Las amapolas perfumadas

—El señor Gregory Polson —dijo Taverner, leyendo la tarjeta que le habían entregado—. Evidentemente, es un miembro junior de la firma. Tienen sus oficinas en Lincoln’s Inn, así que probablemente sean abogados. Vamos a echarle un vistazo.

El trabajo de un hombre generalmente deja huella en él, y nuestro visitante, aunque era relativamente joven, ya mostraba la marca de la profesión legal.

—Quiero consultarle —comenzó— acerca de un asunto muy raro; no puedo decir que sea un caso como tal, sin embargo me parece que usted es el único hombre que puede ocuparse de esto y, por lo tanto, aunque puede que no pertenezca estrictamente a su ámbito, le estaría sumamente agradecido si pudiera investigarlo.

Taverner asintió dando su aprobación, y nuestro visitante asumió la carga de su relato.

—Supongo que habrá oído hablar del viejo Benjamin Burmister, quien hizo una fortuna enorme durante la Guerra. Nosotros, es decir, la firma de mi padre, somos sus abogados, y también amigos personales de la familia, o, para ser exactos, de las familias de sus hermanos, ya que el viejo señor Burmister no está casado. Mi hermana y yo hemos crecido con los primos Burmister como si fuéramos una gran familia; de hecho, mi hermana está comprometida en la actualidad con uno de los hijos de David Burmister, un chico tremendamente agradable, y además amigo mío. Estamos muy contentos por el compromiso, ya que los Burmister son buenas personas, aunque los otros dos hermanos no son ricos. Resumiendo: después de que Edith y Tim llevaran seis meses comprometidos, el viejo Benjamin Burmister decidió hacer un nuevo testamento y dejar su dinero a Tim, con lo que mi familia se alegró mucho más por el compromiso, aunque yo no puedo sentir lo mismo.

—¿Y por qué lo considera una desventaja?

—Porque las personas a las que lega su dinero muestran la desafortunada tendencia a suicidarse.

—¿De verdad?

—Sí —dijo nuestro visitante—, ha sucedido en no menos de tres ocasiones. El testamento que acabo de terminar a favor de Tim es el cuarto. Murray, el hermano mayor de Tim, que fue el último al que el señor Burmister eligió como heredero, se tiró por un acantilado cerca de Brighton hace aproximadamente un mes.

—Usted dice que cada vez que el señor Burmister hace un testamento el principal beneficiario se suicida —dijo Taverner—. ¿Puede hablarme de las condiciones del testamento?

—Son un tanto injustas en mi opinión —dijo Gregory Polson—. En lugar de dividir el dinero entre sus sobrinos y sobrinas (los cuales no están excesivamente boyantes en términos económicos), insiste en dejar la mayor parte solo a un sobrino. Su idea parece ser fundar una especie de dinastía (ya ha comprado una finca rural) y lograr que un solo Burmister se convierta en alguien muy influyente, en lugar de conseguir que una docena de ellos vivan acomodados.

—Entiendo —dijo Taverner—. Y, tan pronto como se hace el testamento, el principal beneficiario se suicida.

—Así es —dijo Polson—; ha habido tres suicidios en dos años.

—Vaya, vaya —dijo Taverner—, ¿tantos? Ciertamente no parece ser coincidencia. ¿Quién se ha beneficiado con estas muertes?

—Solo el siguiente heredero, quien rápidamente se suicida también.

—¿Cómo determina su cliente la elección del heredero?

—Escoge al sobrino que cree que es más probable que logre lo que él pretende.

—¿No sigue ninguna regla de nacimiento?

—Ninguna en absoluto. Elige de acuerdo con su estimación acerca del carácter, seleccionando primero a las personalidades más enérgicas. Tim es un tipo mucho más tranquilo y reservado que sus primos. Me sorprendió un poco ver que la selección del viejo Burmister recaía en él, pero ahora no hay muchas más opciones; después de todas las tragedias, solo quedan tres chicos.

—Entonces uno de esos tres hombres finalmente se beneficiará si hay otro suicidio.

—Así es. Pero es difícil concebir a un criminal lo suficientemente desalmado como para matar a toda una familia con la esperanza de que la elección final recaiga sobre él.

—¿Qué tipo de persona son estos tres primos restantes?

—Henry es ingeniero; le va bastante bien y está comprometido. Nunca destacará especialmente, pero es un buen tipo. Es el hermano pequeño de Tim. Bob, primo de ambos, es un poco vago. Hemos tenido que sacarlo de un incumplimiento y de uno o dos problemas desagradables, pero diría que es un joven de buen corazón, aunque algo irresponsable y, desde luego, su propio peor enemigo. El último de la familia es Irving, hermano de Bob, un tipo inofensivo aunque no muy aficionado al trabajo honesto. A los hijos de Joseph Burmister nunca les fue tan bien como a los de David; sentían inclinación por lo artístico en lugar de lo práctico, y ese tipo de gente nunca hace dinero.

»La esposa de Joseph, sin embargo, ha juntado una cantidad razonable de dinero, y cada uno de sus hijos consigue alrededor de ciento cincuenta al año por cuenta propia; no es una fortuna, pero los mantiene fuera de los albergues. Bob hace trabajos esporádicos para complementar sus ingresos, actualmente es secretario de un club de golf; pero Irving es el genio de la familia y ha decidido ser artista, aunque no creo que haya sido capaz de producir algo de valor. Su única ocupación, hasta donde sé, es escribir una crítica de arte mensual para un periódico, y considera que la publicidad que recibe es suficiente pago.

