Leyendas de haschischs
Leyendas de haschischs I Leticia tenía unos ojos negros de los que siempre fluía una mirada cariñosa e interrogadora de animal doméstico. ¡Qué hermosa era! ¡Qué delicioso bienestar me producía el verla cerca de mí, mientras yo llenaba cuartillas de papel en mi mesa de trabajo! Alta, delgada, pálida, extremadamente pálida, venía a sentarse frente a mí con un libro sobre las faldas, en el cual leía, en tanto que no se oía más que el febril galope de mi pluma sobre las cuartillas. Cuando en mi trabajo se abría una solución de continuidad y levantaba yo la cabeza, me encontraba con la mirada dulce de Leticia que intentaba indagar la causa de mi interrupción… Otras veces entraba furtivamente en mi gabinete, y recostándose sobre el espaldar de mi sillón, leía los cuentos de amor que yo escribía. El perfume de sus cabellos me denunciaba la presencia de mi amada, pero entonces fingía yo no haberla advertido, y escribía en el papel una frase de amor de aquellas que a ella, solo a ella decía, una de aquellas solicitudes ardientes y apasionadas que solo a ella dirigía. Al verse descubierta Leticia enlazaba sus brazos a mi cuello y me besaba en los ojos y en los labios… ¡Pobre reina mía! Recuerdo muy bien las claras noches de verano en que subíamos a la terraza y pasábamos dos o tres horas interrogando al cielo con nuestro pequeño telescopio, bañados por la luz astral que nos cubría como si fuera el sutil polvillo blanco desprendido de las alas de una enorme mariposa pálida. Leticia parecía entonces albergar en su alma, el alma casta de las estrellas. Un ambiente de amor místico nos saturaba, y nuestros besos tenían entonces una extraña pureza, como si tradujeran el espíritu misterioso que animaba ese infinito abismo abierto encima de nuestras cabezas. Y nos desagradaban y nos avergonzaban los recuerdos impuros de nuestras locuras pasionales, de las exquisiteces y refinamientos en que nos desvanecíamos y aniquilábamos nuestra vida. En esos momentos nuestro amor era un culto: nos sentíamos impregnados del alma serena del Cosmos: nuestras miradas vagaban por las comarcas siderales, por Sirio y Canopo, por la Vega y Betelgeuse y por la amplia cabellera de Berenice y el inmensurable chorro lácteo que parte del seno de Juno. Nos creíamos acaso andróginos y cruzábamos los misterios de la noche vinculados por una entrañable fraternidad asexuada… Después, cuando el frío de la noche nos obligaba a retirarnos al lecho, venían las exasperantes exigencias de nuestros temperamentos, y la reacción impura de nuestro amor contra las idealidades de nuestras divagaciones astrales… Viajé mucho para debilitar el recuerdo de la difunta Leticia, de la delicada Leticia. Nuestras locuras y caprichos debían matarla y así fue. Su cuerpo anémico había nacido para el amor burgués, metódico, sereno, higiénico, y no para el amor loco, inquieto y extenuante exigido por nuestros cerebros llenos de curiosidades malsanas, por nuestras fantasías bullentes y atrevidas, por nuestros nervios siempre anhelantes de sensaciones fuertes y nuevas… Los viajes y las distracciones que me procuré para debilitar el recuerdo, la nostalgia de mi Leticia, fueron inútiles. En mis horas de disolución y en las de descanso persistía en mi retina la imagen de la amada, ida para siempre; sentía el vacío de la inolvidable pálida, lo sentía en medio de la insensata embriaguez a que recurría, lo sentía cuando besaba los labios de otras mujeres, lo sentía cuando dormía, cuando meditaba, cuando escribía en mi ya solitaria estancia… ¡Cuán desoladas eran mis noches, cuán angustiosos mis insomnios, durante los cuales con la mirada hundida en las tinieblas creía ver bocetarse, con líneas difusas, la curva de su cuerpo palpitante y febril, esa curva moderada y noble, esa línea elegante, sin las osadías que crea el artificio; esa curva mística que, en los cuerpos de las santas jóvenes de algunas vidrieras góticas, expresa mejor la exaltación del fuego interior! El cuerpo de Leticia tenía la delicada pureza de una virginidad cristalizada, el encanto infantil y la gracia de una adolescencia detenida en los músculos, antes de la expansión que experimentan estos, cuando una joven ha visitado la isla de Citeres… Creía oír el crujido de mi almohada bajo el peso de la adorable cabeza, creía sentir en mis mejillas el leve roce de sus negros cabellos, tan negros como el dolor de la ausencia de mi amada, creía sentir la tibia mirada de sus ojos cariñosos y apacibles de cierva doméstica. Una noche, en la que no podía dormir, hostigado cruelmente por la visión de la inolvidable, recordé que tenía en mi escritorio una cajita de palma, primorosamente labrada y ornada con arabescos. Me la había enviado del Cairo un antiguo amigo que desempeñaba un consulado. La caja contenía el misterioso manjar del Viejo de la Montaña, el haschischs divino… Me levanté del lecho, toqué el botón eléctrico de la luz y con una pequeña plegadera de plata corté un pedazo de la pasta y comí. En seguida me senté a esperar los efectos. He aquí las impresiones que experimenté y las extravagancias que vi durante varias horas en las que estuve sumergido en extraño ensueño. II Residía yo en la antigua Trapobana, haciendo vida errante, cuando sentí que se apoderaba de mi alma el más ardiente fuego místico; tuve súbitamente la noción clara de la vanidad de las cosas humanas y resolví entregarme a la vida contemplativa. Recorriendo una selva, mientras mi pensamiento se deleitaba en altas concepciones teológicas, encontré un anciano faquir llamado Djolamaratta, muy austero y muy erudito en las ciencias teológicas, y profundo conocedor de las propiedades ocultas e íntimas de las cosas. Djolamaratta había leído y escoliado todos los libros sagrados de la India. A fuerza de meditación había llegado a vislumbrar, como a través de una espesa niebla, la infinitud de Brahma; y esa aproximación al gran Ser en una pulgada más que el resto de los mortales le hacía infinitamente superior a estos en ciencia y en poder. El
La Granja Blanca
La Granja Blanca I ¿Realmente se vive la vida o es una ilusión prolongada? ¿Somos seres autónomos e independientes en nuestra existencia? ¿Somos efectivamente viajeros en la jornada de la vida o somos tan solo personajes que habitamos en el ensueño de alguien, entidades de mera forma aparente, sombras trágicas o grotescas que ilustramos las pesadillas o los sueños alegres de algún eterno durmiente? Y si es así, ¿por qué sufrimos y gozamos por cuenta nuestra? Debiéramos ser indiferentes e insensibles; el sufrimiento o el placer debieran corresponderle al soñador sempiterno, dentro de cuya imaginación representamos nuestro papel de sombras, de creaciones fantásticas. Siempre le exponía yo estas ideas pirronianas a mi viejo maestro de filosofía, quien se reía de mis descarríos y censuraba cariñosamente mi constante tendencia a desviar las teorías filosóficas, haciéndolas encaminarse por senderos puramente imaginativos. Más de una vez me explicó el sentido verdadero del principio hegeliano: todo lo real es ideal, todo lo ideal es real; principio que, según mi maestro, yo glosaba e interpretaba inicuamente para aplicarlo a mis conceptos ultrakantianos. El filósofo de Könisberg afirmaba que el mundo, en nuestra representación, era una visión torcida, un reflejo