En la granja

El anochecer de un día de noviembre caía rápidamente cuando John Aylsford salió de su alojamiento en la calle empedrada y comenzó a caminar rápidamente por la carretera que llevaba hacia el este, junto a la orilla de la bahía. Había estado trabajando mientras la luz del día se lo había permitido, y ahora, cuando la creciente oscuridad lo alejaba de su caballete, salía a tomar el aire y a hacer ejercicio como todos los días, para recorrer unos diez kilómetros antes de regresar a su solitaria cena.

Esa noche había pocas personas en la calle, y aquellas que lo estaban avanzaban rápidamente a merced del fuerte viento del suroeste, que había rugido furioso durante todo el día, o, si iban en contra, caminaban inclinándose hacia adelante mientras luchaban contra él. Ningún barco de pesca se había aventurado en aquel mar enloquecido, sino que yacían amarrados tras el muro del muelle, balanceándose inquietos por la resaca de las grandes olas que pasaban junto al extremo. En ese momento, la marea había descendido y descansaban en la playa de arena, manchas negras contra la superficie lisa y húmeda que reflejaba sombríamente las últimas llamas del oeste. El sol se había puesto entre un cúmulo de nubes rotas y veloces, furiosas y amenazantes, con la promesa de que una noche salvaje estaba por venir.

Durante muchos días en el pasado, John Aylsford había salido a esa hora rumbo al este para darse su caminata por el abrupto camino costero que discurría junto a la bahía. La anterior marea alta había barrido guijarros y arena sobre él, y fragmentos de algas, impulsados por el viento, rodaban por los surcos. El pesado estruendo de las olas sonaba sombrío en la penumbra, y torres blancas de espuma, que aparecían y desaparecían, mostraban cuán alto saltaban sobre los arrecifes de roca más allá del cabo. Durante un kilómetro o así, enfrentándose al viento, siguió este camino; luego giró por un angosto y fangoso sendero hundido entre bancos que lo flanqueaban por ambos lados. Subió una empinada cuesta, bajó de nuevo y se unió a la carretera principal en el interior. Después de llegar al cruce, John Aylsford no siguió hacia el este, sino que giró hacia el oeste, llegando, media hora después de haber salido, a la cima de la colina que se alzaba sobre el pueblo que acababa de dejar atrás, aunque cinco minutos de subida lo habrían llevado desde su alojamiento hasta el lugar desde el que ahora contemplaba las dispersas luces bajo sus pies. El viento había empujado a todos los transeúntes al interior de sus casas, y ahora, frente a él, la carretera que cruzaba aquella alta y desolada meseta, salpicada aquí y allá por solitarias cabañas y granjas, yacía desierta y brillaba débilmente en la oscuridad barrida por el viento, apenas visible.

Muchas veces en aquel último mes, John Aylsford había recorrido este largo desvío, partiendo hacia el este desde el pueblo y regresando con una amplia vuelta, y ahora, como en esas otras ocasiones, se detuvo junto a la negra protección del seto entre el cual soplaba el silbante viento, quedándose agazapado allí, en la sombra, como si quisiera asegurarse de que nadie lo había seguido y de que el camino frente a él estaba vacío de transeúntes, ya que no tenía la intención de que nadie pudiera observarle durante esos paseos. Y mientras se detenía, dejó que su odio ardiera, calentándolo para llevar a cabo la única tarea que podría permitirle recuperar algo de paz y de las bondades de la vida. Aquella noche estaba decidido a liberarse de la piedra de molino que durante tantos años había colgado de su cuello, ahogándolo en aguas amargas. Después de mucho meditar sobre el acto, había dejado de sentir horror ante él. La muerte de esa perra borracha no era motivo de remordimiento o inquietud; el mundo estaría bien sin ella, y él mucho más que bien.

Ni una chispa de ternura y compasión por la hermosa joven pescadora que una vez fue su modelo, y que durante veinte años había sido su esposa, iluminó la oscuridad de su propósito. Fue allí donde la vio por primera vez cuando, durante unas vacaciones de verano, se había alojado con un par de amigos en la casa de campo hacia la cual ahora se dirigía. Ella subía la colina con la tardía puesta de sol dorando su rostro y, jadeando por la subida, se apoyó en la pared cercana con una mirada y una sonrisa para el joven hombre. Había posado para él, y el otoño trajo la secuela del verano en forma de matrimonio. Compró a su tío la pequeña casa de campo donde se había alojado, añadiendo a su modesto alojamiento un estudio y un dormitorio en la planta superior, y allí había visto extinguirse la chispa de lo que nunca había sido amor, y sobre las frías cenizas de sus brasas se extendió rápidamente el venenoso liquen del odio. Ella había empezado a beber al principio de su matrimonio y se había hundido en una degradación de alma y cuerpo que parecía no tener fondo, arrastrándolo con ella, abajo y abajo, con el agarre de una fuerza que apenas era humana por su malignidad.

