Un hijo de la noche

No era habitual que la gente tratara de «usar» a Taverner para sus propios fines, pero la Condesa de Cullan lo intentó porque era una mujer muy segura de su poder. Se trataba de una dama muy distinguida, aunque con cierta tacha en su reputación; tenía motivos para confiar en su capacidad para ejercer poder sobre los hombres, y nunca dudó de que tanto Taverner como yo, si se presentaban suficientes incentivos, pasaríamos a postrarnos ante su bien atendido altar. Era nuestra vecina; los terrenos de la residencia clínica habían formado parte de la finca de Cullan en la época en la que el viejo conde usaba su patrimonio como fuente de ingresos. Sin embargo el conde actual era un hombre muy diferente; de hecho, tan diferente era de lo que se podría esperar de un miembro de la casa Cullan, que los rumores decían que «no estaba muy en sus cabales». Sea como fuere, estaba lo suficientemente «en sus cabales» como para ejercer un control estricto sobre las finanzas familiares, e insistir en que la gallina de los huevos de oro que era el capital pusiera huevos en forma de intereses, en lugar de matarla de inmediato para saciar el hambre familiar. Esto, según los rumores, era un punto delicado, y causaba mucha discordia en la vida familiar.

El movimiento de apertura de la partida tuvo lugar cuando Taverner y yo fuimos invitados a una fiesta en el jardín de Cullan Court, fiesta a la que, como era de esperar, no asistimos. El siguiente movimiento ocurrió cuando la Condesa condujo hasta nuestra residencia en su automóvil biplaza e insistió en que fuera con ella de inmediato para jugar un partido de tenis. Me vi acorralado y no pude escapar, y, después de que me asignara a mi compañera, devolví por encima de la red todas las pelotas que me mandaban el Honorable John —hermano menor del conde— y su compañera, quien hizo lo que pudo hasta que llegamos a la conclusión de que, después de todo, un partido individual podría tener también su encanto. Dejamos a nuestras compañeras a la sombra y nos pusimos a trabajar en serio.

Gracias a mi buen ojo y a mi fondo físico me adapto bien a todos los deportes, aunque no me entusiasmen tanto como a los que se desenvuelven en ellos; sin embargo, para el Honorable John el deporte ocupaba el lugar de la religión, y tenía que destacar en cualquier juego al que jugara; cosa que, para no quitarle mérito, he de reconocer que generalmente lograba.

El primer set me lo ganó tras una buena disputa; el segundo set lo gané yo en un emocionante enfrentamiento y en el tercero nos enfrentamos en una batalla a vida o muerte. Toda su encantadora cordialidad había desaparecido, y el rostro que me miraba desde el otro lado de la red era más malvado a medida que la puntuación se volvía lentamente en su contra. Cuando el juego concluyó a mi favor, apenas pudo recordar sus modales. Sin embargo, la nube pronto se disipó y, después de un agradable té en la terraza, la Condesa me llevó de vuelta a la residencia con sus propias manos. Ahora estaba mucho más dispuesto a aceptar futuras invitaciones.

Pero, aunque estuviera dispuesto a jugar al tenis con el Honorable John, estaba ansiosamente decidido a mantenerme alejado de la Condesa, ya que, aunque tenía edad suficiente para ser mi tía —si no mi madre—, coqueteaba conmigo de manera descarada.

Organizaron una cena poco después de eso; Taverner no pudo evitarla, a pesar de recurrir a toda su astucia, y fue debidamente llevado ante la Condesa, quien, para mi gran diversión, también coqueteó con él. Como compañera, tuve a mi lado a su preciosa hija (que se parecía a su madre en algo más que en la apariencia). Pero mientras que a la madre se la veía decidida a impresionar a Taverner, la hija estaba igualmente decidida a hacerme notar que yo la había impresionado, y cada una miraba ocasionalmente a la otra para ver cómo le iba. Me provocó una extraña y desagradable sensación ver a estas dos mujeres de gran familia «estrechar el cerco» alrededor de un par de plebeyos como Taverner y yo; y cuando vi que Taverner sucumbía al encanto, me mostré cada vez más desagradable, hosco y silencioso con mi acompañante, hasta que caí en la cuenta de que podría haber método en la locura de Taverner; él era, en el mejor de los casos, el hombre menos impresionable del mundo, y era muy poco probable que se sintiera atraído por aquella rosa demasiado marchita que lo estaba cortejando de manera tan descarada. Entonces, y a su vez, me permití sucumbir a la hija, y a cambio fui recompensado con la confidencia de que había una gran pesar en sus vidas, y que ella misma estaba bajo la sombra del horror, y sentía una gran necesidad de saberse bajo la protección de un brazo masculino. ¿Alguna vez cabalgaba yo por los páramos? Ella lo hacía todas las mañanas, así que tal vez algún día podríamos encontrarnos, lejos de miradas indiscretas, y entonces, quizá, podría ayudarla con mi conocimiento, ya que necesitaba consejo masculino. Nada más que consejo me pidió en aquella ocasión, y luego cambió de tema.

Me disgustaban aquellas mujeres, tan descaradas y seguras del poder de su encanto. También me parecía extraño que el señor de la casa no solo nunca apareciera, sino que nunca se le mencionara; podría considerársele inexistente a juzgar por el papel que desempeñaba en aquel elaborado despliegue, que parecía estar dirigido exclusivamente por la madre y en beneficio de ella y sus dos hijos más jóvenes.

—Taverner —dije mientras nos alejábamos en el automóvil—, ¿qué crees que quieren de nosotros?

—Aún no han mostrado sus cartas —respondió él—, pero no creo que mantengan el suspense por mucho tiempo. No son precisamente reacias a dar pasos hacia delante.

Cuando salíamos por las puertas de la finca, Taverner giró bruscamente el automóvil, justo a tiempo para esquivar a alguien que entraba, y por un momento vi, bajo el resplandor de los faros, un rostro extraño: pómulos altos, nariz aguileña y demacrada, cabello negro y desaliñado. La oscuridad lo engulló, y desapareció sin pronunciar una palabra, pero me quedó la impresión de que había visto a alguien importante. No puedo expresarlo de manera más clara, ni dar una razón para ese sentimiento, pero me causó la impresión de que era algo más que un simple peatón al que casi atropellamos. Su rostro me cautivó, no podía sacármelo de la cabeza; tenía la extraña sensación de que lo había visto antes, en otro lugar… y luego, de pronto, recordé dónde. En un pueblo cercano vivía un viejo párroco que tenía un rostro parecido; probablemente el desconocido era su hijo, o incluso su nieto; pero qué hacía él, yendo sin sombrero hacia Cullan Court y a esa hora de la noche, era algo que no podía ni imaginar.

