Idealismos

Idealismos Una noche encontré en un asiento de un carro de ferrocarril un cuadernito de cuero de Rusia, que contenía un diario. En las páginas finales estaba consignado el ex­traño drama que trascribo con toda fidelidad: Noviembre 14. Estoy contentísimo: mi buena Luty se muere. Luty era hasta hace poco una muchacha rozagante, alegre y que ofrecía vivir mucho. ¡Quién la reconocería hoy en esta jovencita pálida, delgada y nerviosa! ¡Cuán hermosos eran sus grandes ojos azules y su amplia cabellera de color de champagne! Mi novia se muere y afirman los sabios que ello es debido a la doble acción de una aguda neurastenia y de una clorosis invencible. Hoy la he visto; tenía la cabeza entre los almohadones de fino encaje, parecía una flor de lis desfallecida. Luty me miró con los ojos brillantes de fiebre y me tendió su mano alba y enflaquecida, que estrechó la mía con mis­teriosa intención. Me pareció comprender su pensamien­to: «No olvides, amigo mío, de poner en mi ataúd pen­samientos y gardenias; esas flores amadas que yo he co­locado tantas veces en tu pecho; no olvides, amigo mío, mientras los que velen mi cadáver dormiten rendidos por el cansancio y el dolor, no olvides el darme un beso muy largo y apretado sobre los pálidos y rígidos labios». ¡Po­bre amada mía! Se moría sin guardarme rencor, y, sin embargo, era yo quien la mataba, yo, que la adoraba. Vosotros, los espíritus burgueses, si leyerais estas páginas, no podríais comprender jamás que la muerte de mi adorada prometida, de mi inocente Luty, pudiera alegrarme profundamente. Al contrario, sentiríais hacia mí viva re­pulsión y gran horror por mi crueldad. ¡Bah, pobres hom­bres! No pensáis ni amáis como yo, sino que sois simplemente ridículos sentimentales. Quiero a mi novia con todas las energías de mi juventud, y —oídme bien, que esto os espeluznará, como si sintieseis pasar rozando vuestro pecho una serpiente fría, viscosa y emponzoñada— si el beso que he de dar a su cadáver pudiera resuci­tarla… no se lo daría. Noviembre 18. Cuando comenzaba Luty su adolescencia le hablé de amor. ¡Pobre nerviosa! El primer amor fue penetrando paulatinamente hasta lo más profundo de su ser. La gestación de su alma, el moldeo de su corazón y de su cere­bro se realizó a mi deseo, formé su alma como quise, en su corazón no dejé que se desarrollaran sino sentimien­tos determinados, y su cerebro no tuvo sino las ideas que me plugo. ¡Oh, no sé qué prestigio tan diabólico, qué cohibimiento tan absoluto, qué influencia tan poderosa llegué a ejercer y ejerzo aún sobre Luty! Era tan grande la sugestión que obraba mi alma sobre la suya, que podía hacer llorar a Luty como una chiquilla o enfurecerla, hacerla gozar con las mayores delicias ideales o morti­ficarla con las más horribles torturas y casi sin necesitar hablarla. Cuando yo iba donde ella, mortificado por al­gún pensamiento doloroso o por alguna pesadumbre, la pobre muchacha palidecía como un cadáver, como si sin­tiera súbitamente la repercusión centuplicada de mis an­gustias íntimas. Asimismo sentía resonar en su espíritu la jovialidad y la ventura con que el amor inundaba mi alma. A pesar de la temprana perversión con que estaban contaminadas mi filosofía y mi vida íntima, jamás había tratado de pervertir el alma de Luty, ni de poner en juego sus energías sensuales. Luty era pura aún, sin ma­licias, sumida en la ignorancia más profunda de las mise­rias e ignominias del amor. Una noche de insomnio, sentí rebullir en mi cerebro la tentación inicua y, como un escarabajo de erizadas en­tenas, sentía agitar el deseo de corromper la inocencia de mi Luty. ¡Ah, maldito insomnio! Felizmente vi con colores sombríos el derrumbe espantoso de la pureza mo­ral de mi prometida, vi la explosión de fango salpicando la albura incólume de su alma. Yo era el amo absoluto de Luty, el tirano de su vida