A menudo, durante los miserables años que siguieron, él había intentado dejarla; le había ofrecido cederle la granja y proporcionarle una pensión adecuada, pero ella se había aferrado a poseerle a él, y no, o eso parecía, por sentir afecto alguno, sino por una razón completamente opuesta: que el odio que sentía por él se saciaba y alimentaba con la visión de su ruina. Era como si, obedeciendo a algún poder infernal, se propusiera arruinar su vida, sus poderes y sus posibilidades atándolo a ella. Y con la ayuda de ese poder —así lo creía él a veces—, ella imponía su voluntad, ya que, por más que él planease cortar todo aquel terrible asunto y dejar atrás el naufragio, nunca había logrado que esa resolución se convirtiera en acción. Allí, a unos pocos kilómetros de distancia, estaba la estación desde la cual salía el tren que lo llevaría lejos de aquel antiguo reino occidental, donde las creencias en hechizos y supersticiones crecían tan densas como la hierba bajo ese suave y enervante aire, y que lo llevaría bajo la seca y dura luz de las ciudades. El camino estaba abierto, pero no podía tomarlo; algo invisible y poderoso, de sombría inflexibilidad, lo detenía…

No se había cruzado con nadie en su camino hasta allí, y ahora, satisfecho ante la idea de que en la oscuridad podría continuar sin miedo a ser reconocido si algún transeúnte ocasional pasaba en la dirección en la que iba, dejó el refugio del seto y se lanzó al tormentoso mar de aquella imponente ráfaga de viento. Igual que un hombre en las garras de una muerte inminente ve su vida pasada desplegarse frente a él para una última revisión antes de que se cierre el libro, de la misma forma ahora, al borde de la nueva vida de la que solo lo separaba el acto que estaba decidido a acometer, John Aylsford, mientras avanzaba luchando contra aquel gran vendaval, pasó página tras página de sus propias y miserables crónicas sintiéndose extrañamente desvinculado de ellas. Era como si leyera las anales sórdidos y esclavizados de otro, haciéndose preguntas, medio compadeciendo, medio despreciando a aquel que había permitido estar atado durante tanto tiempo con ese ruinoso nudo.

Sí, era justo eso: un nudo que se apretaba cada vez más alrededor de su cuello, mientras él se ahogaba y luchaba en vano. Pero había otro nudo que muy pronto se apretaría rápida y finalmente, y el tirar de ese nudo con sus propias y fuertes manos sería lo que lo liberaría. Mientras reflexionaba sobre eso sus dedos acariciaron y golpearon el ovillo de soga que yacía, blanca y resistente, en su bolsillo. Un nudo, un nudo apretado rápidamente, y habría devuelto con rápida justicia y misericordia el largo estrangulamiento que había padecido.

Voluntaria y ansiosamente dejó que, al principio, ella le atara el nudo, pues la belleza de Ellen Trenair en esos días, tan lejanos y eternamente lamentados, había sido suficiente para atrapar a un hombre. En ese momento le habían advertido con indirectas y sugerencias dichas a medias que era perjudicial que un hombre se emparejara con una chica de aquella oscura y tristemente célebre familia, o que una mujer se casara con un joven por cuyas venas corría la sangre de Jonas Trenair, una vez predicador metodista, que, en una víspera de Todos los Santos, descubrió un evangelio más oscuro que el que había predicado antes. ¿Qué les había sucedido a las chicas que se habían casado con aquella menguante familia, ahora casi extinta? Una, antes de que su matrimonio cumpliera un año, se volvió loca y ahora, una vieja marchita y agostada, gesticulaba y balbuceaba por las calles del pueblo recogiendo basura de la zanja y masticándola con sus encías sin dientes. Otra, la madre de Ellen, había sido encontrada colgando del pasamanos de sus escaleras, rígida y horrible. Luego estaba el joven Frank Pencarris, que se había casado con la hermana de Ellen. Se sumió en una melancolía terrible y se sentó a trazar en hojas de papel las visiones que asaltaban sus ojos; figuras sin cabeza, bocas espumosas, imágenes de la prole del infierno… John Aylsford, en esos primeros días, se había reído con desdén de estos cuentos de viejas sobre hechizos y brujerías: pertenecían a eras pasadas, mientras que la hermosa Ellen Trenair era del encantador presente y había encendido un deseo en su corazón que solo ella podía calmar. Bajo la luminosidad de su mirada no había espacio para aquellas sombras y supersticiones; sus rayos las disipaban.

