La Segunda Venida del Primer Esposo
Si tan solo la señora Thomas Bain se hubiera contentado con comparar al señor Thomas Bain con los hombres que había a su alrededor, él no se habría visto en una seria desventaja a la hora de encontrar sus contraargumentos. Del arsenal de municiones de ella, él podría haber tomado prestados proyectiles que usar en su propia defensa. Por ejemplo, si ella citara la pulida elegancia en el comportamiento del señor Fulano, quien hablaba con esa sutil inflexión en la voz que prácticamente decía a gritos que los modales de Thomas dejaban mucho que desear, la respuesta del señor Bain habría sido pronta y rápida: no habría tenido reparos en señalar que Fulano descuidaba notoriamente a su familia, o que bebía demasiado, o que habitualmente no pagaba sus justas deudas. Se debe comprender que el señor Bain no era un agitador aficionado a propagar escándalos, pero un hombre debe defenderse con las armas que tiene a su disposición.
Sin embargo, el método de ataque de la señora Bain era demasiado sutil para él; lo dejaba prácticamente desarmado. En el mundo exterior, él era perfectamente capaz de cuidar de sí mismo. Bajo el techo doméstico, cuando su esposa lo juzgaba y cuestionaba sus formas, sus pequeñas deficiencias o sus grandes faltas, él se encontraba completamente perdido, incapaz de una adecuada refutación. ¡Le generaba una sensación de desamparada impotencia! Lo cierto es que le habría generado esa sensación a cualquier hombre normal. Y el señor Bain era, en todos los aspectos esenciales, un hombre normal: un buen ciudadano, un buen proveedor y, en lo que respecta a los maridos, un esposo justo y promedio.
No quiero causar ninguna injusticia a la señora Bain. Ella también era una mujer normal. Pero es natural que, cuando el destino ha proporcionado una ventaja que se ajusta a nuestras manos, esa ventaja sea aprovechada. Y su ventaja era muy grande. Criticaba al señor Bain comparándolo con la imagen mental de su primer esposo.
Y su primer esposo estaba muerto. Actualmente, por una cuestión de decencia común, un hombre honorable —y el señor Bain era un hombre honorable— no puede hablar mal de los muertos. Además, si en un momento de provocación hubiera estado dispuesto a contestar que, después de todo, el primer esposo de la señora Bain no era exactamente la perfección, no habría podido presentar pruebas que respaldaran esa afirmación. Nunca había visto a su predecesor. No conocía a nadie que hubiera conocido al difunto. La actual señora Bain llevaba siendo viuda durante tres años cuando él la vio por primera vez. En ese momento, ella había regresado recientemente de Honolulu; fue allí donde la mano de la muerte la había despojado de marido, por así decirlo. Y Honolulu está muy lejos de Brockway, Massachusetts, donde la familia de Tom Bain, una estirpe de estar en casa, había vivido las últimas cinco generaciones.
Por lo tanto, en esas ocasiones recurrentes en las que la señora Bain, con un aire entristecido, casi melancólico, se veía empujada a recordar las maravillosas cualidades de su primer esposo, su temperamento, su disposición impecable, su tacto, su amabilidad o lo que fuera, para su segundo esposo no quedaba otra que sufrir en un silencio impotente. No es bueno que alguien en esta tierra, y especialmente un esposo, deba sufrir incomodidades en silencio. El sufrimiento exige expresión vocal.
Por lo demás, el señor y la señora Bain encajaban estupendamente el uno con el otro. Era ese difunto primer esposo, invocado por ella, quien seguía apareciendo para arruinar la razonable felicidad que podría haberles deparado la vida. La situación estaba afectando los nervios de Tom. De hecho, en el momento en que comienza este relato, ya le había afectado los nervios. Había llegado a un punto en el que frecuentemente deseaba que nunca hubiera existido ese primer esposo.
Y hubo momentos en los que casi se permitía desear que tampoco hubieran existidos segundos esposos.
