Oscuridad

Había una casa en este pueblo que te digo donde siempre se encendían las luces por la noche. Muchas luces brillaban en una de sus habitaciones, y al menos una luz en cada una de las otras estancias. La casa estaba en la calle Clay, en una parcela sin árboles rodeada por parterres de flores, y era pequeña y de aspecto aburrido; y, en lo más oscuro de la noche, cuando el resto de las casas de la calle Clay se convertían en sólidos bloques aún más negros que el cielo, las luces de esta otra dibujaban patrones en sus ventanas, creando cuadrados de luminosidad, de modo que se asemejaba a una rejilla colocada en posición vertical frente a llamas ardientes. Una vez, un recién llegado al lugar —un viajero que se hospedaba en la pensión de la señora Otterbuck— habló de ello con el viejo esquire Jonas, quien vivía junto a aquellas luces que resplandecían todas las noches, y la respuesta que recibió es un comienzo muy adecuado para este relato.

Ese viajero desconocido caminaba por la calle Clay una mañana, y el esquire Jonas, que estaba apoyado en su cancela contemplando el mundo como quien pasa revista, le hizo un gesto con la cabeza y comentó que aquella era una hermosa mañana, y así el desconocido se animó a detenerse y charlar un rato, como se suele decir. 

—Estoy aquí revisando los libros de la Compañía Destiladora Bernheimer —dijo, cuando ya habían hablado de esto y aquello—, y, ya sabe, cuando un contable se pone a trabajar, se supone que debe seguir con ello hasta que ha terminado. Mi trabajo me mantiene ocupado hasta bastante tarde y, las últimas tres noches, al pasar junto a esa casa contigua a la suya, la he visto completamente iluminada, como si estuviera lista para una boda o un bautizo o una fiesta o algo así. Pero no vi a nadie entrar o salir, ni escuché a nadie moverse allí dentro, y me pareció curioso. Anoche, o más bien esta madrugada, debían de ser cerca de las dos y media cuando pasé por allí, y ahí estaba, tranquila como una tumba y aun así todas las luces encendidas de arriba abajo. Así que me hice muchas preguntas. Dígame, señor, ¿hay alguien enfermo aquí al lado? 

—Así es, señor —afirmó el esquire—, podría decirse que hay alguien enfermo. Ha estado enfermo durante un tiempo considerable. Pero no es su cuerpo lo que está enfermo, sino su alma. 

—No sé si lo entiendo, señor —dijo el otro hombre, confuso. 

—Hijo —declaró el esquire—, supongo que ha escuchado esa nueva canción que circula por ahí, ¿no es así? Esa canción que dice: «Tengo miedo de volver a casa a oscuras». Bueno, probablemente el hombre que la escribió nunca pasó por aquí; probablemente tan solo se le ocurrió esa idea. Pero lo cierto es que podría haber tenido el caso de mi vecino en mente cuando la escribió. Solo que esa canción es algo cómica, y este caso de aquí es probablemente el menos cómico que se pueda encontrar. El hombre que vive aquí al lado no solo tiene miedo de volver a casa a oscuras, sino que realmente teme quedarse a oscuras después de haber llegado a casa. Una vez mató a un hombre y, aunque salió bien parado del trance, nunca lo superó; y lo que se comenta en este pueblo es que ha llegado a la conclusión de que, si alguna vez se queda a oscuras, ya sea solo o en compañía, verá el rostro del hombre al que mató. Así que eso explica, hijo, por qué ha visto esas luces encendidas. Yo también las he visto durante casi veinte años, si no me fallan las cuentas, y ya me he acostumbrado. Pero nunca dejo de preguntarme qué tipo de pensamientos deben pasarle por la cabeza a este tipo, cuando esté a solas en la noche, con todo iluminado como si fuera de día cuando lo correcto sería que todo estuviera a oscuras. Pero nunca se lo he preguntado y, además, nunca lo haré. No es un tipo al que uno se pueda acercar para hacerle preguntas personales sobre sus asuntos. Todos los del pueblo lo aceptamos como es, y simplemente le dejamos ser. Es lo que se podría llamar un personaje del pueblo. Y su nombre es Dudley Stackpole. 

Al contarle esta historia al inquisitivo desconocido, el esquire Jones estaba en lo cierto en todos los aspectos, excepto uno. Podría haber descrito a muchos personajes del pueblo, los había de sobra. Una comunidad con una larga tradición y una antigüedad razonable parece engendrar extraños tipos de hombres y mujeres, como un armario mohoso engendra ratones y polillas. Este pueblo tenía sus misterios, sus rarezas y también a sus excéntricos, por decirlo claramente; tenía a un campeón contando historias, un campeón contando mentiras y un campeón adivinando el peso del ganado solo con mirarlo. 

Estaba el loco de Saul Vance, la burla de los crueles muchachos, que se comportaba como cualquier ser racional mientras caminara en línea recta, pero, tan pronto como llegaba a un cruce de caminos, o a una intersección, no podía decidir qué camino tomar, y durante horas se movía de un lado a otro, tomando ahora el atajo para volver al camino que acababa de abandonar, volviendo después sobre sus pasos por el camino más largo, como una araña tejiendo su tela geométrica. Estaba el viejo Daddy Hannah, el médico negro de las raíces y las hierbas, que podía lanzar hechizos, tejer encantamientos e invocar conjuros. Llevaba un par de zapatos que habían sido usados por un hombre que fue ahorcado, y, como ya se sabe, esos zapatos no dejan huellas que puedan rastrear ni un perro, ni una bruja, ni un fantasma. ¡Los muchachos no se burlaban de Daddy Hannah, eso seguro! Estaba también el Mayor Burnley, que vivió durante años y años compartiendo casa con la esposa con la que se había peleado, y nunca le dirigió una palabra a ella, ni ella a él. Pero la lista es demasiado larga como para mencionarlos a todos. Por aquel entonces, los personajes del pueblo abundaban. Pero el señor Dudley Stackpole era algo más que un personaje del pueblo. Lo era, es cierto, pero también era algo más; algo que lo apartaba de sus semejantes. Era la figura principal de la tragedia en el pueblo. 

Si lo veías alguna vez, podías cerrar los ojos y volver a verlo. Sin embargo, no había nada impresionante en él, nada en su porte o en su manera de atraer y mantener la mirada de un extraño. Físicamente, era todo lo contrario. Era un hombre bajo y delgado, muy suave en sus movimientos, un hombre anodino de un tono grisáceo pálido, que siempre vestía ropas de colores tristes. Te hacía pensar en un hombre moldeado a partir de la niebla; casi parecía un hombre hecho de humo. Su forma de vivir podía demostrar que un remordimiento constante habitaba en él, pero su cabello no se había vuelto blanco en una sola noche, como se dice que se vuelven las cabezas de aquellos que son golpeados repentinamente por un gran shock, una gran tristeza o cualquier emoción que perturbe y desordene en gran medida. Ni en su juventud, ni cuando llegó la vejez, su cabello se volvió blanco. Hasta donde cualquiera podía recordar, siempre había sido de un gris apagado, un color que de lejos sugería la presencia de líquenes muertos. 

El color de su piel iba en consonancia con todo lo demás. No era pálido, tampoco de un blanco cadavérico. Las personas con afición por las comparaciones tenían dificultades para describir exactamente a qué les recordaba el tono de su rostro, hasta que un día un hombre trajo del bosque un nido abandonado de avispas negras, todavía colgando de la rama en la cual los insectos lo habían construido. Los negros solían recolectar estos nidos en otoño, cuando las feroces colonias los abandonaban. Sus paneles desgarrados eran el relleno ideal para las escopetas de carga por la boca, y las personas que sufrían de asma también los arrancaban y los quemaban lentamente, inclinándose sobre la masa humeante e inhalando los vapores y el humo que se elevaban, porque los sabios del campo decían que ningún producto comprado en una farmacia producía tanto alivio para el asma como el tratamiento con el nido de avispas. Pero fue este hombre quien encontró un tercer uso para tal cosa. Lo llevó a la oficina de vagones de Gafford, donde había otros hombres sentados junto al fuego, y lo sostuvo frente a ellos y dijo: 

—¿A quién os recuerda este nido de avispas? Con este color gris por todas partes y todas estas finas líneas que van y vienen en todas direcciones como arrugas. Pensadlo, es alguien a quien todos conocéis. 

