Recordado

Recuerda a tu antiguo amor siempre que estés con el nuevo.

—¿Cuántas personas hay en la sala de espera, Bates? —preguntó Taverner al mayordomo al final de un largo día pasando consulta en Harley Street.

—Dos, señor —respondió el hombre—. Una dama y un caballero.

—Ah —dijo Taverner—. Entonces llama a la dama.

—Creo que han venido juntos, señor.

—Entonces llama primero al caballero. Un hombre nunca traería a su esposa a este tipo de expediciones —añadió—. Ella podría venir acompañada por una amiga, pero un hombre nunca permitiría que fuera su esposa la que lo acompañara, ya que, en lo que respecta a sus nervios, él es el sexo débil, y necesita protección.

Sin embargo, llegaron juntos, a pesar de las instrucciones de Taverner, y el mayordomo los anunció como el coronel y la señora Eustace. Él era un hombre alto y apuesto, muy bronceado por los soles tropicales, y ella era una de esas mujeres que hacen que uno se sienta orgulloso de su raza, esbelta y elegante, con el fuego controlado de una pura sangre, el fruto de muchas generaciones de refinamiento, protección y orgullosa dignidad. Hacían una pareja magnífica, de esas que adoran retratar los periódicos sociales, y ambos parecían perfectamente saludables.

Fue la esposa quien abrió la conversación.

—Nosotros… es decir, mi esposo, quiere hacerle una consulta, doctor Taverner, sobre un asunto que nos ha perturbado últimamente: una pesadilla recurrente.

Taverner asintió con la cabeza. El esposo no habló. Deduje que lo habían arrastrado allí en contra de su voluntad.

—Siempre sé cuándo está a punto de venir —continuó la señora Eustace—, porque él comienza a murmurar en sueños; luego habla más y más alto y, finalmente, se levanta, corre por la habitación y choca contra los muebles antes de que pueda hacer algo para detenerlo; y luego se despierta en un estado espantoso, ¿verdad, Tony? —preguntó, dirigiéndose al silencioso hombre a su lado.

Ante la falta de respuesta por parte de él, ella retomó su relato.

—Tan pronto como me di cuenta de que la pesadilla se repetía regularmente, empecé a despertarlo al primer signo de perturbación, y eso resultó bastante efectivo, ya que evitaba las carreras por la habitación, pero ninguno de los dos se atrevía a volver a dormir hasta que amanecía. De hecho, para ser sincera con usted, doctor, parece que me está afectando a mí también.

—¿También tiene la pesadilla? —preguntó Taverner.

—No, no esa pesadilla propiamente dicha, pero sí una indefinible sensación de miedo, como si algún enemigo peligroso nos estuviera amenazando.

—¿Qué dice su esposo cuando habla en sueños?

—Ah, eso no se lo puedo decir, porque habla en un dialecto de los nativos. Supongo que yo también debería aprenderlo, ¿verdad, Tony? Porque iremos a la India con la próxima remesa de tropas.

—No será necesario —respondió su esposo—, ya que no regresaremos a ese distrito. —Su agradable y culta voz iba acorde con su apariencia; era la clase de administrador del imperio que estaba desapareciendo rápidamente. Hombres como él no se someterían nunca a una democracia nativa.

Taverner le lanzó de repente una pregunta.

—¿Sobre qué sueña? —quiso saber, mirándolo directamente a los ojos. Se pudo sentir cómo alzó las barreras al instante, pero él respondió con el control que inculca la educación.

—Las cosas habituales, monstruos, ya sabe; quiero correr y no puedo. Debería haber dejado todas esas cosas atrás, en la guardería.

No soy psíquico, pero supe que estaba mintiendo, y que no tenía intención de confiar nada a nadie. Había venido a ver a Taverner para tranquilizar a su esposa, no porque buscara ayuda. Probablemente tenía sus propias ideas sobre la naturaleza de su aflicción, y no deseaba expresarlas.

Taverner se volvió nuevamente hacia la esposa.

