Un paseo extraño
EXTRAVAGANCIAS DE MI HERMANO FELICIANO
Una mañana fui a visitar a mi hermano Feliciano para que hiciéramos el arreglo y partición de una fuerte suma que constituía la renta anual de un vasto inmueble que por una cláusula del testamento de nuestra madre debíamos conservar indiviso.
Encontré a mi hermano en su gabinete, muy ocupado en hacer abrir unos cajones que le habían llegado. Después de saludarle comprendí que Feliciano no encontraba muy oportuna mi visita, porque proyectaba probablemente alguna de sus acostumbradas extravagancias y a él le gustaba prepararlas misteriosamente y realizarlas solo en unión de personas de su calaña nerviosa.
—Vengo a hablarte de negocios —le dije sentándome junto a una mesa de lectura y fingiendo no prestar atención a sus trabajos.
—Hermano, si es algo que se pueda aplazar, te confieso que preferiría que nos ocupáramos de ello cualquier otro día… Ya ves, hoy estoy distraído con esto que acaba de llegarme… además, he dormido poco y no tendría cabeza para cálculos y combinaciones.
—Oh, no te preocupes de eso; el asunto que me trae no es de muchas cavilaciones, esperaré a que acabes de despachar tu asunto. Después almorzaremos; me invito, y de sobremesa hablaremos. Sigue, pues, que yo no te estorbo.
Bien sabía que mi hermano hubiera preferido que me largara. Me puse a hojear los libros que había sobre la mesa. Estaban una curiosa edición del Gentibus Septentrionibus, de Olaus Magnus, llena de candorosos grabados en madera representando hombres, países y monstruos; la Cosmographia, de Munster, edición de 1596; la Geographia, de Strabón, edición de 1562; la edición latina de 1570 de Dioscórides; otra de los Viajes de Marco Polo; el Hortus Malabaricus, de Rhede; el libro de los Monstruos, de Aldobrandí ; antiquísimas cartas geográficas y derroteros seguidos por infinidad de navegantes de antaño inclusive el Períples, de Hannon el Cartaginés, y colecciones de vetustas láminas de orquídeas, criptógamas, moluscos y animales estrambóticos dibujados con la torpeza técnica de los dibujantes primitivos.
—Cualquiera diría que piensas hacer algún viaje ideal a la antigua Trapobana o a las tierras del preste Juan de las Indias. 14a verdad es que el viajero moderno estaría lucido si fuera a creer en todas estas paparruchas y se guiara por estas narraciones fabulosas y derroteros tan inexactos como enrevesados.
—Efectivamente, pienso hacer un viaje —me respondió mi hermano un tanto turbado o, mejor dicho, fastidiado con mi mal disimulada curiosidad—, voy a recorrer un país no menos extraño y curioso que los que describen Olaus, Munster y Marco Polo, y en el que seguramente encontraré una flora y una fauna más interesante que la descrita por Rhede y Aldobrandí. No acepto tu desdén por los antiguos viajantes; más fe me merecen las referencias que ellos hacen de sus andanzas que las ridículas y falsas descripciones de los viajeros modernos.
Mientras miraba yo los libros de mi hermano y este hablaba con su mayordomo, me fijaba de reojo en las diversas piezas que sacaban de las cajas. Al principio creí que se trataba de una armadura de caballero medioeval, pero fijándome mejor vi que se trataba de una escafandra. Después del almuerzo pude hablar con Feliciano del asunto que me había llevado, asunto que, como era natural, se arregló satisfactoriamente. Antes de despedirme de mi hermano procuré indagar algo sobre su próximo viaje, pues la curiosidad, a la vez que el temor, me tenían inquieto. Probablemente sería una humorada de hacer el Robinsón por algún tiempo en alguna isla desierta, en las condiciones más peligrosas y extravagantes, como era todo lo que mi hermano ideaba en el delirio de sus estupendas borracheras. Nada pude obtener y solo llegué a arrancarle la promesa de referirme, a su regreso, las aventuras que hubiera tenido.