Y cuando se rindieron, considerando el rompecabezas demasiado difícil, dijo: 

—¿No tiene precisamente el mismo color y la misma apariencia que el rostro del señor Dudley Stackpole? ¡Es una imitación perfecta! Eso es lo que pensé de inmediato cuando lo vi, balanceándose en el extremo de esta rama de abedul negro allá afuera, en los terrenos pantanosos. 

—¡Por Dios que tienes razón! —exclamó uno de los espectadores—. Oye, ahora que lo pienso, me pregunto si pasar todas sus noches con luces brillando a su alrededor es lo que le ha dado a ese viejo el color gris que tiene, igual que este nido de avispas, y todas esas arrugas alrededor de sus ojos. Pobre viejo diablo, siempre atormentado por los demonios. Bueno, aunque dicen que está lo suficientemente bien acomodado entre bienes materiales; pero te digo una cosa: pobre como soy yo, y siendo él rico, no cambiaría mi lugar por el suyo por ninguna cantidad de dinero. Poseo mi paz mental, y no hace falta más. Imagina pasar todos estos años sin superar el remordimiento de haber matado a otro hombre, especialmente cuando fue en una pelea justa. A ver, ¿cuál era el nombre de aquel tipo que mató en el cruce del Arroyo del Escondrijo? La verdad es que no lo recuerdo. Si no lo he escuchado mil veces, no lo he escuchado ninguna. 

De hecho, el recuerdo de aquel hombre asesinado tanto tiempo atrás solo perduraba porque el asesino caminaba como un recordatorio viviente de la muerte de alguien que, a juicio de todo el mundo, había aportado poco valor a la humanidad de su tiempo y generación. Si no fuera por la presencia diaria del uno, se podría haber olvidado incluso la identidad del otro. Por esta misma razón, tratando de acrecentar la importancia de la disputa que había terminado con la muerte de Jesse Tatum a manos de Dudley Stackpole, a veces la gente se refería a ella como la enemistad Tatum-Stackpole, e intentaban compararla con la enemistad Faxon-Fleming. Pero aquella sí que fue una verdadera enemistad, con emboscadas en rincones del campo, una considerable lista de muertes, asesinatos nocturnos y todo eso; mientras que este asunto menor, que ahora se describirá brevemente, no había sido más que un desacuerdo vecinal, con un solo homicidio como clímax. Y en cuanto a eso, en realidad no fue tanto la muerte de la víctima como la supervivencia de su asesino, y su forma de vivir después, lo que dio forma a la tragedia. 

Con el paso del tiempo, las causas impulsoras se difuminaron en la perspectiva. Los hechos principales quedaron claros, pero los detalles subyacentes se volvieron borrosos e inciertos, como un garabato desvaído en una pizarra mal borrada, sobre la cual se ha superpuesto una suma más importante. Una versión decía que la empresa Stackpole Brothers demandó a los dos Tatum, Harve y Jess, por una cuenta vencida desde hacía mucho tiempo, y ganó el juicio en los tribunales, pero ganó con ello la enemistad asesina de la pareja de acusados. Otra versión decía que una disputa sobre una cerca, que separaba la propiedad de los Tatum en el Arroyo del Escondrijo de una de las propiedades agrícolas de los Stackpole, maduró un conflicto mayor debido a la terquedad de Stackpole, por un lado, y a la malicia de Tatum, por el otro. Según una tercera versión, la demanda y el asunto de la cerca se entrelazaron confusamente para formar la causa de la disputa. 

Esa parte en cualquier caso da igual. Lo indiscutible es que las cosas llegaron a un punto decisivo un día de julio de finales de los 80, cuando los dos Tatum enviaron un mensaje a los dos Stackpole diciendo que, alrededor de las seis de la tarde, acudirían desde su propiedad, a un par de kilómetros de distancia, al molino de los hermanos Stackpole, sobre la gran cascada del Arroyo, preparados para luchar hombre a hombre. La advertencia era lo suficientemente explícita: los Tatum dispararían a primera vista. El mensaje iba dirigido a dos personas, pero solo uno de los hermanos lo escuchó; Jeffrey Stackpole, el hermano mayor en la empresa, estaba en cama con una enfermedad cardíaca, en la casa Stackpole de la calle Clay, y Dudley, el hermano menor, dirigía el negocio desde la sala de estar del molino, donde también residía, de modo que fue él quien recibió la notificación. 

Ahora, si bien el joven Stackpole era conocido por ser un hombre respetuoso de la ley y de buen carácter —reputación que le serviría posteriormente—, tampoco era un cobarde. Podía anhelar la paz, pero no huiría de los problemas que venían a él. No daría un paso adelante para enfrentarlos, pero tampoco retrocedería para evitarlos. Si acaso se le ocurrió ir apresuradamente al juzgado del condado, y hacer que sus enemigos fueran obligados a mantener la paz, desde luego esa idea tuvo que ser rechaza. Esa vía, en aquellos días, no era la deseable para alguien que se veía amenazado por la violencia y, en general, no se consideraba un camino varonil a seguir. Así que les esperó donde estaba. Tampoco consta que avisara a nadie de lo que se avecinaba. Él sabía poco sobre el uso de armas de fuego, pero había una pistola cargada en el cajón del dinero de la oficina. La colocó en el bolsillo de su abrigo y esperó durante la tarde, aparentemente tranquilo y sereno, aguardando la hora señalada en la que defendería su honor y el de su hermano de las desiguales probabilidades de un par de matones, ambos rápidos con el gatillo, inteligentes y diestros en el manejo de armas. 

Pero si Stackpole no dijo nada a nadie, sí que lo hizo otra persona. Probablemente el mensajero de los Tatum, de quien se decía que tenía una lengua muy suelta que acompañaba con su labia; sin duda, era un alborotador de nacimiento, de lo contrario no habría prestado sus servicios para tal empleo. Por el camino corría el rumor de que, antes del anochecer, habría un enfrentamiento en el molino de los Stackpole. Foster Pata de Palo, quien llevaba la tienda más allá del puente, y a la vista de la gran cascada, decidió cerrar temprano e ir al pueblo por la noche. Tal vez no quería ser testigo, o posiblemente deseaba estar fuera del alcance de las balas perdidas que volaran por ahí. Así que la única testigo conocida de lo que sucedió, aparte de las partes involucradas, fue una mujer negra. Ella, al menos, no había escuchado el rumor que desde la mañana temprano se había estado propagando por el vecindario escasamente poblado. Cuando llegaron las seis en punto, estaba limpiando una parcela de sorgo frente a su cabaña, justo al norte de donde el arroyo pasaba por debajo de la carretera de Blandsville. 

Uno puede imaginarse la escena: las sombras delgadas y escasas extendiéndose por las tierras resecas mientras el sol se deslizaba por detrás de los árboles del pantano de Eden; las ondas de calor de un día abrasador aún danzando su baile infernal en el camino, como acentos de una falsa promesa de frescura allá en la distancia; la ominosa vacuidad del paisaje; la melancólica quietud, interrumpida solo por las ranas y las moscas, que afinaban sus conciertos nocturnos; la mujer negra con pañuelo luchando contra las malas hierbas a golpe de azada tras la valla de madera; y, medio resguardado por los dinteles de la puerta de su oficina, Dudley Stackpole, una figura quieta y escuálida, observando el camino a la espera de sus adversarios. 

Sin embargo, los adversarios no llegaron por la carretera como habían anunciado. Esa parte de su declaración fue un truco, una artimaña, concebido con la esperanza de tomar por sorpresa y por la espalda al enemigo. A bordo de una carreta cubierta de lona, del tipo que en el condado de Red Gravel llamábamos «carreta ambulante», salieron de su casa aproximadamente media hora antes de la acordada para el encuentro, y tomaron un camino boscoso que se cruzaba con la carretera al sur de la tienda de Foster; y luego, muy lentamente, cabalgaron por la carretera hacia el molino, con la intención de atacar desde atrás, con la ventaja adicional de que no se lo esperarían. 

