El hombre que buscaba

Uno de los casos de Taverner que siempre ocupará un lugar especial en mi recuerdo es el caso de Black, el aviador. Un médico corriente habría internado a Black en un manicomio, pero Taverner, con base en una de sus teorías, apostó por la cordura de dos personas, y logró salvar a ambas.

A principios de mayo, me encontraba acompañándole en su consulta de Harley Street, tomando notas de los casos mientras él examinaba a los pacientes. Habíamos derivado a varios histéricos y neuróticos para que los trataran otros especialistas cuando el mayordomo hizo pasar a un hombre completamente distinto. Parecía absolutamente sano, su rostro estaba bronceado por el aire libre y no mostraba signos de tensión nerviosa; pero, cuando cruzó su mirada con la mía, noté algo inusual en sus ojos. La expresión era peculiar. No poseía el miedo obsesivo que a menudo se ve en los ojos de los enfermos mentales; no me recordaba a nada más que a un sabueso inmerso en la carrera tras avistar a su presa.

—Creo que estoy perdiendo la cabeza —anunció nuestro visitante.

—¿De qué forma se manifiesta su problema? —preguntó Taverner.

—No puedo trabajar. No puedo quedarme quieto. No puedo hacer nada excepto recorrer el país en mi coche a toda velocidad. Miren mis multas. —Sacó una licencia de conducir llena de anotaciones—. La próxima vez me meterán en la cárcel, y eso acabará conmigo por completo. Si me encierran entre cuatro paredes, zumbaré como un escarabajo en una botella hasta que me haga pedazos. Me volvería completamente loco si no pudiera moverme. El único alivio que encuentro es la velocidad, sentir que estoy yendo a algún sitio. Conduzco y conduzco y conduzco hasta que estoy completamente agotado, y luego entro en el primer hostal que encuentre por el camino y duermo; pero eso no me hace ningún bien, porque solo sueño, y soñar provoca que las cosas sean más reales, y me despierto más desquiciado que nunca y sigo conduciendo de nuevo.

—¿A qué se dedica? —dijo Taverner.

—A las carreras de automóviles, y también a volar.

—¿Es usted por casualidad Arnold Black? —preguntó Taverner.

—Ese soy yo —dijo nuestro paciente—. Menos mal que aún no he perdido los nervios.

—Tuvo un accidente hace poco tiempo, ¿verdad? —preguntó mi colega.

—Eso fue lo que inició el problema —dijo Black—. Hasta entonces estaba bien. Me golpeé la cabeza, supongo. Estuve inconsciente tres días y, cuando volví en mí, empecé a sentirme mal, y así ha seguido desde entonces.

Pensé que Taverner rechazaría el caso, ya que una lesión de cabeza común no le interesaría demasiado, pero en cambio preguntó:

—¿Qué le empujó a venir a mí?

—Estoy hecho polvo —dijo Black—. He ido a ver a dos o tres tipos viejos, pero no he logrado sacar nada en claro de ellos; de hecho, vengo de visitar al más inútil de todos. —Nombró a una figura eminente—. Me dijo que me quedara en cama un mes, y que me recuperaría. Después de salir de allí me puse a deambular, y me gustó el aspecto de la placa de bronce que tiene usted en la puerta, así que entré. ¿Por qué? ¿No pertenece mi caso a su campo? ¿En qué se especializa? ¿En bebés o en demencia senil?

—Si una casualidad como esa le trajo hasta mí, probablemente sea de mi campo —dijo Taverner—. Ahora hábleme del aspecto físico de su caso. ¿Cómo se siente?

Nuestro paciente se retorció incómodo en su silla.

—No sé —dijo—. Me siento más como un idiota que cualquier otra cosa.

—Así —dijo Taverner— comienza a menudo la senda de la sabiduría.

Black se giró, dándonos la espalda a medias. Su forzada actitud alegre desapareció. Hubo una larga pausa, y luego exclamó:

—Siento como si estuviera enamorado.

—¿Y está enamorado? —sugirió Taverner.