No salí a cabalgar con aquella hija de la nobleza, lady Mary, pero Taverner sí que trabó amistad desvergonzadamente con su formidable madre.

—He recibido instrucciones —dijo, y no me dio ninguna otra explicación; pero yo, en aquellos días, no necesitaba ninguna más, pues sabía muy bien que existían Aquellos bajo cuyas órdenes operaba Taverner (al igual que yo lo hacía bajo las suyas), aunque no pertenecieran a este plano de la existencia. No creo que siquiera Taverner tuviera en ese momento idea alguna de lo que se estaba tramando; simplemente era consciente de que se trataba de un asunto en el que Ellos deseaban que tomara parte, y de esa forma le brindó a la Condesa de Cullan la oportunidad de desarrollar sus intrigas, mientras él aguardaba su turno.

La intriga tardó más de lo que esperábamos en ponerse en marcha, y comencé a sospechar que la Condesa también ansiaba que comenzara. Finalmente, llegó la oportunidad que ella había estado esperando, y nos llamó por teléfono para que acudiéramos de inmediato. Al parecer, su hijo mayor estaba padeciendo uno de sus ataques, y quería que Taverner lo viera en pleno episodio, por lo que solicitaba con gran nerviosismo nuestra rápida aparición, no fuera a ocurrir que el enfermo se recuperara y dejara de ser interesante. Pidió expresamente que yo también acudiera; la razón de esto quedaría explicada a nuestra llegada, ya que no quería contarla por teléfono.

Diez minutos en automóvil nos llevaron a Cullan Court, y fuimos llevados de inmediato al boudoir de la Condesa, una habitación tan rosa y exuberante como ella. En pocos segundos entró, vestida de negro transparente, seguida de su hija, vestida de blanco virginal; formaban una hermosa imagen para aquellos a quienes les gustan los efectos teatrales, pero me temo que yo despreciaba demasiado a las dos mujeres como para apreciar su encanto. Un minuto después entró el Honorable John y, apoyada por su familia, la Condesa nos abrió su corazón.

—Una gran congoja oprime nuestras vidas, doctor Taverner, para la cual queremos pedirle su consejo y ayuda. La suya también, doctor Rhodes —agregó, incluyéndome como si fuera una idea posterior.

Yo era de la opinión que «exasperación», y no «congoja», era el término más adecuado para describir lo que rondaba a la familia, pero asentí con cortesía y me abstuve de hablar.

—Es usted tan comprensivo —continuó, dirigiéndose a mi compañero, pues mi existencia había vuelto a escapar de su cabeza—. Posee una perspicacia maravillosa. Supe tan pronto como le conocí que entendería lo que ocurre, y también estaba segura —en este punto bajó la voz hasta convertirla en un susurro— de que nos ayudaría. —Colocó su mano en la manga de Taverner y lo miró. El Honorable John se dio la vuelta y miró por la ventana, y estuve bastante seguro de que compartía conmigo un irresistible deseo de estallar en risas.

—Es mi hijo mayor, el pobre Marius —continuó la Condesa—. Temo que debemos enfrentar el hecho de que está completa, absolutamente loco. —Hizo una pausa y se secó los ojos—. Lo hemos retrasado y retrasado, tanto como ha sido posible, tal vez demasiado. Quizá, si lo hubiéramos tratado antes, podríamos haberlo salvado. ¿No crees, John?

—No, no lo creo —dijo John—. Ha estado loco como una liebre de marzo desde siempre, y deberían haberlo encerrado mucho antes de que se volviera lo suficientemente grande como para resultar peligroso

—Sí, temo que no hemos actuado correctamente con él —dijo la Condesa, refugiándose en su pañuelo otra vez—. Deberíamos haberlo mandado al manicomio hace mucho tiempo.

—El manicomio no es un tratamiento —dijo Taverner secamente.

El Honorable John le lanzó una mirada algo desagradable, abrió la boca como si fuera a hablar, se lo pensó mejor y la cerró de nuevo.

—Ha llegado el momento —dijo la Condesa— de enfrentar el problema. Debo separarme de mi pobre hijo por el bien de los otros dos.

Asentimos en señal de comprensión.

—¿Les gustaría verlo? —preguntó ella.

Inclinamos la cabeza nuevamente.

Subimos las escaleras cubiertas de gruesas alfombras y recorrimos un largo pasillo hasta llegar a un dormitorio que, imagino, el dueño ocupó desde niño. Cruzamos el suelo de barniz desgastado y vimos ante nosotros, tendido inconsciente en una estrecha cama de hierro, al hombre a quien casi atropellamos a las puertas de la finca, y a quien yo había identificado como el hijo o nieto del anciano clérigo del pueblo vecino.

Taverner se quedó mirando al cuerpo inconsciente durante un tiempo, sin decir nada, mientras la Condesa y sus hijos lo observaban atentamente y con creciente inquietud a medida que los minutos se alargaban.

Finalmente dijo:

—No puedo certificar como loco a un hombre solo por el hecho de encontrarlo inconsciente.

—Podemos explicarle todos sus síntomas, si eso es lo que quiere —dijo el Honorable John.

—Tampoco eso sería suficiente —dijo Taverner—. Debo verlo por mí mismo.

—¿Entonces duda de nuestra palabra? —dijo John, con gesto desagradable.

—En absoluto —dijo Taverner—, pero debo cumplir con los requerimientos de la ley y certificarlo a partir de mi observación, no de rumores.

Se volvió rápidamente hacia la condesa.

—¿Quién es su médico de confianza? —quiso saber.

Ella dudó un momento.

—El doctor Parkes —dijo con reluctancia.

—¿Y qué dice él sobre el caso?

—No estamos satisfechos con su tratamiento. Creemos… creemos que no es lo suficientemente meticuloso.

Pensé que, probablemente, también le habían pedido al doctor Parkes que certificara al muchacho, y que también él se había negado.

—Si usted quiere verlo —dijo el Honorable John—, podemos hacerle una rápida demostración. —Y mojó el borde de una toalla en la jarra de agua, abrió la chaqueta del pijama del hombre inconsciente y empezó a golpearle el pecho. Su gesto reveló un cuerpo reducido a una delgadez esquelética en el que brotaban furiosas ronchas rojas con cada golpe de la toalla. El extremo de una toalla con flecos, empapada en agua, es un arma cruel, como bien sabía por mis días de escuela, y tuve que contenerme para no interferir; pero Taverner permaneció inmóvil, observando, y me dejé guiar por su ejemplo.