Sin embargo, el azar arruinó su estrategia y niveló los términos de este duelo primitivo, y así fue cómo sucedió, y lo sabemos porque lo pudo ver la mujer de la parcela de sorgo. Vio la carreta frente a ella, y la vio detenerse justo más allá de donde estaba ella; vio a Jess Tatum deslizarse sigilosamente tras la lona de la carreta y, resguardado tras ella, sacar una pistola y cargarla, todo el tiempo alerta, sin perder de vista el frente y la parte más próxima al molino. Vio a Harve Tatum, el hermano mayor, asegurar la rueda y enrollar las riendas alrededor del mango del látigo, y luego, al bajar del asiento, engancharse el tacón de la bota con el borde de la carreta y caer al suelo con un golpe que lo dejó inconsciente, pues era un hombre corpulento y pesado, y cayó sobre su cabeza. Con los ojos abiertos de par en par, vio a Jess levantar su pistola y disparar una vez desde su posición oculta tras la carreta, y luego, al arrancar el carromato por los caballos asustados, lo vio avanzar hacia el molino, disparando de nuevo mientras corría. 

A continuación, en el mismo instante, todo un revoltijo de conmoción y terror, vio a Dudley Stackpole emerger a plena vista y, de pie a un paso de su puerta, devolver el fuego; vio los cascos frenéticos y galopantes del caballo más cercano arrastrar el cuerpo de Harve Tatum —lo que le fracturó la pierna derecha—; vio a Jess Tatum detenerse de pronto y tambalearse hacia atrás como si una mano invisible tirara de él; lo vio soltar su arma y enderezarse de nuevo y, con ambas manos agarrándose el cuello, correr hacia adelante, la cabeza echada hacia atrás y los pies pisoteando; lo escuchó emitir un extraño gorgoteo, un grito estrangulado —era la sangre en su garganta lo que hacía que el grito sonara así— y lo vio caer de bruces, convulsionándose y jadeando, a menos de diez metros de donde Dudley Stackpole estaba parado, su pistola levantada y lista para seguir disparando. 

En cuanto a la cantidad de disparos realizados en total, la mujer nunca pudo decirlo con certeza. Pensó que podrían haber sido cuatro, cinco, seis o incluso siete. Después del primer disparo, sonaron todos como en una descarga continua, dijo ella. Esa noche, tres recámaras vacías en el tambor de Tatum y dos en el de Stackpole fueron pruebas concluyentes para el alguacil y el forense, y también al día siguiente, para los miembros del jurado forense, de que se habían efectuado cinco disparos. 

Sin embargo, y a pesar de su temor, la mujer estaba segura en un punto concreto, y se mantuvo firme en ello por más preguntas que le hicieron, y eso fue que, después de que Tatum se detuviera como si lo hubieran frenado en seco, y cayera su arma, Stackpole levantó el cañón de su revólver y no volvió a intentar disparar, siquiera cuando su enemigo desarmado y herido avanzó hacia él ni después de caer. Según ella, se quedó allí como un hombre petrificado. 

Tras haber presenciado y escuchado todo el enfrentamiento, la testigo, una vez que ya hubo pasado todo el peligro posible para ella, se volvió repentinamente loca de miedo. Corrió hacia su cabaña y se escondió tras el cabezal de la cama. Cuando finalmente salió temblando de su escondite, ya había vecinos que, atraídos por los sonidos de la refriega, se acercaban apresuradamente. Parecían surgir, por así decirlo, de la tierra. Estos recién llegados llevaron a los dos Tatum al molino, Jess muerto y Harve todavía inconsciente, este último con la pierna colgando allí donde los huesos se habían roto, justo debajo de la rodilla, y una gran herida en el cuero cabelludo. Los colocaron uno al lado del otro en el suelo, entre el polvo arenoso de los desperdicios de harina y los restos del grano molido. Hecho esto, algunos corrieron a enganchar los caballos y salieron a buscar médicos y agentes de la ley, difundiendo la noticia por el camino; y otros se quedaron para atender a Harve Tatum y brindarle todo el consuelo posible a Dudley Stackpole, quien permanecía mudo en su pequeña y desordenada oficina, esperando la llegada del alguacil, el sheriff o un ayudante, para entregarse bajo custodia. 

Mientras esperaban e intentaban que Harve Tatum recobrara el conocimiento, los hombres se maravillaron de dos cosas asombrosas. La primera era que Jess Tatum, siendo un tirador consumado, principal instigador y figura central de varios enfrentamientos violentos en el pasado, no hubiera logrado dar en el blanco con su primer, segundo o tercer disparo; y la segunda, maravilla aún mayor, era que Dudley Stackpole, quien jamás en su vida había apuntado a un ser vivo, hubiera puesto una bala tan precisamente en el corazón de su víctima a veinte metros o más. El primer fenómeno podría explicarse, según acordaron, con la hipótesis de que el percance de su hermano, ocurrido en el mismo momento del inicio de la pelea, había desestabilizado a Jess y lo había sacado de su concentración, por así decirlo. Pero el segundo no se podía explicar de ninguna otra manera que no fuera la teoría de la pura casualidad. El hecho era el que era, y seguía siendo extraño. 

Siguiendo las formalidades de la ley, Dudley Stackpole pasó dos días bajo arresto, pero esto fue solo una ficción legal. En realidad, desde el momento en que llegó al juzgado esa misma noche, montando en la calesa del alguacil y sosteniendo una linterna encendida en sus rodillas, estuvo en libertad. Después se recordaría que, cuando salió arrestado de su molino, llevaba en la mano esta linterna, preparada con mecha y encendida, y que la sostuvo firmemente durante el trayecto de diez kilómetros hasta la ciudad. Posteriormente, esta circunstancia se relacionaría con otras para intentar establecer unos hechos, pero en ese momento, en el estado de excitación mental de los presentes, pasó desapercibida y sin ser notada. Y todavía tenía la linterna en la mano cuando, después de ser liberado bajo una fianza nominal, y acompañado por ciertos amigos comprensivos, caminó por el pueblo desde el edificio del condado hasta su casa en Clay Street. Este hecho también se recordaría más tarde, y se sumaría a otros detalles para formar un razonamiento completo. 

Ya era un hecho consumado que el resultado de la investigación del forense, que se llevaría a cabo al día siguiente, lo absolvería; también se daba por sentado que ningún fiscal presionaría para encarcelarlo, ni tampoco un gran jurado lo encontraría culpable. Por lo tanto, pronto todas las pruebas disponibles concluyeron a su favor. Lo habían forzado a pelear sin haberlo elegido; se había hecho un intento fallido de atacarlo por la espalda de manera injusta; había disparado en defensa propia después de que le dispararan primero; de no ser por una casualidad a su favor, se habría enfrentado a dos antagonistas mortales en lugar de a uno. ¿Qué más se podía esperar, sino su pronta y honorable liberación? Y, para colmo, el veredicto popular era que la muerte de Jess Tatum suponía deshacerse de una basura lamentable; aunque era una lástima que Harve hubiera escapado de su merecido castigo. 

Impotente por el momento y, según la opinión de sus compañeros, aún más desacreditado de lo que había estado antes, Harve Tatum desaparece de nuestra narración. Lo mismo ocurre con Jeffrey Stackpole, mencionado anteriormente por su nombre, ya que falleció una semana después debido al mismo ataque al corazón que lo había mantenido alejado de la pelea en el Arroyo del Escondrijo. El resto de la narrativa se refiere principalmente al único superviviente destacado, el ya mencionado Dudley Stackpole. 

