El día trágico
CRÓNICA DE LOS DÍAS DEL COMETA
I
La edición de la tarde del Comercio del 27 de abril de 1910 traía estas sensacionales noticias en su sección cablegráfica, con grandes caracteres:
El cometa Halley y la tierra
El observatorio de Lowell hace alarmantes observaciones.
Lo que dicen Flammarión y Bode.
Terribles expectativas.
París, abril 26. — Una comisión de astrónomos ha estado haciendo en el curso de la semana última importantes observaciones celestes con motivo de la aproximación del cometa Halley a la Tierra, y con las cuales ha formulado una memoria que acaba de ser presentada a la Academia de Ciencias. Una de las observaciones más interesantes anotadas en esa memoria es la relativa al aumento de extensión que se ha podido observar en la cauda o zona gaseosa que arrastra el cometa, pues pasa de cincuenta millones de kilómetros.
París, abril 26. — El profesor Todd, del Lowell Observatory, ha enviado un despacho telegráfico al director del observatorio de Juvissy, Mr. Camilo Flammarión, anunciándole que desde hace mes y medio se han estado haciendo en aquel observatorio y en el de Cambridge detenidos análisis espectrales del núcleo y la cola del cometa Halley, y se ha encontrado insistentemente la raya característica del cianógeno. También se ha notado en esos observatorios el aumento de longitud de la cauda, así como el mayor brillo del núcleo, lo que hace suponer que el cometa en su última revolución parabólica ha incrementado su masa sólida con agregaciones de cuerpos celeste.
París, abril 26. — El cometa es visible a la simple vista. Entre doce y una de la mañana se le ve muy próximo al horizonte por el lado de Meudón. Las revistas publican grabados y artículos humorísticos burlándose de las trágicas previsiones de los astrónomos y aseguran que una vez más quedarán burlados estos nietos de Casandra. Sin embargo, comienza a notarse alarma general.
Londres, abril 27. — Ha cundido el pánico en la ciudad. El Morning Post publica un artículo del sabio profesor Bode que ha causado gran sensación. Según el profesor, la inmersión de la tierra durante varias horas en la cauda del cometa es fatal. Añade que esa inmersión se verificará en una zona más densa que la que, en otros contactos con la tierra, ha dejado a esta indemne, por haber sido la atmósfera terrestre suficientemente densa para impedir la intoxicación. En esta ocasión —añade— es de esperar que la coraza atmosférica continúe defendiendo la vida terrestre, pero si no lo fuera, pasaría la humanidad por una situación muy crítica.
Washington, abril 27. — El Daily Mirror y el Herald publican simultáneamente un alarmante despacho del director del Observatorio, en el que manifiesta que no queda duda de que el 18 de mayo, entre seis de la tarde y dos de la mama, la tierra atravesará la cauda del cometa Halley a poco más de la mitad de su longitud. Como en esa región la densidad del gas envenenado es mucho mayor que la de la tierra, se juzga que es muy posible que el contacto traiga consecuencias fatales. El despacho es lacónico y terrible, y el terror que ha producido es inmenso. El ejército de salvación y los metodistas, calvinistas, presbiterianos y demás sectas protestantes han organizado procesiones para implorar la misericordia divina. En los templos católicos se hacen rogativas con igual objeto.
París, abril 27. — Flammarión ha publicado en Le Matin un artículo tranquilizador, pero se sabe de fuente autorizada que ha dirigido al Elíseo y a la Academia de Ciencias una memoria en la que confirma los despachos de Washington, sin más modificación que la de la hora, pues dice que el fenómeno tendrá lugar entre tres de la tarde y nueve de la noche. Los valores en la Bolsa han sufrido una fuerte baja, así como ha subido enormemente el tipo de descuento de letras. Este es el indicio más alarmante de la inquietud que reina no solo entre el pueblo, sino en la alta sociedad y el comercio.
Bien se comprenderá cuán grande sería la impresión que producirían estas terribles noticias en la pacifica ciudad de los virreyes. Los muchachos pregonaban: «¡El Comercio, con el fin del mundo! El choque con el cometa». Aun cuando hacía tiempo que se venía hablando en todas partes de la próxima visita del fatídico cuerpo celeste y de su probable contacto con la tierra, a nadie preocupó gran cosa el asunto; pero la atención prestada en las últimas semanas por los sabios, y sus augurios cada vez más alarmantes, contribuyeron para que las muchedumbres comenzaran a inquietarse seriamente. De modo que los telegramas publicados por El Comercio en su número del 27 de abril produjeron una ansiedad indescriptible. Los vendedores del periódico se aprovecharon de ella para hacer un negocio pingüe, cobrando un real, dos reales y hasta cinco reales por ejemplar. Las calles de Mercaderes, Espaderos y demás centrales presentaban nutridas agrupaciones de personas que comentaban la próxima catástrofe mundial, y la relacionaban con una serie de observaciones sobre sucesos realizados en el año y aun en años anteriores.
Podía leerse en los rostros de muchas personas la consternación producida por los despachos publicados. Sin embargo, no faltaban incrédulos que se rieran e hicieran chistosas chirigotas sobre el miedo universal.
—Todo esto no será sino el parto de los montes —decían unos.
—Bueno —decían los individuos de espíritu tranquilo—, de alguna manera tenía que acabar la tierra. ¿Qué más da que sea por envenenamiento, por choque o por reventazón interior? Los hombres debemos felicitamos y no asustarnos: nos toca una muerte épica que no soñaron ni Hornero ni el Dante; la realidad va a ser infinitamente superior a la fantasía de los genios. Más vale morir en el cataclismo de un mundo que estarnos matando tristemente unos a otros. ¡Qué hermoso momento el de esta próxima y gigantesca agonía universal! ¡Cuán sublime el alarido supremo de toda la humanidad! ¡Si hay Dios, por sordo que sea, tendrá que oírlo!
Muchas personas sesudas y graves, de aquellas que juzgan que la discreción y la reserva deben ser las más bellas virtudes de los hombres, censuraban con acritud que El Comercio hubiera dado publicidad a esos telegramas, pues divulgando la gravedad de la situación no se lograba ningún remedio y sí se engendraba un terror inmenso, cuyas consecuencias harían más triste y espantosa la poca vida que nos quedaba. Ya se hablaba en algunos círculos populares de hacer un saqueo general en las tiendas y bodegas de los comerciantes. En los hogares católicos no se ponía en duda la inminencia de la catástrofe mundial. No podía ser de otro modo. La corrupción de la humanidad había llegado a su máximo grado; se había colmado la paciencia divina, y se hacía necesario un castigo inmenso a los hombres cuyas perversidades e impiedades ya no reconocían límite. Una vez sacrificó Dios a su propio hijo y ese sacrificio había sido estéril. Esta vez ya no tenía otro hijo que sacrificar y su inexorable justicia iba a obrar de un modo terrible. Si había permitido a los hombres que supieran su suerte con anticipación, era para que tuvieran tiempo de salvar sus elmas.
