Macaón

Regresaba al final de un breve día invernal de mi visita al Hospital de St. James, donde se encontraba mi antiguo sirviente Parkes, que había estado a mi servicio durante veinte años. Lo había enviado allí tres días antes, no para tratamiento, sino para observación, y esa tarde había ido a Londres para escuchar el informe del médico que llevaba el caso. El médico me dijo que Parkes sufría de un tumor interno cuya naturaleza no podía diagnosticarse con certeza, pero todos los síntomas apuntaban directamente a que era canceroso. Sin embargo, eso no debía considerarse como un hecho probado; solo se podía demostrar mediante una operación exploratoria para revelar la naturaleza y la extensión del crecimiento, el cual luego, si era posible, debería extirparse. Si ciertos tejidos se habían visto involucrados, me dijo mi viejo amigo Godfrey Symes, descubriríamos que era inoperable, pero esperaba que ese no fuera el caso y que se pudiera extirpar: la extirpación brindaba la única oportunidad de recuperación. Resultaba afortunado que el paciente hubiera sido enviado para su examen en una etapa temprana, ya que así las posibilidades de éxito eran mucho mayores que si el crecimiento hubiera estado presente durante mucho tiempo. Parkes no estaba, sin embargo, en las condiciones adecuadas para someterse a la operación de inmediato; se aconsejaba que guardara entre siete y diez días de recuperación en cama. En tales circunstancias, Symes me recomendó que no se le dijera de inmediato lo que le esperaba por delante.

—Se puede ver que es un hombre nervioso —dijo—, y estar en cama pensando en lo que uno tiene que enfrentar probablemente deshará todo el bien que conlleva el reposo. Uno no se acostumbra nunca a la idea de que le abran en canal; cuanto más se piensa en ello, más insoportable se vuelve. Si tuviera que enfrentarme a una aventura de ese tipo, preferiría infinitamente que no me lo dijeran hasta que vinieran a ponerme la anestesia. Naturalmente, tiene que dar su consentimiento para la operación, pero no le diría nada al respecto hasta el día anterior. No está casado, ¿verdad?

—No, está solo en el mundo —le respondí—. Ha estado conmigo durante veinte años.

—Sí, recuerdo a Parkes casi tanto como a ti. Eso es todo lo que te puedo recomendar. Por supuesto, si el dolor se volviera severo, sería mejor operar de inmediato, pero apenas sufre actualmente. Y duerme bien, según me ha dicho la enfermera

—¿Y no hay nada más que se pueda intentar? —le pregunté.

—Intentaré todo lo que quieras, pero será perfectamente inútil. Le permitiré que tome cualquier remedio milagroso y charlatanesco que queráis, siempre y cuando no dañe su salud ni haga que pospongamos la operación. Hay rayos X y rayos ultravioleta, y hojas de violeta y radio; hay nuevas curas para el cáncer que se descubren todos los días, ¿y cuál es el resultado? Lo único que logran es que la gente posponga la operación hasta que ya no es posible operar. Naturalmente, cualquier opinión adicional será bienvenida, si así lo deseas.

En ese momento, Godfrey Symes era fácilmente la principal autoridad en este tema, con un porcentaje de curaciones mucho más alto que cualquier otro.

—No, no quiero una segunda opinión —le dije.

—Muy bien, lo vigilaré cuidadosamente. Por cierto, ¿no puedes quedarte en la ciudad y cenar conmigo? Vendrán una o dos personas, y entre ellas un espiritista completamente loco que tiene más mensajes del otro mundo de los que yo recibo en mi teléfono. Llamadas a larga distancia, ¿verdad? Me pregunto dónde está la central telefónica. ¡Vente! ¡Te gustan los excéntricos, lo sé!

—Me temo que no puedo —le dije—. Hoy tengo dos invitados que vienen para quedarse conmigo en el campo. Ambos son excéntricos: uno es una médium.

Se rio.

—Bien, yo solo puedo ofrecerte un excéntrico, y tú tienes dos —dijo—. Tengo que regresar a las consultas. Te escribiré en una semana más o menos, a menos que haya alguna urgencia que no haya previsto, y te sugiero que vengas a contárselo a Parkes cuando toque. Adiós.