Amarga y negra como la medianoche fue su iluminación, oscureciéndose a través de dudosos crepúsculos hasta que la oscuridad misma lo envolvió. Su risa ante la idea de que en este siglo XX pudieran sobrevivir hechizos y brujerías enmudeció en sus labios. Había visto cómo el ganado de un vecino que había ofendido a alguien a quien era más sabio no desafiar menguaba y languidecía, aunque hubiera pastos ricos para su pastoreo, hasta que los huesos de las costillas sobresalían como las vigas de barcos encallados. Había visto secarse el manantial de otra granja en la época de parición porque el propietario, escéptico como él mismo, había rechazado dar esa gratificación que todos los prudentes pagaban al brujo de Mareuth, quien, al igual que Ellen, era de la sangre de Jonas Trenair. De la burla y la risa había pasado a un inquieto asombro, y del asombro su mente pasó a la convicción de que había poderes ocultos y terribles que luchaban en la oscuridad y prevalecían, secretos y hechizos que podían enviar enfermedades a hombres y bestias, oscuras invocaciones, conocidas por pocos, que podían mutilar y lisiar, y de estos pocos su esposa era una. Su razón se rebelaba, pero alguna convicción, más profunda que la razón, sostenía su propia postura. Ante estos hechos le parecía que el acto que contemplaba no se trataba de un crimen, sino más bien de un acto de obediencia al mandato que decía: «No permitirás que viva una bruja». Y un sentimiento de desvinculada imparcialidad caía sobre eso, así como sobre los recuerdos que brotaban en su mente. Alguien, no él, que lo había planeado todo muy cuidadosamente, iba a poner fin a su servidumbre en la próxima hora.

Así que los años habían pasado, hundiéndolo cada vez más en el lodazal en el que estaba sumergido, del cual, mientras ella viviera, nunca podría salir. Durante el último año, ella, cansada de su perpetua presencia en la granja, le había permitido alquilar una habitación en el pueblo. No aflojó su control sobre él, ya que eran pocos los días en los que no venía con demandas de unas pocas monedas para procurarse los puros espirituosos que solo podían saciar su sed. A veces, mientras él trabajaba allí, en la habitación del norte con vistas al pequeño patio del jardín, ella venía tambaleándose por el camino, con su rostro hinchado y rojo apoyado en el arrugado cuello, y golpearía en su ventana con dedos marchitos como garras de pájaros. Cuerpo y extremidades no eran más que huesos sobre los cuales la piel arrugada se estiraba, pero su rostro se abultaba monstruosamente con capas de grasa. Él le daba lo que llevaba consigo, y si no era suficiente, ella se plantaba allí, sonriéndole y halagándolo, o con gritos y maldiciones amenazándolo con el mismo destino que él sabía que sufrirían aquellos que contrariaban su voluntad. Pero por lo general, le daba lo suficiente para satisfacerla ese día, y quizás el siguiente, porque así ella se embriagaría más rápidamente hasta morir. Sin embargo, la muerte parecía tardar en llegar…

Recordaba bien cómo la idea de matarla le vino a la cabeza por primera vez, solo una pequeña semilla, tan pequeña como la del mostaza, que permaneció mucho tiempo en la esterilidad. Solo el básico concepto de la idea estaba allí, como una proposición abstracta. Luego, imperceptiblemente en la fructífera oscuridad de su mente, parece que comenzó a brotar, pues de repente un zarcillo, aún suave y blanco, asomó a la luz del día. Casi lo empujó de nuevo a la oscuridad por miedo a que ella, por alguna habilidad adivinatoria, sondeara su propósito. Pero cuando ella fue la vez siguiente en busca de suministros, no vio ningún destello de sospecha en sus ojos enrojecidos, tomó su dinero y se fue, y su propósito trajo otra hoja y el tallo se volvió jugoso. Todo el otoño había florecido y se había vuelto como un árbol, y nuevas ideas, nuevos detalles, nuevas precauciones acudían allí como aves constructoras y lo volvían alegre con su canto. Se sentó bajo su sombra y escuchó con esperanzas que se iluminaban a medida que oía el canto; nunca había habido una melodía tan inigualable. Pero ahora ya conocía todas sus cadencias y no había necesidad de más ensayos.

Empezó a preguntarse cuánto tiempo le llevaría volver a estar en el camino, con la cara vuelta a este viento azotador y de regreso a casa. Su empresa no le llevaría mucho tiempo; el acto central estaría terminado en un par de minutos y no anticipaba demora en comenzar con ello porque a las siete de la noche, como bien sabía, ella generalmente estaba roncando en la inconsciencia de una completa embriaguez y, aunque no estuviera tan lejos de eso, seguramente estaría incapacitada para llevar a cabo cualquier resistencia seria. Después de eso, en un cuarto de hora su trabajo estaría terminado y dejaría la casa sin ninguna posibilidad de detección. Noche tras noche durante estos últimos diez días había estado allí, mirando desde la oscuridad hacia la habitación iluminada donde estaba ella, escuchando su paso en la escalera mientras tropezaba hacia la cama u oyendo sus ronquidos mientras dormía en la silla de abajo. El cobertizo, sabía, estaba bien abastecido de queroseno; no necesitaba más que la cuerda y las cerillas que llevaba consigo. Luego volvería por el mismo camino por el que había venido, volviendo al pueblo por el este, por la dirección en la que había salido.

