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por Cristina M. Caladia
Tenía que hacer una larga lista de cosas al llegar a casa. Ni puente de fin de semana ni hostias. Él se llevaba el trabajo una vez más. Hacía dos horas que se había quedado solo en la oficina, por no haber, ni estaban las señoras de la limpieza con su aspirador que ponían punto y final, cada día, con su peculiar banda sonora. Preso del sistema y cargado con el portátil, se metió en el ascensor que le llevaría desde la planta sesenta y cinco al húmedo aparcamiento, donde le esperaba el coche para llevarle a una solitaria y fría casa de un barrio residencial cualquiera sin nada en la nevera. Llamaría al chino. Ya estaba saboreando el wantán cuando con un chirrido estridente el ascensor se paró.
El corazón se le aceleró. Esperó unos segundos prudenciales, danto tiempo, en vano, a que volviera a ponerse en marcha. Las luces se apagaron para volverse a encender con la misma facilidad. Recorrió el espacio que le separaba para tocar la alarma del ascensor. Dos, tres veces. Nada. Bueno, por lo menos era espacioso. «¿Cuáles son las posibilidades de que ni un mísero vigilante de seguridad esté en el edificio? ¿Y de que no oigan el timbre?», pensó. Era un gran rascacielos de oficinas, eran las diez de la noche y víspera de puente, tenía que haber alguien. Volvió a tocar la campana y sólo le contestó el más despiadado silencio.
Se aflojó el nudo de la corbata y sacó el móvil. Si no oían la puta alarma del ascensor llamaría directamente a los bomberos. Pero no daba tono, ¿cómo era posible que un ascensor de un edificio como aquel pecara del fallo más clásico? Sin cobertura. Empezó a dar vueltas, los ascensores deberían estar monitorizados. Mandarán a alguien, se dijo. Pero los minutos pasaban y se sorprendió a sí mismo pensando si se le agotaría el oxígeno. Desechó la idea, las luces estaban encendidas y la ventilación, por ende, también.
—¡Joder! —Dio un golpe a la puerta, con rabia, con impotencia—. ¡Socorro! ¿Hay alguien? —Siguió dando golpes a la puerta, hasta que, como única respuesta, le quedaron las manos doloridas.
Se quitó el flequillo de la frente y apoyó la espalda en la pared. Aquello no podía estar ocurriendo, lo más patético era que nadie se daría cuenta de su ausencia.
—Señor, le estamos viendo, tranquilícese. —La voz llegó de una de las esquinas del ascensor—. Hemos avisado al servicio técnico, pero, con las horas que son, tardarán unos veinte minutos. Asienta si me oye. —Asintió—. Estupendo, relájese que en seguida le sacaremos de ahí.
Por lo menos no estaba solo. Se sentó, más relajado. Alguien sabía que estaba allí encerrado, ya sólo era cuestión de minutos. Podía soportarlo. Se puso los brazos en las rodillas flexionadas y se sujetó la cara con las manos. Respiró hondo, ahora más tranquilo. Pero un estruendo y una sacudida en el ascensor volvieron a acelerarle el pulso. Miró hacia arriba como si allí estuvieran todas las respuestas. Sin previo aviso el ascensor se puso en marcha a más velocidad de la adecuada. Se levantó de un salto y se sujetó como pudo a las paredes. El frenazo que dio le arrojó a la pared contraria tirándole de nuevo al suelo.
—¡Joder! El ascensor se ha puesto en caída libre —dijo mirando a la cámara. Se fijó en la planta —¡Eh! —Zarandeó los brazos—. Todavía estoy en la planta cuarenta y nueve, ¿se va a descolgar esto? ¡Joder! —Dio un golpe y una patada a la pared.
—Caballero, hemos… —La voz se difuminó y sonó distorsionada—. Vendrán… —El altavoz rugía, demasiado alto, el volumen era ensordecedor. Le siguió un pitido, que parecía haberse escapado de la frecuencia canina. Se tapó los oídos con las manos, le iba a estallar la cabeza. Hasta que se hizo el silencio y la oscuridad.
Al principio se relajó, pero luego se preocupó. Por primera vez vio la posibilidad de morir allí, solo, en el trabajo. Era irónico y perturbador. Se levantó y pulsó el botón de la campana iluminado por el halo naranja de la luz de emergencia, pero esta vez no sonó nada en absoluto. Aporreó la puerta insistentemente, obviando el dolor de sus manos. Por lo menos estaba ocupado. Intentó abrirla con los dedos, pero no se movieron ni un milímetro.
—¿Hola? —Una voz femenina venía del exterior.
—Hola, joder, estoy aquí encerrado, en el ascensor. He bajado siete plantas de golpe. —Respiró agitadamente—. ¿Puede llamar a alguien?
—Sí.
Le pareció oír unos pasos, pero no podía saberlo con seguridad. Bueno, por lo menos alguien había oído sus golpes. Miró el reloj, las once menos cuarto. Algo crujió en el ascensor, y le pareció estar a bordo de un barco. Sonidos nada alentadores. Se quitó la corbata y se desabrochó y arremangó la camisa. Se notaba que estaba sin ventilación, sudaba.
—Han dicho que están de camino.
—¡Joder! Es una puta emergencia, si se descuelga…
—Tranquilo… Te sacarán, ya lo verás. —Su voz era pausada, amable. Se sentó de nuevo en el suelo.