—No engordará mucho a ese ritmo —dijo Taverner—. ¿Cómo logra sobrevivir con sus ciento cincuenta?

—Vive en un estudio de una sola habitación, y cocina en una sola sartén. Sin embargo, no resulta tan poco atractivo como suena; tiene un gusto extraordinariamente bueno, y ha logrado que su pequeño hogar sea bastante acogedor.

—Así que esos son quienes podrían beneficiarse del testamento: un ingeniero tranquilo, un distraído de buen corazón y un bohemio artístico.

—Al principio había siete posibles beneficiarios, siguiendo la política del viejo Benjamin. Tres han muerto por su propia mano, y uno está condenado a muerte…

—¿Qué quiere decir con eso? —interrumpió Taverner rápidamente.

—¡Ah! —dijo Polson—, eso es lo que me asustó y me hizo venir a verle. Los tres hombres que están muertos se suicidaron de la misma manera, arrojándose desde las alturas. Tim estuvo en mi despacho ayer; nuestras oficinas están en la parte superior del edificio, a una altura considerable. Se inclinó por la ventana durante un buen rato y, cuando le pregunté qué estaba mirando, dijo: «Me pregunto qué se sentiría al lanzarse de cabeza contra la acera». Le dije que entrara y no hiciera el tonto, pero me dio un buen susto, sobre todo con los antecedentes de los otros suicidios, así que acudí a usted.

—¿Por qué a mí? —preguntó Taverner.

—He leído algo de ocultismo y algo de psicología, y he oído cómo combina usted los dos sistemas —dijo Polson—, y me pareció que este era un caso para usted.

—Hay algo más allá de lo que me ha contado —dijo Taverner—. ¿Qué es lo que sospecha?

—No tengo ninguna prueba en absoluto; de hecho, es la falta de evidencias lo que me ha llevado a buscar una explicación fuera de lo normal. ¿Por qué estos hombres, individuos perfectamente sanos y normales, se quitarían la vida sin ninguna razón? No se puede explicar siguiendo ninguna de las teorías aceptadas, pero, si se admite la posibilidad de la telepatía, y casi todo el mundo lo hace hoy en día, entonces me parece que sería posible asumir que alguien ha inducido una sugestión mental a estos hombres hasta lograr que se suiciden.

—No solo es posible —dijo Taverner—, sino que, en formas menos extremas, este ejercicio de presión secreta es sumamente común. En esta línea, podría contarle algunas historias curiosas en relación con la Gran Guerra. No a todos los hombres que fueron «influenciados» se los alcanzó a través de sus bolsillos; muchos fueron abordados a través del subconsciente. Pero continúe. ¿Hay alguien a quien esté vigilando, si no conscientemente, subconscientemente?

—Le he contado todos los hechos que podrían ser admitidos como pruebas. Y aunque no tengo ninguna pista que me lleve a inculpar a nadie, sospecho de Irving.

—¿En qué fundamenta esa sospecha?

—En nada en absoluto; simplemente se rige por el principio de «no me gustas, Dr. Fell»[1].

—Cuénteme sus impresiones sobre él. Sin censura.

—No es de fiar, señor. Nunca le he pillado nada, pero tampoco confiaría en él. Está metido en un grupo cuya apariencia no me gusta: juegan con hachís y cocaína, y con las mujeres de los demás. No son personas saludables. Prefiero la compañía de los promotores de empresas arriesgadas de Bob a la de los amigos de pelo largo de Irving.

»En tercer lugar, Irving es el último a quien el viejo Benjamin dejaría su dinero. Creo que se lo dejaría a Irving antes que dejarlo fuera de la familia, porque está terriblemente orgulloso del nombre Burmister, pero no le agrada en absoluto el chico. Nunca se llevaron bien; Benjamin es un tipo rudo y directo, e Irving se parece un poco a una solterona. En cuarto lugar, si conociera a Bob y a Henry, sabría que es imposible que hicieran algo así, pero Irving sí que podría; cuando un hombre tontea con drogas, puede hacer cualquier cosa. Además, ha leído lo mismo que yo; de hecho, fue él quien me introdujo a esas lecturas.

—¿Tiene alguna razón para creer que Irving es un ocultista entrenado?

—Está interesado en el ocultismo, pero no me lo imagino entrenando nada; no es más que un aficionado.

—Entonces es poco probable que pueda llevar a cabo un asesinato mental. La telepatía requiere más esfuerzo que blandir un martillo. Si alguna vez le ofrecen elegir entre ser ocultista y herrero, elija el trabajo más ligero y entre en la herrería en lugar de en la Hermandad.

»Bueno, entonces sospecha de Irving. Como dice, no hay evidencia para culpar a nadie, pero lo investigaremos y veremos qué encontramos. ¿Se acercó mucho a los herederos del viejo señor Burmister después de que el testamento se hiciera público?

—No más de lo habitual, son una familia unida y siempre pasan mucho tiempo juntos. Lo único que Irving hizo fuera de lo común fue decorarles la habitación; tiene un gusto maravilloso para los colores, pero también hizo lo mismo para muchos de nosotros, y también diseñó los vestidos de las chicas. Se le da extraordinariamente bien la decoración, y tiene afición por ese tipo de cosas; conoce todas las tiendas raras donde se pueden conseguir marcas extrañas de café y cigarrillos, y restaurantes donde se puede degustar cualquier comida exótica. Siempre me han parecido cosas en las que estaría más interesada una mujer que un hombre.

