La mansión alquilada
Construye mansiones más majestuosas, oh, alma mía…
La bolsa con el correo de la residencia clínica siempre se mandaba al pueblo cuando los jardineros se marchaban a las seis, por lo que, si algún remitente rezagado deseaba comunicarse con el mundo exterior más tarde de esa hora, tenía que llevar sus propias misivas hasta el buzón que había en el cruce de caminos. Como durante el día tenía poco tiempo para escribir mi correspondencia privada, generalmente acababa tras la cena dando un paseo en esa dirección, con un cigarro y un puñado de cartas.
No tenía por costumbre alentar a los pacientes a acompañarme, ya que sentía que cumplía con mi deber hacia ellos durante las horas de trabajo y, por lo tanto, tenía derecho a disfrutar de mi tiempo libre. Sin embargo, Winnington no se encontraba exactamente en la posición de un paciente común, ya que era amigo personal de Taverner y también, según entendí, miembro en grado menor de esa gran fraternidad de la cual había tenido algún que otro ocasional vistazo durante nuestros trabajos. La fascinación que esta fraternidad ejercía en mí —aunque nunca he pretendido ser miembro de ella—, junto con la extraña y divertida personalidad del hombre, me hizo aceptar a medias su intento de convertir nuestra relación profesional en una personal.
Por lo tanto fue así como él se unió a mí en el largo camino que atravesaba el jardín hasta llegar a la pequeña puerta que, en el otro extremo de la residencia, daba a la encrucijada donde se encontraba el buzón.
Un día, después de mandar nuestras cartas, estábamos cruzando la carretera de regreso cuando el sonido de una bocina de automóvil nos hizo apartarnos, pues justo un coche giraba, casi echándose sobre nosotros. En su interior alcancé a vislumbrar a un hombre y una mujer, y llevaban una cantidad considerable de equipaje encima del vehículo.
El coche volvió a girar para enfilar la entrada de una gran casa cuyo camino principal nacía en la encrucijada, y le comenté a mi compañero que suponía que el señor Hirschmann, propietario de la mansión, había salido de su internamiento y regresaba para vivir allí nuevamente, ya que la casa había permanecido vacía (y amueblada) desde que un país confiado decidió que su integridad podía verse amenaza, y que el astuto teutón merecía ser vigilado.
Nos encontramos con Taverner en el porche y le mencioné que Hirschmann había vuelto, pero él negó con la cabeza.
—No eran los Hirschmann a quienes viste —dijo—, sino las personas a quienes les han alquilado la casa. Creo que se llaman Bellamy; han cogido el lugar amueblado; uno de los dos está inválido, creo.
Una semana después estaba nuevamente paseando hacia el buzón cuando se me unió Taverner, y, fumando vigorosamente para ahuyentar a los mosquitos, deambulamos juntos hasta la encrucijada. Al llegar al buzón, un ligero chirrido atrajo nuestra atención y, al mirar hacia atrás, vimos que las grandes puertas de hierro que bloqueaban la entrada a la finca de los Hirschmann se habían entreabierto, y que una mujer se deslizaba suavemente a través de la estrecha abertura que ofrecían. Obviamente, venía a dejar una carta, pero al vernos vaciló; nos apartamos, dejándole paso, cruzó en silencio y de puntillas la grava intermedia, depositó su carta, nos hizo media reverencia de agradecimiento por nuestra cortesía y desapareció tan silenciosamente como había llegado.
—En esa casa está teniendo lugar una tragedia —comentó Taverner.
Me mostré absolutamente interesado —igual que ocurre siempre ante cualquier manifestación de los poderes psíquicos de mi jefe—, pero él simplemente se rio.
—No es clarividencia esta vez, Rhodes, sino simplemente sentido común. Si el rostro de una mujer es más joven que su figura, entonces está felizmente casada; si es al revés, entonces está viviendo una tragedia.
—No vi su rostro —dije—, pero su figura era la de una mujer joven.
—Yo sí lo vi —dijo Taverner—, y era el de una mujer mayor.
Sin embargo, su crítica hacia ella no estaba del todo justificada, pues, algunas noches después, Winnington y yo la vimos ir al buzón nuevamente, y aunque su rostro estaba lívido y cansado, era muy llamativo, y la masa de cabello castaño que lo rodeaba resultaba aún más intensa por su palidez. Temo que la miré fijamente más de lo debido, tratando de ver las señales por las cuales Taverner había llegado a su deducción. Ella se deslizó a través de la puerta apenas abierta, moviéndose rápidamente pero con sigilo igual que alguien acostumbrado a ocultarse, nos lanzó una mirada de soslayo bajo las largas pestañas oscuras y se retiró tal y como había venido.
Fue la completa inmovilidad del hombre a mi lado lo que llamó mi atención. Permaneció enraizado en el suelo, mirando fijamente hacia el oscuro camino por el que ella había desaparecido como si quisiera enviar su propia alma para iluminar la oscuridad. Toqué su brazo. Se giró para hablar, pero contuvo el aliento, y las palabras se perdieron en la burbujeante tos que conlleva una hemorragia. Echó un brazo a mi alrededor para sostenerse, ya que era un hombre más alto que yo, y lo aguanté mientras tosía la arterial sangre escarlata que contaba su propia historia.
Lo llevé de vuelta a la casa y lo acosté, ya que quedó muy débil tras el ataque, e informé a Taverner de lo sucedido.
—No creo que vaya a durar mucho —dije.
Mi colega pareció sorprendido.
—Todavía hay mucha vida en él —dijo.
—No queda mucho de sus pulmones —respondí—, y no puedes hacer funcionar un automóvil sin motor.
Sin embargo, Winnington no permaneció postrado por mucho tiempo, y el primer día que lo dejamos salir de la cama propuso acompañarme al buzón. Me mostré reacio, ya que era una distancia considerable, pero me tomó del brazo y dijo:
—Mira, Rhodes, tengo que ir.
Le pregunté la razón de tanta urgencia. Dudó, y luego lo dijo.