Con la intensidad vívida de un veterano de guerra que recuerda el momento en que fue herido, podía evocar la ocasión en que el primer esposo de la señora Bain entró por primera vez en su vida. Solo llevaban casados unas pocas semanas, la luna de miel había terminado y él, que siempre había viajado solo, se estaba adaptando a la sensación de estar en pareja. Este era un trabajo más fácil para la señora que para su compañero; ella ya había pasado por el proceso antes. Pero, aunque Tom Bain pudiera ser inexperto en el asunto de estar casado, subconscientemente ya estaba empezando a adaptarse a su lugar designado en el esquema matrimonial entre él y esta encantadora dama. En otras palabras, había llegado al punto en el que estaba dejando de actuar como novio para pasar al estado de esposo, menos estudiado y más práctico. Estaba listo para dejar de interpretar un papel y ser él mismo siempre, aunque con las limitaciones y restricciones impuestas por el nuevo estado.
La campaña en su contra, por llamarla así, se abrió la tarde siguiente a su regreso del viaje a White Sulphur. Ese primer día de vuelta a su escritorio había sido duro; se había acumulado mucho que parecía requerir su atención personal mientras estaba fuera. Salió de la oficina bastante agotado. De camino a casa, construyó la agradable visión de una pequeña cena tranquila, y luego una pacífica hora en la sala de estar, con pantuflas y una vieja bata de fumar.
La señora Bain lo recibió en la puerta con un saludo que lo puso de buen humor. Este, decidió, era el mejor de todos los mundos posibles para vivir y, sin duda, la mejor de todas las formas posibles de vivir.
—Llegas tarde, cariño —dijo—. Apenas tienes tiempo de subir y ponerte tu traje de noche. Te lo he dejado listo.
—¿Por qué? ¿Acaso hay alguien que venga a cenar? —preguntó.
Ella se apartó ligeramente de él.
—No, no viene nadie —dijo—. ¿Qué importa eso?
—Bueno —dijo—, estoy bastante cansado, y pensé que, ya que solo seremos nosotros dos, podría sentarme a la mesa tal como estoy.
—Muy bien, querido —dijo ella—, haz lo que quieras.
Pero él notó que ella, en vez de «cariño», había usado la formal versión de «querido». Además de eso, se deslizó fuera del círculo del brazo con el que la rodeaba. De pronto percibió un ligero rastro, una leve insinuación, de cierto aire otoñal.
—Haz lo que quieras —repitió ella.
Pero, como hombre recién casado, ¿cómo podía hacer lo que quisiera? Se vistió con la camisa tiesa, el cuello alto y estrecho que le oprimía la garganta, los apretados zapatos de charol y el resto de la parafernalia fúnebre en la que el hombre civilizado se envuelve en cualquier ocasión supuestamente festiva. Ella le lanzó una mirada de aprobación cuando, diez minutos después, se presentó ante ella.
—Tom —dijo ella mientras se sentaban—, creo que siempre debes vestirte para cenar. Arthur siempre decía que un caballero debería vestirse para cenar. —Él la miró, desconcertado por un momento.
—¿Arthur? —repitió él.
—Mi primer esposo —explicó ella—. Arthur tenía tan buen aspecto con su traje de noche…
—Oh —dijo él, y eso fue todo lo que dijo durante un minuto aproximadamente. Estaba pensando.
Ella también estaba pensando. Popularmente se asume que casi todas las mujeres tienen intuición, y ciertamente esta mujer en particular tenía la suya. Probablemente fue en ese mismo momento de reflexión que la dama decidió trazar un plan de acción para el futuro.
