Decretos inescrutables

No había encontrado nada trascendental en las páginas más augustas del Times esa mañana, y por eso, solo porque era perezoso y no quería embarcarme en la multitud de negocios que me esperaban, me dirigí a la primera página y, empezando por la séptima columna, reflexioné profundamente sobre las «Ofertas de trabajo» y deseé que la «dama aficionada a los juegos», que buscaba un puesto de institutriz, encontrara algo que le conviniera. Eché un vistazo a los anuncios de conferencias que se impartirían bajo los auspicios de varias sociedades eruditas y agradecí no tener que dictar ni escuchar ninguna de ellas. Debatí acerca de las «Oportunidades de negocios»; intenté en vano conjeturar pistas de los misteriosos párrafos «Personales», y, aun siguiendo mi lateral trayectoria de cangrejo, llegué a «Obituarios».

Allí, con un sobresalto, descubrí que Sybil Rorke, viuda del difunto sir Ernest Rorke, había muerto repentinamente en Torquay a la edad de treinta y dos años. Parecía extraño que solo se publicara aquel escueto anuncio sobre una mujer que en otro tiempo había sido una figura tan conocida y deslumbrante; y, al pasar a los avisos necrológicos, vi que mi superficial lectura había pasado por alto un párrafo de pesar y aprecio. Había muerto mientras dormía, y se anunciaba que se realizaría una investigación. Mi pereza por tanto había resultado de alguna utilidad, ya que Archie Rorke, primo lejano pero sucesor de las propiedades y el título de sir Ernest, llegaría esa tarde para pasar unos días en el campo conmigo y me alegró haberme enterado de esto antes de que llegara. De cómo le afectaría a él, o si, de hecho, le afectaría en absoluto, no tenía idea.

¡Qué asunto tan misterioso había sido ese! Nadie, supuse, conocía toda la historia excepto él, ahora que lady Rorke estaba muerta. Si alguien lo tenía que saber, ese debía haber sido yo y, sin embargo, Archie, mi más antiguo amigo, y del cual iba a ser su padrino de boda, nunca había abierto la boca para darme ni la sílaba de una explicación. Yo no sabía, de hecho, ni un ápice más de lo que sabía el resto del mundo, y esto era que un año después de la muerte de sir Ernest Rorke se hizo público el compromiso de su viuda con el nuevo baronet, sir Archibald Rorke, y que una quincena antes de la fecha fijada para la boda se anunció lacónicamente que el matrimonio no tendría lugar. Cuando, tras ver eso, llamé a Archie por teléfono, me dijeron que ya se había marchado de Londres y unos días después me escribió desde Lincote —el lugar en Hampshire que había heredado de su primo—, diciendo que no tenía nada que contarme acerca de la cancelación de su compromiso más allá del hecho de que era cierto. Todo el episodio —había escrito una palabra y la había borrado cuidadosamente— era ahora una hoja extirpada de su vida. Pensaba quedarse en Lincote solo durante un mes, más o menos, y luego pasaría a la nueva página.

Lady Rorke, según supe, también abandonó Londres inmediatamente y pasó el verano en Italia. Luego alquiló una casa amueblada en Torquay, donde vivió durante el resto del año que medió entre la cancelación de su compromiso y su muerte. Cortó contacto completamente con todos sus amigos —y seguramente nunca hubo una mujer que comandara un ejército más numeroso de ellos—; no veía a nadie, rara vez salía de su casa y jardín y guardaba el mismo silencio inquebrantable que Archie sobre lo que había sucedido. Y ahora, con toda su juventud, encanto y belleza se había sumido en el Gran Silencio.

