La señora Amworth
El pueblo de Maxley, donde ocurrieron estos extraños eventos durante el verano y el otoño pasados, se encuentra en un páramo de brezo y pinos de Sussex. En toda Inglaterra no se podría encontrar una ubicación más dulce y sensata. Cuando el viento sopla desde el sur, trae consigo los aromas del mar; hacia el este, las altas colinas lo protegen de las inclemencias de marzo; y desde el oeste y el norte, los vientos que llegan recorren kilómetros de bosque aromático y de brezo. El pueblo en sí es bastante insignificante en cuanto a habitantes, pero es rico en comodidades y belleza. A medio camino de la única calle, con su amplia carretera y espaciosas áreas de césped a ambos lados, se encuentra la pequeña iglesia normanda y el antiguo cementerio, que ha estado en desuso durante mucho tiempo. El resto del pueblo se compone de una docena de pequeñas casas georgianas, de ladrillos rojos y largas ventanas, cada una con un jardín de flores en frente y una franja más amplia detrás; una veintena de tiendas y un par de docenas de cabañas de paja, que pertenecen a trabajadores de las fincas vecinas, completan el conjunto de su pacífica urbanización. La paz general, sin embargo, se rompe tristemente los sábados y domingos, ya que nos encontramos en una de las principales carreteras entre Londres y Brighton, y nuestra tranquila calle se convierte en el circuito de coches y bicicletas que vuelan a gran velocidad. Un aviso justo fuera del pueblo, que les pide que vayan despacio, parece alentarlos a acelerar su velocidad, ya que la carretera está asfaltada y no hay razón real para que hagan lo contrario. Como protesta, las damas de Maxley se cubren la nariz y la boca con pañuelos cuando ven acercarse a un automóvil, aunque, dado que la calle está asfaltada, en realidad no necesitan tomar estas precauciones contra el polvo. Pero a última hora del domingo, por la noche, la horda de viajeros termina de pasar, y retornamos a la tranquilidad durante cinco días de alegre y pacífico aislamiento. Las huelgas ferroviarias que agitan tanto al país nos dejan en paz porque la mayoría de los habitantes de Maxley nunca lo abandonan.
Soy el afortunado propietario de una de estas pequeñas casas georgianas, y me considero igualmente afortunado por tener a un vecino tan interesante y estimulante como Francis Urcombe, quien, siendo el más convencido de los habitantes de Maxley, no ha dormido fuera de su casa, que está justo enfrente de la mía, en la calle del pueblo, en casi dos años. En esta fecha renunció a su cátedra de Fisiología en la Universidad de Cambridge, aunque aún se encontraba en la mediana edad, y se dedicó al estudio de esos ocultos y extraños fenómenos que parecen preocupar por igual al lado físico y psíquico de la naturaleza humana. De hecho, su retiro no estaba desconectado de su pasión por los extraños lugares inexplorados que yacen en los confines y fronteras de la ciencia, y cuya existencia es negada con firmeza por las mentes más materialistas, pues abogaba por que todos los estudiantes de medicina pasaran algún tipo de examen de mesmerismo, y que uno de ellos debería estar diseñado para evaluar sus conocimientos en temas como las apariciones en el momento de la muerte, casas encantadas, vampirismo, escritura automática y posesión.
—Por supuesto, no me escucharían —decía en su relato del asunto—, porque no hay nada de lo que estas instituciones de enseñanza tengan tanto miedo como del conocimiento, y el camino hacia el conocimiento yace en el estudio de cosas como estas. En términos generales, conocemos las funciones del cuerpo humano. Se trata de un país que, en cualquier caso, ha sido cartografiado. Pero fuera de eso existen vastas áreas de territorio inexplorado que ciertamente están ahí, y los verdaderos pioneros del conocimiento son aquellos que, a costa de ser ridiculizados como crédulos y supersticiosos, quieren adentrarse en esos brumosos, y probablemente peligrosos, lugares. Sentí que podría ser de más utilidad saliendo sin brújula ni mochila hacia las nieblas que sentándome en una jaula como un canario, gorjeando sobre lo que ya se sabía. Además, enseñar es muy malo para un hombre que se considera a sí mismo tan solo un aprendiz: para enseñar solo necesitas ser un tonto engreído.