La tradición siempre sostuvo que, en la noche del asesinato, Dudley Stackpole durmió, si es que durmió, en una habitación completamente iluminada, de una casa que brillaba con luces desde el sótano hasta el tejado. Por todas sus aberturas, la casa resplandecía como en una celebración. Al principio, según se contaba, la gente tenía dos opiniones diferentes al respecto. Algunos creían que Stackpole temía represalias punitivas al amparo de la oscuridad por parte de los vengativos parientes de los Tatum, ya que eran una raza belicosa y malhumorada. Otros sugerían que tal vez utilizaba este método para que todos supieran que no sentía ningún remordimiento por haber acabado con la vida de un peligroso pendenciero; que tal vez buscaba así publicitar su satisfacción con el resultado de los acontecimientos de ese día. Pero esta última teoría no se consideraba creíble. Porque era absurdo imaginar que un hombre tan sensible y bienintencionado como Dudley Stackpole se alegrara de su propio acto mortal, por justificable que pudiera haber sido a ojos de la ley y de los hombres. La reputación y la conducta previa del hombre desacreditaban esa sugerencia. Y luego, cuando las luces seguían brillando noche tras noche en su casa, y cuando se acumulaban pruebas para confirmar una creencia que ya se estaba cristalizando en la mente pública, la ciudad comenzó a comprender la verdad, que era que el señor Dudley Stackpole ahora temía la oscuridad como un niño timorato. Nadie registró que este confesara sus temores a ninguna criatura viva, pero sus conciudadanos conocían el estado de su mente como si lo hubiera gritado desde los tejados. La mayoría de ellos habían oído hablar antes de casos similares. Estaban de acuerdo en que él evitaba la oscuridad porque temía que de esa oscuridad pudiera emerger la visión de su acto, ensangrentada, impactante y espantosa. Y tenían razón. Él temía eso, y lo temía de manera intensa, constante e interminable. 

Ese miedo, junto con el comportamiento que, a partir de esa noche, se convirtió en parte de él, hizo que Dudley Stackpole fuera apartado y se distanciara de sus semejantes. Ya no conocería la oscuridad, ni de día ni de noche. Nunca más vería el atardecer, o se enfrentaría a la oscuridad que precede al amanecer, o descansaría en el vacío reconfortante y nada amenazante de la medianoche. Antes del crepúsculo, a veces durante la tarde en los breves y tormentosos días invernales, o durante la espléndida puesta de sol del verano, comenzaba a encender las luces que mantendrían la oscuridad fuera de la casa, oscuridad a la que no se atrevía a mirar siquiera por la ventana. 

Alrededor de la casa había árboles, álamos y sicomoros, y un noble olmo que se ramificaba como una lira. Los taló todos, y arrancó sus raíces. Eliminó las enredaderas que cubrían su porche. Muchos fueron testigos de esta transformación. Lo que hizo de puertas para adentro se supo en su mayoría por los rumores que difundía la tía Kassie, la anciana negra que le servía como cocinera y criada, y que era su única empleada doméstica. Ante audiencias tan temerosas como fascinadas de su propia raza, cuyos miembros comunicarían luego a sus empleadores blancos lo que ella les había contado, relató cómo su amo, con sus propias manos y utilizando unos conocimientos rudimentarios de carpintería, arrancó ciertos armarios oscuros y desmontó un rincón apartado y sombrío que había bajo la escalera del vestíbulo. También contó cómo llamó en secreto a hombres que instalaron luces eléctricas por los techos, a pesar de que el edificio ya estaba conectado al gas; y cómo, en un toque final, colocó en varias partes de su habitación velas de sebo y lámparas de aceite para encender antes del anochecer y mantenerlas ardiendo toda la noche, de modo que, aunque el gas fallara en algún momento y las bombillas eléctricas se apagaran, todavía hubiera abundante iluminación a su alrededor. Su casa se convirtió en una casa sin sombras, excepto la del mórbido temor que albergaba su dueño. Según los cánones, una casa encantada debería estar desierta y oscura. Esta casa, si acaso estaba encantada, brillaba por las luces. 

La perenne obsesión de este hombre, si acaso podemos calificar su aflicción con ese término, modificó prácticamente todos los aspectos esenciales de su vida diaria. Después del tiroteo, nunca regresó al molino. No podía soportar la idea de volver al lugar del asesinato. Por lo tanto, el molino quedó vacío y en silencio, tal y como él lo había dejado la noche que fue a la ciudad acompañado del alguacil; tras la muerte de su hermano, y con la mayor rapidez posible, lo vendió, junto con todas sus instalaciones, contenido y buen nombre, por lo que la venta tuvo lugar muy pronto, y él dejó los negocios. Tenía suficiente para cubrir sus necesidades. Los Stackpole tenían la reputación de ser una familia cautelosa, discreta y previsora, que ahorraba y gestionaba bien su patrimonio. La casa en la que vivía, la cual había construido su padre, no tenía deudas. Había fondos en el banco y dinero invertido. No era alguien que tuviera amigos cercanos. Aquellos que se consideraban tal cosa se convirtieron más bien en conocidos distantes, y no repartió ni recibió nada de ellos. 

Durante las amplias horas de la luz del día, sus actividades eran similares a las de cualquier hombre tímido y de modales reservados, que viviera sin un empleo fijo en una comunidad pequeña. Se sentaba en el porche y leía libros. Trabajaba en sus macizos de flores. Tenía una habilidad especial con ellas, casi como la de una mujer. Las amaba, y respondían a su amor floreciendo y dando fruto. Caminaba solo hasta el centro del pueblo, una figura tímida e insignificante, y se sentaba meditabundo y distante en una de las sillas de caña reclinables bajo el pórtico de la antigua Casa Richland, frente al río. Daba largos paseos solitarios por las calles laterales y por los caminos; pero se notaba que, al llegar a las afueras, siempre daba la vuelta. Durante todos esos interminables años, jamás puso un pie más allá de los límites de la ciudad, en campo abierto. Con tono parduzco, discreto y retraído, envejeció lenta, casi imperceptiblemente. Hombres y mujeres de su propia generación solían decir que, aparte de las arrugas que se multiplicaban alrededor de sus ojos apretados, y aparte de la intensificación de esa palidez grisácea y muerta, tenía exactamente el mismo aspecto que cuando era mucho más joven. 

No era tanto la apariencia o su comportamiento lo que hacía que los extraños se volvieran para mirarlo mientras pasaba, ni lo que provocaba que lo recordaran cuando ya no estaba a la vista. Su apariencia era bastante común, y su comportamiento, a menos que uno conociera los motivos subyacentes, era simplemente el de un caballero discreto y melancólico, de gustos y hábitos tranquilos. Era la sensación y sentimiento de que una exhalación sombría emanaba de él, un flujo mental poco saludable y antinatural, y eso era que se grababa indeleblemente en las mentes de los casuales y desinformados transeúntes. La marca de Caín no estaba en su frente. Según los estándares locales de moralidad, no le correspondía. Pero, construida con mórbidos elementos en su propia conciencia, se reflejaba en sus ojos, y emanaba de su persona. 

Así, año tras año hasta que el recuento superó los treinta, continuó su triste y solitario camino. Estaba presente en la vida de la ciudad hasta cierto punto, pero no era parte de ella. Sin embargo, hubo una excepción. Una historia sobre un incidente excepcional, repetida tantas veces que, con el tiempo, quedó grabada en la historia no escrita del lugar. 

En una tarde de verano, sofocante y cerrada, el cielo se volvió de repente negro, y violentas ráfagas azotaron la tierra, amenazando con traer una gran tormenta de viento. El sol desapareció mágicamente, y sobrevino con las nubes una densa penumbra. Era como si el anochecer hubiera llegado horas antes de lo previsto. En la central eléctrica de la ciudad, el electricista encendió las luces de la calle. Cuando las primeras grandes gotas de lluvia cayeron, salpicando el polvo como auténticos coágulos, los ciudadanos que se apresuraban por la calle, y aquellos que intentaban asegurar los toldos ondeantes y las contraventanas, se detuvieron un instante para observar a través de la oscuridad la imagen del señor Dudley Stackpole huyendo hacia el refugio de su hogar como un hombre perseguido por un terrible cazador. Pero, a pesar de su desesperada urgencia, no corría en línea recta. La forma en la que huía era lo que le daba una extraña singularidad al espectáculo. Corriendo a toda velocidad desde la esquina derecha de una intersección, trazó un ángulo agudo hasta un punto medio de la manzana, para luego inclinarse nuevamente hacia la esquina derecha del siguiente cruce, de modo que su huida seguía el patrón de un zigzag muy pronunciado. Intentaba mantenerse dentro de los círculos de luz proyectados por las farolas municipales mientras corría a su casa, donde podría resguardarse en su dormitorio como un hombre sitiado, con la amplia y protectora luz de todos los métodos de iluminación artificial a su disposición: las bombillas incandescentes encendidas por interruptores, los resplandecientes quemadores de gas, las delgadas llamas de las velas de sebo y el grasiento brillo de la mecha de queroseno. Mientras forcejeaba con las aldabas de la puerta de entrada, en mitad del pánico y entre espasmos de miedo, la esposa del esquire Jonas le escuchó gritar a la tía Kassie, su criada, que encendiera todas las luces. 