En cualquier caso, ese fue el comienzo. Con el tiempo, el señor Bain se dio cuenta de que era víctima de una suave tiranía, de que había caído prisionero de una fuerza enemiga compuesta por una dama cariñosa, pero algo dominante, y el recuerdo de una personalidad muerta y desaparecida. El primer esposo de la señora Bain seguía obstinadamente al segundo esposo de la señora Bain. A diario, de una forma u otra, Arthur era recordado. Parecía que Arthur nunca perdía la paciencia. Lo que hacía que la comparación fuera más dolorosa era el hecho indudable de que el señor Bain ocasionalmente sí perdía la paciencia. Arthur nunca elevaba la voz por encima de un tono bajo y refinado, sin importar lo irritado que pudiera estar. Arthur era tan ordenado; Arthur nunca dejaba su ropa tirada donde la soltaba. Arthur nunca le había dicho una palabra desagradable en los siete años que estuvieron juntos. Arthur siempre había sido considerado con sus sentimientos. Era Arthur esto y era Arthur aquello; ella se dio cuenta de su poder, y lo utilizó. El primer esposo de la señora Bain siempre estaba, por así decirlo, al lado del segundo esposo de la señora Bain, reprendiéndolo, amonestándolo, corrigiéndolo, incluso regañándolo. Y a pesar de que era una persona de naturaleza alegre y muy afable, el segundo esposo de la señora Bain, al final del primer año de su matrimonio, estaba camino de convertirse en una persona muy infeliz. Su matrimonio era arrastrado por los rápidos en dirección a una atronadora cascada, peligro del cual ella no se daba cuenta y que él, completamente bajo el dominio de fuerzas que era incapaz de frenar, solo apreciaba de forma vaga y perezosa. Lo que él quería por encima de todas las cosas era estar con su esposa hasta que la muerte los separara. Pero siempre estaba Arthur siguiéndolos, convirtiendo lo que podría haber sido una agradable compañía de dos en una insoportable multitud de tres.
Pero, como alguien dijo muy acertadamente, siempre está más oscuro justo antes del amanecer. En este caso, sin embargo, la liberación llegó al oprimido no con los graduales destellos del amanecer que se despereza, sino más bien con el sólido énfasis de un rayo que cruza el cielo despejado. Tuvo lugar tras una noche de bridge con los Tucker, noche en la que Bain, que jugaba bien, tenía como compañera a la señora Tucker, que no jugaba bien, y posiblemente en el transcurso de esta, y una o dos veces, le traicionara algún pequeño gesto de impaciencia. A medianoche, al entrar en su casa, la señora Bain retomó sus comentarios acerca de un tema del que ya se había hablado en el taxi, camino a casa.
—Cariño —decía ella—, realmente tengo que insistir en que, a mi parecer, ningún nivel de exasperación puede justificar que muestres tus sentimientos como lo has hecho al menos dos veces durante la partida. Arthur nunca habría…
En ese instante, el dedo del señor Bain encontró el interruptor junto a la puerta de la sala de estar y las luces se encendieron. Lo que sucedió a continuación —en cuanto a la parte vocal— podría hacer pensar a un oído indiscreto que esos sonidos estaban siendo producidos bajo dos personas en un fuerte estado de nervios.
—¿Eh? —Esa fue la primera exclamación sorprendida.
—¡A-a-a-aaah! —Un grito agudo, parte grito, parte alarido, de ella.
—Yo-yo…
—¡Oh! —De nuevo el turno de la señora Bain.
—¡Tú! —El asombrado jadeo de reconocimiento de Tom.
—Sí, Evelyn, soy yo. Ese es quien soy —dijo una tercera voz en tono tranquilo y casual.
Después de esto, durante un momento, el hechizo de una terrible estupefacción mantuvo al señor y la señora Bain en silencio.
De pie frente a ellos, en mitad de la habitación, había una sombra. Uso esa palabra deliberadamente. Con la misma precisión podría haber escrito «aparición» o «espectro» o «figura» o «espíritu» para describir lo que tenían delante. Prefiero la palabra «sombra».
Mostraba el contorno, algo ondulado e incierto, de un hombre. Y poseía la voz de un hombre, una voz tranquila, segura, casi casual. También el aspecto era de hombre, o al menos la sugerencia tenue y nebulosa de su atuendo. Pero no tenía sustancia alguna, ninguna en absoluto. No tenía color definible tampoco. Tenía más bien el aspecto de una figura humana dibujada con líneas de humo muy tenues. Se podía ver a través de ella y distinguir, como a través de un trozo de neblina, el diseño del tapiz al otro lado. Y ahora, mientras hablaba de nuevo, se podía ver de alguna manera indefinible cómo su voz nacía de lo más profundo de su pecho y ascendía, emergiendo por sus labios. No era más que un parche de niebla modelado por una magia sobrenatural con la semejanza de una forma humana. Era inconcebible, imposible, una increíble invención de la imaginación y, sin embargo, ahí estaba.
