasa contigo? ¿Tú… tú te sacrificas? —Confuso, el italiano tartamudeaba. 

—Yo me quedo aquí para recibir a los perseguidores. Es muy sencillo. En pacífica soledad, espero su llegada. No puede pasar mucho tiempo hasta que vengan. Ese hombre del tren de carga los guiará de regreso para seguir nuestro rastro. A más tardar esta noche, probablemente antes, llegarán. 

Al ver la cara aún más perpleja del italiano, el español rompió a reír. 

—Todavía estás desconcertado, ¿eh? ¿Crees que soy magnánimo, que soy generoso? Bueno, soy todo eso. Pero también piensas que soy un tonto, y ahí te equivocas. Quizás te salve a ti, pero quizás también me salve a mí mismo. Observa, amigo. 

Se agachó y levantó el rostro muerto de su víctima.  

—Mira ahora lo mismo que yo vi en el momento en que conocimos a este pastor: tiene mucho parecido con mi forma, mi altura y mi color. Hablaba un español corrupto como el que yo puedo hablar. Ponme la ropa que lleva él y quítame este bigote, y pasaré por él incluso ante los mismos ojos del hombre blanco que lo contrató. 

»Bueno, muy pronto estaré vistiendo su ropa, y la mía estará escondida en la misma tumba que él. Dentro de diez minutos me quitaré este bigote. Él se ha afeitado recientemente, como puedes ver por ti mismo, así que debe haber una navaja en esta choza. Iré a por ella. Me convertiré en este bobo mestizo. 

Una luz se encendió en el italiano. Corrió y besó al español, en ambas mejillas y en la boca. 

—¡Ah, hermano mío! —exclamó deleitado—. Perdóname, pues por un momento pensé que tenías un corazón duro por haber matado sin motivo aparente al hombre que nos alimentó. Veo que eres brillante, un gran pensador, un gran genio. Pero, mi querido amigo —y aquí la duda lo asaltó nuevamente—, ¿qué explicación darás cuando lleguen? 

—Esa es la mejor parte —dijo Gaza—. Antes de que me dejes, tomarás una cuerda y me atarás de forma segura: las manos cruzadas detrás de mi espalda, así; los pies atados juntos, así. No estaré así por mucho tiempo. Puedo soportarlo. Cuando lleguen, me encontrarán de tal forma. El hecho de que esté atado hace más plausible, más convincente, la historia que les contaré. 

»Y esa historia es esta: les diré que, mientras estaba sentado bajo este refugio, desollando mi vaca muerta, aparecieron de repente dos hombres, que se abalanzaron sobre mí sin previo aviso; que en la lucha me lastimaron gravemente mi pobre pierna, y luego, habiéndome sofocado para mantenerme en silencio, ataron mis extremidades, me despojaron de mi comida y se marcharon apresuradamente, dejándome indefenso. Describiré a estos dos hombres brutales, oh, los describiré hasta el más mínimo detalle. Y mi descripción será precisa, porque te estaré describiendo tal y como estás parado ahora, y me describiré a mí mismo tal y como estoy ahora. 

»El hombre del tren dirá: “Sí, sí, es verdad; esos son sin duda los dos que vi”. Me creerá de inmediato, y eso ayudará. Luego preguntarán en qué dirección huyó esta pareja de bribones, y les diré que se fueron hacia allá, hacia el sur, a través del desierto, y se irán en esa dirección buscando a dos que huyen juntos, mientras que tú te habrás ido por aquí, hacia el norte, hacia esas montañas que te protegerán. Y eso, amigo, será la parte más divertida de toda la broma. 

»Puede que, sin embargo, me hagan más preguntas. Entonces diré: “Llévenme ante ese gringo que me contrató hace una semana para cuidar de sus ovejas. Póngame frente a él. Él me identificará y confirmará mi historia”. Y si hacen eso, y él lo hace, como seguramente ocurrirá, entonces me tendrán que soltar para que siga con mis asuntos y eso, amigo, será la cúspide misma de esta broma. 