—Quiero ver a esa mujer de nuevo.
—Esa mujer es la señora Bellamy —dije—. Sería mejor que la dejaras en paz; no es buena para ti. Hay muchas chicas agradables por aquí con las que puedes coquetear si quieres. Deja a las mujeres casadas en paz; luego los maridos vienen y arman un escándalo, y eso es malo para la reputación de la clínica.
Pero Winnington no iba a dejarse convencer.
—No me importa de quién sea esposa; ella es la mujer que yo… yo… yo nunca pensé que volvería a ver —terminó torpemente—. Maldita sea, hombre; no voy a hablar con ella ni a hacer el ridículo, solo quiero echarle un vistazo. De todos modos, yo ya no cuento, casi he acabado con esta carne pecaminosa, o lo que queda de ella.
Se tambaleó ante mí en la penumbra, alto, tan flaco como un esqueleto, con un color en sus mejillas que habría sido motivo de alegría en cualquier otro paciente, pero que era una señal de peligro en él.
Sabía que iría, lo consintiera yo o no, así que juzgué que lo mejor para ambos sería que fuéramos juntos, y a partir de entonces se convirtió en una costumbre establecida que camináramos hasta la encrucijada a la hora del correo, hubiera o no cartas que mandar. A veces veíamos a la señora Bellamy deslizándose silenciosamente hacia el buzón, a veces no. Si dejábamos de verla durante más de dos días, Winnington se ponía febril, y, cuando desapareció durante cinco días consecutivos, Winnington tuvo otra hemorragia y tuvimos que encamarlo, demasiado débil para protestar.
Fue mientras le contaba a Taverner lo ocurrido cuando sonó el teléfono. Respondí yo, al estar más cerca.
—¿Estoy hablando con el doctor Taverner? —dijo la voz de una mujer.
—Con la clínica del doctor —le confirmé.
—Soy la señora Bellamy, de la Mansión Headington. Le quedaría muy agradecida si el doctor Taverner viniera a ver a mi esposo; ha enfermado repentinamente.
Me volví para darle el mensaje a Taverner, pero él había salido de la habitación. Me embargó un repentino impulso.
—El doctor Taverner no está aquí en este momento —dije—, pero puedo ir yo si lo prefiere. Soy su asistente; mi nombre es Rhodes, doctor Rhodes.
—Estaría muy agradecida —respondió la voz—. ¿Puede venir pronto? ¡Estoy muy nerviosa!
Cogí mi sombrero y fui por el camino que tantas veces había recorrido con Winnington. Pobre tipo; no pasearía conmigo por algún tiempo, si es que alguna vez lo volvía a hacer. En la encrucijada me detuve por un momento, maravillándome de que la barrera invisible de la convención finalmente hubiera desaparecido, y que tuviera libertad para recorrer el camino y hablar con la mujer a la que tantas veces habíamos observado Winnington y yo. Empujé las pesadas puertas igual que hacía ella, recorrí el avenida cubierta de sombras y llamé al timbre.
Me condujeron a una especie de sala de estar donde la señora Bellamy me recibió casi de inmediato.
—Quiero explicarle la situación antes de que vea a mi esposo —dijo—. El ama de llaves me está ayudando con él y no quiero que lo sepa; verá, el problema, me temo, son las drogas.
Así que Taverner tenía razón, como siempre, y ella estaba viviendo una tragedia.
—Ha permanecido en un estado de estupor durante todo el día, y temo que esté sufriendo una sobredosis; ya ha pasado por eso antes, y conozco los síntomas. Sentí que yo no podría aguantar toda la noche sin llamar a alguien.
Me llevó a ver al paciente y lo examiné. Su pulso era débil, la respiración agónica y tenía un color horrible, pero un hombre tan acostumbrado a las drogas como lo parecía estar él resulta tremendamente difícil de matar. Le dije qué medidas debía tomar; también le dije que no presentaba ningún riesgo, pero que podía llamarme de nuevo si había algún cambio.
Cuando se despidió, sonrió y dijo:
—Ya le conozco de vista, doctor Rhodes; le he visto muchas veces en el buzón.
—En mi paseo nocturno diario —le respondí—. Siempre llevo las cartas que no han salido con la bolsa del correo.
Me pensé si contarle a Winnington mi encuentro, preguntándome cuál sería el menor de los dos males, la emoción que le provocaría o la permanente incertidumbre en la que se hallaba, y finalmente me decidí a favor del primero. Al regresar subí a su habitación y abordé el asunto sin rodeos.
—Winnington —le dije—, he visto a tu divinidad.
En un minuto estaba completamente emocionado, y le conté todo sobre mi visita, ocultando tan solo la naturaleza de la enfermedad, que estaba moralmente obligado a mantener en secreto. Sin embargo, ese punto era lo que él quería saber, aunque comprendía que, naturalmente, yo no podía decírselo. Al verme obstinado, de repente se incorporó en la cama, agarró mi mano y la colocó en su frente.
—No, no lo hagas —exclamé, arrebatándosela, ya que había visto lo suficiente de los métodos de Taverner para saber cómo se hacía una lectura de pensamientos; sin embargo no fui lo suficientemente rápido, y Winnington se hundió nuevamente en la cama sin almohada, riendo.
—Drogas —dijo, y, sin aliento por su esfuerzo, no pudo decir más; pero el triunfo en sus ojos me indicó que había descubierto algo que consideraba de vital importancia.
Al día siguiente fui a ver a Bellamy nuevamente. Estaba consciente, me dirigía una mirada de hosca sospecha y no quería saber nada de mí, y vi que mis conocimientos sobre su hogar probablemente terminarían como habían comenzado: en el buzón.
Unas noches después, la señora Bellamy y yo nos encontramos de nuevo en la encrucijada. Respondió a mi saludo con una sonrisa, claramente complacida de tener a alguien con quien hablar además de su rudo esposo, ya que no parecían conocer a nadie más en la zona.
Me preguntó sobre mi soledad.