—No, no lo estoy —dijo el paciente—. No estoy enamorado, solo siento como si lo estuviera. No hay una chica en este asunto, al menos que yo sepa y, sin embargo, estoy enamorado, horriblemente enamorado, de una mujer que no existe. Y no es mi lado mujeriego, sino la mejor parte de mí, y la más grande. Si no puedo conseguir que alguien me ame de la misma manera en que estoy amando, entonces perderé la cabeza. Todo el tiempo siento que debe haber alguien en algún lugar, y que ella aparecerá de repente. Debe aparecer. —Su mandíbula se endureció con una línea salvaje—. Por eso conduzco tanto, porque siento que, al doblar la próxima curva, la encontraré.

El rostro del hombre estaba temblando, y vi que sus manos estaban empapadas por el sudor.

—¿Tiene alguna imagen mental de la mujer que está buscando? —preguntó Taverner.

—Nada concreto —dijo Black—. Solo la siento. Pero la reconoceré en cuanto la vea; estoy seguro de ello. ¿Creen que tal mujer existe? ¿Creen que es posible que la conozca alguna vez? —nos suplicó con la patética ansiedad de un niño.

—Si es o no de carne y hueso, no puedo decirlo en este momento —dijo Taverner—, pero de su existencia no tengo la menor duda. Ahora dígame, ¿cuándo notó por primera vez esta sensación?

—El primer estallido que tuve —explicó Black— fue durante la caída en picado que me llevó a la cama. Bajamos, bajamos, bajamos, más y más rápido, y, justo cuando estábamos a punto de estrellarnos, sentí algo. No puedo decir que viera algo, pero sentí un par de ojos. ¿Puede comprender a qué me refiero? Y, cuando regresé de mis tres días fuera de combate, estaba enamorado.

—¿Qué cosas sueña? —preguntó Taverner.

—De todo tipo; nada especialmente terrorífico.

—¿Nota algún patrón en sus sueños, algo que se repita?

—Ahora que lo menciona, sí. Todos ocurren bajo un sol brillante. No son exactamente orientales, pero van en esa dirección.

Taverner le tendió un libro de viajes a Egipto ilustrado con acuarelas.

—¿Algo así? —preguntó.

—¡Vaya! —exclamó el hombre—. Eso es exactamente lo que vi. —Miró ansiosamente las imágenes y luego de repente apartó el libro—. No puedo mirarlo —dijo—; me hace sentir… —Se colocó la mano en el plexo solar, buscando una comparación—. Me hace sentir como si se me hubiera caído el estómago.

Taverner hizo algunas preguntas más a nuestro paciente y luego lo despidió con instrucciones de que se presentara si se producían algún avance, diciendo que era imposible tratar su problema en la fase actual. Por mi conocimiento de los métodos de Taverner, sabía que esto significaba que necesitaba tiempo para llevar a cabo un examen psíquico del caso, para aplicar su peculiar arte, ya que utilizaba su entrenada intuición para explorar las mentes de sus pacientes como otro hombre podría usar un microscopio para examinar los tejidos del cuerpo.

Como era viernes por la tarde, y Black era nuestro último paciente, me encontré libre después de su partida, y me puse a caminar por Harley Street preguntándome cómo iba a pasar el fin de semana, ya que una invitación con la que había contado había fallado inesperadamente. Mientras tomaba un atajo a través de un callejón a la espalda de la casa, vi a Black sacando un automóvil de un garaje. Él también me vio, y me saludó como a un amigo.

—No le gustaría dar un paseo, supongo. Voy a ponerme en camino de nuevo. ¿Le gustaría unirse a mí en la búsqueda de lo desconocido?

Habló con tono ligero y desenfadado, pero yo había echado un vistazo a su alma y sabía lo que se escondía debajo. Acepté su oferta, para su evidente satisfacción; él llenaría el vacío dejado por la deserción de mis amigos y, además, descubriría más acompañándolo en uno de sus viajes de lo que descubriría en una docena de reconocimientos en la sala de consulta.

Nunca olvidaré ese paseo en coche. Se comportó de forma normal hasta que abandonamos los suburbios más alejados, y luego, a medida que caía el crepúsculo, se produjo un cambio en él. En un lugar apartado de la carretera detuvo el coche y apagó el motor. En la quietud perfecta de esa tarde de primavera escuchamos el silencio. Después, Black se levantó del asiento del conductor y emitió un grito peculiar; consistía en tres notas menores, como la llamada de un pájaro.

—¿Por qué ha hecho eso? —le pregunté.