De modo que en Francis Urcombe encontraba uno a un vecino encantador, sobre todo para alguien que, como yo, siente una inquieta y ardiente curiosidad por lo que él llamaba los «lugares brumosos y peligrosos»; y esta primavera pasada encontramos una más que bienvenida adición a nuestra agradable y pequeña comunidad en la persona de la señora Amworth, viuda de un funcionario civil indio. Su esposo había sido juez en las Provincias del Noroeste, y después de su muerte en Peshawar, la señora Amworth regresó a Inglaterra, y, después de un año en Londres, sintió hambre del amplio y soleado aire del campo, para reemplazar las nieblas y la polución de la ciudad. También tenía una razón especial para establecerse en Maxley, ya que sus antepasados, hasta hacía unos cien años, habían sido originarios del lugar, y en el antiguo cementerio, ahora en desuso, hay muchas lápidas con su nombre de soltera, Chaston. Grande y enérgica, su personalidad vigorosa y amigable despertó rápidamente un grado de sociabilidad en Maxley más alto de lo que jamás se había conocido. La mayoría de nosotros éramos solterones, solteronas o ancianos no muy inclinados a los gastos y esfuerzos que suponen la hospitalidad. Hasta ahora, la alegría de una pequeña fiesta de té, seguida de una partida de bridge y unos chanclos (cuando estaba mojado) para regresar a casa y cenar a solas era el punto culminante de nuestras festividades. Pero la señora Amworth nos enseñó a ser más gregarios y dio ejemplo con una serie de pequeños almuerzos y cenas que comenzamos a imitar. Otras noches, cuando no se cometían tales excesos de hospitalidad, un hombre solitario como yo encontraba reconfortante saber que una llamada telefónica a la casa de la señora Amworth, a cien metros de distancia, y una consulta sobre si podría pasar después de la cena para jugar una partida de piquet antes de dormir encontrarían, probablemente, una respuesta de bienvenida. Ahí estaría ella, con su entusiasta camaradería, y habría una copa de Oporto, una taza de café, un cigarrillo y una partida de piquet. También tocaba el piano de manera libre y exuberante, tenía una voz encantadora y cantaba acompañándose a sí misma y, a medida que los días se alargaban y la luz se quedaba hasta tarde, jugábamos nuestra partida en su jardín, que en el transcurso de unos pocos meses se había transformado de un vivero para babosas y caracoles a un brillante parche de frondosas flores. Siempre estaba feliz y alegre; todo le interesaba, y era más que competente con la música, la jardinería y los juegos de todo tipo. Caía bien a todos (con una excepción), pues sentían que aportaba el tónico de un día soleado. Esa única excepción era Francis Urcombe; él, aunque confesaba que no le agradaba, reconocía que estaba muy interesado en ella. Siempre me pareció extraño, ya que, simpática y jovial como era, no veía nada en ella que pudiera suscitar conjeturas o intrigantes sospechas, tan saludable y desprovista de misterio parecía su figura. Pero de la autenticidad del interés que en ella tenía Urcombe no podía haber duda; uno podía verlo observándola y escrutándola. En cuanto a la edad, ella decía sinceramente que tenía cuarenta y cinco años; pero su vivacidad, su actividad, su piel indemne y su pelo negro azabache hacían que fuera difícil creer que no estaba añadiendo diez años, en lugar de restarlos.
A menudo, a medida que nuestra amistad carente de sentimientos se fortalecía, la señora Amworth también me llamaba por teléfono y me proponía su visita. Si yo estaba ocupado escribiendo, acordamos que debía darle una negativa sincera y, como respuesta, podía escuchar su risa alegre y sus deseos de una exitosa tarde de trabajo. A veces, antes de que llegara su propuesta, Urcombe ya había cruzado desde su casa de enfrente para fumar y charlar, y él, al escuchar quién era mi futura visitante, siempre me instaba a que la invitara. Ella y yo echaríamos nuestra partida de piquet, decía, y él observaría, si no nos oponíamos, y aprendería algo del juego. Pero dudo que prestara mucha atención al juego, ya que nada podía estar más claro que, bajo ese tejado de frente y cejas gruesas, su atención no estaba en las cartas, sino en uno de los jugadores. Pero, en cualquier caso, parecía disfrutar de pasar una hora de esta manera y, a menudo, hasta cierta tarde de julio, él la observaría con el aire de un hombre que se enfrenta a un profundo problema. Ella, siempre entusiasmada con nuestra partida, parecía no notar su escrutinio. Luego llegó esa tarde, cuando, tal y como lo veo a la luz de los eventos posteriores, tembló por primera vez el velo que ocultaba el horror secreto a mis ojos. No lo supe entonces, aunque noté que, después de eso, si ella llamaba para proponerme una visita, siempre me preguntaba no solo si estaba libre, sino si el señor Urcombe estaba conmigo. Si era así, decía, no estropearía la conversación de dos viejos solterones, y me deseaba buenas noches entre risas.