inexacto, un noumeno, una sombra muy vaga de la realidad. Yo le sostenía a mi maestro que Kant estaba equivocado, puesto que admitía una realidad mal representada dentro de nuestro yo; no hay tal mundo real: el mundo es un estado intermedio del ser colocado entre la nada (que no existe), y la realidad (que tampoco existe): un simple acto de imaginación, un ensueño puro en el que los seres flotamos con apariencias de personalidad, porque así es necesario para divertir y hacer sentir más intensamente a ese soñador eterno, a ese durmiente insaciable, dentro de cuya imaginación vivimos. En todo caso, Él es la única realidad posible… El buen anciano y yo pasábamos largas horas discutiendo los más arduos e intrincados problemas ontológicos. La conclusión de nuestros debates era mi maestro quien la sentaba en términos más o menos parecidos a estos: que yo jamás sería un filósofo, sino un loco; que yo retorcía toda teoría filosófica por clara que fuera, la dislocaba y deformaba, como si fueran pelotas de cera expuestas al calor de un sol de extravagancia; que no tenía la serenidad necesaria para seguir con paso firme un sistema o teoría, sino que, muy al contrario, se me exaltaba la fantasía y trocaba las ideas más transparentes, y hasta los axiomas, en cuestiones intrincadas: hacía rocas gigantescas de los guijarros del camino, a fuerza de sutilezas absurdas e inaguantables. Y, añadía mi maestro, que yo le hacía el efecto, bien de esas flores de ornamentación que comienzan siendo correctamente vegetales y terminan en cuerpos de grifos, cabezas de silvanos o disparatadas bestias; bien de un potro salvaje y ciego, que galopara desaforadamente en medio de una selva incendiada. Nunca quiso admitir que sus filósofos eran los imaginativos y fantaseadores, los potros salvajes y desenfrenados, y que yo era el sereno y clarividente. Sin embargo, mi caso, en el cual fue un poco actor, creo que le hizo modificar un tanto sus ideas filosóficas… II Desde que yo tenía ocho años me había acostumbrada a ver en mi prima Cordelia, una mujer que debía ser mi esposa. Sus padres y el mío habían concertado este enlace, apoyado por el cariño que nos unía y que más tarde había de convertirse en un amor loco y vehemente. Cordelia, que era pocos meses menor que yo, fue la compañera de mi infancia; con mi prima pasé el dolor de la muerte de mis padres, y adolescentes ya, fuimos mutuamente maestros el uno del otro. De tal modo llegaron a compenetrarse nuestros espíritus que experimentábamos las mismas impresiones ante las mismas lecturas y ante los mismos objetos. Yo era su maestro de matemáticas y de filosofía, y ella me enseñaba la música y el dibujo. Naturalmente, lo que yo enseñaba a Cordelia era una detestable tergiversación de la ciencia de mi maestro. En las noches de verano subíamos Cordelia y yo a la terraza a discutir a la luz de la luna. Era Cordelia alta, esbelta y pálida, sus cabellos abundantes, de un rubio de espigas secas, hacía contraste con el rojo encendido de sus labios y el brillo febril de sus ojos pardos. No sé qué había de extraño en la admirable belleza de Cordelia, que me ponía pensativo y triste. En la catedral de la ciudad había un cuadro, La resurrección de la hija de Jairo, de un pintor flamenco; la protagonista era una niña de cabellos descoloridos, cuyo rostro era muy semejante al de Cordelia, así como la expresión de asombro al despertar del pesado sueño de la muerte; se veía que en esos ojos no se había borrado la huella de los misterios sondeados en las tinieblas de la tumba… Siempre que estaba con Cordelia recordaba tenazmente el cuadro de la doncella vuelta a la vida. Cordelia discutía conmigo serenamente, recostada su pálida cabeza de arcángel sobre mi hombro. Las ideas de Cordelia seguían en su cerebro el mismo proceso mental que seguían las ideas en el mío, y se desbordaban en un raudal delicado y puro de idealismo; entonces nuestras almas, ligeramente separadas al comenzar la discusión, se unían nuevamente como viejos camaradas que se encontraran en la encrucijada de un camino y prosiguieran juntos la jornada. Ya en este punto de conjunción, dejábamos la conversación filosófica o artística y hablábamos solo de nuestro amor. El amor es vida. ¿Por qué, adorando ciegamente a Cordelia, percibía como un hálito impalpable de muerte? La sonrisa luminosa de Cordelia era vida; sus miradas, húmedas y apasionadas, eran vida; la íntima felicidad que nos enajenaba llenando de alegría y fe nuestras almas, era vida; y, sin embargo, sentía la impresión de que Cordelia estaba muerta, de que Cordelia era incorpórea. En el invierno, mientras afuera caía la nieve, pasábamos largas veladas tocando las más bellas sonatas de Beethoven y los apasionados nocturnos
El hijo pródigo
El hijo pródigo Néstor, el pintor Néstor, tan conocido por sus extravagancias, nos refirió un día en su taller la idea que había concebido para pintar un gran cuadro, El hijo pródigo, que fue excomulgado, y, sin embargo, obtuvo un gran éxito por la maestría en la ejecución, la novedad y rareza de la factura, y sobre todo por la extravagancia o humorismo de la composición, que agradó hasta el entusiasmo a los exquisitos del arte, a los gourmets del ideal, a los hijos trastornados de este fin de siècle que, fríos e impasibles ante los lienzos del período glorioso del arte, vibran de emoción ante las coloraciones exóticas, los simbolismos extrañamente sugestivos, las figuras pérfidas, las carnes mórbidas y voluptuosamente malignas, los claroscuros enigmáticos, las luces grises o biliosas y las sombras fosforescentes, en una palabra, ante todo lo que significa una novedad, una impulsión rara que mortifique el pensamiento y sacuda violentamente nuestro ya gastado mecanismo nervioso. Y de todo esto había en El hijo pródigo. Figuraos que el hijo pródigo era, ni más ni menos, Luzbel, el Ángel caído, el Maligno, cuyas maldades provocaron la cólera del Padre Eterno y el terror y la execración de la Humanidad; ese Maligno que llevó visiones infamemente voluptuosas a los ojos del anciano San Antonio en su retiro de la Tebaida, que enciende las malas pasiones de los hombres y atiza en el alma de las mujeres las pequeñas perfidias y las bajas picardías, que turba los cerebros, que juega inicuamente con los nervios y produce las exacerbaciones más concupiscentes, las irritaciones más libidinosas. Solo un loco, un desarreglado, podía tener la idea de hacer de Satán el protagonista simpático de un cuadro, solo un desequilibrado, un neurótico podría tener la idea de arrancar al Rebelde de su mansión detestable para conducirle al cielo, interesante y hermoso, con los mágicos recursos del colorido y de la expresión. Néstor nos mostró infinidad de bocetos de su cuadro y fragmentos en los que estudiaba una actitud, la expresión de una faz o un detalle importante. Repito, la idea era execrable, diabólica. ¡Luzbel redimido!, ¡Luzbel regresando al Cielo!, ¡Luzbel, como el hijo pródigo, volviendo al seno de su padre! ¡Qué horror! Bien hizo Su Ilustrísima en conceder a Néstor el triste honor de ver excomulgado su cuadro. Lo que no obstó para que fuera de una ejecución maravillosa. He aquí cómo nos historió Néstor su cuadro, que encerraba una teología infernal. ¡Nos horrorizó!