Su segunda frase estuvo dirigida al señor Bain, quien se había quedado inmóvil, su dedo aun pulsando el interruptor, con los ojos abiertos al doble de su tamaño y la mandíbula inferior descolgada.
—¿Asombrado? Permítame presentarme. Soy Arthur, el primer esposo de la señora Bain. Me alegra conocerle.
El señor Bain volvió en sí de repente. Las cadenas de reprimida contención de doce largos meses cayeron, desplomándose.
—¿Eres tú? —respondió—. Vaya, que me parta un rayo si acaso me alegra conocerte.
—Lo entiendo. —La voz era suave, casi compasiva—. Pero más tarde se alegrará, creo, y mucho. ¿Nos sentamos todos?
El Ser tomó una silla. Y el respaldo de la silla reveló de manera nublada el torso medio materializado de su ocupante. Mecánicamente, con bruscos movimientos, el señor Bain hizo lo mismo, y también tomó una silla. La señora Bain, emitiendo sonidos lastimeros desde su garganta, ya se había arrojado sobre un sofá, y estaba acurrucada allí. Era bueno que el sofá quedara cerca de la puerta, ya que sus piernas no podían sostenerla por más tiempo.
Su primer esposo, así lo llamaremos, se dirigió a ella.
—Controla tus emociones, Evelyn —le ordenó—. No hay motivo para ponerse nerviosa. Además, esos extraños sonidos que estás emitiendo me molestan. No tengo demasiado tiempo, y tengo mucho que decir.
Se aclaró la garganta, proceso que podía ser seguido tanto por la vista como por el oído, y continuó:
—He estado tratando durante meses de lograr este encuentro. De hecho, desde poco después de tu matrimonio con este caballero. He intentado regresar a la tierra con el único propósito que me trae esta noche. Pero ha sido difícil, muy difícil. —Suspiró visiblemente—. No se me permite explicar la naturaleza de los obstáculos. Simplemente digo que fueron muy grandes. Como puedes ver, aún no puedo lograr solidez, el peso y la densidad específica que anhelaba adquirir. Así que simplemente vine con la forma algo esquemática e incompleta en la que me veis ahora.
»Mi motivo para venir es simple. Deseo que se haga justicia. Donde estaba, no podía descansar en paz sabiendo que tú, Evelyn, estabas mintiendo de manera tan escandalosa y, lo que es peor, me convertías en cómplice sin saberlo, por así decirlo, de tus mentiras.
»Evelyn, has sido una mujer malvada. Le has hecho un gran daño a este caballero de aquí. —Señaló al señor Bain con un gesto de su brazo espectral—. Y, lo que es aún peor, me has hecho un grave daño a mí también. Puede que solo sea un recuerdo, y puedo decir que eso es precisamente lo que soy, pero incluso un recuerdo tiene sus sentimientos, su sentido de la responsabilidad, sus obligaciones consigo mismo.
»Muy bien, tras dejar eso claro, seguiré: caballero, durante casi un año ha sido intimidado por la imagen constantemente presentada de un modelo de virtud. ¿No es así? Su tranquilidad mental se ha visto seriamente afectada. Y yo resentí la difamación que se hizo a mi nombre. Ha supuesto un insulto que ningún recuerdo respetable debería soportar. Caballero, deseo que conozca la verdad: yo no era ningún modelo de virtud, y doy gracias a Dios por eso. No fui el esposo perfecto que esta mujer quiere que crea. Era quisquilloso, lleno de defectos y cascarrabias, ¡y estoy orgulloso de ello!