—¿Qué le ha pasado al hombre alto que solía acompañarlo al buzón? —quiso saber.
Le hablé de la condición de Winnington.
Entonces dijo algo que resultó raro en boca de alguien que a mí me acababa de conocer y que no conocía a Winnington en absoluto.
—¿Hay posibilidades de que muera? —preguntó, mirándome fijamente y con una peculiar expresión en sus ojos.
Sorprendido por su pregunta, dije la verdad.
—Eso pensaba —dijo—. Soy escocesa, tenemos la segunda visión en nuestra familia, y anoche vi su espectro.
—¿Vio su espectro? —exclamé, desconcertado.
Ella asintió con la cabeza.
—Tan claramente como le veo a usted —respondió—. De hecho, lo vi tan nítidamente que pensé que era otro médico de la clínica que usted había enviado en su lugar para ver cómo estaba mi esposo.
»Me encontraba sentada junto a la cama, con la lámpara a media luz, cuando un movimiento captó mi atención, y al mirar hacia arriba vi a su amigo de pie entre la luz y yo. Estaba a punto de hablarle cuando noté la extraordinaria expresión de su rostro, tan extraordinaria que lo miré fijamente y no supe qué decir, porque parecía sentirse absolutamente regocijado con mi presencia, o con la de mi esposo, no podría decir cuál.
»Estaba completamente derecho, no encorvado, como de costumbre —“De modo que tú también lo has estado observando”, pensé—, y su rostro tenía una expresión de triunfo absoluto, como si finalmente hubiera ganado algo por lo que había estado esperando y trabajado durante mucho tiempo, y me dijo, con lentitud y claridad: “Después será mi turno”. Estaba a punto de responderle y preguntarle qué pretendía con aquel comportamiento extraordinario cuando, de repente, descubrí que podía ver la lámpara a través de él, y, antes de que me recuperara de mi sorpresa, desapareció. Lo interpreté como si quisiera decir que mi esposo iba a vivir, pero que él estaba muriendo.
Le dije que, según mi conocimiento de ambos casos, su interpretación era probablemente correcta, y estuvimos unos minutos contando historias de fantasmas antes de que ella regresara cruzando las puertas de hierro.
Winnington se recuperó lentamente de su ataque, aunque aún no podía levantarse de la cama. Su actitud hacia la señora Bellamy había experimentado un cambio curioso; seguía preguntándome todos los días si la había visto en el buzón y qué me había dicho, pero no mostraba remordimientos por no encontrarse lo suficientemente bien como para acompañarme y poder conocerla; en cambio, de algún modo parecía transmitir que ambos eran cómplices de algún secreto en el que yo no tenía papel.
Aunque había superado lo peor, su último ataque lo había debilitado tanto que la enfermedad se había apoderado de él, y vi que era improbable que volviera a levantarse de la cama, así que permití sus excentricidades en lo que respecta a la señora Bellamy, seguro de que no podría hacer ningún daño. Le informaba debidamente de mis visitas al buzón y de lo que allí hablábamos, y sus ojos centelleaban con secreto placer mientras me escuchaba. Según lo que pude entender, ya que él no me lo dijo, estaba aguardando al momento en que Bellamy sufriera otra sobredosis, y pensar qué planeaba hacer cuando llegara esa ocasión me habría producido gran ansiedad si no supiera que físicamente era incapaz de cruzar la habitación sin ayuda. Por lo tanto, permitirle soñar despierto no produciría ningún daño, así que no intenté disipar sus fantasías.
Una noche me despertó un golpe en mi puerta, y me encontré a la enfermera de guardia parada allí. Me pidió que fuera a la habitación de Winnington, ya que lo había encontrado inconsciente, y su estado le causaba preocupación. Fui con ella y, tal y como había dicho, Winnington se encontraba en un estado comatoso, su pulso imperceptible, la respiración casi inexistente; por un momento me sentí desconcertado por el brusco giro que había dado su enfermedad, pero, mientras lo observaba, escuché el leve clic en la garganta seguido del largo suspiro silbante que había escuchado tantas veces cuando Taverner abandonaba su cuerpo para una de sus extrañas expediciones psíquicas, y supuse que Winnington estaba haciendo lo mismo, ya que sabía que había pertenecido a la fraternidad de Taverner y sin duda había aprendido muchas de sus artes.
Le dije a la enfermera que se marchara y me dispuse a esperar junto a nuestro paciente como a menudo lo había hecho junto a Taverner, aunque no sin cierta ansiedad, ya que mi colega estaba de vacaciones y la responsabilidad de la clínica caía sobre mis hombros; y no es que gestionar la residencia me preocupara, pero los asuntos ocultos quedan más allá de mi comprensión, y sabía que Taverner siempre decía que las expediciones psíquicas no estaban del todo exentas de riesgos.
Sin embargo, no fue una larga vigilia; tras unos veinte minutos, vi que el estado de trance pasaba a un sueño natural, y, después de asegurarme de que el corazón volvía a latir, y que todo estaba bien, dejé a mi paciente dormido y regresé a la cama.
Al día siguiente Winnington no mencionó el incidente, y yo tampoco lo hice, pero su mal disimulada alegría mostraba que algo había sucedido durante ese viaje nocturno que tanto le había complacido.
Aquella noche, cuando fui al buzón, encontré a la señora Bellamy esperándome. Habló sin rodeos:
—Doctor Rhodes, ¿murió su amigo durante la noche?
—No —dije, mirándola con atención—. De hecho, está mucho mejor esta mañana.
—Me alegra escuchar eso —dijo ella—, porque volvió a aparecer anoche, y me preguntaba si le había sucedido algo.
—¿A qué hora lo vio? —pregunté, con una súbita sospecha.