Con la perspectiva de ver a Archie esa tarde, no era de extrañar que el pensamiento de lady Rorke rondara todo el día en mi cabeza como una melodía escuchada mucho tiempo atrás que ahora llegaba en fragmentos dispersos. Reconstruí, frase por frase, encuentros y charlas que había mantenido con ella y, a medida que estos recuerdos se volvían definidos y completos, descubrí que, incluso antes, mientras habían tenido lugar, algo macabro y misterioso acechaba tras esos momentos alegres. Hoy esa sensación se acentuaba, mientras que antes, cuando habían ocurrido, al tratar de aislar esa sensación del resto, y quizá disiparla, siempre quedaba superada por un triunfal crescendo: la presencia de ella atraía vista y oído por igual. Sin embargo, este símil flaquea; quizá, aun buscando el símil, podría definir más exactamente este «algo» subyacente diciendo que su presencia era como algún espléndido rosal lleno de flores, sol y dulzura; luego, mientras uno se admiraba, aplaudía e inhalaba, se veía que entre sus capullos y flores emergían las púas de alguna otra planta, amarga y venenosa que crecía en el mismo suelo que la rosa quedando entrelazada con ella. E, inmediatamente, una fresca gloria llamaba tu atención y una nueva fragancia te obnubilaba.

A medida que revolvía entre mis recuerdos de ella, ciertas escenas que ilustraban significativamente esta impresión curiosamente vívida se agitaban y manifestaban ante mí y ahora no se veían interrumpidas por su presencia. Una de estas tuvo lugar la primera tarde que la conocí, que fue durante el verano antes de la muerte de su esposo. En el momento en que entró en la habitación donde esperábamos su llegada antes de la cena, el aire rancio y sofocante de una tarde de junio se volvió fresco y efervescente; nunca he visto una vitalidad tan radiante y contagiosa. Era alta y grande, con el esplendor de Juno y, aunque entonces rondaba los treinta, la iridiscencia de la juventud todavía le pertenecía. Sin esfuerzo, atrajo a un grupo bastante indigesto y lo puso a bailar al ritmo de su flauta, hizo que todos se volvieran tontos, alegres y llenos de risas. Bajo su mando nos entregamos a juegos ridículos, al crambo y cosas parecidas, y tras eso enrollamos la alfombra y saltamos al compás de un gramófono. Y luego ocurrió el incidente.

Estaba parado con ella, recuperando el aire, en el balcón de las ventanas del salón que daban al jardín. Acababa de hacer una gran reverencia a una luna que se alzaba sobre los árboles y me había pedido prestado un chelín para darle la vuelta.

—No, no puedo decir que crea en la buena suerte de la luna —dijo—. Pero, después de todo, no hace daño, y, en caso de que sea verdad, no puedes permitirte enemistarte con ella. Ah, ¿qué es eso?

Un zorzal, atraído por las luces del interior, había volado entre nosotros, se había estrellado contra la ventana y ahora yacía revoloteando en el suelo a nuestros pies. Instantáneamente, ella mostró toda su piedad y ternura. Recogió al pájaro, lo examinó y descubrió que tenía una ala rota.

—¡Ah, pobre criatura! —dijo—. Mira, el hueso del ala está roto; el extremo sobresale. ¿Qué podemos a hacer?

Estaba claro que lo más amable sería acabar con el sufrimiento del pájaro, pero cuando sugerí eso dio un paso hacia atrás y lo cubrió con la otra mano. Sus ojos brillaban, su boca sonreía y vi la punta de su lengua pasar rápidamente sobre sus labios como si se los lamiera.

—No, esa sería una cosa terrible —dijo—. Lo llevaré a casa conmigo con mucha precaución y lo cuidaré. Me temo que está malherido. Pero puede que viva.

De repente —quizás fue ese rápido lamido de sus labios lo que me sugirió la idea—, instintivamente pensé que no se sentía tan compasiva como complacida. Se quedó allí con los ojos fijos en él mientras luchaba débilmente en sus manos.

Y luego su rostro se nubló; sobre su brillo apareció una expresión de desagrado, de molestia.

—Me temo que se está muriendo —dijo—. Sus ojos pobres y asustados se están cerrando.

El pájaro revoloteó una vez más y a continuación sus patas se estiraron rígidamente y quedó inmóvil. Ella lo arrojó al balcón empedrado, con un pequeño encogimiento de hombros.