Urcombe, en esta ocasión, había estado conmigo durante aproximadamente media hora antes de la aparición de la señora Amworth, y me había estado hablando de las creencias medievales sobre el vampirismo, uno de esos temas fronterizos que declaraba que no se habían estudiado lo suficiente antes de que la profesión médica los destinara al montón de basura de las supersticiones desacreditadas. Allí estaba él, sombrío y nervioso, trazando, con esa claridad diáfana que, en sus días en Cambridge, lo había convertido en un conferencista tan admirable, la historia de esas misteriosas visitas. En todas ellas se encontraban las mismas características generales: uno de esos macabros espíritus convertía en su morada el cuerpo vivo de un hombre o mujer, otorgándole poderes sobrenaturales, como la capacidad de volar como un murciélago y empujándolo a saciarse en nocturnos festines de sangre. Cuando su anfitrión moría, continuaba viviendo en el cadáver, que permanecía sin descomponerse. De día descansaba, de noche abandonaba la tumba y emprendía sus terribles quehaceres. Ningún país europeo de la Edad Media parecía haber escapado de ellos; y, antes de eso, se encontraban paralelismos en la historia romana, griega y judía.
—Es mucho pretender que todas esas pruebas queden descartadas por absurdas —dijo—. Cientos de testigos totalmente independientes y de muchas épocas diferentes han testificado acerca de estos fenómenos y no hay explicación conocida por mí que cubra todos los hechos. Y si te sientes inclinado a decir «Entonces, si esto ocurre, ¿por qué no nos encontramos con ello ahora?», puedo darte dos respuestas. Una es que en la Edad Media había enfermedades, como la peste negra, que ciertamente existían en ese entonces y que se han extinguido, pero por esa razón no afirmamos que tales enfermedades nunca existieron. Así como la peste negra visitó Inglaterra y diezmó la población de Norfolk, de igual forma, en esta misma área, hubo sin duda un brote de vampirismo hace unos trescientos años, y Maxley fue el epicentro. Mi segunda respuesta es aún más convincente, pues te voy a decir que el vampirismo de ninguna manera está extinto. Hubo un brote en la India hace uno o dos años.
En ese momento escuché cómo llamaban a mi puerta de la alegre y perentoria manera en la que la señora Amworth solía anunciar su llegada, y fui a la puerta para abrirla.
—¡Entra enseguida! —dije—, y sálvame de que se me hiele la sangre. El señor Urcombe ha estado tratando de asustarme.
Al instante, su presencia vital y voluminosa pareció llenar la habitación.
—¡Ah, pero qué adorable! —dijo—. Me encanta que se me hiele la sangre. Continúe con su historia de fantasmas, señor Urcombe. Adoro las historias de fantasmas.
Vi que, como era su costumbre, él la observaba atentamente.
—No era exactamente una historia de fantasmas —dijo él—. Solo estaba contando a nuestro anfitrión cómo el vampirismo no ha desaparecido todavía. Estaba diciendo que hubo un brote en la India hace solo unos años.
Hubo una pausa más que perceptible, y vi que, si Urcombe la estaba observando, ella, por su parte, lo estaba observando a él con ojos fijos y boca entreabierta. Luego, su risa alegre invadió ese silencio algo tenso.
—¡Oh, qué vergüenza! —dijo—. No va a helarme la sangre en absoluto. ¿Dónde ha escuchado semejante historia, señor Urcombe? He vivido durante años en la India y nunca he oído ni un rumor sobre algo así. Alguno de los cuentacuentos de los bazares debe haberlo inventado: son famosos por eso.
Pude ver que Urcombe estaba a punto de decir algo más, pero se contuvo.
—¡Ah! Es muy probable que se trate de eso —dijo.
Pero algo había perturbado nuestra habitual y pacífica sociabilidad esa noche, y algo había empañado el habitual espíritu alegre de la señora Amworth. No tenía ganas de jugar al piquet y se marchó después de un par de partidas. Urcombe también había permanecido callado, de hecho, apenas habló de nuevo hasta que ella se fue.