Esa fue la única vez en treinta años que la oscuridad lo tomó desprevenido y amenazó con envolverlo. Tras eso llegó el momento en que un hombre viejo llamado A. Hamilton Bledsoe, en su lecho de muerte en un hospital en Oklahoma, le dijo al médico que lo atendía y al clérigo que había venido a rezar por él que tenía una confesión que hacer. Quiso que un estenógrafo tomara nota de ella tal y como la iba a pronunciar, y que después se transcribiera; luego, la firmaría como su solemne declaración de muerte y, cuando eso ocurriera, tenían que enviar la copia firmada de regreso a la ciudad desde la que se había mudado al oeste en el año 1889, y allí habría de ser publicada ampliamente y por todos los medios. Todo eso, de acuerdo con los deseos del firmante, se hizo a su debido tiempo. 

No existe ningún interés en el inicio de la declaración que se publicó en el Daily Evening News, así como en los párrafos introductorios del editor Tompkins. Lo que realmente importa comienza a dos tercios de camino de la primera columna, y se desarrolla de la siguiente manera: 

«Así fue como supe que, probablemente, habría problemas esa tarde en el cruce del arroyo —es el moribundo Bledsoe, por supuesto, a quien se está citando—. El mensajero que enviaron al molino dijo mucho más en su camino de regreso que al entregar el mensaje, y de esta manera indirecta la noticia llegó a mi casa en el camino del pantano de Eden poco después de la hora de la cena. Siempre me había llevado bien con los dos Stackpole, y solo albergaba sentimientos amistosos hacia ellos; pero tal vez aún quede alguien vivo en ese condado que pueda recordar cuál era la razón por la que, de manera natural, había que odiar y despreciar a los Tatum, y especialmente a Jess Tatum, ya que era, si acaso, el más despreciable de los dos, a pesar de ser el más joven. En este día tardío no tengo intención de mencionar el nombre de nadie más en este asunto, especialmente el nombre de una mujer, que ahora está muerta y enterrada; solo diré que, si alguna vez un hombre tuvo una causa justa para desear ver a Jess Tatum tendido sobre su propia sangre, ese hombre fui yo. Al mismo tiempo, afirmo que no actué de manera cobarde, y diré que hice uso de mi mejor juicio. 

 

»Por lo tanto, y en consecuencia, tan pronto como escuché las noticias sobre el desafío que los Tatum habían enviado a los Stackpole, me dije a mí mismo que esa parecía ser mi oportunidad para saldar mi resentimiento con Jess Tatum y, al mismo tiempo, no correr el riesgo de verme involucrado en el asunto, y quizá ser arrestado, o emboscado después por miembros de la familia Tatum, o cualquier asunto de esa naturaleza. También pensé que, ante una cantidad de disparos como la que se podía esperar, uno más o menos no llamaría la atención, especialmente porque tenía la intención de mantenerme fuera de la vista en todo momento y hacer mi trabajo desde un lugar seguro, lo cual salió tal y como esperaba. Así que tomé mi rifle, con el cual era bueno disparando, y me fui en secreto por el bosque hasta llegar a la orilla del arroyo, en el profundo corte justo detrás del molino de los hermanos Stackpole. De entrada debería decir que aquello ocurrió aproximadamente a las tres de la tarde. Llegué temprano, pero quería estar allí pronto y arreglar todo de la manera en que lo había planeado, sin prisas ni apuros. 

»La puerta trasera del molino no estaba cerrada con llave, entré sin ser visto y subí al desván del molino, donde me dirigí a una ventana que quedaba justo encima de la puerta principal, donde subían el grano cuando lo traían en carros. Allí, abrí la contraventana de madera un poco, solo unos dos o tres centímetros; lo suficiente como para poder ver bien el camino. Me hice una especie de cama con sacos de harina y me acosté allí a esperar. Sabía que el molino había cerrado durante la semana, y no esperaba que ninguno de los empleados estuviera cerca, ni que nadie descubriera que estaba allí arriba. Así que esperé, sin escuchar a nadie moverse abajo, hasta que, de repente, tres minutos después ​​de las seis, llegó el primer disparo. 

»Lo que me desconcertó fue estar esperando que los Tatum vinieran a pie desde la parte superior del camino, pero que, cuando llegaron, lo hicieron en una carreta desde abajo, por la carretera principal de Blandsville, completamente en dirección opuesta. Así que, con este primer disparo, me moví y miré, y vi a Harve Tatum tirado en el polvo, aparentemente justo debajo de las ruedas de su carreta, y vi a Jess Tatum saltar desde detrás de la carreta y disparar, y vi a Dudley Stackpole salir por la puerta del molino justo debajo de mí y empezar a dispararle de vuelta. No había señales de su hermano Jeffrey. En ese momento no sabía que Jeffrey estaba enfermo en cama. 

»Al verme desviado de mi plan de aquella manera, me tomó uno o dos segundos reorientarme y girar el cañón de mi rifle hacia donde quería, y, mientras hacía esto, los disparos continuaban. En un momento, pensé que lo más justo sería participar en aquella pelea, ya que, en primer lugar, los Tatum serían dos contra uno si Harve lograba ponerse de pie y unirse al combate; y, en segundo lugar, Dudley Stackpole no tenía ni idea de cómo disparar una pistola. De hecho, en ese mismo instante, mientras me reponía y apuntaba al pecho de Jess Tatum, vi que su primer disparo, el de Stackpole, levantó polvo a tan solo seis metros de él, y a menos de la mitad de camino de donde estaba Tatum. Estaba tan tranquilo como lo estoy ahora, y lo vi con bastante claridad. 

»Así que, justo cuando Stackpole volvía a disparar descontroladamente, le acerté a Jess Tatum en pleno pecho, y, al hacerlo, supe por su reacción que estaba acabado y derrotado. Soltó su pistola y pareció que iba a caer, pero luego se recuperó un poco e hizo algo extraño. Corrió derecho hacia el molino, con el cuello estirado hacia atrás y de puntillas; y avanzó así un buen trecho antes de caer de bruces. Alguien más, al verlo hacer eso, podría pensar que tenía la idea de atacar a Dudley Stackpole con las manos desnudas, pero yo había disparado a suficientes animales salvajes como para saber que estaba actuando como a veces lo hace una perdiz o un pato salvaje cuando les disparan en el corazón o en la cabeza; solo que, en ese caso, las aves vuelan directamente hacia arriba. A eso, cuando lo hace una perdiz, se le llama «encumbrarse». No sé cómo se llama cuando lo hace un hombre. 