—Qué alboroto por un pájaro —dijo—. Fue estúpido volar contra el cristal. Pero tengo el corazón demasiado tierno; no puedo soportar que mueran las pobres criaturas. Vamos dentro y disfrutemos de una última juerga. Oh, aquí está tu chelín; espero que me haya traído buena suerte. Después debo irme a casa. Mi esposo, ¿lo conoces?, siempre se queda despierto hasta que regreso y me regañará por llegar tan tarde.

Ese fue, entonces, mi primer encuentro con ella, y ahí estaban las espinas de la planta venenosa, empujando entre la magnificencia de sus rosas. Y, sin embargo, en aquel momento pensé, y así lo pienso ahora, que quizás estaba completamente equivocado al atribuirle a ella un placer secreto del cual era totalmente incapaz. Así que, con cierto esfuerzo, borré de mi mente aquella impresión determinado a considerarme completamente equivocado. Pero, involuntariamente, mi mente, como para justificarse por haber delineado tal imagen, procedió a delinear otra.

Poco después de ese primer encuentro, recibí una encantadora nota de ella invitándome a cenar en una fecha no muy lejana. Telefoneé para aceptar encantado porque, de hecho, por aquel entonces, y al igual que esta mañana, quería convencerme de que estaba completamente equivocado con respecto a mi interpretación del incidente del zorzal. Y aunque sostengo que ningún hombre tiene derecho a aceptar la hospitalidad de alguien que no es de su agrado, en todos los aspectos, excepto en uno, admiraba y apreciaba inmensamente a lady Rorke y deseaba deshacerme de ese uno. Así que acepté agradecido y luego salí apurado para una triste y atrasada visita al dentista. En la sala de espera había una niña de unos doce años con una mano sosteniendo una cara lamentable y de vez en cuando sofocaba un sollozo de dolor o aprehensión. Estaba justo pensando si sería una violación de la etiqueta de la sala de espera intentar administrar consuelo o distracción cuando la puerta se abrió y entró lady Rorke. Se rio de una forma encantadora al verme.

—¡Hurra! Eres otro de los ocupantes de esta celda de la condena —dijo—, y muy pronto ambos seremos llamados al cadalso. No puedo describirte lo cobarde que soy respecto a esto. ¿Por qué no tenemos picos como los pájaros…?

Su mirada cayó sobre la desolada figurita junto a la ventana con el rostro lastimero y los ojos húmedos.

—Oh, aquí hay otra de los nuestros —dijo—. ¿Y te han enviado al dentista solita, cariño?

—S-sí.

—¡Qué horrible por su parte! —dijo lady Rorke—. A mí también me enviaron sola y creo que es muy insensible. Pero no estarás sola, de todos modos, entraré contigo y me sentaré a tu lado si eso te apetece y le daré una bofetada al hombre si te lastima. ¿O deberíamos echarnos encima de él tan pronto como estemos a solas y sacarle todos los dientes uno tras otro? Solo para enseñarle a ser un dentista.

Una débil sonrisa comenzó a romper las nubes.

—Oh, ¿entrarás conmigo? —preguntó—. Entonces no me importará tanto. Es que… es que me la tienen que sacar, ya sabes, y puede que no me pongan gas.

Justo el mismo destello de sonrisa que vi en la otra ocasión en el rostro de lady Rorke titiló ahora con una luz que, seguramente, no era de piedad.

—Ah, pero tras eso ya no dolerá más —dijo ella—, y, después de todo, será muy rápido. Solo abrirás la boca como si te fueras a meter la fresa más grande de todas, apretarás fuerte mi mano y el dentista cogerá algo que no será necesario que mires…

Había falta de tacto en la viveza de esta imagen y la niña comenzó a sollozar de nuevo.

—Oh, no, no —exclamó.

Se abrió la puerta de nuevo y ella se aferró a lady Rorke.

—Oh, sé que viene a por mí —lamentó.

Lady Rorke se inclinó sobre ella escudriñando su rostro aterrorizado.

—Vamos, cariño —dijo—, todo acabará en poco tiempo. Estarás de vuelta aquí antes de que este caballero pueda contar hasta cien y a él aún le esperarán por delante todos sus problemas.