—Eso fue desafortunado —dijo—, pues el brote de… de una enfermedad muy misteriosa, llamémosla así, tuvo lugar en Peshawar, donde ella y su esposo estaban. Y…
—¿Y qué? —pregunté.
—Él fue una de las víctimas —dijo—. Naturalmente, lo había olvidado por completo al hablar de ello.
El verano estaba siendo inusualmente caluroso y seco, y Maxley sufría mucho por la sequía, y también por una plaga de grandes mosquitos negros que volaban de noche y cuyas picaduras eran muy irritantes y virulentas. Llegaban al anochecer, posándose en la piel de uno tan silenciosamente que no se percibía nada hasta que el agudo aguijón anunciaba que habías sido picado. No picaban las manos ni la cara, sino que siempre elegían el cuello y la garganta como su zona de alimentación, y la mayoría de nosotros, a medida que el veneno se extendía, asumíamos un bocio temporal. Luego, a mediados de agosto, aparecieron los primeros de esos misteriosos casos de enfermedad que nuestro médico local atribuyó al continuo calor, junto con la picadura de estos insectos venenosos. El paciente era un chico de dieciséis o diecisiete años, hijo del jardinero de la señora Amworth, y los síntomas eran palidez anémica y una postración lánguida, acompañada de gran somnolencia y un apetito anormal. También tenía en la garganta dos pequeñas punciones donde, según las conjeturas del doctor Ross, uno de estos grandes mosquitos lo había picado. Pero lo extraño era que no había hinchazón ni inflamación alrededor del lugar. La temperatura en ese momento había comenzado a disminuir, pero el clima más fresco no hizo que se recuperara y el chico, a pesar de la buena cantidad de comida que devoraba vorazmente, se convirtió en un esqueleto cubierto de piel.
En esa época me encontré con el doctor Ross en la calle, una tarde, y, en respuesta a mis preguntas sobre su paciente, dijo que temía que el chico se estaba muriendo. El caso, confesó, lo tenía completamente desconcertado: solo podía sugerir que se trataba de alguna forma oscura de anemia perniciosa. Pero se preguntaba si el señor Urcombe estaría dispuesto a ver al chico, con la posibilidad de que pudiera arrojar alguna nueva luz sobre el caso, y como Urcombe iba a cenar en mi casa esa noche, le propuse al doctor Ross que se uniera a nosotros. Él no pudo hacerlo, pero dijo que volvería más tarde. Cuando llegó, Urcombe de inmediato accedió a poner su experiencia a disposición del doctor, y juntos se fueron de inmediato. Al quedarme sin mi noche social, llamé a la señora Amworth para saber si podía hacerle una visita de una hora. Su respuesta fue un sí de bienvenida, y entre el piquet y la música, la hora se convirtió en dos. Habló del chico y de su desesperante y misteriosa enfermedad, y me contó que lo visitaba a menudo, llevándole alimentos nutritivos y delicados. Pero hoy —y sus agradables ojos se humedecieron mientras hablaba— temía que hubiera hecho su última visita. Sabiendo de la antipatía entre ella y Urcombe, no le dije que lo habían llamado para consultarlo; y, cuando regresé a casa, me acompañó hasta la puerta para disfrutar del aire de la noche, y para pedir prestada una revista que contenía un artículo sobre jardinería que deseaba leer.
—¡Ah, este delicioso aire nocturno! —dijo, inspirando generosamente el aire fresco—. El aire nocturno y la jardinería son grandes tónicos. No hay nada tan estimulante como el contacto directo con la rica madre tierra. Nunca estás tan fresco como cuando has estado escarbando en el suelo, manos negras, uñas negras y botas cubiertas de barro. —Soltó una gran y jovial carcajada.
»Soy una glotona de aire y tierra —dijo—. Realmente espero con ansias la muerte, porque entonces me enterrarán y tendré a la tierra amiga a mi alrededor. No quiero ataúdes de plomo, he dado instrucciones específicas. Pero ¿qué haré con el aire? Bueno, supongo que uno no puede tenerlo todo. ¿La revista? Mil gracias, te la devolveré sin falta. Buenas noches: pasa tiempo en el jardín y mantén tus ventanas abiertas, y no tendrás anemia.
—Siempre duermo con las ventanas abiertas —le dije.