En cambio, los herejes, los impíos, los liberales y los incrédulos procuraban manifestarse optimistas y juzgaban que los telegramas publicados y los trágicos anuncios no eran sino petulancias científicas, palanganadas de los sabios, que con el pretexto del cometa satisfacían el malsano y pueril afán de hacer sensación. Los cometas son unos buenos sujetos que con nadie se meten. Inofensivas mariposas de la noche cósmica, atraídas por la luz del sol, corrían rápidas por los espacios siderales a precipitarse en el inmenso luminar de nuestro sistema. ¡Cuán lejos estarían de pensar que su apasionada peregrinación causaba terrores en la tierra, que es inmortal e indestructible! La tierra se salvará de choques y encuentros como se ha salvado tantas veces, porque su marcha y su evolución son eternas.
Sería interminable el relatar los diversos comentarios que se hacían en todas partes con motivo de los sensacionales telegramas. La mayor inquietud se traslucía a través de los juicios más optimistas, pues, por grande que fuera la convicción que tuvieran muchos de la ley de la vida, de la providencia y del precedente de haber salido la tierra libre de las asechanzas cósmicas, no podía dejarse punzar en el espíritu el temor a las suspicacias de los sabios preocupados en sondear los misterios del espacio. Las leyes astronómicas son de una gran precisión. Cierto es que son frecuentes los errores de cálculo. Un segundo de error, una equivocación en un metro, era suficiente para que toda previsión resultara falsa… Pero ¿y si no había error?
Esa noche, los terrados y azoteas de las casas se llenaron de personas que, con anteojos de teatro, telescopios, anteojos marinos y la mayor parte sin más instrumento de investigación que los propios ojos, recorrían ansiosamente la bóveda estrellada en busca del fatídico astro. Pero este aun no era visible. Los teatros y cinematógrafos tuvieron muy poca concurrencia. Las calles estaban desiertas y silenciosas. De rato en rato se escuchaba el paso de una patrulla de gendarmes montados. No obstante la preocupación general por el cometa Halley, el gobierno no descuidaba sus medidas de previsión política. Hacía algún tiempo que se hablaba de una revolución que estaba germinando y que de un momento a otro debía estallar. Juzgóse en el ministerio de Gobierno que el estado de inquietud en que estaba la ciudad podía ser aprovechado por los facciosos para realizar alguna espantosa maquinación. En las puertas del Comercio había una gran aglomeración de gente ansiosa de noticias. Las redacciones de los diarios estuvieron toda la noche visitadas por multitud de personas que deseaban conocer extraoficialmente los nuevos telegramas que vinieran de Europa y América relativos al palpitante asunto. Pero nada lograron saber, y a las doce o una de la noche tuvieron que disolverse los grupos, más que por iniciativa propia por insinuaciones un poco bruscas de las patrullas. El consejo de ministros había tenido una reunión a las ocho y media de la noche para resolver lo que convenía hacer. A las diez de la noche fueron llamados presurosamente los directores de los diarios al despacho del ministro de Gobierno y de acuerdo con el alto funcionario se convino en que durante una semana no publicarían los diarios los telegramas que vinieran relatando las nuevas observaciones de los sabios mientras estas pudieran contribuir a aumentar la exasperación y el terror de la gente. Entretanto, el gobierno consultaría con los más conspicuos miembros de la Universidad y de las instituciones científicas sobre el modo de proceder para hacer frente al grave momento de la crisis mundial.
Efectivamente, al siguiente día, los diarios publicaban noticias tranquilizadoras. El Observatorio de París, según decían los telegramas, había encontrado un sensible error en los cálculos que permitía asegurar que el cometa cruzaría la órbita de la tierra antes de la época que se había fijado y por consiguiente no se realizaría la temida conjunción. También se publicó otro telegrama anunciando que nuevos análisis espectrales manifestaban que la parte de la cauda que atravesaría la tierra posiblemente contenía cianógeno en proporción muy reducida. En suma, los telegramas que, en el curso de la semana publicaron los diarios, contribuyeron a calmar notablemente la excitación pública. Era tema de conversación la plancha de los sabios y se consideraba que el peligro de un desastre universal no tenía mayor fundamento que los anunciados en otras épocas, toda vez que la base científica en que se apoyaba se iba desmoronando con las observaciones recientes de que daban cuenta los periódicos. Conviene decir que esos telegramas publicados desde el jueves 28 de abril hasta el martes 3 de mayo fueron arreglados en Lima. Y algunas personas observadoras no dejaron de extrañar cierta incongruencia que notaron entre las noticias relativas al cometa y las referentes a sucesos de otro orden, que resultaban inexplicables. Así por ejemplo, se publicaron telegramas sobre quiebras importantes en Londres, Nueva York, París y Berlín; de suicidios colectivos en Italia, de graves desórdenes religiosos en Aragón, de huelgas en todas partes, de asesinatos de judíos en Francia y en Rusia; y no se daban explicaciones muy claras sobre las causas de estos sucesos o esas causas eran explicadas en forma poco satisfactoria.