—No sé —dijo él—; podría llamar su atención. Uno nunca sabe. De todos modos, no vale la pena perder una oportunidad.

Arrancó el auto y me di cuenta de que la búsqueda acababa de comenzar. Observé la aguja del velocímetro avanzando alrededor del dial mientras nos precipitábamos hacia la oscuridad creciente.

Los setos se alejaban a ambos lados convertidos en un borrón gris. Las ciudades y los pueblos pasaban con un rugido, con sus habitantes, afortunadamente, manteniéndose fuera de nuestro camino. Superamos pendientes y nos precipitamos en valles como una piedra lanzada por una honda. Pronto, desde la cima de una colina, sentimos el viento del Canal en nuestras caras. Black lanzó el coche por una pendiente tan empinada como la pared de una casa y luego se detuvo en seco, el capó rozando los quitamiedos. Frente a nosotros estaba el mar. Estoy convencido de que ninguna otra cosa podría haber detenido nuestra carrera. Black miró las olas durante unos momentos; luego sacudió la cabeza.

—La he vuelto a perder —dijo, y apartó el coche del borde de la carretera—. Sin embargo, esta noche he estado más cerca de ella que nunca.

Pasamos la noche en un hotel y, al día siguiente, Black me llevó de regreso. Calculé que llegaríamos antes del anochecer. No tenía intención de acompañarlo en la persecución de su sueño otra vez.

Al regresar, informé a Taverner de mi experiencia.

—Es un caso interesante —dijo—, y creo que proporcionará un muy buen ejemplo de mi teoría de la reencarnación.

Yo conocía la creencia de Taverner de que el alma ha vivido muchas vidas antes de la actual, y que las experiencias de esas vidas contribuyen a la formación del carácter actual. Cuando se enfrentaba a un estado mental para el cual no podía encontrar una causa adecuada en el presente, era su costumbre investigar el pasado, obteniendo el registro de las vidas anteriores del paciente a través de esos medios secretos en los cuales era un maestro. Durante los primeros días de mi asociación con Taverner consideraba que esos registros eran imaginarios, pero cuando vi cómo Taverner, trabajando con esta idea, era capaz de predecir no solo lo que una persona haría, sino en qué circunstancias se encontraría, comencé a ver que en esta extraña y antigua teoría del Este podríamos encontrar la clave de gran parte del desconcertante misterio de la vida humana.

—¿Cree que Black está sintiendo el efecto de alguna experiencia en una vida pasada? —pregunté.

—Algo así —dijo Taverner—. Creo que el picado en espiral tuvo el efecto de hipnotizarlo, y que entró en esa parte particular de su memoria donde se almacenan las imágenes de vidas anteriores.

—Supongo que está reviviendo vívidamente alguna experiencia del pasado —comenté.

—No creo que sea exactamente eso —dijo Taverner—. Si dos personas sienten entre ellas una emoción intensa, ya sea de amor u odio, esa emoción tiende a unirlos. Si ese vínculo se renueva vida tras vida, se vuelve muy fuerte. Black, evidentemente, ha formado algún vínculo así, y está sintiendo su unión. Por lo general, estos recuerdos permanecen en silencio, y solo son despertados por la aparición de la segunda persona. Es entonces cuando vemos esos extraordinarios amores y odios que perturban el estado ordenado de las cosas. Black ha recuperado sus recuerdos debido la hipnosis provocada por la caída en picado. Ahora queda por ver cómo resolverá su problema.

—¿Qué pasa si esa mujer no está en la Tierra?

—Que tendremos un lío singularmente desagradable —dijo Taverner.

—¿Y si está en la Tierra?

—Que el lío podría ser aún peor. Estas atracciones provenientes del pasado no conocen barreras. Black conducirá su coche a través de los Diez Mandamientos y la Constitución Británica para llegar hasta ella. No se detendrá hasta caer exhausto.

—Nuestro paseo nocturno terminó solo ante la muralla del mar —dije.

—Exactamente. Y una noche no terminará ahí. El problema es que aunque Black puede sentir la presencia de la mujer en su estado anormal, no puede localizarla. Para él, parecerá venir desde todos los puntos cardinales a la vez. Tendremos que proceder con mucha precaución, Rhodes. Primero debemos averiguar si la mujer está en la Tierra o no; luego debemos averiguar cuál es su situación. Puede ser una sirvienta de cocina o una princesa; lo suficientemente mayor como para ser su abuela o llevar aún pantalones cortos; eso no supondrá ninguna diferencia para Black. Además, puede que no esté libre, y difícilmente podremos arrojarlo al seno de una familia respetable.