—No lo sé —respondió—. No miré el reloj, pero fue pasada la medianoche; me desperté porque algo tocó suavemente mi mejilla, y pensé que el gato debía haber entrado en la habitación y saltado a la cama; me desperté, con la intención de sacarlo, y vi algo sombrío entre yo y la ventana; se movió hacia el pie de la cama, y sentí un ligero peso sobre mis pies, más de lo que esperaría de un gato, aproximadamente lo que uno esperaría de un terrier de buen tamaño, y luego vi claramente a su amigo sentado al pie de la cama, mirándome. Mientras lo observaba, se desvaneció y desapareció, y no pude estar segura de que no lo hubiera imaginado entre los pliegues del edredón, que estaba tirado al pie de la cama, así que pensé en preguntarle si había pasado… algo que pudiera explicar lo que vi.
—Winnington no ha muerto —le dije. Y, sin desear que se me interrogara más por el asunto, le deseé buenas noches de manera un tanto abrupta, y ya me estaba dando la vuelta para marcharme cuando ella me llamó de nuevo.
—Doctor Rhodes —dijo—, mi esposo ha permanecido en ese pesado estupor durante todo el día, ¿cree que debería hacer algo?
—Iré a verlo si lo desea —respondí. Me lo agradeció, pero dijo que no quería hacerme ir a menos que fuera esencial, ya que su esposo se resentía amargamente ante cualquier interferencia.
—¿Tiene un mayordomo en casa, o un ayuda de cámara, o está solo usted, su esposo y las criadas? —pregunté, ya que me parecía que un hombre que tomaba drogas con la frecuencia con la que lo hacía Bellamy no era la compañía más segura, por no mencionar la más agradable, para tres o cuatro mujeres.
La señora Bellamy adivinó mi pensamiento y sonrió tristemente.
—Estoy acostumbrada —dijo—. Siempre me las he arreglado sola.
—¿Cuánto tiempo lleva tomando drogas? —pregunté.
—Desde que nos casamos —respondió—. Pero no sé decirle por cuánto tiempo lo estuvo haciendo antes de eso.
No quise presionarla más, porque su rostro me hablaba de la tragedia de esa existencia, así que me conformé con decir:
—Espero que me avise si necesita ayuda en cualquier momento. El doctor Taverner y yo no ejercemos en este distrito, pero con gusto haríamos lo que pudiéramos en caso de emergencia.
Mientras bajaba por el sendero del arboreto, pensé en lo que me había contado. Teniendo en cuenta que Winnington había estado en trance entre las dos y las dos y media, estaba seguro de que lo que ella había visto no era una fantasía de su imaginación. Me sentía muy confuso acerca de cómo debía proceder. Me parecía que Winnington jugaba a un juego peligroso, peligroso para él y para la mujer desprevenida a la que estaba involucrando, pero si le hablaba del asunto, o bien se reiría de mí o me diría que me ocupara de mis propios asuntos, y si la advertía a ella, me consideraría un lunático. Al negar su existencia, el mundo da una gran ventaja a aquellos que practican las artes ocultas.
Decidí dejar las cosas como estaban hasta que Taverner regresara y, por lo tanto, evité las aguas profundas en mis visitas nocturnas a Winnington. Como de costumbre, preguntó por noticias de la señora Bellamy, y le dije que la había visto, y dejé caer sin querer que su esposo estaba mal de nuevo. Al instante me percaté de que había cometido un error, y que le había dado a Winnington información que no debía poseer, pero no podía retractarme de mis palabras, así que me despedí de él con la incómoda sensación de que estaba tramando algo que yo no podía comprender. Ansiaba tener la experiencia de Taverner para quitarme la responsabilidad de encima, pero él andaba de vacaciones en Escocia y no tenía motivos razonables para interrumpir su merecido descanso.
Aproximadamente una hora después, cuando había terminado mi ronda y pensaba en acostarme, sonó el teléfono. Respondí, y escuché la voz de la señora Bellamy al otro lado de la línea.
—Me gustaría que viniera, doctor Rhodes —dijo—, estoy muy inquieta.
En pocos minutos estaba con ella, y juntos contemplamos al hombre inconsciente en la cama. Tenía unos treinta y cinco años, era de constitución robusta y, antes de que la droga lo debilitara, tuvo que ser un hombre de buen aspecto. Su condición parecía ser la misma que antes, y le pregunté a la señora Bellamy qué era lo que le había provocado tanta ansiedad, porque por teléfono había percibido que estaba asustada.
Ella anduvo con rodeos durante uno o dos minutos, y luego la verdad salió a la luz.
—Temo estar perdiendo los nervios —dijo—, pero me pareció que había algo, o alguien, en la habitación, y fue más de lo que pude soportar estando sola; simplemente tuve que llamarlo. ¿Me perdonará por ser tan tonta y molestarlo a estas horas de la noche?
La comprendí perfectamente, pues la tensión de lidiar con un adicto a las drogas en aquel lugar solitario —una tensión que deduje había durado años—, y sin amigos para ayudarla, era suficiente para minar el valor de cualquiera.
—No piense en eso —dije—. Estoy encantado de poder brindarle cualquier ayuda; entiendo completamente sus dificultades.
Entonces, y aunque la condición de su esposo no era motivo de preocupación, me dispuse a quedarme un rato con ella, y hacer lo que pudiera para aliviar aquella carga intolerable.
Nos sentamos en silencio bajo la tenue luz, y no llevábamos mucho tiempo antes de que me diera cuenta de una sensación extraña. Tal como ella había dicho, no estábamos solos en la habitación. Ella vio mi mirada buscando por los rincones y sonrió.
—También lo siente, ¿verdad? —dijo—. ¿Ve algo?
—No —respondí—, no soy psíquico, ojalá lo fuera; pero le diré quién lo verá, si acaso hay algo que ver, y ese es mi perro; me siguió hasta aquí y está acurrucado en el porche, si es que no se ha ido a casa. Con su permiso, lo traeré y veremos qué piensa de todo esto.