Cogí mi tren en Charing Cross con apenas tres segundos de margen, y salimos golpeando fuertemente el puente a través del aire frío y denso. Había estado nevando intermitentemente desde la mañana, y cuando dejamos atrás la suciedad y la niebla de Londres, la nieve yacía espesa en campos y setos, retrasando, por el reflejo de la tenue luz que quedaba, la llegada de la oscuridad y dotando al paisaje de una austeridad distante y solitaria. Durante todo el día sentí esa somnolencia que acompaña a la caída de nieve, y a veces, medio perdiéndome en un sueño, mi mente se arrastraba, como una cosa que repta en la oscuridad, alrededor de lo que Godfrey Symes me había dicho. Durante todos estos años, Parkes, más amigo que sirviente, me había brindado su fidelidad y devoción, y ahora, como respuesta a eso, aparentemente lo único que podía hacer era contarle su situación. Estaba claro, por lo que había dicho el cirujano, que se esperaba una grave revelación, y sabía, por la experiencia de dos amigos míos que habían estado en su condición, lo que podía esperarse de esta «operación exploratoria». Exactamente iguales habían sido estos casos; había pruebas claras de un crecimiento interno posiblemente no maligno, y en cada caso se había visto la misma y sombría secuencia. El crecimiento había sido extirpado y en un par de meses había tenido lugar una recrudescencia de la enfermedad. De hecho, la cirugía no había probado ser más que un cuchillo de podar, que había estimulado lo que el cirujano había esperado extirpar con una actividad más rápida. Y eso, aparentemente, era la mejor oportunidad que Symes podía ofrecer: el resto de los tratamientos no eran más que basura o charlatanería…

Mi mente se alejó hacia otro tema: probablemente, los dos visitantes a los que esperaba, Charles Hope y la médium que él traía consigo, estarían en el mismo tren que yo, y repasé en mi cabeza todo lo que me había contado sobre la señora Forrest. Ciertamente, era una historia extraña la que él me trajo dos días antes. La señora Forrest era una médium de considerable reputación en círculos psíquicos y había tenido algunas demostraciones de libro muy extraordinarias que, según todos los informes, parecían inexplicables, excepto bajo una hipótesis espiritualista, y no se había presentado ninguna acusación de engaño, al menos hasta ahora. Cuando estaba en trance, hablaba y escribía, como suele ser el caso de los médiums, dirigida por una «voluntad» específica; es decir, de una inteligencia espiritual y desencarnada que por un tiempo estaba en posesión de ella. Pero últimamente había habido signos de que una nueva voluntad la estaba inspirando, cuya naturaleza, nombre e identidad eran aún desconocidos. Y luego ocurrió el siguiente y extraño incidente.

La semana anterior, solo mientras estaba en trance, y aparentemente bajo la dirección de esta nueva voluntad, comenzó a describir en detalle cierta casa en la que la voluntad dijo que tenía trabajo que hacer. Al principio, la descripción no despertó ninguna asociación en la mente de Charles Hope, pero, a medida que continuaba, de pronto se dio cuenta de que la señora Forrest estaba hablando de mi casa en Tilling. Describió sus características generales, su ubicación en un pequeño pueblo sobre una colina, su jardín amurallado y luego continuó hablando con gran minuciosidad sobre una característica bastante peculiar de la casa. Describió una gran habitación construida en el jardín, a pocos metros de la casa, a la que se accedía mediante media docena de escalones de piedra. Según ella, había una barandilla a ambos lados, y en la barandilla se retorcían, como los anillos de una serpiente, los tallos de un árbol que tenía flores de color malva pálido. Todo esto era una correcta descripción de mi jardín y la glicina que se retuerce alrededor de las barandillas que bordean los escalones. Luego continuó hablando del interior de la habitación. En un extremo había una chimenea, en el otro una gran ventana de arco que daba a la calle y al frontal de la casa, y había otras dos ventanas opuestas entre sí, en una de las cuales había una mesa, mientras que la otra, que daba al jardín, estaba sombreada por el árbol que se retorcía alrededor de las barandillas. Las estanterías revestían las paredes y había un gran sofá en ángulo recto con la chimenea…

Ahora bien, aunque todo eso era una descripción perfectamente precisa de un lugar que, hasta donde podía saberse, la señora Forrest nunca había visto, era concebible que pudiera haber derivado de la mente de Charles Hope, ya que él conocía bien la habitación, pues había estado muchas veces conmigo. Pero la médium añadió un detalle que no podría haber salido por esta vía, ya que Charles lo consideraba incorrecto. Dijo que había un piano grande cerca de la ventana de arco, mientras que él estaba seguro de que no había ningún piano. Sin embargo, y curiosamente, yo había alquilado uno hacía apenas una semana y se encontraba en el lugar que ella había dicho. La «voluntad» repitió entonces que había trabajo que hacer en aquella casa. Existía alguna situación o complicación en la que podía ayudar y podría «hacerse escuchar» mejor (es decir, comunicarse de forma más clara) si la médium celebraba una sesión allí. Después, Charles Hope le dijo a la voluntad que creía conocer la casa de la que hablaba y prometió hacer todo lo que pudiera. Tras eso, la señora Forrest salió del trance y, como de costumbre, no recordaba nada de lo sucedido.