En el exceso de su admiración y gratitud, el italiano simplemente tuvo que besarlo de nuevo. 

* * * * *

Trabajaron rápida y científicamente, con cuidado, sin pasar por alto nada, previniendo cualquier contingencia. Pero en el último minuto, cuando el italiano estaba listo para reanudar su huida y el español, afeitado pulcramente y disfrazado de manera efectiva con la sucia camisa y los sucios pantalones del difunto, se dio la vuelta y ofreció sus muñecas para ser atadas, descubrieron que no había cuerda disponible con la que atar sus piernas. El único trozo de cuerda que había en el lugar se había usado para atar sus manos. 

El español dijo que aquello era igual de bueno. Cualquier atadura que apretara lo suficiente como para asegurar firmemente sus pies también aumentaría el dolor en la articulación del tobillo, inflamada e hinchada. 

Sin embargo, era evidente que debía estar firmemente atado, para que no surgieran sospechas entre sus rescatadores. Y aquí el italiano hizo una contribución al plan. Estaba orgulloso de su inspiración. Con el cuchillo carnicero del mexicano, cortó tiras largas y estrechas de la piel fresca de la vaca. Luego, el español se sentó en la tierra, con la espalda apoyada en uno de los troncos delgados que sostenían el enramado, y el italiano dio numerosas vueltas alrededor de su cintura, sus brazos y la parte superior de su cuerpo, y apretó firmemente los extremos de las tiras de piel detrás del poste. Sin ayuda ajena, ningún ser humano podría escapar de esa red. Ante la presión y el contoneo del torso del prisionero, los amarres húmedos y flexibles cederían ligeramente, pero con toda seguridad ni se aflojarían ni se romperían. 

Así que el español se acomodó en sus ataduras y el italiano, tras echarse al hombro su mochila, puso un cigarrillo encendido en los labios de su benefactor, y una vez más lo besó fervientemente en señal de gratitud, le deseó éxito y se marchó con abundantes gestos de despedida y gritos de adiós. 

* * * * *

En lo que respecta a aquella desolada región, el italiano era un novato, un principiante. Sin embargo, considerando su fatiga y todo lo demás, su progreso era excelente. Marchó hacia el norte hasta que oscureció, durmió esa noche bajo la manta apestosa de un hombre asesinado, detrás de una meseta de muchos colores, y a la mañana siguiente se adentró más en las tierras quebradas. Avanzó por lo que esperaba que fuera una brecha entre las montañas, caminando con cautela por un estrecho sendero natural, a media altura de un acantilado empinado y desafiante. 

Y estaba bien dentro de la brecha cuando su pie desprendió un trozo de roca pizarrosa, la cual, al deslizarse por el precipicio, hizo que otras rocas se desprendieran y cayeran por la pendiente. Desde arriba, piedras aún más grandes comenzaron a caer y, durante los siguientes cinco minutos, la encajonada ladera estuvo viva, y rugía con la caída de enormes piedras, la tierra desprendida corriendo fluida como un arroyo, los pinos achaparrados arrancados de raíz, entre asfixiantes nubes de polvo acre. 

El italiano corrió por su vida; logró salir del camino de la avalancha. Cuando finalmente llegó a un lugar seguro y miró hacia atrás, vio cómo el deslizamiento había obstruido el desfiladero casi hasta el borde. Ningún ser humano, ni siquiera una cabra, podría escalar desde su lado aquel parapeto escarpado y sobresaliente. Era razonable suponer que no se podía subir desde el otro lado. Entre él y la persecución había ahora una perfecta barrera. 

