Decretos inescrutables

Decretos inescrutables No había encontrado nada trascendental en las páginas más augustas del Times esa mañana, y por eso, solo porque era perezoso y no quería embarcarme en la multitud de negocios que me esperaban, me dirigí a la primera página y, empezando por la séptima columna, reflexioné profundamente sobre las «Ofertas de trabajo» y deseé que la «dama aficionada a los juegos», que buscaba un puesto de institutriz, encontrara algo que le conviniera. Eché un vistazo a los anuncios de conferencias que se impartirían bajo los auspicios de varias sociedades eruditas y agradecí no tener que dictar ni escuchar ninguna de ellas. Debatí acerca de las «Oportunidades de negocios»; intenté en vano conjeturar pistas de los misteriosos párrafos «Personales», y, aun siguiendo mi lateral trayectoria de cangrejo, llegué a «Obituarios». Allí, con un sobresalto, descubrí que Sybil Rorke, viuda del difunto sir Ernest Rorke, había muerto repentinamente en Torquay a la edad de treinta y dos años. Parecía extraño que solo se publicara aquel escueto anuncio sobre una mujer que en otro tiempo había sido una figura tan conocida y deslumbrante; y, al pasar a los avisos necrológicos, vi que mi superficial lectura había pasado por alto un párrafo de pesar y aprecio. Había muerto mientras dormía, y se anunciaba que se realizaría una investigación. Mi pereza por tanto había resultado de alguna utilidad, ya que Archie Rorke, primo lejano pero sucesor de las propiedades y el título de sir Ernest, llegaría esa tarde para pasar unos días en el campo conmigo y me alegró haberme enterado de esto antes de que llegara. De cómo le afectaría a él, o si, de hecho, le afectaría en absoluto, no tenía idea. ¡Qué asunto tan misterioso había sido ese! Nadie, supuse, conocía toda la historia excepto él, ahora que lady Rorke estaba muerta. Si alguien lo tenía que saber, ese debía haber sido yo y, sin embargo, Archie, mi más antiguo amigo, y del cual iba a ser su padrino de boda, nunca había abierto la boca para darme ni la sílaba de una explicación. Yo no sabía, de hecho, ni un ápice más de lo que sabía el resto del mundo, y esto era que un año después de la muerte de sir Ernest Rorke se hizo público el compromiso de su viuda con el nuevo baronet, sir Archibald Rorke, y que una quincena antes de la fecha fijada para la boda se anunció lacónicamente que el matrimonio no tendría lugar. Cuando, tras ver eso, llamé a Archie por teléfono, me dijeron que ya se había marchado de Londres y unos días después me escribió desde Lincote —el lugar en Hampshire que había heredado de su primo—, diciendo que no tenía nada que contarme acerca de la cancelación de su compromiso más allá del hecho de que era cierto. Todo el episodio —había escrito una palabra y la había borrado cuidadosamente— era ahora una hoja extirpada de su vida. Pensaba quedarse en Lincote solo durante un mes, más o menos, y luego pasaría a la nueva página. Lady Rorke, según supe, también abandonó Londres inmediatamente y pasó el verano en Italia. Luego alquiló una casa amueblada en Torquay, donde vivió durante el resto del año que medió entre la cancelación de su compromiso y su muerte. Cortó contacto completamente con todos sus amigos —y seguramente nunca hubo una mujer que comandara un ejército más numeroso de ellos—; no veía a nadie, rara vez salía de su casa y jardín y guardaba el mismo silencio inquebrantable que Archie sobre lo que había sucedido. Y ahora, con toda su juventud, encanto y belleza se había sumido en el Gran Silencio. Con la perspectiva de ver a Archie esa tarde, no era de extrañar que el pensamiento de lady Rorke rondara todo el día en mi cabeza como una melodía escuchada mucho tiempo atrás que ahora llegaba en fragmentos dispersos. Reconstruí, frase por frase, encuentros y charlas que había mantenido con ella y, a medida que estos recuerdos se volvían definidos y completos, descubrí que, incluso antes, mientras habían tenido lugar, algo macabro y misterioso acechaba tras esos momentos alegres. Hoy esa sensación se acentuaba, mientras que antes, cuando habían ocurrido, al tratar de aislar esa sensación del resto, y quizá disiparla, siempre quedaba superada por un triunfal crescendo: la presencia de ella atraía vista y oído por igual. Sin embargo, este símil flaquea; quizá, aun buscando el símil, podría definir más exactamente este «algo» subyacente diciendo que su presencia era como algún espléndido rosal lleno de flores, sol y dulzura; luego, mientras uno se admiraba, aplaudía e inhalaba, se veía que entre sus capullos y flores emergían las púas de alguna otra planta, amarga y venenosa que crecía en el mismo suelo que la rosa quedando entrelazada con ella. E, inmediatamente, una fresca gloria llamaba tu atención y una nueva fragancia te obnubilaba. A medida que revolvía entre mis recuerdos de ella, ciertas escenas que ilustraban significativamente esta impresión curiosamente vívida se agitaban y manifestaban ante mí y ahora no se veían interrumpidas por su presencia. Una de estas tuvo lugar la primera tarde que la conocí, que fue durante el verano antes de la muerte de su esposo. En el momento en que entró en la habitación donde esperábamos su llegada antes de la cena, el aire rancio y sofocante de una tarde de junio se volvió fresco y efervescente; nunca he visto una vitalidad tan radiante y contagiosa. Era alta y grande, con el esplendor de Juno y, aunque entonces rondaba los treinta, la iridiscencia de la juventud todavía le pertenecía. Sin esfuerzo, atrajo a un grupo bastante indigesto y lo puso a bailar al ritmo de su flauta, hizo que todos se volvieran tontos, alegres y llenos de risas. Bajo su mando nos entregamos a juegos ridículos, al crambo y cosas parecidas, y tras eso enrollamos la alfombra y saltamos al compás de un gramófono. Y luego ocurrió el incidente. Estaba parado con ella, recuperando el aire, en