Subí directamente a mi habitación, cuya ventana da a la calle, y, mientras me desvestía, pensé que escuchaba voces hablando afuera, no muy lejos. Pero no presté mucha atención, apagué las luces y, al caer dormido, me sumergí en las profundidades de un sueño horrible, sin duda retorcidamente sugestionado por mis últimas palabras con la señora Amworth. Soñé que me despertaba y descubría que ambas ventanas de mi dormitorio estaban cerradas. Medio sofocado, soñé que saltaba de la cama e iba a abrirlas. La persiana de la primera estaba bajada y, al subirla, vi, con el horror indescriptible de una pesadilla incipiente, el rostro de la señora Amworth suspendido cerca del vidrio, en la oscuridad de afuera, asintiendo y sonriéndome. Bajé la persiana nuevamente para mantener fuera ese horror y corrí hacia la segunda ventana, al otro lado de la habitación, y allí también estaba el rostro de la señora Amworth. Luego, el pánico se apoderó de mí con toda su fuerza: ahí estaba yo, sofocado en la habitación sin aire, y, abriera la ventana que abriera, allí estaría el rostro de la señora Amworth flotando, como esos silenciosos mosquitos negros que picaban antes de que uno se diera cuenta. La pesadilla alcanzó su punto álgido, y entre gritos ahogados me desperté para encontrarme en una habitación fresca y tranquila con ambas ventanas abiertas y las persianas subidas, y una media luna en lo alto de su ciclo, arrojando una luz tranquila sobre el suelo. Pero incluso estando despierto el horror persistió, y me quedé revolviéndome en la cama. Tuve que haber dormido mucho rato antes del ataque de la pesadilla, pues era casi de día, y pronto, en el este, los somnolientos párpados de la mañana comenzaron a abrirse.
Al día siguiente, apenas acababa de bajar —pues, tras el amanecer, dormí hasta tarde— cuando Urcombe llamó para preguntar si podía verme de inmediato. Entró, lúgubre y preocupado, y noté que fumaba una pipa que ni siquiera estaba llena.
—Necesito tu ayuda —dijo—, y primero debo contarte lo que sucedió anoche. Fui con el pequeño doctor a ver a su paciente y lo encontramos apenas vivo. De inmediato diagnostiqué en mi mente lo que significaba esa anemia inexplicable con cualquier otra explicación. El chico es la presa de un vampiro.
Puso su pipa vacía en la mesa del desayuno, a la que acababa de sentarme, y se cruzó de brazos, mirándome fijamente desde debajo de sus prominentes cejas.
—Ahora, acerca de lo que sucedió anoche—dijo—. Insistí en que lo trasladaran de la casa de su padre a la mía. Mientras lo llevábamos en una camilla, nos encontramos con la señora Amworth. Expresó una horrorizada sorpresa ante la idea de que lo estuviéramos trasladando. Y ahora, ¿por qué crees que hizo eso?
Con un sobresalto de horror, recordando mi pesadilla de la noche anterior, me vino a la mente una idea tan absurda e inimaginable que de inmediato la expulsé.
—No tengo la menor idea —dije.
—Entonces escucha, mientras te cuento lo que sucedió después. Apagué todas las luces de la habitación donde yacía el chico y observé. Una ventana estaba entreabierta porque había olvidado cerrarla, y alrededor de la medianoche escuché algo afuera, algo que, aparentemente, intentaba abrirla aún más. Supuse quién era (sí, estaba a unos seis metros del suelo) y me asomé por detrás de la persiana. Justo afuera estaba el rostro de la señora Amworth, y tenía la mano en el marco de la ventana. Me acerqué muy suavemente y a continuación cerré la ventana de un portazo, y creo que solo alcancé la punta de uno de sus dedos.
—Pero es imposible —exclamé—. ¿Cómo podría estar flotando en el aire de esa manera? ¿Y para qué había ido? No me cuentes tales cosas…
Una vez más, pero con una presa más firme, me dominó el recuerdo de mi pesadilla.
—Te estoy contando lo que vi —dijo él—. Y durante toda la noche, hasta que fue casi de día, estuvo afuera revoloteando, como un murciélago terrible, intentando entrar. Ahora junta varias cosas de las que te he contado.
Comenzó a enumerarlas con los dedos.