A la mañana siguiente, Taverner me informó de que sus métodos ocultos le habían permitido localizar a la mujer, que estaba en la Tierra y tenía unos veintitrés años.

—Ahora debemos esperar —dijo—. Tarde o temprano, ese tremendo deseo de Black los reunirá. Me pregunto si ella es consciente aún de la atracción.

Unas semanas después, una tal señora Tyndall llevó a su hija Elaine a la consulta de mi colega. Parecía que la chica estaba desarrollando delirios. Varias veces había despertado a toda la casa anunciando que había un hombre en su habitación. Se imaginaba que oía a alguien llamándola, y solía deambular por la noche, dando largos paseos después del anochecer, y a menudo acabando agotada y a kilómetros de su hogar, teniendo que buscar algún medio de transporte para regresar.

—¿No tiene lapsos de memoria? —preguntó Taverner.

—Nunca —dijo la chica—. Sé exactamente dónde estoy y qué estoy haciendo. Siento como si hubiera perdido algo y no pudiera descansar hasta encontrarlo. Salgo a buscar, no sé qué. Sé que es ridículo comportarme de esta manera, pero el impulso es tan fuerte que cedo ante él a pesar de mí misma.

—¿Siente algún miedo por esa presencia de la que es consciente en su habitación?

—Al principio lo sentía, parecía tan extraño e inquietante… Pero ahora me siento más tentada que otra cosa. Es como tratar de recordar un nombre que se te ha escurrido de la memoria. ¿Conoce esa sensación?

—Me gustaría tener a su hija bajo observación en mi residencia clínica —le dijo Taverner a la madre, y vi que no consideraba el caso como la locura de tipo común que parecía ser.

La señorita Tyndall fue instalada en la residencia de Hindhead, que era la sede de Taverner aunque usara su despacho de Harley Street para las consultas. Me agradó la chica. No tenía las pretensiones de una belleza sorprendente, pero tenía carácter.

Durante algún tiempo nuestra paciente llevó la vida de una chica normal; pero una tarde vino a verme.

—Doctor Rhodes —dijo—, quiero dar uno de mis paseos nocturnos. ¿Le importaría mucho si lo hiciera? No sufriré ningún daño; sé lo que estoy haciendo, pero estoy tan inquieta que siento que debo moverme y salir a espacios abiertos.

Hablé con Taverner. Conocía su política de permitir que los pacientes siguieran sus caprichos en la medida de lo posible.

—Deja que vaya, por supuesto —dijo—. Acompáñala y observa lo que hace. No podemos dejar que la chica deambule por estos páramos sola, aunque no creo que le ocurra el menor daño.

La señorita Tyndall y yo salimos a la cálida oscuridad de la noche de primavera. Ella marcó el ritmo con una zancada ágil y sin esfuerzo que nos condujo rápidamente por los senderos rodeados de brezo. Estábamos subiendo hacia las zonas altas de Hindhead, y la subida era difícil al ritmo que llevábamos. Nos detuvimos bajo la protección de un pequeño bosque de pinos.

—Escuche —dijo la chica—; qué quietud. ¿Sabe algo de aves? Tenemos un búho cerca de casa que lanza su ululato en tres notas. Nunca he logrado averiguar dónde está. A menudo lo oigo poco después del anochecer.

Habíamos superado el punto donde el antiguo camino de carros cruzaba la moderna carretera asfaltada. Debajo de nosotros estaba el monumento en memoria del marinero asesinado, y arriba se alzaba la gran cruz celta que da descanso a las almas de los ahorcados. A lo lejos, en la quietud de la noche, se oía aproximarse un automóvil a toda velocidad desde Thursley. Lo observamos mientras pasaba junto a nosotros, una sombra tras el resplandor de sus faros. Pensé en ese salvaje paseo nocturno hacia la costa y me pregunté si había otra alma en tormento que buscaba escapar a toda velocidad de un infierno interno.

La chica a mi lado de repente agarró mi brazo.