… * * * Siempre he creído que Luzbel será algún día rehabilitado y conducido en hombros al Cielo por la Humanidad. Durante miles de siglos ha vivido desterrado de la gloria, y su sitio, a la diestra de Dios Padre, ha sido indebidamente ocupado por alguien que representa un principio inferior (la humildad y la mansedumbre indudablemente significan fuerzas pasivas, inferiores a las fuerzas activas de la rebeldía y el orgullo), por alguien que no ha cumplido sus ofertas de felicidad y salvación, por alguien que tuvo la vanidad de creer que con su altruismo evangélico podría hacer una revolución moral que arrancara a la Humanidad del mal, rompiendo los lazos que la unían a las manos de Luzbel. No cumplió: el triunfo de sus doctrinas fue aparente. Jesús reinó, pero no dominó desgraciadamente… ¿Por qué? Fue una simple cuestión de estrategia filosófica, y más que filosófica, fisiológica. El ángel caído aceptó la lucha y con la lucha ha crecido su poder. Jesús subió a las cumbres luminosas del alma, coronó las alturas de la vida moral: Luzbel descendió a los sombríos misterios de la carne, a los rojos abismos de la sangre, a los intrincados laberintos de los nervios, y con esta astuta estrategia pudo manejar los verdaderos y ocultos resortes de la vida. No importa que la filosofía evangélica de la caridad alumbre vivamente desde el Calvario los sistemas éticos más grandes de la Moral moderna. ¿Qué importa que el caudaloso río de la moral cristiana envuelva entre sus aguas el pensamiento moderno? No, lo que importa es ese hilito de agua corrosiva que tiene sus fuentes en la carne se ramifica por todos los filetes nerviosos y remata en los sentidos; los que importan no son los grandes sistemas filosóficos, no, son esos pequeñitos móviles, esas pequeñitas y sucesivas aspiraciones, esos pequeñitos deseos, esos pequeñitos ideales, esos pequeñitos instintos, esas pequeñitas voliciones, esos pequeñitos actos sin trascendencia aparente, en una palabra, todo aquello que no tiene fuerza cohesiva para formar un sistema filosófico, un cuerpo de especulaciones, porque fluctúan entre la lucubración abstracta, la sensación delectable y la pasión instintiva. Y, sin embargo, todo eso constituye la filosofía íntima, la filosofía de cada uno, la filosofía activa, la filosofía sin palabras, la filosofía inconsciente. Eso es lo que maneja Luzbel. Ese arroyito nervioso es el Océano turbulento en que boga, con la proa al Infierno, la triunfadora flota de Satán. Desde allí es que reina y domina con todo el imperio de un Emperador absoluto, a pesar de la religión y de las doctrinas de los moralistas; desde allí es el verdadero padre y señor de los cuerpos y de las almas todas, aunque estas se cubran con la blanca veste de la milicia cristiana; desde allí imprime en todos los hombres la huella de su formidable garra… En vano la caridad, el ascetismo y la fe en vano; en vano la pugna del espíritu para escapar a la caricia de esa mano candente: nada, ni los santos escaparon. Al que fue casto, tentó el orgullo; al caritativo, la gula; al severo moralista adormeció la indolencia física; al incendiado por la fe más ardiente, manchó la ira ciega y la intransigencia apasionada, y en casi todos hizo Luzbel fulgurar la purpúrea llama de la sensualidad, que chispeaba bien como extravío, locura o debilidad de las carnes mortificadas, maceradas, aniquiladas por la penitencia, el tormento o el ayuno; bien como una incontenible efervescencia, como una gran palpitación de la vida en los cuerpos robustos. Todos, todos son
La última rubia
La última rubia CUENTO FUTURO El oro se había agotado absolutamente en las entrañas y en la superficie de la tierra. Era tal la escasez de este precioso metal que solo uno que otro erudito tenía noticias de que hubiera existido. En un museo de Chicago había dos monedas de diez dólares, guardadas en una urna de cristal, que se consideraban como una de las más valiosas curiosidades. En otro museo de Papeete (Tahití), se conservaba un idolillo primitivo, tallado en la extinguida substancia; en París, Tombuctú, Río, Estocolmo, guardaban los museos, con extrema vigilancia, dos luises, una moneda de 50 paras, una de 10.000 reis y una de 20 kroners respectivamente. Si no hubiera sido por todos estos museos, la antigua palabra oro, auro, en esperanto, habría sido una palabra inútil, aun para expresar el recuerdo de una substancia que, repito, solo conocían unos cuantos eruditos. En cambio, la elaboración del diamante se había perfeccionado tanto que por cincuenta francos se conseguía en el año 3025 uno del tamaño de una naranja. La investigación de la piedra filosofal se hacía con mucho mayor furor que en la remota Edad media. Un alquimista logró obtener en unas cajas de uranio fosforescente un depósito de rayos de sol, que sometidos a una presión de 12.000.000.000.000.000.000.000.813 atmósferas, daba una pasta dorada que podía substituir al oro: tenía su consistencia, su peso atómico, sus propiedades químicas y podría tener las mismas aplicaciones industriales si no tuviera la detestable propiedad de licuefactarse con el frío y evaporarse; esperaba el químico que, añadiendo tres o cuatro billones de presión, obtendría una substancia más durable. Otro alquimista machacaba en un mortero los estambres de la flor de lis, adicionaba bilis de oso polar y espolvoreaba la mezcla con granalla de selenio o molibdeno. En seguida envolvía este menjurje en barro de coke, y lo sometía a las descargas eléctricas de una bobina de Rumkffork de 20 metros de largo, y obtenía una substancia amarilla y metálica, que decía ser oro, pero que tenía el inconveniente de oxidarse con la sangre, y disolverse en el amoníaco. Pero yo, que adoraba el arte y la ciencia antiguos, que había leído los libros vetustísimos de Flamel, Paracelso, Cornelio Agrippa y otros muy notables alquimistas, sabía una receta segura para obtener el oro, receta que leí en uno de esos libros en nota marginal manuscrita, que traduzco del latín para que el lector, caso de encontrar el principal ingrediente, la aproveche si quiere hacerse rico: «Tomarás un cabello de mujer rubia (rubicundce fcemine capellce) y lo pondrás durante cinco lunaciones a remojar en un matraz con una dracma de ácido muriático; cuando se haya disuelto pondrás el matraz al sol, pero solo en la época en que Venus es estrella matutina (venere stelle matutince esse) para evitar que sus rayos nocivos (letaliunz) toquen el matraz. En seguida echarás en el líquido media dracma de sangre de drago, media dracma del licor que resuda el laurel, y llenarás por fin el matraz con agua marina (aguce maris). El todo lo dejas a evaporar en lo más obscuro de una cueva salitrosa (cava nitrosa) y al cabo de un mes encontrarás la mitad del matraz lleno de un polvillo de la color del licopodio, que es oro puro (aureum vere) y que fundido en un crisol te podrá dar hasta el peso de cinco ducados». Figuraos qué enorme fortuna representaba la cabeza de una mujer rubia. Pero es el caso que así como se había acabado el oro, se habían acabado las rubias. En el año 2279 los mongoles y los tártaros, esas malditas razas amarillas, habían inundado el mundo y malogrado las razas europeas y americanas, con la mixtión de su sangre impura. No había rinconcillo del mundo a donde esa gente no hubiera llegado y estampado la huella de su maldición étnica: no había un rostro que no condujera un par de