Bajé las escaleras y encontré al gran airedale, cuya tarea era vigilar la clínica, esperando pacientemente en el felpudo. Llevándolo a la habitación, lo presenté a la señora Bellamy, a quien recibió con agrado, y luego, dejándolo a sus anchas, me quedé observando en silencio lo que hacía. Primero se acercó a la cama y olisqueó al hombre inconsciente, luego vagó por la habitación como suele hacer un perro en un lugar desconocido, y finalmente se instaló a nuestros pies frente a la chimenea. Fuera lo que fuera lo que había perturbado nuestra tranquilidad, él lo consideró indigno de atención.
Durmió pacíficamente hasta que la señora Bellamy, que había preparado té, sacó una caja de galletas, y entonces se despertó y exigió su parte; primero vino a mí y recibió una contribución, luego caminó tranquilamente hasta un sillón vacío y se quedó mirándolo con ansiosa expectación. Lo miramos con asombro. El perro, serenamente confiado en su recepción, golpeó el sillón para atraer la atención. La señora Bellamy y yo nos miramos.
—Siempre había escuchado —dijo ella— que solo a los gatos les gustan los fantasmas, y que los perros les tienen miedo.
—Yo también —respondí—. Pero Jack parece llevarse bien con este.
Y a continuación la explicación me vino a la mente. Si la presencia invisible era Winnington, a quien la señora Bellamy ya había visto dos veces en esa misma habitación, entonces el comportamiento del perro estaba justificado, pues Winnington y él eran amigos cercanos, y la presencia que para nosotros resultaba tan inquietante para él era amigable y familiar.
Me puse de pie.
—Si no le importa —dije—, iré a la residencia clínica y atenderé algunos asuntos, y luego nos enfrentaremos a esto juntos.
Corrí a través de los matorrales hasta llegar a la residencia, subí los escalones de tres en tres y entré en la habitación de Winnington. Como esperaba, estaba en un profundo trance.
—Oh, tú, demonio —le dije a la forma inconsciente en la cama—, ¿a qué estás jugando ahora? Desearía que Taverner estuviera de vuelta para lidiar contigo.
Regresé apresuradamente con la señora Bellamy y, para mi sorpresa, cuando volví a entrar en su habitación, escuché voces, y allí estaba Bellamy, completamente consciente, sentado en la cama y bebiendo té. Estaba aturdido y temblaba de frío, pero al parecer había superado todos los efectos de la droga. Me desconcertó, porque yo había contado con escapar antes de que recuperara la conciencia, ya que la última vez que me recibió no había sido precisamente cordial, pero en ese momento era imposible dar marcha atrás.
—Me alegra verle mejor, señor Bellamy —dije—. Hemos estado algo preocupados por usted.
—No se preocupe por mí, Rhodes —fue la respuesta—. Vuelva a la cama, amigo; estaré bien en cuanto entre en calor.
Me retiré; no había más justificación para mi presencia allí, así que regresé a la residencia para ver nuevamente a Winnington. Todavía estaba en coma, así que me dispuse a cuidarlo, y las horas pasaron mientras yo cabeceaba en la silla, hasta que finalmente llegó la gris luz del amanecer y lo encontré en la misma condición. Nunca había visto a Taverner permanecer fuera de su cuerpo durante tanto tiempo, y la condición de Winnington me preocupaba considerablemente. Podría estar bien, pero, por otro lado, podría no estarlo; no sabía lo suficiente sobre aquellos trances como para estar seguro, y no podía traer de vuelta a Taverner de sus vacaciones por una cuestión inútil.
El día se desvaneció, y la noche encontró a Winnington en el mismo estado; entonces decidí que había llegado el momento de tomar alguna medida, y fui al botiquín a buscar la estricnina, con la intención de inyectársela y ver si servía de algo.
Tan pronto como abrí la puerta del botiquín supe que había alguien allí, pero, cuando encendí la luz, la habitación estaba vacía. Sin embargo, una presencia empujó mi codo hacia lo que necesitaba mientras buscaba entre los estantes, y sentí su aliento en mi nuca mientras me inclinaba sobre el cajón de instrumentos en busca de la jeringa hipodérmica.
—¡Oh, Señor! —dije en voz alta—. Ojalá Taverner volviera y se hiciera cargo de sus propios espíritus. ¡Oye, tú, quienquiera que seas, vete, lárgate, vuelve a casa; no te queremos aquí! —Y recogiendo mis cosas rápidamente, me retiré y lo dejé dueño del botiquín.
Mi genio maligno me instó a mirar por encima del hombro mientras bajaba por el pasillo, y allí, detrás de mí, había una columna de niebla gris fusiforme de unos dos metros de altura. Me avergüenza admitirlo, pero corrí. No me asusto fácilmente por nada que pueda ver, pero estas cosas vistas a medias que se nos acercan desde otra existencia, cuya presencia se puede detectar pero no ubicar, me llenan de frío horror.
Cerré y atranqué la puerta de Winnington detrás de mí y me detuve para recuperar el aliento; pero incluso mientras lo hacía, vi una piscina de niebla que se acumulaba en el suelo, y allí estaba la criatura, escurriéndose por la ranura debajo de la puerta y reformándose a la sombra del armario.
¡Cuánto habría dado por contar con la presencia de Taverner mientras estaba allí, viéndolo impotente, jeringa en mano, sudando como un caballo asustado! Entonces, de repente, me vino la iluminación; ¡qué tonto era! ¡Por supuesto se trataba de Winnington volviendo a su cuerpo!
—¡Oh, Cielo Santo! —dije—. ¡Qué susto me has dado! Por el amor de Dios, vuelve a tu cuerpo y quédate ahí, y dejaremos lo pasado en el pasado.
Pero no hizo caso de mi súplica; parecía como si fuera la jeringa de estricnina la que lo atraía, y, en lugar de regresar a su vehículo físico, se quedó a mi alrededor.
—Vaya —dije—. Así que es la estricnina lo que buscas, ¿verdad? Bueno, entonces, vuelve a tu cuerpo y la tendrás. Mira, voy a inyectarte un poco. Así que regresa a su interior si la quieres.