De nuevo esta mañana intenté borrar esa imagen tan trivial y sin embargo tan vívida para mí, el punto siniestro que parecía conectarla con el incidente del zorzal, y, abandonándola, mi mente divagó sobre otros recuerdos de lady Rorke. La conocí bien antes de que terminara la temporada, y, cuanto más la conocía, más me maravillaba de esa vitalidad de muchos pétalos que nunca dejaba de desplegarse. Ella entretenía mucho y tenía ese don supremo de ser una buena anfitriona, el cual supone disfrutar enormemente de sus propias fiestas. Era una amazona muy hábil y, tras aguantar despierta hasta el amanecer en algún baile, estaría en el Row a las ocho y media subida en una yegua particularmente maliciosa a la que parecía prestar solo la atención más superficial. Tenía un buen conocimiento de la música, vestía increíblemente bien, era encantadora con su pequeño y escaso esposo al jugar al piquet con él durante horas (que era lo único que a él le importaba, aparte de ella misma), y si en este moderno Londres democrático podría decirse que había una reina, no había duda de quién se habría llevado la corona durante esa temporada. De manera menos pública, era una gran estudiante de lo psíquico y lo oculto y recordaba haber oído que ella misma poseía dones muy notables como médium. Pero para mí eso era un asunto de oídas, ya que nunca estuve presente en ninguna de sus sesiones.

Sin embargo, a través de la triunfante música de su pompa, resonaban, al menos en mis oídos, fragmentos de una melodía muy fea. No solo la escuché en esas dos ocasiones, sino que la oía principalmente, y de manera más persistente, en su trato con Archie Rorke, el primo de su esposo. Todos sabían —pues nadie podía dejar de saberlo— que estaba desesperadamente enamorado de ella, y es imposible imaginar que tan solo ella se mantuviera ignorante al respecto. Sin duda, es instinto de muchas mujeres avivar una pasión que no comparten y que no tienen intención de complacer, de igual forma que el instinto masculino empuja a satisfacer pasiones que realmente no se sienten, aunque hay límites para la falta de misericordia. No era «cruel para ser amable»; era amable para ser demoníacamente cruel. Siempre lo tenía a su lado; le daba pequeños golpes y se tomaba licencias de camarada que para ella no significaban nada, pero que a él lo volvían loco de sed; le sostenía el vaso cerca de los labios y luego lo levantaba y se lo mostraba vacío. La explicación más caritativa era que ella, quizás, sabía que su esposo no podía vivir mucho tiempo y que tenía la intención de casarse con Archie, y esas, como luego pareció, eran sus intenciones. Pero cuando la vi alimentándolo con cáscaras y poniéndole un vaso vacío en los labios, nada, a mi parecer, podía explicar su trato hacia él, excepto un éxtasis de crueldad al ver su dolor. Y de alguna manera, terrible y acertada, eso parecía encajar con el asunto del zorzal y el encuentro con la niña desamparada en la sala de espera del dentista. Sin embargo, siempre, a través de ese crepúsculo lúgubre, brillaban su encanto y su belleza, y el destello de su alegre vitalidad y me azotaba a mí mismo por mis desagradables interpretaciones.

Fue a principios de la primavera del siguiente año que pasé un fin de semana con ella y su esposo en Lincote. Ella sugirió que fuera el sábado por la mañana antes de que el grupo se reuniera más tarde aquel día y durante el almuerzo estuve solo con ella y su esposo. Sir Ernest estaba muy callado; se le veía enfermo y demacrado y, de hecho, apenas dijo una palabra, excepto cuando de repente se volvió hacia el mayordomo y preguntó: «¿Se ha sabido algo de la niña?». Le dijeron que no había noticias y volvió a sumirse en el silencio. Pensé que alguna sombra extraña, como de suspense o ansiedad, cruzó el rostro de lady Rorke al escuchar la pregunta; pero con la respuesta volvió a despejarse y, como para barrer completamente el tema, me preguntó si toleraría dar un paseo con ella por el bosque hasta que llegaran sus invitados.

Salió como una espléndida Diana de los Bosques, y, al igual que la diosa, rápido y oscilante era el ritmo de su paseo. La primavera estaba en pleno apogeo, con flores y cantos de pájaros; era justo ese momento extático del año en que los perros de la primavera han perseguido al invierno hasta la muerte, y mientras ganábamos la alta cresta de la colina que se alzaba sobre los bosques, se detuvo y abrió sus brazos a lo ancho.

