La historia de Roderick
Al principio, mis capacidades de persuasión parecían completamente ineficaces; no podía convencer a mi amigo Roderick Cardew de desmontar su melancólico campamento en Chelsea y (dejándolo desmontado) que huyera como los árabes y pasara conmigo este primaveral mes en mi recién adquirida casa de Tilling para observar el hechizo de la varita de abril haciendo magia en el campo. Yo parecía haber presentado todos los argumentos de los que era dueño: él había estado muy enfermo y su médico le recomendaba aire más puro en un clima lo más suave posible; amaba los extensos páramos drenados que se extendían como un estanque de verdor alrededor del pequeño pueblo; no había visto mi nuevo hogar, lo cual era una omisión de los deberes de la hospitalidad, y realmente no se podía esperar que presentara objeciones a su anfitrión, quien, después de todo, era uno de sus amigos más antiguos. Además (para no dejar piedra sin remover), a medida que recuperara fuerzas podría volver a jugar al golf, y mantenerse a mi par en tal actividad, como bien recordaría, le supondría un esfuerzo realmente pequeño.
Finalmente, mostró algún indicio de claudicar.
—Sí. Me gustaría ver una vez más el pantano y ese gran cielo —dijo.
Una interpretación algo siniestra de sus palabras «una vez más» hizo que una señal de alarma parpadeara repentinamente en mi mente. Era algo completamente fantasioso, sin duda, pero mejor apagar eso primero.
—¿Una vez más? —pregunté—. ¿Qué significa eso?
—Siempre digo «una vez más» —dijo él—. Es codicioso pedir demasiado.
El hecho de que se defendiera tan ingeniosamente profundizó mi sospecha.
—Eso no te servirá —dije—. Cuéntame, Roddie.
Guardó silencio un momento.
—No tenía la intención de hacerlo —dijo—, puesto que no va a servir para nada. Pero si insistes, como aparentemente pretendes hacerlo, me rindo. Es lo que estás pensando; «una vez más» probablemente será lo máximo. Pero no debes preocuparte, ya que yo no voy a hacerlo. Ninguna persona decente se preocupa por la muerte; es un tren que todos vamos a coger en algún momento. Siempre te está esperando.
Me he percatado de que cuando uno se entera de noticias de ese tipo siente, casi de inmediato, que las ha sabido durante mucho tiempo. Así me sentí ahora.
—Continúa —dije.
—Bueno, eso es más o menos todo. Me han condenado a muerte y probablemente se llevará a cabo, me alegra decirlo, al estilo francés. En Francia, ya sabes, no te dicen cuándo te van a ejecutar hasta unos minutos antes. Es probable que yo tenga incluso menos que eso, según me informó mi médico. Un par de jadeos será todo lo que tendré. Felicítame, por favor.
Reflexioné por un momento.
—Sí, y de corazón —dije—. Pero quiero saber un poco más, sin embargo.
—Bueno, mi corazón está absolutamente mal, y de manera irreparable. ¡Enfermedad cardíaca! ¿No suena romántico? En la novela romántica de mediados del siglo XIX, los héroes y heroínas solo morían por enfermedades cardíacas. Pero eso da igual. El hecho es que puedo morir en cualquier momento sin previo aviso. Daré un par de jadeos, o eso me dijo cuando insistí en saber más detalles, y eso será todo. Ahora, quizás, entiendas por qué no quería ir para quedarme contigo. No quiero morir en tu casa; creo que es de una mala educación terrible morir en las casas de otras personas. Anhelo ver Tilling de nuevo, pero creo que iré a un hotel. Los hoteles son presa fácil, ya que la administración cobra de más a quienes se hospedan allí para compensar a aquellos que se mueren allí. Pero sería descortés morir en tu casa; podría acarrearte muchos problemas y no podría disculparme…
—No me importa que mueras en mi casa —dije—. Bueno, ya sabes lo que quiero decir…
Se rio.
