Ensueños mitológicos
«…El mundo no se salvará sino volviendo a ti, repudiando sus aficiones bárbaras. ¡Corramos, vengamos unidos! Qué hermoso día aquel en que todas las ciudades que se han apoderado de trozos de tu templo, Venecia, París, Londres, Copenhague, reparen sus robos, formen teorías sagradas para devolverte los trozos que poseen, diciendo: “¡Perdónanos, diosa; fue para salvarlos de los malos genios de la noche!”, y reconstruyan tus muros al son de la flauta, para expiar le crimen de Lisandro…».
RENÁN, Plegaria en la Acrópolis.
Y después de leer esas hermosas líneas del herético, impío y apóstata sabio quedó fijo en mi imaginación el concepto de un encantador regreso de los dioses. La diabólica influencia que turbara malignamente la ortodoxia de mi encandilada fantasía en la vigilia, persistió más intensa en las horas del sueño. He aquí cómo mi indomable imaginación forjó el pecaminoso ensueño en momentos de inculpable efervescencia. Relato el cuadro como una expiación pública, como una humilde confesión de las miserias y debilidades de esa facultad libérrima que no cede ante los horrores de una condenación, que con frecuencia pobló de ignominiosas visiones las meditaciones de los santos y que turba diabólica y deliciosamente las noches de los jóvenes subdiáconos.
…Hallábase desgajada la gran puerta de oro de los cielos, y una de sus hojas había aplastado al anciano portero. Los centauros, al empuje de sus pesados cascos, y Hércules, a los golpes de su formidable clava, las habían arrancado de sus goznes diamantinos; el buen semidiós atleta había aprendido de Sansón, durante su larga estada en los infiernos, el arte de derribar las grandes puertas. Los antiguos dioses se habían precipitado en tropel devastador en el Empíreo. Los ojos de los invasores tenían el brillo sanguinario de las venganzas, y por todos lados se había entablado la lucha.
Los ángeles blandían desesperadamente sus flamígeras espadas sobre los antiguos despojados, y estos atacaban y se defendían con espadas cortas y anchas, como los héroes de la Ilíada, y con pequeños broqueles de bronce que tenían grabadas testas de Medusa. Mas allá luchaban los arcángeles contra los centauros, y el suelo estaba lleno de grandes manchas sangrientas y de miembros amputados de divinidades moribundas y de cuerpos de bestias híbridas que se retorcían en los estertores de dolorosas agonías…
Las furias, las estinfálidas, las occeánidas, se hallaban en revuelta confusión con los mártires, santos, dominaciones y tronos. Saturno, Minerva, Vulcano y Marte se repartían en los diversos grupos asaeteando y recibiendo heridas. ¡Oh, Dioses! Iban a ser vencidos por segunda vez y ya la alegría del triunfo se pintaba en los rostros de los celestiales moradores. Jove yacía agonizante a los pies del Padre Eterno. En aquel momento, varios coros de vestales asomaron sus cabezas curiosas por las derruidas puertas, y entonaron los cánticos de Tirteo. Al oírlo, los desalentados dioses paganos se entusiasmaron, duplicaron su esfuerzo y a poco lanzaron un grito de triunfo que repercutió formidable por todos los ámbitos del cielo. ¡Oh inmensa desventura! El Divino Padre había rodado la escalinata del empíreo traidoramente asesinado por el dios niño, el niño al que rinden culto todos los seres vivos, Cupido, que había disparado certera saeta a las sienes del Ser Supremo… El pérfido disparó a la cabeza y no al corazón, porque bien sabía el traidor que el amor que mata es el amor cerebral. También Jesús, el buen Jesús se veía amenazado de muerte; rotas sus armas y rodeado de enemigos expresaba en su hermosa y divina cabeza la resignación tranquila y el valor sereno de las grandes almas. Apolo, el no menos bello Dios, de pie en su carro tirado por alborotada cuadriga de caballos blancos, ensangrentados por las heridas de los flancos, preparaba su lanza para matar cobardemente al desarmado Maestro, cuya hermosura serena y dulce le exasperaba… En ese momento Afrodita, alba, resplandeciente, admirable de gracia y hermosura, se interpuso entre el irritado vencedor y el bello vencido, se interpuso protectora y benévola, deteniendo con ademán imperioso la vengativa acción del padre de las musas. El águila de Jove había desgarrado con su formidable pico al Paracleto que era presa de los perros que devoraron a Acteón.
Pero la más inicua y despiadada represalia se verificaba detrás del desierto trono, en el sitio en que las angustiadas vírgenes y santas contemplaban con desolado rostro la derrota de las divinas legiones. Los faunos y los sátiros, como jauría de canes rabiosos, se precipitaron sobre ellas encendidos los ojos por innobles pasiones y las raptaban sobre sus hombros musculosos con el fin de llevarlas a las escondidas florestas y penumbrosos bosques de la Arcadia. Pero de pronto, hubo un estallido formidable que estremeció los cielos, e hizo que los sátiros soltaran sus presas para huir aterrados en desbandada. Satanás —que había sido quien puso en libertad a los antiguos dioses y atizado en sus espíritus el ansia de la reconquista de los cielos, a fin de vengarse del Padre Eterno— había comprendido que en el nuevo reinado no tendría sitio, que su nombre serviría de burla a los niños de las nuevas generaciones, y que su prestigio moriría con el culto vencido. Carón le expulsaría de su puesto y a la menor demostración de hostilidad o rebelión sería arrojado como carroña inmunda a las fauces del Cancerbero. Entonces, tardíamente arrepentido de su error, hizo un enorme conjunto de todos los pecados, vicios y pasiones de la Humanidad y les prendió fuego. El estallido fue espantoso y no quedó ser viviente en la superficie de la tierra. El mismo Satanás quedó muerto entre las ruinas de la Humanidad. Los titanes volvieron entonces a levantar hasta el cielo las cumbres del Olimpo y del Parnaso y reedificaron la morada de los Dioses bajo los insuperables modelos antiguos… Fue necesario crear una nueva Humanidad y surgió sana, fresca y viril de los flancos de la Diosa del amor y la belleza.
Sobre los escombros de las iglesias, sinagogas, pagodas y mezquitas se alzaron de nuevo los eurítmicos templos a Venus.
* * *
Quinientos siglos después de la catástrofe del cielo cristiano, encontró un sacerdote del nuevo Partenón, entre unas excavaciones, un libro en cuya tapa había grabada una cruz de acero y en una de cuyas primeras páginas decía:
«Dios te salve María, llena eres de gracia, el señor es contigo, y bendita tú eres entre todas las mujeres…».
Repitió una y diez veces la lectura y no comprendió lo que en ella se quería expresar.
—Debe de ser una invocación a Venus —exclamó indeciso.
Pero un viejo sabio, una especie de filósofo cínico que sabía todo lo que era inútil saber y al cual enseñó la enigmática página, después de mucho cavilar expuso su opinión:
—No es una invocación a Venus. Allá en mi lejana infancia le oí decir a mi bisabuela que a la bisabuela de su bisabuelo le había referido un sabio sacerdote de Palas que antes de que existieran nuestros Dioses los hombres estaban en estado de barbarie, y adoraban a un Dios que al mismo tiempo era hombre, y adoraban también a la madre de este Dios, la cual no era diosa y no obstante de ser madre era virgen. Esta mujer se llamaba María y el Dios, hombre, se llamaba Kreiston…
El sacerdote de Venus, por toda respuesta, soltó una carcajada de incredulidad y exclamó alejándose:
—¡Pobre Dyonisos! ¡Has bebido mucho!