El gobierno y los directores de los diarios, sin embargo, sabían la verdad de las cosas. Desde el día 3, algo muy grave y alarmante comenzó a traslucirse al público. Por lo pronto, se supo que los diarios habían ocultado la verdad y que esa verdad debía ser terrible, puesto que se había ocultado. Se supo que en los ministerios de Fomento y de Gobierno se habían celebrado constantes sesiones con asistencia de las personas consagradas a estudios científicos. A las cinco de la tarde una gran muchedumbre se congregó en la Plaza de Armas a pedir al gobierno que dijera lo que había. El ministro salió el balcón y arengó a la multitud recomendando el orden, habló de la dura prueba a que podría someternos la fatalidad y de la conveniencia de que hubiera serenidad y resignación para no agravar un momento del que no había por qué desesperar, puesto que muchas veces se había presentado en la historia del globo. Bien se veía que el ministro vacilaba en decir francamente la verdad. El pueblo lo comprendió así. Una compañía de gendarmes los esparció. Pero volvieron a reunirse y recorrieron las calles, sonando piedras y gritando: «¿Por qué nos engañan? ¡Queremos saber la verdad! ¡Abajo los diarios!». En el Comercio y en el Diario tiraron piedras y fue preciso disparar al aire para dispersarlos de nuevo. No era posible ya, ni era prudente, seguir callando la verdad. El Comercio tuvo que retardar su edición hasta las nueve de la noche. Los primeros muchachos que salieron a esa hora por las calles vendiendo el diario y gritando: «¡El Comercio, con la declaración oficial del próximo fin de la tierra!» fueron casi asfixiados por la gente que se precipitó frenética de terror a arrancarles las hojas. En su primera página y con grandes letras se leía lo siguiente:
EL COMETA CUBRE GRAN PARTE DEL CIELO
Asesinato de Clemenceau por los fanáticos.
La Comune en París.
Último despacho del observatorio de Greenwich.
París, 4 de mayo. — El cometa Halley ocupa 30 grados en el cielo y cada día se le ve más luminoso y amenazador. La cola tiene un tono verdoso. Es inmenso el terror de los franceses. Clemenceau, que se preparaba para ir próximamente a Buenos Aires, ha sido asesinado por una turba de fanáticos que atribuían a la expulsión de las comunidades religiosas la ira de Dios. Una columna de la guardia nacional disparó contra los asesinos. Hay más de cuarenta muertos. Un batallón se ha unido al pueblo y se ha proclamado la Commune.
París, 4 de mayo. — Los fanáticos han incendiado la Ópera y el teatro de la Porte Saint-Martin. Se ha declarado el estado de sitio. Un comité nacionalista intenta proclamar la monarquía, llamando al príncipe Bonaparte y ofreciendo restablecer la unión de la Iglesia y el Estado. Ha habido más asesinatos de judíos.
París, 4 de mayo. — El Observatorio de Greenwich ha pasado al gobierno inglés un despacho en el que se confirman los anteriores graves pronósticos. Ya no cabe la más ligera esperanza de error después de la rectificación de fechas. El 12 de mayo a las nueve de la noche entrará la tierra en el segmento intoxicado de la cauda y como el cianógeno es ávido de oxígeno la mezcla mortífera en la atmósfera se verificará fatalmente. La rapidez con que la tierra avanza en su órbita, lejos de hacer de la cubierta atmosférica una coraza defensiva, como se creía, producirá la combustión del cianógeno y precipitará la combinación química mortal.
París, 4 de mayo. — Ante la inminencia de la catástrofe, se están habilitando los túneles del Metropolitano y poniendo cierres herméticos al exterior y abriendo cavernas laterales para contener a los habitantes de la ciudad. Se juzga inútil la medida, pues fácilmente se comprende que las galerías subterráneas son insuficientes para contener la población de París. Además, de todos los departamentos llegan muchedumbres aterrorizadas. Se ha ordenado la paralización de los ferrocarriles, pero los paisanos se vienen a pie y en carros y cabalgaduras. Los desórdenes y combates en las calles se repiten constantemente. En Londres, Nueva York, Berlín y demás capitales se está procediendo de modo semejante para el salvamento.
Puede imaginarse el horror y el pánico que estos telegramas producirían en la ciudad. De todas las casas salían alaridos de las mujeres y plegarias en voz alta invocando la misericordia de Dios. Rápidamente, las hermandades católicas y cofradías organizaron a las once y media de la noche una procesión de rogativas.
En los rostros de todos los fieles y de los que presenciaron la lúgubre procesión de cirios, en la Plaza de Armas, se veía estereotipado el espanto del próximo desastre mundial. Un murmullo plañidero y triste salía de esa multitud doliente respondiendo a las oraciones que con voz clara pronunciaban los sacerdotes. De rato en rato era turbada la monotonía de la plegaria por los gemidos desgarradores de alguna mujer presa de un violento ataque de histerismo. Alguien propuso que la procesión cruzara el puente, para implorar ante la cruz protectora de la ciudad que corona el cerro de San Cristóbal. La multitud se dirigió por la calle de Palacio, y cuando cruzaba el puente de piedra, un grito de inmenso terror se escuchó: un hombre del pueblo había señalado con mano temblorosa el cielo hacia el lado de Ancón.
—¡El Cometa! ¡El Cometa!
En efecto, casi tocando el horizonte, se veía en el cielo una estrella con una larga y tenue cauda de un vago color verdoso. El hombre que dio la alerta, en seguida se puso a reír y a dar saltos como un frenético. El desgraciado había enloquecido de terror y, antes de que se le pudiera contener, se precipitó de cabeza al río. La procesión se disolvió y hombres y mujeres corrieron desalados gritando:
—¡El Cometa! ¡El Cometa!
II
Todos estos acontecimientos que he relatado me hicieron reflexionar seriamente sobre la inminencia del peligro de muerte inevitable que corríamos mi novia Gladys Harrington y yo. Porque debo declarar que para mí todo el mundo se reduce a las dos personas citadas. Y, a propósito, creo oportuno referir las razones en que me fundo para limitar a tan corto radio mi concepto sobre el mundo. Me llamo Oliverio Stuart, debido a no sé qué circunstancias: presumo que, si tuve padre, este ha debido apellidarse Stuart; no le conocí. Menos conocí a mi madre; no tengo inconveniente alguno en adoptar para mi uso la leyenda de los católicos sobre la ascendencia materna de San Silvestre, de quien se dice que tuvo por madre una planta. Mis más remotos recuerdos llegan a la época en que yo tenía seis años, y recuerdo que mi lejana niñez tuvo por marco los robustos paisajes de los campos próximos a los Ángeles, en California. Toda mi infancia y mi primera juventud las he pasado allí. He sido vendedor de frutas, mozo de cuadras, cuidador de ovejas, mensajero, ladronzuelo de gallinas… ¡Qué sé yo! Cuando tenía 15 años, un pastor protestante se encariñó conmigo, me adoptó por hijo, me educó, me hizo estudiar la ingeniería. Tenía 25 años cuando murió mi padre adoptivo: con mi profesión ganaba yo mi vida holgadamente y aun me alcanzaba para proporcionar al pobre viejo todos los meses de 150 a 200 dólares. Hace tres años hice levantar en la tumba de mi padre adoptivo un monumento que me costó 20.000 dólares y que juzgo es prueba elocuente de que alguna gratitud he tenido para el bondadoso anciano que supo hacerme un ciudadano útil. He viajado por todo el mundo. He venido al Perú contratado por la «Cerro de Pasco Mining Co» por cinco años, desde hace uno. Tengo doscientos mil dólares adquiridos con mis economías y con la venta de una patente de invención de una máquina de escribir que a la vez efectúa operaciones de cálculo. Mi edad, 34 años.