—Sí, de hecho —dijo—. Y no podrías darme una garantía más cálida de amistad. Pero no podía quedarme contigo en mi estado actual sin decirte de qué se trataba, y aun así no pretendía decírtelo. Pero henos aquí. Piénsalo de nuevo; reconsidera tu decisión.
—No lo haré —dije—. Ven y muere en mi casa si es necesario. Preferiría enormemente que vivieras, claro: tu muerte, en cualquier caso, me molestará inmensamente. Pero me resultará aún más molesto saber que lo has hecho en algún asqueroso hotel, entre cojines y espejos. Tendrás la habitación que desees. Y quiero que veas mi casa, es adorable… ¡Oh, Roddie, qué molesto es todo este asunto!
Era imposible hablar o pensar de manera diferente. Sabía bien lo trivial que resultaba el asunto de la muerte para mi amigo y no estaba seguro de que en el fondo yo no estuviera de acuerdo con él. También estábamos de acuerdo en que tantas veces habíamos charlado sobre la muerte con alegres conjeturas y suposiciones, basadas en la firme seguridad de que algo de nuevo y encantador esperaba al otro lado, que ninguno de nosotros sentía melancolía al concebir la aniquilación. Habíamos prometido, en caso de que yo fuera el primero en embarcarme en la gran aventura, que haría todo lo posible para «sobrevivir» y dar alguna prueba irrefutable de la continuación de mi existencia, solo para respaldar nuestra creencia, y él había prometido algo similar, ya que a ambos nos parecía que, cualesquiera que fueran las condiciones del futuro, sería imposible, una vez trasladados allí, no estar aún muy preocupados por los lazos de amor y afecto que aún conservábamos en el mundo material. Ahora reí al recordar cómo alguna vez se había imaginado rogando que lo excusaran durante unos minutos, inmediatamente después de la muerte, y diciéndole a San Pedro: «¿Puedo hacerlo esperar un minuto antes de encerrarme definitivamente en el Cielo, o en el Infierno, con esas hermosas llaves? No tardaré ni un minuto, pero deseo enormemente ser un fantasma y aparecerme ante un amigo mío que está esperando tal visita. Si descubro que no puedo volverme visible volveré de inmediato… Oh, gracias, Su Santidad».
Entonces acordamos que yo asumiría el riesgo de que él muriera en mi casa y prometí no hacerle ningún reproche póstumo (en lo que a él respectaba) en caso de que ocurriera tal cosa. Él, por su parte, prometió evitar la muerte en la medida de lo posible, y a la próxima semana iría a visitarme al corazón del campo que tanto amaba, y vería a abril en plena acción.
—Y aún no te he contado nada sobre mi casa —dije—. Está justo en la cima de la colina, cuadrada y georgiana, de ladrillo rojo. Un recibidor panelado, comedor y sala de estar panelados en la planta baja, y más habitaciones paneladas arriba. Hay un jardín con césped y un alto muro de ladrillos alrededor, y hay una gran sala en el jardín, llena de libros, con una ventana en arco que da a la calle adoquinada. ¿Qué habitación prefieres? ¿Te gusta mirar al jardín o a la calle? Incluso puedes tener mi habitación si lo deseas.
Me miró un momento con ansiosa atención.
—Cogeré la habitación panelada y cuadrada que da al jardín, por favor —dijo—. La segunda puerta a la derecha según llegas a lo alto de las escaleras.
—Pero ¿cómo lo sabes? —pregunté.
—Porque he estado en esa casa antes, solo una vez, hace tres años —dijo—. Margaret Alton la alquiló amueblada y vivió allí durante un año más o menos. Murió allí, y yo estaba con ella. Y si hubiera sabido que esa era tu casa, nunca hubiera dudado de si aceptar tu invitación. Hubiera arrojado por la borda mis buenos modales acerca de no morir en casas ajenas. Pero en el momento en que comenzaste a describir el jardín y el salón del jardín supe de qué casa se trataba. Siempre he anhelado volver allí. ¿Cuándo puedo ir, por favor? La próxima semana queda demasiado lejos. ¿Te vas allí esta tarde, ¿verdad?
Me levanté: el reloj me advirtió que era hora de ir a la estación.