ojillos sesgados y una nariz chata; no había cabeza que no estuviera cubierta de cerdosa y negra cabellera. Con verdadera rabia esos salvajes macularon la belleza europea, como para anonadar lo que ellos no podían producir. Quizá si para asegurarse así las victorias del porvenir. Esa raza se extendió por el mestizaje, como una hiedra inmensa que hubiera cubierto el mundo, y al cabo de tres siglos apenas había uno que otro ejemplar de raza pura. La belleza germana, el tipo griego, la gentileza italiana, la elegancia francesa, la corrección británica, la gracia española son hoy meras tradiciones de las que solo en los libros antiguos se encuentran relaciones. Unas que otras familias de montañeses habían conservado los rasgos primitivos de las razas europeas, que el inmundo mestizaje malogró. Así, por ejemplo, mi familia había conservado, hasta hacía cuatro generaciones, la pureza de su raza; pero mi bisabuela se había casado morganáticamente con un acaudalado fabricante de aeroplanos eléctricos, de perfecto origen afgán. Por libros y papeles de familia sabía que mis ascendientes habían sido rubios como el sol, y que, de las cuatro ramas, tres se habían mixtionado: una, la mía, con sangre afgana, otra con la de un mestizo chino y la otra con la de un sastre samoyedo de origen manchúe. La cuarta rama se ignoraba qué suerte había corrido. Mi padre me decía, cuando yo le hablaba de la rama perdida: —Esos parientes son unos estúpidos que tienen la chifladura de la pureza de la sangre. Me lo decía en esperanto, que es el idioma universal. Yo, a pesar de ser mestizo de afgán, a pesar de mi color bronceado, sentía en el fondo de mi sangre el aristocrático orgullo y el amor a la belleza de esas razas añejas que la ola asiática envolvió y anonadó para siempre; y aplaudía íntimamente el aislamiento de esa rama, que había ido a esconder, en oculta cueva o inexpugnable montaña, los últimos rezagos de su estirpe. ¡Pobres pueblos europeos! Un tiempo fueron formados por razas viriles y dominadoras, cuyas energías, en constante acción, se desgastaron
El quinto Evangelio
El quinto Evangelio Era de noche. Jesús, enclavado en el madero, no había muerto aún; de rato en rato los músculos de sus piernas se retorcían con los calambres de un dolor intenso, y su hermoso rostro, hermoso aún en las convulsiones de su prolongada agonía, hacía una mueca de agudo sufrimiento… ¿Por qué su Padre no le enviaba, como un consuelo, la caricia paralizadora de la muerte?… Le parecía que el horizonte iluminado por rojiza luz se dilataba inmensamente. Poco a poco fue saliendo la luna e iluminó con sarcástica magnificencia sus carnes enflaquecidas, las oquedades espasmódicas que se formaban en su vientre y en sus flancos, sus llagas y sus heridas, su rostro desencajado y angustioso… —Padre mío, ¿por qué me has abandonado? ¿Por qué esta burla cruel de la Naturaleza? Los otros dos crucificados habían muerto hacía ya tiempo, y estaban rígidos y helados, expresando en sus rostros la última sensación de la vida; el uno tenía congelada en los labios una mueca horrorosa de maldición; el otro una sonrisa de esperanza. ¿Por qué habían muerto ellos y él, el Hijo de Dios, no? ¿Se le reservaba una nueva expiación? ¿Quedaba aún un resto de amargura en el cáliz del sacrificio?… En aquel momento oyó Jesús una carcajada espantosa que venía de detrás del madero. ¡Oh!, esa risa, que parecía el aullido de una hiena hambrienta, la había él oído durante cuarenta noches en el desierto. Ya sabía quién era el que se burlaba de su dolorosa agonía: Satán, Satán que infructuosamente le había tentado durante cuarenta días, estaba allí a sus espaldas, encaramado a la cruz; sentía que su aliento corrosivo le quemaba el hombro martirizando las desolladuras con la acción dolorosa de un ácido. Oyó su voz burlona que le decía al oído: —¡Pobre visionario! Has sacrificado tu vida a la realización de un ideal estúpido e irrealizable. ¡Salvar a la Humanidad! ¿Cómo has podido creer, infeliz joven, que la arrancarías de mis garras, si desde que surgió el primer hombre la Humanidad está muy a gusto entre ellas? Sabe, ¡oh desventurado mártir!, que yo soy la Carne, que yo soy el Deseo, que yo soy la Ciencia, que yo soy la Pasión, que yo soy la Curiosidad, que yo soy todas las energías y estímulos de la naturaleza viva, que yo soy todo lo que invita al hombre a vivir… ¡Loco empeño y necia vanidad es el querer aniquilar en el futuro lo que yo sabiamente he labrado en un pasado eterno!… La lengua de Jesús estaba ya paralizándose, y el frío de la muerte le invadía como una marea… Hizo un poderoso esfuerzo para hablar: —El que oyere mis palabras y creyere en el que me envió, tendrá vida eterna y no vendrá a juicio y pasará de muerte a vida. —Sí, pasará a la vida estéril y fría de la Nada… La vida es hermosa, y tu doctrina es de muerte, Nazareno. Tu recuerdo perdurará entre los hombres; los hombres te adorarán y ensalzarán tu doctrina; pero tú habrás muerto, y yo, que siempre vivo, que soy la Vida misma, malograré tu divina urdimbre deslizando en ella astutamente uno solo de mis cabellos… ¡Oh, maestro!, no es eso lo que tú querías, por cierto; tú querías salvar a la Humanidad y no la salvarás, porque la salvación que tú ofreces es la muerte y la Humanidad quiere vivir, y la vida es mi aliento. La vida es hermosa, iluso profeta… ¿Quieres vivir para velar tú mismo por la integridad y pureza de tu Buena Nueva? Yo te daré la vida con todas sus glorias, venturas y placeres: yo te la daré de mis manos… El pecho de Jesús se convulsionaba en los últimos estertores de la agonía, sus párpados se cerraban como si los pecados de todos los hombres gravitaran sobre ellos con el peso de gigantescos blocs de piedra; quiso responder con una enérgica negativa, no pudo, su garganta se había helado. —Todo ha concluido —murmuró Satán con rabia sorda—. ¡Ah, no! Aún tienes un segundo de vida para que contemples tu obra a través de los siglos. Mira, Nazareno, mira… En el espasmo supremo del último instante, Jesús abrió desmesuradamente los ojos y vio, vio a ambos lados de su cabeza los brazos extendidos de Satán evocando sobre el cielo gris una visión desconsoladora. Vio en el cielo, hacia el Oriente, su propia persona orando en el huerto de Gethsemaní; copioso sudor bailaba su rostro y su cuerpo; de pronto una aparición súbita y luminosa le llenó de congoja y de placer; un ángel enviado por su Padre le ofreció un cáliz de oro lleno de acíbar hasta los bordes: «¡Padre mío, lo beberé hasta las heces!», y lo bebió sellando así el compromiso de redimir a la Humanidad. Y la viva luz que despedía el enviado de su Padre le arrancaba del cuerpo una sombra inmensa, una larga y obscura cauda que llegaba hasta el cielo de Occidente, a través de muchos siglos, de muchas razas, de muchas ciudades. Y lo primero que aparecía bajo esa enorme sombra que cubría el tiempo y el espacio fue la cumbre de un monte en donde él, Jesús, moría crucificado entre dos ladrones. Y seguían después infinidad de perfidias, de luchas, de cismas, persecuciones y controversias entre los que creían entender su hermosa doctrina y los que no la entendían. Y vio transportarse a Roma, la Eterna Ciudad, el núcleo de los adeptos a la Buena Nueva. Y vio una larga serie de ciudades irredentas, las que, a pesar de que ostentaban elevadas al cielo las agujas de mil catedrales, eran hervidero de todos los vicios más infames y de las pasiones más bajas. Y en todas partes veía pulular, no ya como símbolos, sino como seres reales, reproducidos hasta el infinito, pero con rostros distintos, a esas dos mujeres de Ezequiel: Oolla y Oolliba. Las veía en los conventos, en las cortes, en las calles, en los templos. Y todas