interior, ¿para qué someterla a una nueva tiranía, a la tiranía innoble de la carne?; ¿para qué someterla a esa inicua autocracia, en la que el dogal acaba a la postre por estrangular el cuello del mismo tirano? Ya era yo bastante infame con haber esclavizado el alma de Luty. Más de una vez sentí, en las agitaciones del insomnio, las impulsiones malvadas de mis instintos, y más de una vez me vencí. Pero ¿podría vencerme siem­pre? Mi deber era libertarla. ¿Cómo? Casarme con mi novia era sujetarla para siempre entre mis garras; y mi dignidad, en una violenta sublevación, rechazaba con horror ese anonadamiento del alma de Luty, esa absor­ción de su ser por el mío, ese nirvana de la voluntad, del pensamiento y del deseo revelados en esa sumisión in­condicional, en esa fe irreflexiva y confiada que había nacido entre las inocentes expansiones del amor puro y había de terminar en las ignominias carnales de la vida conyugal, en las que muere toda ilusión y todo encanto, para ceder el sitio a una amalgama de animalidad y respe­to. Yo la amaba, la amo con todas las fuerzas de mi alma, y me horrorizaba, por ella y por mí, el inevitable desen­canto, el rebajamiento del espíritu de Luty y al mismo tiempo el remache de esa cruel tiranía de mi alma. Mi deber era libertarla de la demoníaca influencia que yo ejercía sobre Luty, libertarla por un último acto de la tiranía moral, que había de ser la única forma noble po­sible de mi absolutismo; crear la libertad por un acto de opresión, puesto que ya el regreso a la primitiva inde­pendencia era imposible; esto os parece, señores burgue­ses, una absurda paradoja. Y desde ese momento toda mi labor sugestiva fue la de imponer al alma de Luty la ne­cesidad de morir, la necesidad dulce y tranquila de des­aparecer del mundo, de este mundo ignominioso. —Te amo —le decía mentalmente a mi Luty—, te amo y eres mi esclava. La mayor prueba de amor que te doy es la de romper la cadena que te une a mi ser, envileciéndote;

Los canastos

Los canastos Entre hacer un pequeño servicio que apenas deje hue­lla en la memoria del beneficiado o un grave daño que le deje profundo recuerdo, elegid lo segundo. Os contaré lo que me sucedió una tarde de invierno con un pobre hombre llamado Vassielich. Os juro que yo soy bueno, soy un buen padre de fa­milia, pero es sólo en la época en que hay sol en este cielo brumoso. ¡Oh!, la bruma invernal me hace daño y me convierte en malvado. Si yo fuera poppe, en verano ren­diría culto a Dios, pero en invierno le volvería la espalda y me entregaría a darle gusto al diablo. En el invierno le amo, siento que se introduce en mi ser, que estruja mi espíritu y aviva el fuego de mis malos instintos, entonces me siento nihilista, capaz de ser ladrón y asesino; lo rojo me enerva, y lo afilado y lo agudo me fascinan. Cuando llega la época de las primeras nevadas mi mujer me dice: —Marcof, padrecito mío, ya las malas ideas comienzan a fulgurar en tus ojos. Ya viene el tiempo en que no vives sino gruñendo y blasfemando, en que nos aporreas, a tus hijos y a mí. Mira, no te alejes de la estufa, porque el hielo te hace malvado… Pero decía hace poco que iba a referiros una aventura que tuve: ya lo había olvidado. Escuchadme. Iba yo una tarde caminando, con mi pipa en la boca, por un largo y estrecho puente. Un carretero sordo lla­mado Vassielich seguía el mismo camino que yo, con­duciendo en su carro más de veinte canastos de pescado fino, que diferentes dueños le habían comisionado que llevara al mercado para la venta del siguiente día. El carro, a causa de la curvatura del puente, se inclinaba hacia el borde derecho, pero no había peligro de que cayese, por­que el pretil era suficientemente alto para impedir la caí­da. Con todo, hubiera querido darle un buen susto a Vas­sielich. Creedme que no soy malo, pero deseaba con toda mi alma darle un