—Dice que a usted también se le transfiere la pesadilla. ¿Puedo pedirle que detalle la naturaleza de sus sensaciones?

La señora Eustace miró a su esposo y titubeó.

—Mi esposo piensa que tengo mucha imaginación —dijo.

—No importa —dijo Taverner—, cuénteme lo que imagina.

—Estoy completamente despierta, por supuesto, después de… después del alboroto… y a veces imagino que he visto a una mujer nativa con ropas azul oscuro y lentejuelas doradas colgando de su frente, y muchas pulseras en sus brazos, y parece estar muy excitada y angustiada, tratando de hablar con mi esposo, y luego, cuando intervengo y lo despierto, ella trata de apartarme. Es tras despertar cuando tengo esa sensación de malignidad, como de que alguien me haría daño si pudiera lograrlo.

—Me temo —dijo el coronel Eustace— que he alarmado enormemente a mi esposa.

Nos volvimos para mirarlo con involuntaria sorpresa; el timbre de su voz había cambiado por completo. El autocontrol de su linaje podía mantener los músculos de su rostro firmes, pero no podía evitar que todo su cuerpo se tensara bajo el estrés, lo que elevó su voz medio tono, y le dio un toque metálico.

—Supongo —continuó, como si quisiera distraer nuestra atención—, que recetará aire fresco y ejercicio; de hecho, esa es precisamente mi idea, y hemos estado pensando en ir a la costa de Kent a jugar al golf, así que me atrevo a decir que, cuanto antes nos vayamos, mejor. No tiene sentido quedarse en Londres sin motivo.

—Olvidas, querido —dijo su esposa—, que debo inaugurar la exposición de arte nativo el sábado.

—Oh, sí, por supuesto —respondió apresuradamente—; debemos quedarnos hasta el sábado, con lo que nos iremos el lunes.

Hubo una pausa. La entrevista parecía haber llegado a un punto muerto. La señora Eustace pasaba su mirada suplicante de su esposo a Taverner y viceversa, pero uno no podía ayudarla, y el otro no quería. Sentí que ella había depositado grandes esperanzas en su visita a Taverner y que, decepcionada, no tenía otra carta que jugar contra el destino que la estaba envolviendo. También pensé que sus ojos reflejaban una mirada de aprensión.

Taverner rompió finalmente el silencio.

—Si el coronel Eustace alguna vez desea consultarme —dijo—, estaré encantado de ayudarlo, porque creo que podría serle útil.

Nuestro reacio paciente se enderezó ante este golpe y abrió la boca como si fuera a hablar, pero Taverner, dirigiéndose a la esposa, continuó.

—Y si la señora Eustace alguna vez necesita mi ayuda, estaré igualmente a su disposición.

—Confío en que no existen muchas probabilidades de que eso ocurra —dijo su esposo, levantándose—. Ella goza de una salud excelente.

Y Bates, abriendo la puerta en respuesta al timbre de Taverner, los despidió con una reverencia.

—Un tipo poco satisfactorio —comenté cuando la puerta se cerró tras ellos.

—Todavía no está listo —dijo Taverner—. Tiene algunas cosas que aprender en el curso de la evolución y, a menos que me equivoque mucho, las aprenderá muy pronto. Entonces puede que volvamos a saber algo de él. Nunca cometas el error de confundir fruta verde con fruta podrida.

Supimos algo de nuevo, y más pronto de lo que Taverner esperaba, un par de días después, cuando le lancé un periódico vespertino que contenía el anuncio de que la señora Eustace, debido a su repentina indisposición, no inauguraría la exposición de Arte Indio en las Galerías Aston como se había anunciado, sino que la tarea sería realizada por otra celebridad social.

—Por supuesto —dije—, podría ser una gripe.

—O un cólico —dijo Taverner—. Incluso una rodilla dolorida —agregó, pues no era comunicativo con los escépticos.

Aunque el siguiente movimiento no llegó tan pronto como yo creía —esperaba ver al coronel Eustace cada vez que sonaba el timbre—,al final acabó apareciendo, y resultaba obvio incluso para el observador más casual que, en el intervalo, había pasado por un mal trago.