—Sí. Ven esta tarde —sugerí—. Ven conmigo.
—Me encantaría poder, pero entiendo que eso significa que te vendrá bien si voy mañana. Y ciertamente lo haré. ¡Dios mío! ¡Pensar que conseguiste justo esa casa! Podría haber sido una casa maravillosamente feliz, hasta donde vi… Pero te contaré más acerca de esto quizás cuando esté allí. No me pidas que lo haga antes: te contaré cuando pueda y si puedo, como dicen los abogados. ¿Realmente te vas?
Realmente me iba, porque no tenía tiempo que perder, pero, antes de llegar a la puerta, me volvió a hablar.
—Por supuesto, la habitación que he elegido fue la habitación —dijo, y no necesitaba preguntar a qué se refería con la habitación.
De este asunto, distante ahora por el paso de muchos años, no conocía más que los contornos más públicos y elementales, pero, mientras mi tren se abría paso entre los destellos de aquella translúcida tarde primaveral, volví a trazar esos contornos con lo que sabía del tema, siempre verde y fresco, por lo que había podido concebir, en el corazón de Roderick. Era lo único de lo que Roderick nunca hablaba (incluso ahora no estaba seguro de que pudiera contarme el final), y tuve que rebuscar en mi memoria para reconstruir las líneas medio borradas.
Margaret —su apellido de soltera no se dejaba conjurar por mi memoria— había sido una chica extremadamente hermosa cuando Roderick la conoció por primera vez, y, no sin estímulo, se había enamorado perdidamente de ella. Todo parecía ir bien con su cortejo, y él parecía un feliz amante, hasta que apareció en escena ese guapo y escandaloso tipo, Richard Alton. Era el heredero de la baronía de su tío, y de sus realmente vastas propiedades, y la chica, cuando él procedió a sitiarla, muy pronto capituló. Puede que se enamorara de él porque era un pillo atractivo, pero el veredicto en ese momento fue que fue su ambición, y no su corazón, a lo que ella había escuchado. En cualquier caso, hasta allí llegaba el cortejo de Roderick, y, antes de que terminara el año, ella se había casado con el otro.
Recordé haberla visto una o dos veces en Londres por aquella época, espléndida y brillante, de una belleza deslumbrante, con el mundo a sus pies. Le dio dos hijos; alcanzó una gran posición; y luego, con la concesión de su deseo más profundo, llegó la flaqueza. Las infidelidades de su esposo eran numerosas y notorias; la trató con una crueldad sutil que se mantenía justo en el lado correcto de la ley, y, finalmente, buscando su libertad, la abandonó y vivió abiertamente con otra mujer. Si fue el orgullo lo que la impidió divorciarse de él, o si todavía lo amaba (si alguna vez lo hizo) y estaba lista para aceptarlo de nuevo, o si fue por venganza que se negó a terminar legalmente con él, era un asunto del cual no sabía nada. La desgracia siguió a la desgracia; primero uno de sus hijos, y luego el otro, fueron asesinados en la Guerra Europea, y recordé haber oído que ella fue víctima de alguna enfermedad maligna y desfigurante, lo que la llevó a llevar una vida ermitaña, sin ver a nadie. Hacía tres años aproximadamente que había muerto.
Eso era, con la adición de que había muerto en mi casa, y de que Roderick había estado con ella, todo lo que tenía en mi escaso conocimiento, el cual podría, o no, según había insinuado, ser complementado por él. Llegó al día siguiente, habiendo bajado en automóvil desde Londres para evitar la fatiga, y ciertamente la había evitado con mucho éxito, pues nunca lo había visto más animado mientras estábamos sentados tras la cena en la sala del jardín.
