Doctor Serpiente
En el norte los conocen como «agujas de zurcir del diablo». Pero en el sur se llaman «doctores de serpientes», y lo hacen por una razón. Estas libélulas inofensivas y decorativas, con sus delgados cuerpos en forma de flecha, su vuelo rápido y sus alas translúcidas, alas que dan la sensación de que la supuesta flecha está emplumada con trozos de encaje, en el sur están envueltas en una extraña superstición. Cuando una serpiente boca de algodón está enferma —y si su estado de salud va acorde a su apariencia, deben estar enfermas la mayor parte del tiempo—, un doctor de serpientes acude rápidamente con la medicación para tratar lo que le aqueja. Quizás hace setenta y cinco, o cien años, algún esclavo recién llegado de África vio una boca de algodón descansando su cabeza plana y en forma de corazón sobre el agua amarilla del arroyo, y a lo largo del arroyo pasó volando una de estas rápidas criaturas, buscando un lugar donde dejar sus huevos, y el hombre la vio detenerse y flotar y mantenerse en el aire a un centímetro por encima de la cabeza inmóvil de la serpiente, y de ahí dedujo que este extraño insecto era un insecto vudú, que atendía al reptil enfermo. En asuntos como este, la teoría de cualquier hombre es tan buena como la del siguiente. Lo que se puede probar es que muchos de los blancos, y más que muchos de los negros, asumen esta fábula como un hecho; y casi todos ellos, independientemente de su color, conocen al insecto como «doctor de serpientes».
Ahora bien, uno de los hombres sobre los que quiero escribir en estas líneas era conocido como Doctor Serpiente, y también había razones para ello. Para empezar, era muy alto y delgado, poco más que un armazón de huesos sostenido por una piel amarilla tirante; y tenía ojos saltones, y una sorprendente rapidez en sus movimientos corporales. Si lo observabas deslizarse entre los sauces, tan furtivo y rápido y tímido, con su cabeza inadecuadamente pequeña, sus hombros inclinados, sus pasos erráticos hacia un lado y hacia el otro, de manera inevitablemente te recordaba a su homónimo. Estabas obligado a pensar en uno cuando pensabas en el otro; simplemente no podías evitarlo. Para completar la analogía, vivía justo rodeado de serpientes mocasín, sin sufrir daño alguno de ellas y sin aparentemente temerlas.
La ribera del arroyo Cashier, donde prosperaban en maliciosa abundancia, era su territorio habitual. Su cabaña estaba en las tierras bajas, cerca de un lugar famoso por sus serpientes. Eran sus amigas, por así decirlo. Las atrapaba y las manipulaba con sus manos desnudas como un carnicero manejaría salchichas. De vez en cuando las vendía a naturalistas, espectáculos o coleccionistas zoológicos: había un taxidermista en Memphis que era cliente ocasional suyo. En temporada, extraía su grasa suave y la envasaba en botellas para venderla; el aceite de serpiente se consideraba un remedio infalible para el reumatismo.
Con tales negocios se decía que había ganado grandes sumas de dinero. Pero rara vez gastaba ese dinero, por lo que también se le conocía como avaro. Bueno, en cierto sentido, era un avaro; codiciaba celosamente lo que conseguía, y lo guardaba oculto entre las rendijas de su choza de troncos. Pero no estaba ni de lejos tan acomodado como la comunidad creía que estaba. El negocio de las serpientes es un negocio limitado e incierto, y además está restringido a sus mercados específicos. El stock de un comerciante puede ser abundante, como en este caso, pero deben encontrarse clientes. Para ser exactos, el Doctor Serpiente tenía noventa y siete dólares en su escondite.
Pero, aunque hubiera jurado que eso era verdad sobre una pila de Biblias de un kilómetro de altura, la gente del arroyo Cashier no lo habría creído. La opinión popular insistía en multiplicar sus recursos, y luego agregar ceros. Ni siquiera podrías, con ningún argumento, convencer a sus vecinos, blancos o negros, de una estimación justa de la verdadera naturaleza del hombre, que era simplemente un pobre, tímido y solitario excéntrico afectado por los calurosos soles, y tal vez por episodios recurrentes de fiebres palúdicas.