La forma en que se recostó en la silla mostró que estaba al límite de sus fuerzas, tanto mental como físicamente, y Taverner lo liberó del esfuerzo de iniciar la conversación.

—¿Cómo llegó a saber de mí? —preguntó—. Siempre pensé que mi luz estaba adecuadamente oculta para todo el mundo, excepto para aquellos que piensan de la misma manera que yo.

—Fue mi esposa quien oyó hablar de usted —fue la respuesta—. Ella está interesada en… en su campo de trabajo.

—Ah, ¿es una estudiante de lo oculto?

—No la llamaría estudiante —dijo Eustace, esquivando la palabra «oculto»—. Se mete en esos temas, y va a conferencias sobre misticismo oriental, lo que se parece a algo real lo mismo… lo mismo que un gato se parece a un tigre —agregó con un repentino arrebato de emoción, señalando al gato atigrado de la ama de llaves que casualmente estaba rascando nuestra alfombra junto a la chimenea—. Ojalá dejara esos asuntos de una vez por todas —añadió con cansancio.

—Deduzco —dijo Taverner tranquilamente— que no cree en ello.

—Si me hubiera hecho esa pregunta hace una semana —dijo Eustace— habría respondido que no, pero hoy… no sé qué decir. Pero puedo decirle una cosa —exclamó, las brasas nuevamente encendidas—: si el ocultismo no es real, si usted no tiene los poderes que se le atribuyen, entonces todo está perdido para Evelyn.

—Deduzco —dijo Taverner tranquilamente, recuperando el control de la entrevista con voz y modales— que algo está afectando a su esposa, y que usted supone que es de origen oculto, aunque no comprenda su método de acción.

—Entiendo perfectamente su método de acción —dijo con gravedad nuestro visitante—, aunque nunca creí tales historias.

—¿Me dará detalles? —dijo Taverner—. Así podré formarme una opinión.

—Mejor que le cuente toda la historia —dijo el coronel Eustace—, porque no creo que, como hombre de mundo, le dé la misma importancia que mi esposa podría darle si se enterara. No es que no haya confianza plena entre nosotros, pero las mujeres no entienden estos asuntos, y no sirve de nada intentar explicárselos.

»¿Recuerda que en nuestra última entrevista mi esposa habló de que soñaba con una mujer nativa y escuchaba un dialecto indio? Creo, por su descripción, que lo que vio fue una visión de una mujer que tuve durante un tiempo, cuando estaba destinado en la frontera, y que armó bastante revuelo cuando la mandé lejos, tal y como hacen a veces. A menudo he oído que si un hombre… ehm… establece relaciones con una mujer nativa, ellas poseen un extraño don para apoderarse de su alma mediante artimañas paganas. Nunca lo creí, de hecho, me reí de ello cuando vi a otro tipo fastidiado por el mismo asunto, pero, Dios mío, es cierto. Esa mujer ha embrujado mis sueños desde que murió, y, desde que me casé con Evelyn, se ha convertido en un demonio vengativo.

—¿En qué estado se encuentra su esposa en este momento? —preguntó Taverner.

—En uno de estupor. Los médicos hablan de encefalitis letárgica, pero… —añadió, con una risa sombría—, yo sé de lo que se trata. Vi cómo entró en ese estado, y sé a qué se debe. Les digo que escuché a las dos mujeres hablar juntas tan claramente como le oigo a usted, Huneefa con ese inglés chapurreado que yo le enseñé, y desde ese momento, que fue hace diez días, Evelyn no ha recuperado la plena conciencia, y sus fuerzas se están desvaneciendo lentamente. Hoy me dijeron que no esperan que sobreviva a esta noche —agregó, con la voz quebrándose y una mano levantada para ocultar sus labios temblorosos.

—¿Le gustaría que viera a su esposa? —dijo Taverner—. Es difícil que pueda aconsejarle sin hacerlo.

—Tengo el coche en la puerta para llevarle hasta ella, si es tan amable de seguirme.