—Siento como si mi alma estuviera siendo arrancada de mi cuerpo —jadeó—. Me siento atraída hacia un remolino. ¿Qué está pasando? ¿Qué significa?

La tranquilicé lo mejor que pude y emprendimos el camino de regreso a casa. La señorita Tyndall estaba ahora completamente alterada, asustándose ante cada arbusto.

De repente se detuvo a escuchar.

—Aquí viene —dijo.

Ni ella ni yo vimos nada, pero estaba tan seguro como ella de que no estábamos solos.

—Los gitanos abundan por estos lugares —dije.

—No son gitanos —respondió—, es la Presencia. Lo sé perfectamente. No hay necesidad de asustarse; nunca hace ningún daño, pero ¿no es una sensación extraña?

Ella se detuvo y me miró, su rostro tenso bajo la incierta luz que precede a la salida de la luna.

—Hay algo que quiero, doctor Rhodes; no sé qué es, pero seguiré deseándolo hasta que muera, y nunca desearé nada más. Si no lo encuentro, entonces sabré que he vivido mi vida en vano.

Cuando regresamos descubrimos que Taverner no estaba. Había ocurrido un accidente en la intersección de Hindhead; los médicos locales no estaban disponibles y habían llamado a Taverner para brindar los primeros auxilios, aunque no formara parte de la asistencia general de la zona. La señorita Tyndall me deseó buenas noches y se fue a su habitación, y yo estaba debatiendo si me iba a la cama cuando sonó el teléfono.

—¿Eres tú, Rhodes? —dijo la voz de Taverner—. Estoy llevando a un hombre hacia allí. ¿Puedes preparar cama para un caso quirúrgico?

No pasó mucho tiempo antes de que escuchara el automóvil afuera y ayudara a descargar la improvisada camilla.

—Otra curiosa coincidencia —dijo Taverner, con la unilateral sonrisa que reservaba para el escepticismo, y vi que el hombre que estábamos cargando era Arnold Black.

—Entonces era su coche el que escuchamos en la carretera de Portsmouth —exclamé.

—Muy probablemente —dijo Taverner—. Estaba conduciendo a su ritmo habitual, no logró frenar en el cruce de caminos y rodó por el barranco hacia los arbustos.

—Debe haber fallado la dirección —dije.

—O quizá su mente —dijo Taverner.

Colocamos a nuestro paciente en la cama, y lo estábamos acomodando para la noche cuando una enfermera vino a decirnos que la señorita Tyndall estaba en un estado muy agitado. Dejamos a la mujer a cargo de Black y fuimos a la habitación de la chica.

La encontramos sentada en la cama, excitada, como había dicho la enfermera, pero aún dueña de sí misma.

—Es la Presencia —dijo—; es tan fuerte que siento como si en cualquier momento pudiera ver algo.

Taverner bajó la luz.

—Veamos si podemos echar un vistazo —observó.

Es peculiaridad de un místico que su presencia estimule las facultades psíquicas de quienes están con él, y Taverner era un místico de tipo no ordinario. No tengo nada de místico en mi naturaleza, pero, cuando hay entidades astrales cerca, me atraviesa una sensación parecida a lo que de niños llamábamos «alguien ha caminado sobre mi tumba». Taverner a menudo me describía la apariencia de la cosa que daba lugar a esas sensaciones tal y como se presentaba ante su vista entrenada, y, después de un poco de práctica, descubrí que, aunque rara vez podía ver algo, podía localizar la dirección de donde venían las vibraciones.

Mientras esperábamos en la habitación oscura, me di cuenta de esta sensación, y luego exclamó Taverner:

—Mira, Rhodes, hasta tú debes ver esto, porque es el doble etérico saliendo del cuerpo físico.

Junto a la chica, en la cama, un montón de niebla gris en forma de ataúd se estaba extendiendo. Mientras lo observábamos, vi que tomaba forma, y pude trazar el contorno distintivo de una figura humana. Lentamente los rasgos se volvieron claros, y reconocí el delgado rostro de indio americano de Arnold Black. La chica se levantó y miró con asombro la forma junto a ella. Luego, con un grito, intentó recoger el montón gris entre sus brazos.

—Ha venido, ha venido —exclamó—. Miren. Puedo verlo. Es real.

Pero la materia impalpable la eludió, sus manos pasaron a través de ella como a través de una niebla, y con un grito de angustia se inclinó sobre la forma que no podía sostener.