Sentían desprecio por él, pero mezclado con ese desprecio había miedo. Para ellos, debía ser evitado como alguien que tenía trato íntimo con las criaturas más repugnantes y odiadas de todas las que se arrastran. Había una solitaria excepción a la regla del prejuicio generalizado; una sola persona entre ellos que sentía compasión por él, y en cierta medida tenía una imagen justa de él. Esta persona, curiosamente, era una mujer. Y se trataba de una minoría de uno. Llegaremos a ella en breve. Todos los demás habían olvidado su nombre verdadero, o simplemente nunca lo habían escuchado. Por eso casi todos lo llamaban «el viejo Doctor Serpiente». Sabían que estaba familiarizado con las costumbres de la boca de algodón; casi creían que hablaba su idioma.
En esta región en particular, la gente vulgar creía muchas cosas que no eran ciertas. La superstición, producto de la ignorancia, había distorsionado la naturaleza honesta en una miríada de formas pervertidas y engañosas. El inocente lagarto de rayas azules era un «escorpión», y su picadura era mortal. Una piedra blanca porosa encontrada en las entrañas de los ciervos en celo era la única cura conocida para la mordedura de un perro rabioso; colócala en la herida y se adherirá como una sanguijuela y succionará el veneno. Rara vez se veían arrendajos en el bosque entre la hora de la cena y del anochecer de un viernes, porque a esa hora casi todos los arrendajos se habían marchado para contar todas las noticias del malicioso mundo a su amo, el diablo. Rara vez se podía dar a un cuclillo con una bala de rifle porque esta delgada y nerviosa ave parda gozaba de la protección especial del viejo Nick. Si una tortuga mordedora se aferraba a tu carne, no la soltaba hasta que tronaba. Un soplo de aire cálido que se cruzara en tu camino durante una noche fresca en el bosque significaba que una «bruja» había pasado por allí.
O mira por ejemplo las serpientes: el Profeta de la Antigüedad les arrojó una maldición eterna cuando, en su historia del Jardín, personificó el mal como una serpiente; la humanidad ha estado agrandando la difamación desde entonces. Además, en estas tierras, la inventiva caucásica en lo que respecta a las serpientes y sus costumbres había superpuesto un profundo bordado de mala reputación sobre un rico trasfondo de folklore africano. Estaba la serpiente aro, que es traviesa y muy mortal, y lleva un cuerno letal en su cabeza, y estaba la serpiente articulada, que es un fenómeno; ambas ideas ficticias, pero ambas aceptadas como verdades. Todas las serpientes bienintencionadas estaban bajo esa maldición escandalosa. Las serpientes de leche, las serpientes de jardín, las serpientes de gallinas, las serpientes de cascabel, las serpientes de carreras azules y las serpientes de látigo tenían que ser destruidas a primera vista; porque sus lenguas bífidas eran «aguijones» y goteaban veneno. Si te mordía alguna serpiente, tu primera esperanza era beber todo el whisky sin diluir que pudieras conseguir. O si, dentro de los siguientes diez minutos tras ser mordido, apretabas sobre la herida las mitades aún temblorosas de un pollo joven que hubiera sido partido en dos con un hacha o un cuchillo estando aún vivo, quizá aún había una oportunidad para ti. Si carecías de alguno de estos remedios, o de ambos, perecerías entre grandes tormentos. La mordedura se hincharía enormemente; el veneno que se propagaría y magnificaría con tu sangre te atormentaría con dolores horribles; y luego, rápidamente, llegaría a tu corazón y te mataría.
Todas las clases de serpientes eran astutas y engañosas, pero la boca de algodón de las tierras bajas era la más astuta de todas. Mata a una boca de algodón y perdona a su pareja, y la pareja te rastreará durante kilómetros, buscando venganza. Era hábito de la boca de algodón, cuando la carne escaseaba, esconderse debajo de las hojas de los nenúfares, como los llamaría un norteño, con la cabeza metida entre las amplias hojas verdes y la boca abierta y desgarrada, una atracción viva para las aves y abejas desafortunadas que confundían la trampa de las mandíbulas abiertas con sus revestimientos blancos con un capullo de nenúfar medio abierto.