—Sin embargo, hay algo que debo pedirle antes de hacerme cargo del caso —dijo Taverner—, y es que si, después de escuchar mi consejo, decide seguirlo, lo haga hasta el final. Nada resulta más desastroso que embarcarse en una empresa oculta y luego retirarse.

—A menos que usted pueda hacer algo, no hay nada que se pueda hacer —dijo Eustace, roto, y lo seguimos hasta el coche.

Cuando la vi con la formal ropa de nuestra civilización, pensé que la señora Eustace era una mujer hermosa, pero, al verla acostada y relajada, con sus vestiduras blancas y en su cama blanca, pensé que se asemejaba más a la idea que en la infancia tenía de un ángel que a cualquier cosa que hubiera visto en cuadros o estatuas. Pude entender por qué su esposo la adoraba.

No necesité el estetoscopio para darme cuenta de que la vida estaba en un punto crítico. No se percibía ningún pulso en la muñeca, y solo un débil movimiento ocasional del encaje en su pecho mostraba que aún respiraba. No cabía duda de que no sobreviviría la noche; de hecho, podía irse en cualquier momento.

Taverner envió a la enfermera fuera de la habitación y nos colocó a Eustace y a mí en el extremo más alejado. Luego se sentó junto a la cama y miró fijamente el rostro de la mujer inconsciente, y supe por su concentración que su mente estaba tratando de establecer contacto con su alma, dondequiera que estuviera. Lo vi poner la mano en el pecho y deduje que la estaba llamando de vuelta a su cuerpo, y, mientras observaba, vi que las respiraciones se profundizaban y se volvían regulares, y que la cerosa laxitud desaparecía del rostro.

Entonces ella habló y, al oír su voz, todo lo que pude hacer fue evitar que su esposo corriera hacia ella en ese momento.

—Se me ha pedido que te diga —pronunciaron las lentas y vacilantes palabras— que te devolvió el dinero, aunque nunca te llegó.

Eustace gimió y dejó caer la cabeza entre las manos.

—También se me ha pedido que te diga —continuó la voz vacilante— que hubiera sido un niño.

Taverner retiró la mano de su pecho y la respiración volvió a desacelerarse, y el rostro recuperó el aspecto mortecino.

—¿Puede sacar algo en claro de eso? —le preguntó a Eustace.

—Sí —respondió el hombre, levantando la vista de sus manos—. Confirma exactamente lo que pensaba. Es ese demonio de Huneefa; esta es su venganza.

Taverner nos condujo fuera de la habitación.

—Necesito todos los detalles —dijo Taverner—. No puedo ocuparme del caso a menos que los tenga.

Eustace parecía incómodo.

—Le diré todo lo que pueda —dijo finalmente—. ¿Qué es lo que quiere saber? La historia completa sería larga.

—¿Cuál fue el origen de su relación con la chica india? ¿Era una cortesana profesional o la compró a sus padres?

—Ninguna de las dos cosas. Ella se escapó, y yo la cuidé.

—¿Una historia de amor?

—Puede llamarlo así, si quiere, aunque prefiero no pensar en ello como tal cosa ahora que… ahoque que he descubierto lo que puede ser el amor.

—¿Cuál fue la causa de su separación?

—Bueno, ehm… verá, había un niño en camino, y yo no podía soportarlo. Lo de Huneefa era aceptable, a su manera, pero un crío euroasiático era más de lo que podía aguantar. Supongo que estas historias suelen terminar así.

—De modo que la envió de vuelta con su gente.

—No podía hacer eso, probablemente la hubieran matado. Le di una buena suma de dinero, suficiente para empezar de nuevo; no necesitan mucho para ser felices, allí la vida es bastante sencilla.

—Así que le dio el capital suficiente para que se estableciera por su cuenta como cortesana, ¿no?

—Bueno, ehm… sí, supongo que eso fue lo que hizo.

—No había mucho más que pudiera hacer, supongo.

—Allí no piensan mucho en eso.