—¡Ah! —dijo Taverner—, él diseñó sus habitaciones. Eso es algo particularmente íntimo: el hombre que diseña el lugar donde vives puede ejercer gran influencia sobre tu vida, si sabe cómo aprovechar su oportunidad. Pero antes de adentrarnos más en esto, trate de pensar si había algo en común entre los hombres muertos, algo que los vivos no tengan, algún modo de vida, posesión, peculiaridad, cualquier cosa que los diferenciara.

Polson se devanó los sesos durante varios minutos.

—Lo único que se me ocurre —dijo al fin— es un perfume concreto que consigue Irving y regala a sus amistades cercanas. Lo envuelve siempre en un gran misterio, pero es que le encanta dárselas de misterioso con cosas que no tienen nada de particular; eso le hace sentirse importante.

—Bien —dijo Taverner—, finalmente hemos dado con un rastro relevante. El efecto psicológico de los olores es muy fuerte; ¿qué habrá estado tramando nuestro amigo con sus olores misteriosos?

—No lo sé —dijo Polson—, probablemente lo compra en cualquier tienda. Una vez tuvo un té maravilloso que se suponía que venía directamente de Lhasa, y descubrimos que llevaba una etiqueta de Lyons. Es ese tipo de persona.

—¿Y qué hay de este perfume? ¿Se lo dio a los hombres muertos y a nadie más?

—Solía dárselo a sus amigos cercanos, como favor especial. Su gran idea consistía en comprar esas grandes cabezas de amapola que venden en las farmacias para hacer emplastos, pintarlas de todo tipo de colores futuristas, rellenarlas con popurrí y fijarlas en el extremo de tiras de caña flexibles. Realmente quedan muy bien en un jarrón, son flores grandes y llamativas. En una ocasión me dio un ramo de esos, pero no fui honrado con el sagrado perfume que tiene en sus aposentos; Percy (uno de los fallecidos) tuvo algunas de estas flores, y le dio un ramo a Tim. Lo que no estoy seguro es de si estaban perfumadas o no.

—Entonces lo mejor que puede hacer es ir a ver a su primo, conseguir esas cabezas de amapola y traerlas aquí para que las examine.

Polson se lanzó a su misión y, mientras la puerta se cerraba detrás de él, Taverner se volvió hacia mí.

—Ves —dijo—, la ventaja de la intuición. Polson no tenía absolutamente nada en lo que basarse, pero desconfiaba instintivamente de Irving; cuando comienza a sospechar que hay juego sucio, procede a contrarrestar sus intuiciones mediante la observación, que es un método de trabajo peculiarmente efectivo, pues ya ves cómo el uso de la intuición puede marcar una línea de observación provechosa y, mediante las pistas subjetivas más sutiles y elusivas, nos conduce a lo que promete ser terreno firme. Sin embargo, debemos ver qué pruebas nos proporcionan las cabezas de amapola antes de empezar a teorizar. No hay nada tan engañoso como una opinión preconcebida; uno tiende a retorcer los hechos para que encajen en ella.

Pasamos a otros casos, y habíamos terminado con nuestras citas cuando el mayordomo nos informó de que el señor Polson había regresado y quería vernos de nuevo. Pasó a la consulta con un largo paquete en la mano, y los ojos brillantes por la emoción.

—A Tim le ha dado el perfume especial —exclamó en cuanto estuvo dentro de la habitación.

—¿Cómo logró conseguir las cabezas de amapola? ¿Le dijo por qué las quería?

—Le dije que quería enseñárselas a un amigo. No tiene sentido preocuparlo hasta que tengamos algo concreto en lo que basarnos, o podría suicidarse por pura autosugestión.

—¡Muy astuto! —dijo Taverner—. Ha sacado buen provecho de sus lecturas.

Polson desenrolló el paquete y colocó media docena de cabezas de amapola bellamente coloreadas en el escritorio. Parecían maravillosas frutas tropicales y sin duda formaban un regalo digno. Taverner las examinó una por una. Cinco de ellas no revelaron nada, excepto una lluvia de finas semillas negras, pero de la sexta emanaba un raro y denso perfume, y sonó cuando la agitó.

—Esta cabeza de amapola —dijo Taverner— va a tener un accidente. —Y la golpeó con un pisapapeles. Por la mesa rodaron tres o cuatro objetos que parecían pasas secas y, lo más curioso de todo: una piedra lunar de tamaño considerable.

Al ver esto, exclamamos al unísono. ¿Por qué alguien colocaría una gema que vale varias libras en el interior de una cabeza de amapola, donde es poco probable que se vea? Taverner dio vueltas a los objetos negros con su lápiz.

—Semillas perfumadas de algún tipo —comentó y me las entregó—. Huele, Rhodes.

Las tomé en mi mano y las olí con precaución.

—No está mal —dije—, pero irritan ligeramente la membrana mucosa; me hace sentir como si fuera a estornudar, pero, en lugar de que llegue el estornudo, la irritación parece subirse a la cabeza y causar una sensación peculiar, como si me estuviera dando una corriente de aire frío en la frente.