Este drástico método de reanimación pronto produjo movimientos espasmódicos en el cuerpo inconsciente, y luego movimientos espasmódicos de las extremidades, que finalmente se coordinaron en intentos definidos de autodefensa. Era como la pugna de un durmiente que lucha en una pesadilla, y, cuando los ojos finalmente se abrieron, tenían la mirada confusa y desconcertada de un hombre que de repente se ha despertado de un sueño profundo y en un lugar extraño. Claramente no sabía dónde estaba; tampoco reconoció a las personas que estaban a su alrededor, y evidentemente estaba preparado para resistir, hasta los límites de su fuerza, cualquier intento por mantenerlo controlado. Sin embargo, pronto alcanzó esos límites, y yació inmóvil en las poderosas manos de su hermano, observándonos con ojos extraños y vidriosos y sin emitir palabra ni sonido.

—Véalo por usted mismo —dijo John triunfalmente. Lady Cullan secó sus ojos con un pañuelo de encaje.

—Temo que sea inútil —dijo ella—. No podemos mantenerlo en casa por más tiempo. Doctor Taverner, ¿dónde nos aconseja mandarlo?

—Estaría dispuesto a hacerme cargo de él —dijo Taverner—, si usted estuviera dispuesta a confiármelo.

La Condesa juntó las manos.

—¡Oh, qué alivio! —exclamó—. ¡Qué alivio de esta congoja que nos ha abrumado durante tantos años!

—Tendrá resueltos los trámites formales lo antes posible, ¿verdad, Doctor? —dijo el Honorable John—. Hay muchas cuestiones de negocios que requieren atención, y necesitaremos su certificado para hacernos cargo de ellas.

Taverner se lavó las manos en el aire y realizó una untuosa reverencia.

Yo, mientras tanto, había estado observando al hombre en cama, a quien todos los demás parecían haber olvidado. Podía ver que estaba reuniendo sus dispersos pensamientos y trataba de sintonizar con la situación en la que se encontraba. Nos miró a Taverner y a mí como si estuviera midiéndonos, y después permaneció inmóvil, escuchando la conversación.

Me incliné sobre él.

—Mi nombre es Rhodes —dije—, doctor Rhodes, y ese es el doctor Taverner. Lady Cullan estaba preocupada por su enfermedad, y fue a buscarnos a nuestra residencia clínica.

Me miró directamente a los ojos, y la agudeza de sus ojos pareció atravesarme.

—Me parece —dijo— que pretende certificarme como loco.

Encogí los hombros.

—Necesitaría saber mucho más de lo que sé sobre usted —respondí— antes de que estuviera dispuesto a poner mi nombre en un certificado.

—Pero no niega que han sido llamados con el propósito de hacerlo, ¿verdad?

—No —dije—, no veo por qué debería negarlo, porque es un hecho.

—Dios mío —exclamó—, ¿no tengo derecho a vivir mi vida a mi manera sin que me quieran certificar como loco y arrebatarme la libertad? ¿Qué daño he hecho yo a nadie? ¿Quién tiene alguna queja contra mí, excepto mi hermano? ¿Y por qué debería vender mis tierras para pagar sus deudas y desalojar a hombres mejores que él de sus propiedades? Le digo que no venderé las tierras. Para mí, la tierra es sagrada.

Se detuvo abruptamente, como si temiera haber dicho demasiado, y me miró inquieto para ver cómo me había tomado esta última declaración. Luego continuó.

—Si me privan de mi libertad, no viviré. No quiero el dinero. Ya les doy lo que tengo, pero no me desprenderé de la tierra. Mi vida emana de ella. Apárteme de la tierra, aparte la tierra de mí, y le digo que la tierra no sobrevivirá… ¡y yo tampoco!

En su arrebato elevó la voz, y llamó la atención del grupo al otro lado de la habitación. El rostro del Honorable John se iluminó con una sonrisa de triunfal satisfacción ante este estallido, y la Condesa tuvo nuevamente ocasión de llevarse el pañuelo a los ojos, y arrojar lágrimas de cocodrilo sobre él.

Taverner cruzó la habitación y se puso delante de mí, mirando sin hablar al hombre encamado. Luego, elevando la voz para que los que estaban al otro lado pudieran escuchar, dijo:

—He sido llamado por Lady Cullan, quien buscaba mi consejo acerca de la salud de usted, lo cual es causa de su ansiedad y preocupación.

La Condesa le dio un codazo a su hijo menor para que guardara silencio; estaba completamente satisfecha con el poder que ejercía sobre Taverner, pero el Honorable John, al ser más avispado, no se fiaba completamente de él.

—No considero —continuó Taverner, hablando lentamente y sopesando cada palabra— que sea prudente que se quede aquí, y sugiero que venga conmigo a mi residencia clínica, y que lo hago de inmediato. De hecho, sugiero que dejemos esta casa juntos.

Podía ver cuál era la estrategia de Taverner. La Condesa pretendía certificar a su hijo mayor, y su comportamiento era lo suficientemente excéntrico como para que eso fuera posible. Sin embargo, si él estuviera en nuestra residencia, ningún otro médico podría interferir; Taverner y yo podríamos recurrir a nuestra consideración sobre si merecía ser certificado o no, y ciertamente no lo haríamos a menos que fuera en interés del paciente, así como en el de su familia. Era bastante probable que Taverner fuera capaz de ponerlo en pie, y que no resultara necesario certificarlo en absoluto; pero eso no convenía a los planes de la Condesa, y si ella tenía la menor sospecha de que teníamos intención de hacer algo más que ayudarla a encerrar al desdichado hombre de por vida, entonces nosotros también seríamos despedidos por «no ser lo suficientemente meticulosos». Buscarían a algún hombre que tuviera una residencia mental con licencia, y Marius, Conde de Cullan, rápidamente quedaría bajo llave. Por esta razón, Taverner quería llevárselo en ese mismo instante. Pero ¿podría persuadirlo para que viniera? No podíamos obligarlo a menos que lo certificáramos. ¿Confiaría en alguien lo suficiente, acosado como probablemente había estado toda su vida, como para ponerse en sus manos? ¿La personalidad de Taverner lo influiría, o se nos escaparía de las manos para caer en manos menos limpias? Me sentí como solía sentirme en mis días de estudiante, cuando veía que llevaban perros al laboratorio de fisiología.

Pero este hombre poseía la intuición de un perro, y leyó mis pensamientos. Me miró, y una ligera sonrisa se curvó en sus labios. Luego miró a Taverner.

—¿Cómo sé que puedo confiar en usted? —preguntó.

—Ha de confiar en alguien —dijo Taverner—. Mire, querido amigo, está en una situación inusualmente complicada.

—Lo sé muy bien —dijo lord Cullan—, pero no estoy seguro de que confiar en usted me conduzca a una situación que lo sea menos.

