Las mariposas

CUENTO PARA MI HIJITA EDITH

Yo no sé, pequeñina, quién ha inculcado en tu cabecita el embuste de que tu papá hace cuentos y originado así el gracioso capricho de que te cuente uno. Tu tenaz insistencia, que no acepta disculpas y amenaza con lágrimas, me obliga a darte gusto, previa una explicación. Cierto es que he escrito cuentos, pero han sido cuentos para niños grandes, cuentos amargos que si tú los comprendieras senti­rías tu pequeña almita desolada y triste al aspirar el vaho deletéreo que desprenden esas floraciones de mi escepticismo desconcertante y de mi bonachona ironía. La belleza en la perversidad, en la tristeza, en la amargura, en los desalientos y fracasos huma­nos, han sido las bellezas que han informado páli­damente mis cuentos, y las almitas infantiles, sim­ples, primitivas, como la tuya, no pueden ni deben comprenderlas… ¡Ojalá que nunca sientas ni entien­das esas bellezas! Quede eso para los que, dotados de perspicacias malsanas, desencantados de la eter­na ironía de las cosas, desviados por la filosofía del concepto sano de la vida, instigados por curiosida­des morbosas y por las intuiciones hermosamente malignas de la neurosis, puedan ver debajo de las tersas y brillantes superficies, en los subsuelos de la vida normal, bellezas recónditas y sutiles, que a ti te parecerían sombras aterradoras y complejidades brutales e incomprensibles de pasiones, instintos y perversidades antiestéticas. ¡Cuán bochornosos y pestilenciales subirían a las blancas regiones en que se abre a la vida la flor blanca de tu alma, los vahos húmedos que se desprenden de esas sedimentacio­nes subterráneas!… Esos cuentos inspirados en los bajos fondos del espíritu humano son los únicos que sé hacer, cuentos de pasiones complicadas y anormales, cuentos de fantasía descarriada, de ironía amarga y resignada, que, si alguna belleza tuvieran, no estaría al alcance de tu graciosa precocidad y de tu pequeño espíritu que tan bien reproduce el alma noble y hermosa de tu madre. ¿Quieres un cuento, ángel mío? Para hacerlo escogería flores y estrellas, jirones de cielo, luz de tus bellos ojos azules, gracias de tu sonrosada boquita, destellos de tu alma en botón… con todo eso procuraría que mi fantasía agotada laborase algo que se deslizara por tu alma blanca sin dejar sedimentos de impiedad ni heces de tristeza, sino más bien frescores saludables de vida, perfumes primaverales de floresta, deliciosos ensueños de inocencia, como los que embellecieron el encantado letargo de la bella del bosque dur­miente. Eso quisiera hacer… ¡Ah!, ¿te has dormido, picaruela, con la gravedad del exordio? Despierta, que allá va el cuento solicitado… Primero un beso. Escucha ahora con toda formalidad.

Este era un rey de… ¿qué reino era?… vamos, un rey de Transilvania que gobernaba a sus vasallos con sabiduría y cariño. Ya ves, hija mía, que se trata de un reinado de cuentos. La reina era una señora muy buena y todo el mundo la quería porque socorría a los pobres, tomaba parte en sus desgra­cias y enseñaba a su hija… (mira qué casualidad, la princesita se llamaba como tú, Edita) a acariciar a los niños pobres y a que les obsequiara, en vez de romperlos, o tirarlos, los juguetes que ya tenían algún tiempo de uso y la habían cansado. Sucedió que el rey y la reina, viendo que la princesita se aburría, porque no tenía un compañero de trave­suras con quien jugar y charlar a todas horas, resol­vieron encargar a París un niño —porque has de saberte que en París hay un gran bazar en que se confeccionan niños de todas clases y colores—. La princesita Didy se puso contentísima con la noticia y solo se fastidiaba de dos cosas: primero, de la demora, porque como París está tan lejos, el encargo no podría llegar antes de nueve meses, y después porque los reyes habían olvidado indicar en la carta el sexo del niño. Edita quería que viniera una hermanita.