—¡Oh, la sensación de la primavera! —exclamó—. Los narcisos, el viento del oeste y las sombras de las nubes. Cómo desearía poder coger a todos en mis brazos y abrazarlos. Ahora, milagros están floreciendo a cada momento en el campo, mientras que el único milagro en Londres es el barro. ¡Qué sol, qué aire! Bébelos, porque son la única medicina divina. A veces uno necesita esa medicina, porque hay cosas tristes y terribles a nuestro alrededor, dolor, angustia y decadencia. Sin embargo, supongo que incluso esas sacan a relucir la grandeza de la fortaleza o la resistencia. Incluso cuando uno contempla una lucha que sabe que es inútil el corazón se calienta al verla.

El destello que brillaba en ella palideció, sus brazos cayeron y se movió. Luego, con suavidad en su voz y sus ojos habló de nuevo.

—Ocurrió algo triste aquí hace dos días —dijo—. Una niña pequeña (¿cuál era su nombre? Sí… Ellen Davenport) trajo una nota del pueblo a la casa. Yo estaba fuera, así que la dejó y, se supone, inició el regreso a casa. No se la ha vuelto a ver desde entonces. Se ha difundido su descripción por todos los pueblos en varios kilómetros a la redonda; pero, como escuchaste durante el almuerzo, no ha habido noticias de ella y todos los matorrales y escondites del parque han sido registrados sin resultado. Y, sin embargo, de esto surge esplendor. Fui a ver a su madre ayer, abrumada por el dolor, pero ella no renunciará a la esperanza. «Si es la voluntad de Dios», me dijo, «encontraremos a mi Ellen viva; y si la encontramos muerta, también será la voluntad de Dios».

Se detuvo.

—Pero no te he traído aquí para lamentar tragedias —dijo—. Quería que vinieras después de todas tus semanas en la ciudad para que te hicieras una limpieza de primavera. ¿No te quita el polvo el viento como esas máquinas de succión que pones en las alfombras? ¡Y el sol! Conviértete en una esponja y absorbe hasta que estés empapado.

Durante al menos cuatro kilómetros seguimos a lo largo de esta cresta elevada de la colina. Las alondras saltaban desde la hierba, viva por sus cantos, mientras aspiraban y caían nuevamente, cayendo al final mudas y agotadas de éxtasis. Luego descendimos abruptamente, a través de los bosques y claros del parque, pasando por espesuras de sauces de todo tipo, entre las oquedades los narcisos bailaban y las hierbas de la primavera brotaban entre el material quebradizo y marchito del invierno. Luego, pasando por la única calle del pueblo, de tejas rojas, en la que mi compañera me señaló la casa donde vivía la pobre niña desaparecida, giramos hacia casa a través del césped y volvimos a unirnos a la carretera al fondo del gran lago que yace bajo los jardines en terrazas de la casa.

Este lago era artificial, hecho hace cien años mediante la construcción de una enorme presa en la depresión del valle, de modo que el arroyo que fluía por ella quedaba así confinado y debía formar esta lámina de agua antes de encontrar una salida nuevamente a través de las compuertas. En el centro, la presa tiene unos ocho metros de profundidad, y, al lado de la carretera que la cruza, grupos de rododendros se inclinan sobre el agua profunda. El margen en el lado hacia el lago está reforzado con hormigón, ahora musgoso y cubierto de hierbas, que se hunde hasta el fondo de la presa a través de cuatro brazas de agua oscura. El lago estaba lleno, el desbordamiento fluía sonoramente a través de las compuertas y el sol en el oeste creaba arcoíris rotos en la espuma de su caída.

Mientras nos deteníamos un momento allí, mi compañera parecía la encarnación de las escenas y sonidos que componían el hechizo de la primavera: alondras cantoras y narcisos danzantes, viento del oeste y espuma arcoíris y, no menos, agua oscura y profunda; todo se destilaba de su radiante vitalidad.