Este paseo suyo era ahora un hábito conocido y establecido; durante la última semana o dos, la mitad del pueblo lo había visto salir cada tarde y recorrer la carretera de la costa para dar una caminata al anochecer cuando faltaba luz para su pintura y lo habían visto regresar mientras rondaban y fumaban en el cálido crepúsculo, un par de horas más tarde. Nadie sabía de su desvío hacia la carretera principal que lo llevaba de nuevo al oeste, sobre el pueblo y hasta el tramo de desolado páramo sobre el cual luchaba ahora contra el viento. Siempre alrededor de las ocho había vuelto al pueblo por el otro lado y se había detenido y charlado con los rezagados. Esta noche, no más tarde de lo habitual, volvería a subir por la calle empedrada y daría el «buenas noches» a cualquiera que estuviera afuera, frente al pub. Con este viento salvaje era poco probable que hubiera alguien allí y, si era así, no importaba; ya lo habían visto salir a dar su paseo habitual por la costa de la bahía, y, si nadie lo veía regresar, nadie podría saber el verdadero trayecto de su caminata. A las ocho debería estar de vuelta para su cena, habría un arenque encurtido para él y una porción de queso, y la tetera estaría silbando en la estufa para su ponche caliente con whisky. Tendría un agudo apetito para disfrutarlos esa noche; brindaría larga vida a los condenados y a los muertos. Probablemente no sería hasta mañana que las noticias de lo que había sucedido llegarían a él, ya que la granja estaba aislada y resguardada por el bosque de abetos. Por muy alto que se elevara el resplandor de su incendio, la pantalla de altos árboles lo cubriría y apenas iluminaría el cielo occidental y se vería desde el pueblo, que se acurrucaba bajo la empinada cresta de la colina.

En este momento, John Aylsford había llegado al bosque de abetos que bordeaba la carretera a la izquierda y, al pasar bajo su abrigo, cortaron la violencia del viento. Todas las ramas se agitaban sobre su cabeza con el sonido de un mar embravecido y los troncos que las sostenían crujían y gemían bajo la furia de la tempestad. En alguna parte tras las densas nubes voladoras, la luna debía haberse levantado, ya que la carretera brillaba más visiblemente, y la oscura agitación de las ramas era lo suficientemente clara contra el tumulto gris del cielo. Detrás de la tormenta cabalgaba la luna por cielos serenos, y, en la homicida claridad de su mente, se comparó a sí mismo con ella. Solo durante media hora más aún tantearía y planearía y acometería en medio de aquel tumulto, y luego, como un globo liberado, se elevaría a través de las nubes y encontraría la serenidad. Un par de cientos de metros más lo separaban ahora de girar en la esquina del bosque; desde allí, el camino embarrado lo llevaría desde la carretera principal hasta la granja.

Al acercarse, aceleró más que retardó su marcha, pues el bosque, aunque rugía con el vendaval, comenzó a susurrarle recuerdos. A menudo, en ese verano antes de su matrimonio, se había alejado al anochecer, seguro de que antes de dar muchos pasos vería una sombra acercarse a él entre los abetos o escucharía el crujir de ramitas secas en el silencio. Allí tenía lugar su encuentro; ella vendría desde el pueblo con la excusa de llevar pescado a la casa de campo, después de que los botes hubieran regresado y, abandonando la carretera principal, tomaría un atajo a través del bosque. Como el destello distante de un relámpago, el recuerdo de esas noches temblaba lejos en su mente, y apresuró el paso. Los años que siguieron habían matado y enterrado esos recuerdos, pero ¿quién sabía qué agitación de cadáveres y huesos secos aún podría llegar si se demoraba allí? Acarició la cuerda en el bolsillo y se arrojó, dejando atrás los árboles, contra la plena furia del vendaval.

La granja estaba ahora muy cerca y completamente a la vista, una mancha negra contra las nubes. Un haz de luz brillaba en una ventana sin cortinas de la planta baja y el resto estaba oscuro. Así lo había visto muchas veces en noches pasadas y sabía bien qué visión lo saludaría mientras se acercaba sigilosamente. Y así fue también aquella noche, pues allí estaba ella, en el estudio que él había construido, entre la mesa y la chimenea, con la botella cerca y las manos marchitas extendidas hacia el fuego y la enorme cara hinchada balanceándose sobre sus hombros. A su lado esta noche estaban los restos destrozados de una silla, y en el primer vistazo que tuvo de ella la vio alimentando el fuego con los restos rotos de la madera. Traer nuevos troncos de la leñera debía haber supuesto demasiada molestia; destrozar una silla era una tarea más fácil.