Hace poco menos de un año vino a Lima mistress Ruth Harrington, natural de Boston (Mass.), viuda, con dos hijos: Archibald y Gladys. Archibald es cajero en una de las sucursales de la casa Grace C°; Gladys es mi novia. ¿Qué decir de Gladys? Claro es que ha de parecerme la más bella, la más virtuosa y la más inteligente, en una palabra, la más adorable de las mujeres, desde que he resuelto unir mi vida con la de ella para siempre. Como he dicho, todo el universo se reduce para mí a estas dos personas cuya pérdida juzgaría irreparable: Gladys y yo. Debíamos casarnos en junio. Para vivir los años que faltan a la terminación de mi contrato he hecho construir en la avenida de la Magdalena una villa o chalet que reúne todas las comodidades apetecibles. No contaba con que el cometa Halley había de hacer perfectamente inútiles mis previsiones.
Al día siguiente de los acontecimientos que he referido fui en la mañana a casa de Gladys. La bellísima joven me dio a besar su mejilla. Estaba muy pálida y aun cuando en sus grandes ojos azules brillaba el amor, en el fondo de ellos vi la sombra de la preocupación universal.
—¿Es cierto, Oliverio, que hemos de morir en breve? ¿Es cierto que todo nuestro ensueño de amor está condenado a desaparecer en medio de las sombras y el espanto de una muerte trágica?
—No, amiga mía, nada de eso es cierto porque el amor de dos espíritus fuertes no puede morir…
—Sí, ya sé… el más allá, la perduración del amor en el misterio de las tumbas… Pero no es eso lo que puede atenuar la tristeza de morir antes de que recorramos la vida en el cielo de la dicha. ¡Oh! ¡Qué hacer para vivir!… ¿No es triste morir a los veinte años? Toda la ciudad está aterrada. Desde anoche es ya visible el fatídico verdugo de la humanidad. Mi madre está como loca con la preocupación de que esta muerte temprana de los hombres es el castigo de sus faltas y que la ira de Dios ha de ir más allá. Salió temprano para ponerse de acuerdo con el comandante de la «Salvation Army» para organizar una gran procesión de afiliados que implore la salvación de las almas.
—Bueno, pero yo creo que tu salvación y la mía serán debidas a mis esfuerzos más que a la compasión divina.
—¿Tienes algún proyecto? —me preguntó Gladys con el rostro iluminado por la esperanza de que nuestro amor se salvara del naufragio de la vida.
—¡Oh, sí!… es claro. A un ciudadano de la gran república no le faltan ideas nunca —respondí con ese orgullo que en nosotros dista mucho de ser la fanfarronería de los latinos. Y, en efecto, yo tenía mi idea.
En aquel momento entró mistress Ruth Harrington. Sus verdes ojos fulguraban el ardor místico de que estaba arrebatada la pobre señora. Por la calle pasaba en ese momento un tumulto de gente cantando oraciones católicas. Gladys tenía su mano entre las mías cuando entró mistress Ruth, quien al notarlo arrugó el entrecejo.
—No son estos momentos, hijos míos, de pensar en las dulzuras terrenales que pronto veréis convertidas en pavesas. Felizmente para la humanidad, va a terminar su peregrinación dolorosa para entrar, si se arrepiente de sus maldades, en posesión de la única felicidad verdadera y durable del eterno reposo.
—Francamente, mistress, no me entusiasma ese programa.
—¡Oh, mamá, mejor sería pensar en salvarnos!…
—Sería una iniquidad burlar los designios de Dios y una torpeza evadir la adquisición de la suprema ventura. Yo jamás haría tal cosa, aun cuando fuera posible. Felizmente no lo es y la humanidad toda perecerá.
—Pues bien, mistress —exclamé colérico—, yo no sé si la cosa es posible o no; lo que sé es que cuando se tiene 34 años y una novia a quien se adora, cuando se tiene algunos miles de dólares y fuerza en los músculos y en el alma, no se quiere morir. Créame que en lo que menos pienso es en ir a las beatíficas regiones del reposo eterno y en que procuraré con todo el esfuerzo de mi inteligencia y de mi amor a la vida el salvar a Gladys y a usted…
—No… a mí no —interrumpió la anciana con horror—, a mí no, ni a Gladys, que prefiere la inmensa felicidad de salvar su alma pura, no contaminada con las infamias de la concupiscencia, a gozar de la engañosa felicidad mundanal. Felizmente, repito, todo es inútil.
—Perfectamente, mistress, si usted quiere muérase en buena hora, pero esté usted segura de que trataré de salvar a mi Gladys a pesar de usted, de ella y de todos los demonios juntos.
La escena iba a agriarse: mi cólera iba a desbordarse en todas esas frases duras e impropias que acuden a los labios de las personas más cultas en momentos de irritación, sobre todo cuando son de carácter violento como yo; pero Gladys, cuyos ojos se habían llenado de lágrimas, me cubrió la boca con el lirio de su mano y me contuve. Me suplicó con la mirada que callara y al mismo tiempo leía que pensaba como yo y que me secundaría en mis proyectos, cualesquiera que ellos fueran, porque amaba la vida, como yo, y la encontraba bella por el amor. Balbucí algunas excusas y salí de la casa.
Entre las comodidades de mi casa había hecho construir una vasta cava para depósito de los vinos. Yo no soy borracho, pero me gusta beber buenos vinos y no concibo la casa de un gentleman, por modesto que sea, que no tenga una cava para depositar licores directamente importados de las fábricas y dejarlos envejecer metódicamente para tener en cualquier momento esos añejos vinos que son el galardón de toda mesa bien puesta.