—Y ahora de vuelta a la casa —dijo, subiendo rápidamente por la empinada pendiente—. ¿Es inhóspito por mi parte desear que no venga nadie más excepto, por supuesto, nuestro encantador Archie? Tanta gente es como traer Londres al campo, y hablaremos de chismes y removeremos el barro en lugar de observar milagros.

Otro tenue recuerdo de ella se agitó en algún lugar de la penumbra y busqué ahí, como se busca en el lodo las raíces de una planta acuática, y lo saqué. Un asesino notorio había sido guillotinado aquella mañana en Francia y en algún periódico dominical del día siguiente había un dibujo brutal, brillante e injustificable de él siendo llevado entre guardias para la escena final al amanecer, fuera de la prisión de Versalles. Y, mientras escribía mi nombre en el libro de visitas de lady Rorke aquel lunes por la mañana, derramé una mancha de tinta en la página y recurrí rápidamente al tapete de su escritorio para minimizar el estrago. Dentro estaba este dibujo imperdonable, recortado y guardado y pensé en el zorzal y la sala de espera del dentista.

Un mes más tarde, su esposo murió después de tres semanas de intolerable tormento. El médico insistió en que tuviera dos enfermeras entrenadas, pero lady Rorke nunca lo permitió. Estuvo presente en los dolorosos vendajes de la herida fruto de la operación que solo prolongó la miseria de su existencia e incluso durmió en el sofá de la habitación donde él yacía.

Archie Rorke llegó aquella noche. Me hizo saber de inmediato que había visto el anuncio de la muerte de lady Rorke y no dijo nada más al respecto hasta más tarde, cuando él y yo nos quedamos solos junto al fuego en la sala de fumadores. Miró a su alrededor para asegurarse de que la puerta se cerraba detrás del último huésped de mi pequeño grupo y luego se volvió hacia mí.

—Tengo que contarte algo —dijo—. Me llevará media hora, así que podrá ser mañana si ahora quieres irte.

—Pero no quiero —dije.

Se recompuso de su hundimiento en la silla.

—Muy bien —dijo—. Lo que quiero contarte es la historia de la ruptura de mi compromiso con Sybil. A menudo he querido hacerlo antes, pero mientras ella estaba viva, como pronto verás, no podía decírselo a nadie. Te preguntaré, cuando sepas todo, si crees que podría haber hecho algo diferente. Y por favor, no me interrumpas hasta que haya terminado, a menos que haya algo que no entiendas, porque no será fácil llegar hasta el final. Creo que puedo hacerlo inteligible.

Guardó silencio un momento y vi su rostro trabajar y contraerse.

—Tengo que contárselo a alguien —dijo—, y te elijo a ti, a menos que te moleste mucho. Pero simplemente no puedo soportarlo solo más.

—Continúa, entonces, viejo amigo —dije—. Me alegra que me hayas elegido, ¿sabes? Y no interrumpiré.

Archie habló.

—Una o dos semanas antes de que nuestro matrimonio tuviera lugar —dijo—, fui a Lincote por un par de días. Había mandado arreglar y redecorar la casa y, ahora que el trabajo estaba terminado, quería asegurarme de que todo estuviera en orden. Nada podía ser digno de Sybil, pero… bueno, puedes imaginar, más o menos, cuáles eran mis sentimientos.

»Durante la semana anterior habían habido lluvias muy fuertes y el lago, ya lo conoces, del jardín estaba muy lleno, más lleno de lo que lo había visto nunca: el agua se derramaba sobre la carretera que cruza la presa y que conduce al pueblo. Bajo el peso y la presión, apareció una gran grieta en el hormigón con el que está revestida y había peligro de que la presa se rompiera. Si eso sucedía, el lago se liberaría de pronto y causaría un gran daño. Por lo tanto, era necesario sacar el agua lo más rápido posible para aliviar la presión y reparar la grieta. Esto se hizo mediante grandes sifones. Durante dos días los tuvimos funcionando, pero la grieta parecía extenderse hasta los cimientos de la presa y había que drenar todo el agua del lago antes de que pudiera ser reparada. Estaba a punto de marcharme a la ciudad cuando el capataz vino a la casa para decirme que habían encontrado algo allí. En el lodo y el barro de la base de la presa, a unos ocho metros por debajo del nivel del agua, se encontraron con el cuerpo de una niña joven.