En la granja

En la granja El anochecer de un día de noviembre caía rápidamente cuando John Aylsford salió de su alojamiento en la calle empedrada y comenzó a caminar rápidamente por la carretera que llevaba hacia el este, junto a la orilla de la bahía. Había estado trabajando mientras la luz del día se lo había permitido, y ahora, cuando la creciente oscuridad lo alejaba de su caballete, salía a tomar el aire y a hacer ejercicio como todos los días, para recorrer unos diez kilómetros antes de regresar a su solitaria cena. Esa noche había pocas personas en la calle, y aquellas que lo estaban avanzaban rápidamente a merced del fuerte viento del suroeste, que había rugido furioso durante todo el día, o, si iban en contra, caminaban inclinándose hacia adelante mientras luchaban contra él. Ningún barco de pesca se había aventurado en aquel mar enloquecido, sino que yacían amarrados tras el muro del muelle, balanceándose inquietos por la resaca de las grandes olas que pasaban junto al extremo. En ese momento, la marea había descendido y descansaban en la playa de arena, manchas negras contra la superficie lisa y húmeda que reflejaba sombríamente las últimas llamas del oeste. El sol se había puesto entre un cúmulo de nubes rotas y veloces, furiosas y amenazantes, con la promesa de que una noche salvaje estaba por venir. Durante muchos días en el pasado, John Aylsford había salido a esa hora rumbo al este para darse su caminata por el abrupto camino costero que discurría junto a la bahía. La anterior marea alta había barrido guijarros y arena sobre él, y fragmentos de algas, impulsados por el viento, rodaban por los surcos. El pesado estruendo de las olas sonaba sombrío en la penumbra, y torres blancas de espuma, que aparecían y desaparecían, mostraban cuán alto saltaban sobre los arrecifes de roca más allá del cabo. Durante un kilómetro o así, enfrentándose al viento, siguió este camino; luego giró por un angosto y fangoso sendero hundido entre bancos que lo flanqueaban por ambos lados. Subió una empinada cuesta, bajó de nuevo y se unió a la carretera principal en el interior. Después de llegar al cruce, John Aylsford no siguió hacia el este, sino que giró hacia el oeste, llegando, media hora después de haber salido, a la cima de la colina que se alzaba sobre el pueblo que acababa de dejar atrás, aunque cinco minutos de subida lo habrían llevado desde su alojamiento hasta el lugar desde el que ahora contemplaba las dispersas luces bajo sus pies. El viento había empujado a todos los transeúntes al interior de sus casas, y ahora, frente a él, la carretera que cruzaba aquella alta y desolada meseta, salpicada aquí y allá por solitarias cabañas y granjas, yacía desierta y brillaba débilmente en la oscuridad barrida por el viento, apenas visible. Muchas veces en aquel último mes, John Aylsford había recorrido este largo desvío, partiendo hacia el este desde el pueblo y regresando con una amplia vuelta, y ahora, como en esas otras ocasiones, se detuvo junto a la negra protección del seto entre el cual soplaba el silbante viento, quedándose agazapado allí, en la sombra, como si quisiera asegurarse de que nadie lo había seguido y de que el camino frente a él estaba vacío de transeúntes, ya que no tenía la intención de que nadie pudiera observarle durante esos paseos. Y mientras se detenía, dejó que su odio ardiera, calentándolo para llevar a cabo la única tarea que podría permitirle recuperar algo de paz y de las bondades de la vida. Aquella noche estaba decidido a liberarse de la piedra de molino que durante tantos años había colgado de su cuello, ahogándolo en aguas amargas. Después de mucho meditar sobre el acto, había dejado de sentir horror ante él. La muerte de esa perra borracha no era motivo de remordimiento o inquietud; el mundo estaría bien sin ella, y él mucho más que bien. Ni una chispa de ternura y compasión por la hermosa joven pescadora que una vez fue su modelo, y que durante veinte años había sido su esposa, iluminó la oscuridad de su propósito. Fue allí donde la vio por primera vez cuando, durante unas vacaciones de verano, se había alojado con un par de amigos en la casa de campo hacia la cual ahora se dirigía. Ella subía la colina con la tardía puesta de sol dorando su rostro y, jadeando por la subida, se apoyó en la pared cercana con una mirada y una sonrisa para el joven hombre. Había posado para él, y el otoño trajo la secuela del verano en forma de matrimonio. Compró a su tío la pequeña casa de campo donde se había alojado, añadiendo a su modesto alojamiento un estudio y un dormitorio en la planta superior, y allí había visto extinguirse la chispa de lo que nunca había sido amor, y sobre las frías cenizas de sus brasas se extendió rápidamente el venenoso liquen del odio. Ella había empezado a beber al principio de su matrimonio y se había hundido en una degradación de alma y cuerpo que parecía no tener fondo, arrastrándolo con ella, abajo y abajo, con el agarre de una fuerza que apenas era humana por su malignidad. A menudo, durante los miserables años que siguieron, él había intentado dejarla; le había ofrecido cederle la granja y proporcionarle una pensión adecuada, pero ella se había aferrado a poseerle a él, y no, o eso parecía, por sentir afecto alguno, sino por una razón completamente opuesta: que el odio que sentía por él se saciaba y alimentaba con la visión de su ruina. Era como si, obedeciendo a algún poder infernal, se propusiera arruinar su vida, sus poderes y sus posibilidades atándolo a ella. Y con la ayuda de ese poder —así lo creía él a veces—, ella imponía su voluntad, ya que, por más que él planease cortar todo aquel terrible asunto y dejar atrás el naufragio, nunca había logrado

Negotium Perambulans…

Negotium Perambulans… El turista ocasional del oeste de Cornualles podría haber visto, al recorrer el árido altiplano entre Penzance y Land’s End, una señal deteriorada que apunta hacia un empinado camino y que lleva en su desgastado interior la desvanecida inscripción: «Polearn a 2 millas», pero probablemente muy pocos habrán tenido la curiosidad de recorrer esas dos millas para visitar un lugar al que las guías turísticas le otorgan tan breve atención. Se describe en estas, con un par de líneas poco atractivas, como un pequeño pueblo pesquero con una iglesia de ningún interés en particular, excepto por ciertos paneles de madera tallada y pintada (originalmente pertenecientes a un edificio anterior) que conforman una barandilla del altar. Pero la iglesia de St. Creed (se recuerda al turista) posee una decoración similar, de mayor calidad en términos de conservación e interés, y así ni siquiera los aficionados a la iglesia se sienten atraídos por Polearn. Una tentación tan escasa difícilmente merece la pena, y una mirada al empinado camino, que en tiempo seco presenta un lecho de piedras afiladas, y después de las lluvias se convierte en un arroyo fangoso, seguramente lo hará decidirse por no exponer su automóvil o bicicleta a tales riesgos en una zona tan escasamente poblada. Apenas habrá visto una casa desde que salió de Penzance, y el posible arrastre de una bicicleta con una rueda pinchada durante seis agotadoras millas parece un precio muy alto a pagar a cambio de ver un puñado de paneles pintados. Por lo tanto, Polearn, incluso en pleno auge de la temporada turística, rara vez es invadido, y durante el resto del año supongo que ni siquiera un par de personas recorren al día esas dos millas (que se hacen bastante largas) de empinada y pedregosa pendiente. No olvido al cartero en esta escasa estimación, ya que son pocos los días en que, dejando su pony y su carreta en la cima de la colina, llega hasta el pueblo, ya que a pocos cientos de metros por el camino hay una gran caja blanca, parecida a un baúl de mar, junto a la carretera, con una ranura para cartas y una portezuela cerrada con llave. Si lleva en su cartera una carta certificada, o es portador de un paquete demasiado grande para ser introducido en las cuadradas aberturas del baúl de mar, necesariamente debe caminar cuesta abajo y entregar el molesto mensaje en persona al destinatario, para recibir alguna pequeña recompensa en forma de moneda o refrigerio por su amabilidad. Pero tales ocasiones son raras, y su rutina general es sacar de la caja las cartas que hayan sido depositadas allí y colocar en su lugar las cartas que ha traído. Estas serán recogidas, tal vez ese día o tal vez al siguiente, por un emisario de la oficina de correos de Polearn. En cuanto a los pescadores del lugar, que en su comercio de exportación constituyen el principal vínculo de movimiento entre Polearn y el mundo exterior, no soñarían con llevar su captura por el empinado camino y, tras seis millas adicionales de viaje, hasta el mercado de Penzance. La ruta marítima es más corta y fácil, y entregan sus mercancías en el muelle. Así que, aunque la única industria de Polearn es la pesca marítima, no conseguirás pescado allí a menos que lo hayas encargado a uno de los pescadores. Los barcos de pesca regresan tan vacíos como una casa encantada, mientras que sus tesoros están en el tren de pescado que se dirige a Londres. Este aislamiento de una comunidad pequeña, continuado durante siglos, también produce aislamiento en el individuo, y en ningún lugar encontrarás un mayor carácter de independencia que entre la gente de Polearn. Pero están unidos, así me lo ha parecido siempre, por alguna comprensión misteriosa: es como si todos hubieran sido iniciados en algún antiguo rito, inspirado y diseñado por fuerzas visibles e invisibles. Las tormentas de invierno que azotan la costa, el hechizo primaveral de la primavera, los veranos calurosos y tranquilos, la temporada de lluvias y la decadencia otoñal han creado un hechizo que, línea por línea, les ha sido comunicado, uno acerca de los poderes, buenos y malos, que gobiernan el mundo y se manifiestan de formas benignas o terribles… Llegué a Polearn por primera vez a la edad de diez años, un niño pequeño, débil y enfermizo, amenazado por problemas pulmonares. Mi padre mantenía su negocio en Londres, mientras que, para mí, la abundancia de aire fresco y un clima suave se consideraban condiciones esenciales si pretendía crecer hasta la edad adulta. La hermana de mi padre se había casado con el vicario de Polearn, Richard Bolitho, nativo del lugar, y así fue como pasé tres años con mis parientes en calidad de invitado que paga su manutención. Richard Bolitho poseía una hermosa casa en el pueblo, la cual habitaba en lugar de la vicaría, que alquilaba a un joven artista, John Evans, sobre quien había caído el hechizo de Polearn, ya que, desde el comienzo del año hasta su fin, nunca lo abandonaba. Se construyó para mí un refugio de techo sólido en el jardín, con una abertura en un lateral, y allí vivía y dormía, pasando apenas una hora de las veinticuatro detrás de muros y ventanas. Estaba en la bahía con los pescadores, paseando por los acantilados cubiertos de retama que subían abruptamente a derecha e izquierda del profundo valle donde se encontraba el pueblo, husmeando en el muelle o buscando nidos de pájaros en los arbustos con los niños del pueblo. Excepto los domingos, y durante las pocas horas diarias de mis lecciones, podía hacer lo que quisiera siempre y cuando permaneciera al aire libre. Sobre las lecciones no había nada temible; mi tío me guiaba a través de caminos floridos entre los matorrales de la aritmética, y hacía agradables excursiones a los elementos de la gramática latina y, sobre todo, me hacía contarle diariamente un relato, en frases claras y gramaticales, de lo que