De modo que Charles me contó la historia tal y como la he contado aquí, y aunque yo no podía imaginarme ninguna situación o complicación en la que una «voluntad» desconocida que hablaba a través de una médium a la que jamás había visto pudiera ser de ayuda, todo el asunto (y en especial el detalle sobre el piano) era tan extraño que le pedí que trajera a la médium para una sesión, o una serie de sesiones. Se acordó la fecha y me sentí inclinado a posponerlo cuando, hace tres días, Parkes tuvo que ir al hospital. Sin embargo, un vecino que se iba de viaje durante una semana tuvo la amabilidad de prestarme a una doncella, y de esta forma mantuve el compromiso. En cuanto a la situación en la que la voluntad podría ser de ayuda, solo puedo asegurar al lector que, tras mucho pensarlo, solo me preguntaba si acaso estaba relacionada con un libro en el que estaba trabajando y que trataba (si alguna vez lograba terminarlo) sobre asuntos psíquicos. Por el momento no era capaz de ponerme con ello. Había hecho media docena de intentos y todos habían terminado en la papelera.

Resultó que mis invitados no venían en el mismo tren que yo; no obstante, llegaron poco antes de la hora de la cena, y, después de que la señora Forrest se retirara a su habitación, tuve unas palabras con Charles, quien me contó exactamente cómo estaban las cosas en ese momento.

—Sé de tu cautela y tu quisquillosidad con estos asuntos —dijo—, así que no le he contado nada a la señora Forrest sobre la descripción que hizo de esta casa, ni sobre la razón por la que le pedí que viniera aquí. Solo le dije, cuando lo acordamos, que eres un gran amigo mío y que estás inmensamente interesado en asuntos psíquicos, aunque eras un ratón de campo al que cuesta llevar a la ciudad, y que estarías encantado si acudía aquí durante unos días y celebrara algunas sesiones.

—¿Y tú crees que ella reconoce la casa? —le pregunté.

—No he visto señales de ello. Como te dije, cuando sale del trance, nunca parece tener el más mínimo recuerdo de lo que ha dicho o escrito. Confío en que asistamos a una sesión esta noche, después de la cena.

—Por supuesto, si ella está dispuesta —respondí—. He pensado que sería mejor hacerlo en la sala de jardín, ya que es el lugar que ha descrito tan minuciosamente. Es un sitio cálido, con calefacción central y un buen fuego, y está solo a diez metros de la casa. He hecho quitar la nieve de los escalones.

La señora Forrest resultó ser una mujer muy inteligente, sazonada con un buen sentido del humor, dotada de un sano aprecio por las comodidades de la vida y más que agradablemente amueblada con el pequeño añadido de saber mantener una conversación. Tenía tendencia a ser robusta, pero se movía con ligereza, y ni su cuerpo ni su mente sugerían que fuera alguien que mantuviera contacto con lo invisible: no había nada lánguido ni oculto en ella. Su perspectiva general de la vida parecía ser más materialista que lo contrario y estaba muy interesada en hablar de esos temas cuando, aproximadamente a mitad de la cena, el tema de sus capacidades como médium surgió en la conversación.

—Mis dones —dijo— no tienen nada que ver con la persona que está sentada aquí, comiendo, bebiendo y hablando con ustedes. Ella, como quizá el señor Hope ya le haya dicho, queda completamente excluida antes de que mi subconsciente (así es como lo llaman ahora, ¿no?) entre en contacto con inteligencias incorpóreas. Hasta que eso suceda, la puerta está cerrada, y, cuando termina, la puerta se cierra de nuevo y no tengo recuerdo de lo que he dicho o escrito. La voluntad usa mi mano y mi voz, pero eso es todo. No sé más al respecto de lo que sabría un piano de la melodía que se ha interpretado en él.

—Y por lo visto hay una nueva voluntad que la ha estado usando últimamente, ¿no es así? —pregunté.

Ella rio.

