El hombre del cigarrillo

Aquel día era un 29 de febrero. Yo cumplía años: 46 años hacía de que, por el juego funcional biológico de los sexos, el amor de mis padres se resolvía en una hora de dolor y en la eclosión de un conjunto de células organizadas y coordinadas que constituyeron el niño, el joven, el hombre que bajo la razón social de Klingsor, escribe estas líneas. Por efecto de mi dispepsia nerviosa había estado insomne en la noche y me había pasado las horas en meditación sobre la inutilidad de mi vida. Lo suficientemente rico para no necesitar de poner a contribu­ción el músculo ni el pensamiento, en la satisfac­ción de mis necesidades y de mis placeres, toda mi juventud trascurrió en la mayor disolución en las ciudades de Europa, Asia y América más propicias para la vida agitada y alegre y extenuadora. Llegué a la edad madura con el alma y el cuerpo gastados, sin haber hecho nada de provecho para mí ni para nadie. Y cuando creía que mi espíritu era incapaz de sentir el amor, ese amor puro y sentimental que hace cifrar la felicidad en el afecto noble y sereno de una mujer, bella o fea, pero que por razones de sutileza espiritual nos impresiona como la única que responde a nuestras exigencias afectivas, cuando empezaba a sentir el frío del hogar solitario y me resignaba a esa espantosa tristeza de la vida fungiforme, me enamoré como un idiota de una mu­jer joven, buena y bella, a cuyo corazón toqué tarde, pues, amaba con pasión fuerte y sana a un hom­bre, joven también y digno de ella. Mi amor y mi fortuna pesaron mucho menos en su alma que el amor del varón pobre a quien había entregado su corazón. Era justo, y, por ser justo, era irremedia­ble mi desgracia y terrible mi rabia y mi impoten­cia. Por eso, aquel día de mi cumpleaños, en que amanecí con la boca amarga y el pensamiento lleno de sombras, resolví matarme. Tras de rápida y tran­quila selección de los géneros de muerte al uso en los suicidios, elegí la horca. Tenía noticias de que los ahorcados tienen una muerte dulce y se me ha­bía asegurado que, en los pocos segundos en que el sujeto físico se debate en las convulsiones agónicas, se produce una delectable sensación de amor que me imaginaba habría de darme la emoción suprema de la posesión de Annabel en el deliquio de la muer­te. Y como el morir, por mucho que sea una cosa se­ria, no veía que fuera motivo de protocolo especial, me vestí como de costumbre, como de costumbre me desayuné, como de costumbre leí los diarios de la mañana, di las órdenes normales a mi servidumbre y salí a la calle. Al pasar por casa del cordelero compré cuatro metros de una cuerda de seda delgada y de color rojo que, en concepto del cordelero, a quien consulté el punto, riéndome, era suficiente para que me pudiera colgar de un árbol regularmente fron­doso. Guardé la cuerda en el bolsillo de mi gabán.

En las afueras de la ciudad había precisamen­te un magnífico bosque en el que tendría ocasión amplia de excogitar el árbol que más me conviniera, sin temor a estorbos, pues, esa arboleda, frecuenta­da en los días festivos por los enamorados, en los días de trabajo estaba solitaria. Bastante tiempo emplee en cruzar la ciudad antes de llegar a los ex­tramuros, porque a cada momento me tropezaba con amigos, algunos de los cuales me detuvieron para charlas insustanciales, comento de noticias, indaga­ciones necias sobre tópicos banales. Recuerdo que con alguno me cité para cenar en la noche después de ver el estreno de una ópera nueva. Había comenzado el trecho de campo abierto que se interponía entre la ciudad y el bosque, y en uno de los tapiales del camino vi sentado a un hombre de mediana edad, decentemente vestido, hombre de la clase media que por lo demás nada ofrecía de parti­cular en su aspecto. De fisonomía vulgar, parecía abstraído en una lectura divertida, pues me pareció verle sonreír burlonamente en dos o tres pasajes de su lectura. Cuando llegué cerca de él, dejó el libro abierto sobre el tapial, sacó de una petaca un ciga­rrillo y buscó inútilmente en sus bolsillos la caja de fósforos. Entonces fue que me vio, y pude observar un movimiento tímido y vacilante que revelaba el propósito de solicitar de mí que le diera fuego. Y resolviéndose a hacerlo se levantó y, tras de un saludo llevándose la mano ligeramente al sombrero hongo, me dijo:

—Perdone caballero que le detenga para pedirle que, si tiene cerillas, se sirva permitirme una para encender mi cigarrillo… ¿Desea fumar? —añadió ofreciéndome su petaca.