—Algunas castas lo hacen —dijo Taverner con calma—. Pero ella le devolvió el dinero —continuó tras una pausa—. ¿Qué fue de ella después de eso?

 —Creo que los criados dijeron algo sobre suicidio.

—Así que no aceptó la alternativa que le ofreció.

—No, ehm… no lo hizo. Es un incidente desagradable y es mejor olvidarlo. No creo que yo pudiera salir completamente limpio del asunto —murmuró Eustace, levantándose y paseándose por la habitación.

»En cualquier caso —continuó con el aire de un hombre que se ha recompuesto—, ¿qué vamos a hacer al respecto? Huneefa aparentemente sabía más de… de ocultismo de lo que le atribuí, y usted también, según todos los informes, tiene conocimientos del asunto. Es Oriente contra Occidente; ¿quién va a ganar?

—Creo —dijo Taverner con su tranquila voz—, que Huneefa va a ganar, porque tiene la razón de su lado.

—Pero, demonios, es una chica nativa; allí no piensan en esas cosas.

—Ella, aparentemente, sí.

—Algunas de las castas son un poco mojigatas, pero le habría ido bien. Le di suficiente para que pudiera mantenerse hasta después de que naciera el niño —continuó, enderezando los hombros—. ¿Por qué no va a por mí y deja a Evelyn en paz? Evelyn nunca le hizo ningún daño. Podría soportarlo siempre y cuando solo me molestara a mí, pero esto… esto es diferente.

La aparición de la enfermera interrumpió nuestra conversación.

—La señora Eustace ha recuperado la conciencia —dijo—. Creo que sería mejor que vinieran.

Fuimos a la habitación de la enferma, y mi ojo profesional me dijo que esta era la última chispa de una llama moribunda.

La señora Eustace reconoció a su esposo mientras él se arrodillaba a su lado, pero no creo que Taverner y yo significáramos nada para ella. Lo miró con una extraña expresión en el rostro, como si nunca lo hubiera visto antes.

—No pensé que fueras así —dijo. Él parecía desconcertado por sus palabras y no supo qué responder, y luego ella rompió el silencio de nuevo.

»Oh, Tony —dijo—, ella tenía solo quince años.

Entonces entendimos a qué se refería.

—No te preocupes, querida —susurró el hombre a su lado—. Olvida todo eso. Lo que tienes que hacer ahora es recuperarte y ponerte fuerte, y luego hablaremos de todo cuando estés mejor.

—No voy a mejorar —dijo la tranquila voz desde la cama.

—Oh, sí, cariño, lo harás. ¿Verdad, doctor? —dijo, apelando a Taverner.

 Taverner sopesó sus palabras antes de responder.

—Es posible —dijo después de un rato.

—No deseo mejorar —dijo la voz desde la cama—. Todo es tan… tan diferente de lo que esperaba. No pensé que fueras así, Tony. Pero supongo que todos los hombres sois iguales.

—No debes tomártelo tan a pecho, querida —dijo el hombre a su lado, quebrantado—. Todos lo hacen allí. Tienen que hacerlo. Es el clima. Nadie piensa mucho en eso.

—Yo sí —dijo esa voz que llegaba desde tan lejos—. Y también lo harían todas las demás mujeres, si lo supieran. Los hombres son sabios al no contarlo. Las mujeres no lo soportarían.

—Pero no fue una de nuestras mujeres, querida.

—Pero fue una mujer, y yo soy una mujer, y parece que me duele porque duele a la mujer. No puedo expresarlo claramente, pero lo siento, lo siento como un dolor que está en mí.

—¿Y qué vas a hacer con los hombres de las fronteras? —dijo él desesperadamente—. Es el precio del Imperio.

—Es la maldición del Imperio —llegó la lejana voz—. No me extraña que nos odien. Siempre me pregunté por qué nunca, nunca podíamos hacernos amigos de ellos. Es porque ultrajamos a sus mujeres. Hay cosas que nunca se perdonan.

—Oh, no digas eso, Evelyn —dijo el hombre, con el corazón roto.