—Eso debe preguntárselo al señor Hope —dijo—. No sé nada al respecto. Él me dice que así es, y también, ¿no es así, señor Hope?, que no tiene idea de quién o qué es esa nueva voluntad. Espero con interés el desarrollo de los acontecimientos; mi idea es que la voluntad tiene que acostumbrarse a mí, igual que uno se acostumbra a tocar un nuevo instrumento. Les aseguro que estoy tan ansiosa como cualquiera de que aprenda a facilitar la comunicación a través de mí. De hecho, confío en que hagamos una sesión esta noche.

La conversación cambió de rumbo nuevamente y supe que la señora Forrest nunca había estado en Tilling antes, y que estaba encantada con la escena que ofrecían sus estrechas y antiguas calles residenciales cubiertas de nieve y alumbradas por la luna. También le gustaba la atmósfera de la casa: le parecía tranquila y amable, especialmente la pequeña sala de estar donde nos habíamos reunido antes de la cena.

Lancé un vistazo a Charles.

—Había pensado proponer que tuviéramos la sesión en la sala del jardín —dije—, si no le importa dar unos cuantos pasos por el exterior. Se encuentra contigua a la casa.

—Como quiera —respondió—, aunque creo que aquí tenemos unas excelentes condiciones sin necesidad de ir allí.

Esto confirmó su afirmación de que nunca recordaba lo que había dicho durante el trance, ya que, de lo contrario, al mencionar la sala del jardín habría reconocido su descripción de esta, y cuando poco después de la cena nos trasladamos allí, quedó claro que, a menos que estuviera interpretando un papel incomprensible, la visión de la habitación no le evocó ningún recuerdo. Allí hicimos los sencillos preparativos a los que estaba acostumbrada.

Dado que el procedimiento en tales sesiones es posiblemente desconocido para el lector, describiré de manera muy breve cuáles fueron esos preparativos. No teníamos idea de qué forma tomarían las manifestaciones —si acaso las había—, por lo que Charles y yo estábamos preparados para registrarlas en el acto. Nos sentamos alrededor de una pequeña mesa ubicada a unos dos metros de la chimenea, la cual ardía brillantemente; la señora Forrest se sentó en un sillón grande. Exactamente frente a ella, en la mesa, había un lápiz y un cuaderno por si acaso, como sucedía a menudo, la manifestación fuera a través de la escritura automática; es decir, que ella escribiera mientras estaba en trance. Charles y yo nos sentamos uno a cada lado, provistos también de lápiz y papel para anotar lo que dijera si la voluntad se apoderaba de ella. En caso de que aparecieran espíritus materializados, un fenómeno que aún no se había visto en sus sesiones, nuestra idea era anotar lo más rápido posible lo que viéramos o creyéramos ver. Si se producían golpes o movimientos de muebles, haríamos notas similares de nuestras impresiones. La lámpara se atenuó, de modo que solo un anillo de llama rodeara la mecha, y la luz del fuego era lo suficientemente brillante, como comprobamos antes de que comenzara la sesión, para permitirnos escribir y ver lo escrito. El resplandor rojo de la chimenea iluminaba la habitación, y se acordó que Charles anotaría con su reloj la hora en que ocurriera algo. Ocasionalmente, a lo largo de la sesión, una burbuja de gas del carbón prendía y toda la habitación se iluminaba intensamente durante un instante. Había dado órdenes de que mis criados no interrumpieran la sesión bajo ningún concepto, a menos que hiciéramos sonar el timbre de la sala del jardín. En ese caso, tenían que contestar. Finalmente, antes de que comenzara la sesión, cerramos todas las ventanas por dentro y la puerta con llave. No tomamos ninguna otra precaución contra el fraude, y, de hecho, fue la señora Forrest la que sugirió que debíamos atarla al sillón. Consideramos que, a la luz del fuego, cualquier movimiento suyo sería tan visible que no hacía falta adoptar esa precaución. Charles y yo habíamos acordado leer cada uno las notas que el otro tomara durante la sesión y eliminar cualquier cosa que no hubiéramos registrado ambos. Por lo tanto, los informes de esta sesión, y de la que tuvo lugar al día siguiente, se basan en nuestro testimonio conjunto. Tras eso, la sesión comenzó.

La señora Forrest estaba reclinada con comodidad, con los ojos abiertos y las manos en los reposabrazos. Luego, sus ojos se cerraron y un temblor violento se apoderó de ella. El temblor pasó y poco después su cabeza cayó hacia adelante y su respiración se volvió muy rápida. No tardó en tranquilizarse y volver nuevamente a un ritmo normal, y entonces comenzó a hablar, al principio en un susurro apenas audible y luego en un tono agudo y estridente, completamente diferente a su voz habitual.