Se movió y se incorporó, luego alcanzó la botella que estaba a su lado y bebió a morro. Bebió y se lamió los labios, bebió nuevamente y se tambaleó al ponerse de pie, tropezando con el borde de la alfombra junto a la chimenea. Por un momento eso pareció enfurecerla y con los dientes apretados y un dedo señalador murmuró hacia ella; luego bebió una vez más y, tambaleándose hacia adelante, tomó la lámpara de la mesa. Con ella en la mano se arrastró hacia la puerta y la habitación quedó a merced de la titilante luz del fuego. Un momento después, la ventana del dormitorio de arriba se iluminó, un rectángulo de brillante de luz.

Tan pronto como eso ocurrió, se arrastró y rodeó la casa hacia la puerta. Giró suavemente el pomo y la encontró sin llave. En el interior le esperaba un pequeño pasillo de entrada, a la izquierda del cual subían las escaleras al dormitorio que había sobre el estudio. Todo estaba en silencio, pero, desde donde estaba, podía ver que la puerta del dormitorio estaba abierta, ya que un rayo de luz de la lámpara que ella había llevado consigo se proyectaba en el rellano… Todo estaba confabulado para facilitar su camino. Incluso el vendaval era su amigo, ya que sería un fuelle para el fuego. Se quitó los zapatos, dejándolos en la entrada, y sacó la cuerda del bolsillo. Hizo un lazo en ella y comenzó a subir las escaleras. Estaban bien construidas, con roble curtido, y ningún crujido delató su paso.

En la parte superior se detuvo, escuchando cualquier movimiento en el interior, pero no se oía nada más que el sonido de la pesada respiración desde la cama que yacía a la izquierda de la puerta y fuera de la vista. Supuso que ella se había tirado allí sin desvestirse, dejando que la lámpara se apagara. Podía ver a través de la puerta abierta que ya comenzaba a parpadear; en la pared detrás de ella había un par de acuarelas, cuadros suyos, uno del pequeño jardín amurallado junto a la granja y el otro del pinar de su encuentro. Bien recordaba haberlos pintado: ella se sentaba a su lado mientras trabajaba entre charlas y canciones. Los miró ahora completamente desapegado; le parecieron maravillosamente buenos y envidió esa destreza fresca y limpia del artista. Tal vez los tomaría después y se los llevaría.

Ahora avanzó muy suavemente hacia la habitación y, mirando por la esquina de la puerta, la vio tumbada y completamente vestida sobre la ancha cama. Yacía boca arriba, con los ojos cerrados y la boca abierta, con su pelo gris y apagado extendido sobre la almohada. Evidentemente, no había hecho la cama ese día, ya que yacía estirada sobre las mantas desordenadas y arrugadas. Un cepillo para el cabello estaba en el suelo junto a ella; parecía haber caído de su mano. Se movió rápidamente hacia ella.

 

 

Se volvió a poner los zapatos cuando llegó al pie de la escalera, llevando la lámpara consigo y los dos cuadros que había quitado de la pared, y entró en el estudio. Puso la lámpara sobre la mesa y bajó las persianas, y su mirada se posó en la botella de whisky medio vacía de la que la había visto beber. Aunque su mano estaba completamente firme y su mente tranquila y serena, había en la parte trasera de ella una impresión que se estaba desarrollando lentamente, y una buena dosis de alcohol, sin duda, la eliminaría. Bebió la mitad de un vaso sin diluir, y aunque parecía no ser más que agua en su boca, pronto sintió que estaba haciendo su trabajo y borrando de su mente la imagen que se estaba perfilando allí. En un par de minutos volvió a ser él mismo y pudo permitirse hacerse preguntas y reírse de la ilusión —pues no era nada más que eso— que se había estado apoderando de él. Aunque podía recordar claramente apretar el lazo y ver la cara ponerse negra, y luchar con los movimientos convulsos de esas extremidades arrugadas que pronto yacían nuevamente tranquilas, había surgido en su mente alguna impresión inexplicable de que lo que había dejado allí acurrucado en la cama no era simplemente un haz de extremidades revueltas y un cuello estrangulado, sino el cuerpo de una joven, de piel suave y cabello dorado, con una boca que sonreía somnolienta. Ella había estado dormida cuando entró y ahora estaba medio despierta, y se movía y estiraba. No tenía ni idea de en qué región tenue de su mente se había formado esa imagen; todo lo que le importaba ahora era que la bebida la había despejado de nuevo y podía proceder con orden y método para asegurarse del todo. Solo una gota más primero: qué suerte que aquella mañana había sido generoso con el dinero cuando ella vino al pueblo, porque le hubiera dado pena haberse ido sin ese estímulo para sus nervios.