La cava de mi casa era una vasta bóveda subterránea de unos diez metros de largo por cinco metros de ancho, perfectamente aislada del ambiente exterior, con muros y techo de cimiento romano. Solo el suelo era de tierra salitrosa. La entrada se hacía por la despensa, en uno de cuyos rincones se abría en el suelo la boca del sótano. Este sótano o cava era el lugar en donde yo había pensado salvarme con Gladys. La tapa que cubría la entrada era una plancha de hierro con una argolla que encajaba perfectamente en la boca del pasadizo subterráneo, pero comprendiendo que necesitaba que el cierre fuera hermético le adicioné unas fajas gruesas de caucho que hacían imposible la entrada del aire exterior. Es sabido que los vinos sufren con la luz blanca. La luz roja o verde es la que mejor favorece el envejecimiento de los vinos y por esto hice abrir en el techo de la bóveda una claraboya de un metro cuadrado cubierta con un grueso cristal pintado en la parte interior de verde obscuro. Bien se comprende que siendo yo ingeniero me había de dar cuenta exacta de todo lo que convenía hacer para aislar la cava del exterior en condiciones que permitieran la conservación de la vida por algún tiempo, teniendo en cuenta el natural agotamiento del oxígeno, la formación del ácido carbónico, la necesidad de luz, de fuego, de agua, de alimento, etcétera. Desde el 4 de mayo despedí a mis sirvientes para tener libertad de proceder yo solo a las obras de mi salvamento. No necesitaba de nadie y, además, si se hubiera sospechado la forma en que yo pensaba proceder habría tenido, por humanidad, que socorrer a los tres individuos de mi servidumbre y a sus familias; y la verdad es que no había sitio para tantos, ni tenía yo positivo interés en hacer de providencia. En una semana terminé la instalación del que debía ser mi nido nupcial durante la muerte de la humanidad. Porque debo decir que Gladys y yo, en las pocas conferencias rápidas que logramos tener y en las cartas que nos cruzamos, habíamos convenido en unir, ante Dios y para siempre, nuestro destino antes de que viniera la catástrofe. No podíamos pensar en el matrimonio ante la ley, porque no había oficinas municipales en esos días de incontenible terror, ni mistress Ruth daría su consentimiento. Nuestro enlace debía ser el primitivo de la humanidad, sin testigos ni más ceremonias que la voluntad del varón que toma la esposa y la mujer que se entrega al varón fuerte. Es así como en las edades opuestas del globo, su aurora y su ocaso, el amor, sacudiendo el formulismo social, recurre a la eterna fórmula, simple y santa, que sanciona de hecho la unión de los cuerpos y de las almas.
El 11 de mayo estaban terminados mis arreglos. Seis balones de oxígeno y el aparato para producirlo en cantidad con la descomposición del peróxido de manganeso, las cubas de agua potable, la cocinilla eléctrica y las pilas y acumuladores para la luz, las conservas, los utensilios necesarios para poder vivir un mes, todo estaba allí en la cava ordenado y dispuesto para prestar servicios.
¿Qué decir del aspecto de la ciudad? El terror había tomado una forma tétrica y silenciosa, más terrible que la angustia doliente y expresiva que había antes. En todas partes había personas a quienes el espanto había enloquecido y eran frecuentes los suicidios. Los bancos habían cerrado sus operaciones y habían declarado que solo las continuarían después del 18 de mayo si la tierra salía libre de la desventura que la amenazaba.
El día i6 el terror de todos era indescriptible. Desde hacía varios días, de la una de la madrugada hasta las siete de la mañana era visible el cometa Halley. La gente se pasaba las noches en los terrados y azoteas contemplando azorados el astro terrible cuya aproximación era bien perceptible, puesto que el arco de la bóveda que ocupaba era más grande cada vez. Las calles de la dudad eran poco frecuentadas durante el día; en todas las casas la gente estaba preocupada en la obra de procurarse el salvamento, aislando más o menos imperfectamente alguna habitación del contacto del ambiente exterior. La opinión general era que durante el paso de la tierra por la cauda del astro se produciría la contaminación de la atmósfera que habría de extinguir la vida animal y vegetal. La miseria más espantosa había seguido al terror general. Desde hacía cuatro días no había transacciones comerciales de ningún género. Por más esfuerzos que hicieron el gobierno y el municipio no se consiguió que en los mercados hubiera la venta de comestibles acostumbrada: el dinero había dejado de tener valor. Pero no por eso el estómago perdió sus fue-ros, y el hambre comenzó a hacer su obra destructora. Todas las bodegas fueron saqueadas casi sin defensa de los propietarios. Los perros, los gatos, los caballos, las ratas y todos los animales comenzaron a ser objeto de la más empeñosa cacería. Desde el mes de abril había estallado una guerra absurda entre el Perú y el Ecuador provocada por este país. De común y tácito acuerdo los gobiernos beligerantes se habían dado una tregua en sus operaciones militares, y probablemente existía en los respectivos ejércitos la misma hambruna y el mismo terror frente al peligro universal. No había noticias. Las últimas que se tenían eran del día 12 por las que se sabía que después de la derrota de un cuerpo de ejército ecuatoriano, cerca de Loja, las tropas peruanas avanzarían sobre Cuenca cuando la situación de universal alarma se resolviera. Sabíase también que el desconcierto del enemigo era grande; que todos los días había deserciones de soldados que atribuían la cólera de Dios a la iniquidad de la guerra que habían provocado.
El cuadro de las casas era desolador. Todo el día las mujeres y los niños permanecían arrodillados ante las imágenes murmurando oraciones en cuya eficacia ya no tenían fe. Bien se veía en esas caras desencajadas y pálidas que movían maquinalmente los labios y que era muy débil la esperanza que los animaba de que la misericordia divina detuviera el cataclismo de la humanidad. Cada noche era más grande y trágica la aproximación de ese cometa fatídico que tenía la forma de una hoz vengadora manejada por el brazo de un segador implacable.
En la noche del 16, después de las dos de la mañana, puse en ejecución el plan que había combinado con Gladys. Salí de mi casa en el automóvil, arreglado para que hiciera una marcha silenciosa. El amenazador cometa se destacaba claramente en el cielo ocupando su cola un extenso arco. La luz que manaba era suficientemente intensa para proyectar la sombra de las cosas.