Era un complejo escenario. El pobre muchacho estaba prácticamente prisionero en manos de la familia más desagradable y con mayor falta de escrúpulos, y, a menos que pudiéramos protegerlo, acabaría preso tras las rejas de un asilo. Y estuviera como estuviera ahora, tras un corto período en las condiciones de un asilo, acabaría indudablemente loco. Probablemente tenía razón cuando dijo que moriría si le privaran de su libertad, porque parecía el tipo de hombre que fácilmente se convierte en tuberculoso. Sin embargo, ¿cómo íbamos a conseguir que confiara en nosotros para que pudiéramos protegerlo?

Taverner se unió a mí junto a la cama, nuestras dos anchas espaldas (ambos somos individuos corpulentos) bloqueando por completo al resto del grupo. Miró fijamente al hombre encamado durante un momento y luego dijo, en voz baja, como si pronunciara una contraseña:

—Soy amigo de tu gente.

Los ojos oscuros volvieron a tener esa curiosa mirada vidriosa.

—¿Cómo es mi gente?

—Muy hermosos —respondió Taverner.

Una risita disimulada desde el otro extremo de la habitación demostró cómo el resto de la familia se tomaba la situación, pero a mi mente acudieron las palabras de un vidente: «¡Qué hermosos son!… los Soberanos, en las colinas, en las huecas colinas…».

—¿Cómo es que los conoces? —dijo el hombre en cama.

—¿Acaso no debería conocer a los de mi propia especie? —dijo Taverner.

Lo miré con asombro. Sabía que nunca mentía a un paciente, pero, ¿qué tenía él, culto, educado, eminente, en común con el desdichado hombre acostado en la cama, un proscrito a pesar de su rango? Y luego pensé en la soledad y el secretismo del alma de Taverner; nadie lo conocía, ni siquiera yo, que trabajaba con él día y noche; y también recordé la simpatía que sentía por el anormal, el subhumano y el paria. Cualquiera que fuera la máscara que elegía llevar ante sus semejantes, había algún rasgo en la naturaleza de Taverner que le daba el derecho de paso a través del umbral de esa extraña tierra de la existencia donde habitan el lunático y el genio; el primero en sus arrabales, y el segundo en sus palacios.

Taverner elevó la voz.

—He sido convocado —dijo— por Lady Cullan, quien buscaba mi consejo acerca de su salud, lo cual es causa de su ansiedad y preocupación. Soy de la opinión de que posee una herencia inusual, y esto ha dificultado el hecho de que se adapte a la sociedad humana. —Vi que Taverner estaba eligiendo sus palabras con cuidado, y que significaban una cosa para el hombre en la cama y otra para la Condesa y su otro hijo.

»También soy de la opinión —continuó Taverner— de que podría ayudarle con esa adaptación, pues comprendo su… herencia.

—¿En qué se diferencia su herencia de la mía? —exigió el Honorable John, mirando con desconcierto y desconfiado.

—En todos los sentidos —dijo Taverner. Una élfica risa desde la cama mostró que al menos una persona entendía lo que Taverner quería decir.

Taverner les dio la espalda y habló con el hombre encamado.

—¿Vendrá conmigo? —dijo.

—Por supuesto —respondió lord Cullan—, pero me gustaría ponerme algo de ropa primero.

Y con esa sugerencia nos retiramos.

Nos sentamos en el amplio alféizar del mirado en el extremo del pasillo, desde donde podíamos controlar la puerta de la habitación de lord Cullan y evitar así que nuestro paciente se escapara. Mi formación médica me habría empujado a no dejarlo solo en absoluto, pero aparentemente Taverner estaba completamente seguro de que no se cortaría la garganta, y al resto de la familia no le importaba si acaso lo hacía.

Apenas nos habíamos sentado cuando el Honorable John volvió a plantear la cuestión de la certificación de su hermano.

—Ojalá nos diera ese certificado ahora, doctor —dijo—. Hay una serie de asuntos relacionados con la finca que necesitan atención urgente.

Taverner negó con la cabeza.

—Las cosas no pueden hacerse de manera apresurada —respondió—. Debo tener a su hermano bajo mi observación durante un tiempo antes de poder decir si debe ser certificado o no.

Los tres lo miraron, sin poder articular palabra, horrorizados. Esto era un giro inesperado de los acontecimientos. La certificación de un excéntrico acomodado es dolorosamente fácil si permanece en el seno de su familia, pero sería imposible sacar a Marius de debajo de las narices de Taverner si llegaba a ir a la residencia; podría quedarse allí indefinidamente, manteniendo el control de sus asuntos, impidiendo eficazmente que su familia pusiera las manos en el dinero y, lo que es peor, ¡podría incluso recuperarse!

La mente del Honorable John trabajaba más rápido que la de su madre. Ella aún parecía albergar alguna vaga idea de que Taverner estaba enamorado de ella; él sin embargo vio claramente que habían sido «engañados» y que Taverner no solo no tenía la intención de ser su herramienta, sino que estaba dispuesto a apoyar al desdichado contra quien estaban maquinando y a forzar el juego limpio. No perdió tiempo en actuar según sus convicciones.

—Bueno, doctor —dijo con la intimidante insolencia que yace tan cerca de la pulida superficie en los hombres de su clase—, hemos escuchado su opinión y no estamos muy de acuerdo con ella, y con seguridad no la seguiremos. Siempre dije, madre, que deberíamos haber buscado una opinión de primera clase acerca Marius, y no recurrir a estos médicos rurales. No lo retendremos más tiempo, Doctor. —Y se levantó para mostrar que la entrevista había terminado.

Pero Taverner se quedó sentado como una gallina, sonriendo dulcemente.

—No he expresado ninguna opinión sobre usted, señor Ingles, que es la única que tiene derecho a pedirme; aunque, si lo hubiera hecho, podría entender perfectamente que me echara por la puerta de esta manera un tanto brusca. Es lord Cullan quien ha tenido la amabilidad de ponerse en mis manos, y es de él, y de nadie más, de quien aceptaré mi despido, ya sea en calidad de consejero médico o como visitante de su casa.

Durante la discusión se había abierto la puerta del dormitorio, y lord Cullan se había aproximado hasta nosotros, moviéndose sigilosamente sobre la gruesa alfombra. Había peinado hacia atrás su áspero cabello oscuro, revelando el hecho de que le crecía en pico, lo que le daba un aspecto aún más élfico que la enmarañada mata negra. Las críticas que Taverner había hecho de su familia eran evidentemente de su agrado, y su ancha boca, con sus extrañamente inhumanos y delgados labios rojos, se curvó hacia un lado y hacia el otro en una sonrisa de traviesa alegría. Por ello lo bauticé como «Lob Que-Yace-Junto-Al-Fuego», y así lo llamé desde entonces y durante toda esa extraña amistad a la que finalmente nos vimos arrastrados.