—Muchas gracias… Aquí tiene las cerillas.

Encendió lentamente, y al devolverme la caja me miró con mirada profunda que sentí como si ejercitara un registro interior de mi personalidad. Me irritó esta incisiva fuerza de su mirada y me disponía a continuar mi viaje cuando el individuo, re­cogiendo su libro y doblándole una punta de la hoja en cuya lectura se había quedado, se levantó, sacu­diéndose el polvo del pantalón. Tuve tiempo de leer en el lomo del librito el título: Milton, The Paradis lost.

—Yo también voy al bosque, aunque no segu­ramente a lo que usted va… nos podemos acom­pañar y charlar, si usted lo permite.

Miré atónito al hombre del cigarrillo; pero no pude observar en la expresión de su fisonomía intención alguna de referirse a lo que yo llevaba den­tro de mi espíritu. Con expresión cortés y hasta empalagosa esperaba mi respuesta. Le contesté con alguna sequedad.

—Me será grata su compañía y su conversación… pero solo hasta que lleguemos, pues tengo una cita de negocios con un amigo, lo que me obli­gará a separarme de usted para que continúe solo su paseo, y su lectura de Milton.

—Perfectamente —exclamó tomándome familiar­mente con mano firme por el brazo—; ahora dígame, ¿quién es usted y por qué me ha mentido?

Me exasperó el ademán confianzudo y la inso­lencia de la pregunta. En ese momento sentí el deseo incontenible de dar un bofetón a ese bellaco, y para efectuarlo di un violento tirón del brazo que me había cogido, exclamando:

—Nada le importa a usted quien yo sea. ¿Acaso me importa a mí quien sea usted? Ea, déjeme en paz y siga su camino.

Con gran asombro mío el hombre del cigarrillo no se movió ni un milímetro por efecto del tirón de mi brazo. y su mano continuó cogida a él sin experi­mentar la menor contracción. Era como si el hom­bre fuera de hierro y estuviera adherido al suelo.

—¡Demonio! —exclamé estupefacto—. ¿Quién dia­blos es usted?

—¡Hombre!… Pues parece que me conociera us­ted mucho: dos veces me ha nombrado; soy el de­monio, soy el diablo.

Me reí con sorna.

—Lo que es usted es un bellaco y un sinver­güenza. Suélteme…

Me soltó, dio una chupada a su cigarrillo y, arro­jando el humo displicentemente al cielo, mientras con el meñique sacudía la ceniza, me dijo:

—Ya esperaba su incredulidad. Todos esos señores que han escrito sobre mí han contribuido a
que las gentes tengan de mi un concepto extravagante. Cuando nos encontramos leía precisamente a un escritor inglés para quien soy una especie de mono blanco y mestizo de murciélago, de bello torso y fisonomía hermosa, con el aditamento de un respetable rabo. Toda la frailería de la Edad Media me ha atribuido los aspectos más horripilantes y divertidos, y con ellos me han visto, manoseado y pactado conmigo todos los histéricos a quienes los bonda­dosos inquisidores han achicharrado. Goethe me ha representado con un poco de más caridad estética, y aunque se ha equivocado filosóficamente al decir que soy el que todo lo niega, me ha acondicionado, en cuanto al aspecto visible, para que los bajos de ópera me personifiquen corno una especie de bizarro coronel de highlanders con un sombrerete en que se yergue una roja pluma de gallo. Estos y otros muchos señores que me han hecho el honor de ocuparse de mí, y, sobre todo de mi aspecto externo, han contribuido a que tenga usted también su pre­juicio sobre el particular y se resista a creer que yo (Satanás, Luzbel, Mefisto, o como quiera nominarme, pero en realidad el Anti-Dios, o el reverso de Dios, si usted quiere) sea el que soy, porque, en vez de tener las apariencias pintorescas y sugestivas de mi fábula, me le presente como un señor don nadie.

En este momento sacó de nuevo su petaca, cogió otro cigarrillo y lo encendió en la colilla del anterior. La verdad es que mi hombre no tenía aspecto de mal­vado ni de bellaco, como en un momento de cólera le vi. Era una persona tranquila, su acento era fieramente irónico y no parecía tener intención de molestarme. A veces había cierta vaguedad en su mirada y en otros momentos tenía en ella destellos fulgurantes que me producían algún malestar. Des­pués de lo que me acababa de hablar, me formé el juicio de que estaba en la compañía de un sujeto con el juicio trastornado. Tenía la locura o manía diabólica, como otros tienen la locura de grandezas o el delirio de persecuciones. «¡Pobre diablo», pensé, «si tuviera tiempo que perder te llevaría con enga­ños a un manicomio! Te seguiré un rato la cuerda hasta que llegue el momento de despedirte, para cumplir mi voluntad de… olvidar a esa ingrata».