Macaón

Macaón Regresaba al final de un breve día invernal de mi visita al Hospital de St. James, donde se encontraba mi antiguo sirviente Parkes, que había estado a mi servicio durante veinte años. Lo había enviado allí tres días antes, no para tratamiento, sino para observación, y esa tarde había ido a Londres para escuchar el informe del médico que llevaba el caso. El médico me dijo que Parkes sufría de un tumor interno cuya naturaleza no podía diagnosticarse con certeza, pero todos los síntomas apuntaban directamente a que era canceroso. Sin embargo, eso no debía considerarse como un hecho probado; solo se podía demostrar mediante una operación exploratoria para revelar la naturaleza y la extensión del crecimiento, el cual luego, si era posible, debería extirparse. Si ciertos tejidos se habían visto involucrados, me dijo mi viejo amigo Godfrey Symes, descubriríamos que era inoperable, pero esperaba que ese no fuera el caso y que se pudiera extirpar: la extirpación brindaba la única oportunidad de recuperación. Resultaba afortunado que el paciente hubiera sido enviado para su examen en una etapa temprana, ya que así las posibilidades de éxito eran mucho mayores que si el crecimiento hubiera estado presente durante mucho tiempo. Parkes no estaba, sin embargo, en las condiciones adecuadas para someterse a la operación de inmediato; se aconsejaba que guardara entre siete y diez días de recuperación en cama. En tales circunstancias, Symes me recomendó que no se le dijera de inmediato lo que le esperaba por delante. —Se puede ver que es un hombre nervioso —dijo—, y estar en cama pensando en lo que uno tiene que enfrentar probablemente deshará todo el bien que conlleva el reposo. Uno no se acostumbra nunca a la idea de que le abran en canal; cuanto más se piensa en ello, más insoportable se vuelve. Si tuviera que enfrentarme a una aventura de ese tipo, preferiría infinitamente que no me lo dijeran hasta que vinieran a ponerme la anestesia. Naturalmente, tiene que dar su consentimiento para la operación, pero no le diría nada al respecto hasta el día anterior. No está casado, ¿verdad? —No, está solo en el mundo —le respondí—. Ha estado conmigo durante veinte años. —Sí, recuerdo a Parkes casi tanto como a ti. Eso es todo lo que te puedo recomendar. Por supuesto, si el dolor se volviera severo, sería mejor operar de inmediato, pero apenas sufre actualmente. Y duerme bien, según me ha dicho la enfermera —¿Y no hay nada más que se pueda intentar? —le pregunté. —Intentaré todo lo que quieras, pero será perfectamente inútil. Le permitiré que tome cualquier remedio milagroso y charlatanesco que queráis, siempre y cuando no dañe su salud ni haga que pospongamos la operación. Hay rayos X y rayos ultravioleta, y hojas de violeta y radio; hay nuevas curas para el cáncer que se descubren todos los días, ¿y cuál es el resultado? Lo único que logran es que la gente posponga la operación hasta que ya no es posible operar. Naturalmente, cualquier opinión adicional será bienvenida, si así lo deseas. En ese momento, Godfrey Symes era fácilmente la principal autoridad en este tema, con un porcentaje de curaciones mucho más alto que cualquier otro. —No, no quiero una segunda opinión —le dije. —Muy bien, lo vigilaré cuidadosamente. Por cierto, ¿no puedes quedarte en la ciudad y cenar conmigo? Vendrán una o dos personas, y entre ellas un espiritista completamente loco que tiene más mensajes del otro mundo de los que yo recibo en mi teléfono. Llamadas a larga distancia, ¿verdad? Me pregunto dónde está la central telefónica. ¡Vente! ¡Te gustan los excéntricos, lo sé! —Me temo que no puedo —le dije—. Hoy tengo dos invitados que vienen para quedarse conmigo en el campo. Ambos son excéntricos: uno es una médium. Se rio. —Bien, yo solo puedo ofrecerte un excéntrico, y tú tienes dos —dijo—. Tengo que regresar a las consultas. Te escribiré en una semana más o menos, a menos que haya alguna urgencia que no haya previsto, y te sugiero que vengas a contárselo a Parkes cuando toque. Adiós. Cogí mi tren en Charing Cross con apenas tres segundos de margen, y salimos golpeando fuertemente el puente a través del aire frío y denso. Había estado nevando intermitentemente desde la mañana, y cuando dejamos atrás la suciedad y la niebla de Londres, la nieve yacía espesa en campos y setos, retrasando, por el reflejo de la tenue luz que quedaba, la llegada de la oscuridad y dotando al paisaje de una austeridad distante y solitaria. Durante todo el día sentí esa somnolencia que acompaña a la caída de nieve, y a veces, medio perdiéndome en un sueño, mi mente se arrastraba, como una cosa que repta en la oscuridad, alrededor de lo que Godfrey Symes me había dicho. Durante todos estos años, Parkes, más amigo que sirviente, me había brindado su fidelidad y devoción, y ahora, como respuesta a eso, aparentemente lo único que podía hacer era contarle su situación. Estaba claro, por lo que había dicho el cirujano, que se esperaba una grave revelación, y sabía, por la experiencia de dos amigos míos que habían estado en su condición, lo que podía esperarse de esta «operación exploratoria». Exactamente iguales habían sido estos casos; había pruebas claras de un crecimiento interno posiblemente no maligno, y en cada caso se había visto la misma y sombría secuencia. El crecimiento había sido extirpado y en un par de meses había tenido lugar una recrudescencia de la enfermedad. De hecho, la cirugía no había probado ser más que un cuchillo de podar, que había estimulado lo que el cirujano había esperado extirpar con una actividad más rápida. Y eso, aparentemente, era la mejor oportunidad que Symes podía ofrecer: el resto de los tratamientos no eran más que basura o charlatanería… Mi mente se alejó hacia otro tema: probablemente, los dos visitantes a los que esperaba, Charles Hope y la médium que él traía consigo, estarían en el mismo tren que yo, y repasé