Al cabo de un mes, durante el cual nos vimos tres o cuatro veces, recibí una esquelita de Feliciano pidiéndome órdenes. A la mañana siguiente fui a su casa para averiguar el día de su partida y poder acompañarle hasta el vapor o lo que fuera. Iba conmovido porque dados el carácter y la imaginación estrambótica de mi hermano, y dada su afición a la bebida, era muy posible que tuviera alguna ventura que le costara la vida. El mayordomo me advirtió que mi hermano estaba durmiendo, pues se había acostado de madrugada. Esperé hasta las doce leyendo en su gabinete un curioso libro titulado Cosas admirables y más admirables elogios de ellas, publicado en el año 1676 por la casa impresora de Reinen Smeti. Entre los elogios había uno titulado Elogio de las pulgas por Celio Calcagnini; otro de las moscas, por Francisco Scriban; otro de la fiebre, por Juan Menap; otro de las sombras, por Juan Dansa, y finalmente uno de la sordera por M. Schecki. Cuando entró mi hermano me saludó muy cariñosamente.
—¿Cuándo es tu viaje? Recibí ayer tu esquela.
—Mi viaje pertenece ya a la historia antigua.
—Ah, comprendo… fue un proyecto al que has renunciado; sin embargo, tu arrepentimiento es muy reciente, pues ayer pensabas emprenderlo.
—Te engañas, hermano, mi viaje ya se realizó.
—¿Cuándo?
—Ayer.
—En sueños, probablemente.
—No, de un modo efectivo; y para que te convenzas te cumpliré la promesa que te hice de referirte las peripecias.
Encendimos los cigarros y Feliciano me refirió poco más o menos lo que en seguida paso a narrar:
El mismo día en que Feliciano recibió su escafandra quiso probarla, y para ello hizo llenar de agua la amplia tina de mármol en que se bañaba. En los primeros ensayos no estuvo feliz, pues, a veces, la cantidad de aire respirable que se producía en el depósito no era suficiente, y el nuevo buzo se veía acometido por las angustias de la sofocación. Pero al fin logró normalizar la producción de oxígeno. Durante dos semanas transformó su cuarto de baño en alcoba, en la alcoba más estrambótica del mundo. Hizo introducir en la tina un colchón de algodón y una almohada, y por un mecanismo semejante al de las incubadoras de microbios, logró mantener la temperatura del agua entre 30 y 38 grados de calor. Respiraba el aire atmosférico por medio de tubos de caucho que remataban en flotadores. De noche se desnudaba gravemente como si estuviera en su domicilio, se ponía su casco de buzo, encima una camisa de dormir, cogía un libro y se acostaba. La luz de la palmatoria le llegaba a través de las capas líquidas con una gran fuerza. Las imágenes de todos los objetos del cuarto tomaban proporciones enormes, y cuando agitaba la superficie del agua con una chapoteada, las imágenes de los objetos se entregaban a una danza infernal, en la que las líneas y colores de un objeto se precipitaban sobre las del otro, se enredaban, se anudaban sin concierto, hundiendo por ejemplo el lavatorio deformado dentro de las carnes destrozadas de una Niove de mármol. En cuanto Feliciano se acostaba se ponía a leer hasta que le venía el sueño, y entonces, con un abanico apagaba la luz, arrojaba el libro convertido en una papilla y dormía como un bienaventurado.
Un día se le ocurrió exagerar su invento e hizo traer una docena de barbos, peces rojos, ranas y otros animales de río, para darse el placer de verles pasar entre sus ojos y las páginas. Por fin, Feliciano se cansó de esta diversión, y una mañana despidió bonitamente a las ranas y peces por el ancho desagüe de la tina. Además, una de aquellas había tenido la desvergüenza de devorarle una parte del colchón y de morderle los tubos de caucho que conducían el aire exterior, y en una ocasión se despertó ahogándose con el agua que se le introducía por la boca y la nariz.