Cuento de marionetes
Cuento de marionetes A una amiga I Momo, Arlequín y Pulcinella, grandes chambelanes de S. M. Pierrot IV, hacían inauditos esfuerzos para distraer la inmensa e inexplicable tristeza del rey. «¿Qué tiene su majestad?» era la pregunta que, llenos de estupor, se hacían unos a otros los cortesanos. Fue en vano que las sotas de oros, de copas, de espadas y de bastos, ministros del rey, inventaran mil diversiones para disipar su misteriosa congoja: el gorro de Pierrot ya no se agitaba alegremente haciendo sonar los cascabeles de oro. Ni Colombina, cuando saltaba en su jaca blanca, a través del aro de papel, lograba conmover la apatía del pobre monarca. —No hay duda de que el rey está enamorado… ¿pero de quién? —se preguntaban los palaciegos. Pierrot subía todas las noches a la terraza y pasaba allí largas horas contemplando el cielo y sumido en incomprensible éxtasis. Pasada la medianoche iba a su alcoba a acostarse: en el vestíbulo encontraba a Colombina, quien le aguardaba con la esperanza de que Pierrot la arrojara el pañuelo al pasar. El rey parecía ignorar hasta el uso de esta prenda, y cruzaba ante la hermosa con la mayor indiferencia. Toda la noche se la llevaba Colombina llorando como una loca, y al día siguiente hacía un escándalo en palacio, azotaba a sus perros sabios, abofeteaba a los pajes, consultaba la buenaventura a los gitanos, hablaba de incendiar el palacio y comerse una caja de cerillas, se desmayaba cada cinco minutos, y concluía por encerrarse en sus habitaciones, en donde se emborrachaba con champagne y kirschenwasser. Corrían mil conjeturas en palacio respecto a la persona que tan profundamente había impresionado al rey. Unos aseguraban que Pierrot había perdido su ecuanimidad desde que miss Füller, la Serpentina, se había ido a Cracovia; para otros no cabía duda de que el rey estaba enamorado de Sara Bernhardt, a la que había visto hacer la Cleopatra; no faltaba quien jurase por Melcarte y los Siete Cabires que la mortal afortunada era Ivette Guilbert, la deliciosa y picaresca chanteuse, que había sido el encanto de la ciudad en el pasado invierno; por último, había individuo, para quien era cosa tan digna de fe como el credo que quien había turbado la paz del corazón de Pierrot era nada menos que la princesa de Caramán Chimay. Lo cierto es que todas estas conjeturas tenían visos de probabilidad y nada más; que las rabietas de Colombina eran más frecuentes, y que el rey estaba cada día más mustio y entristecido. II Y nunca se hubiera sabido en la corte quién era la persona cuyos encantos tenían a Pierrot con el seso sorbido si él mismo no se lo hubiese dicho a maese Triboulet, su camarero y secretario de asuntos reservados. —¡Ay, mi buen Triboulet! —dijo el rey bizcando los ojos y entornándolos para ver mejor, pues era extremadamente miope—. ¡Ay, ay, ay! Triboulet, que en ese momento le ponía las calzas a la real persona, alzó la cabeza, alarmado. —¿Qué tiene vuestra majestad? ¿Algún dolor?… —Sí, Triboulet, un dolor. —Avisaré a maese Althotas… —No, Triboulet; mi dolor no se cura ni se alivia con tisanas. —¡Ah, ya! —dijo el camarero guiñando un ojo—, vuestra majestad sufre del corazón… dolor de amores. El rey no contestó: se limitó a dar un profundo suspiro. —¡Y quién es esa persona que hace sufrir a vuestra majestad! ¡Por Hércules, que debía considerarse muy honrada de que vuestra majestad se haya dignado en bajar a ella sus ojos!… —¡Ay, Triboulet!, es persona muy alta… Triboulet se puso a pensar en las princesas y reinas de Europa, Asia, África y Oceanía. —¿Será acaso la princesa de Asturias? —preguntó. —¡Oh, no! —¿La reina de Tahití, Pomaré IV? —¡Bah! —¿La emperatriz de la China? —¡Más alta, Triboulet, más alta! —¿La Czarina? —Más… —¿La reina de Inglaterra? —¡Más arriba, hombre! —¿Más arriba? La hija del Fjord de Islandia. —Pues sube más. —¿Más arriba aún? ¿Será la reina de los esquimales? —Más, más. —¡Caracoles! Más altas están las nubes. —Cien ducados de multa por la interjección… Más arriba, Triboulet. —¡Diablo! ¿Estará vuestra majestad enamorado de la luna? —¡Doscientos!… Exactamente, mi buen amigo. —¡Hum! Y Triboulet se rascó la nariz, tomó un polvo de rapé con el asentimiento del rey, estornudó, se volvió a rascar la nariz, tomó otro polvo, volvió a estornudar y se preparaba a volver a rascarse y así sucesivamente hasta que se realizara aquello del jinete en un caballo macilento, del libro de los siete sellos y la hidra de las siete cabezas, de que nos habla San Juan en el Apocalipsis; pero Pierrot no tuvo paciencia para esperar el Juicio Final. —¡Ehl ¿Y qué te parece? —Nada… —¿Cómo nada? —Es decir… casi nada. —¿Cómo, es decir casi nada? —Pues, vamos… que me parece vuestra majestad un solemne majadero. —Mira, en cuanto acabes de vestirme te haré ahorcar, seor bellaco; pero antes explícate. —¿No reflexiona vuestra majestad que ese amor es un imposible? Primero saldrá pelo a las ranas que ver satisfechas sus amorosas ansias. —¡Ay, Triboulet!, pues no me queda más recurso que dejarme morir de pena, si no consigo poseer a mi dulce y desdeñosa tirana —murmuró Pierrot con tono lacrimoso. Hubo un rato de silencio, interrumpido por los suspiros del rey. Por fin, Pierrot despidió al secretario, diciéndole: —Te prohíbo severamente que refieras a nadie mis cuitas amorosas. Naturalmente, diez minutos después, gracias a la reserva del confidente de asuntos reservados, todo el mundo sabía en palacio que Pierrot estaba enamorado de la pálida e inaccesible Selene. III La corte de su majestad Pierrot IV estaba consternada: el rey había resuelto dejarse morir si no se encontraba medio de traerle a la dama de sus cavilaciones y ensueños. Y todos los palaciegos se imaginaban que el rostro de Selene sería maravillosamente hermoso, puesto que había cautivado tan hondamente el corazón del rey. Colombina se puso furiosa al saber quién era su rival, y se pasaba largas horas de la noche escupiendo
Los ojos de Lina