»Entonces cerré la contraventana y esperé un buen rato para asegurarme de que todo fuera bien para mí. Luego escondí mi rifle debajo de los sacos de harina, donde se quedó hasta que lo recuperé dos días después. Después bajé sigilosamente las escaleras, salí por la puerta trasera y rodeé hasta llegar a la parte delantera, corriendo y respirando agitado como si acabara de escuchar los disparos mientras estaba en el pantano. Para entonces ya habían llegado varias personas, y también había una mujer negra llorando y gritando, diciendo que había visto a Jess Tatum disparar el primer tiro, y que vio a Dudley Stackpole disparar de vuelta y hacer caer a Tatum. Pero no podía decir con seguridad cuántos disparos se habían realizado en total. Así que vi que, en lo que a mí respectaba, todo estaba bien, y que nadie, ni siquiera Stackpole, dudaba de que él mismo había matado a Jess Tatum; y como sabía que él no tendría graves problemas legales por aquello, sentí que no tenía necesidad de preocuparme, y de ese modo no lo hice, ni entonces ni después. Pero desde un tiempo atrás había estado pensando en mudarme aquí, debido a la apertura de este nuevo territorio. Así que aceleré las cosas y en menos de una semana vendí mi propiedad y envié mis pertenencias por adelantado; me mudé aquí con mi familia, quienes han ido falleciendo desde entonces hasta quedar solo yo. Ahora estoy a punto de morir, y es por eso por lo que deseo hacer esta declaración. 

»Si hubieran pensado en examinar el cuerpo de Jess Tatum después de su muerte, o buscar la bala en su interior, habrían descubierto que no fue Dudley Stackpole quien realmente le disparó, sino alguien más; y supongo que la sospecha podría haber recaído sobre mí, aunque lo dudo. Porque, de haberlo hecho, habrían descubierto que la bala que lo mató fue disparada por un cartucho .45-70, y Dudley Stackpole había realizado todos sus disparos con una pistola calibre .38, que tenía balas de un tamaño diferente. Pero jamás se les pasó por la cabeza hacerlo». 

Pregunta del médico, Doctor Davis: «¿Quiere decir que no se realizó autopsia al cuerpo del difunto?». 

Respuesta de Bledsoe: «Si por autopsia se refiere a que lo examinaran o cortaran para encontrar la bala, le responderé que no, señor, no lo hicieron. Ni siquiera pareció que pensaran hacerlo, porque a todos les parecía claro y evidente que Dudley Stackpole lo había matado». 

Pregunta del reverendo, señor Hewlitt: «Entiendo que estás haciendo esta confesión por tu propia voluntad, y con el fin de limpiar el nombre de una persona inocente de toda culpa y purgar tu propia alma». 

Respuesta: «En respuesta a eso diré que sí y que no. Si Dudley Stackpole todavía está vivo, lo cual dudo, debe ser un hombre mayor, y me gustaría que supiera que no fue él quien disparó la bala que mató a Jess Tatum. No era un hombre sediento de sangre, y sin duda el asunto podría haberle afectado a la cabeza. Así que, ante la remota posibilidad de que todavía esté vivo, hago esta declaración en mi lecho de muerte y ante ustedes, caballeros, en calidad de testigos. Pero no me avergüenzo, y nunca me he avergonzado, de hacer lo que hice. Maté a Jess Tatum con mis propias manos, y nunca me arrepentí. No consideraría su muerte como un crimen más de lo que ustedes, caballeros, considerarían como un crimen matar a una serpiente de cascabel o a una serpiente mocasín. Solo que, hasta ahora, no creí conveniente admitirlo; lo cual hago ahora, en esta declaración, únicamente por el bien de Dudley Stackpole». 

Y así sucesivamente durante la mayor parte de una segunda columna, que incluía un breve resumen de las circunstancias al mejor estilo del editor Tompkins, muy dramático y conmovedor, en el que contaba lo recordado de la tragedia por los antiguos residentes y añadía un breve esbozo del difunto Bledsoe, obtenido de las mismas fuentes. Al final del artículo había una referencia algo cautelosa, pero totalmente comprensiva, a los angustiosos recuerdos que un estimado habitante de la ciudad había albergado durante tanto tiempo y con tanta paciencia, con un párrafo final que expresaba que, aunque el caballero en cuestión se había negado a hacer una declaración pública sobre las sorprendentes revelaciones, ahora agregadas de manera tan extraña y como capítulo final a los anales de un evento ocurrido hace mucho tiempo, el escritor no dudaba en decir que sus conciudadanos, apreciando —como sin duda debían de hacerlo— los motivos que lo llevaron al silencio, se unirían a la felicitación del editor del Daily Evening News por disipar esta niebla que cubría su vida. 

—Ojalá tuviera palabras para expresar la forma en que ese anciano miró las galeradas cuando le mostré la confesión de Bledsoe —le dijo el editor Tompkins a un pequeño grupo de interesados que se reunieron en su santuario después de que el periódico estuviera esa misma tarde en las calles—. Si tuviera ese poder, haría que ese francés, Balzac, quedara atrás cuando se tratara de describir cosas. Caballeros, déjenme decirles… he estado en este negocio toda mi vida y he visto muchas cosas, pero nunca vi una historia como esta. 

»Así que, esta mañana, en cuanto recibí esta declaración enviada por correo desde ese lugar de Oklahoma, la metí de inmediato en la máquina de escribir, hice una prueba y la metí en mi bolsillo para ir a la casa de Stackpole, en Clay Street. No quería confiarle este trabajo a ninguno de los reporteros. Son buenos muchachos, inteligentes y prometedores, pero, al fin y al cabo, solo son muchachos, y no sabía cómo se enfrentarían a esto. Además, sentí que era mi trabajo. 

»Él estaba sentado en su porche leyendo, solo un viejo gris y encorvado, y me acerqué y le dije: “Disculpe, señor Stackpole, pero he venido a hacerle una pregunta y luego a mostrarle algo. ¿Alguna vez conoció a un hombre llamado A. Hamilton Bledsoe?”. 

»Él se estremeció. Se levantó y pareció querer entrar a la casa sin responderme. Supongo que había pasado tanto tiempo desde la última vez que alguien lo visitó que apenas sabía cómo comportarse. Y luego estaba esa pregunta que surgía de la nada, por así decirlo, y despertaba amargos recuerdos, aunque de todos modos sus amargos recuerdos probablemente no necesitaban despertarse, ya que siempre estaban con él… eso pudo haberlo afectado bastante. Pero, si tenía intención de entrar, cambió de opinión cuando llegó a la puerta. Se dio la vuelta y regresó. 

»“Sí”, dijo como si las palabras se las arrancaran en contra de su voluntad, “conocí una vez a un hombre con ese nombre. Comúnmente lo llamaban Ham Bledsoe. Vivía cerca de…”, se detuvo en ese punto… “vivía”, dijo, “en este condado por aquel entonces. Lo conocí hace mucho”. 

»“Siendo así”, le dije, “juzgo que lo correcto es pedirle que lea estas galeradas”, y se las entregué y las leyó sin decir una palabra. Sin decir una palabra, entiéndanme, y, sin embargo, aunque hubiera hablado en voz alta, no podría haberme dicho más claramente lo que pasaba por su mente cuando llegó a los hechos principales, tal fue la expresión que se dibujó en su rostro. Caballeros, cuando vean a un hombre de más de sesenta años nacer de nuevo; cuando vean la esperanza y la vida volver a él de repente; cuando vean su alma rejuvenecer en un instante, descubrirán que no pueden describirlo, aunque nunca lo olvidarán. Y otra cosa que descubrirán es que no hay nada que añadir, nada que puedan decir, ni nada que quieran decir. 

»Logré, cuando terminó, preguntarle si deseaba hacer una declaración. Eso fue todo por mi parte y, sin embargo, había ido allí con la idea de obtener material para un extenso e interesante artículo sobre el corazón, como lo llamamos en este negocio, sobre historias de interés humano. Sin embargo, todo lo que dijo mientras me devolvía los escritos fue: “No, señor; pero se lo agradezco, desde el fondo de mi corazón se lo agradezco”. Luego me estrechó la mano, me estrechó la mano como un hombre que casi había olvidado cómo hacerlo, y entró a su casa y cerró la puerta detrás de él, y me alejé sintiéndome como si hubiera presenciado un funeral convertido en una resurrección. 

El editor Tompkins pensó que ese día había escrito el capítulo final, pero no fue así. El capítulo final lo escribiría al día siguiente, tras un desenlace que, para el señor Tompkins, habiendo visto con sus propios ojos lo que había visto, suponía un enigma tan profundo que, a partir de entonces, lo catalogó mentalmente con una de sus frases favoritas para un titular: «Lamentable Suceso Envuelto en Misterio». 