Pero Feliciano no había hecho traer su escafandra para dormir con ella, sino con otro objeto. Una noche, a las dos, salió de su casa vestido con la escafandra bien provista de oxígeno, dos lámparas y una piqueta. Levantó la tapa del buzón que había en el centro de la calle, y por medio de una escalera de cuerda se sumergió en el obscuro reino de las alcantarillas, en esa red sinuosa de callejas de un metro de ancho que constituye todo un mundo subterráneo, toda una ciudad con sus calles y sus habitantes. A modo de un turista se había provisto mi hermano de un plano del alcantarillado. Caminó algunos pasos y se vio envuelto en una obscuridad espesa, dura, que apenas podía romper la luz de la linterna. El agua le llegaba en algunos sitios a la rodilla y en otros hasta el vientre. Su entrada produjo una verdadera revolución. Millones de cucarachas rojas se pusieron en movimiento: estaban azoradas con la luz y muchas se precipitaban locas sobre Feliciano, pataleando para impedirle que avanzara. Se oía el zumbido de su torpe vuelo como el soplo de una tormenta ligera. Feliciano veía brillar sus microscópicos ojillos preñados de ira y estupefacción. La pared estaba tachonada de puntitos que tenían el brillo de la miel y todo eso se agitaba, subía, bajaba, huía, atacaba, se desplomaba sobre el agua y volvía a subir para volver a caer sobre el importuno. Había sitios en los que el muro se había derrumbado y formado pequeños montes de barro y piedras, y sobre los que tenía que pasar Feliciano; allí tenían los sapos su madriguera; allí también había culebras inofensivas y lombrices, que al ser pisadas por Feliciano se enroscaban a sus pies en los estertores de la agonía. En otros lugares, la bóveda estaba tachonada de unas pequeñas masas colgantes que parecían higos: eran murciélagos que dormitaban, y al despertar observaban inquietos las maniobras de mi hermano, al que luego seguían dando torpes vuelos, cegados por la luz y chocando frecuentemente contra el casco y la linterna.
Sobre una piedra saliente estaba el cuerpo de un perro; brillaba desde lejos por efecto de la putrefacción, como si estuviera bañado de fósforo líquido. El cuerpo del animal estaba cubierto de innumerables bestiecillas asquerosas que pululaban, se introducían en las entrañas y salían por la boca, las vacías cuencas o por las devoradas ancas. ¡Qué horribles bichos! Sembrados de pelos y con los cuerpos glutinosos los unos, con caparazones y antenas los otros, estos largos como anguilas, aquellos cortos y con los ojos saltados como cangrejos; con ventosas los de aquí, a modo de pulpos, los de más allá negros y pesados y con alas, como pequeños cerdos o pequeñas tortugas que intentaran transformarse en mariposas. Todo aquello era una sorda labor de vida monstruosa, un reino de pesadilla con una fauna grotesca y liliputiense que hervía en el misterio. De vez en cuando pasaba rápidamente un murciélago y se llevaba a la más rolliza y entretenida alimaña. Al separarse Feliciano de ese sitio ensartó al perro en la piqueta y lo arrojó el agua con su hervidero de comensales.
En otra calle, en una hondonada de la piedra del muro vio un animalejo del tamaño de un puño; dirigió la linterna hacia él: era una enorme araña en cuyo vientre podía caber un colibrí. La araña le miraba con sus ocho ojillos fulgurantes y emponzoñados, como las puntas de ocho flechas empapadas en curare. Estaban erizados sus pelos, y sobre el coselete se veía la palpitación ansiosa de un luchador que espera la agresión; el mecanismo de sus colmillos se agitaba pausadamente. La araña reposaba sobre los restos de otros animaluchos que habían caído en sus estrategias feroces. Feliciano la contempló un rato, reflexionando en toda la crueldad de ese animalejo que en medio de ese mundo tenebroso era un tigre, con todas las astucias y ferocidades de un felino. Feliciano le azuzó con la punta de su dedo enguantado, la bestezuela mordió y entonces mi hermano la atravesó con su pica.