Agarró con fuerza los brazos de su silla. Poco sabía él que yo era terriblemente consciente de lo que iba a contarme a continuación.

—Un mes antes de la muerte de mi primo Ernest —dijo— tuvo lugar un asunto misterioso en el pueblo. Una chica llamada Ellen Davenport había desaparecido. Subió una tarde a la casa con una nota y nunca más se la volvió a ver, ni viva ni muerta. Ahora se explicaba su desaparición. Un collar de cuentas alrededor del cuello y varios fragmentos de ropa establecieron, más allá de cualquier duda, la identidad de lo que se había encontrado en el fondo del lago. Esperé a la investigación, telegrafiando a Sybil que los negocios me retenían, y luego regresé a la ciudad sin la intención de contarle cuáles eran esos negocios, ya que nuestro matrimonio estaba cerca y no era un tema que uno elegiría para charlar. Ella era muy supersticiosa, ¿sabes?, y pensé que la impactaría. Que lo consideraría un mal presagio. Así que no le dije nada.

»Sybil tenía unos extraordinarios poderes de médium. No los usaba a menudo y nunca haría una sesión espiritista con alguien que no conociera extremadamente bien porque creía que las personas traían consigo las influencias espirituales de las que estaban rodeadas y que existía la posibilidad de liberar inteligencias muy malvadas. Pero se había sentado varias veces conmigo y había presenciado algunas manifestaciones muy notables. Su procedimiento consistía en ponerse, mediante la abstracción de su mente, en un estado de trance y los espíritus de los muertos que estaban conectados con los presentes podían comunicarse a través de ella. En una ocasión, mi madre, a quien nunca había visto y que murió hace muchos años, habló a través de ella y me contó ciertos hechos que Sybil no podía haber conocido y que yo no sabía. Pero una vieja amiga de mi madre, aún viva, me confirmó que eran correctos. Eran de naturaleza extremadamente privada. Sybil también, según me dijo, podía producir materializaciones, pero hasta ahora nunca había visto ninguna. Algo notable acerca de sus capacidades como médium era que a veces salía de su trance en medio de las comunicaciones y era consciente de lo que estaba sucediendo. Podía oírse hablar y ser consciente mentalmente de lo que decía. En la ocasión que te he comentado, por ejemplo, cuando mi madre me habló, se encontraba en este estado. Lo mismo ocurrió en la sesión de la que hablaré ahora.

»Esa noche, al regresar a Londres, ella y yo cenamos solos. Sentí un deseo muy fuerte, del cual no podía dar cuenta, de que ella celebrara una sesión, solo ella y yo, y ella consintió. Nos sentamos en su habitación con una lámpara tenue, pero había suficiente iluminación para que la viera bastante bien porque su rostro estaba de cara a la luz. Había una pequeña mesa frente a nosotros, cubierta con un paño oscuro. Ella se sentó cerca, en una silla alta, se recompuso y casi inmediatamente entró en trance. Su cabeza cayó hacia adelante y, por su respiración lenta y su absoluta inmovilidad, supe que estaba inconsciente. Durante mucho tiempo nos quedamos allí en silencio y empecé a pensar que no tendríamos ninguna manifestación en absoluto y que la sesión, como a veces sucedía, sería un fracaso; pero luego vi que algo estaba ocurriendo.

Sus manos, que aferraba los brazos de la silla, estaban temblando. Dos veces intentó hablar, pero no fue hasta el tercer intento que se dominó a sí mismo.