Se puso entre Taverner y yo mientras permanecíamos allí de pie, y echó sus brazos sobre nuestros hombros en un extraño gesto de afecto muy poco inglés. Parecía más como si nos tomara bajo su protección que como si se pusiera bajo la nuestra, y bajo esa luz permaneció siempre nuestra relación, así se mostró siempre Marius, Conde de Cullan, tan indefenso en el plano físico, tan potente en los reinos de lo Invisible.

—¡Vamos! —exclamó—. Marchémonos de esta casa maligna; está llena de crueldad. Es una prisión. Esta gente no es real; son solo máscaras impuras, no hay nada detrás de ellas. Cuando el viento sopla a través suena como si hablaran, pero no pueden pronunciar palabras reales, porque no tienen alma. Vamos, olvidémoslos, porque son solo malos sueños. Pero tú —tocando a Taverner— tienes alma; y él —su mano cayó sobre mi hombro— también tiene alma, aunque no lo sepa. Yo se la daré, y le haré saber que es suya, y entonces vivirá, como tú y como yo. ¡Venga, vámonos! ¡Vámonos!

Se marchó por el largo pasillo, arrastrándonos detrás por la compulsión de su magnetismo, cantando «¡Impura, impura!» con esa voz alta y vibrante suya, que parecía maldecir la casa mientras la recorría.

Sin embargo, cuando subimos al automóvil, se produjo la reacción, y se puso tan nervioso como un niño que de repente se encuentra solo en un escenario, ante un gran público. Algún poder desconocido había fluido a través de él un instante antes, arrastrándonos a todos, amigos y enemigos, como una fuerza irresistible, pero ahora lo había perdido; lo había abandonado y estaba indefenso, horrorizado por su propia temeridad, y mirándonos con ojos furtivos y nerviosos para ver qué íbamos a hacerle ahora que se había delatado con su arrebato.

Pensé que estaba físicamente exhausto por la emoción que había experimentado y, por lo tanto, incapaz de causar problemas; pero estos extraños casos en los que Taverner se especializaba eran muy engañosos en cuanto al estado físico; tenían acceso a inesperadas reservas de fuerza que les permitían resucitar de entre los muertos. Me temo que yo no estaba vigilando a nuestro paciente tan de cerca como debería, porque, en cuanto el automóvil se detuvo para atravesar las puertas de la finca, dio un brinco repentino, saltó limpiamente del automóvil y desapareció entre los matorrales.

Taverner emitió un largo silbido.

—Esta es una situación embarazosa —dijo—, pero no del todo sorprendente. Pensé que estaba demasiado tranquilo como para que resultara saludable.

Me levanté para salir del coche y perseguir a nuestro fugitivo, pero Taverner me detuvo.

—Déjalo ir, si así lo desea —dijo—. No tenemos poder para coaccionarlo, y es más probable que nos ganemos su confianza dejándolo completamente libre para hacer lo que quiera que tratando de persuadirlo para que haga lo que no tiene ganas de hacer. No le causará ningún daño dormir al aire libre con este clima, y tengo gran fe en el poder del gong de la cena. Cullan Court es el último lugar al que es probable que se dirija, y ellos no sabrán nada de su desaparición si no les informamos.

»Pero mira, estamos en Shottermill. Vamos a acercarnos a visitar a Parkes, y escucharemos lo que tiene que decir sobre el caso. Hay varios puntos que quiero aclarar con él.

El doctor Parkes, el médico de familia de los Cullan, era uno de nuestros mejores amigos de la zona. Sabía algo de las especulaciones de Taverner y se mostraba más que inclinado a simpatizar con ellas, aunque el miedo a perder su derecho a ejercer lo mantenía alejado de identificarse con nosotros demasiado abiertamente.

Era un soltero de edad avanzada, y nos dio la bienvenida a su frugal almuerzo de cordero frío y cerveza. Taverner, que nunca perdía el tiempo no yendo al grano si tenía algo que decir, abrió el tema de la condición mental de lord Cullan. Era como sospechábamos. Durante algún tiempo, Parkes había impedido su certificación, y se enfureció cuando se enteró de que lady Cullan había actuado a sus espaldas y había llamado a Taverner; pero también estaba de acuerdo en que le haría bien a nuestro paciente salir al páramo. De hecho, era algo que hacía con frecuencia, incluso en invierno, cuando las relaciones familiares se volvían especialmente difíciles.

—Eres el único hombre, Taverner —dijo nuestro anfitrión—, que podrá hacer algo con este asunto. A menudo he pensado en el caso a la luz de tus teorías, y estas explican lo que de otro modo simplemente sería una coincidencia muy extraña; y la ciencia no reconoce las coincidencias, sino solo la causalidad. Yo traje a Marius al mundo, lo vi superar el sarampión, la tos ferina y todo lo demás, y supongo que lo conozco tan bien como cualquiera, lo que no es mucho decir, y, cuanto más lo veo, menos lo entiendo y más me fascina. Es una cosa extraña, la fascinación que ese muchacho ejerce en los pasados de moda como yo; cualquiera podría pensar que estamos en las antípodas, y que nos repelemos, pero no es así ni tan siquiera un poco. Hacerse amigo de Marius es como ponerse a beber: una vez comienzas, no puedes parar.

Esto me resultó interesante, porque tenía el mismo presentimiento.

—La primera vez que vi al lord Cullan —dije—, me llamó mucho la atención su parecido con el viejo párroco de Handley. ¿Tienen alguna relación?

—Ah —dijo el doctor—, ahí has dado en un clavo muy particular. No hay absolutamente ninguna conexión entre las dos familias, excepto que los Cullan son los propietarios de esa iglesia y le dieron el cargo al hombre, y supongo que ambas partes desearían de corazón que eso no hubiera ocurrido. El señor Hewins odia a Marius como al veneno, y provocó un gran escándalo cuando una vez le negó el Sacramento; pero de cualquier relación que pudiera haber entre ellos no sabemos nada; quizá en lo que Taverner llama los Planos Internos… bueno, desde esa perspectiva podría aventurar una suposición. ¿Existe algo así como el abuelo espiritual de alguien?

—Las generalizaciones no son de fiar —dijo Taverner—. Dame algunos hechos y podré decirte más.

—¿Hechos? —dijo Parkes—. No los hay, excepto que, año tras año, el muchacho se parece más a una caricatura de Hewins, y aquellos que conocen la vieja historia lo comentan, sí, y también recurren a ella. De hecho hay un granjero en Kettlebury que no ara un solo surco a menos que Marius lidere el equipo…

—Espera un momento —dijo Taverner—. Comienza desde el principio y cuéntanos esa vieja historia.

—Esa vieja historia —respondió Parkes— no tiene absolutamente nada que ver con este asunto, pero aquí va.