—Oh, ha sido tan acertado venir aquí —dijo—. Porque me siento contento e impregnado de tranquilidad. Aquí se siente tremendamente la presencia de Margaret, y no sabía cuánto lo deseaba. Quizás sea puramente subjetivo, pero ¿qué importa eso siempre y cuando yo lo sienta? Igual que una escena empapa el lugar donde se ha representado; mi habitación, que ya sabes que era la suya, está viva con ella. No quiero nada más que estar aquí, rondando y ronroneando sobre el recuerdo de la última vez que estuve aquí, que también fue la única. Sí, justo eso; y sé lo extraño que debe parecerte. Pero es verdad, fue aquí donde la vi morir, y, en lugar de evitar el sitio, me sumerjo en él. Pues fue una de las horas más felices de mi vida.
—Porque… —comencé.
—No; no porque ella tuviera su liberación, si eso es lo que piensas —dijo él—. Es porque vi…
Se interrumpió, y recordando su estipulación de que no debía insistirle, sino que él me contaría «cuando pudiera y si podía», no le hice ninguna pregunta. Sus ojos brillaban con el destello del fuego que ardía en la chimenea porque, aunque abril estaba aquí, las noches aún eran frescas, y no era el fuego lo que les daba luz, sino una alegría que era tan brillante como la diversión y tan profunda como la felicidad.
—No, no voy a seguir con eso ahora —dijo—. Aunque creo que lo haré antes de que mis días se acaben. Por ahora, te dejaré preguntándote por qué un lugar que debería albergar recuerdos tan tristes para mí es una fuente tan abundante de felicidad. Y como no estoy para contarte acerca de mí, déjame preguntarte por ti. Ponme al día; ¿qué has estado haciendo?, y, lo que es más importante, ¿en qué has estado pensando?
—Mis actividades se han centrado principalmente en instalarme en esta casa —dije—. He estado empujando y llevando muebles a lugares donde no querían ir, y maldiciéndolos.
Miró alrededor de la habitación.
—No parecen guardarte rencor —dijo—. Parecen felices. ¿Y qué más?
—En los intervalos, cuando no podía empujar y maldecir más —dije—, he estado escribiendo algunas historias de fantasmas. Todas sobre la tierra de nadie, que amo tanto como tú.
Se rio abiertamente.
—¿De verdad? —dijo—. Entonces no sirve de nada decir que eso es completamente imposible. Pero me gustaría saber tus opiniones sobre la tierra de nadie.
Señalé un manojo de papeles mecanografiados que estaban esparcidos sobre mi mesa.
—Ahí están mis sentimientos —dije—, y están enteramente a tu disposición.
—Bien; entonces me los llevaré cuando me vaya a la cama, si me lo permites. Siempre he pensado que tenías una noción bastante buena de lo espeluznante, pero el error que cometes es imaginar que lo espeluznante es una característica de la tierra de nadie. Sin duda hay cosas espeluznantes allí, pero las hay en todas partes, y una tormenta eléctrica es mucho más aterradora que una aparición. Y cuando te acercas realmente a la tierra de nadie, ves lo encantadora que es, y cuánto más encantador debe ser lo que hay al otro lado. Entré en la tierra de nadie una vez, aquí en esta casa, como probablemente te contaré, y nunca vi un lugar tan feliz y amable. Y sin duda, pronto estaré galopando a través de ella en persona. Eso será, como hemos determinado a menudo, salvajemente interesante, y tendrá la solemnidad de una primera noche en una nueva obra de teatro. Habrá un telón cerrado frente a ti, y pronto se levantará, y verás algo que nunca habías visto antes. Qué bien, en general, se ha guardado el secreto, aunque de vez en cuando se han filtrado pequeñas piezas de información, pequeños fragmentos de diálogo, pequeñas descripciones de paisajes. Fascinantemente interesante; uno se pregunta cómo entrará en escena el nuevo gran drama.
—No te refieres al tipo de cosas que nos cuentan los médiums, ¿verdad? —pregunté.