Era una ley natural que la boca de algodón tenía que ser objeto de estas singulares calumnias. De las cuatro serpientes venenosas de la región templada de América del Norte, es la menos atractiva en apariencia y comportamiento. Carece de la elegancia de su prima de las tierras altas, la cabeza de cobre, y carece de la caballerosidad de su pariente más distante, la serpiente de cascabel, que advierte debidamente antes de atacar. No tiene la esbeltez de forma ni los bellos patrones de ese rayo colmilludo que vive en los arbustos de palmito, la serpiente coral. Está tristemente coloreada y miserablemente formada. Los tonos del opaco fango de arroyo y del lodo de arroyo viejo se mezclan en sus manchas escrofulosas. Hay lepra en los ribetes pálidos de sus labios, e hidropesía en su hinchazón del centro. Cógela en pleno verano, cuando, con su maldad acumulada, su vientre es monstruoso y pesado, y mírala entonces haciendo curvas en forma de S en las aguas lentas mientras nada, o estirada, asándose al sol en el lecho del arroyo, con su cuello flaco y su corta e inadecuada cola unida a ese cuerpo abultado, y te parecerá una especie de lagarto maligno sin patas más que una verdadera serpiente. Solo a los ojos del taxidermista se redime por estas numerosas deficiencias. Al carecer de colores brillantes que se desvanezcan en el montaje, su piel rellena no necesita un barniz especial para que parezca auténtica. Es un pobre cumplido, tal vez, pero es el único. Por todos los demás aspectos, y por todas las demás cualidades, se le difama copiosamente, y la gente tiende a creer lo peor de ella.
Y Japhet Morner estaba dispuesto a hacerlo. Para él, las aguas pantanosas llenas de gérmenes de las fiebres tifoideas, o las tortas de maíz rancio en las que viven las semillas activas de la pelagra, o los mosquitos que portan la malaria y la fiebre en sus probóscides, no le producían ninguna sensación de peligro. Había que soportar a los mosquitos, había que beber agua. Y las fiebres eran parte de la vida, de todos modos. O al menos en esa zona. Pero las serpientes, ah, las serpientes eran diferentes; cualquier serpiente en concreto y todas las serpientes en general. Aceptaba como verdad invariable todo lo negativo que se pudiera decir de una serpiente. También creía en otras cosas, a saber: primero, que su vecino más cercano, el Doctor Serpiente, mantenía una comunión insalubre con las bocas de algodón; segundo, que el Doctor Serpiente tenía un tesoro escondido en su cabaña, de eso estaba muy seguro; y, tercero, que el mismo Doctor Serpiente sentía un afecto demasiado grande por la esposa de Morner, Kizzie, y ella por él.
Así que al parecer tenía un trío de razones para desaprobar al otro: envidiaba su riqueza acumulada, albergaba una sospecha latente al ver en él a un potencial mujeriego y, finalmente, alimentaba esa emoción de temible desconfianza que se cría a partir de la estupidez y la credulidad, esa que los hombres como él suelen sentir hacia cualquier prójimo formado de manera diferente a ellos. Que el desgarbado y débil de mente Doctor Serpiente era tan asexuado como un trozo de tierra resultaba evidente para cualquier observador perspicaz; y debería haber resultado igual de evidente, incluso para Japhet, que su esposa, Kizzie Morner, era una mujer buena y honesta. Pero el ojo amarillento ve todo como amarillo, y el amarillo también es el color de los celos, y a Japhet Morner le convenía alimentar los celos en su mente. Alimentándolos constantemente estaba fortaleciendo su voluntad para llevar a cabo un proyecto privado que llevaba considerando mucho tiempo en sus pensamientos. Y el asunto llegó a un punto culminante cierto día.
Era un día de esa temporada triste del año, cuando los pájaros han dejado de cantar durante el día y en su lugar han comenzado las langostas. El verano se había desmoronado por el mero agotamiento de su propio fervor desperdiciado. Los bosques de las tierras bajas habían perdido ese verdor envenenado que los envolvía a principios de abril, y que duraba hasta que se instalaba el calor de agosto. Incluso las malezas, que en los valles crecían densas y altas, casi como cañas en un cañaveral, estaban marchitas y se veían cansadas. El sol había salido esa mañana por detrás de las nubes. A media mañana las nubes seguían agrupadas para ocultar los cielos, pero el calor parecía haberse intensificado, y presionaba el aire inmóvil contra la tierra quemada. Cuando Japhet Morner salió del bosque hacia el descampado abrasado que había detrás de su casa, el sudor le goteaba, y jadeaba por la opresiva humedad. Sus dos perros lo seguían, con las lenguas afuera. Uno de ellos rozó su pierna. Él retrocedió, y le propinó una fuerte patada al perro en las costillas. No estaba de buen humor.