susto, aunque no fuera sino arrojarle con carreta y todo al río. De repente la cuerda que suje­taba los canastos se rompió o desató… A fe que sentí un vuelco en el corazón. El puente es estrecho y largo, el carro caminaba despacio y saltaba mucho, el suelo del puente tiene una inclinación bastante sensible del centro hacia los bordes… A los pocos segundos, ¡pum!, uno de los canastos se desprendió, cayó pesadamente sobre el pretil y desde allí se precipitó al río. Lo vi caer y una voz muy débil me murmuraba dentro algo así como: «avisa a ese infeliz carretero que su carga se va al río.» Pero el invierno me gritaba más alto: «cállate hombre y limítate a mirar, ¿no es curioso y entretenido ver caer veinte ca­nastos, uno detrás de otro, como una manada de estúpidos carneros?». Y la verdad es que preferí esto. Cierto es que Vassielich era un buen hombre, que jamás me había hecho daño alguno, que iba a sufrir mucho con esta des­gracia, pero ¿a mí que me importaba?, ¿perdía yo algo con el desastre de Vassielich? No, al contrario, ganaba una diversión durante el trayecto del puente, que tiene unos cien metros de largo. Callé y vi caer la segunda canasta, luego la tercera y la cuarta, y la quinta y otras muchas. El pobre Vassielich, sea porque fuera sordo, o porque iba distraído, no advirtió el ruido delicioso que hacían los canastos al romper la superficie ondulosa del río, hacien­do saltar chorros de espuma. El caballo advirtió mejor lo que pasaba, pues, al sentir el carro menos pesado, aligeró el paso. Cuando llegamos al término del puente, corrí hacia la carreta: —¡Eh, Vassielich, amiguito! El carretero no me oía; tuve que avanzar más y to­carle la pierna con el extremo de mi pipa, gritándole: —¡Vassielich! ¡Vassielich! —¡Eh!, ¿qué deseas? Tengo prisa… —¡Ay, padrecito, no la tengas ya! Voy a comunicarte una gran desgracia. —¡Dios de Dios! ¿Ha muerto Ivanowna, mi mujer? —No, te juro que no; es algo peor y de más trascen­dencia social. —¿Ha muerto el Czar? —¡Eh, así reventara…! —Habla, habla… —Pues detén el carro, que es algo grave lo que voy a decirte. —Pero… ya va a anochecer y tengo prisa de llegar a la ciudad. —No la tengas ya. —¿Por qué? Habla. ¡Dios de Dios! —exclamó Vas­sielich impaciente, deteniendo el carro. Yo encendí lentamente mi pipa, que se había apa­gado. —Te decía, padrecito, que no tuvieras ya prisa en ir a la ciudad… Verás si no tengo razón. —¡Maldición! Pero ¿por qué? —Porque… Créeme que me duele decírtelo, padreci­to… óyeme bien: no debes apresurarte, porque… porque el señor río se ha engullido, bocado tras bocado, tus ca­nastos de peces. Soy testigo ocular. Te aconsejo que otro día hagas uso de cuerdas más fuertes. Vassielich volvió el rostro violentamente y, al asegu­rarse de su desgracia, se puso horriblemente pálido, luego enrojeció y, apeándose de la carreta, se asomó al río. —¡Eh, amigo!, buscas los agujeros que hicieron los canastos al atravesar la superficie. Ya se taparon. Vassielich se puso a llorar: no tenía dinero con que pagar; le embargarían sus cosas. Ivanowna y sus hijos su­frirían miserias espantosas, y si no alcanzaba a pagar toda la deuda, le meterían a la cárcel. ¡Y el invierno era tan crudo! El pobre sordo lloraba amargamente. ¡Era cosa de matarse! —¡Sí, padrecito, es cosa de matarse! —afirmé yo con acento filosófico. Y, en efecto, creí que iba a arrojarse al río de cabeza, pues asomó el cuerpo por el pretil. Abrí los ojos desme­suradamente para ver con toda mi alma el chapuzón. Quizás el caballo por una de esas asombrosas fidelidades de que hablan las historias se precipitaría también arras­trando consigo el carro. Y, si no lo hacía, yo lo obligaría a ello. El puente estaba solitario y la ciudad distaba dos verstas[1]. Pero no, lo que hizo Vassielich fue ponerse a gritar y a maldecir su suerte… Se

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