Los ojos de Lina El teniente Jym de la armada inglesa era nuestro amigo. Cuando entró en la Compañía Inglesa de Vapores le veíamos cada mes y pasábamos una o dos noches con él en alegre francachela. Jym había pasado gran parte de su juventud en Noruega, y era un insigne bebedor de whisky y de ajenjo; bajo la acción de estos licores le daba por cantar con voz estentórea lindas baladas escandinavas, que después nos traducía. Una tarde fuimos a despedirnos de él a su camarote, pues al día siguiente zarpaba el vapor para San Francisco. Jym no podía cantar en su cama a voz cuello, como tenía costumbre, por razones de disciplina naval, y resolvimos pasar la velada refiriéndonos historias y aventuras de nuestra vida, sazonando las relaciones con sendos sorbos de licor. Serían las dos de la mañana cuando terminamos los visitantes de Jym nuestras relaciones; solo Jym faltaba y le exigirnos que hiciera la suya. Jym se arrellanó en un sofá; puso en una mesita próxima una pequeña botella de ajenjo y un aparato para destilar agua; encendió un puro y comenzó a hablar del modo siguiente: No voy a referiros una balada ni una leyenda del Norte, como en otras ocasiones; hoy se trata de una historia verídica, de un episodio de mi vida de novio. Ya sabéis que, hasta hace dos años, he vivido en Noruega; por mi madre soy noruego, pero mi padre me hizo súbdito inglés. En Noruega me casé. Mi esposa se llama Axelina o Lina, como yo la llamo, y cuando tengáis la ventolera de dar un paseo por Christhianía, id a mi casa, que mi esposa os hará con mucho gusto los honores. Empezaré por deciros que Lina tenía los ojos más extrañamente endiablados del mundo. Ella tenía dieciséis años y yo estaba loco de amor por ella, pero profesaba a sus ojos el odio más rabioso que puede caber en corazón de hombre. Cuando Lina fijaba sus ojos en los míos me desesperaba, me sentía inquieto y con los nervios crispados; me parecía que alguien me vaciaba una caja de alfileres en el cerebro y que se esparcían a lo largo de mi espina dorsal; un frío doloroso galopaba por mis arterias, y la epidermis se me erizaba, como sucede a la generalidad de las personas al salir de un baño helado, y a muchas al tocar una fruta peluda, o al ver el filo de una navaja, o al rozar con las uñas el terciopelo, o al escuchar el frufrú de la seda o al mirar una gran profundidad. Esa misma sensación experimentaba al mirar los ojos de Lina. He consultado a varios médicos de mi confianza sobre este fenómeno y ninguno me ha dado la explicación; se limitaban a sonreír y a decirme que no me preocupara del asunto, que yo era un histérico, y no sé qué otras majaderías. Y lo peor es que yo adoraba a Lina con exasperación, con locura, a pesar del efecto desastroso que me hacían sus ojos. Y no se limitaban estos efectos a la tensión álgida de mi sistema nervioso; había algo más maravilloso aún, y es que cuando Lina tenía alguna preocupación o pasaba por ciertos estados psíquicos o fisiológicos, veía yo pasar por sus pupilas, al mirarme, en la forma vaga de pequeñas sombras fugitivas coronadas por puntitos de luz las ideas; sí, señores, las ideas. Esas entidades inmateriales e invisibles que tenemos todos o casi todos, pues hay muchos que no tienen ideas en la cabeza, pasaban por las pupilas de Lina con formas inexpresables. He dicho sombras porque es la palabra que más se acerca. Salían por detrás de la esclerótica, cruzaban la pupila y al llegar a la retina destellaban, y entonces sentía yo que en el fondo de mi cerebro respondía una dolorosa vibración de las células, surgiendo a su vez una idea dentro de mí. Se me ocurría comparar los ojos de Lina al cristal de la claraboya de mi camarote, por el que veía pasar, al anochecer, a los peces azorados con la luz de mi lámpara, chocando sus estrafalarias cabezas contra el macizo cristal, que, por su espesor y convexidad, hacía borrosas y deformes sus siluetas. Cada vez que veía esa parranda de ideas en los ojos de Lina, me decía yo: «¡Vaya! ¡Ya están pasando los peces!», solo que estos atravesaban de un modo misterioso la pupila de mi amada y formaban su madriguera en las cavernas obscuras de mi encéfalo. Pero ¡bah!, soy un desordenado. Os hablo del fenómeno sin haberos descrito los ojos y las bellezas de mi Lina. Lina es morena y pálida: sus cabellos undosos se rizaban en la nuca con tan adorable encanto que jamás belleza de mujer alguna me sedujo tanto como el dorso del cuello de Lina, al sumergirse en la sedosa negrura sus cabellos. Los labios de Lina, casi siempre entreabiertos, por cierta tirantez infantil del labio superior, eran tan rojos que parecían acostumbrados a comer fresas, a beber sangre o a depositar la de los intensos rubores; probablemente esto último, pues, cuando las mejillas de Lina se encendían, palidecían aquellos. Bajo esos labios había unos dientes diminutos tan blancos que iluminaban la faz de Lina cuando un rayo de luz jugaba sobre ellos. Era para mí una delicia ver a Lina morder cerezas; de buena gana me hubiera dejado morder por esa deliciosa boquita, a no ser por esos ojos endemoniados que habitaban más arriba. ¡Esos ojos! Lina, repito, es morena, de cabello, cejas y pestañas negras. Si la hubierais visto dormida alguna vez, yo os hubiera preguntado: ¿de qué color creéis que tiene Lina los ojos? A buen seguro que, guiados por el color de su cabellera, de sus cejas y pestañas me habríais respondido: negros. ¡Qué chasco! Pues, no, señor; los ojos de Lina tenían color, es claro, pero ni todos los oculistas del mundo, ni todos los pintores habrían acertado a determinarlo ni a reproducirlo. Los
Una historia vulgar
Una historia vulgar Un joven médico francés me refirió una historia trágica de amor, que se quedó vivamente grabada en mi memoria y que hoy refiero casi en los mismos términos en que la escuché. Hela aquí: Ernest Rousselet era un muchacho que intimó conmigo en virtud de no sé qué misteriosas afinidades. Era lorenés y de una familia protestante. Fui el único amigo a quien amó y con quien tuvo verdadera intimidad. Era, sin embargo, de una educación, de un carácter y de un modo de pensar muy distintos a los míos; más aún, completamente opuestos. Ernest era un puritano: por nada del mundo dejaba de ir los viernes a los oficios y los domingos a oír la lectura de la Biblia en una capilla luterana. A veces le acompañaba yo, y, a pesar de mi espíritu burlón, no podía menos de respetar la honradota fe de mi buen amigo. Ernest era serio, incapaz de una deslealtad, y su alma noble de niño grande se transparentaba en todos sus actos y brillaba en la mirada de sus grandes ojos azules, en sus francos apretones de mano y en la dulzura y firmeza de su voz. Nada de esto quiere decir que Ernest fuera bisoño y meticuloso, ni que se asustara con las truhanadas propias de los mozos, ni que fuera un mal compañero de diversiones. Cierto es que a muchas asistía solo por complacerme. Uno de los grandes placeres de Ernest era hacer conmigo excursiones en bicicleta, de la que era rabioso aficionado. Por más que me esforcé en convencer a Ernest de que el hombre era ingénitamente perverso y de que la mujer, cuando no era mala por instinto, lo era por dilettantismo, no lo conseguí. El buen Ernest no creía en el mal; decía que los hombres y las mujeres eran inmejorables, y que la maldad se revelaba en ellos como una forma pasajera, como una condición fugaz, como una crisis efímera, debida a una organización social deficiente; como una ráfaga que pasaba por el alma humana sin dejar huellas; la maldad era, según él, un estado anormal como la borrachera o la enfermedad. Nada más curioso que las discusiones que teníamos, ya en mi cuarto, ya en el suyo: él, queriendo empapar mi alma en su condescendiente optimismo; yo tratando de atraerle a mi humorismo, o, mejor dicho, a mi pesimismo también complaciente. La conclusión era que nos convencíamos de la ineficacia de los esfuerzos de nuestra dialéctica, y que encima de nuestras divergencias brillara más que nunca la luz pura de nuestra amistad. Jamás se permitió Ernest el lujo de tener una querida. Pensaba que ello era vincular demasiado a una mujer con nosotros por medio de lazos inicuos, y una vez dentro del laberinto impuro, ya no había más puerta de salida que la infamia del abandono. No se cansaba de censurarme del que yo tuviera una