La buena Gladys no se resignaba a dejar a su madre abandonada a su suerte y a su demencia y convinimos en salvarla a su pesar. En efecto, en un momento en que mistress Ruth se rindió al sueño, leyendo en voz alta los versículos del libro de Job, Gladys la hizo aspirar un anestésico. A las dos y media llegué a casa de Gladys y encontré a mi amada arrodillada a los pies de su madre dormida. Apenas entré, Gladys se precipitó en mis brazos, llena de fe y esperanza en mis previsiones. En breve estuvo dispuesta a acompañarme en este viaje misterioso y lúgubre a las playas en la vida. Coloqué a mistress Ruth lo más cómodamente posible en el suelo del automóvil. En los asientos de atrás puse varios paquetes conteniendo objetos amados de Gladys, y entre ellos el más adorable: su vestido de novia. También quiso salvar Gladys dos animales que yo la había regalado: un jilguero y un perrillo de San Bernardo. Decía Gladys que si habíamos de sobrevivir convenía que perdurasen sobre la tierra la alegría y la lealtad. Yo me reía de su simbólica intención, pues juzgaba que, si la cosa apuraba, nos habríamos de comer al perro y al jilguero, aparte de que esa perduración a que se refería Gladys no había de ser muy larga puesto que esos animales no encontrarían hembras para la conservación de la especie. Nuestro papel de Noés modernos estaba condenado a fracasar respecto a la conservación de las especies animales porque no habíamos tomado muy en serio este aspecto de la cuestión que probablemente preocuparía a los Noés de Europa y Estados Unidos: yo me conformaba con ser el Noé del amor.
Poco después de las tres de la mañana llegamos a mi casa, a la casa que con tanto entusiasmo y cariño había hecho construir para instalar en ella a Gladys en junio. Por un refinamiento de mi afecto, no había querido que Gladys visitara la morada que había de ser suya.
Aunque ella me insinuó la idea de pasear la casa en cuanto amaneciera, me opuse afectuosamente a ello.
—La pasearás cuando seas mi esposa ante Dios; entonces lo harás por derecho propio. Por ahora, y hasta que sea posible, solo conocerás el subterráneo.
Entramos a la despensa por la puerta del jardín, y allí levanté la tapadera de hierro que daba acceso a la escalinata y al largo pasadizo que conducía a la cueva. Nada más fantástico que nuestro ingreso al subterráneo a la luz de las lámparas eléctricas alimentadas por acumuladores y la pequeña dinamo que había instalado en el pasadizo. La vasta bóveda estaba situada bajo el jardín, y, por la claraboya, a la que había quitado la capa de barniz verde trasparente, se percibía la luz amarillenta que despedía el cometa. La cava estaba dividida, por biombos y tabiques, en varios compartimentos, destinados a diversos objetos. Gladys y su madre tenían su departamento en el último tercio de la bóveda; seguía lo que estaba destinado a ser comedor, cocina, sala de tertulia y gabinete de observación; por último, venía mi departamento en el que estaban instalados los aparatos para la producción de oxígeno. El pasadizo quedó habilitado como despensa y fábrica de electricidad. Instalada mistress Ruth en el lecho y entregada a un sueño profundo, tuvo Gladys una crisis nerviosa que pasó largo rato después con mis atenciones y la poción antinerviosa que la hice tomar.
A las cinco de la mañana, un hermoso gallo que yo había atado en el jardín, junto a la claraboya, comenzó a cantar su vibrante nota de desafío y de bienvenida al sol. Toby, el perrillo, se puso a ladrar desaforadamente y el jilguero insinuó sus primeros gorjeos. Era trágica y crónica esa repercusión de la vida exterior en el recinto obscuro del subterráneo. La clarinada de Chantecler con toda su alegría de saludo y toda su altivez de reto a la muerte, encontraba eco en los que, en el fondo de la cava, procuraban huir de ella.
—Así, con el desdén inconsciente y fiero de ese gallo, debiera morirse — exclamó Gladys pensativa.
—No —le respondí dándola un beso en la frente—, ¡así es cómo se debe vivir!
III
Aun cuando estaban tomadas todas las medidas que juzgué necesarias para establecer el más perfecto aislamiento de nuestra morada, no las tenía todas conmigo. Podría haber alguna ignorada vía de comunicación con el ambiente exterior que permitiera la entrada, aunque fuera muy lenta o insignificante, de los gases deletéreos, lo que sería suficiente para que la muerte viniera a reinar en nuestro retiro preparado con tanto cuidado. A cada rato me parecía sentir pequeños soplos de aire exterior: pero seguramente no era sino ilusión engendrada por mis nervios excitados. Tenía la seguridad de haber trabajado concienzudamente. Gladys pasó la noche del 17 intranquila: la sentía moverse en su compartimento y aun levantarse para observar el sueño de su madre. En medio del silencio de la noche llegaban hasta mi desvelado espíritu los ruidos misteriosos y vagos de la ciudad angustiada. Todo el terror de la humanidad condenada por la fatalidad de las leyes cósmicas me parecía condensarse en un susurro de oración y en un gemido interminable que flotaba en el ambiente exterior, como una vibración sostenida y grave, como un estremecimiento ilimitado y perenne. Y en el jardín, las frondas se agitaban al soplo de la brisa, mientras en el arroyo los bichos, inconscientes del peligro, entonaban su monótona frotación de élitros. Y yo pensaba en mi Gladys, tan pura y tan bella, que se debatía cerca de mí, en su lecho, junto a su madre, angustiada con el hondo pesar del fin próximo de la especie. En la tarde de ese día debíamos unir nuestros destinos junto al cementerio inmenso de nuestros semejantes. ¿Llegaríamos a ser el renuevo de la vida? ¿No moriríamos también nosotros? ¿No vendría el desastre del aire atmosférico acompañado de otras perturbaciones espantosas para las que mis previsiones serian ineficaces? ¿Sería ímproba la lucha que yo sostenía enérgicamente contra el cometa? ¿Vencería la muerte al amor y a la voluntad de vivir? La claraboya estaba trágicamente iluminada por el verdoso efluvio de la cauda del cometa. Si la rudeza de mi voluntad y la fe en mi destino no me sostuvieran creo que habría sido una víctima más de la locura universal, al contemplar esos