—¿Qué significa todo esto? —le pregunté a Taverner.

—Significará la muerte si no podemos devolverlo a su cuerpo —dijo—. Ese es el doble etérico de Black, lo que llamarías su fantasma, el cuerpo sutil que lleva las fuerzas vitales. Está inspirado por las emociones y, al estar libre por el momento, ha venido hacia el objeto de sus deseos: el alma renacida de la mujer que amó en el pasado. El cuerpo astral ha estado aquí muchas veces antes; fue de eso de lo que ella fue consciente cuando sintió lo que llama «la Presencia», pero nunca antes había podido venir en una forma tan definida como esta.

»Significa que Black está a punto de morir. Debemos inducir a esta forma gris a regresar a su morada carnal.

Taverner puso la mano en el hombro de la chica, atrayendo su atención.

—Venga conmigo —dijo.

—No puedo dejarlo —respondió ella, tratando nuevamente de recoger la forma sombría junto a la cama.

—La seguirá —dijo Taverner.

Sumisa, la chica se levantó. Le puse la bata sobre los hombros y Taverner le abrió la puerta. La chica nos precedió por el pasillo, la masa de niebla gris yendo a la deriva tras ella, sus contornos fusionados en una niebla informe. Ya no estaba en posición horizontal, sino vertical, parecía una sábana sostenida por un pico. Ella avanzaba delante de nosotros por el pasillo; posó la mano en la puerta de la habitación donde yacía Black, se detuvo, luego entró y por último retrocedió, confundida, al quedar revelada, bajo la luz de la noche, la forma de un hombre tumbado en la cama.

—Yo… yo… les pido perdón —balbuceó, e intentó retroceder, pero Taverner la empujó y cerró la puerta.

La llevó suavemente hacia la cama.

—¿Alguna vez había visto a este hombre? —preguntó.

—Nunca —respondió ella, mirando con rara fascinación el rostro inmóvil en la almohada.

—Mire directamente en su interior, enfréntese a su alma desnuda, y dígame qué significa él para usted.

La voluntad de Taverner la obligó, y el barniz del presente se desvaneció en ella; el yo más grande que había descendido a través de las edades se agitó, se despertó y por un momento tomó el control de la personalidad menor.

La vida de un hombre y el destino de dos almas estaban en la cuerda floja, y Taverner forzó a la chica a enfrentarse al problema.

—Mire en lo más profundo de su ser y dígame qué es este hombre para usted.

—Todo.

La chica se puso enfrente de él, respirando como si hubiera terminado una carrera.

—¿Qué haría por él?

—Todo.

—Piense bien antes de comprometerse, porque, si devuelve esa alma a su cuerpo y luego falla, habrá cometido un pecado muy grave.

—No podría fallar aunque lo intentara —respondió la chica—. Algo más fuerte que yo me obliga.

—Entonces ordene que el alma vuelva al cuerpo y que viva de nuevo.

—¿Está muerto?

—Todavía no, pero su vida pende de un hilo. Mire, puede verlo.

Miramos y vimos un hilo plateado de niebla que conectaba al espectro gris con el cuerpo de la cama.

—¿Cómo puedo hacer que vuelva a su cuerpo?

—Concentre su mente en el cuerpo, y el espectro será atraído de vuelta a él.

Lentamente, vacilante, se inclinó sobre el hombre inconsciente y recogió el cuerpo magullado y roto en sus brazos. Luego, mientras observábamos, la grisácea niebla flotante se acercó y fue absorbida gradualmente por la forma física.

Black y Elaine Tyndall se casaron en la residencia seis semanas después, y se fueron de luna de miel en el coche de carreras que habían rescatado de los arbustos. Nada había fallado en el mecanismo de la dirección.

Mientras regresábamos a la residencia tras verlos partir, le dije a Taverner:

—La mayoría de los hombres dirían que ha emparejado a un par de lunáticos cuyas ilusiones coincidieron por casualidad.

—Y la mayoría de los hombres los habrían mandado a ambos a un manicomio —respondió Taverner—. Todo lo que he hecho ha sido reconocer el funcionamiento de dos grandes leyes naturales, y tú mismo puedes ver el resultado.

—¿Cómo supo reconstruir esta historia? —pregunté.