—Se estaba formando una niebla sobre la mesa —dijo—. Era ligeramente luminosa y se extendía hacia arriba, en forma de pilar, con una altura de algo menos de un metro. Luego vi que debajo de los hilos exteriores algo se estaba materializando. Se moldeó en forma humana, elevándose hasta la cintura desde la mesa, y pronto fueron visibles los hombros, los brazos, el cuello y la cabeza, y los rasgos comenzaron a perfilarse. Durante algún tiempo permaneció vago y fluido, balanceándose un poco hacia adelante y hacia atrás; luego, muy rápidamente, se solidificó, y allí, cerca de mí, estaba la mitad de la figura de una joven. Los ojos aún estaban cerrados, pero después se abrieron. Alrededor de su cuello llevaba un collar de cuentas exactamente igual al que había visto junto al cuerpo que se encontró en el lago. Y luego le hablé, preguntándole quién era, aunque ya lo sabía.

»Su respuesta no fue más que un susurro, pero bastante claro.

»“Ellen Davenport”, dijo.

»Un terror desordenado se apoderó de mí. Aunque quizá esta pequeña figura blanca, con sus ojos que miraban fijamente, era alguna alucinación, algo que no tenía existencia objetiva en absoluto. Todo el día el recuerdo de la pobre niña cuyos restos vi sacar del fango del fondo del lago había permanecido vívido en mi mente y traté de pensar que lo que veía no era más que alguna extraña proyección de mi pensamiento. Y, sin embargo, sentí que no era así; era algo independiente a mí. Y ¿por qué se manifestaba, y con qué cometido había venido? Le había insistido a Sybil para que tuviéramos esta sesión, ¡y Dios sabe lo que habría dado por no haberlo hecho! Por una cosa estaba agradecido y era que ella estaba en trance inconsciente. Quizás el fantasma se desvanecería de nuevo antes de que ella saliera de él.

»Y entonces escuché un movimiento de la silla donde estaba sentada y, al girarme, vi que había levantado la cabeza. Tenía los ojos abiertos y cubría su rostro una máscara de terror que nunca imaginé que podía verse en un ser humano. También había reconocimiento; vi que Sybil sabía quién era el fantasma.

»La figura que brillaba pálidamente sobre la mesa giró la cabeza hacia ella y una vez más los labios blancos se abrieron.

»“Sí, soy Ellen Davenport”, dijo.

»El susurro creció más fuerte.

»“Podrías haberme salvado”, dijo, “o podrías haber intentado salvarme; pero me miraste chapotear hasta que me hundí”.

»Y luego la aparición desapareció. No se desvaneció; estaba allí clara y nítida en un momento, y al siguiente había desaparecido. Sybil y yo estábamos sentados solos en su habitación, con la lámpara atenuada, y el silencio cantaba en mis oídos.

»Me levanté y di al interruptor que encendía las luces eléctricas, y supe que algo dentro de mí se había enfriado, y que algo se había roto. Ella todavía estaba sentada, sin mirarme en absoluto, con la vista perdida frente a ella. No dijo ni una palabra de negación en respuesta a la terrible acusación que se había pronunciado. Y creo que me alegré por eso, porque hay momentos en los que no solo es inútil negar, sino blasfemia. Por mi parte, no podía mirarla ni hablarla. Recuerdo que extendí mis manos hacia la chimenea vacía, como si hubiera un fuego ardiendo allí. Y estando así, la oí levantarse, y me pregunté con desgana qué diría, y supe lo inútil que resultaría. Y luego escuché el susurro de su vestido en la alfombra y el ruido de la puerta abriéndose y cerrándose, y cuando me volví vi que estaba solo en la habitación. Al poco tiempo, salí de la casa.

Hubo una larga pausa, pero no la interrumpí, porque sentí que no había terminado del todo.

—La amaba con todo mi corazón —dijo—, y ella lo sabía. Quizás por eso nunca intenté verla de nuevo, y por eso ella no intentó verme. Esa pequeña figura blanca siempre habría estado con nosotros porque ella no podía negar la realidad de aquello y la verdad de lo que había dicho. De manera que esa es mi historia. Ni siquiera necesitas decirme si piensas que podría haber actuado de manera diferente porque sé que no podía. Y ella tampoco podía.

Se levantó.

—Veo que habrá una investigación —dijo—. Espero que descubran que ella se suicidó. Significará que su remordimiento era insoportable, ¿no es así? Y eso es expiación.

Se dirigió hacia la puerta.

—Decretos inescrutables —dijo.

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