—Realmente —le dije—, me ha sorprendido que no estuviera usted en carácter al hacerme la sensacio­nal revelación, espontánea y confidencial, de su per­sonalidad sobrehumana. Deploro no poder aprove­char de tan interesante conocimiento por el mo­mento…

—Quizás exagera usted su situación —me con­testó, dirigiéndome una de esas miradas punzantes que me hurgaban hasta el fondo del alma, y aña­dió—: bien supondrá usted, amigo Klingsor, que le he hablado desinteresadamente con la simpatía que se tiene por lo propio.

Honda impresión me hicieron estas últimas palabras; pero reflexionando mejor pensé que este sujeto sería un vividor que, sabiéndome rico, me había espiado y seguido mis pasos. El hecho de haberme nombrado me probaba que yo no le era un desconocido, co­mo manifestó al principio, y con un poco de inteli­gencia y espíritu de observación no era difícil que, enterado de mi hastío de la vida y de mi fracaso amoroso, llegara a la conclusión de que yo estaba desesperado y dado a los diablos.

—Créame —añadió, después de un rato de silen­cio que empleó en dar un par de chupadas a su ci­garrillo—, todavía puede serle útil el poder del demonio.

—Ya pensaré en ello, mañana.

—Ya sería tarde. Decididamente duda usted de mi personalidad. Es usted un sensitivo que necesita la prueba de los sentidos. Mire…

Y poniendo el dedo meñique de la mano en que tenía el cigarrillo sobre un tronco cortado por los le­ñadores hizo brotar un largo chorro de fuego.

—Está hecho con limpieza —le respondí, en rea­lidad maravillado—, pero ya había visto esa prueba, y hasta me parece que en el segundo acto de Faus­to se ejecuta con gran asombro de Siebel, Frosch, Brander y el coro de estudiantes,

—Es cierto —me contestó el hombre del cigarri­llo, mordiéndose los labios con despecho—, esto es elemental para el diablo, como que, según la leyenda, el fuego es su elemento natural. Mire esto otro.

Y desmenuzando el cigarrillo convirtió los filamentos del tabaco en brillantes libras esterlinas de oro que cayeron al suelo en sonora cascada.

—También la he visto hacer a Raymond y a mu­chos prestidigitadores famosos. Y, permítame decirle, querido señor demonio, que yo la hago mejor.

Se sonrió un tanto desconcertado mi acompa­ñante. Le pregunté:

—¿Cuánto será eso?…

—¡Psh! Serán cuatrocientas o quinientas li­bras…

—Perfectamente.

Y sacando del bolsillo mi libro de cheques y mi pluma-fuente inscribí en un talón la cifra de mil li­bras y firmé.

—Aquí tiene mayor suma brotada con igual instantaneidad de una hojilla de papel.

El hombre del cigarrillo se puso pálido y no me respondió. Sacó un tercer cigarrillo, para el cual no me pidió cerillas, sino que comenzó a fumarlo inmediatamente, pues ya estaba encendido, y cual si fuera una chimenea arrojó una densa hu­mareda por los labios, humareda que formó como un lienzo o telón vaporoso en el cual apareció, primero borrosa y luego fue definiéndose con mayor precisión, la alcoba de Annabel, en el momento en que la hermosa joven, cubierta con el saut de lit, hacía su tocado. Sobre el mármol del mueble, entre los frascos de perfumes y utensilios de tocador, en un marco de plata, estaba el retrato del joven a quien ella amaba, y para el cual cultivaba sus encantos con diligente fruición. Estaba de espaldas, pero veía su
rostro, tan bello como expresivo de candor y bondad, reflejado en la fina luna de Venecia. Evidentemente el diablo había querido vengarse del menosprecio con que recibí sus manifestaciones de poderío, y pro­curaba exacerbar mi desesperación y mi amor fatal, poniendo ante mi vista la imagen de la mujer amada y desdeñosa, en su aspecto más sugestivo y excitan­te. Hubiera querido en ese momento, y lo hubiera hecho si hubiera estado armado, disparar un tiro en la cabeza de ese extraño individuo que hacía uso de misteriosos poderes para supeditarme. Pero reac­cioné contra mi dolor y contra mi turbación, y re­cobrando mi serenidad esperé a que se desvaneciera la visión, para decirle tranquilamente:

—Manifestación cinematográfica muy intere­sante, pero imperfecta aun, pues pudo combinarse con la telefonía sin hilos para que se percibieran las palabras y los suspiros de esa bella niña. Por lo de­más, veo señor diablo, que no sale usted del ciclo Faustino: visión de Margarita en la rueca; visión de Annabel en el tocador.