El Cuerno del Horror

El Cuerno del Horror Durante los últimos diez días, Alhubel había disfrutado del radiante clima del pleno invierno propio de su eminente altura de más de mil ochocientos metros. Desde que se alzaba hasta que se ocultaba, el sol (un espectáculo sorprendente para aquellos que, hasta entonces, asociaban tal palabra con un pálido disco que brilla débilmente a través del aire oscuro de Inglaterra) resplandecía recorriendo su camino a través del brillante cielo azul, y todas las noches la apacible y tranquila helada hacía que las estrellas brillaran como polvo de diamante iluminado. Antes de Navidad había caído suficiente nieve para contentar a los esquiadores, y la gran pista, rociada todas las noches, daba cada mañana a los patinadores una superficie fresca en la que realizar sus resbaladizas piruetas. El bridge y el baile servían para pasar la mayor parte de la noche, y para mí, que por primera vez estaba saboreando las alegrías de un invierno en la Engadina, parecía como si un nuevo cielo y una nueva tierra se hubieran iluminado, calentado y refrigerado para el especial beneficio de aquellos que, como yo, habían sido lo suficientemente sabios como para reservar sus días de vacaciones para el invierno. Pero una interrupción tuvo lugar en estas ideales condiciones: una tarde, el sol se vio velado por la niebla y, desde el noroeste del valle, un viento helado que había viajado durante kilómetros a través de laderas heladas comenzó a explorar los calmados cielos. Pronto todo se cubrió de nieve, primero en pequeños copos impulsados casi horizontalmente por el viento congelado y luego en grupos más grandes que asemejaban al plumón de los cisnes. Y aunque durante la quincena previa la vida, la muerte y el destino de las naciones me habían parecido menos importantes que lograr con las cuchillas de los patines ciertos trazados en el hielo, de la forma y tamaño adecuados, ahora parecía que la suprema consideración era regresar rápidamente al hotel en busca de refugio: era más sensato dejar de lado las piruetas sobre hielo que arriesgarse a congelarse persiguiéndolas. Había acudido allí con mi primo, el profesor Ingram, el célebre fisiólogo y escalador alpino. Durante la serenidad de las últimas dos semanas había realizado un par de notables ascensiones invernales, pero esa mañana su sabiduría meteorológica había desconfiado de las señales de los cielos y, en lugar de intentar la ascensión del Piz Passug, había esperado para ver si sus recelos estaban justificados. Así que allí estaba sentado, en el hall del excelente hotel, con los pies en las tuberías de agua caliente y la última entrega del correo inglés en sus manos. Esta contenía un panfleto sobre el resultado de la expedición al Monte Everest, del cual acababa de terminar la lectura. —Un informe muy interesante —dijo, pasándomelo—, y ciertamente merecen tener éxito el próximo año. Pero ¿quién puede decir lo que esos últimos mil ochocientos metros finales pueden implicar? Mil ochocientos metros más cuando ya has subido siete mil no parecen mucho, pero actualmente nadie sabe si el cuerpo humano puede soportar la exposición a tal altura. Puede afectar no solo a los pulmones y al corazón, sino posiblemente al cerebro. Podrían sufrir alucinaciones delirantes. De hecho, si no lo supiera, diría que ya han tenido una de esas alucinaciones. —¿Cuál? —le pregunté. —Aquí leerás que pensaron que se habían topado, a gran altitud, con las huellas de un pie humano desnudo. Eso parece, a primera vista, una alucinación. ¿Qué hay más natural que un cerebro excitado y estimulado por la extrema altitud haya interpretado ciertas marcas en la nieve como las huellas de un ser humano? Cada órgano del cuerpo a esas alturas se esfuerza al máximo por hacer su trabajo, y el cerebro se enfoca en esas marcas en la nieve y dice «Sí, estoy bien, estoy haciendo mi trabajo, percibo marcas en la nieve y afirmo que son huellas humanas». Ya sabes lo inquieto y ansioso que es el cerebro, incluso a esa altitud; lo vívidos, tal y como tú me has contado, que son los sueños por la noche. Multiplica ese estímulo y la ansiedad y agitación consecuentes por tres, ¡y cuán natural es que el cerebro albergue ilusiones! Después de todo, ¿qué es el delirio que a menudo acompaña a la fiebre alta, sino el esfuerzo del cerebro por hacer su trabajo bajo la presión de condiciones febriles? Está ansioso por seguir creyendo que percibe cosas que no existen. —Y, sin embargo, no crees que esas huellas humanas desnudas fueran ilusiones —dije—. Me dijiste que habrías pensado tal cosa si no fuera porque sabes más. Se removió en su silla y miró por la ventana un momento. El aire estaba ahora espeso por la densidad de los grandes copos de nieve, que eran arrastrados por el aullante viento del noroeste. —Así es —dijo—. Muy probablemente las huellas humanas eran reales. Espero que fueran las huellas, de todos modos, de un ser más parecido a un hombre que cualquier otra cosa. Mi razón para decir eso es que sé que tales seres existen. Incluso he visto bastante de cerca a la criatura que haría esas huellas, y te aseguro que no deseaba estar más cerca a pesar de mi intensa curiosidad. Y si la nieve no fuera tan densa, podría mostrarte el lugar donde lo vi. Señaló directamente fuera de la ventana, donde al otro lado del valle se encontraba la imponente torre del Ungeheuerhorn, con su pináculo de roca tallada en la cima, como un gigantesco cuerno de rinoceronte. Como yo sabía, solo un lado de la montaña era escalable, y solo para los escaladores más experimentados; en los otros tres lados, una sucesión de cornisas y precipicios lo volvían imposible de escalar. Seiscientos metros de roca vertical conformaban la torre; debajo hay ciento cincuenta metros de rocas caídas, en el borde de las cuales crecen densos bosques de alerces y pinos. —¿En el Ungeheuerhorn? —pregunté. —Sí. Nunca había sido escalado hasta hace veinte años, y yo,