—Fue bastante sencillo —dijo Taverner—, tan sencillo como lo es la naturaleza humana. Ya conoces mi método. Creo que tenemos muchas vidas y podemos influir en otros con nuestros pensamientos, y encuentro que mi creencia a menudo arroja luz donde las ideas comunes fallan.

»Ahora presta atención al caso de Black. Un médico corriente habría dicho que era su mente subconsciente la que le jugaba malas pasadas; bueno, podría haber sido así, de modo que me tomé la molestia de leer la historia de sus vidas pasadas en lo que llamamos los Registros Akáshicos, donde se registran todos los pensamientos. Descubrí que en varias vidas anteriores había estado asociado con una persona del sexo opuesto, y que en su última vida había cometido el engreimiento de pretender su favor cuando ella era una princesa de la casa real y él un soldado de fortuna.

»Como recompensa por su audacia, lo arrojaron desde el techo del palacio, y murió estrellado contra las piedras del patio. Ahora puedes entender por qué la caída en picado despertó viejos recuerdos: había caído antes, terminando muerto; también puedes ver por qué se sintió “como si se le hubiera caído el estómago” cuando vio las imágenes de Egipto, ya que fue en una existencia egipcia donde sucedió todo esto. Hay muchas personas vivas en la actualidad que tienen un pasado egipcio; parece que estamos entrando en un ciclo suyo.

»También puedes ver la razón del amor de Black por la velocidad; despertaba recuerdos tenues de su último contacto con el alma que estaba buscando. Si pudiera retroceder hasta el punto donde se lanzó al vacío podría encontrar el rastro de la mujer de sus deseos. Se sintió impulsado a reproducir tan fielmente como fuera posible las condiciones en las que la había conocido por última vez.

»Como ya te he dicho, los recuerdos despertaron y Black se embarcó en la búsqueda de la mujer con la que había estado emparejado vida tras vida, y, al haber visto en los registros ocultos su unión repetida, sabía que era solo cuestión de tiempo antes de que se encontraran y, sinceramente, esperaba que ella también recordara el pasado y pudiera casarse con él. Si no lo hubiera hecho, como te advertí, habríamos tenido un lío muy desagradable. Estos lazos espirituales son diabólicos.

»Ahora, supongo que te preguntas qué casualidad fue la que me trajo a Elaine Tyndall. Sabía, como te dije, que tarde o temprano sus caminos se cruzarían. Así que simplemente me situé mentalmente en el punto de encuentro; en consecuencia, a medida que se acercaba el momento, convergieron hacia mí, y tuve el privilegio de guiarlos hacia buen puerto.

—Pero ¿qué pasa con la señorita Tyndall y sus delirios? —pregunté.

—A tus ojos parecería un caso común de locura de solterona, ¿verdad? —dijo Taverner—. Pero la entereza de la chica y su ausencia de miedo me llevaron a sospechar algo más; ella era muy concreta e impersonal en su actitud hacia sus delirios. Así que hice que viniera a Hindhead y me permitiera ver lo que ella veía.

»Tú mismo sabes lo que vimos; fue el alma de Black sacada de su cuerpo por el impacto del accidente y atraída hacia ella por la intensidad de su anhelo; no es un fenómeno inusual, lo he visto muchas veces.

—¿Cómo logró que Black volviera a entrar en su cuerpo, suponiendo que alguna vez haya salido de él?

—Cuando Elaine tocó su cuerpo, el alma de Black se dio cuenta de que podía encontrarse con ella en carne y hueso, y así buscó volver a entrar en su propio cuerpo, pero la vitalidad era tan baja que no pudo lograrlo. Si la chica no lo hubiera sostenido en sus brazos como lo hizo, habría muerto, pero él se alimentó de su vitalidad hasta que pudo recuperar la suya.

—Puedo entender el aspecto psicológico —dije—, pero ¿cómo explicar las coincidencias que los reunieron? ¿Por qué la señorita Tyndall se mostró inquieta y se dirigió a la carretera de Portsmouth, sincronizando su llegada para coincidir con el paso de Black?

Taverner miró a las estrellas que empezaban a aparecer en el cielo oscurecido.

—Pregúntales a Ellas —dijo—. Los antiguos sabían lo que hacían cuando calculaban los horóscopos.

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