—No te lo estoy diciendo a ti, Tony —respondió ella—. Te amo, igual que siempre te he amado, pero no entiendes este tema; eso es lo que ocurre. No te culpo por tomarla, pero te culpo, y amargamente, por desecharla.

—Dios mío —dijo Eustace, suplicando a los hombres que estábamos con él—, ¿qué se supone que debe uno hacer con una mujer?

—Ella no te culpa —continuó la voz—, ni por tomarla, ni por desecharla. Te amaba y te entendía. De hecho, nunca esperó nada más, eso me cuenta. Es a sí misma a quien se culpa, y no ha estado enojada contigo, sino que te ha estado implorando que la ayudes, que deshagas el mal que se ha hecho.

—¿Qué es lo que quiere? Haré en la tierra cualquier cosa si ella te deja en paz.

—Dice… —La voz parecía estar muy lejos, como una llamada de larga distancia a través de un teléfono—. Dice que el alma que iba a venir a la vida a través de ti y de ella era un alma muy elevada, un Mahatma, eso lo llamó. ¿Qué es un Mahatma?

—Una de esas personas que causan problemas. No importa. Continúa. ¿Qué quiere que haga?

—Dice que, debido a sus logros en el pasado, fue elegida para darle a luz, y porque él tenía que reconciliar Oriente y Occidente, Oriente y Occidente tenían que reconciliarse en él. Además, tenía que llegar a través de un gran amor. Me alegra que haya sido un gran amor, Tony. Eso parece santificarlo, y hacerlo mejor de alguna manera.

Eustace nos miró con ojos horrorizados.

—Y porque fue un gran privilegio, tuvo que ser pagado con un gran sacrificio; tuvo que renunciar al amor antes de dar a luz a ese niño. Supongo que siempre es así. Ella dice que la dieron a elegir: podía tener el amor de un hombre de su propio pueblo, un hogar y felicidad… o podría tener el amor de un hombre occidental por un corto periodo de tiempo, para que el gran Reconciliador viniera a la vida, y ella eligió esto último. Sabía lo que implicaría cuando emprendió el camino, dijo, pero le resultó más difícil de lo que pensaba. Fue porque le enviaste tanto dinero por lo que se mató, porque sabía que tu conciencia estaría en paz después de eso, y no quería que estuvieras en paz.

—Dios sabe que no lo estoy —gimió el hombre—. Ella se está vengando, eso seguro. ¿Qué más quiere esa pequeña diablesa?

—Es el alma del Mahatma lo que le preocupa —fue la respuesta—, y por eso no puede descansar.

—¿Qué quiere que haga? —preguntó el hombre.

—Ella quiere que la tomemos.

—Pero, Dios mío, ¿a qué se refiere? ¿Un mestizo de media casta? Tú, Evelyn, ¿con un negro? Oh cielos, no, no hay nada que hacer. Te preferiría muerta antes que eso. Que se lleve por segunda vez a su maldito Mahatma y se vayan al infierno al que pertenezcan.

—No, ella no quiere decir eso, Tony, quiere decir que desea que nosotros, tú y yo, nos lo llevemos.

—Bueno, si podemos encontrar al niño, sí; cualquier cosa con tal de que te recuperes. Lo enviaré a Eton y Oxford, o a Lhasa, o a La Meca, o a cualquier otro lugar que prefieran, con tal de que te dejen en paz.

—No quiero recuperarme —dijo la voz desde lo profundo de las almohadas.

—Pero, querida… por mi bien… dijiste que aún me amabas.

—No quiero recuperarme, pero supongo que debo, igual que ella debió seguir viviendo, aunque no quisiera hacerlo por Él.

—¿Por quién?

—Por el alma que tenía que haber venido, al alma que vendrá ahora, el Reconciliador.

Hubo una pausa. Luego habló de nuevo, y su voz pareció ganar fuerza con cada frase.

—Será muy difícil, Tony.

—Lo superaremos de alguna manera, querida, mientras nos tengamos el uno al otro.

—Será más difícil de lo que piensas.