La repudiada

La repudiada Cuando la señora Acres compró la casa del guarda de Tarleton, que había permanecido sin inquilinos durante mucho tiempo, y se convirtió en residente de este pueblo tan agradable y lleno de vida, ya se sabía lo suficiente sobre su pasado como para que le brindaran amistad y simpatía. La suya había sido una historia trágica, y la investigación que se había llevado a cabo sobre su marido —cuando, al mes de estar casados, se pegó un tiro frente a ella— estaba lo suficientemente reciente, y había recibido una cobertura lo bastante amplia en los periódicos, como para permitir que nuestra pequeña comunidad de Tarleton recordara y repasara los aspectos más sombríos del caso sin necesidad de inventarse más detalles; cosa que, de lo contrario, habría sido perfectamente capaz de hacer. Los hechos, en resumen, habían sido los siguientes. Horace Acres parecía ser un cazafortunas sin corazón, un sinvergüenza apuesto y persuasivo, diez años más joven que su mujer. No ocultó a sus amigos que no estaba enamorado de ella, sino que sentía un más que considerable aprecio por su fortuna. Pero, apenas contrajeron matrimonio, su indiferencia se convirtió en un desprecio violento, acompañado de un misterioso e inexplicable temor hacia ella. La odiaba y la temía, y, la misma mañana del día en que se quitó la vida, le suplicó que le concediera el divorcio; el caso, le prometió, no encontraría defensa, y él lo convertiría en indefendible. Ella, pobre alma, se negó a concederlo, porque, como corroboraron los amigos y criados, estaba completamente entregada a él, y afirmó, con la tranquila dignidad que la distinguió a lo largo de este calvario, que confiaba en que él era víctima de algún trastorno miserable pero temporal, y que recuperaría su juicio. Esa noche él había cenado en su club, dejando que su reciente mujer pasara la noche sola, y regresó entre las once y las doce de la noche en un repugnante estado de embriaguez. Subió a su habitación con una pistola en la mano, cerró la puerta con llave y se escuchó su voz gritando y vociferando. Luego se oyó el sonido de un disparo. En la mesa de su vestidor se encontraron folio y medio de papel, fechados en ese día, que fueron leídos ante el tribunal. «El horror de mi situación», decían, «es indescriptible e insoportable. Ya no puedo aguantarlo: mi alma se enferma…». El jurado, sin salir de la sala, emitió el veredicto de que se había suicidado en medio de un temporal estado de locura, y el forense, a petición del jurado, expresó la simpatía de ellos y la suya propia por la pobre dama, quien, como fue testificado por todas las partes, había tratado a su marido con la mayor ternura y afecto. Durante seis meses, Bertha Acres estuvo viajando por el extranjero y luego, en otoño, compró la casa del guarda de Tarleton, y se sumió en las absorbentes trivialidades que hacen que la vida en un pueblo pequeño sea tan agitada.   Nuestra modesta vivienda está a tiro de piedra de la casa del guarda; y cuando, al regresar mi mujer y yo después de dos meses en Escocia, descubrimos que la señora Acres se había instalado como vecina, Madge no perdió tiempo en ir a visitarla. Regresó con una serie de agradables impresiones. La señora Acres, aún en la soleada ladera que conduce a la meseta de la vida que comienza a los cuarenta años, era extremadamente hermosa, cordial y encantadora en su forma de ser, ingeniosa y agradable, e iba maravillosamente vestida. Antes de concluir su visita, Madge, al estilo rural, le pidió que prescindiera de las formalidades y que, en lugar de una fría devolución de la visita, tuviera una tranquila cena con nosotros al día siguiente. ¿Jugaba al bridge? Si era así, solo seríamos un grupo de cuatro; ya que su hermano, Charles Alington, había propuesto visitarnos por su propia iniciativa… Escuché sus palabras con la suficiente atención como para comprender lo que Madge estaba diciendo, pero en lo que realmente pensaba era en un problema de ajedrez que estaba intentando resolver. En este punto me di cuenta de que sus agradables impresiones se apagaron de pronto, y que ella se quedó en silencio como una estatua. Cerró la boca como si girara una llave de paso y miró fijamente al fuego, frotándose la parte posterior de una mano con los dedos de la otra, como es su costumbre cuando está perpleja. —Continúa —dije. Se levantó de repente, inquieta. —Todo lo que te he estado diciendo es literal y completamente cierto —dijo—. Me pareció que la señora Acres era encantadora, ingeniosa, guapa y amigable. ¿Qué más podrías pedir de una nueva conocida? Y luego, después de invitarla a cenar, de repente descubrí sin motivo aparente que no me gustaba nada, que no la soportaba. —Dijiste que iba maravillosamente vestida —me permití comentar… Quizá si la reina no capturara al tentador caballo… —¡No seas tonto! —dijo Madge—. Yo también voy maravillosamente vestida. Pero detrás de toda su simpatía, encanto y buen aspecto, de repente sentí que había algo más que detestaba y temía. No sirve de nada preguntarme qué era, porque no tengo la menor idea. Si supiera lo que es, la cosa se explicaría por sí misma. Pero sentí un horror… nada vívido, nada cercano, ¿comprendes?, sino desde algún lugar del fondo. ¿Crees que la mente puede dar un «vuelco», igual que le ocurre al cuerpo, cuando durante uno o dos segundos de repente te sientes mareado? Creo que debe haber sido eso… ¡oh! estoy segura de que fue eso. Pero me alegra haberla invitado a cenar. Planeo agradarla. No sentiré otro «vuelco» de nuevo, ¿verdad? —No, definitivamente no —dije… Si la reina se abstuviera de capturar al tentador caballo… —¡Oh, por favor, deja de pensar en ese estúpido problema de ajedrez! —dijo Madge—. ¡Muérdele, Fungus! Fungus, así llamado por ser el hijo de Humour y Gustavus Adolphus, se levantó de su lugar en la