—Debería haberme ido a casa antes, pero se me fue la hora… Nadie me espera, así que me da igual quedarme solo. Sin compañeros, tengo mejor conexión que en casa, por eso me quedo…
—Es normal teniendo trabajo…
—Sí, de eso no me falta. La verdad, es lo único que tengo… Y ya tengo una edad, ¿sabes? Al principio, me dije, hasta que me asiente. Luego me han ido ascendiendo, más responsabilidades, más trabajo…
El ascensor volvió a sonar, como si no aprobara lo que estaba diciendo. Se puso en pie, histérico ahora.
—Ayúdeme, por favor, intente abrir la puerta desde ahí.
—Está bien, iré a por algo para hacer palanca.
La chica, al menos tenía voz de chica, volvió a los pocos minutos, aunque a él se le hicieron eternos. Tenía la camisa empapada de tanto sudar por los nervios. Las puertas se separaron levemente y metió los dedos para ayudar a empujar. Ambos siguieron haciendo fuerza, hasta que sonó un clic y, por más que intentó moverlas, las puertas quedaron ancladas. Apenas habían conseguido separarlas cinco centímetros. Lo suficiente para ver un ojo azul y cabello rubio. Y más oscuridad. Se habrá ido la electricidad de todo el edificio.
—¡Joder! No puedo salir.
—Tendrá un mecanismo de seguridad que las bloquea.
—Me cago en la puta.
Volvió a aporrear la pared y, tras el silencio después de sus golpes, se apagó la luz de emergencia de dentro del ascensor y se quedó completamente a oscuras. Sintió claustrofobia de inmediato, porque por la leve rendija apenas se colaba claridad. Estaba perdido en la negrura. Se sujetó a la pared para no perder la referencia y se agachó abrazándose las rodillas.
—¿Hola? ¿Sigues conmigo? —Sólo oía su agitada respiración. La chica no contestaba.
Le vino un olor a quemado, que le asustó aún más. El puto ascensor se iba a caer con el dentro. Podía oler los cables quemados. Un aire frío le sopló la cara. Una corriente. «Será de la rendija», pensó. Por lo menos le entraba aire, ya que estaba consumiendo demasiado oxígeno. Pero para lo único que sirvió fue para dejarle el sudor frío, helado. Se bajó las mangas de la camisa. Estaba sudando pero tenía mucho frío. Sintió que algo le rozaba la frente y el intenso olor a chamuscado se intensificó. La cabeza amenazaba con estallarle, inmerso en esa oscuridad y dejando a sus ojos inútiles. O, a lo mejor, moría de un infarto, eso simplificaría las cosas. Notó otra leve caricia en la mejilla, más nítida, más tangible, y se echó para atrás instintivamente dándose en la cabeza contra la pared. Se puso en pie.
—¿Hola? ¿Has vuelto? —dijo, más por no volverse loco y seguir hablando que por esperar una respuesta.
Silencio. Avanzó, alejándose de la puerta hacia una esquina del ascensor, tanteando con las manos. El olor a quemado seguía acompañándolo. El ascensor volvió a crujir. Ya estaba casi en la esquina, ahí el frío era tangible, como si estuviese bajo un aparato de aire acondicionado. Notó que se le movió el flequillo por el aire.
—Oye, ¿por qué te has ido? Si me estabas ayudando.
—Sigo aquí —contestó una voz gutural.
Se giró hacia la derecha y de repente se encendieron las luces. La vio, era horrible, desfigurada y con unos intensos ojos azules. El estómago se le iba a salir por la boca. Lo que lo impidió fue que el ascensor volvió a caer, y tuvo que agacharse y cerrar los ojos. Se olvidó de la imagen y sólo pensó en su propia muerte, en su vida y en el tiempo que había perdido. Era un escéptico, siempre lo había sido, pero había tenido el fantasma de una chica a escasos centímetros de su cara.
Todo volvió a quedarse quieto. No se había estrellado. Se giró pero volvía a estar solo en el ascensor. Un ruido fuerte golpeó la puerta, lo que hizo que saltara hacia atrás.
—Somos los bomberos, apártese de la puerta, vamos a sacarle de ahí.
El alivio recorrió cada poro de su piel. Si salía no volvería a subir en un ascensor en su vida. En cuestión de dos minutos las puertas se abrieron y vio a dos bomberos animándole a salir. Estaba preso de la desorientación.
—¿Dónde estoy?
—Señor, está en el rascacielos Waldorf, donde trabaja. Concretamente en la planta cincuenta y ocho.
—¿Cómo que en la cincuenta y ocho? Pero si el ascensor ha caído varios pisos.
—Será fruto de la conmoción, ha estado quieto todo el tiempo.
—¿De qué coño está hablando? Si se han apagado las luces y luego he caído hasta la cuarenta y nueve, donde me ha ayudado una chica a… —Sintió un escalofrío.
—Eso es imposible señor —le decía el de seguridad—. La planta cuarenta y nueve está en reformas por el incendio que sufrió hace dos semanas.
—He estado una hora y media ahí dentro, ¿me está diciendo que he tenido una alucinación?
—¿Hora y media? No digo que no se le hiciera largo, pero ha estado ahí encerrado apenas quince minutos. Los bomberos han venido enseguida. ¿No recuerda que hemos hablado?
—Sí, solo que…
—Tranquilo, váyase a casa y descanse.
—No pienso subirme a otro ascensor.
—Son cincuenta y ocho pisos, no sea dramático. Le acompañaré.