En otro lugar encontró un matrimonio de escuerzos; la enorme bocaza de los dos animales parecía contraída por una sempiterna sonrisa, en tanto que las miradas de sus ojos parecían perderse en ensueños de una voluptuosidad estúpida. Los chupos y vejigas de sus cuerpos trasudaban una especie de resina asquerosa. De un puntapié les arrojó mi hermano al agua y allí se sumergieron alegremente, para posar después sus amores sobre otra piedra.
Feliciano continuó su paseo entre una nube de cucarachas y murciélagos, despertados por el ruido de una carreta que pasó estremeciendo la bóveda. En aquel sitio las aguas infectas arrastraban inmundicias y detritus de formas y coloraciones infinitas. El agua le llegaba allí hasta el pecho. Parecía aceite, tal era su densidad saturada con el desecho de miles de organismos humanos. La vida y la muerte tenían allí su factoría misteriosa, entre esas masas que flotaban cubiertas de hongos y raras herborizaciones engendradas por la tiniebla y la humedad. De esa obscura alquimia de la descomposición y de la podre surgían millones de organismos vegetales y animales, que a la vez que eran formas de la vida contenían todos los poderes de la muerte. Una gota de esas aguas infiltrada en una vena humana habría producido el tifus, la tuberculosis, el cólera, la viruela, el cáncer o la lepra. Había allí todo un mundo de seres indescriptibles, seres con órganos atrofiados o con nuevos órganos que parecían creados por la fantasía de un loco o por el enlace sexual de anfibios con plantas acuáticas, al modo de esa fauna extravagante de las viñetas. Las piedras estaban cubiertas de hongos y líquenes de variadísima coloración. Las había grises que parecían una cabeza tiñosa; las había amarillas que simulaban purulencias; otras suavemente purpúreas, que hacían el efecto de quistes cancerosos; blancas y apelotonadas como desborde de sesos. Todo allí tenía la coloración de la ferocidad; así, los hongos tenían la corteza con jaspes, como la piel de una serpiente o de un tigre real; los helechos parecían manojos de víboras y el rojo de los musgos, al bordear los hoyos, parecía sangrienta presa retenida en las sombrías fauces de una fiera…
Al dirigir Feliciano la luz de la linterna por las paredes observó que había varios agujeros, disimulados bajo las herborizaciones. Vio relucir dos puntitos luminosos: al principio creyó que eran dos gotas de agua; eran los ojos de una rata. Luego asomaron otras y de todos los huecos salieron las cabezas de estos roedores. De improviso saltó una rata que chocó contra el casco de Feliciano, y otra, y otra, y cien más que le atacaron con verdadera saña. De todas partes salían ratas que se precipitaban a morder el caucho de sus pantalones. Feliciano se dio cuenta del inminente peligro que corría de ser devorado por esas feroces bestiecillas, colocó la linterna entre dos piedras y blandió la pica; de cada golpe mataba a cinco o seis, hasta que comprendieron lo infructuoso de su ataque y huyeron a sus madrigueras.
Uno de los buzones estaba abierto y, al pasar por debajo Feliciano, había dos perros curiosos que atisbaban ladrando; al verlo, huyeron dando aullidos lastimeros, espantados de su extraño aspecto.
En seguida regresó Feliciano; ya la luz del alba se veía por el buzón. Cuando llegó a su casa se desvistió, se bañó y se acostó, con la imaginación llena de visiones. Le parecía que había hecho con Virgilio la travesía de los siete círculos del infierno, de un infierno acuático, en el que las sabandijas eran las almas penadas; Paolo y Francesca, esos dos inmundos escuerzos a quienes arrojó de una patada, y Ugolino, el conde antropófago a quien el hambre hizo devorar los cadáveres de sus hijos, esa araña gigantesca que le miraba con sus ocho ojillos relucientes como las cabezas de ocho alfileres de oro.