Y los muertos hablaron…

Y los muertos hablaron… No hay en todo Londres un lugar más tranquilo, ni uno aparentemente más alejado del calor y el bullicio de la vida, que Newsome Terrace. Es una calle sin salida cuya carretera discurre enmarcada por dos filas de pequeñas, compactas y cuadradas residencias; en el extremo superior llega a su fin en un alto muro de ladrillos, y en el extremo inferior está el único acceso a ella, que es a través de Newsome Square, ese pequeño y discreto rectángulo de casas georgianas que suponen un vestigio de la época en la que Kensington era una aldea suburbana separada de la metrópolis por una amplia extensión de prados que se alargaba hasta el río. Tanto Newsome Square como Newsome Terrace están situadas de manera muy incómoda para aquellos cuyo entorno ideal incluye una fila de taxis justo en frente de su puerta, una avalancha de autobuses rugiendo por la calle y una procesión de trenes subterráneos, accesibles a través de una estación a pocos metros de distancia, que sacuden y zarandean los cubiertos y la plata de sus mesas de comedor. Como consecuencia, Newsome Terrace se convirtió, hace dos años, en un lugar habitado por personas ociosas y retiradas, o por aquellos que deseaban llevar a cabo su trabajo en silencio y tranquilidad. Los niños con aros y patinetas son fenómenos raramente vistos en Terrace, y los perros son igualmente poco comunes. En frente de cada una de las dos docenas de casas de las que consta Newsome Terrace hay un pequeño jardín vallado, en el que a menudo se puede ver a la ama de casa de mediana edad o a la anciana ocupada en labores de jardinería. A las cinco de una tarde de invierno, el pavimento suele estar despejado de cualquier transeúnte salvo el policía, quien, con paso silencioso, a intervalos y a lo largo de toda la noche, escruta con su farol estas pequeñas zonas delanteras, y nunca encuentra allí nada más sospechoso que algún crocus temprano o un acónito. Porque, cuando oscurece, los habitantes de Newsome ya han llegado a sus hogares, donde pasarán una velada doméstica e ininterrumpida tras las cortinas echadas y las contraventanas cerradas. Hasta el momento del que hablo, nunca había visto un cortejo fúnebre salir de Terrace, nunca había visto a una boda esparcir su confeti sobre la acera, y los carritos de bebé eran algo desconocido. Newsome Terrace y sus habitantes parecían estar envejeciendo silenciosamente como botellas de buen vino. Sin duda, en su interior guardaban el sol y el verano de su juventud, y ahora, durmiendo en un lugar fresco, esperaban el giro de la llave en la puerta de la bodega y la llegada de alguien que los sacara y viera cuánto valían. Sin embargo, después del período del cual voy a hablar, nunca he pasado por sus aceras sin preguntarme si cada casa, aparentemente tan tranquila, no será acaso como una dinamo, generando suave y silenciosamente fuerzas vastas y terribles, como las que, en una ocasión, vi en funcionamiento en la última casa del extremo superior de la calle, de la cual se podía decir que era la más tranquila de toda la hilera. Si la hubieras observado continuamente durante todo un largo día de verano, es muy probable que solo hubieras visto salir de ella a una anciana con su cesta de la compra bajo el brazo, anciana que salía por la mañana y regresaba una hora después, y a quien acertadamente hubieras identificado como el ama de llaves. Excepto por ella, a menudo podría pasar el día entero sin que se volviera a abrir la puerta. Ocasionalmente, un hombre de mediana edad, delgado y fibroso, bajaba rápidamente por la acera, pero su salida al exterior no era en modo alguno un suceso diario, y, de hecho, cuando salía, rompía la casi universal rutina de la calle, ya que sus apariciones tenían lugar, cuando ocurrían, entre las nueve y las diez de la noche. A esa hora a veces venía a mi casa de Newsome Square para ver si estaba y podía charlar un poco más tarde. Después, y por los beneficios del aire y el ejercicio, se daría una caminata de una hora por las calles bulliciosas e iluminadas, y regresaría alrededor de las diez, todavía pálido y sin color, para tener una de esas conversaciones que ejercían una absorbente fascinación en mí. Con menos frecuencia, y a través del teléfono, yo le proponía hacerle una visita: esto no lo hacía muy a menudo, ya que descubrí que, si él no salía, quería decir que estaba ocupado con alguna investigación y, aunque yo era siempre bienvenido, podía ver fácilmente que deseaba que me fuera para seguir ocupándose de sus baterías y piezas de tejido, siguiendo el rastro de descubrimientos que nunca antes se habían presentado en la mente del hombre como algo que estuviera al alcance. Mi última oración puede haber llevado al lector a adivinar que estoy hablando de nada menos que el misterioso y recluido físico sir James Horton, cuya muerte hizo que cien avenidas aún por abrir en el oscuro bosque de donde proviene la vida debieran esperar a que otro pionero tan audaz como él tomara el hacha que hasta entonces solo él había sido capaz de manejar. Probablemente nunca hubo un hombre al que la humanidad le debiera más y del que la humanidad supiera menos. Parecía completamente independiente de la raza a la que dedicó su vida (aunque ciertamente sin sentir una pizca de amor): durante años vivió alejado y apartado en su casa en el extremo de Newsome Terrace. Los hombres y las mujeres eran para él como fósiles para un geólogo, cosas a ser golpeadas y martilladas y disecadas y estudiadas con el propósito, no solo de reconstruir edades pasadas, sino de construir el futuro. Se sabe, por ejemplo, que creó un ser artificial formado por tejido —aún vivo— de animales recién sacrificados, con el cerebro de un simio, el corazón

Un hijo de la noche

Un hijo de la noche No era habitual que la gente tratara de «usar» a Taverner para sus propios fines, pero la Condesa de Cullan lo intentó porque era una mujer muy segura de su poder. Se trataba de una dama muy distinguida, aunque con cierta tacha en su reputación; tenía motivos para confiar en su capacidad para ejercer poder sobre los hombres, y nunca dudó de que tanto Taverner como yo, si se presentaban suficientes incentivos, pasaríamos a postrarnos ante su bien atendido altar. Era nuestra vecina; los terrenos de la residencia clínica habían formado parte de la finca de Cullan en la época en la que el viejo conde usaba su patrimonio como fuente de ingresos. Sin embargo el conde actual era un hombre muy diferente; de hecho, tan diferente era de lo que se podría esperar de un miembro de la casa Cullan, que los rumores decían que «no estaba muy en sus cabales». Sea como fuere, estaba lo suficientemente «en sus cabales» como para ejercer un control estricto sobre las finanzas familiares, e insistir en que la gallina de los huevos de oro que era el capital pusiera huevos en forma de intereses, en lugar de matarla de inmediato para saciar el hambre familiar. Esto, según los rumores, era un punto delicado, y causaba mucha discordia en la vida familiar. El movimiento de apertura de la partida tuvo lugar cuando Taverner y yo fuimos invitados a una fiesta en el jardín de Cullan Court, fiesta a la que, como era de esperar, no asistimos. El siguiente movimiento ocurrió cuando la Condesa condujo hasta nuestra residencia en su automóvil biplaza e insistió en que fuera con ella de inmediato para jugar un partido de tenis. Me vi acorralado y no pude escapar, y, después de que me asignara a mi compañera, devolví por encima de la red todas las pelotas que me mandaban el Honorable John —hermano menor del conde— y su compañera, quien hizo lo que pudo hasta que llegamos a la conclusión de que, después de todo, un partido individual podría tener también su encanto. Dejamos a nuestras compañeras a la sombra y nos pusimos a trabajar en serio. Gracias a mi buen ojo y a mi fondo físico me adapto bien a todos los deportes, aunque no me entusiasmen tanto como a los que se desenvuelven en ellos; sin embargo, para el Honorable John el deporte ocupaba el lugar de la religión, y tenía que destacar en cualquier juego al que jugara; cosa que, para no quitarle mérito, he de reconocer que generalmente lograba. El primer set me lo ganó tras una buena disputa; el segundo set lo gané yo en un emocionante enfrentamiento y en el tercero nos enfrentamos en una batalla a vida o muerte. Toda su encantadora cordialidad había desaparecido, y el rostro que me miraba desde el otro lado de la red era más malvado a medida que la puntuación se volvía lentamente en su contra. Cuando el juego concluyó a mi favor, apenas pudo recordar sus modales. Sin embargo, la nube pronto se disipó y, después de un agradable té en la terraza, la Condesa me llevó de vuelta a la residencia con sus propias manos. Ahora estaba mucho más dispuesto a aceptar futuras invitaciones. Pero, aunque estuviera dispuesto a jugar al tenis con el Honorable John, estaba ansiosamente decidido a mantenerme alejado de la Condesa, ya que, aunque tenía edad suficiente para ser mi tía —si no mi madre—, coqueteaba conmigo de manera descarada. Organizaron una cena poco después de eso; Taverner no pudo evitarla, a pesar de recurrir a toda su astucia, y fue debidamente llevado ante la Condesa, quien, para mi gran diversión, también coqueteó con él. Como compañera, tuve a mi lado a su preciosa hija (que se parecía a su madre en algo más que en la apariencia). Pero mientras que a la madre se la veía decidida a impresionar a Taverner, la hija estaba igualmente decidida a hacerme notar que yo la había impresionado, y cada una miraba ocasionalmente a la otra para ver cómo le iba. Me provocó una extraña y desagradable sensación ver a estas dos mujeres de gran familia «estrechar el cerco» alrededor de un par de plebeyos como Taverner y yo; y cuando vi que Taverner sucumbía al encanto, me mostré cada vez más desagradable, hosco y silencioso con mi acompañante, hasta que caí en la cuenta de que podría haber método en la locura de Taverner; él era, en el mejor de los casos, el hombre menos impresionable del mundo, y era muy poco probable que se sintiera atraído por aquella rosa demasiado marchita que lo estaba cortejando de manera tan descarada. Entonces, y a su vez, me permití sucumbir a la hija, y a cambio fui recompensado con la confidencia de que había una gran pesar en sus vidas, y que ella misma estaba bajo la sombra del horror, y sentía una gran necesidad de saberse bajo la protección de un brazo masculino. ¿Alguna vez cabalgaba yo por los páramos? Ella lo hacía todas las mañanas, así que tal vez algún día podríamos encontrarnos, lejos de miradas indiscretas, y entonces, quizá, podría ayudarla con mi conocimiento, ya que necesitaba consejo masculino. Nada más que consejo me pidió en aquella ocasión, y luego cambió de tema. Me disgustaban aquellas mujeres, tan descaradas y seguras del poder de su encanto. También me parecía extraño que el señor de la casa no solo nunca apareciera, sino que nunca se le mencionara; podría considerársele inexistente a juzgar por el papel que desempeñaba en aquel elaborado despliegue, que parecía estar dirigido exclusivamente por la madre y en beneficio de ella y sus dos hijos más jóvenes. —Taverner —dije mientras nos alejábamos en el automóvil—, ¿qué crees que quieren de nosotros? —Aún no han mostrado sus cartas —respondió él—, pero no creo que mantengan el suspense por mucho tiempo. No son precisamente reacias a dar pasos hacia delante. Cuando salíamos por las