Durante la siguiente media hora, no creo que en toda Inglaterra existiera hombre más decepcionado que yo. «Starlight», al parecer, era la voluntad que la controlaba, y Starlight era un personaje de trivialidades. Había sido monja en la época de Enrique VII y su trabajo era ayudar a aquellos que recientemente habían pasado al otro lado. Estaba muy ocupada y feliz y se encontraba en la tercera esfera, donde se escuchaba mucha música hermosa. Todos debíamos ser buenos, decía Starlight, y no importaba mucho si éramos inteligentes o no. El amor era lo más importante; debíamos amarnos y ayudarnos mutuamente, la muerte no era más que la puerta de la vida y todo allí sería tremendamente alegre… Starlight, de hecho, era la perfecta descripción de una sarta de tonterías, y comencé a pensar en Parkes…

Y a continuación dejé de pensar en Parkes, pues las estridentes moralidades de Starlight cesaron y la voz de la señora Forrest cambió nuevamente. La estúpida desenvoltura de su lengua se detuvo y comenzó a decir cosas incomprensibles con voz en un rango de bajo­barítono. Charles se inclinó sobre la mesa y me susurró.

—Esa es la nueva voluntad —dijo.

La voz que hablaba tropezaba y titubeaba: era como la de un hombre que intentaba expresarse en algún idioma que no conocía muy bien. A veces se detenía por completo y en una de estas pausas pregunté:

—¿Puedes decirnos tu nombre?

No hubo respuesta, pero poco después vi la mano de la señora Forrest buscar el lápiz. Charles se lo entregó y colocó el bloc de notas de la manera más conveniente. Observé cómo trazaba las letras en mayúsculas. Fueron hechas con vacilación, pero eran perfectamente legibles. «Golondrina», escribió, y después «Golondrina», otra vez, y se detuvo.

—¿El pájaro? —pregunté.

La voz habló en respuesta; ahora podía escuchar las palabras, pronunciadas con esa voz de bajo-barítono.

—No, no es un pájaro —dijo—. No es un pájaro, pero vuela.

Estaba completamente desconcertado; mi mente no podía formular ninguna conjetura sobre lo que quería decir. Y luego el lápiz comenzó a escribir de nuevo. «Golondrina, golondrina», y a continuación, con un repentino movimiento enérgico, como si la inteligencia guía hubiera superado alguna dificultad, escribió «Cola de golondrina».

Eso parecía más absurdo aún. La única conexión que se me ocurría con las palabras «cola de golondrina» era la de un frac de cola de golondrina, pero ¿quién había oído hablar de un frac de cola de golondrina que volara?

—Lo tengo —dijo Charles—. Mariposa cola de golondrina, ¿es eso?

Hubo tres golpes repentinos en la mesa, fuertes y sorprendentes. Estos golpes, debo explicar, significan «Sí» en el código habitual. Como para confirmarlo, el lápiz comenzó a escribir de nuevo y deletreó «Mariposa cola de golondrina».

—¿Es ese tu nombre? —pregunté.

Hubo un golpe, que significa «No», seguido de tres, que significan «Sí». No tenía la más mínima idea de lo que todo aquello quería decir (de hecho, parecía que no quería decir nada en absoluto), pero la sesión se había vuelto extraordinariamente interesante, aunque solo fuera por su naturaleza inesperada. La voluntad estaba tratando de establecer comunicación a través de tres métodos simultáneos: la voz, la escritura automática y los golpes. Pero de qué manera una mariposa cola de golondrina podría ayudar en una situación que estaba teniendo lugar en mi casa era algo que quedaba completamente fuera de mi conocimiento… A continuación, una repentina idea me asaltó: la mariposa cola de golondrina sin duda tendría un nombre científico, y eso lo podríamos averiguar fácilmente, ya que sabía que en mis estanterías tenía una copia del Mariposas y polillas de Gran Bretaña de Newman, un lujoso volumen encuadernado en cuero que gané como premio entomológico en la escuela. Una búsqueda rápida me hizo dar con el libro y, a la luz del fuego, busqué la descripción de esta mariposa en el índice. Su nombre científico era Papilio Machaon.

—¿Es Macaón tu nombre? —pregunté.

La voz se volvió clara ahora.