amiga. —Eres un loco —me decía— en amar así con tanta prodigalidad. Llegarás a viejo con el alma brumosa y el cerebro y los nervios agotados; llegarás a viejo sin conocer el amor puro, el verdadero amor con sus delectaciones espirituales, más duraderas, más hondas y más nobles que el amor epidérmico de que hablaba Chamfort. Conocer mucho a la mujer en ese aspecto, es aprender a despreciarla. —Conocer el alma de la mujer —le respondía yo— es despreciarla más aún. Pero ¿crees tú, Ernest, que una amiga es solo un animal de lujo, una poupée con la que se simula el amor? He allí tu error. Quizá si lo que menos huella hace en un hombre, es lo que tú consideras como principal fin de este género de relaciones. El verdadero goce es el mero convencimiento de la posesión absoluta de una mujer; es saber que somos amados y deseados; es sentir, mientras estudiamos (Ernest y yo éramos entonces estudiantes de medicina), el pasito menudo de una mujer joven y hermosa, que voltejea en torno de nuestra mesa de trabajo; es la satisfacción que sentiría un cazador de raza al dormitar con las manos metidas dentro de las lanas de su perro; es un placer psíquico aquel de sentir, en medio de una disertación sobre un cistosarcoma o una mielitis, que unos brazos sedosos enlazan nuestro cuello, y una boca, sabia en amor, nos besa en los labios; es reñir y hasta injuriar a una mujer o sufrir sus genialidades y sus nervios, y satisfacer sus caprichos y exigencias; y más que todo eso, el tener la conciencia de que todo ello lo soportamos porque nos da la gana, y en cualquier momento que se nos antoje podemos poner a esa mujer de patitas en la calle. Todo esto y mucho más es el goce que nos proporciona la maitresse, y que tú no conoces, Ernest. Crees que esto es el amor incompleto y deformado, porque no tiene la inefable ternura, la fe, el respeto mutuo, el cariño espiritual… Convengo en algo de lo que me dices, por más que esos elementos inmateriales del amor a la amada no sean completamente ajenos al amor por la querida. Pero a mi vez te pregunto yo: ¿ese cariño que tú preconizas es completo, careciendo de aquello que censuras? Indudablemente que no. Y entre dos amores incompletos, prefiero aquel en que lo que falta es el ensueño a aquel en que lo que falta es la realidad. —Es que, casándote después de haber amado con el corazón, obtienes la complementación perfecta, salvando de las infamias de la inmoralidad y de los inconvenientes del vicio. —Te agradezco, Ernest, el buen deseo, pero pienso no seguirlo en mucho tiempo. Opto por mi sistema, que tiene los goces del amor y carece de los horrores de la vinculación legal. A pesar de la intimidad que nos unía, jamás había querido Ernest explayarse conmigo sobre sus relaciones con unas muchachas que vivían en la misma casa que él, en la calle Marbeuf. Probablemente temía que yo formulara algún juicio torcido o arriesgara
Parábola
Parábola Mi tío, el prior de los Camaldulenses, era hombre de muy buen humor, a pesar de vivir entregado a la lectura de viejas hagiografías, vetustos cronicones, y apergaminados infolios, de los que sacaba datos para la historia de la Orden que, desde hacía mucho tiempo, estaba escribiendo. Yo pasaba entonces por una dolorosa crisis moral, debida no sé si a la seriedad con que tomé ciertas lecturas filosóficas o al pesar que me produjo la muerte de mi Susana, una novia un poco diabólica que tuve, y a la que, probablemente por eso, amé con pasión. Lo cierto es que tuve una racha de misticismo y acudí en confesión donde mi buen tío, quién, con gran afabilidad, descargó mi conciencia del peso de algunos miles de gordos pecados, cometidos durante muchos años de descreimiento e impiedades. No se contentó mi buen tío con este aseo de mi alma, sino que, comprendiendo que mi estado moral y nervioso me ponían en peligro de caer en uno de estos dos abismos: la locura o el suicidio, me llevó al convento a fin de que las lecturas piadosas, la meditación y la paz de la celda contribuyeran a devolverme la paz del espíritu. En un principio la tranquilidad conventual me permitió concentrarme, y fueron más agudos mis dolores y más mortificantes mis recuerdos y meditaciones. Pero, poco a poco, la paz exterior fue invadiendo mi alma. Mi virtuoso tío acudía en las noches a la biblioteca del convento, en donde yo me había instalado, y entre la lectura de dos enrevesados capítulos, disertaba conmigo sobre alguna cuestión architeológica; me refería anécdotas y curiosidades históricas o me hacía alguna relación mística con sus puntas de picardía profana. A los dos meses mi espíritu estaba ya curado y me parecían cortas las noches para escuchar la alegre charla de mi tío y sus claras y profundas disertaciones. No olvidaré decir que cada velada terminaba con una buena jícara de chocolate, como saben tomarlo los priores, toda vez que León Pinelo, teólogo y bibliófilo insigne, ha probado que el chocolate no quebranta el ayuno prescrito por el ritual para la Consagración. Después mi tío se iba a maitines. Sin embargo de que de Susana no me quedaba sino un recuerdo melancólico de sus malignidades y de su amor extraño; sin embargo de que de mis negras meditaciones filosóficas solo conservaba un dejo ligeramente amargo, tenía a veces mis recrudescencias por obra y gracia de la luna o de mi crónica dispepsia. Una noche me puse a porfiar a mi tío que Leibnitz había sido un solemne bellaco, al asegurar que este mundo era el mejor de los mundos posibles. En mi concepto, Dios era un tirano cruel, que se complacía en las angustias de los hombres, y cualquier pelagatos, que hubiera asesorado a Dios, le habría hecho indicaciones acertadas para hacer un mundo mejor. Entonces mi tío, después de sermonearme de lo lindo, llamarme sandio y desahogarse contra el siglo, los filósofos y darle la gran tostada al archihereje Voltaire, me refirió la siguiente parábola: Después de diecinueve siglos de redención, tuvo el Salvador la peregrina ocurrencia de dar un paseo por la tierra, con el objeto de ver en qué estado se encontraba el mundo bajo el imperio de las caritativas doctrinas que él había predicado, y de las que la Iglesia había quedado depositaria. Como era natural, había traído Jesús plenos poderes de su Padre para hacer y deshacer, y hasta para repetir, si lo creía conveniente, la tragedia del Calvario. Jesús encontró esta tierra más pervertida y malvada que antes; sin gran trabajo habría encontrado muchos Judas que le vendieran y Pilatos que le condenaran de nuevo. Inmensa pena tuvo el buen Jesús al ver que su sacrificio había sido inútil. Pero comprendió que gran parte de la culpa de ese desastre moral y del fracaso de la buena nueva se debía, ya a la solapada intoxicación de las almas, realizada por unos malos hombres llamados filósofos, ya a la errónea manera cómo habían popularizado sus doctrinas de fe, de piedad y de consuelo algunos de los encargados de la propaganda evangélica. (Debo decirte que los Camaldulenses no estaban comprendidos entre estos). En cierto modo los hombres eran inculpables, y por eso el corazón de Jesús se llenó de amargo desconsuelo y tierna compasión; y ni un momento fulguraron sus ojos azules un destello de cólera o despecho. ¡Qué hacer! Nada: dejar que el mundo siguiera rodando y el demonio engulléndose las almas a más y mejor. No había remedio. Y dos