La casa de poder

La casa de poder Las ruedas del carruaje de Taverner me habían arrastrado por toda Charing Cross en busca de un tomo que provocaba que los comerciantes de la zona nos miraran de reojo. Finalmente, Taverner abandonó desesperado la búsqueda y, como recompensa por mi paciencia, me prometió tomar un té en una cafetería cuyas paredes estaban decoradas con diablos particularmente selectos. Mi alma terrenal anhelaba cierta marca de cóctel de ostras que se podía obtener en la esquina de Tottenham Court, pero Taverner, a quien le gustaba el té como a una solterona, claramente había puesto su atención en la diabólica cafetería, así que sacrifiqué mi bienestar por sus deseos. New Oxford Street deja de ser respetable al este de Charing Cross, y se vuelve elegante pero de dudosa reputación hasta que el sencillo ambiente comercial de Holborn restaura su autoestima. Los callejones laterales son estrechos y conducen a Bohemia; brillantes y asombrosamente inestables tiendas de delicatessen y mercerías asoman en sus angostos callejones; extrañas caras miran desde las ventanas de sus fachadas rectas como acantilados. Todo es antiinglés, sórdido y vagamente siniestro. Delgada es la capa que en ese lugar nos separada del inframundo. Nos vimos obligados a detenernos en una isleta en medio de aquel tumultuoso torrente de tráfico. Una mujer de cabeza descubierta y cabello lustroso me empujó una cesta de la compra contra la parte baja de la espalda, golpeando con la barra de pan que sobresalía de ella a Taverner, bajo cuyo codo asomaba el rostro pálido y afilado de un pequeño hombre que agarraba unas telas con su pequeño puño rojo como si la vida misma dependiera de ello. La marea del tráfico comercial de Londres rugía a nuestro alrededor, y a través de esa marea se movía otro flujo de tráfico más pequeño, como si fuera arrojado por el oleaje contra nuestra isleta. Mi mente recordó al instante las imágenes de Ricardo III de mi libro de texto; un hombre con el mismo rostro de hurón astuto e inteligente, de baja estatura y espalda ligeramente chepuda, que servía para ensanchar el pecho en un cuerpo enormemente poderoso, pero torpe. La palidez de la piel denotaba una mala salud crónica, o una vida insana en el fétido aire sin sol que tanto les gusta a los habitantes de ese distrito. Los ojos eran de un gris pálido, y poseían un brillo y una vivacidad generalmente asociados a las mujeres que llevan botas de botón. La boca, grande y de finos labios, parecía cruel, la boca del frío hedonista, que sabe de sensaciones pero no de emociones. El rostro llamó mi atención solo con esa breve mirada, pues era la cara de alguien con poder, aunque fue su comportamiento posterior lo que fijó todos los detalles en mi memoria; porque, tan pronto como levantó la vista y se encontró con la de Taverner, su expresión cambió de la de un alcaudón alerta a la de un gato acorralado. Emitió un sonido que casi parecía un siseo y se zambulló de nuevo en el torrente de tráfico del que había emergido. Un grito, un golpe y un chirriar de frenos mostraron que lo esperado había sucedido, y a nuestros pies yació inconsciente el hombre, con sangre brotando de un corte en la cabeza, allí donde había golpeado con el bordillo. Casi antes de que el coche que lo había atropellado diera marcha atrás, Taverner y yo ya estábamos inclinados sobre él; yo examinaba su cabeza, y Taverner, para mi gran sorpresa, examinaba sus bolsillos. Sacó un cuaderno raído y abultado del bolsillo del pecho, lo miró rápidamente, pareció tomar notas con esa milagrosa memoria suya y lo devolvió al lugar de donde lo había tomado, y para cuando el conductor, pálido como un fantasma, llegó a nuestro lado, Taverner había vuelto a adoptar sus modales más profesionales y estaba prestando los primeros auxilios de manera ortodoxa. El casco de un policía se asomó entre el tráfico, y Taverner me tiró de la manga, y nosotros, en un instante, nos lanzamos a través de la masa congestionada de vehículos y, con mejor suerte que el hombre con rostro de hurón, llegamos sanos y salvos hasta la acera, para continuar deslizándonos por una calle lateral que conducía a la diabólica morada de Taverner, dejando que quienes disfrutan con tales cosas supervisaran el traslado del herido en ambulancia. —Esto ha sido un asombroso golpe de suerte —dijo Taverner—. ¿Sabes quién era ese? Era Josephus. Se supone que está en Túnez, pues incluso París se había vuelto demasiado peligroso para él, pero aquí está, de vuelta en Londres, y aparentemente prosperando, así que debe estar tramando algo, y tengo su dirección. No pude compartir el entusiasmo de Taverner por el descubrimiento de Josephus, ya que no tenía el placer de conocer a este personaje, y Taverner pronto se sumergió en el simbolismo de los diablos que giraban alrededor del friso, y en un alboroto de tostadas con mantequilla recién hechas, como para que pudiera prestar atención a algo tan mundano; mientras tanto, yo intentaba enroscar mis piernas alrededor de las patas de la pequeña mesa cubierta de azulejos que estaba diseñada para la comodidad de la desnutrida raza que se alimenta en tales lugares. Taverner dispuso sus largas piernas estirándolas a través del pasillo y me temo que, entre los dos, ocupábamos mucho más que la justa parte que nos correspondía del exiguo espacio disponible. Afortunadamente, el lugar estaba prácticamente para nosotros, ya que la hora del té había pasado, y no había nadie para percatarse de la intrusión de los filisteos en esta Bohemia occidental, salvo un hombre y una mujer que permanecían junto a los restos de su comida en una mesa cercana, y estaban demasiado absortos en su conversación como para prestar atención a cualquier cosa que no fueran sus propios asuntos. O, para ser precisos, el hombre estaba absorto, porque la mujer parecía escuchar con cansancio y un aire de inquieto distanciamiento, como si