La señora Eustace se recuperó rápidamente, y la alegría de su esposo no conoció límites. Atribuyó todo a Taverner, aunque, en realidad, Taverner no había sido más que un espectador mientras se desarrollaba el extraño drama de la vida y la muerte. Como lo haría un hombre que vive en la superficie de las cosas y se enorgullece de su sentido práctico, Eustace pronto olvidó el aspecto interno de todo el asunto. Su esposa había padecido la enfermedad del sueño y, gracias a Dios, la había superado, por lo tanto, se regocijó y tuvo mucho por lo que alegrarse.

Para empezar, le llegó el ascenso, y pasó de comandar un regimiento a ocupar uno de los puestos administrativos más importantes, destacando sobre muchos de sus antiguos superiores. Además, debido a la inesperada muerte de un primo, se convirtió en el presunto heredero de un gran título. Y, en tercer lugar, para coronar esa alegría, quedó claro que el apellido no se extinguiría con él.

Fuimos a cenar con ellos la víspera de su partida. Eustace estaba en el séptimo cielo, con telegramas de felicitaciones llegando durante toda la comida. El rostro de su esposa nunca perdió aquella expresión de lejanía y quietud que había traído consigo de su estancia en los otros planos, pero no había alegría en sus ojos, excepto el placer de sentir la felicidad de él, y una sonrisa un tanto triste, como la de alguien que ve a un niño amado aferrarse a un juguete.

No supimos más de ellos hasta que los chismorreos y la casualidad nos trajeron noticias.

—¿Has oído hablar de los Eustace? —dijo un hombre de mi club—. Ahora es el general Eustace. Y su hijo es tan negro como el carbón. Todos se preguntan qué va a hacer al respecto. Probablemente habría supuesto su renuncia si no tuviera tanta influencia en toda esa multitud de sediciosos que nadie más puede controlar. No entiendo cómo ha tenido tanto éxito con ellos; no posee mucho tacto, y menos aún comprensión. Aun así, parecen llevarse bien. Una lástima por ella, ¿verdad? Una mujer realmente agradable. Una especie de santa de vitral. No lo entiendo en absoluto.

Algunos años después, los Eustace volvieron a aparecer en escena.

Ahora él era un baronet, tras haber heredado el título de su primo, y también ocupaba un puesto muy elevado en el Gobierno de la India, aunque era un hombre cambiado. Su cabello era tan blanco como la nieve, y su rostro había envejecido preternaturalmente, con profundas arrugas y ojos hundidos. Curiosamente, lady Eustace, como se la conocía ahora, era la que menos había cambiado, salvo porque era tan etérea que ya no parecía pertenecer a este mundo. Me enteré de que llevaba una vida muy retirada, sin participar en las actividades sociales que generalmente corresponden a una mujer de su posición.

Con ellos iba un niño de cinco años, con cabello negro azabache, piel morena, miembros esbeltos y un par de ojos tan azules como el mar. Eran los ojos más extraños que he visto en el rostro de un niño, porque tenían la profundidad del mar, además de su color; ojos del Oeste en el rostro del Este. Me preguntaba qué vería el alma que mirara a su Este nativo a través de ojos occidentales.

Eustace me apartó a un lado; necesitaba desahogar su alma ante alguien que conociera la historia. Señalando al niño que estaba con la madre, dijo:

—Puede imaginar lo que eso significó para nosotros, estando en nuestra posición, ¿verdad?

»No me hubiera importado soportarlo solo yo —continuó—, pero es muy duro para ella. Una crucifixión —añadió.

Escuché la voz de la madre hablando con Taverner.

—También lo ve, ¿verdad? —decía suavemente—. ¿No es maravilloso? ¿Qué he hecho yo, yo, de entre todas las mujeres, para merecer algo así?

Luego, volviéndose hacia el niño, dijo:

—¿Sabes quién es este caballero, cariño?

—Sí —dijo el niño—. También es Uno de los Nuestros, como te dije.

—Pequeño bichillo raro —dijo el padre, acariciando la cabeza de su hijo—. ¿Has encontrado a otro de tus amigos?

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