—Sí, soy Macaón —dijo.

Con eso terminó la sesión, que no había durado más de una hora. Cualquiera que fuera el poder que había hecho que la señora Forrest hablara con esa voz masculina y se esforzara por identificarse a través del enrevesado encadenamiento de «golondrina, cola de golondrina, Macaón» comenzaba ahora a fallar. El lápiz de la señora Forrest hizo algunos garabatos ilegibles, susurró algunas palabras inaudibles y, poco después, con un estiramiento y un suspiro, salió del trance. Le dijimos que habíamos establecido el nombre de la voluntad, pero al parecer Macaón no significaba nada para ella. Estaba muy agotada, y pronto la acompañé a la casa para que se acostara, y después me reuní con Charles.

—De todos modos, ¿quién era Macaón? —preguntó él—. Suena clásico: más en tu línea que en la mía.

Recordé lo suficiente de la mitología griega para proporcionarle unos datos elementales, mientras buscaba un libro en particular sobre Atenas.

—Macaón era el hijo de Asclepio —dije—, y Asclepio era el dios griego de la curación. Tenía recintos, establecimientos hidroterápicos, a los que la gente iba a curarse. Los romanos lo llamaban Aesculapius.

—Entonces, ¿qué puede él hacer por ti? —preguntó Charles—. Estás bastante bien, ¿verdad?

No fue hasta que él dijo eso que se me encendió una luz. Aunque había pensado mucho en Parkes ese día, no había hecho la conexión conscientemente.

—Pero Parkes no lo está —dije—. ¿Es posible?

—¡Por Dios! —dijo él.

Encontré mi libro y busqué las páginas del recinto de Asclepio en Atenas.

—Sí, Asclepio tenía dos hijos —dije—. Macaón y Podalirio. En la época homérica no era un dios, sino solo un médico, al igual que sus hijos. El mito de su divinidad es bastante tardío…

Cerré el libro.

—Mejor no leer más —dije—. Si averiguamos todo sobre Asclepios posiblemente sugiramos cosas a la mente de la médium. Veamos lo que Macaón puede decirnos sobre sí mismo y ya lo verificaremos después.

Por lo tanto, sin ningún conocimiento adicional sobre el tema de Macaón, propusimos celebrar otra sesión al día siguiente. Durante toda la mañana el frío aire vino cargado de nieve y, en aquel momento, la calle frente a mi casa, que en el mejor de los casos era una calle secundaria para el escaso tráfico de la ciudad, estaba cubierta de blanco y sin una sola huella, salvo en la acera, por donde habían pasado unos pocos transeúntes. La señora Forrest no había aparecido durante el desayuno, y desde entonces hasta la hora del almuerzo estuve sentado en el mirador de la sala del jardín, por el calor de la calefacción central, que tenía unas cuantas tuberías instaladas allí, y para sacar el máximo partido a la luz que penetraba a través de aquel cielo cargado de nieve. El adormecimiento que acompaña a la caída de la nieve pesaba sobre mis facultades, pero, en la medida en que puedo afirmar algo, puedo afirmar que no dormí. De una carta pasé a otra y luego, por sexta o séptima vez, intenté ponerme con mi libro. Ahora prometía más que antes, y, buscando una palabra que no venía a mi pluma, me encontré mirando la calle vacía. No esperaba nada: solo pensaba en mi trabajo; probablemente había hecho lo mismo una docena de veces antes y había visto la calle vacía, con la nieve espesa cubriendo la carretera.