Esta vez el hombre del cigarrillo perdió los es­tribos y quiso aterrarme. En esa misma atmós­fera borrosa y opalina en que nos envolvía su humo apareció una ronda de esqueletos que giró en torno nuestro como en una macabra danza. Me limité a anotar verbalmente esta observación:

—Es admirable el progreso que desde 1890 se ha alcanzado en esto de los rayos X… Ea, no pierda su tiempo señor diablo, que si antes, en los siglos del fervor místico, era la fe el enemigo de usted, y lo que sostenía su poder, hoy que ha logrado usted minar esa fe, encuentra en el escepticismo y en la incredulidad su mayor enemigo, pero no el enemi­go que sostiene sino el que mata. No se canse, ami­go, abreviemos. ¿Qué es lo que se propone? Ha­blemos al margen de estas pirotecnias y teatrali­dades.

—Bien, hablemos —murmuró con acento ronco en que se traslucía la rabia y la vergüenza—. Confie­so que he cometido una torpeza, que me hace pensar que realmente estoy en decadencia, al venir a verle. Es usted desgraciado porque la vida le atosiga y el amor le vuelve las espaldas. Dios no quiere que el hombre se mate; yo, el Anti-Dios, propicio los sui­cidios en las almas desesperadas. He debido dejarle pues, que siguiera usted sin estorbos su camino al bosque para que se ahorcara, como tiene el propósito de hacerlo, con esa cuerda de seda que lleva usted en el bolsillo derecho del gabán. Ya era usted mío, pe­ro mío inconsciente, y deseo que lo sea usted cons­cientemente, a cambio de la felicidad que le puedo proporcionar. Yo puedo hacerle el hombre de ma­yor riqueza sobre la tierra, y el oro bien sabe usted que transforma todas las condiciones de las cosas y abre todas las puertas, le abriría la puerta de An­nabel…

—Olvida usted, diablo, que soy rico, y en este sentido no puede seducirme su ofrecimiento porque no me puede usted asegurar que se abrirá con la ri­queza inagotable la puerta de un amor, cuando con lo que tengo no he podido hacer la más pequeña hendija en el corazón de ella. Está usted equivocado al creer que lo que anhelo es comprar carne.

—Bien, pero puedo concederle a Ud. también la ju­ventud ardorosa y seductora. Si la parte externa de su amado es lo que ha dado a este posesión de An­nabel, eso podrá usted tenerlo, y con mayor brillo y fuerza de atracción…

—Comprendo: me daría usted juventud y los atributos y prestigios ajenos, de otro, para robarle lo que este por sí, con lo suyo, conquistó… No ha avanzado mucho su inventiva, señor diablo, desde los tiempos de su auge, hasta la fecha. Y eso que usted con su poder infernal me ofrece, me lo ofre­ce al torcer de la esquina la ciencia humana. ¿No ha leído los prodigios que hacen Steinach, Hermannn, Voronoff y otros sabios cirujanos mediante ciertos manipuleos glandulares? Y en cuanto al cambio de figura, ¿no sabe usted que todos los órganos y miembros del cuerpo pueden ser cambiables, pudién­dose hacer de un hotentote un Apolo, pues se le pueden injertar desde la piel hasta la nariz, con los procedimientos de Carrel?… Creí que al ofrecerme usted el amor de Annabel era porque tenía us­ted poder para modificar su alma en el sentido de amarme tal como soy: viejo, feo, huraño, sin ilusio­nes por los goces del mundo, harto de ellos… ¿Pue­de usted trocar la indiferencia compasiva de Annabel en amor apasionado por mí, sin apelar a los artificios externos de la seducción por la riqueza y el boato, y con los cuales todo triunfo sería obtenido con desmedro de mi estimación por esa noble joven?… No, bien veo en su fisonomía que no puede usted cambiar el alma de una mujer buena, dejándola igualmente buena…

Mi hombre sudaba y se veía el desaliento con que me escuchaba. Esquivando mi última pregunta, insistió:

—Todas esas son sutilezas de argumentación de una ética trasnochada que no tienen nada que hacer con lo que concretamente le ofrezco: la feli­cidad de ser rico, la felicidad de ser joven y fuerte, la felicidad de ser bello, la felicidad de ser amado por la mujer que usted ama… ¿Qué más puede de­sear un hombre que no sea un mentecato? Le daré el poder, le haré el amo de un gran pueblo de la tierra…

—Muchas gracias. El poder, como la riqueza, como la juventud y la belleza no conducirían a lo que yo quiero; ser amado por lo que soy en este mo­mento, no por los artificios. El poder no crea vínculos afectivos, amigo diablo, sino de subordinación rencorosa… A usted, pobre amigo, que tiene la suma del poder infernal, ¿quién le quiere?…

El hombre del cigarrillo bajó la cabeza con la frente ensombrecida por pensamientos amargos, pero luego, dando una chupada, volvió a levantarla dibujándose en sus labios una sonrisa irónica, dijo:

—En verdad que no hace al caso que las gen­tes me quieran o no, lo que me tiene sin cuidado. Pero volviendo a nuestros carneros, creo que ra­zona usted como un tonto al repudiar las venturas que le ofrezco, a cambio nada más que de retardar por diez, quince años, por todo el tiempo que usted me diga, su resolución de ahorcarse…

—Pero, hijo mío —le contesté—, si en todo lo que Ud. me ofrece, con todo su poder infernal, que en algu­nos momentos quebrantó el poder del Incognoscible, no hay nada maravilloso, extrahumano, supra sen­sible, nada que seduzca, nada que valga la pena co­mo conquista de planos superiores a la vida misma, nada que responda a un orden supremo de fenome­nología divina. Y para mí lo divino y lo diabólico me dicen lo mismo, porque son equivalencias, correlaciones de valores super humanos: son como el sol entre las nubes que se refleja en la superficie del mar tranquilo y monótono de la humanidad, pero que se refleja invertido. Lo que usted me ofrece es tan vulgar y necio como concesión del demonio, y lo sería como gracia de Dios. Porque sin uno y sin otro, eso me lo pueden dar los hombres. En este sentido Dios es más discreto y sabio que usted, pues­to que no trata de tentarme y me deja proceder, ba­jo mi responsabilidad, en la tarea de buscar el re­medio para mi dolor…

Aquí el hombre del cigarrillo, que caminaba a mi lado cabizbajo, se detuvo y, cogiéndome del brazo como para interesarme más en lo que me iba a de­cir, dio una nueva chupada a la colilla y la arrojó:

—Mire, no le discutiré sobre la eficacia que pa­ra su felicidad pudieran tener las cosas que le he ofrecido, y que sigo manteniendo en su valor defi­nitivo, con la experiencia que tengo de tantos si­glos… Pero desde que lo que usted, según entiendo, consideraría el punto central de su felicidad sería el no sufrir el dolor de amar y no ser correspondido, yo le puedo ofrecer el remedio para ese dolor.

—¿Cuál?

—El olvido.

—¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! —prorrumpí, en un acceso de risa incontenible que duró varios segundos y que dejaron desconcertado al hombre del cigarrillo—. ­¡Pero qué pobre diablo es usted! Decididamente es­tá usted en la más deplorable decadencia. Sin duda esta es la primera salida que hace usted del Averno, después de una prolongada encerrona… ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Me ofrece usted, como una flamante novedad, el olvido! ¿Pero ignora usted, desgraciado, que, para procurarnos el olvido, tenemos el alcohol, el opio, la morfina, el hatchischs, la heroína, el éter, la co­caína, la cannabina y algunos alcaloides más y los que seguiremos preparando?…  Tiene usted sus papeles mojados, Satanás, al venir a ofrecerme como una maravilla extraordinaria y sobrehumana el ol­vido. Créame, buen diablo, los hombres le han sa­queado el Infierno mientras usted ha estado dur­miendo, y se han traído a la tierra todas esas deslumbrantes mojigangas con que venía usted a tentarnos en otros tiempos… ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! Con que el olvido, ¿eh? Muchas gracias, amigo. Además de las fórmulas para conseguirlo que le ha indicado, tengo esta otra en el bolsillo del gabán que es la más se­gura. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!

Doblegado por la vergüenza y la rabia, el hom­bre del cigarrillo se había desencajado y sus facciones de un color terroso, y sus ojos que parecían salirse de las órbitas me impresionaron. Con mano temblorosa buscaba maquinalmente su petaca para fumar otro cigarrillo. Le ofrecí uno de los míos que se llevó a la boca, encendido.