Miró su reloj y vio con satisfacción que aún eran poco más de las siete de la tarde. Media hora de caminata, con ese vendaval acelerando sus pasos, lo llevaría fácilmente de puerta a puerta, alrededor del desvío que se acercaba al pueblo desde el este, y un cuarto de hora, calculó, sería suficiente para llevar a cabo completamente lo que quedaba por hacer aquí. No debía apresurarse y pasar por alto ninguna precaución necesaria para su seguridad, aunque, por otro lado, estaría encantado de irse de la casa tan pronto como fuera posible, y procedió a llevar a cabo su trabajo sin demora. Tenía que traer leña y material para encender fuego desde la leñera del patio, e hizo tres viajes, regresando en cada uno con los brazos llenos, antes de haber traído lo que él juzgaba como cantidad suficiente. La mayor parte la apiló en montones sueltos en el estudio; con el resto subió una vez más al dormitorio de arriba y formó un montón en el medio del suelo. Quitó las cortinas de las ventanas, ya que serían una buena mecha para el queroseno, y las metió en la pila. Antes de irse, miró una vez más lo que yacía en la cama y se maravilló de la ilusión que el whisky había disipado y, mientras miraba, la sensación de que estaba libre ascendió y burbujeó en su cabeza. La cosa parecía apenas humana en absoluto; era un monstruo del cual se había liberado, y ahora, calentado por ese pensamiento, ya no tenía prisa por terminar su trabajo y marcharse, ya que todo era parte de ese acto de liberación que había logrado llevar a cabo y se regocijaba por ello. Pronto, cuando todo estuviera listo, volvería una vez más y empaparía el combustible, le prendería fuego y purgaría con fuego la corrupción que yacía encorvada en la cama.

La furia del vendaval se había intensificado con la caída de la noche y al bajar las escaleras escuchó el traqueteo de las tejas sueltas en el techo y el estruendo al estrellarse contra los adoquines del patio. En ese momento, una súbita aprensión le hizo contener el aliento en la garganta al imaginarse una ráfaga enloquecida cayendo sobre la casa y estrellándose contra las paredes que ahora temblaban y se estremecían. Suponiendo que toda la casa se derrumbara, e incluso si escapara del derrumbe, ¿qué valdría su vida? Se buscaría entre los escombros para hallar el cuerpo de aquella yaciendo estrangulado con la cuerda alrededor del cuello, y tras eso se imaginó la lenta y despiadada marcha de la justicia. Había comprado la cuerda ayer en una tienda del pueblo, insistiendo en su resistencia y durabilidad… ¿sería más sabio ahora, en este momento, desatar el nudo y recuperarlo o añadirlo a su leña?… Se detuvo en la escalera, reflexionando sobre aquello; pero su carne temblaba ante la idea y, aunque se había dominado a sí mismo durante esos pocos minutos de lucha, desconfiaba de su capacidad para manipular una vez más aquello que ya no podía luchar. Pero incluso mientras intentaba darse ánimos, la violencia de la ráfaga pasó y la casa estremecida se recompuso. No tenía que temer aquella idea de nuevo; el vendaval era el amigo que avivaría las llamas y no su enemigo. Los vientos que resonaban por encima eran las voces de los aliados que habían venido a ayudarlo.

Todo estaba dispuesto arriba para el vertido del queroseno y el encendido de la pira; solo quedaba hacer disposiciones similares en el estudio. Se quedaría para alimentar las llamas hasta que ardieran más allá de cualquier poder de extinción; y entonces empezó a planear la línea de su retirada. Había dos puertas en el estudio: una junto a la chimenea que daba al pequeño jardín; la otra daba al pasillo de entrada, desde el cual subían las escaleras y se llegaba a la puerta por la cual había entrado a la casa. Decidió usar la puerta del jardín para salir; pero, cuando intentó abrirla, descubrió que la llave estaba trabada en la cerradura oxidada y no cedía a sus esfuerzos. No valía la pena perder tiempo con eso; no importaba por qué puerta saliera, y empezó a apilar su montón de madera en ese extremo de la habitación. La lámpara estaba ardiendo baja; pero el fuego, el cual tan solo minutos atrás ella había alimentado con una silla rota, brillaba intensamente, y una de sus brasas ardientes serviría para encender la conflagración. Había una estera de paja frente a él que sería buena leña, y con estos dos fuegos, uno en el dormitorio de arriba y otro el de abajo, no habría posibilidad de error a la hora de incinerar la casa y todo lo que contenía. Su propio crimen, si era un crimen, también perecería, y con él todas las pruebas de ello, víctima y cuerda, y hasta las mismas paredes de la casa del pecado y el odio. Era una gran hazaña y una aventura, y a medida que el licor que había bebido empezaba a circular más animadamente por sus venas, se regocijaba con la idea de la consumación que se avecinaba. Se deslizaría fuera de la trágica sordidez de su vida pasada como si fuera una prenda desechada que pronto arrojaría a la hoguera.