La tentación del mar

La tentación del mar —¿Sabes algo sobre estigmas? —dijo mi interlocutor. En aquellas circunstancias, resultó una pregunta bastante inesperada. Había sido incapaz de rechazar una invitación para pasar la tarde con un antiguo compañero de estudios que, desde la guerra, había ocupado el poco inspirador cargo de director médico de una humilde institución de la beneficencia —puesto para el cual, a mi juicio, estaba admirablemente capacitado—, y ahora me encontraba frente a él, al otro lado de una mesa no muy elegante, en sus alojamientos ubicados en una gran fortaleza de ladrillo rojo oscuro que se alzaba sobre los grises y sórdidos terrenos que conforman el sur de Londres. Me sorprendió tanto que tuvo que repetirla antes de que la respondiera. —¿Sabes algo sobre estigmas? ¿Estigmas histéricos? —dijo de nuevo. —He visto tumores simulados —dije—, son bastante comunes, pero nunca he visto heridas reales en la carne, como se suponía que tenían los santos. —¿A qué las atribuyes? —preguntó mi compañero. —Autosugestión —respondí—. Una imaginación tan vívida que afecta realmente a los tejidos del cuerpo. —Tengo un caso que me gustaría mostrarte —dijo—. Un caso muy curioso. Creo que son estigmas histéricos; no puedo explicarlos de otra manera. Una chica fue traída aquí hace un par de días por una herida de bala en el hombro. Vino para que le quitaran la bala, pero no dio ninguna explicación de cómo había sufrido la lesión. La admitimos, pero no pudimos ver ninguna bala, lo que resultó bastante desconcertante. Estaba en un estado de semiestupor, el cual naturalmente atribuimos a la pérdida de sangre, y la mantuvimos aquí. Por supuesto, no hay nada raro en todo eso, salvo nuestro fracaso en localizar la bala, pero esas cosas suceden incluso con los mejores equipos, y el nuestro está lejos de serlo. Pero aquí llega la parte extraña del caso. Anoche, entre las once y las doce, estaba aquí, sentado tranquilamente, cuando escuché un grito; por supuesto, tampoco hay nada de raro en eso estando en este distrito. Pero, al cabo de un minuto o dos, me llamaron por teléfono para decirme que me necesitaban en sala, y bajé para encontrarme a esta chica con otra herida de bala. Nadie había oído el disparo, todas las ventanas estaban intactas, había una enfermera a tres metros de ella. Le hicimos una radiografía y de nuevo fracasamos en el intento de encontrar la bala, sin embargo había un agujero limpio de perforación en el hombro y, lo más extraño de todo, nunca salió ni una gota de sangre. ¿Qué opinas de todo esto? —Si estás seguro de que no hay un elemento externo en juego, entonces la única hipótesis posible es la del elemento interno. ¿Es una persona propensa a la histeria? —Definitivamente. Parece salida de uno de los cuadros de Burne Jones. Además, todas las noches ha estado sumida en una especie de estupor que dura algo más de una hora. Fue mientras se encontraba en este estado que apareció la segunda herida. ¿Te gustaría venir y echarle un vistazo? Me gustaría tener tu opinión. Sé que te has interesado en el psicoanálisis y en todo tipo de cosas que quedan más allá de mi comprensión. Lo acompañé a las salas de la institución y allí, en una de las rudas camas de la enfermería, encontramos a una chica que, acostada sobre una áspera almohada, con los ojos cerrados y los labios entreabiertos, era un exacto reflejo de la Beata Beatrix de la visión de Rossetti, salvo que el cabello color miel fluía sobre la almohada como algas marinas. Al abrir los ojos por nuestra presencia, aprecié que eran verdes como el agua del mar vista desde una roca. Todo estaba tranquilo en la sala, ya que los pacientes de la enfermería se van temprano a dormir, y mi amigo le hizo señas a la enfermera para que pusiera pantallas alrededor de la cama de forma que pudiéramos examinar a nuestra paciente sin molestar. Era tal y como él había descrito: dos evidentes heridas de bala, una más reciente que la otra, y, por su posición y proximidad, deduje que habían sido infligidas con la intención de inutilizar, pero no de matar. De hecho, había sido hábilmente alcanzada por un tirador experto. Únicamente las circunstancias del segundo disparo eran las que revestían de interés al caso, más allá de lo meramente criminal. Me senté en una silla junto a la cama y comencé a hablarle, tratando de ganarme su confianza. Ella me miraba de manera somnolienta, con sus extraños ojos verdes como el mar, y respondía a mis preguntas con suficiente facilidad. Parecía extrañamente distante, indiferente a nuestra opinión sobre ella, como si viviera en un lejano mundo propio, sobre el cual estaba dispuesta a hablar con cualquiera que estuviera interesado. —¿Sueñas mucho? —dije, comenzando con la pregunta habitual. Esto pareció despertar su interés. —Oh, sí —respondió—, sueño muchísimo. Siempre he soñado, desde que puedo recordar. Creo que mis sueños son la parte más real de mi vida, y la mejor —agregó con una sonrisa—, así que, ¿por qué no habría de hacerlo? —Tus sueños parecen haberte conducido a un peligro reciente —respondí, lanzando un dardo al azar. Me miró agudamente, como si quisiera saber cuánto sabía, y luego dijo, pensativamente: —Sí, no debo volver allí. Pero supongo que, de todos modos, lo haré —añadió con una sonrisa traviesa. —¿Puedes ir a donde quieras en tus sueños? —pregunté. —A veces —respondió, y estaba a punto de decir algo más cuando vio el rostro perplejo de mi compañero, y las palabras murieron en sus labios. Vi que ella era lo que Taverner habría llamado «Una de los Nuestros» y mi interés se agitó. Sentí pena por ver a aquella refinada y artística chica en ese sórdido entorno, sus grandes y brillantes ojos observando como los de una criatura enjaulada tras rejas, y dije: —¿En qué trabajas? —Trabajo en una tienda —respondió; una sonrisa curvó las comisuras de sus labios—. En una mercería, para ser precisa.

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