—Así que agitan la glándula pineal, ¿verdad? —dijo Taverner—. Creo que puedo entender el método en la locura del caballero. Ahora coge la piedra lunar en tu otra mano, sigue oliendo las semillas, mira la piedra lunar y dime los pensamientos que te vienen a la cabeza, como si estuvieras siendo psicoanalizado.

Hice lo que se me indicó.

—Pienso en agua jabonosa —comencé—. Pienso que mis manos mejorarían con un lavado. Pienso en un collar de mi madre. Pienso que esta piedra sería muy difícil de encontrar si la dejara caer por la ventana. Me pregunto qué se sentiría al ser arrojado por la ventana. Me pregunto qué pasaría si me arrojara desde las alturas. ¿Siente uno…?

—Eso es suficiente —dijo Taverner, y me quitó la piedra lunar. Miré sorprendido y vi que Polson tenía la cara entre las manos.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Y yo solía jugar con ese chico!

Miré a mis compañeros uno por uno, sorprendido.

—¿Qué significa todo esto? —pregunté.

—Significa —dijo Taverner— que alguien ha ideado una forma singularmente ingeniosa de embotellar el psiquismo. Un hombre que es incapaz de desempeñar un trabajo mental por sí mismo debido a su falta de desarrollo ha encontrado una manera de comprar ocultismo al peso. Tiene que existir una fábrica donde estén produciendo este valioso producto, y donde un sinvergüenza desalmado como Irving pueda ir y comprar unos pocos por un puñado de centavos y llevárselos envueltos en una bolsa de papel.

Tenía entendido que el trabajo de ocultismo solo podía ser realizado por hombres con dones inusuales que habían dedicado largos años a su desarrollo, y esta idea de pedir la vez en un mostrador y comprar poderes ocultos como quien compra caramelos ácidos me hizo gracia. Solo fue la expresión en el rostro de Polson lo que me impidió echarme a reír. No obstante, vi cuán mortales eran las posibilidades latentes en el plan que Taverner había esbozado de manera tan grotesca.

—No hay nada original en este esquema —dijo Taverner—. Se trata simplemente de la aplicación comercial de ciertas leyes naturales que los ocultistas conocen. Siempre te he dicho que no hay nada de sobrenatural en la ciencia oculta; es simplemente una rama del conocimiento que no ha sido adoptada ampliamente, y que tiene esta peculiaridad: sus practicantes no se apresuran a publicar sus resultados. Este truco sumamente astuto de la piedra lunar y las semillas perfumadas es el resultado de aplicar cierto conocimiento oculto a fines delictivos.

—¿Quiere decir —dijo Polson— que hay algún tipo de veneno mental dentro de esa cabeza de amapola? Puedo entender que el olor de esas semillas pueda afectar el cerebro, pero ¿qué papel juega la piedra lunar?

—La piedra lunar está sintonizada con una nota clave, y esa nota clave es el suicidio —dijo Taverner—. Alguien, no Irving (él no es tan inteligente), ha creado una imagen mental muy clara de un suicidio, uno cometido al arrojarse desde las altura, y ha impreso esa imagen (no te diré cómo) en la piedra lunar, de manera que cualquiera que esté en contacto cercano con ella verá la misma imagen surgiendo en su mente, de igual forma que una persona deprimida puede contagiar a otros su depresión sin decir una sola palabra.

—¿Pero cómo puede un objeto inanimado ser capaz de sentir emoción? —pregunté.

—No puede —dijo Taverner—, pero ¿acaso existen los objetos inanimados? La ciencia oculta enseña que no. Una de nuestras máximas es que la mente se encuentra en trance en el mineral, dormida en la planta, soñando en el animal y despierta en el hombre. Solo tienes que observar el zarcillo de un guisante buscando un soporte para darte cuenta de que los movimientos de las plantas están lejos de carecer de propósito, y la fatiga de los metales a la hora de trabajar es bien conocida. Pregúntale a tu barbero si sus navajas se cansan alguna vez, y te dirá que las deja descansar regularmente, pues el acero fatigado no se mantiene afilado.

—Ya entiendo —dije—. Pero ¿quiere decir que hay suficiente conciencia en ese pedazo de piedra como para ser capaz de captar una idea y transmitirla al subconsciente de alguien?

—Así es —dijo Taverner—. Un cristal es el desarrollo más alto del reino mineral, y hay suficiente mente en esa piedra de la mesa como para que adquiera cierta cantidad de carácter si se ejerce una influencia lo suficientemente fuerte sobre ella. Recuerda la historia del diamante Hope, así como otras gemas bien conocidas cuyos registros son conocidos por los coleccionistas. Es este desarrollo mental de los cristales el que se aprovecha en la fabricación de talismanes y amuletos para los cuales las piedras preciosas, y, después de ellas, los metales preciosos, se han utilizado desde tiempos inmemoriales. Esta piedra de luna es simplemente un amuleto maligno.

—Taverner —dije—, ¿no estará diciendo que cree en los amuletos?

—¡Por supuesto! ¿Tú no?

—¡Cielos, no, no en esta era ilustrada!

—Mi querido amigo, si encuentras una creencia universal que permanece a lo largo de todas las edades, y entre razas que no han tenido comunicación entre sí, entonces puedes estar seguro de que hay algo de verdad en ello.