La imagen gris flotó durante un momento sobre la forma inconsciente en la cama y luego, para mi indecible alivio, se fusionó lentamente con ella, y sentí que el corazón retomaba su ritmo y la respiración volvía.
Me fui a mi habitación completamente agotado, ya que no había dormido nada y había padecido muchos nervios en las últimas cuarenta y ocho horas. Dejé una nota en mi puerta indicando que no quería que me molestaran por la mañana; sentía que me había ganado mi descanso: había sacado adelante dos casos complicados y había puesto a prueba mi escaso conocimiento ocultista de manera satisfactoria.
Pero, a pesar de mis instrucciones, no me dejaron tranquilo. A las siete en punto, la enfermera me sacó de la cama.
—Me gustaría que viniera a ver al señor Winnington, doctor; creo que ha perdido la razón.
Me vestí lentamente y mojé mi espesa cabeza en el lavabo antes de ir a ver a Winnington. En lugar de con su habitual sonrisa alegre, me saludó con una mirada maligna.
—Me alegraría mucho —dijo— si amablemente me dijera dónde me encuentro.
—Estás en tu propia habitación, viejo amigo —respondí—. Has pasado un mal momento, pero ahora estás mejor.
—¿De verdad? —dijo—. Es la primera vez que escucho tal cosa. ¿Y quién es usted?
—Soy Rhodes —respondí—. ¿No me reconoces?
—Claro que le reconozco. Es el subalterno del doctor Taverner. Supongo que mis amables amigos me han traído aquí para mantenerme alejado. Bueno, puedo decirle esto: no pueden obligarme a permanecer aquí. ¿Dónde están mis ropas? Quiero levantarme.
—Tus ropas están donde las dejaste —respondí—. No las hemos retirado; pero en cuanto a levantarte, no estás en condiciones para ello. No queremos retenerte aquí contra tu voluntad, y, si quieres que te trasladen, lo organizaremos, pero tendrás que utilizar una ambulancia, has estado bastante mal, ¿sabes? —Mi intención era ganar tiempo hasta que aquel estado enfermizo pasara, pero él vio a través de mi maniobra.
—Al diablo con la ambulancia —dijo—. Me iré por mis propios medios. —E inmediatamente se sentó en la cama y colgó las piernas al borde. Pero incluso este esfuerzo fue demasiado para él, y habría caído al suelo si no lo hubiera atrapado. Llamé a la enfermera y lo volvimos a acostar, incapaz de causar más problemas por el momento.
Me sorprendió bastante aquel estallido viniendo de Winnington, quien siempre se había mostrado como una persona de temperamento muy dulce y gentil, aunque propenso a ataques depresivos, lo cual, sin embargo, no era de extrañar en su estado. No tenía mucho por lo que alegrarse, el pobre, y si no fuera por la intervención de Taverner probablemente habría terminado sus días en un hospicio.
Cuando fui al buzón aquella tarde, allí estaba la señora Bellamy, y para mi sorpresa, su esposo estaba con ella.
Ella me saludó con cierta reserva, pendiente de cómo reaccionaría su esposo, pero el saludo de él no careció de cordialidad; cualquiera habría pensado que yo era un viejo amigo de la familia. Me agradeció mis cuidados y mi amabilidad con su esposa, quien, dijo, se temía que había atravesado un momento difícil últimamente.
—Sin embargo, nos iremos para que se tome un descanso, una segunda luna de miel, ya sabe —dijo—. Pero, cuando regresemos, quiero verlos a usted y al doctor Taverner. Estoy muy interesado en mantener contacto con él.
Se lo agradecí, maravillado por su cambio de humor, y solo esperé, por el bien de su esposa, que durara; pues los adictos a las drogas son cañas muy quebradizas en las que apoyarse, y me temía que ella tendría que apurar su copa hasta el final.
Cuando regresé a la clínica, me sorprendió encontrar allí a Taverner.
—¿Por qué demonios ha vuelto de sus vacaciones? —le pregunté.
—Por ti —respondió—. Seguiste enviando mensajes de socorro telepáticos, así que pensé que sería mejor venir a ver qué pasaba.
—Lo siento muchísimo —le dije—. Tuvimos un pequeño problema, pero logramos superarlo.
—¿Qué pasó? —preguntó, observándome atentamente, y sentí que me ruborizaba como un escolar culpable, ya que, especialmente, no quería hablarle de la señora Bellamy y la obsesión de Winnington con ella.
—Me parece que Winnington intentó su truco de sumergirse en el subconsciente —dije finalmente—. Se sumió muy profundamente y estuvo fuera mucho tiempo, y me preocupé una barbaridad. Verá, no entiendo estas cosas adecuadamente. Y luego, cuando regresaba, lo vi y lo tomé por un fantasma, y me asusté.
—¿Lo viste? —exclamó Taverner—. ¿Cómo lograste hacer eso? No eres clarividente.
—Vi una especie de niebla gris, delgada y fusiforme, igual que la que vimos cuando Black, el aviador, estuvo a punto de morir.
—¿Viste eso? —dijo Taverner sorprendido—. ¿Quieres decir que Winnington sacó a su doble etérico? ¿Cuánto tiempo estuvo inconsciente?
—Cerca de veinticuatro horas.
—¡Dios mío! —exclamó Taverner—. ¡Probablemente el hombre esté muerto!
—En absoluto —respondí—. Está vivo y coleando. De hecho, coleando vigorosamente —añadí, recordando la escena de esa mañana.
—No puedo comprender —dijo Taverner— cómo el doble etérico, el vehículo de las fuerzas vitales, podría retirarse durante tanto tiempo sin que provocara la desintegración de la forma física. ¿Dónde estaba él, y qué estaba haciendo? Tal vez se encontraba justo encima de la cama, y simplemente se retiró de su cuerpo físico para escapar de la incomodidad.
—Estaba en el botiquín cuando lo vi por primera vez —respondí, esperando fervientemente que Taverner no necesitara más información sobre el paradero de Winnington—. Me siguió de regreso a su habitación, y lo convencí de que regresara al cuerpo.