—Por supuesto que no. Odio las babosas (realmente no hay otra palabra para ello, ¿y por qué debería haberla, ya que esa palabra encaja tan admirablemente?), las babosas declaraciones del médium de alta clase, quien, fuera de toda sospecha, cobra media guinea por sesión, y pregunta si hay alguien presente que alguna vez conociera a un Charles, o si no Charles, a un Thomas o un William. Naturalmente, alguien ha conocido a un Charles, Thomas o William que ha pasado al otro lado, y es el hijo, hermano, padre o primo de una dama de negro. Así que cuando reclama a Thomas, él le dice que está muy ocupado y feliz, ayudando a la gente… ¡Oh, Señor, qué tontería! Fui a una de esas sesiones hace un mes, justo antes de enfermarme, y el médium dijo que Margaret quería ponerse en contacto con alguien. Dos de nosotros reclamamos a Margaret, pero Margaret me eligió a mí y dijo que era el espíritu de mi esposa. ¡Esposa, ya ves! Debes admitir que este fue un disparo muy desafortunado. Cuando dije que no estaba casado, Margaret dijo que era mi madre, cuyo nombre era Charlotte. ¡Oh, cielos, oh, cielos! Bueno, me iré a la cama con alegría, llevando tus fantasmas conmigo…
—No son más que gavillas —dije.
—Sí, pero ¿acaso no son las gavillas? ¿No es la cosecha de gavillas de este mundo lo que llaman fantasmas? Es decir, ¿el conocimiento de lo que llevamos al otro lado?
—No te estoy entendiendo una palabra —dije yo.
—Pero debes entender. Todo el conocimiento que vale la pena, que tú o yo hemos recopilado aquí, es el comienzo de la otra vida. Trabajamos y nos esforzamos, y hacemos nuestras recolecciones y nuestras cosechas, y todos nuestros esfuerzos decentes nos ayudan a comprender cuál es la cosecha real. Y probablemente nos llevaremos lo que hemos cosechado…
Después de que subiera a la cama, me senté tratando de corregir los errores de mecanografía, pero aún entre mí y las páginas habitaba ese persistente sentido de que todo lo que hacíamos aquí era solo grasa para lo que estaba por venir. Nuestros logros eran recompensados, o eso parecía decir, con un destello vislumbrado. Y ese destello, así intenté deducir, eran las pistas que se habían filtrado del drama por el cual temblaba el telón. ¿Era algo así?
Roderick bajó a desayunar a la mañana siguiente, superlativamente sincero y feliz.
—No leí ni una sola línea de tus historias —dijo—. Cuando entré en mi habitación estaba tan inmensamente contento que no podía arriesgarme a mostrar interés por nada más. Me quedé despierto mucho tiempo, pellizcándome para prolongar mi pura felicidad, pero la carne es débil, y finalmente, de pura felicidad, dormí y probablemente ronqué. ¿Me oíste? Espero que no. Y luego, la pura felicidad dictó mis sueños, aunque no sé cuáles eran, y en el momento en que me llamaron, me levanté, porque… porque no quería perderme nada. Ahora, para ser práctico nuevamente, ¿qué vas a hacer esta mañana?
—Iba a jugar al golf —dije—, a menos que…
—No hay un «a menos», si te refieres a mí. Mi plan se hizo solo para mí, y tengo la intención (este es mi plan) de ir contigo, sentarme en la oquedad junto al cuarto tee y leer tus historias allí. Hay un gran viento del suroeste que limpia los cielos como una celestial criada, y allí estaré completamente resguardado, y, en los intervalos de mi lectura, observaré placenteramente los infructuosos esfuerzos de los golfistas para superar ese gran búnker. Personalmente, ya no puedo jugar al golf, pero disfrutaré viendo a otras personas intentarlo.
—¿Y nada de rondar o ronronear? —pregunté.
—No esta mañana. Está todo bien: está ahí. Está tan bien que quiero mostrarme activo en otras direcciones. Y sentarme en esa oquedad sin viento es hasta donde llega mi actividad. Lo digo por miedo a que esperes más.