—Entonces, en términos simples —dijo Polson, que hasta ese momento había mirado a Taverner en silencio—, ¿cree que alguien le ha enseñado a esta piedra lunar cómo provocar una sugestión hipnótica?

—En términos simples, sí —respondió Taverner—, de igual forma que el do central tocado en un piano hará que la cuerda del do de otro piano vibre en consonancia.

—¿Cómo logra la piedra lunar provocar la hipnosis? —pregunté, no sin malicia, me temo.

—Ah, necesita ayuda para eso —dijo Taverner—. Ahí es donde entran esas semillas perfumadas, y sería difícil encontrar un dispositivo más diabólicamente ingenioso.

»No todo el mundo tiene capacidades psíquicas, por lo que se tuvo que idear algún medio para al menos inducir sensibilidad temporal en los estoicos e indiferentes Burmisters contra los que se dirigió este dispositivo. Como incluso tú admitirás, Rhodes, hay ciertas drogas que son capaces de cambiar la condición y el estado de conciencia: el alcohol es una, el cloroformo es otra.

»En el Oriente, donde saben mucho más sobre estas cosas que nosotros, se ha realizado un estudio cuidadoso de las drogas que inducen ese cambio, y están familiarizados con muchas sustancias de las que la Farmacopea Británica no sabe nada. Existe una considerable cantidad de drogas que son capaces de producir, al menos temporalmente, un estado de clarividencia, y esas semillas negras están entre ellas. No sé qué son, me son desconocidas, pero intentaré averiguarlo, ya que no pueden ser comunes, y entonces podremos rastrear su origen y cerrar ese taller del diablo.

—Entonces —dijo Polson—, ¿cree que alguien ha impreso una idea en el alma de esa piedra lunar para que cualquiera que fuera sensible se viera influenciado por ella, y luego añadió las semillas a su malévolo popurrí para drogar a una persona común y corriente y hacerla susceptible a las influencias de la piedra lunar?

—¡Exactamente!

—¿Y alguna persona malévola fabrica estas cosas y luego las vende a tontos peligrosos como Irving?

—Esa es mi opinión.

—¡Entonces deberían ahorcarlo!

—No estoy de acuerdo.

—¿Dejaría que un bruto tan despiadado quede impune?

—No, no lo haría, pero haría que el castigo se ajustara al crimen. Los delitos ocultos siempre se tratan mediante medios ocultos. Hay más formas de matar a un gato que ahogándolo en leche.

—No le ha llevado mucho tiempo resolver este caso —le comenté a Taverner mientras Polson se retiraba, efusivamente agradecido.

—Si crees que esto es el final —dijo mi colega—, estás muy equivocado; Irving seguramente lo intentará de nuevo, y, con la misma certeza, yo no dejaré el asunto así.

—Solo recibirá burlas si acude a la comisaría —le dije—. Si cree que doce comerciantes británicos convertidos en jurado condenarían a Irving, está muy equivocado; probablemente pedirían que el juez le visite y vea si no puede lograr que su familia haga algo por usted.

—Ya lo sé —dijo Taverner—. Es completamente inútil recurrir a la ley en un caso de ataque oculto, pero existe algo así como la policía psíquica, ya sabes. Los miembros de todas las Hermandades regulares están obligados por su juramento a hacerse cargo, o informar a su fraternidad, de cualquier caso de mala praxis mental que llegue a su conocimiento, y tenemos nuestra propia forma de impartir justicia.

—¿Tiene la intención de darle a Irving una dosis de contra-sugestión?

—No, no haré eso. No estamos absolutamente seguros de que sea culpable, aunque parece sospechoso. Lo enfrentaré con otro método, que, si es inocente, lo dejará ileso, y si es culpable, será singularmente apropiado para su crimen. Sin embargo, lo primero es ponernos en contacto con nuestro hombre sin despertar sus sospechas. ¿Cómo lo harías tú, Rhodes?

—Haría que Polson le presentara —dije.

—Polson e Irving no se llevan demasiado bien; además, tengo la desgracia de tener cierta reputación, e Irving olerá algo turbio en el momento en el que yo aparezca. Inténtalo de nuevo.

Propuse varias opciones, desde hacer un encargo de cabezas de amapola pintadas hasta caer a sus pies víctima de un ataque cuando saliera de su estudio. Taverner rechazó todas estas opciones porque dejaban demasiado al azar y podrían despertar sus sospechas, impidiendo la posibilidad de un segundo intento para acorralarlo si el primero fallaba.

—Debes trabajar en la misma dirección que sus intereses, y entonces caerá en tus manos como una pera madura. ¿De qué sirve leer psicología si nunca la usas? Te apuesto que antes de que termine la semana, Irving me estará rogando que haga justicia con él como si fuera un favor enorme.

—¿Cómo propone que lo hagamos? —pregunté.

Taverner hizo rodar las semillas pensativamente con un lápiz.

—Estas cosas no pueden ser muy comunes; primero averiguaré qué son y de dónde las obtuvo. Ven conmigo a Bond Street; allí hay un hombre con una perfumería que probablemente podrá decirme lo que quiero saber.