* * * * *

Regresemos unas horas atrás. Efectivamente, el señor Tompkins había sido testigo de la resurrección de un espíritu. Tal como había atestiguado, una vida renació ante sus ojos. Sin embargo, él, el único espectador y cronista de esa gloria, no podía comprender la profundidad, la magnitud y la intensidad del gran y jubiloso alivio que elevó a Dudley Stackpole al leer las palabras del difunto Bledsoe. Solo Dudley Stackpole mismo llegaría a apreciar verdaderamente la dulzura absoluta de esa purificadora inundación, pero solo por un tiempo limitado. 

Al cerrar la puerta tras el editor, planes, aspiraciones y ambiciones comenzaron a fluir hacia su mente, transportados por esa gran ola de repentina felicidad. Deseos por mucho tiempo sepultados en los rincones más profundos de su mente emergieron como trozos de madera flotando en una corriente furiosa. El peso de su paciente autoinmolación se alzó en un instante, y con él, su sombra. A partir de entonces, sería como cualquier otro hombre, viviendo como ellos vivían, tomando parte activa en la vida comunitaria. Estaba envejeciendo. La buena noticia había llegado tarde, pero no demasiado tarde. Ese día marcaría la desaparición total del solitario y enfermizo recluso, y el rejuvenecer del ciudadano con pensamientos y hábitos normales. Ese mismo día, comenzaría una nueva etapa. 

Y así lo hizo, o al menos lo intentó. Se puso el sombrero y tomó su bastón, tratando de imprimir agilidad y vivacidad a sus pasos mientras caminaba por la calle. Si el intento fue un triste fracaso, él, al menos, no apreciaba la magnitud de dicho fracaso. En todo caso, significaba que su paso ya no sería carente de propósito y mecánico, sino que a partir de entonces tendría intención. Al descender los escalones del porche, observó a su alrededor no con ojos apagados y enfermizos, sino con un interés renovado por todas las cosas familiares y hogareñas. 

Al llegar a su puerta, vio cerca de allí al esquire Jonas, ahora un octogenario retorcido pero aún ágil, apoyado en un poste de la cerca y observando el universo en general, como era su costumbre diaria. Saludó con un buenos días y agitó su bastón en un gesto de saludo hacia el esquire, tratando de que pareciera natural. Sus músculos envejecidos, debilitados por más de treinta años de falta de práctica en ese tipo de trucos, hicieron que fuera brusco y forzado. Aun así, el propósito amistoso estaba presente, claramente visible, así como el tono amigable de su voz. Sin embargo, el esquire, generalmente la persona más cortés y ciertamente una de las más conversadoras, no respondió al saludo. La sorpresa paralizó sus facultades, ató su lengua y paralizó sus músculos. Miró estupefacto por un momento y luego, habiendo recuperado sus facultades, se ajustó firmemente el sombrero de paja marrón sobre su anciana cabeza y subió apresuradamente por su sendero de grava, tan rápido como sus dos piernas reumáticas le permitían, para entrar corriendo en su casa como si llevara noticias increíbles y difíciles de creer. 

El señor Stackpole abrió la puerta de su cerca y salió, comenzando a caminar por la acera. A mitad de la siguiente manzana se encontró a un hombre que conocía, un relojero anciano de origen suizo que trabajaba en la joyería de Nagel. Cientos, tal vez miles de veces, había pasado junto a este hombre por la calle. Siempre lo había hecho evitando su mirada y con un rígido gesto de reconocimiento. Ahora, acercándose por detrás, el señor Stackpole le deseó alegremente un buen día. Al escuchar las palabras, el suizo giró sobre sus talones, luego hizo un sonido de asfixia y retrocedió, como si hubiera recibido un golpe. Confuso, murmuró algo sin sentido, y miró al señor Stackpole con los ojos muy abiertos, como quien ve una aparición a plena luz del día. Se tropezó con sus propios pies y se apartó hacia el borde de la estrecha acera. El señor Stackpole pensó en caminar junto al suizo, pero este no lo permitió. Tropezó unos metros más, mudo y claramente avergonzado de encontrarse en aquella compañía inesperada, y luego, con un sonido murmurado que podría interpretarse como una disculpa, una explicación o una muestra de profunda sorpresa por su parte, o quizá una combinación de todas ellas, se desvió abruptamente hacia un camino lateral cubierto de hierba que se adentraba en el viejo huerto de los Enders, y que no llevaba a ninguna parte en particular. Una vez que le dio la espalda al señor Stackpole, se santiguó fervorosamente. En su rostro se reflejaba el semblante de quien quiere alejar lo que es malvado y sobrenatural. 

El señor Stackpole siguió su camino. En un terreno baldío entre las calles Franklin y Clay, cuatro niños pequeños jugaban al gato tuerto. Con su bastón, golpeando las puntas de las hierbas con toques que intentaban parecer casuales, se detuvo a observarlos, con una media sonrisa de aprobación en su rostro. Con su postura y expresión mostraba que deseaba que ellos buscaran la aprobación del anciano ante su habilidad en el juego. Ellos también se detuvieron al verlo, parando de golpe el juego. Todos lo miraron, y el bateador se retiró rápidamente al otro lado del terreno común, arrastrando su bate. Los otros tres lo siguieron, lanzando miradas furtivas por encima de sus hombros. Bajo un árbol en la parte trasera del terreno conferenciaron juntos, mientras lanzaban rápidas y tímidas miradas hacia donde él estaba parado. Era evidente que algo había maldito su espíritu; además, incluso a esta distancia, irradiaban una especie de sospecha inarticulada, una sospecha de la cual él era objeto. 

Durante muchos años, las facultades del señor Stackpole para observar los motivos y acciones de sus semejantes habían estado adormecidas. Sin embargo, el desuso no las había embotado por completo. La introspección constante no había destruido su capacidad de especulación. Estaba oxidada, pero aún funcionaba. Había interpretado correctamente la estupefacción del esquire Jonas, y el ridículo miedo del relojero. Ahora interpretaba correctamente el escalofrío que su cambiada apariencia, alegre y animada en lugar de distante y sombría, había causado en los niños. Bueno, podía entenderlo todo. El cambio repentino en él, sin advertencia previa, los había sorprendido y asustado de verdad. Bueno, eso era de esperar. El camino no había sido adecuadamente preparado para la transformación. Sería diferente cuando se publicara el Daily Evening News. Volvería a casa y esperaría. Cuando la gente leyera lo que estaba en el periódico, no lo evitarían ni huirían de él. Vendrían a su casa para darle sus buenos deseos, para restablecer las viejas relaciones. Sería casi como celebrar una recepción. Para aquellos de su misma edad sería como un amigo de su juventud que regresaba después de una larga ausencia, con el sombrío extraño que había vivido en su casa ahora expulsado y desaparecido para siempre. 

Se dio la vuelta, y regresó a casa y esperó. Pero, durante un tiempo no sucedió nada, excepto que, en medio de la tarde, la tía Kassie desapareció inexplicablemente. No la encontró cuando se levantó de su asiento en el porche delantero y regresó a la cocina para darle algunas instrucciones sobre la cena. Después, a la hora de la cena, cuando entró en el comedor, y sin intención consciente, tarareó una vieja melodía, y ella dejó caer un plato de pan de huevo caliente y desapareció en la cocina, dejando los fragmentos rotos en el suelo. No regresó. Nadie le sirvió la cena. Mientras la buscaba por la casa, ella huía apresuradamente por el callejón, camino a la casa del predicador. Sentía la necesidad de su consejo sagrado, y de leer pasajes bíblicos. Estaba acostumbrada a las rarezas de su amo, pero, si de repente se volvía loco, eso era un asunto completamente diferente. Así que, en poco tiempo, se confinó con su consejero espiritual. 

El señor Stackpole regresó al porche, se sentó nuevamente y esperó lo que estaba por venir. A medida que avanzaba la tarde, antes desierta por el calor del sol poniente, la calle Clay comenzó a llenarse con los peatones que regresaban a casa desde el trabajo. Conocía de vista a la mayoría de los que pasaban. 