Satisfecho, siguió adelante. Pero pronto hizo un descubrimiento, un descubrimiento desalentador que le arrebató todo el ánimo. Aquello no era una puerta de entrada: era un callejón que no llevaba a ninguna parte, lo que los occidentales llaman un cañón sin salida. A derecha, izquierda y al frente se alzaban paredes tremendamente altas, verticales e imposibles de escalar. Lo amenazaban, parecían cernerse sobre él para aplastarlo. Y, por supuesto, a su espalda la retirada estaba bloqueada. Allí se encontraba, atrapado como una mosca en una botella cerrada, como una rana en el fondo de un pozo. 

Desesperadamente, exploró lo mejor que pudo los confines de aquella vasta celda que lo atrapaba. Tropezó con un manantial y sus aguas, aunque ligeramente contaminadas con alcalino, eran potables. Así que tenía agua y tenía comida, algo de comida. 

Al reducir sus porciones diarias casi al punto de la inanición, podría hacer que esas raciones duraran meses. Pero, después de eso, ¿qué? Y mientras tanto, ¿qué? Bueno, hasta que el hambre lo destruyera, se enfrentaba a ese destino que tanto temía: el destino del confinamiento solitario. 

Lo pensó detenidamente y, tras eso, se arrodilló, sacó su pistola y se mató. 

* * * * *

En uno de sus cálculos, ese astuto delincuente, el español, se había equivocado. Según su sistema de deducciones, los buscadores deberían llegar a la cabaña de adobe en la que estaba atado en cuatro horas, o a lo sumo cinco. Pero pasaron cerca de treinta horas antes de que aparecieran. 

El problema fue que el guarda del tren no estaba seguro de la zona exacta en la que había visto a los fugitivos refugiados bajo la máquina segadora de ese vagón plano. Además, llevó tiempo difundir la noticia, convocar a las autoridades del condado y organizar un grupo de búsqueda armado. Cuando finalmente el grupo de búsqueda encontró el sendero de ocho kilómetros que conducía desde las vías del tren hasta el campamento del difunto pastor de ovejas, había transcurrido más de un día. 

El rastro era bastante claro: dos pares de pesadas huellas que iban hacia el norte, solo interrumpidas donde afloraban rocas en la superficie del desierto. Una vez encontrado el rastro, lo siguieron rápidamente, y, cuando subieron al repliegue de tierra que estaba encima de la cabaña, vieron la figura de un hombre sentado frente a ella, atado firmemente a uno de los soportes. 

Apresurándose hacia él, vieron que estaba muerto: su rostro estaba ennegrecido y horriblemente deformado; sus ojos vidriosos miraban fijamente y su lengua sobresalía; sus piernas rígidas estaban encogidas en agudos ángulos de agonía. 

Miraron más de cerca y vieron la forma en que murió, y sintieron mucha lástima por él. Había sido atado con hebras de cuero crudo y fresco y, durante todo el día, había estado sentado allí, expuesto al calor sofocante del sol, y el calor, al actuar sobre el húmedo cuero crudo, tiene un efecto inmediato. El calor hace que ciertas sustancias se expandan, pero el cuero crudo se contrae rápidamente, adquiriendo una rigidez similar al hierro. 

Así que, en este caso, el resplandor del sol había apretado cada vez más los lazos que rodeaban el cuerpo de este pobre diablo, apretándolo en el estómago, el pecho y los hombros, presionando sus brazos cada vez más fuerte, y aún más fuerte contra sus costados. Ese habría sido un trámite muy desagradable para él; habría entorpecido su circulación, dificultado su respiración, magullado su carne… pero no lo habría matado. 

Otra cosa había provocado eso. Un lazo de cuero crudo se había atado alrededor de su cuello, y se había asegurado en la parte posterior del poste. Al principio, podría haber sido poco más que una circunferencia suelta, pero, con el paso de las horas, se había endurecido, encogiéndose hasta convertirse en un collar de estrangulación, una lazada disminuyente, un terrible yugo mortal. Verdaderamente, lo había estrangulado centímetro a centímetro como en un garrote vil. 

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