Los niños, antes de los siete años, gozan de un pri­vilegio que no tienen las personas mayores, y es el de entrar en el cielo, durante el sueño, con toda libertad, sin que santo ni santa ni Dios mismo puedan oponerse a este derecho inseparable de la inocencia. Desde las ocho de la noche hasta las ocho de la mañana la puerta del cielo está franca para los niños, quienes entran y salen como Pedro por su casa. El portero, que es un señor muy viejecito, con una gran barba blanca, es la víctima de esta facul­tad infantil, porque no siempre el espíritu de esa turba de pequeños es reposado y respetuoso; con frecuencia esa chiquillería es traviesa y bullan­guera, y hace rabiar al anciano con sus diabluras, no dejándole dormir en su gran sillón de baqueta. ¿Querrás creer que más de una vez esos picaruelos se han divertido en hacer oler rapé al viejito para que atronara los cielos con ruidosos estornudos; o le han hecho cosquillas en las orejas y en la calva con alguna pluma desprendida de las alas de un serafín con el objeto de que el santo ilustrara sus sendos cabeceos con manotazos al aire, dados instintiva­mente para espantar imaginarias moscas? No creas que San Pedro se irritaba con estas tunantadas de los niños: les regañaba, fingía incomodarse seria­mente, y hasta llegó a poner un látigo cerca de sus manos para asestarle un azotazo a esos pilletes; pero en el fondo se divertía y sentía cierta compasiva ternura hacia esos traviesos chiquitines. ¡Cuántos de ellos serían desgraciados con el curso del tiempo, cuántos no volverían a pisar el cielo porque el demonio enfangaría esa alegre inocencia y cuántos, cuántos por el contrario vendrían al cielo definitiva­mente sin realizar su misión de vida, hundiendo en el dolor a sus padres! El fondo de tristeza que observaba el buen viejecito debajo de esa travesura inconsciente, y de esa alegría sana y pura, le hacían compasivo y condescendiente con la turba de chi­quitines.

Sucedió que en sueños la princesita Didy fue al jardín de Palacio y con unas tijeritas se puso a cor­tar rosas y jazmines, cuando sintió encima de su cabecita un gran ruido, como de canto de ave­cillas; creyó que realmente eran jilgueros y gorrio­nes que charloteaban en su lengua, y no hizo caso.

—Pst, pst, Didy…

Alzó la cabeza y vio varios niños, con los que ella había jugado alguna vez, que la llamaban, y que se sostenían en el aire como si pisaran en tierra.

—¿Eh? ¿Qué me queréis?

—Oye, princesita, ¿quieres venir al cielo con nosotros?

—Bueno, pero ¿cómo haré para subir? Yo no tengo alas como los pajaritos…

—No seas tonta, princesita; salta y verás cómo el aire te sostiene.

La princesita guardó en el bolsillo de su delantal el montón de flores que había cortado y en otro su tijerita. Saltó y, en efecto, el aire la sostuvo perfec­tamente. Riéndose a carcajadas corrieron los niños, divirtiéndose al tener que caminar sobre las nubes, porque allí los pies se les hundían como si pisaran sobre algodón. Por fin llegaron a la puerta del cielo y vieron al buen San Pedro dando cabezadas y ron­cando como un bendito que era. Durante el cami­no, los niños refirieron a la princesita todo lo que sabían de San Pedro, de las travesuras que acos­tumbraban hacerle y de la benevolencia con que el santo les celebraba sus tunantadas. En cuanto lle­garon, los niños, que ya estaban cansados de bro­mear con el anciano portero, se repartieron por las luminosas galerías en las que infinidad de angelitos les proporcionaban juguetes. Pero Didy, al ver tal cantidad de serafines, se imaginó que el cielo era París y pensó hablar con San Pedro para que man­dase una chiquitina a sus papás. Regresó a la puerta. San Pedro seguía dormitando.

—Señor viejecito, señor viejecito…

Nada: San Pedro contestó con un ronquido aflautado. Entonces, una luz de picardía brilló en los ojos azules de la princesita. Sacó del bolsillo de su delantal las tijeritas que se había traído y con la mayor suavidad, como quien corta heliotropos blancos, se puso a cortar copos de la respetable barba del santo portero. Y ¡oh, prodigio!, los copitos apenas cortados se convertían en blancas mari­posas, que se pusieron a revolotear en torno del ramo que tenía Didy en el bolsillo. Media barba, es decir, media cara del santo quedó depilada, y la venerable faz del portero tan cómica que la prin­cesa se vio acometida de una risa incontenible. A las carcajadas que dio la niña se despertó San Pedro.

—Eh, gorgojo… ¿qué haces aquí? ¿Qué tunantada has hecho que así te ríes?…

—¡Ja, ja, ja! San Pedro… Qué divertido estás. Tienes media cara vieja y media cara joven, ¡ja, ja, ja!