Taverner me miró extrañado.
—Supongo que tomaste la precaución de asegurarte de que realmente era Winnington, ¿no?
—Por amor de Dios, Taverner, ¿hay alguna posibilidad…?
—Sube conmigo, vamos a echarle un vistazo. Podré sacarte de dudas muy pronto.
Winnington estaba acostado en una habitación iluminada solo por una luz nocturna y, aunque giró la cabeza cuando entramos, no dijo nada. Taverner se acercó a la cama y encendió la lámpara de lectura que estaba en la mesita de noche. Winnington se estremeció ante el repentino brillo y gruñó algo, pero Taverner arrojó la luz directamente a sus ojos, observándolos detenidamente, y, para mi sorpresa, las pupilas no se contrajeron.
—Lo que me temía —dijo Taverner.
—¿Algo va mal? —pregunté nervioso—. Parece estar bien.
—Todo está mal, querido muchacho —respondió Taverner—. Estoy seguro de que lo hiciste lo mejor que sabías, pero no sabías lo suficiente. A menos que comprendas a fondo estas cosas, es mejor dejarlas en manos de la naturaleza.
—Pero… pero… él está vivo —exclamé, confundido.
—Eso está vivo —corrigió Taverner—. No es Winnington, ¿sabes?
—Entonces, ¿quién diablos es? Se parece a él.
—Eso es lo que debemos intentar averiguar. ¿Quién eres? —continuó, elevando la voz y dirigiéndose al hombre en la cama.
—Lo sabes condenadamente bien —dijo con un susurro ronco.
—Me temo que no —respondió Taverner—. Debo pedirte que me lo digas.
—¿Por qué, Wi…? —empecé a decir, pero Taverner puso su mano sobre mi boca.
—Calla, idiota, ya has causado suficiente daño, nunca dejes que sepa el nombre real.
Luego, volviéndose nuevamente hacia el hombre enfermo, repitió su pregunta.
—John Bellamy —fue la hosca respuesta.
Taverner asintió, y me sacó de la habitación.
—¿Bellamy? —preguntó—. Es el nombre del tipo que alquiló la casa de los Hirschmann. ¿Winnington ha tenido algo que ver con él?
—Mire, Taverner —dije—, le diré algo que no tenía la intención de que supiera. Winnington está obsesionado con la esposa de Bellamy, y aparentemente ha estado cavilando y fantaseando sobre ello, hasta que en su imaginación inconsciente se ha sustituido por él.
—Es posible que eso sea muy cierto, puede que sea un caso común de trastorno mental; investigaremos ese extremo más adelante; pero, por ahora, ¿por qué Winnington se ha sustituido por Bellamy?
—Por satisfacer su deseo —respondí—. Winnington está enamorado de la esposa de Bellamy; él desearía ser Bellamy para poseerla, por lo tanto, su delirio expresa el deseo subconsciente como una realidad, el mecanismo freudiano habitual, ya sabe, el sueño como satisfacción del deseo.
—Ya veo —respondió Taverner—. Los freudianos explican muchas cosas que no comprenden. Pero ¿qué hay de Bellamy, se encuentra en un estado de trance?
—Él aparentemente está bastante bien, o lo estaba, hace unos treinta minutos. Lo vi cuando bajó al buzón con su esposa. Estaba completamente bien, y fue extremadamente educado, de hecho.
—Ya veo —dijo Taverner con cierta ironía—. Vosotros dos siempre os llevasteis bien, Winnington y tú. Mira, Rhodes, no estás siendo sincero conmigo. Debo llegar al fondo de este asunto. Ahora cuéntame absolutamente todo.
Así que se lo conté. Narrado con calma, sonaba como una endeble fantasía. Cuando terminé, Taverner rio.
—Esta vez la has hecho, Rhodes —dijo—. Tú, que de entre todas las personas eres el más recto. —Y se echó a reír de nuevo.
—¿Cuál es su explicación del asunto? —pregunté, un poco molesto por sus carcajadas—. Puedo entender perfectamente que el alma de Winnington, o como sea que se llame técnicamente, salga de su cuerpo y aparezca en la habitación de la señora Bellamy, ya hemos tenido varios casos de ese tipo; y puedo entender también el cumplimiento del deseo freudiano de Winnington, eso es lo más comprensible de todo este tema; lo único que no me queda claro es cómo se explica el cambio en el carácter de los dos hombres; Bellamy ciertamente ha mejorado, al menos por el momento; y Winnington está de muy mal humor y delirando ligeramente.
—Y ahí radica la clave de todo el problema. ¿Qué supones que les ha sucedido a estos dos hombres?
—No tengo ni idea —respondí.
—Pero yo sí —dijo Taverner—. Los narcóticos, cuando los tomas en suficiente cantidad, tienen el efecto de sacarte de tu cuerpo, pero el margen que dejan entre salir «suficiente» y salir «demasiado» es muy, muy estrecho; si te pasas, y llegas a esto último, sales y no vuelves. Winnington descubrió, a través de ti, la debilidad de Bellamy, y, siendo capaz de salir de su cuerpo a voluntad, como puede hacerlo un Iniciado entrenado, encontró su oportunidad cuando Bellamy se encontraba fuera de su cuerpo, en un sueño inducido por la pipa, y luego se coló, lo desahució, de hecho, dejando a Bellamy sin un cuerpo que habitar. Bellamy, deseando su droga, y privado de los medios físicos para satisfacer su adicción, percibió desde lejos las existencias que tenemos en el botiquín, y fue hasta allí; y cuando te vio a ti con una jeringa hipodérmica (pues un etérico puede ver bastante bien), te siguió instintivamente, y tú, metiéndote en asuntos de los que no sabías nada, le hiciste entrar en el cuerpo de Winnington.
Mientras Taverner hablaba, me di cuenta de que esa era la verdadera explicación del fenómeno; punto por punto, encajaba con todo lo que había presenciado.