—Primero —dijo—, hubo un brote de una enfermedad similar a la que está sufriendo este chico en Peshawar y su esposo murió a causa de ella. Segundo, la señora Amworth se opuso a que lo trasladara a mi casa. Tercero, ella, o el demonio que habita su cuerpo, una criatura poderosa y letal, intenta entrar en mi casa. Y agrega esto también: en la Edad Media hubo un brote de vampirismo aquí en Maxley. El vampiro, según cuentan las crónicas, resultó ser Elizabeth Chaston… Veo que recuerdas el nombre de soltera de la señora Amworth. Finalmente, el chico está mejor esta mañana. Ciertamente no estaría vivo si hubiera recibido otra visita. ¿Qué piensas de todo esto?
Hubo un largo silencio, durante el cual el increíble horror se convirtió en algo real.
—Tengo algo que añadir —dije— que puede o no tener relevancia. Dices que el… el espectro se marchó poco antes del amanecer.
—Sí.
Le conté mi sueño, y él sonrió de manera siniestra.
—Sí, hiciste bien en despertarte —dijo—. Esa advertencia vino de tu yo subconsciente, que nunca duerme por completo, y te gritó acerca de un peligro letal. Debes ayudarme, entonces, por dos razones: una, para salvar a otros; y dos, para salvarte a ti mismo.
—¿Qué quieres que haga? —pregunté.
—Quiero que, primero, me ayudes a vigilar a este chico y te asegures de que ella no se acerca a él. Y, finalmente, quiero que me ayudes a rastrear a esta cosa, exponerla y destruirla. No es humana: es un demonio encarnado. Qué pasos debemos seguir es algo que todavía no sé.
Eran las once de la mañana, fui pronto a casa de Urcombe para asumir mi vigilancia de doce horas mientras él dormía, de manera que luego él pudiera volver a estar de guardia esa noche y así, durante las siguientes veinticuatro horas, estuviéramos siempre Urcombe o yo en la habitación del chico, que se recuperaba con cada hora que pasaba. Al día siguiente fue sábado, una mañana de tiempo brillante y claro, y, cuando fui a su casa para ocuparme de mi turno, ya empezaban a verse los coches que bajaban a Brighton. Vi al mismo tiempo a Urcombe, saliendo de su casa con una expresión alegre que auguraba buenas noticias acerca de su paciente, y a la señora Amworth, que me saludaba con un gesto y una cesta en la mano mientras caminaba por la franja de césped que bordeaba la carretera. Y allí nos encontramos los tres. Me percaté (y vi que Urcombe también) de que uno de los dedos de la mano izquierda de ella estaba vendado.
—Buenos días a ambos —nos dijo—. He oído que su paciente está mejor, señor Urcombe. He venido a traerle un bol de gelatina y a sentarme con él durante una hora. Somos grandes amigos. Me alegra mucho su recuperación.
Urcombe hizo una pausa durante un instante, como si estuviera tomando una decisión, y luego la señaló con el dedo.
—Prohíbo tal cosa —dijo—. No te sentarás con él, ni tampoco lo verás. Y sabes la razón tan bien como yo.
Nunca he visto un cambio tan horrible en un rostro humano como el que hizo empalidecer el rostro de ella hasta volverlo del color de la niebla gris. Ella levantó la mano como para protegerse del dedo que la señalaba trazando la señal de la cruz en el aire y se encogió, agazapándose en mitad de la carretera. Se escuchó el salvaje aullido de un claxon, un rechinar de frenos, la exclamación —demasiado tarde— de un automóvil que pasaba, y luego un largo grito que se cortó de repente. Su cuerpo rebotó en la carretera después de que la primera rueda lo aplastara, seguida de la segunda. Permaneció allí, temblando y retorciéndose, y luego se quedó quieta.
Fue enterrada tres días después en el cementerio de las afueras de Maxley, siguiendo las indicaciones que me contó que había ideado para su entierro, y el shock que su repentina y espantosa muerte había causado a la pequeña comunidad comenzó a disiparse gradualmente. Solo dos personas, Urcombe y yo, vieron aliviado su horror de inmediato debido a la liberación que supuso su muerte; pero, como era natural, nos guardamos nuestras opiniones, y nunca se dejó escapar una insinuación acerca del terror mayor que se había evitado de esta manera. Pero, extrañamente, o al menos a mí me lo pareció, él todavía no se sentía satisfecho con relación a ella, y no quiso responder a mis preguntas sobre el tema. Luego, a medida que los días de un septiembre tranquilo y suave, y del octubre que lo siguió, caían como las hojas amarillentas de los árboles, su inquietud se relajó. Pero, antes de que llegara noviembre, la aparente tranquilidad se convirtió en huracán.