gruesos cristales de la bóveda que tomaban, a la luz del astro amenazador, la lividez trasparente de la muerte de las cosas. A las tres de la mañana me levanté sigilosamente y colocando bajo la claraboya una escala, subí para juntar mi rostro al frío cristal y atisbar un momento la agonía del mundo exterior. Solo vi los arbustos moviéndose tranquilamente por el soplo del aire y en el cielo el extremo de la luminosa cauda del cometa. Junto a la claraboya, sobre una estaca, reposaba Chantecler y su silueta de luchador destacaba sobre el claro estucado de un ala del muro de mi casa. Pronto el animal comenzó a saludar con su sonoro cantar la luz nacarada de la aurora última del planeta. Me vestí y acababa de hacer mi toilette cuando entró en mi compartimento la gentil Gladys. Pálida y con un surco violado bajo sus grandes ojos azules, denunciaba en su rostro las angustias de una noche de insomnio. La estreché en mis brazos y besé apasionado sus manos. Me refirió la pobre niña sus terrores nocturnos: a cada momento creía percibir los alaridos de la humanidad sofocándose en el ambiente letal del cometa. Su imaginación excitada le presentaba los cuadros de horror que debían realizarse fuera del retiro salvador que le había confeccionado mi cariño. La tranquilicé algo diciéndole que todavía no se había realizado la devastación humana: probablemente, muchos no sufrirían porque la locura del terror habría turbado los cerebros de tal modo que la muerte vendría para ellos cuando la demencia les hubiera embotado o destruido la percepción exacta del cataclismo fatal. Procuré reconfortarla despertando en su alma esa resignación firme y serena que tenemos los yanquis frente a los hechos inevitables, e inspirándola la convicción de que la muerte no nos alcanzaría en esta crisis mundial. Para mi todo el universo era ella: para ella todo el universo debía ser yo. El amor engendra estos egoísmos que son fuerza y responden a ese altruismo del futuro en que la especie venidera se aferra a la vida dentro de dos organismos y dos almas que se complementan y cargan con gusto y valor la responsabilidad de renovar las generaciones. Esa era nuestra misión, como lo será de los demás espíritus sanos y fuertes que, como nosotros, se hayan ingeniado la manera de conservar las simientes del porvernir. Gladys me comprendió y supo sentir como yo el brioso orgullo de nuestra misión. La vi secar sus lágrimas con mano firme y brillar en sus ojos azules y dulces la fiera mirada de fe y esperanza que brillaba seguramente en mis ojos. Con ademán resuelto fue a realizar, como si ya fuera mi mujer, los quehaceres de inmediata urgencia. Sobre la mesa, que para el efecto tenía, procedió en la cocinilla eléctrica a la confección del desayuno.
De pronto, y cuando bebíamos la leche caliente; oímos en el compartimento de Gladys unos gritos de desesperación. Era mistress Ruth, que vuelta de su sopor hacía rato había escuchado entre sueños acaso nuestra conversación, habíala recompuesto y dádose cuenta al fin de la situación. Acudimos a verla: la pobre señora, desencajada y con los ojos extraviados, nos miraba con horror. Nos aproximamos para saludarla, pero nos rechazó espantada vociferando necedades religiosas y huyendo la contaminación de nuestras manos pecadoras. En un acceso de furor místico quiso matarse y acompañar a sus hermanos que, según creía, ya debían gozar de la presencia de Dios. Fue preciso proceder con energía y sumir a la fuerza a la enloquecida mujer en nuevo sopor. También fue preciso alimentarla, pues hacía más de un día que no probaba bocado. La hicimos beber medio litro de leche.
En la tarde, a la luz de la claraboya por la que entraba la franca caricia de un sol espléndido, efectuamos nuestro enlace. Gladys vistió su traje de novia y la conduje así ante un gran crucifijo de marfil colocado sobre una mesa cubierta de paño negro, sobre la que estaba abierta la biblia, nuestro sublime libro, compendio de todo lo que hay de bello y sabio en las almas, como que fue inspirado por el alma divina. Yo no sé si sería grotesca o sublime esta ceremonia sencilla de nuestra unión en una catacumba, sin más testigos que una vieja enloquecida e inconsciente y la mirada de Dios. Fuera de esa morada subterránea, la locura y el espanto, y encima, atisbando curioso por entre los cristales, mientras picoteaba su grano y le rodeaban algunas gallinas sueltas, Chantecler, el animal indiferente para la muerte y bravo para la vida. También Toby y el canario eran testigos de la ceremonia. Conduje a Gladys ante los cojines puestos delante del improvisado y sencillo altar y arrodillándome con ella le dije:
—Gladys Harrington, amada mía, el Señor ha dispuesto que los hombres y las mujeres se unan en unión eterna por el amor para conservar el legado de la vida y poblar la tierra con su descendencia. Yo te amo, Gladys, y el Señor, que lee las conciencias y los corazones, sabe que no te miento. En este supremo instante en que la humanidad va a desaparecer, quiero consagrar ante la imagen del Señor este amor imperecedero y superior a la muerte misma, y te digo con el alma en los labios: ¿quieres unirte en lazo indisoluble conmigo? ¿Quieres aceptarme, ¡oh elegida de mi corazón!, por esposo y marido tuyo? ¿Quieres ser mi esposa y mujer para compartir mis dolores y alegrías, para acompañarme en todas las vicisitudes de mi destino en los días que me permita vivir el Señor?
Gladys meditó un breve momento y me respondió:
—Oliverio Stuart, amado mío, sé que la afección que nos une es entrañable, sincera e inmutable, y creo que si el Señor que guía los destinos humanos la ha puesto en nuestros corazones es porque le es grata nuestra unión. Yo te acepto por esposo y marido, quiero ser tu compañera para consolar tus tristezas, unir mi alborozo a tus alegrías y acompañarte en la senda de tu destino. Que el Señor bendiga nuestra unión.
Puse mi anillo en la mano de la que era ya mi mujer, ella puso el suyo en mi mano: la di un beso en la frente y nos levantamos con el alma henchida de una alegría pura y noble, a la que se entretejió un hilillo de melancolía por la suprema desgracia que amenazaba a la humanidad y acaso a nosotros mismos.