No pasó mucho tiempo antes de que llegáramos a nuestro destino, y entonces vi ese curioso y pequeño juego que había presenciado a menudo cuando Taverner necesitaba ayuda. Un hombre con una bata de laboratorio blanca y sucia, que obviamente no conocía a Taverner de nada, fue llamado desde la parte trasera de la tienda. Mi compañero hizo un gesto con la mano izquierda que habría pasado desapercibido si uno no supiera qué buscar, e inmediatamente la actitud de nuestro nuevo conocido cambió. Fuimos conducidos detrás del mostrador, a una habitación que era mitad laboratorio, mitad almacén, y allí, entre un revoltijo de utensilios químicos, envoltorios llamativos, cestas de hierbas que olían hasta el cielo y los restos de una comida, las misteriosas semillas se extendieron para su investigación.

—Son de Dipteryx —dijo el hombre de la bata blanca—, de la misma familia que el haba Tonka; su nombre es Dipteryx Irritans. A veces se utiliza para adulterar la verdadera haba Tonka cuando se importa en forma de polvo. Por supuesto, una pequeña cantidad no puede detectarse con ninguna prueba química, pero no les gustaría tener un saquito de esto entre sus pañuelos; les provocaría una especie de fiebre del heno, y afectaría a su vista.

—¿Se importa mucho a este país?

—Nunca, excepto como adulterante, y solo en forma de polvo. No tiene valor comercial; no podría comprarlo aquí si lo intentara, de hecho, no podría comprarlo en Madagascar (de donde proviene), porque ningún comerciante de fragancias admitiría tenerlo en sus instalaciones. Tendría que recolectarlo usted mismo de las vides silvestres.

—¿Qué distribuidor usan los fabricantes de fragancias?

—No tenemos uno propio, pero se podría acceder a la distribución de fragancias a través de las revistas de los farmacéuticos.

Taverner le agradeció la información y regresamos a Harley Street, donde se ocupó de redactar un anuncio que decía que un tal señor Trotter tenía un lote de Dipteryx Irritans para vender y solicitaba ofertas.

Unos días después, recibimos, a través de la oficina de la revista, una carta que decía que un tal señor Minski, de Chelsea, estaba dispuesto a hacer negocios con nosotros si le proporcionábamos una muestra y establecíamos nuestro precio más bajo. Taverner se rio entre dientes cuando recibió esta respuesta.

—El pez está picando, Rhodes —dijo—. Procederemos a visitar al señor Minski de inmediato.

Asentí con la cabeza y alcancé mi sombrero.

—No con esta ropa, Rhodes —dijo mi colega—. El señor Minski bajaría las persianas si viera un sombrero de copa acercarse. Permíteme ver qué puedo encontrar en mi maleta de vanidades.

«Maleta de vanidades» era el nombre que Taverner daba a una antigua maleta que contenía ciertas prendas deshonestas que le servían como disfraz cuando no deseaba exponer su personalidad de Harley Street a un mundo poco apreciativo. En pocos minutos fui despojado de mi atuendo habitual y me encontré vestido con un traje marrón raído de corte seudoelegante; botas negras que alguna vez habían sido marrones y un sombrero Trilby completaron mi incomodidad, y Taverner, resplandeciente con un abrigo verdoso y un sombrero de copa lleno de polillas, me informó de que, si no fuera por mi alfiler de corbata con rubí (que salió de un cracker navideño), no le agradaría mucho que nos vieran juntos en público.

Tomamos un autobús a la Estación Victoria y luego, a través de King’s Road, llegamos a nuestro destino, en una oscura calle lateral. La tienda del señor Minski resultó ser algo sorprendente: habíamos pensado que íbamos a ver a un comerciante de antigüedades, pero descubrimos que la tienda que buscábamos tenía ciertas pretensiones. Una colección de cerámica de Ruskin y cortinas futuristas adornaban la ventana, joyas semipreciosas hechas en estudio colgaban en una vitrina junto a la puerta, y al lado del señor Minski, que vestía con un abrigo de terciopelo marrón y una corbata que parecía un fajín en miniatura, ¡Taverner parecía el encargado de ir a por la ropa sucia!

Mi colega puso un dedo índice, cuidadosamente ennegrecido por la chimenea de la sala de consultas, sobre el abrigo de terciopelo del dueño de la tienda.

—¿Es usted el caballero que quiere comprar los granos de Tonka? —preguntó.

—No quiero ningún grano de Tonka, buen hombre —dijo el respetable con impaciencia—. Entendí por su anuncio que tenía un lote de Dipteryx Irritans para vender. El grano de Tonka pertenece a un género diferente, Dipteryx Odorata. Puedo conseguirlo en cualquier lugar, pero, si puede conseguir el grano Irritans, podríamos hacer negocios.

Taverner cerró un ojo en un espantoso guiño.

—Sabes de lo que estás hablando, joven —informó al individuo de terciopelo—. Ahora, ¿compras estos granos para ti o por encargo?

—¿Y eso a ti qué más te da? —demandó el señor Minski con altanería.

—Oh, nada —dijo Taverner, luciendo más andrajoso que nunca—, solo que prefiero hacer negocios con el sujeto principal, y siempre doy un diez por ciento por la presentación.

Minski abrió los ojos al escuchar eso, y vi que lo que Taverner había supuesto probablemente era cierto: Minski estaba comprando en nombre de otra persona, que podría ser o no Irving. También vi que no tendría reparos en aceptar una comisión de ambas partes por ocuparse de la transacción. Evidentemente le habían ordenado ocultar la identidad de su cliente, sin embargo, estaba preguntándose hasta qué punto se atrevía a exceder esas instrucciones. Finalmente dijo:

—Como te niegas a tratar conmigo, me pondré en contacto con mi cliente y veré si está dispuesto a comprarte directamente. Vuelve el miércoles a la misma hora, y te lo haré saber.