Todo estaba listo para empapar con el queroseno la leña que había amontonado y salió al cobertizo en el patio donde estaba el barril. Había una jarra de lata grande al lado, la cual llenó y llevó adentro. Eso sería suficiente para empapar el montón de arriba, y llevando la lámpara humeante y titilante del estudio, subió de nuevo y, como un cuidadoso jardinero que riega un lecho de flores selectas, roció y vertió hasta que la jarra estuvo vacía. Solo echó una mirada a la cama a su espalda, donde tan silenciosamente yacía aquella cosa, y al volverse, lámpara en mano, para bajar de nuevo, la corriente de aire que entraba por la ventana contra la cual soplaba el vendaval apagó la lámpara. Una pequeña llama azul de ardiente vapor se elevó en su interior y se extinguió; así que, al no tener más uso para ella, la arrojó al montón de material empapado. Mientras salía de la habitación, creyó oír algún leve movimiento detrás de él, pero se dijo que era solo algo que se deslizaba en el montón que había construido allí.

Nuevamente, salió a la tormenta. Las nubes que corrían por encima eran más delgadas ahora, aunque el vendaval soplaba con la misma fuerza y la borrosa y acuosa luz lunar era más brillante. En una ocasión, y por un momento, mientras se acercaba al cobertizo, alcanzó a ver el orbe completo zambulléndose locamente entre los vapores que se extendían; luego volvió a ocultarse detrás de la maraña. Justo frente a él estaban los abetos del bosque donde se habían celebrado aquellos dulces encuentros, y una vez más la visión de ella tal y como había sido se le presentó en la mente, y con ella la extraña convicción de que no era una bruja mustia e hinchada la que yacía en la cama de arriba, sino las extremidades hermosas y la cabeza dorada. Era aún más vívida ahora y se apresuró a regresar al estudio, donde encontraría la medicina confiable que antes había disipado esa visión. Tendría que hacer al menos dos viajes con su jarra de lata antes de transportar suficiente aceite para alimentar la pira más grande de abajo, y así, para ahorrar tiempo, quitó el barril de su soporte y lo rodó por el camino hacia la casa. Se detuvo al pie de la escalera, escuchando para ver si algo se movía, pero todo estaba en silencio. Lo que sea que se hubiera deslizado allí arriba estaba tranquilo de nuevo; desde fuera solo llegaban los aullidos y rugidos del viento.

El estudio estaba iluminado brillante pero intermitentemente por las llamas en la chimenea; en un momento refulgía allí el mediodía, y al siguiente solo el último rescoldo de algún atardecer rojo. Era más fácil verter el barril en su jarra que cargar con el pesado barril y rociar con él, y una y otra vez llenó y vació la jarra. Una vez más sería suficiente, y después de eso podría dejar que lo que quedara gotease en el suelo. Pero con algún movimiento torpe logró derramar un chorrito en la parte frontal de sus pantalones: debía asegurarse, por lo tanto (cuán rápidamente su cerebro respondió con consejos de precaución), de tener algún accidente con una lámpara cuando fuera a cenar, lo que explicaría ese pequeño percance. O, probablemente, el viento que tenía que atravesar lo secaría en breve antes de llegar al pueblo.

Así que, por última vez, con cerillas listas en la mano, subió las escaleras para prender fuego a la leña amontonada en la habitación de arriba. Su segunda dosis de whisky cantaba en su cabeza, y se dijo a sí mismo, sonriendo ante la ironía de la idea: «A ella siempre le gustó tener fuego en su habitación; ahora lo tendrá». Le pareció una ocurrencia muy cómica y se quedó en su cabeza mientras encendía el fósforo que prendería el fuego para ella. Luego, aun sonriendo, echó una mirada a la cama, pero la sonrisa murió en su rostro y los salvajes címbalos del pánico resonaron en su cerebro. La cama estaba vacía; allí no yacía ninguna forma acurrucada.