—Oh, Arthur. —La señora Bain, estaba reviviendo bajo el ataque, reuniendo sus propias defensas a medida que recuperaba su capacidad de dar un discurso coherente.
—No me digas «Oh, Arthur», en su lugar escucha. Y usted también, caballero, si es tan amable. Discutíamos con frecuencia en aquellos años de nuestro matrimonio. Ella se quejaba de mis modales bruscos, de mis ataques de irritabilidad, de mi negativa a agradar a muchas de las personas que ella insistía en que agradara, de mis gustos, mis hábitos e inclinaciones. A ella no le gustaban algunos de mis amigos; a mí no me gustaban muchos de los suyos. Me oponía a varios aspectos de ella, y rara vez me abstenía de decirlo. Ella le ha dicho que entre nosotros nunca hubo una palabra fuera de lugar. ¡Bah! Había decenas de miles de palabras fuera de lugar. Cuando se nos desquiciaban los nervios, lo cual ocurría a menudo, ninguno de los dos dudaba en hacérselo saber al otro. Cuando discrepábamos sobre algo, lo discutíamos, y a menudo discutíamos. Nos amábamos, es cierto, pero el simple hecho de amarnos no nos convertía en ángeles. Nos enfadábamos y nos reconciliábamos y volvíamos a enfadarnos. A veces éramos como una pareja de palomas arrulladoras, y, otras veces, el mono y el loro del cuento tenían poco, por no decir nada, que envidiarnos. En resumen, y en pocas palabras, nos comportábamos tal y como lo haría una pareja casada y razonablemente bien compenetrada. Y por mi propio bien, e incidentalmente por el suyo, caballero, no quiero que crea lo contrario.
»Eso es prácticamente todo lo que tenía que decir. Después de haberlo dicho, quiero agregar unas palabras finales a nuestra esposa aquí presente. Evelyn, hablando con la autoridad que corresponde a un primer esposo, quiero decirte que, según mis observaciones desde la otra esfera, tu actual esposo es un tipo estupendo. Me gusta verlo como mi sucesor. Y tengo la intención de asegurarme de que lo trates equitativamente. Espero sinceramente que esta visita haya supuesto una lección para ti. De ahora en adelante, en tu trato con él, por favor, sé buena y muestra tus propios méritos. Por favor, abstente de arrastrarme a tus discusiones como abogado de tu parte. Mi paciencia no es mayor que antes de convertirme en un recuerdo, recuérdalo. Sinceramente espero que no sea necesario que te amoneste personalmente una segunda vez. Porque te advierto, aquí y ahora, que la próxima vez regresaré en circunstancias que pueden resultarte muy incómodas. La próxima vez no habrá privacidad en mi aparición; me presentaré ante ti en público. Te convertirás en el centro de todos los cuchicheos, Evelyn. Habrá artículos sobre ti en el periódico, y espiritistas y médiums en trance y curiosos de lo oculto, un grupo entrometido y fisgón, te agobiarán. Así que ten cuidado, Evelyn.
»Caballero, le extiendo mis mejores deseos. Lamento no habernos conocido antes. Bueno, algún día compensaremos el tiempo perdido, cuando se una a mí en el plano donde actualmente resido. Bueno, supongo que eso es todo… Oh, si no os importa, simplemente me desvaneceré en el aire y me elevaré por la chimenea, es más conveniente. —De la nada, cerca de la chimenea, surgió una voz que se hizo más tenue y débil—: Adiós, Bain, viejo amigo; adiós, Evelyn, y no lo olvides.
Fue en este momento cuando la señora Bain se desmayó. También se debe hacer notar que, mientras corría a su lado para reanimarla, el señor Bain portaba en su rostro una expresión de solícita preocupación conyugal, al tiempo que sus pies se movían como en un baile.
Personalmente, no creo en los fantasmas. Asumo, lector, que tú tampoco crees en los fantasmas. Pero la señora Bain sí, y, en cuanto al señor Bain, él también cree firmemente en ellos. Y, como hombre felizmente casado, renueva y fortalece esa creencia cada día.