—Bueno…. ríase, pobre idiota. Quiero ser tolerante con usted y hacerle mi último ofrecimiento: la Ciencia, el Supremo Conocimiento que le hará igual a Dios y… a mí.

—Créame que siento sincero afecto por usted que tanto me ha prodigado su desinteresado interés para que aplace el acto de danza aérea con que me propongo poner fin a mi descolorida historia. Y siento también mucha pena de rehusar por mi parte la vieja oferta que hizo usted a nuestros progenito­res en el Edén, me refiero al atracón de frutos del árbol de la Ciencia del Bien y del Mal, del que su­frieron serias indigestiones no sólo nuestros prime­ros padres, sino Raimundo Lulio y la cáfila de alquimistas de la edad media. ¿Para qué resumir o, mejor dicho, abarcar en un solo conjunto todo lo cognoscible y lo incognoscible, cuando, sin apuro, pacientemente, gradualmente, estamos dejando agota­do el arbolito paradisiaco? ¿Que aún falta mucho por morder? Pues se irá mordiendo poco a poco en el curso de los siglos y descorriéndose todos los velos, y conociéndose todas las verdades hasta llegar a la última verdad, que no sería extraño fuera la de que todo es una mentira. Y si esta Suma Suprema de la Ciencia que usted me ofrece fuera tal, francamente, mejor se está con esta ilusión de ciencia paulatina y con esta eterna fruición de conquistadores y descubridores en que, poco a poco, vamos subiendo, y en que hemos llegado ya tan alto, ¡oh! Satanás in­feliz, que ya te hemos perdido de vista. Tu ofrecimiento es como si me invitaras a comerme de un solo empeño un pastel pantagruélico… Te contes­to: gracias, no te preocupes, que de bocado en bo­cado no quedarán ni migajas.

Se sintió de tal modo abatido el hombre del ci­garrillo ante mis palabras que no tuvo ya ánimo ni para discutir mis ideas. El mismo hecho de que le hablara ya en tono familiar empleando el «tú», debió hacerle sentir más hondamente su humillación desairosa y amarga. Balbuceó con voz apenas percep­tible:

—¿De manera que usted cree que ya ha termina­do mi imperio y mi acción en los hombres? ¿Cree usted que ya estoy de más en la vida del mundo?…

—Se lo iba a decir.

Hubo un momento de silencio triste. El hom­bre del cigarrillo reposó la frente sobre su mano y permaneció así por breve rato. A través de sus de­dos vi correr dos lágrimas que pronto se evapora­ron con un leve ruido semejante al de gotas de agua caídas sobre una lámina caliente. Después con voz sorda me dijo:

—Tiene usted razón, amigo. Adiós; le agradez­co la entereza y lealtad con que me ha hablado, y ad­miro su fuerza de espíritu para rechazar tentaciones en las que hubieran caído otros. Quiero darle un abrazo… no tema, es un abrazo inofensivo, como se lo daría cualquier hombre.

Y me estrechó entre sus brazos suavemente. En seguida se alejó tomando una senda del arbolado ha­cia la izquierda, mientras yo tomaba hacia la dere­cha. Después de caminar un rato entre el boscaje encontré un fresno de ramaje sólido y bajo que me pareció como mandado hacer para menester de mi fuga de la vida. Arrastré un pedazo de tronco para que en el momento preciso me sirviera de ban­quillo para pasar el nudo corredizo por mi cuello y pudiera después de un puntapié hacerlo rodar. La cosa iba de perlas. Metí la mano a mi gabán para atar la cuerda al árbol. No encontré la cuerda. Seguramen­te se me había caído en el camino en alguno de los momentos de discusión en que habría hecho algún movimiento inadvertido de introducir y sacar la ma­no en el bolsillo. Acaso cuando le ofrecí un ciga­rrillo al hombre misterioso y fumador. Desanduve el camino hecho hasta llegar al sitio en que nos se­paramos. Miré por todos lados en el suelo. Nada.

De pronto vi como a cincuenta pasos una sombra que se movía en el suelo. Mientras más me acercaba más se definía el asunto: era realmente una sombra. La sombra de un ahorcado. El hombre del cigarri­llo me había escamoteado del gabán la cuerda al abrazarme, y se había colgado de un vulgar y robus­to ficus. Pero lo más extraño era que solo había utilizado media cuerda, y había dejado preparada con el resto de la cuerda otra horca con un papel en que decía: para Dios.

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