Regresamos a la civilización y nos deshicimos de las prendas de nuestra humillación hasta que llegó el momento señalado, cuando, vestidos una vez más con el uniforme de la modesta elegancia, volvimos a la tienda del señor Minski. Al entrar, vimos a un hombre en una esquina, sentado en una especie de diván y fumando un cigarrillo aromatizado. Tenía, diría yo, treinta y uno o treinta y dos años, tez cetrina y poco saludable, con las pupilas de los ojos anormalmente dilatadas; la forma en que se recostaba entre los cojines mostraba que su vitalidad estaba baja, y el ligero temblor de los dedos manchados de nicotina señalaba la causa.

Taverner, incluso con su atuendo desgastado, era una figura imponente, y el hombre en el diván lo miró con asombro.

—Desea adquirir la variedad Irritans del grano de Tonka —dijo mi compañero.

El hombre asintió sin quitarse el cigarrillo de los labios, mirando fijamente a Taverner, quien estaba adoptando un tono bastante diferente al que había utilizado con Minski.

—El grano Irritans no se usa generalmente para comerciar —continuó Taverner—. ¿Puedo preguntar para qué lo necesita?

—Eso no es asunto tuyo —respondió el hombre del cigarrillo.

—Le pido disculpas —dijo Taverner—, pero este grano posee ciertas propiedades que no son conocidas en general fuera de Oriente, donde se valora por su verdadera naturaleza, y me preguntaba si deseaba aprovechar estas propiedades, ya que algunos de los granos que tengo fueron preparados con ese fin.

—¡Me gustaría mucho! —Los ojos anormalmente brillantes se volvieron aún más brillantes con el entusiasmo del hablante.

—¿Es posible que sea Uno de los Nuestros? —Taverner bajó la voz hasta convertirla en un susurro de conspirador.

Los brillantes ojos refulgieron como lámparas.

—Me interesan mucho estos asuntos.

—Son temas dignos de interés —dijo Taverner—; pero esta es una manera un tanto infantil de profundizar en ello. —Y abrió descuidadamente la mano, mostrando las semillas negras que habían salido de la amapola y que utilizaba como falsa muestra.

El cigarrillo salió ahora de la lánguida boca.

—¿Quieres decir que sabes algo sobre la kundalini?

—¿El Fuego Sagrado de la Serpiente? —dijo Taverner—. Por supuesto que estoy familiarizado con sus propiedades, pero no lo uso personalmente. Considero su acción demasiado drástica; tiende a desequilibrar la mente que no está preparada para ello. Siempre uso el método ritual yo mismo.

—¿Tú… eh… formas a estudiantes? —exclamó nuestro nuevo conocido, casi fuera de sí por la emoción.

—De vez en cuando, si encuentro a alguien adecuado —dijo Taverner, jugando distraídamente a atrapar las semillas negras.

—Estoy extremadamente interesado en este asunto —dijo el hombre en el diván—. ¿Me considerarías adecuado? Estoy seguro de que tengo habilidades psíquicas. A menudo veo cosas muy peculiares.

Taverner lo consideró durante un largo momento, mientras él aguardaba el veredicto.

—Sería un asunto menor ponerle en posesión de la visión astral.

Nuestro nuevo conocido se puso de pie.

—Ven a mi estudio —exclamó—. Podemos hablar tranquilamente allí. Supongo que tienes una tarifa, ¿no? No soy un hombre rico, pero el trabajador merece su salario, y estaría dispuesto a remunerarte por tus molestias.

—Mi tarifa es de cinco guineas —dijo Taverner, con una expresión digna de Uriah Heep.

El hombre con el cigarrillo aromatizado soltó un pequeño suspiro de alivio; estoy seguro de que si Taverner hubiera agregado un cero, lo habría pagado igual. Nos dirigimos a su estudio: una habitación grande y bien iluminada decorada con una mezcla muy extraña de colores. Un diván, que probablemente servía de cama por la noche, estaba colocado en ángulo frente a la chimenea; desde el rincón más alejado de la habitación se desprendía un olor indescriptible que no es posible evitar allí donde se guarda la comida: una mezcla de tocino y café flotaba hacia nosotros, y el goteo de algún grifo oculto delataba las instalaciones de lavado de nuestro anfitrión.

Taverner le indicó que se recostara en el diván y, sacando un paquete de polvo oscuro de su bolsillo, vertió algunos granos en un quemador de incienso de latón que estaba en la repisa de la chimenea. Los densos humos se extendieron por el estudio, superando los olores domésticos del rincón, y me hicieron pensar en los templos de Joss y los extraños rituales que se propiciaban a dioses horribles.

Excepto por el incienso, Taverner estaba procediendo como en un tratamiento hipnótico ordinario, un proceso con el que mi experiencia médica me había familiarizado, y observé cómo el hombre en el diván entraba rápidamente en un estado de profunda hipnosis y luego en un estado relajado con casi completo cese de las funciones vitales, un nivel al que muy pocos hipnotizadores pueden o se atreven a reducir a un sujeto. Luego, Taverner comenzó a trabajar en uno de los grandes centros del cuerpo, donde converge una red de nervios. No pude ver claramente cuál era su método, ya que tenía la espalda hacia mí, pero no pasaron muchos minutos, y luego, con una serie de rápidos movimientos hipnóticos, devolvió a su víctima a la conciencia normal.