San Pedro no tenía un espejo a mano, como es de suponer: se pasó ésta por la cara y al sentir que una gran parte de su hermosa y venerable barba había desaparecido comprendió la truhanada de la chiquilla.

—¡Ah, pícara! —exclamó medio enojado—, ¡ya esto pasa de castaño obscuro! ¿Por qué te has permitido desbarbarme, irrespetuosa y desvergon­zada muñeca? Ya verás la azotaina que te voy a dar…

—Oye, San Pedro, si me dices esas cosas y si me pegas se lo diré a mi papá, que es rey —replicó Didy haciendo pucheros.

—Poco me importa tu padre; el muy bellaco ha debido empezar por enseñarte a respetar a los mayores. Y a todo esto, ¿quién es tu padre? ¿rey de dónde?…

—Es el dueño de ese palacio que se ve desde aquí, allá abajo.

—¡Ah, ya! Tengo buenas referencias de él; es caritativo y en gracia de ello te perdono los azo­tes… Ahora devuélveme mis barbas.

—Con mucho gusto lo haría, señor San Pedro, pero… no puedo, porque tus barbas se han vuelto mariposas. Si quieres, cógelas.

—Bueno; yo las trocaré nuevamente en barbas.

San Pedro cogió una mariposa, le dijo no sé qué cosa en latín, y la acercó a su rostro. Pero, al con­trario de lo que esperaba, la mariposa, en vez de convertirse en blanco vellón, regresó a voltejear con sus compañeras en torno del ramo de rosas, jazmi­nes y violetas.

—¿Qué diablos tienes en el bolsillo que atrae a las mariposas?

—Es mi ramo de flores.

—Dámelo.

—Eso sí que no, San Pedro. Cada uno con lo suyo. Coge tú tus mariposas y déjame a mí mi ramo, que es para la virgen del oratorio de mamá.

—¿Pero no comprendes, testaruda, que mis bar­bas, digo, mis mariposas, mientras permanezcas aquí estarán inquietas con tu ramo?

—Bueno, me iré.

La princesita comenzó a alejarse y las mariposas tras ella.

—Eh, princesita… óyeme… se van mis barbas, regresa… te daré una cosa a cambio de tu ramo.

—Bueno, ¿qué me vas a dar, San Pedro?

—¿Qué quieres? Pide.

La princesita reflexionó gravemente varios se­gundos. Una pícara sonrisa apareció en sus labios:

—Tú conoces París, San Pedro.

—Sí, haz cuenta que sí.

—¡Claro, como que París está allí dentro! —dijo señalando maliciosamente las galerías celes­tiales cuajadas de angelitos y serafines—. Papá y mamá han encargado a París una niñita para que sea mi compañera, pero no se acordaron de poner en la carta que fuera mujercita como yo. Si tú me ofreces, pues, que me mandarás una hermanita, fíjate bien, San Pedro, her-ma-ni-ta, te regalo mi ramo.

—Aceptado.

—¿Palabra de honor?

—¡Vaya con la desconfiada! ¡Palabra de honor!

Sellado el pacto con un apretón de manos, Didy sacó de su bolsillo el ramito y se lo entregó a San Pedro, quien en un periquete, después de frotarse el rostro con las perfumadas flores, convirtió las mariposas en la media barba de que le había des­pojado la traviesa princesita.

Una mañana, la condesa Eulalia, aya de la prin­cesa Didy, se llegó al lecho de esta llevándola el vaso de leche caliente y los bizcochuelos con que se desayunaba.

—¿Sabe Vuestra Alteza lo que ha sucedido anoche?

—No, Eulalia

—Pues que su mamá, la reina, ha dado… digo, ha recibido el encargo de París… Ya tiene este país un monarca futuro y Vuestra Alteza un hermanito.

—¿Cómo has dicho? ¿Un qué…?

—Un hermanito.

—¿Hermanito hombre o mujer?

—Hombre.

La princesita se quedó pensativa; mientras tomaba la leche, sus grandes y expresivos ojos azules miraban al espacio; poco a poco fueron expresan­do pena, cólera y despecho. De pronto interrumpió su faena y, con los ojos velados por las lágrimas y la voz temblorosa, exclamó:

—¿Sabes Eulalia una cosa?

—¿Qué cosa, Alteza?

—¡Que San Pedro es un canalla!

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