Desconcertado por el terror, arrojó el fósforo a la pila empapada y la llama se avivó. Tal vez el cuerpo se había caído de la cama. Debe, en cualquier caso, estar aquí, en alguna parte, y una vez que la habitación estuviera encendida no habría nada más que temer. Alta se levantó la llama humeante, y, cerrando la puerta de un portazo, bajó corriendo las escaleras para prender fuego a la pila de abajo y salir de la casa. No obstante, al margen de cualquier monstruoso milagro que sus ojos le hubieran hecho ver, era imposible que ella aún estuviera viva y hubiera abandonado el lugar donde yacía, pues dejó de respirar cuando el nudo estuvo apretado alrededor de su cuello y su lucha por la vida y el aire se habían detenido hacía mucho tiempo. Pero si por alguna horrenda brujería ella no estaba muerta, pronto acabaría con ella el aturdimiento del humo y las llamas abrasadoras. Que así sea; la puerta estaba cerrada y ella dentro, a él le quedaba terminar con el asunto y huir de la casa del terror, no fuera a dejar atrás la cordura de su alma.

El resplandor rojo de la chimenea del estudio iluminó sus pasos al bajar por la escalera, y ya podía oír arriba el crujido seco y el chasquido del fuego que prosperaba allí. Mientras entraba arrastrando los pies, se llevó las manos a la cabeza como si quisiera meter de nuevo el cerebro en su estuche, del cual parecía ansioso por salir para sumergirse en el caos de tormenta, fuego y espantosa imaginación. Si pudiera controlarse por unos momentos más, todo estaría listo y podría escapar de aquel lugar embrujado y desordenado hacia la noche y el vendaval, dejando atrás la llama que quemaría cualquier material peligroso. Nuevamente, las llamas estallaron en las brasas de la chimenea, ardiendo valientemente, y tomó del resplandor un fragmento en el que el fuego estallaba con flores amarillas. No prestó atención al ardor de su mano porque solo la sostuvo por un momento y luego la sumergió en la pila que goteaba por el aceite que le había echado. Una torre de llamas se elevó, lamiendo las vigas del bajo techo y luego murió como sofocada por su propio humo, pero aun así avanzó, olfateando su camino hasta que llegó a la estera de paja que ardía fieramente. Esa llama encendió el valor en él; cualquiera que fuera la mala pasada que su imaginación le hubiera jugado hacía un momento, no tenía nada que temer excepto a su propio terror, que ahora lo dominaba de nuevo, pues nada real podría escapar jamás de la conflagración, y solo temía a lo real. Hechizos y brujerías y supersticiones como las que durante los últimos veinte años lo habían aterrado estaban todas encerradas en ese apretado nudo.

Era hora de irse porque todo estaba seguro ahora y la habitación se estaba convirtiendo en un horno. Pero, mientras avanzaba por el suelo por el que los canales de llamas del barril partido comenzaban a extenderse de un lado a otro, escuchó desde arriba el sonido de una puerta sin cerrojo y unos pasos ligeros y firmes resonaron en las escaleras. Durante un segundo, la catalepsia pura del pánico se apoderó de él, pero recuperó el control y, a tientas con las manos entre el espeso humo, encontró la puerta. En ese momento, el fuego se elevó con una llamarada de luz cegadora y allí, en el umbral, estaba Ellen. No era un cuerpo marchito y una cara hinchada lo que lo enfrentaba, sino aquella con quien se había citado en el bosque, con el resplandor de la juventud eterna sobre ella y la suave y dulce mano en la que estaba su anillo de bodas señalándolo.

Fue en vano que se instara a sí mismo a avanzar fuera de aquel aire tórrido y sofocante. La puerta principal estaba abierta, solo tenía que pasar junto a ella y salir a salvo a la noche. Pero ningún poder de su voluntad alcanzó sus miembros; su voluntad le gritaba: «¡Vete, vete! ¡Empújala: es solo un fantasma lo que temes!», pero músculos y tendones estaban en rebeldía y paso a paso retrocedió ante ese dedo señalador y la forma radiante que avanzaba hacia él. Las llamas que titilaban sobre el piso habían descubierto la parafina que había derramado y saltaron sobre su pierna.

Solo un lugar de su cerebro retuvo la lucidez durante el terror que lo rodeaba. En algún lugar detrás de esa barrera de fuego había una segunda puerta al jardín. Solo la había intentado superficialmente abrir con llave; ahora, seguramente, el conocimiento de que allí estaba la única salida daría fuerza a su mano. Saltó hacia atrás entre las llamas, aún con los ojos fijos en ella, que avanzaba al mismo tiempo que él se retiraba, y tratando de girarla, luchó y forcejeó con la llave. Algo se rompió en su mano y allí, en el ojo de la cerradura, quedó solo la tija desnuda.

Aguantando la respiración, porque el calor le chamuscaba la garganta, avanzó hacia donde sabía que estaba la ventana por la que la había visto aquella noche por primera vez. Las llamas lamían ferozmente a su alrededor, pero allí, bajo su mano, estaba la manija y la abrió de un tirón. En ese momento, el viento entró como a través de la boquilla de un fuelle y la Muerte se elevó alta y refulgente a su alrededor. A través de las llamas, mientras se desplomaba en el suelo, le sonrió una cara radiante de venganza.

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