Encontré contrincante cuando llegamos al club y Roderick se alejó hacia el objetivo de sus observaciones. Media hora después, lo encontré observando con alegría criminalmente extática los impulsos ascendentes que, en contra del gran viento, eran detenidos y devueltos al búnker más impío de todo el mundo, o las bolas bajas y astutas que nunca se elevaban a la altura del acantilado de arena apuntalado. La pareja delante de nosotros era un par de perros sarcásticos, y nos dijeron que esperáramos solo hasta que se hubieran elevado sobre la cresta, y luego podríamos seguir tan pronto como quisiéramos. Después de violentas acciones en el búnker, subieron por la gran duna, treinta metros más allá de la cual estaba el green en el que estarían pateando ahora.
Tan pronto como desaparecieron, Roderick me arrebató el driver de la mano.
—No lo aguanto —dijo—. Necesito golpear una pelota de nuevo. Colócala baja, caddie… No, no hay tee en absoluto.
Dio un magnífico golpe, lo suficientemente alto como para superar la cresta y no tan alto como para que el viento opuesto lo detuviera al final de su vuelo. Soltó una fuerte risotada.
—Eso les enseñará a no insultar a mi amigo —dijo—. Debe haber caído justo entre sus cuidadosos puttings. Y ahora leeré tus historias de fantasmas.
He registrado este incidente atlético porque transmite cuál era su actitud mejor que cualquier análisis de su postura hacia la vida o la muerte. Sabía perfectamente bien que cualquier esfuerzo rápido podría resultar fatal para él, pero quería darle a una pelota de golf de nuevo, tan dulce y fuerte como pudiera hacerlo. Lo había hecho: había ganado a la muerte. Y mientras seguía mi camino, me sentí perfectamente seguro de que si, con ese esfuerzo rápido y libre, hubiera caído muerto en el tee, habría pensado que merecía la pena, siempre y cuando hubiera realizado ese tiro irreprochable. Mientras estaba vivo, pretendía participar en los placeres de la vida, entre los cuales siempre había ubicado el golpear pelotas de golf, sin importarle si la consecuencia inmediata era la muerte, aunque le gustara estar vivo, simplemente porque no le importaba estar muerto. La elección era de tan poca importancia… La historia tras todo esto la conocería esa noche.
Los relatos que Roderick se había llevado para leer estaban diseñados para resultar incómodas: una trataba sobre un vampiro, otra sobre un elemental, la tercera sobre la reencarnación de cierto personaje execrable, y mientras estábamos sentados en la sala del jardín después del té, él con esas páginas en sus rodillas, tuve el placer de verlo echar vistazos rápidos alrededor, mientras leía, como para asegurarse de que no había nada inusual en los rincones más oscuros de la habitación… Me gustó aquello; estaba haciendo lo que yo pretendía que un lector hiciera.
Poco después llegó a la última página.
—¿Y planeas hacer un libro con ellas? —preguntó—. ¿Cómo son las otras historias?
—Peores —dije yo, con la complacencia del traficante de terror.
—Entonces… ¿aceptas críticas? De todas formas, te las daré. Harás un libro que no solo no será artístico, todo sombras y ninguna luz, sino que además será falso. La ficción puede ser falsa, ya sabes, inherentemente falsa. Eres padrino de tus historias, ya ves: las cuentas en primera persona, al menos las que he leído, y eso, aunque no se pueda suponer que hayas vivido realmente esas experiencias, da una especie de garantía de que crees que la tierra de nadie que describes es completamente terrible. Pero no es tal cosa: probablemente hay terrores allí (como, por ejemplo, los espíritus elementales, en los cuales creo e imagino de alguna forma espantosa), pero estoy seguro de que la tierra de nadie, en su mayor parte, es casi inconcebiblemente encantadora. Tengo los mejores motivos para ello.
—Estoy dispuesto a dejarme convencer —dije yo.
Nuevamente, mientras miraba el fuego, sus ojos brillaban, no reflejando la llama, sino por el brillo de alguna visión interior.
—Bueno, todavía falta una hora para la cena —dijo—, y mi historia no requerirá ni la mitad. Es sobre mi experiencia previa en esta casa; lo que vi, de hecho, en la habitación que ahora ocupo. Fue por eso, naturalmente, que quería la misma habitación de nuevo. Allá vamos, entonces.