Semiaturdido, el hombre se sentó en el diván, parpadeando estúpidamente ante la luz; todo el proceso había ocupado unos veinte minutos, y demostró muy claramente que no consideraba que se hubiese hecho un buen trabajo al contar sin mucha gana los billetes del salario de Taverner.

Sin embargo, Taverner no mostró ninguna disposición a irse, prolongando la conversación y, como noté, observando atentamente al hombre. Este último parecía inquieto y, como no hacíamos ningún movimiento, finalmente dijo:

—Permitidme, creo que hay alguien en la puerta. —Y cruzando el estudio, la abrió rápidamente y miró afuera. Nada más que un pasillo vacío recompensó su mirada. Regresó y renovó su conversación con Taverner, pero con la atención dividida, de vez en cuando mirando por encima del hombro de manera inquieta.

Luego, interrumpiendo repentinamente a mi colega en medio de una frase, dijo:

—Estoy seguro de que hay alguien en la habitación; tengo una sensación muy peculiar, como si me estuvieran observando. —Y apartó bruscamente una pesada cortina que colgaba en un rincón, pero no había más que escobas y cepillos detrás de ella. Cruzó hacia el otro rincón y abrió un armario, luego miró debajo de la cama y procedió a una búsqueda sistemática por todo el estudio, mirando en escondrijos que apenas habrían podido ocultar a un niño. Finalmente, regresó a nuestro lado; parecía haberse olvidado de nosotros, tan absorto estaba en su búsqueda.

—Es muy raro —dijo—, pero no puedo quitarme la sensación de que estoy siendo observado, como si una presencia maligna estuviera acechando en la habitación, esperando a que le dé la espalda.

De repente, miró hacia arriba.

—¿Qué son esas extraordinarias bolas de luz que se mueven por el techo? —exclamó.

Taverner me tiró de la manga.

—Vamos —dijo—, es hora de que nos marchemos. Los pequeños amigos de Irving no serán una compañía agradable.

Lo dejamos quieto en el centro de la habitación, siguiendo con sus ojos el objeto invisible que se movía lentamente por la pared. Qué sucedería cuando llegara al suelo, no lo pregunté.

En la calle solté un suspiro de alivio. Había algo en ese estudio que era extremadamente desagradable.

—¿Qué le ha hecho? —pregunté a mi compañero.

—Lo que acordé hacer: darle clarividencia —respondió Taverner.

—¿Cómo va a castigarlo por las atrocidades que ha cometido?

—No sabemos si ha cometido atrocidades —dijo Taverner con calma.

—Entonces, ¿a dónde quiere llegar?

—Justamente a esto. Cuando un hombre obtiene la Visión, una de las primeras cosas que ve es su alma desnuda, y, si ese hombre es el que creemos que es, probablemente será también la última que vea, porque el alma que perpetró esos asesinatos a sangre fría no soportará ser vista. Si, por otro lado, es solo un individuo común, ni notablemente bueno ni malo, entonces obtendrá la riqueza de vivir una experiencia interesante.

De repente, desde algún lugar sobre nuestras cabezas, resonó un grito escalofriante que cruzó el crepúsculo que se avecinaba. Tenía ese tono de terror que infecta con pánico a todos los que lo escuchan, ya que otros transeúntes, al igual que nosotros, se detuvieron en seco al oírlo. Una puerta se cerró de golpe con un eco en algún lugar del gran edificio que acabábamos de abandonar, y luego sonaron pasos corriendo rápidamente por la calle en dirección al río.

—¡Dios mío! —dije—, se lanzará por el muelle. —Y me sorprendí cuando, al emprender la persecución, Taverner puso una mano restringente en mi brazo.

—Ese es su problema, no el nuestro —dijo—. Y, de todas formas, dudo que enfrente la muerte cuando llegue el momento; la muerte puede ser increíblemente desagradable, ya sabes.

Tenía razón, ya que los pasos regresaron a la carrera, y el hombre que acabábamos de dejar nos pasó, volando a ciegas hacia las luces brillantes y la multitud humana de la bulliciosa Fulham Road.

—¿Qué ha visto? —le exigí a Taverner, mientras me recorrían escalofríos por la columna vertebral. No me asusto fácilmente por nada que pueda ver, pero admito francamente que temo lo que no puedo ver.

—Se ha encontrado con el Guardián del Umbral —dijo Taverner, y cerró la boca de golpe. Pero yo no quería saber más; había visto el rostro de Irving al pasar junto a nosotros, y me había dicho todo lo que necesitaba saber sobre la naturaleza de ese extraño Morador de la oscuridad exterior.

Taverner se detuvo para dejar el fajo de billetes de su mano dentro de la caja de recaudación del Hospital del Cáncer.

—Rhodes —dijo—, ¿preferirías morir y acabar con todo, o pasar toda tu vida temiendo a la muerte?

—Preferiría morir una decena veces —respondí.

—Yo también —dijo Taverner—. Una condena a cadena perpetua es peor que una sentencia de muerte.

[1] Epigrama de la literatura inglesa convertido en canción infantil. N. del T.

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