lágrimas fueron a perderse entre los rizos de su barba castaña. Jesús comenzó a ascender una montarla para lanzarse al cielo desde la cumbre, cuando encontró a un viejo ermitaño que recogía hierbas medicinales. El viejo, a pesar de sus setenta y ocho años, tenía muy buena vista, y se fijó en que las manos de ese joven estaban perforadas y en que algo como un nimbo de luz muy tenue circundaba su cabeza. Inmediatamente corrió, dejando su atado de hierbas sobre una roca, alcanzó al Salvador y se echó a sus pies derramando abundantes lágrimas. —¡Ah, mi buen viejo, me has reconocido! —le dijo Jesús levantándole afablemente—. ¿Qué gracia quieres que te haga? —Para mí ninguna, Señor, pero sí para la humanidad. —Bien quisiera yo llevarme a la humanidad al cielo, pero no es posible, anciano… Están muy malogrados los hombres y me convertirían el cielo en un infierno. —¡Oh, Señor! —siguió el anciano con candorosa ingenuidad—, la humanidad ha sufrido mucho por el pecado del primer hombre, que dio entrada al infortunio sobre la tierra. Si volvieras a ella tu mirada de perdón, volvería la felicidad a acariciar las almas; la fe y la ventura correrían como un río apacible por las conciencias, y se apaciguaría para siempre, al soplo de tu infinita misericordia, la tormenta espantosa en que tantos hijos tuyos sucumben y se hunden por una eternidad en los abismos del infierno. —¡Pobre anciano! Eres
El último fauno
El último fauno Todo lo había invadido la religión cristiana desde hacía mucho tiempo. Los dioses del Olimpo habían renunciado honrosamente a la inmortalidad en la Tierra. El orgulloso Júpiter, ¿para qué había de vivir si no había de reinar? Y lo mismo Venus, Saturno, Diana y Marte. Toda la excelsa raza abandonó la Tierra; unos dioses se embarcaron en el navío de Argos y fueron a cruzar los negros mares del abismo; otros fueron a llorar su destierro, sentados en el carro de la Osa, recorriendo el amplio camino de la Vía Láctea; y no pocos ocuparon un sitio en el barco de Carón; el viejo boga del Estigia. Los sátiros, envejecidos y degenerados, en vano trataron de sostenerse en las umbrías de los bosques; la nueva mitología triunfaba en todo el orbe; los pobrecillos eran arrojados hacia el Bóreas por la invasión. Algunos, en un arranque de altivez, se ahorcaron en las encinas de un monasterio. Otros quisieron capitular, y se pusieron al habla con San Antonio; le enviaron un mensajero que dijo al santo: —Yo soy un mortal corno tú, y uno de los habitadores de los bosques que los paganos adoran bajo el nombre de faunos, sátiros e íncubos. Vengo en este momento a ti, enviado por mis semejantes, para suplicarte que intercedas por nosotros al Dios común[1]. Nada. Fue en vano este intento de conciliación, que enterneció a San Antonio «hasta hacerle derramar lágrimas». En la nueva religión eran detestados, y las cándidas vírgenes del cristianismo los rechazaron. ¿Cómo admitir a esos lúbricos profanadores de la virginidad, a esos verdugos de la castidad, a esos silvestres y brutales apologistas de las glorias rojas del Falo? Los pobres faunos, empujados por la repugnancia del nuevo espiritualismo, fueron subiendo hasta el polo y allí murieron, ahogados entre los témpanos, devorados por los osos blancos, y no pocos asesinados por los runoyas[2], que no podían ver, dada su sangre fría de anfibios, las pícaras costumbres y desenfrenos de esos hijos del Sur. Las ninfas de Diana encontraron refugio en las poéticas selvas de la Germania y se cambiaron de nombre. ¿No conocéis a Loreley, no conocéis a las hadas? Pues son ellas… Las ondinas, sirenas y nereidas se ocultaron en sus palacios de nácar y perlas. De vez en cuando alguna ondina se asoma a una ventana y mira hacia arriba, creyendo ver a través de las aguas glaucas la quilla del barco de Ulises… Y como se trueca en iracunda la curiosa mirada al ver la hélice rugiente de un steamer, y asomando por las bordas la cara placentera de una lady o la faz rojiza de un contramaestre fumando su pipa… De esa gran catástrofe, que convirtió el Olimpo en una montaña solitaria, quedó un faunillo que contaba dieciséis años, quien, por razones que no es del caso referir, no pudo seguir la vertiginosa carrera de los dioses, y se vio obligado a quedarse en la tierra, en medio de los intrusos. A medida que el tiempo pasaba, crecía su odio hacia aquellos invasores que le dejaron huérfano, que sacrificaron su juventud anhelosa de amores, condenándole al aislamiento, a la vida oculta y a las fugas precipitadas. Las pastoras huían de él haciéndose cruces; los guardadores de ganado le perseguían, como se persigue al lobo, agitando los cayados y tirándole piedras. El faunillo recordaba aquellas alegres cacerías de ninfas y de pastoras, aquellas gloriosas fiestas a Baco, aquellas saturnales, en las que, en loca ronda, danzaban en torno de la estatua de Sileno. ¡Qué hermosos tiempos aquellos! Noctámbulo y solitario, cruzaba las campiñas, atravesaba desiertos, ascendía montañas y vadeaba ríos buscando a sus hermanos, que habían desaparecido para siempre. Y los siglos corrían… En su peregrinación veía a veces cruzar por las ventanas de algún castillo feudal a las hermosas castellanas, y una fulguración de cólera y deseos brotaba de sus ojos. Otras noches se había detenido por un rato para contemplar desde una colina las siluetas vaporosas de las monjas de algún convento gótico, proyectadas por la luz sacra del coro. Más de una vez alguna pastora desvelada había visto asomarse por la ventana de su cabaña una cabeza hermosamente diabólica en la que brillaban unos ojos encandilados. —¡El lobo! —había exclamado, ocultándose entre las sábanas. No, no era el lobo, era el pobre fauno errante, el expulsado de la nueva civilización, que acechaba el sueño de las mujeres jóvenes y bellas. Al día siguiente los gañanes, armados de picos y horquillas, salían a perseguir al imaginario lobo. En muchas ocasiones estuvo el faunillo a punto de perecer entre los dientes de una jauría o de caer atravesado por el venablo de algún caballerete entregado a los placeres cinegéticos, que le había tomado por un venado o jabalí. Sólo la rapidez de su carrera había podido salvarle. Así, en esta vida aventurera y nocturna, comiendo dátiles en los desiertos y bellotas en los bosques, bebiendo la leche de las cabras montaraces y el agua de los arroyos, cruzando sierras, bosques y llanuras, costeando las ciudades, pasando a nuevos continentes, huyendo de los hombres y persiguiendo a las mozas incautas que tenían la imprudencia de salir de noche (él fue el padre de esa generación de íncubos que alarmaba a los teólogos de la Edad media), vio transcurrir cerca de treinta siglos. Por fin, una tarde llegó a la orilla del mar y vio frente a la costa un islote. De pronto tuvo una agradable sorpresa: vio en él formas humanas que le recordaron las antiguas fábulas, y hasta creyó oír el inolvidable «¡Evohé!» de Anacreonte… Se arrojó al mar y fue nadando, como cuando cruzaba los lagos de la Arcadia. Efectivamente, debajo del islote vivían muchas ondinas, que recibieron locas de alegría al joven rezagado de la muerta Mitología. * * * Las ursulinas, huyendo de los calores ciudadanos, habían ido a pasar el verano a un monasterio que la orden tenía a orillas del mar. ¡Qué batahola hacían las jóvenes novicias, retozando alegres