»Nunca vi a Margaret durante los veinte años de su vida matrimonial —dijo—, excepto de manera completamente accidental y casual. Así, de forma casual, la había visto en teatros y cosas por el estilo con sus dos hijos, a quienes conocía de vista. Pero nunca había hablado con ellos, ni con ella, después de casarse. Sabía, como todo el mundo, que llevaba una vida terrible, pero siendo las circunstancias como eran, no podía llamar su atención, más aún porque ella no hacía ningún gesto por buscarme. Pero estoy seguro de que no pasaba un día en el que no anhelara poder mostrarle que mi amor y simpatía eran suyos. Solo necesitaba, así lo pensaba, saber que ella los quería.
»Escuché hablar, por supuesto, acerca de la muerte de sus hijos. Ambos murieron en Francia con pocos días de diferencia; uno tenía dieciocho años y el otro diecinueve. Le escribí entonces formalmente, durante tiempo habíamos sido extraños, y ella respondió formalmente. Después de eso alquiló esta casa, donde vivía sola. Un año después, me dijeron que había estado sufriendo desde hacía algunos meses una enfermedad maligna y desfiguradora.
»Estaba en Londres, paseando por Piccadilly cuando mi acompañante lo mencionó, y de inmediato me di cuenta de que debía ir a verla, no mañana, o pronto, sino de inmediato. Es difícil describir la calidad de esa convicción, o decirte cuán instintiva y abrumadora era. Hay algunas cosas que no puedes evitar hacer, no exactamente porque desees hacerlas, sino porque deben hacerse. Por ejemplo, si estás en medio de la carretera y ves venir hacia ti un automóvil a toda velocidad, debes apartarte a un lado, a menos que elijas deliberadamente cometer suicidio. Era justo algo así; a menos que tuviera la intención de cometer una especie de suicidio espiritual, no había elección.
»Unas horas después estaba aquí, en tu puerta, pidiendo verla, y me dijeron que estaba desesperadamente enferma y que no podía ver a nadie. Pero conseguí que su criada llevara el mensaje de que había venido, y poco después su enfermera bajó a decirme que me recibiría. Encontraría a Margaret, dijo, usando un velo para ocultarme las terribles devastaciones que la enfermedad le había infligido en la cara, y las cicatrices de las dos operaciones a las que se había sometido. Muy probablemente no me hablaría, porque tenía muchas dificultades para hablar, y en cualquier caso no debía quedarme más que unos minutos. Probablemente no podría vivir muchas horas: había llegado justo a tiempo. Y en ese momento deseé haber hecho cualquier cosa en lugar de venir aquí, pues, aunque era el instinto el que me había conducido, ahora el mismo instinto retrocedía presa de un horror indescriptible. La carne lucha contra el espíritu, ya sabes, y bajo ese estrés sugerí ahora que era mejor tal vez que no me recibiera… Pero la enfermera simplemente dijo de nuevo que Margaret quería verme, y, tal vez adivinando la causa de mi renuencia, agregó que “su rostro permanecerá completamente invisible. No habrá nada que le cause impresión”.
»Entré solo: Margaret estaba apoyada en la cama con almohadas, de modo que estaba casi sentada, y sobre su cabeza había un velo oscuro a través del cual no podía ver nada en absoluto. Su mano derecha descansaba en la colcha, y mientras me sentaba junto a su cama, donde la enfermera me había puesto una silla, Margaret extendió su mano hacia mí, tímidamente, vacilante, como si no estuviera segura de que la fuera a tomar. Pero era una señal, un gesto.
Se detuvo, su rostro brillaba, radiante con la luz de ese recuerdo.
—Estoy hablando de cosas inefables —dijo—. No puedo transmitirte todo lo que eso significaba más de lo que, mediante una simple enumeración de colores, puedo impregnar tu alma con la sensación de un atardecer… Así que allí me senté, con su mano cubierta y apretada con la mía. Me habían dicho que muy probablemente no hablaría, y para mí no había palabra en el mundo que no fuera escoria ante el oro de ese silencio.
»Y luego, desde detrás de su velo, llegó un susurro.