»La esposa de Hewins era hija de un artesano de escobas. Supongo que sabéis quiénes son, ¿verdad? Hombres, a menudo de ascendencia gitana, que han labrado un terreno en el páramo y lo mantienen por el derecho de usucapión. Es una vida terriblemente dura y salvaje, y los hombres son tan duros y salvajes como el páramo; en cuanto a las mujeres, cuanto menos se diga de ellas, mejor.

»Bueno, pues Hewins se casó con esta mujer por alguna razón que solo él conocía, y sería difícil encontrar una pareja más incongruente; por cierto, su tatarabuela fue una de las últimas mujeres en ser juzgadas por brujería en Inglaterra. Hewins y ella tuvieron una hija llamada Mary, que se parecía a su madre y pertenecía más al páramo que a la gleba.

»Ahora bien, esta desafortunada chica, por azares del destino, se enamoró del difunto lord Cullan, y él de ella. Todo ocurrió de manera bastante abierta, y todos pensaron que anunciarían el compromiso, pero aparentemente la presión familiar influyó y lo siguiente que supimos fue que él dejó plantada a la pequeña Mary del vicariato y se casó con la actual lady Cullan, la madre de Marius. La decepción fue demasiado para Mary y perdió la razón, tuvo que ser internada en un manicomio y murió allí al cabo de un año; y sus delirios… bueno, no era adecuado que nadie los escuchara. Si hubiera vivido en la época de su retatarabuela, probablemente la habrían sometido también a juicio por brujería.

»Por supuesto, todo el incidente dejó una desagradable sensación, y la gente de campo de esa zona todavía lo recuerda, aunque el círculo de los Cullan lo haya olvidado, si es que alguna vez lo supo. Un bebé se parece mucho a otro, y Marius no llamó la atención en su infancia, salvo por su peculiar nombre, el cual su padre insistió en darle sin motivo aparente; pero, a medida que crecía y se definía su tonalidad, empezó a notarse que, mientras que el viejo conde y lady Cullan eran rubios, Marius era tan moreno como un pequeño chatarrero. Quedaba muy extraño y fuera de lugar en la guardería de Cullan Court, pero podrías haber visto una docena de niños como él jugando a las afueras de las cabañas de los campesinos; y, según fue creciendo, eso era lo que le gustaba hacer, y, probablemente, lo que esté haciendo en este momento.

»Nunca se mezcla con los de su propia clase, pero va y viene por las propiedades de la zona del páramo, entra en las cocinas y come, o bebe leche, o se sienta junto al fuego durante horas en los días de tormenta; no da limosnas a las personas, como cabría esperar, solo pide lo que quiere, lo obtiene y se va, y ellos entienden su forma de actuar; a cambio, parece ser como una especie de amuleto para la cosecha y la siembra. Todas las granjas a kilómetros de distancia lo invitan a segar la primera hilera de heno, o arar el primer surco durante la siembra.

»Puedes extraer tus propias teorías. Yo no digo nada, salvo que, año tras año, se parece más a Hewins, y Hewins no le da la comunión.

—Me imaginé que había algo así detrás de este asunto —dijo Taverner.

—¿Qué te propones hacer con él, suponiendo que puedas persuadirle de que te deje tratarlo? ¿Crees que sería posible lograr que sea normal? —preguntó Parkes.

—¿A qué te refieres con normal? —contraatacó Taverner—. ¿Quieres decir «promedio» o «armonioso»?

Pero antes de que la discusión pudiera desarrollarse más, llamó un paciente, y nos despedimos.

—Mucho me temo —dije— que al final logren encerrar a ese pobre chico si deambula por el campo, se relaciona con gitanos y embruja cosechas. ¿No crees que deberíamos intentar localizarlo?

—Así es —dijo Taverner—, pero usaré mis propios métodos, y no consistirán en una especie de glorificada caza de ratas.

—Hay una extraña especie de vínculo —dije— entre Marius y nosotros. ¿Lo notaste?

—Ah —dijo Taverner—, sentiste un vínculo, ¿verdad? Eso simplifica mucho las cosas. Evidentemente, tienes algún tipo de afinidad con estos hijos de Pan. ¿Recuerdas a Diana, y cómo se acercó a ti?

Sentí que mis orejas se ponían rojas; no tenía ningún deseo particular de que me recordaran aquel incidente.

—No —dijo Taverner, percibiendo mi sentimiento—, eso tuvo que ser interrumpido porque no habría funcionado. Si te hubieras casado con ella, Diana se habría llevado todo tu ser y solo habría satisfecho a una parte; pero, si te haces amigo de Marius, él tratará con ese nivel de tu naturaleza que pertenece a su propio reino, y dejará libre al resto.

»Rara vez funciona que personas de diferentes planos de desarrollo se casen bajo nuestras leyes matrimoniales, pero es una cosa excelente el tener amigos diversos, porque desarrollan aspectos de tu naturaleza que yacen latentes, y que de otra manera la mantendrían incompleta.

No tuvimos que esperar mucho a que se levantara el telón del tercer acto. Esa misma tarde, al salir por la puerta que llevaba al buzón, vi la figura de un hombre parado en el borde del páramo, recortada contra el resplandor del atardecer. Sabía que no podía equivocarme con la postura de esa figura, aunque no pudiera ver el rostro. Recordando el consejo de Taverner, no intenté acercarme a él, sino que permanecí inmóvil junto a la puerta, observando.

Evidentemente, él me estaba esperando, porque, cuando escuchó el clic del cerrojo, se giró y avanzó unos metros.

—¿Esperas que camine por el terreno cultivado para encontrarte, o acudirás tú al suelo virginal? —me llamó a través del espacio intermedio.

—Yo acudiré al páramo —respondí, y me adentré por el camino de arena.

—¿Cuál es tu nombre? —preguntó mientras me acercaba a él.

—Rhodes —respondí—, Eric Rhodes.

—¡Ajá! —dijo él—. ¡Te llamaré Giles!

Levantó la mano hacia la rama de un abedul que colgaba justo sobre nuestras cabezas y, dándole una sacudida, hizo que cayera una lluvia de gotas, pues acababa de pasar una tormenta.

—En mi propio nombre —exclamó—, te bautizo como Giles.

(Cuando más tarde le pregunté a Taverner sobre este incidente, dijo que era obra de la abuela bruja, pero no dio más explicaciones).

—Bien —dijo el Conde de Cullan, metiendo las manos en los bolsillos de sus andrajosos tweeds e inclinando la cabeza hacia un lado—, ¿qué queréis mí? No estoy tan loco como parezco, ¿sabéis?; podría comportarme decentemente si no me aburriera tanto. Pero he sido lo suficientemente tonto como para ponerme del lado equivocado de las leyes de la locura, y estoy, como se dice, en un aprieto. ¿Dirías que un hombre está loco si no quisiera liberar su capital para pagar las deudas de su hermano, sabiendo con certeza que el pago de dichas deudas se usaría como medio para obtener más crédito?