A dos o tres hombres y mujeres mayores que iban entre ellos los conoció bastante bien en el pasado. Pero ninguno de ellos, al pasar, se detuvo en su puerta para ofrecerle las felicitaciones que anhelaba con tanto fervor; ninguno de ellos, al verlo allí, expectante y preparado, se detuvo para decir amables palabras desde el otro lado de la cerca. Sin embargo, tenían que haber oído las noticias. Sabía que todos ellos las habían escuchado, lo sabía por las miradas que dirigían hacia su casa mientras pasaban. Sin embargo, había algo más en esas miradas, además de un interés agudizado o una curiosidad intensificada. 

¿Estaba equivocado o había también una especie de sutil resentimiento en ellas? ¿Había una sensación vagamente transmitida de que incluso los viejos conocidos se sentían casi personalmente agraviados porque un personaje del pueblo hubiera dejado de serlo de forma tan abrupta? ¿Que, de alguna manera, sentían que una sutil injusticia se había hecho contra la opinión pública, una afrenta contra la tradición cívica, por este inesperado abandono del papel que había soportado durante tanto tiempo? 

No estaba equivocado. Había una esencia de resentimiento flotante y amorfo allí. A través de los tendones invisibles de la telepatía mental, le llegó de forma enfática. 

Mientras se encogía en su silla, invocó a su filosofía para encontrar consuelo y calma para su decepción. Tomaría tiempo, por supuesto, que la gente se acostumbrara al cambio, eso era natural. En unos días, cuando el impacto de la sensación se hubiera desvanecido, las cosas serían diferentes. Le perdonarían por romper una especie de ley comunitaria no expresada, pero consagrada, por así decirlo, por la costumbre. Comprendía vagamente que podría haber una ley así para su caso, un canon de procedimiento que, aunque antinatural en sí mismo, con el paso de los años se había aceptado de forma bastante natural. 

Bueno, quizás el hombre que rompiera tal ley, aunque originalmente fuera de su propia creación, debía aceptar las consecuencias. Aun así, las cosas serían diferentes cuando la mentalidad de las personas se hubiera readaptado. Esto se lo repetía una y otra vez, buscando en su repetición constante un bálsamo para su dolor, para sus sentimientos agotados. 

¡Y sus noches, seguramente serían diferentes! Ahí radicaban las raíces de la paz y el alivio que de ahora en adelante serían su destino. Al pensar en esta perspectiva, ahora inminente, elevó su alma en un himno silencioso de agradecimiento. 

Al no tener a nadie en quien confiar, era natural que nadie más supiera qué tortura había sufrido cada noche de todos esos años, que se extendían tras él en una perspectiva tan larga y terrible. Nadie más sabía cuánto había ansiado la oscuridad que, al mismo tiempo, había temido y evitado. Nadie más sabía cuánto había supuesto una burla miserable el sueño que le inundaba, leyendo hasta que llegaba un cansancio físico intenso, luego acostado en su cama durante las últimas horas de la noche, durmiendo de forma irregular, a menudo despertando, mientras desde ambos lados de su cama, desde el techo arriba, desde el cabecero detrás de él y desde el pie de la cama, luces brillantes ardían plenas y deslumbrantes sobre sus párpados nerviosos y doloridos; y finalmente, despertando sin estar renovado al amanecer, con cada nervio de sus ojos tenso por el dolor, con la conciencia de ese nimbo de resplandor falso e incesante que lo rodeaba, y el olor a sebo derretido y el hedor rancio del queroseno quemado en la nariz. Eso había sido lo más difícil de soportar. Lo había tolerado incesantemente debido a su temor a algo infinitamente peor: el rostro agonizante, retorcido y moribundo de Jess Tatum, que saltaba hacia él desde las sombras. Pero ahora, gracias a Dios, ese fantasma creado por él mismo, ese espectro nunca visto pero siempre temido, descansaba para siempre. Su conciencia nunca más lo torturaría, ni a su alma ni a su cuerpo. Esa noche dormiría, dormiría como lo hacen los niños en la oscuridad envolvente, amigable y reconfortante. 

Apenas podía esperar a que llegara la hora adecuada para acostarse. Olvidó que no había cenado; se olvidó, con esa deliciosa anticipación, de las decepcionantes experiencias del día. Mecánicamente, al caer la oscuridad, encendió las luces de toda la casa, y, por el hábito arraigado, las dejó encendidas cuando a las once en punto abandonó el porche brillantemente iluminado y se fue a su habitación del segundo piso. Se desvistió y se puso la ropa de dormir, convirtiéndose en una figura grotesca y encogida, con sus piernas desnudas y flacas, su rostro ansioso y ceniciento, y su delgada garganta del color del polvo que sobresalía de la prenda sin cuello. Apagó la llama de la lámpara de aceite que ardía en una mesilla junto a su cama y apagó las dos velas que estaban la mesilla del lado derecho. 

Entonces se metió en la cama y extendió los brazos, uno en alto y el otro detrás de él, encontrando con los dedos de una mano la llave de paso del quemador de gas que colgaba desde el techo, al final de un tubo de hierro en forma de cuello de ganso, y encontrando con los dedos de la otra el interruptor de pared que controlaba el conjunto de luces eléctricas de su alrededor, y, con un suspiro prolongado de liberación feliz, apagó tanto el gas como la electricidad al mismo tiempo, y hundió la cabeza hacia la almohada. 

El suspiro de alivio se convirtió en un grito de terror mortal. Cada miembro temblando, gritando en continuo frenesí de miedo, se puso de rodillas buscando con manos temblorosas el interruptor, rebuscando a continuación fósforos con los que volver a encender el gas. Porque la oscuridad, esa oscuridad que le había resultado ajena durante más de la mitad de su vida, se había abalanzado sobre él como un enemigo, sofocándolo, envolviendo su cabeza con sus terribles pliegues negros, tapando sus fosas nasales con sus dedos negros, agarrando su garganta con cuerdas negras, logrando que su respiración se detuviera. 

Esa oscuridad por la que había sentido un anhelo desesperado e insaciable durante más de treinta años se había convertido en un horror y un demonio. La había expulsado de sí. Cuando le ordenó que volviera, no regresó como un amigo y un consuelo, sino como un demonio burlón. 

Durante meses y años había sido consciente de que sus nervios ópticos, castigados y asediados por el brillo constante y poco saludable, estaban cerca del colapso, y que todos los demás nervios de su cuerpo, desgastados y alterados, también estaban desequilibrados y desgastados. Siendo consciente de esto, todavía no podía ver ninguna esperanza de alivio, ya que sus miedos eran mayores que sus facultades de razonamiento o su fuerza de voluntad. Con el miedo levantado y eternamente disipado de un soplo, había pensado encontrar consuelo y calma y restauración en la oscuridad. Pero ahora la oscuridad, por la que su alma, con su anhelo, y su cuerpo, con su angustia, habían clamado incesante y vanamente, también le era negada. No podía enfrentar ni una cosa ni la otra. 

Agachado allí, entre las sábanas de la cama, lo razonó todo, y pronto encontró la respuesta. Y la respuesta era esta: la Naturaleza por un tiempo olvida y perdona los delitos contra ella, pero llega un momento en que la Naturaleza deja de perdonar el maltrato del cuerpo y la mente, y entonces envía su ley de expiación, que cae sobre el transgresor con cien veces el interés compuesto. El consumidor de narcóticos lo sabe; el borracho lo sabe; y este pobre automortificado, víctima de su propia imaginación, también lo sabía. La sutil insinuación de ello se había reflejado en la actitud de sus vecinos durante ese día, ya que, simplemente, habían obedecido la ley del orden natural de las cosas, sin darse cuenta ni analizarlo conscientemente. La prueba directa de ello fue revelada, y manifestada aún más evidente, por este trance nocturno. Estaba convicto, un violador crónico de la regla inmutable. Y sabía, asimismo, que solo había una salida de esa situación, y la tomó allí, en su habitación, rodeado vívidamente por el obsceno e indecente círculo de luces que alejaba la bendita y maldita oscuridad mientras el alma del suicida se extinguía. 

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