»—No podía morir sin verte —dijo—. Estaba segura de que vendrías. Tengo una cosa que decirte. Te amé, y traté de ahogar mi amor. Y durante años, querido mío, he estado cosechando el resultado de lo que sembré. Traté de matar el amor, pero era mucho más fuerte que yo. Y ahora he reunido la cosecha. He sufrido cruelmente, ya sabes, pero bendigo cada punzada de dolor. Lo necesitaba todo…
»Solo unos minutos antes temblaba ante la idea de verla. Pero ahora no podía permitir que el velo cubriera su rostro.
»—Levanta tu velo, cariño —le dije—. Debo verte.
»—No, no —susurró—. Te horrorizaría. Soy terrible.
»—No puedes ser terrible para mí —dije—. Lo voy a levantar.
»Levanté su velo. ¿Y qué vi? Creo que podría haberlo sabido; podría haber adivinado lo que en ese momento, supremo y perfecto, vería ante mis ojos.
»No había allí cicatriz, devastación de enfermedad o desfiguración. Estaba mucho más encantadora de lo que había estado nunca, y en su rostro brillaba el amanecer del día eterno. Había arrojado todo lo que era perecedero y estaba sujeto a decadencia, y su espíritu inmortal se manifestaba ante mí, purificado y castigado si quieres, pero humilde y sagrado. A mi frágil vista mortal se le concedió realmente el poder de ver; se me permitió estar con ella más allá de los límites de la mortalidad…
»Y luego, incluso cuando estaba perdido en un estupor de asombro y amor, vi que no estábamos solos en la habitación. Dos chicos, a quienes reconocí, estaban de pie al otro lado de la cama, mirándola. Parecía completamente natural que estuvieran allí.
»—Nos han permitido venir por ti, madre querida —dijo uno—. Levántate.
»Ella volvió su rostro hacia ellos.
»—Ah, mis hijos queridos —dijo—. Qué bonito por vuestra parte. Dadme solo un momento.
»Se inclinó hacia mí y me besó.
»—Gracias por venir, Roderick —dijo—. Adiós, solo por un tiempo.
»En ese momento, mi poder de visión, mi poder de la verdadera visión, falló. Su cabeza cayó hacia atrás en las almohadas y se giró hacia un lado. Por un segundo, antes de dejar caer el velo sobre ella nuevamente, tuve una visión de su rostro, mutilado y cruelmente desfigurado. Vi eso, digo, pero ni entonces ni después pude recordarlo. Era como un terrible sueño que se desvanece por completo al despertar. Luego su mano, que había estado apretando la mía en ese momento de despedida, aflojó su agarre y cayó sobre la cama. Acababa de marcharse, a algún lugar fuera de la vista, con sus dos hijos para cuidar de ella.
Se detuvo.
—Eso es todo —dijo—. ¿Y te preguntas por qué elegí esa habitación? Aguardo a que ella venga por mí.
Mi habitación estaba al lado de la de Roderick, la cabeza de su cama estaba justo enfrente de la mía al otro lado de la pared. Esa noche me había desvestido, me había acostado y acababa de apagar mi luz cuando escuché un golpe agudo justo encima. Pensé que era algún ruido fortuito, como de un cuadro que se balancea con la corriente de aire, pero al momento se repitió y me pareció que tal vez era una llamada de Roderick, que necesitaba algo. Aun completamente tranquilo, salí de la cama y, con una vela en la mano, fui a su puerta. Golpeé, pero, al no recibir respuesta, la abrí unos centímetros.
—¿Necesitas algo? —pregunté, y, nuevamente sin recibir respuesta, entré.
Sus luces estaban encendidas y estaba sentado en la cama. No parecía verme ni ser consciente de mi presencia, y sus ojos estaban fijos en algún punto a pocos metros frente a él. Su boca sonreía, y en sus ojos había una alegría similar a la que había visto cuando me contó su historia. Luego, apoyándose en su brazo, se movió como para levantarse.
—Oh, Margaret, querida… —gritó.
Dio un par de cortos jadeos y cayó hacia atrás.