—¿Hay algo que se pueda hacer para solucionarlo? —pregunté, ahora completamente humillado.
—Hay varias cosas que se pueden hacer, pero es cuestión de cuál considerarías la correcta.
—¿Acaso puede haber duda al respecto? Obviamente habría que devolver a cada uno a su cuerpo.
—¿Crees que eso sería lo correcto? —dijo Taverner—. No estoy tan seguro. En ese caso, tendrías a tres personas infelices; en el caso actual, tienes a dos que son muy felices y a una que está muy enojada, y, en términos generales, el mundo es un lugar mejor.
—Pero ¿y qué pasa con la señora Bellamy? —dije—. Está viviendo con un hombre con el que no está casada.
—La ley consideraría que lo están —respondió Taverner—. Nuestras leyes matrimoniales solo divorcian a causa de los pecados del cuerpo, no reconocen el adulterio del alma; mientras el cuerpo haya sido fiel, no lo considerarán un problema. Un cambio de personalidad a peor, ya sea por la influencia de las drogas, el alcohol o la locura, no constituye motivo de divorcio según nuestro elevado código; por lo tanto, un cambio de personalidad a mejor, bajo una influencia psíquica, tampoco lo hará. No se puede tener ambas cosas.
—De todos modos —respondí—, no me parece moral.
—¿Cómo defines la moralidad? —dijo Taverner.
—La ley de este país… —empecé.
—En ese caso, la admisión de un hombre en el Cielo estaría determinada por un Acta del Parlamento. Si te casaras con una mujer un día antes de que entrara en vigor la nueva ley del matrimonio, irías a la cárcel, y posteriormente al infierno, por cometer adulterio; mientras que si pasaras por la misma ceremonia, y con la misma mujer, al día siguiente de que entrara en vigor esa ley, vivirías en absoluta santidad, e irías finalmente al cielo. No, Rhodes, tendremos que buscar estándares un poco más profundos que eso.
—Entonces —dije—, ¿cómo definiría la inmoralidad?
—Como aquello —dijo Taverner— que retrasa la evolución del alma grupal de la sociedad a la que uno pertenece. Hay momentos en los que quebrantar la ley es el acto ético más elevado; todos podemos encontrar ocasiones como esas en la historia, muchos actos de conformidad, tanto católicos como protestantes, por ejemplo. Los mártires fueron transgresores de la ley, y la mayoría de ellos acabaron condenados legalmente en el momento de su ejecución; ha quedado para las edades posteriores el canonizarlos.
—Pero volviendo a la política práctica, Taverner, ¿qué va a hacer con Winnington?
—Certificar su discapacidad —dijo Taverner—, y enviarlo al manicomio del condado tan pronto como podamos conseguir una ambulancia.
—Usted hará lo que considere adecuado —respondí—, pero no pondré mi nombre en ese certificado.
—Te falta el coraje que tienen tus convicciones, pero ¿puedo asumir que no presentarás objeción?
—¿Cómo demonios podría hacerlo? Solo conseguiría que me certificaran a mí.
—Se debe esperar que tachen de malvado el bien que uno haga por este retorcido mundo —respondió mi colega, y la discusión estaba a punto de convertirse en nuestra primera pelea cuando la puerta se abrió de repente y la enfermera apareció.
—Doctor —dijo—, el señor Winnington ha fallecido.
—¡Gracias a Dios! —dije yo.
—¡Dios mío! —dijo Taverner.
Subimos las escaleras y nos paramos junto a aquello que yacía en la cama. Nunca había comprendido tan claramente como entonces que la forma física no constituye al hombre. Allí teníamos una casa que había sido habitada por dos entidades distintas, que había estado vacía durante treinta y seis horas, y que ahora estaba permanentemente deshabitada. Pronto las paredes se derrumbarían y el techo se vendría abajo. ¿Cómo podía haber pensado que aquello era mi amigo? A medio kilómetro de distancia, el alma que había construido esta morada se reía a carcajadas, y en algún lugar, probablemente en el botiquín, una entidad furiosa que recientemente había sido encarcelada tras barrotes rugía impotente, husmeando en las tapas de las botellas de veneno en busca de los estimulantes que ya no tenía estómago para contener. Mis rodillas cedieron y me dejé caer en una silla, más cerca de desmayarme de lo que jamás he estado desde la primera vez que operé.
—Bueno, asunto resuelto, de todos modos —dije con una voz que sonaba extraña a mis oídos.
—¿Eso crees? Ahora es cuando considero que los problemas comienzan —dijo Taverner—. ¿No te das cuenta de que, mientras Bellamy estuviera prisionero en ese cuerpo, sabíamos dónde estaba y podíamos mantenerlo bajo control? Ahora está suelto en el mundo invisible, y será bastante difícil atraparlo.
—¿Entonces cree que intentará interferir entre su esposa y… y el marido de ella?
—¿Qué harías tú si estuvieras en su lugar? —dijo Taverner.
—Y, sin embargo, no considera que ese intercambio sea inmoral.
—No. No ha causado ningún daño al espíritu grupal, ni a la moral social, si prefieres ese término. Por otro lado, Winnington corre un riesgo enorme. ¿Podrá mantener a raya a Bellamy, ahora que está fuera del cuerpo? Y si no puede, ¿qué sucederá? Recuerda que no había llegado el momento de morir de Bellamy y, por lo tanto, rondará como un fantasma ligado a la tierra, igual que un suicida; y si la tuberculosis es una enfermedad de la fuerza vital, tal y como creo que es, ¿cuánto tiempo pasará antes de que la vida infectada que ahora posee el cuerpo de Bellamy provoque que el viejo problema se manifieste de nuevo? Y cuando el segundo Bellamy esté fuera, en el plano astral (muerto, como tú dirías), ¿qué le dirá el primer Bellamy? ¿Y qué harán entre ellos con la señora Bellamy, al convertir lo que la rodea en un campo de batalla?
»No, Rhodes, no hay un infierno especial para aquellos que se entrometen en cosas prohibidas; sería superfluo.