—Yo, personalmente, no lo haría —respondí—. Pero si un hombre combina algún tipo de comportamiento inusual con un estricto control de las finanzas familiares, es bastante probable que, tarde o temprano, aparezca alguien que sí lo diga.

—«Si al principio no tienes éxito, inténtalo, inténtalo de nuevo» parece ser el lema de mi madre —dijo lord Cullan—. Ahora, supongamos que deposito mi maleta en vuestra residencia clínica; no es que necesite que me laven las camisas o cosas frívolas como esas, sino solo por mantener las apariencias, ¿me daríais vuestra palabra de honor de que sería tratado como visitante, y no como paciente?

—Eso debes preguntárselo al doctor Taverner —dije—. Pero, si confías en él, estoy seguro de que no te arrepentirás.

Lord Cullan lo consideró por un momento, luego asintió y regresó conmigo a la residencia.

—Por supuesto, le he prometido lo que pedía —me dijo Taverner al contarme la posterior entrevista—. He prometido no tratarlo, y ni tú ni yo lo haremos. En su lugar, le he dado un paciente para que se ocupe él mismo.

—¿Y ese paciente es…? —dije.

—Tú mismo —respondió Taverner.

Estallé en risas.

—¡Eres un pájaro astuto! —exclamé.

—Realmente creo que lo soy —dijo Taverner, con una sonrisa un poco más amplia de lo que la ocasión parecía requerir—. Y también creo que no soy el único pájaro en el bosque; hay otros dos, y a ambos los mataré con la misma piedra.

Marius evidentemente se tomaba muy en serio su papel como guardián mío, y yo, tal y como Taverner deseaba, lo complacía en todo lo que podía. Era costumbre de Taverner, cuando tenía un caso crítico, dedicarse a él durante unos días, y dejarme a mí a cargo de la rutina de la residencia, pero, en este caso, él mismo se ocupaba de la rutina, y me dejaba a mí tratar con Marius.

Con el tiempo, sin embargo, empecé a sospechar que era Marius el que me trataba a mí. Su mente ágil y su cerebro perspicaz lo convertían en el miembro dominante de la pareja, y pronto me di cuenta de que él, a través de la pura intuición, era mejor psicólogo de lo que yo era o jamás podría ser, a pesar de toda mi formación. Gradualmente, comenzó a unirse a nosotros en la oficina, lo cual iba en contra de todas las normas de etiqueta profesional y, en mi opinión, resultaba muy indiscreto. Debo confesar que al principio sentí un poco de celos cuando escuché a Taverner pedirle consejo y seguir sus recomendaciones con respecto a ciertos casos que nos habían desconcertado. Marius estaba mucho más cerca de Taverner intelectualmente que yo. Ambos venían del mismo lugar espiritual en el interior del subconsciente, pero en uno predominaba el científico y en el otro el artista. Taverner había salvado su alma ocultándola, mientras que Marius casi la había perdido al exponerla a ojos vulgares. Mientras escuchaba las conversaciones junto al fuego de la oficina durante las tardes de otoño, a menudo me preguntaba cuántos de sus compañeros espirituales languidecían en cárceles y manicomios en ese momento, y por qué la civilización necesitaba desmenuzar a hombres como Marius con su maquinaria. También comprendí por qué el ocultista trabaja escondido bajo la protección de una hermandad jurada al secreto, presentando al mundo una máscara como la que llevaba Taverner, y ocultando su verdadera vida a todos, salvo a sus hermanos. Marius era un hombre más débil que Taverner y había sido derrotado, mientras que mi jefe, protegido por la Orden a la que pertenecía, manipulaba por medio del ritual las fuerzas que atravesaban y desgarraban a Marius, fortaleciéndose uno con lo que consumía al otro.

Taverner a menudo nos reunía en esos días de principios de otoño que gradualmente se iban convirtiendo en invierno. Marius tenía muchos negocios de terrenos que atender, y era mi tarea ayudarlo. En asuntos de dinero era como un niño, y en el momento en que trataba con un comerciante era completamente estafado; pero, afortunadamente para él, las propiedades de los Cullan consistían en tierras en su práctica totalidad, y para esto tenía un talento perfecto, y la tierra le generaba recursos de una manera peculiar. Los arrendatarios lo miraban con supersticiosa veneración y, en mi opinión, con algo más que miedo. En cualquier caso ponían mucho cuidado en no contrariarlo, y, hasta donde sé, él lanzaba hechizos sobre los campos mientras el granjero miraba con una sonrisa tímida, avergonzado de admitir su superstición, pero deseando desesperadamente que se llevara a cabo la magia.

Sin embargo, aquello no podía durar para siempre, y llegó el día en que tuve que pedirle a Taverner unos días libres para asistir a una conferencia médica en Londres. Los obtuve con facilidad, Marius, para mi alivio, aceptó mi partida sin ningún problema, y me fui de regreso a los lugares de los hombres. Esa fue la primera vez que asistía a una reunión de los mi propia especie desde que me uniera a Taverner, y la esperaba con ansias. Allí sentía que mis pies estarían en mi tierra natal; con Taverner siempre me sentía un tanto fuera de lugar.

Pero, a medida que se leían y discutían los diferentes trabajos, empecé a notar cómo una peculiar sensación se apoderaba de mí. Cuando estaba con Taverner mi mente parecía moverse lentamente y con torpeza en comparación a la suya; pero, en comparación con estos hombres, mi mente se movía a una velocidad y lucidez asombrosas. A medida que se describía cada nuevo conjunto de fenómenos, yo parecía penetrar en la vida oculta que los impulsaba; no veía, como Marius veía, con clarividente luz, pero sabía cosas mediante una infalible intuición que ni siquiera era capaz de explicarme a mí mismo.

Y aún menos podía explicárselo a otros, claro. Después de un intento de participar en un debate, en la que, es cierto, arrasé con todo, me sumergí en un silencioso retiro que no permitía romperse bajo ninguna pregunta. Sobre mi alma se cernía una sensación de absoluta soledad mientras caminaba entre mis colegas profesionales; sentía como si estuviera mirando por una ventana en lugar de participar en una conferencia. Hasta que no regresé a mis viejos lugares, no me di cuenta de cuánto había avanzado por el camino que Taverner recorría; viviendo siempre en su atmósfera, escuchando su punto de vista, mi alma se había sintonizado con la nota clave de la suya, y estaba apartado de mis semejantes. Sabía que no podía establecer ninguna relación fuera de la extraña hermandad no organizada de aquellos que siguen el Sendero Secreto, y sin embargo, tampoco era uno de los suyos; una barrera invisible me separaba también de ellos, y no podía entrar en su vida.