Pero ahora la carretera no estaba vacía. Alguien caminaba por el centro y su aspecto, aunque increíble, no era sorprendente. No tengo ni idea de por qué no me sorprendí; solo puedo decir que la visión me pareció completamente natural. La figura era la de un joven, cuyo cabello, negro y rizado, le caía sobre la frente. Un gran manto blanco, que le llegaba hasta las rodillas, le envolvía, y había arrojado el extremo sobre su hombro. Por debajo de las rodillas, sus piernas y pies estaban descalzos, al igual que el brazo con el que se apretaba el manto, y allí iba caminando rápidamente por la nevada calle. Cuando pasó directamente bajo la ventana donde yo estaba sentado, levantó la cabeza y me miró, sonriéndome. Y entonces vi su rostro: allí estaba la frente baja, la nariz recta, la boca curva y soleada, la barbilla corta, y pensé que aquel no era otro que el Hermes de Praxíteles, aquel cuya estatua en Olimpia hace que todos los que la miran vuelvan a ser jóvenes. De todos modos, allí estaba un juvenil dios griego, caminando alegremente y con una gracia incomparable por la calle, y levantaba su rostro para sonreír a un hombre apático y de mediana edad que lo miraba en blanco. Luego, con la certeza de alguien que regresa a casa, subió los escalones de la puerta principal y pareció entrar y pasar a través de ella. Ciertamente ya no estaba en la calle, y, tan real y sólida había sido mi visión, que me levanté, crucé los pocos metros de jardín y entré en la casa, y no me habría sorprendido encontrarlo de pie en el vestíbulo. Pero allí no había nadie, y abrí la puerta principal y vi que la nieve estaba lisa y sin mácula en el centro de la carretera, por donde había caminado, al igual que mi umbral. Y en ese momento, el recuerdo de la sesión de la noche anterior, sobre la cual, hasta ahora, había sentido desconfianza y sospecha, pasó al reino de los hechos sobrios, porque, ¿no había entrado Macaón en mi casa un momento atrás, con la sonrisa de hallarse en alguna misión amistosa?

Esa tarde nos sentamos nuevamente y a plena luz del día y entonces, supongo, la voluntad estaba más activa y poderosamente presente, porque apenas la señora Forrest hubo entrado en trance la voz empezó a hablar, más alta que la noche anterior y mucho más clara. Él —debo llamarlo Macaón— parecía estar ansioso por aclarar su identidad más allá de toda duda, como un recién llegado que presenta sus credenciales, y comenzó a hablar del recinto de Asclepios en Atenas. A menudo dudaba, buscando una palabra en inglés, a menudo añadía otra palabra en griego, y, a medida que hablaba, fragmentos de cosas que había aprendido cuando era estudiante de arqueología en Atenas volvieron a mi mente y supe que estaba describiendo con precisión el pórtico, el templo y el pozo. Todo esto lo lanzo al escéptico para que lo rumie, lo muerda y lo destroce; porque ciertamente parece posible que mi mente, sosteniendo estos hechos en su subconsciente, los sugiriera a la mente de la médium, quien luego hablaba de ellos y, al transmitírmelos de vuelta, me hacía consciente de que los conocía… El recuerdo de estas cosas, y del idioma griego, regresó mientras nos contaba, ahora medio en griego y medio en inglés, acerca de los pacientes que venían a consultar al dios, de cómo se lavaban en el pozo sagrado para purificarse y se acostaban a dormir en el pórtico. A menudo soñaban y, en la interpretación de sus sueños que contaban al sacerdote al día siguiente, estaba la indicación para la cura. Otras veces el dios sanaba de manera más directa y, acompañado por la serpiente sagrada, caminaba entre los durmientes y con su toque los sanaba. Su templo estaba lleno de exvotos, los regalos de aquellos a quienes había curado. Y en Epidauro, donde había otro santuario suyo, había grandes murales que registraban lo mismo…

Luego la voz se detuvo y, como para probar la identidad de otra manera, la médium cogió el lápiz y el papel y, en caracteres griegos, aparentemente desconocidos para ella, trazó las palabras «Macaón, hijo de Asclepios…».

Hubo una pausa y formulé una pregunta directa que había estado rondando en mi mente durante mucho tiempo.

—¿Has venido a ayudarme con Parkes? —pregunté—. ¿Puedes decirme qué lo curará?

El lápiz comenzó a moverse nuevamente trazando caracteres en griego. Escribió φέγγος ξ, y lo repitió. No adiviné de inmediato lo que significaba y pedí una explicación. No hubo respuesta y pronto la médium se removió, se estiró, suspiró y salió del trance. Ella recogió el papel en el que había escrito.

—¿Eso se transmitió? —preguntó—. ¿Y qué significa? Ni siquiera reconozco los caracteres…

Luego, de repente, el posible significado de φέγγος ξ me iluminó, y me asombré de mi lentitud. φέγγος, un rayo de luz, y la letra ξ, el equivalente de la letra X en inglés. Eso había llegado como respuesta directa a mi pregunta sobre lo que curaría a Parkes, y sin dudar ni demorarme, escribí a Symes. Le recordé que él había dicho que no tenía objeción a probar cualquier remedio posible siempre que no fuera perjudicial para su paciente, y le pedí que lo tratara con rayos X. Toda la secuencia de eventos había sido tan sorprendentemente asombrosa que creo que incluso el más escéptico no habría hecho nada diferente a lo que hice.