Estuve cenando una noche en el extremo opuesto del pueblo y, alrededor de las once, regresaba a casa caminando. La luna brillaba de manera inusual, haciendo que todo lo que iluminaba se viera tan nítido como en una grabado. Me encontraba justo frente a la casa que había ocupado la señora Amworth, la cual tenía un letrero anunciando que estaba en alquiler, cuando escuché el ruido de su puerta principal y, al momento siguiente, vi, con un escalofrío repentino y un estremecimiento en mi espíritu, que estaba allí de pie. Su perfil, fuertemente iluminado, estaba vuelto hacia mí, y no podía equivocarme con mi identificación. Parecía no verme (de hecho, la sombra del seto de tejo frente a su jardín me envolvía con su oscuridad), cruzó rápidamente la carretera y entró en la puerta de la casa de enfrente. Allí la perdí de vista por completo.
Mi aliento se entrecortó en jadeos, como si hubiera estado corriendo; y ahora, de hecho, corría, con temerosas miradas hacia atrás, para cubrir los cien metros que me separaban de mi casa y la de Urcombe. Fue a la suya a la que me llevaron mis pasos precipitados, y al minuto siguiente estaba dentro.
—¿Qué has venido a decirme? —preguntó—. ¿O debo adivinarlo?
—No puedes adivinarlo —dije.
—No, no es una conjetura. Ella ha vuelto y la has visto. Cuéntamelo.
Le conté mi relato.
—Esa es la casa del mayor Pearsall —dijo—. Ven conmigo allí de inmediato.
—Pero ¿qué podemos hacer? —pregunté.
—No tengo ni idea. Eso es lo que tenemos que descubrir.
Un minuto después estábamos frente a la casa. Al pasar antes junto a ella estaba a oscuras; ahora las luces brillaban a través de un par de ventanas del piso de arriba. Justo cuando estábamos delante, la puerta principal se abrió, y al momento siguiente el mayor Pearsall salió. Nos vio y se detuvo.
—Voy a casa del doctor Ross —dijo rápidamente—. Mi esposa se ha puesto repentinamente enferma. Llevaba una hora en la cama cuando subí y la encontré pálida como un fantasma y completamente agotada. Parecía que se había quedado dormida… les ruego que me disculpen.
—Un momento, Mayor —dijo Urcombe—. ¿Había alguna marca en su garganta?
—¿Cómo lo ha adivinado? —dijo él—. Sí, la había: uno de esos malditos tábanos debe haberla picado dos veces allí. Estaba empapada en sangre.
—¿Y hay alguien con ella? —preguntó Urcombe.
—Sí, desperté a su doncella.
Se fue, y Urcombe se volvió hacia mí.
—Ahora sé lo que tenemos que hacer —dijo—. Cámbiate de ropa, nos encontraremos en tu casa.
—¿De qué se trata? —pregunté.
—Te lo diré de camino. Vamos al cementerio.
Llevaba un pico, una pala y un destornillador cuando volvió a reunirse conmigo, y alrededor de sus hombros cargaba con una larga bobina de cuerda. Mientras caminábamos, me resumió la espantosa hora que nos aguardaba por delante.
—Lo que tengo que contarte —dijo— te parecerá ahora demasiado fantástico para creerlo, pero, antes del amanecer, veremos si supera la realidad. Por una casualidad muy afortunada, viste al espectro, al cuerpo astral, como quieras llamarlo, de la señora Amworth, y por lo tanto, sin lugar a duda, el espíritu vampiro que la habitaba durante su vida la anima de nuevo en la muerte. Eso no es excepcional; de hecho, desde su muerte, lo he estado esperando todas estas semanas. Si estoy en lo cierto, encontraremos su cuerpo sin descomponer, libre del tacto de la corrupción.
—Pero lleva muerta casi dos meses —dije.
—Y aunque hubiera estado muerta dos años; seguirá así mientras el vampiro la mantenga en su poder. Así que recuerda: lo que veas que se hace, no se le hará a ella, que en el curso natural de las cosas estaría alimentando ahora a la hierba que crece sobre su tumba, sino a un espíritu de ilimitada y maligna perversidad, que le da fantasmal vida a su cuerpo.
—Pero ¿qué veré hacer? —pregunté.