La conferencia terminó con una cena, y me dirigí a esa función en medio de una gran agitación mental. Cada vez más, se me imponía el hecho de mi aislamiento de aquellos a quienes siempre había considerado como mi manada, y a quienes había mirado en busca de apoyo; cada vez más, se me imponía la necesidad de apartar el velo tras el cual había podido echar un vistazo momentáneo en muchas ocasiones. Sin embargo, el hecho de que fuera el compañero rutinario de Taverner no me daba derecho a atravesarlo. Tenía, por así decirlo, que entrar en la casa de mi alma y salir por la puerta de atrás. No puedo describirlo mejor que eso: la extraña vuelta hacia adentro que sentía que debía realizar.

Siempre había temido que las profundidades internas de mi alma estuvieran llenas de complejos freudianos y cosas que arruinan carreras, y esta idea constituía una barrera; pero ahora me daba cuenta de lo que Marius había hecho por mí durante las semanas en las que había tenido la constante compañía de su extraña mente: la naturalidad absoluta de su perspectiva, y la completa ausencia de cualquiera de las doctrinas sociales convencionales, habían cambiado gradualmente mi sentido de los valores. Como un platero, no miraba solo la elaborada artesanía de un objeto, sino que pesaba el auténtico metal que contenía; por lo tanto, había cosas que había valorado mucho y que ya no temía perder.

Y al darme cuenta de que ya no valoraba las cosas que la mayoría de los hombres valoran, de repente sentí que me atrevía a acercarme a las cosas del Inconsciente que durante mucho tiempo había codiciado en secreto a pesar de todas mis negaciones, pero las cuales nunca me había atrevido a tocar, temiendo arruinar mi carrera al hacerlo. Ajeno a la sala abarrotada y al parloteo del presidente, perdido en mis pensamientos, reflexioné sobre estas cosas. Miré mi vida directamente a los ojos, y, cuando terminé, todos los principios fueron reevaluados; de hecho, había entrado en la casa de la vida y había pasado por todas las habitaciones.

Y luego, espontáneamente y sin esfuerzo, abrí la puerta trasera de mi alma y salí a la amplia y estrellada noche astral. Vi el espacio infinito cruzado y recruzado por grandes Rayos y percibí el paso de innumerables Presencias. Luego, uno de los rayos cayó sobre mí y sentí como si algo en mi sustancia más interna se encendiera y brillara.

El arrebato de abstracción pasó y volví a ser consciente de mi entorno. El mismo orador seguía hablando, nadie había notado mi falta de atención. El tiempo y el espacio no desempeñan ningún papel en las experiencias psíquicas.

Para mi alivio, la cena estaba llegando a su fin y escapé de la atmósfera sofocante, cargada de humo de comida y cigarros, hacia la deslumbrante noche de Londres. Sin embargo, allí no había ningún lugar donde pudiera estar a solas con mis pensamientos, ya que la humanidad me rodeaba. Necesitaba espacio y oscuridad para que mi alma pudiera respirar. A pesar de lo tarde que era, recogí mis pertenencias, saqué el coche y me dirigí por la carretera de Portsmouth hacia Hindhead.

Era una carretera llena de recuerdos para mí. Aquellos que han leído estas crónicas saben cuántas veces Taverner y yo habíamos corrido arriba y abajo por ella en una u otra de las aventuras en las que me había metido debido a mi asociación con esa extraña y poderosa personalidad. Es cierto que sabía tan solo un poco más sobre Taverner que al principio, ¡pero, por los dioses, cuánto más sabía sobre mí mismo! Suponiendo, pensé, que Taverner y yo por alguna razón decidiéramos separarnos, ¿cómo lograría volver al mundo de los hombres y encontrar mi lugar en él? ¿No me sentiría tan ajeno como Marius? Aquellos que entran en lo Invisible nunca regresan realmente, y, a menos que pudiera encontrar compañía en el lugar al que había ido, pasaría mi vida en soledad espiritual, con el alma sumida en una terrible nostalgia por los brillantes lugares que había vislumbrado.

Absorto en mis pensamientos, seguí conduciendo más allá del desvío que llevaba a la clínica, y no fue hasta que el motor pidió un cambio de marcha que me di cuenta de que estaba subiendo a las alturas de Hindhead. Abajo yacía el hueco lleno de niebla de Punchbowl, que parecía un lago a la luz de la luna, y arriba la gran Cruz Celta que da descanso a las almas de los ahorcados se recortaba contra las estrellas; todo estaba muy quieto y no soplaba el viento. En esa inmensa quietud de los brezales abiertos, alejado de toda vida y pensamiento humanos, sentí la presencia de una existencia oculta sobre mí, como si estuviera caminando a través de agua invisible. El motor se había detenido en la pendiente, y a mi alrededor había un silencio y una oscuridad absolutos. Algo estaba cerca. Lo sabía, y se acercaba a mí; sin embargo, no podía tocarme, porque yo debía dar el primer paso. ¿Debería hacerlo? ¿Me atrevería a dar un paso fuera de los estrechos límites de la experiencia humana hacia la expansión de la conciencia más amplia que me rodeaba? ¿Debería abrir esa puerta que nunca puede cerrarse de nuevo?

Arriba, en la colina, la gran cruz de granito cortaba las estrellas, una cruz céltica, con el círculo de la eternidad superpuesto en los brazos extendidos de la renuncia. La niebla había ascendido y borraba las tierras bajas que conducían a Frensham, de modo que parecía que estaba solo en un cráter lunar. Aislado de todas las influencias humanas, en lo alto de las crudas alturas de los páramos, me encontré cara a cara con mi alma mientras la vida invisible que se alzaba como un mar se retiraba como si me diera espacio para mi decisión.

Y vacilé, ansiando sumergirme en esa maravillosa vida, pero temiéndola, cuando de repente algo me agarró del corazón y me arrastró. No puedo describirlo mejor que eso. Había cruzado una barrera invisible y estaba al otro lado. La conciencia se estabilizó de nuevo; el mundo seguía igual; allí sobre mi cabeza seguía destacándose la gran cruz, y sin embargo, en todas las cosas había una diferencia profunda; porque para mí, de repente, habían cobrado vida. No solo estaban vivas, sino que compartía su vida, porque era uno con ellas. Y entonces supe que, aunque estuviera aislado en el mundo de los hombres, tenía esa compañía infinita a mi alrededor. Ya no estaba solo; porque, como Taverner, Marius y muchos otros, había cruzado al otro lado, hacia lo Invisible.

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