Nuestras sesiones continuaron, pero tras ese día no tuvimos más pruebas de esta segunda voluntad. Parecía que la inteligencia (incluso el más incrédulo me permitirá, por conveniencia, llamar «Macaón» a esa inteligencia) que había descrito esa habitación, y le había dicho a la señora Forrest que tenía trabajo que hacer, había terminado su tarea aquí. Macaón había dicho, o al menos esa era mi interpretación, que los rayos X curarían a Parkes. Para justificar esa opinión es apropiado citar una carta que recibí de Symes una semana después.

«No es necesario hacerte venir para que le comuniques a Parkes que tiene una operación por delante. En respuesta a tu solicitud, y sin un ápice de fe en su éxito, lo traté con rayos X, que ya te aseguré que eran inútiles. Hoy, para hablarte con toda franqueza, no sé qué pensar, ya que el crecimiento ha disminuido constantemente en tamaño y dureza, y es perfectamente evidente que se está absorbiendo y desapareciendo.

El tratamiento que le apliqué a Parkes es el de —-. Aquí, en este hospital, hemos tenido pacientes a los que ese tratamiento no les trajo ni la sombra de un beneficio. A menudo se le ha administrado a estos pobres desdichados hasta que cualquier operación que pudiera haber sido exitosa resultaba impracticable debido al avance del crecimiento. Pero, desde la primera dosis de rayos X, Parkes ha comenzado a mejorar; primero se ha detenido el crecimiento y luego ha disminuido.

Estoy tratando de exponerte toda la situación con la mayor imparcialidad que puedo reunir. Por eso, y por otro lado, debes recordar que el caso de Parkes nunca fue un caso demostrado de cáncer. Te dije que no podíamos comprobarlo hasta que se llevara a cabo la operación exploratoria. Todos los síntomas apuntaban al cáncer —ya ves, estoy tratando de salvar mi reputación—, pero mi diagnóstico, aunque confirmado por —-, podría haber sido incorrecto. Si solo tuviera lo que llamamos un tumor benigno, el caso no sería tan extraordinario; ha habido muchos casos en los que un tumor benigno ha desaparecido por absorción o por otros medios. Es inusual, pero no desconocido. Por ejemplo…

Pero el caso de Parkes ha sido completamente diferente. Ciertamente pienso que tenía un crecimiento canceroso y estaba seguro de que una operación era inevitable si se quería salvar su vida. Incluso entonces lo máximo que esperaba era un alivio del dolor a medida que avanzara la enfermedad y uno o dos años de vida como máximo. En cambio, he aplicado otro remedio siguiendo tus sugerencias, y, si continúa tal y como ahora, el crecimiento será un nódulo en una o dos semanas más y debería desaparecer por completo. Teniendo en cuenta todo esto, si me preguntaras si este tratamiento de rayos X fue la causa de la cura, tendría que decir “Sí”. No creo en este tratamiento, pero creo que lo está curando. Supongo que fue sugerido por alguna médium espiritualista y fraudulenta durante un trance fingido, inspirado por Asclepio u otro dios pagano y caduco, porque recuerdo que dijiste que ibas al campo por un asunto de espiritismo…

Bueno, en cualquier caso, Parkes está mejorando, y soy un hombre tan anticuado que preferiría que un paciente mío se recuperara mediante métodos increíbles que muriera bajo mi hábil bisturí… Por supuesto, nosotros, los profesionales de la salud, no sabemos nada, pero debemos actuar según las mejores posibilidades indicadas por nuestra ignorancia. Creí firmemente que el bisturí era el único medio para salvar a este hombre y ahora, cuando me veo tan confundido, lo único que puedo salvar es mi honradez, lo cual he hecho por la presente. Avísame, cuando puedas, si simplemente se te ocurrió a ti que intentara recurrir a los rayos X o si alguna falsa voz del más allá te lo sugirió.

Atentamente,

Godfrey Symes.

P.D.: Si fue alguna repugnante voz del más allá, podrías decirme en confidencia quién fue la médium. Quiero ser justo…».

 

Esa es la historia; el lector le dará explicación según su temperamento. Y como le he dicho a Parkes, que está nuevamente conmigo, que se pasara por la sala del jardín antes de la hora del correo para llevar un paquete certificado a la oficina, es momento de que me ponga a prepararlo. De modo que aquí está el paquete completo con el manuscrito, listo para ser enviado a la imprenta. Desde mi ventana lo veré avanzar alegremente por la calle por la que caminó Macaón durante una mañana nevada.

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