—Te lo diré. Sabemos que, en este momento, el vampiro, vestido con su apariencia mortal, está fuera; cenando fuera. Pero debe regresar antes del amanecer, y pasará a la forma material que yace en su tumba. Debemos esperar a ese momento, y luego, con tu ayuda, desenterraremos su cuerpo. Si tengo razón, la verás tal como era en vida, con la plena fuerza del nutriente espantoso que ha recibido latiendo en sus venas. Y entonces, cuando haya amanecido y el vampiro no pueda salir del refugio de su cuerpo, atravesaré su corazón con esto —y señaló con su pico—, y entonces ella, que vuelve a la vida solo por la animación que el demonio le otorga, ella y su compañero infernal estarán realmente muertos. Luego debemos enterrarla de nuevo, finalmente liberada.
Habíamos llegado al cementerio, y bajo la luminosidad del resplandor de la luna no hubo dificultad para identificar su tumba. Estaba a unos veinte metros de la pequeña capilla, en el pórtico de la cual, velados por la sombra, nos ocultamos. Desde allí teníamos una vista clara y despejada de la tumba, y ahora debíamos esperar a que el visitante infernal regresara a casa. La noche era cálida y sin viento, pero, incluso si un viento helado hubiera estado rugiendo, creo que no habría sentido nada, tan intensa era mi preocupación por lo que la noche y el amanecer traerían. Había un campanario en la torre de la capilla, que marcaba los cuartos de hora, y me sorprendió descubrir cuán rápidamente se sucedían los repiques.
La luna se había puesto hacía mucho, y un crepúsculo de estrellas brillaba en el cielo despejado, cuando el reloj de la torre dio las cinco. Pasaron unos minutos más, y luego sentí la mano de Urcombe dándome un suave golpe; y, mirando en la dirección de su dedo señalador, vi que una figura de mujer, alta y de constitución robusta, se acercaba desde la derecha. Silenciosamente, con un movimiento más de flotante deslizamiento que de caminar, se movió por el cementerio hacia la tumba que era el centro de nuestra observación. Se movió alrededor de ella como para asegurarse de su identidad, y, por un momento, se quedó de pie justo frente a nosotros. En la penumbra a la que mis ojos se habían acostumbrado, pude ver fácilmente su rostro y reconocer sus rasgos.
Se pasó la mano por la boca, como si se la estuviera limpiando, y soltó una risa que hizo que se me erizara el cabello. Luego saltó sobre la tumba, levantando las manos por encima de su cabeza, y centímetro a centímetro desapareció en la tierra. La mano de Urcombe se había posado en mi brazo en señal de que me quedara quieto, pero después la retiró.
—Vamos —dijo.
Con pico, pala y cuerda fuimos a la tumba. La tierra era ligera y arenosa, y poco después de las seis ya habíamos llegado a la tapa del ataúd. Con su pico aflojó la tierra que la rodeaba y, ajustando la cuerda a través de las asas con las que había sido bajado, intentamos levantarlo. Esto supuso un trabajo largo y laborioso, y la luz comenzó a anunciar el día en el este antes de que lo sacáramos, dejándolo a un lado de la tumba. Con su destornillador aflojó los cierres de la tapa y la deslizó a un lado, y allí, de pie, miramos el rostro de la señora Amworth. Los ojos, que una vez estuvieron cerrados por la muerte, estaban abiertos; las mejillas estaban sonrojadas de color, la boca roja y carnosa parecía sonreír.
—Un golpe y todo habrá terminado —dijo—. No es necesario que mires.
Mientras hablaba tomó nuevamente el pico, lo puso a un par de centímetros para afinar la puntería y luego, con toda su fuerza, lo hundió en el pecho. Una fuente de sangre saltó en el aire, a pesar de que ella llevaba muerta tanto tiempo, y cayó con el ruido de un pesado chapoteo sobre la mortaja, y, simultáneamente, de esos labios rojos surgió un largo y espantoso grito, que creció como una sirena aulladora y se desvaneció de nuevo. Con eso, instantáneo como un relámpago, llegó el toque de la corrupción a su rostro, el color se desvaneció convertido en ceniza, las mejillas regordetas se hundieron, la boca se abrió.
—Gracias a Dios, todo ha terminado —dijo él y, sin pausa, deslizó la tapa del ataúd de nuevo a su lugar.
El día llegaba rápidamente, y, trabajando como hombres poseídos, bajamos el ataúd de nuevo a su lugar y echamos la tierra sobre él… Los pájaros estaban ocupados con sus primeros gorjeos cuando regresamos a Maxley.