A las cinco de la tarde de ese memorable día 18 pude observar a través de los cristales de la claraboya que, de pronto, la luz del sol poniente se hizo opaca y que, por el cielo, repentinamente brumoso, surcaban ráfagas luminosas como bólidos. Toby en ese momento empezó a aullar con desesperación y a dar carreras locas, notando yo que constantemente iba a un rincón del pasadizo en que había habilitado la despensa. Seguí al animal y celebro haberlo hecho porque a ello debo quizá el poder escribir este relato que Gladys lee sobre mi hombro. En efecto, por ese rincón vi aparecer una rata y luego otra y otras más. El instinto de esos animales les había hecho construir una galería hasta nuestro retiro bordeando la bóveda y terminándola bajo el piso que, como he dicho, era de tierra. Comprendí en el acto todo el peligro que traía para nosotros esa vía de comunicación con el ambiente exterior y procedí activamente a taparla con yeso y arena de los que tenía dos barriles. A las seis dé la tarde la atmósfera había tomado una coloración amarillenta y formaba una niebla tan espesa que no se percibía nada a través de ella. Indudablemente, la tierra había entrado ya en el sector mortífero de la cola del cometa, y ese vapor opaco que se percibía en el exterior era el cianógeno. Yo esperaba que llegara hasta nuestro retiro el clamor de angustia y de muerte de los habitantes de la ciudad, pero nada de eso escuché. Al contrario, no oíamos sino el silencio universal. La única expresión sensible del desastre del mundo que tuvimos fue el desesperado aleteo de Chantecler, que intentó cantar, soltó una nota ronca y cayó sin mayores estremecimientos sobre el cristal de la claraboya. Gladys, que no quería convencerse, puesto que no oía nada revelador, del fin del mundo, cuando levantó la cabeza y vio la forma obscura del gallo muerto sobre el cristal comprendió que todo había concluido. Lívida de conmiseración, se arrodilló en el cojín en que pocas horas antes había estado arrodillada por el amor y se puso a orar conteniendo los sollozos que subían de su pecho. Yo hubiera querido acompañarla, pero el momento era grave y yo no podía hacer otra cosa que vigilar con toda la atención posible que no faltara el oxígeno y que no se fuera a abrir la más pequeña vía de comunicación con el exterior. Era verdaderamente espantoso eso de sentir la muerte de la humanidad sin alaridos ni exasperaciones ruidosas. Mi casa no estaba alejada de la ciudad, sino al contrario, bien próxima a una arteria de gran movimiento, como es el paseo Colón. Dentro de la cava, en días normales se percibía, aunque de un modo lejano, el bullicioso movimiento de las gentes, se oía el grito de los vendedores, el rodar de los carruajes y tranvías, y yo creía que en el momento de la angustia suprema llegaría perfectamente a nuestros oídos el clamor de espanto, el doloroso grito de los seres queriendo aferrarse a la vida y protestando de la implacable ferocidad del destino. Nada. El silencio más profundo envolvió la ciudad o, por lo menos, esa fue la impresión que tuve, y solo pude creer en la ruina de la vida por la muerte casi tranquila de mi pobre gallo.
La noche, opaca y no obscura, vino a envolver toda esa siniestra desolación. Y así fue cómo, en medio del profundo silencio de muerte, transcurrió en la subterránea morada de salvación mi noche nupcial, lúgubre idilio de un amor fuerte y sano, al borde del inmenso sepulcro de ciento cincuenta mil seres que también amaron.
* * *
Seis días después cayó una copiosa lluvia, lo que pude observar en el cristal de la claraboya, que quedó totalmente cubierto por el agua, la cual se evaporó completamente en el trascurso de cuatro horas. El cielo estaba sereno y hermoso: también como en los tiempos de Noé apareció el arco iris en señal de paz y de perdón. El movimiento de las nubes y el de las frondas mustias y amarillentas del jardín me hicieron comprender que de nuevo el aire había recuperado su constitución normal. Pero aún no podía convencerme, es decir, no tenía medios para adquirir la certeza de que el aire fuera respirable sin peligro. Gladys no me dejaba salir a comprobar por propia experiencia las condiciones del aire. Resolví entonces enviar a Toby, así como Noé envió la paloma. En efecto, con grandes precauciones entreabrí la salida de la cava y puse a Toby fuera. Durante largo rato le oí corretear por la despensa, salir al jardín y ladrarle con insolencia triunfadora al gallo muerto que estaba sobre la claraboya. Después volvió a aullar en la puerta de la cava para que le dejásemos entrar.
El día 26 de mayo, Gladys y yo, vestidos de luto, hicimos nuestra primera salida. El espectáculo que se ofreció a nuestra vista cuando recorrimos las calles era de indescriptible horror. Por todas partes se veían hombres, mujeres, niños, ancianos y animales muertos en actitudes de un espanto infinito. Y lo más macabro no era la visión misma de esa muerte sino el silencio profundo que envolvía esa desolación. En las escaleras de las casas, en los balcones de las azoteas no se veían sino cadáveres, ya aislados, ya en aglomeraciones confusas de padres e hijos y parientes. Un acre olor de almendras amargas se percibía en las partes cerradas en donde las corrientes de aire no habían hecho la renovación completa de la atmósfera. Algunas veces sentimos Gladys y yo el vértigo de una ligera intoxicación. Y lo más admirable y trágico era que ninguno de esos cadáveres presentaba signos de descomposición, como si la saturación del veneno hiciera las veces de las sustancias que se emplean en los embalsamamientos. Renuncio a hacer el cuadro de horror que ofrecía la ciudad porque creo que no hay frases posibles para traducir la lúgubre sublimidad de ese espectáculo de la humanidad muerta… Todo el día lo invertimos en este trágico paseo entre los escombros humanos, sin encontrar ninguna señal de vida. Ya iba a anochecer cuando regresamos a nuestra morada tristes y abrumados por el inmenso horror del cataclismo. Evidentemente solo nosotros quedábamos como dos espigas tenaces en medio del campo segado por un destino inclemente…
Al cabo de dos meses, Gladys me dio la noticia más hermosa que podía venirme después de la muerte de la humanidad. En los tiempos en que el pudor enrojecía las mejillas de las jóvenes esposas, Gladys me habría comunicado, sonrojándose, la buena nueva; pero ahora, como si resurgiera en nosotros el sentido de la fiereza primitiva y de la sencillez antigua en que las leyes de la vida se cumplían sin que el artificio falseara los sentimientos y los despojara de su perfume de salud, me dijo Gladys brillándole los ojos de alegría franca y sincera:
—Amigo mío: mi vientre ha sido fecundado y siento en mi ser el resurgimiento de la vida. Bendigamos al Señor que me ha escogido para que nazcan de mí los renuevos de la humanidad.
Loco de alegría levanté en mis brazos a Gladys, que se reía de mi felicidad y entusiasmo, y la llevé al jardín; allí, frente a la caricia ardiente del sol, me arrodillé, y besando con beso casto los flancos nobles de mi esposa, murmuré esta oración:
—¡Bendito sea el fruto de tu vientre! ¡Yo te saludo, Eva Mater! ¡Yo te saludo, humanidad fu-tura!
IV
Así se sueña cuando el desequilibrio nervioso y la fatiga comienzan a hacer presa en el espíritu de un imaginativo. El cometa Halley será tan inofensivo como todos los demás cometas. Será una lástima.