Al amanecer, después de desayunar sobras frías de la noche anterior, Japhet había bajado al arroyo Cashier para obtener pez sol como cebo. Si tenía suerte, podría atrapar un bagre. Sin embargo, no tuvo suerte. El arroyo estaba agotado; estaba más bajo de lo que recordaba haberlo visto nunca. La sequía había agotado sus fuerzas. En las partes poco profundas, apenas era más que un delgado y lento reguero. En los lugares más profundos, apenas había corriente suficiente para mover ramitas y hojas caídas sobre la superficie sin ondulaciones de color café. A lo largo de las riberas, se veían amplias franjas desnudas del habitual fondo del arroyo. Cocida por el sol, la tierra en ese punto se había agrietado en cuadrados e irregularidades, con las juntas siempre formando ángulos rectos, y las esquinas de cada segmento con costra se habían arrugado de tal manera que el efecto general sugería un mal trabajo de pavimentado, descuidado en el contrato original y ahora desmoronándose en todas las uniones. Más allá, a derecha e izquierda, se alzaban abruptamente las paredes del arroyo. El arroyo Cashier era un arroyo sin un valle. No había una pendiente que llevara hacia él. Las llanuras llegaban hasta sus orillas y luego, sin previo aviso, la tierra se desprendía bruscamente hasta el lecho excavado, de modo que su curso se asemejaba a un corte artificial. En esta parte del país muchos arroyos son así, con lados abruptos que descienden empinados y lisos, excepto donde la erosión del agua ha marcado y trabajado la tierra blanda. Solo aquí y allá algún glaciar ha dejado su firma en una depresión de grava roja, para recordar a la sedienta humanidad que alguna vez hubo una Era del Hielo en el mundo.
Japhet pescó y pescó, pero nada picó; al parecer, incluso los peces más pequeños estaban demasiado débiles para morder los gusanos que se les ofrecía en lugares prometedores. Se acercó río abajo hasta lo que llamaban el Gran Agujero, donde, a doscientos metros de la cabaña del Doctor Serpiente, el arroyo se ensanchaba hasta tres veces su amplitud habitual. Allí, una cuña de troncos bloqueaba las aguas. Cada crecida sucesiva había añadido restos a la primitiva represa: traviesas perdidas, árboles desarraigados, tallos de maíz, astillas, rieles de cercas, palos. Por lo general, esta pequeña corriente cubriría la piscina tan espesamente que, con la capa superior de espuma de color crema, se creaba la ilusión de un terreno firme; un desconocido podría haber creído que podía cruzarlo y mantener sus pies secos. Pero ahora todo estaba despejado de restos que giraban suavemente. El arroyo consumido, en lugar de golpear contra los restos que lo cubrían, pasaba por debajo de ellos con un sonido viscoso y goteante. Justo en medio, había un pequeño remolino que se hundía hacia abajo.
En uno de los troncos más bajos que quedaban al descubierto había una cabeza de algodón enroscada, descansando en el cálido bochorno del lugar. Era un ejemplar grande y gordo, de alrededor de sesenta centímetros de largo y tan grueso como el brazo de un niño. Desde la orilla de arriba, Japhet lo vio, y buscó algo para lanzarle. En una zona donde las piedras son escasas, y todas las formaciones rocosas están enterradas a treinta metros bajo el limo, el verbo «lanzar piedras» ni se utiliza ni se conoce. Tu arma siempre es un «trozo de algo», y eso, sea una masa dura o un trozo de madera, es lo que «lanzas» hacia tu objetivo.
El hombre encontró un proyectil considerable, una rama pesada de sicómoro medio podrida, y la partió con la longitud adecuada, para a continuación lanzarla girando hacia el objetivo inmóvil. Su puntería fue buena. La serpiente herida se desenrolló y arrastró sus bucles rotos fuera de la vista, entretejidos en las ramas desnudas al otro lado del tronco. El palo rebotó fuertemente y se sumergió en la poza. Japhet vio cómo giraba y giraba, y luego rápidamente fue succionado por el remolino. Con una curiosidad acelerada, se movió río abajo unos metros y esperó. Aunque el atasco formaba ahora, por así decirlo, un puente colgante, y en algunos lugares se elevaba varios centímetros por encima del agua, el palo no apareció a la vista por abajo. No se veían restos por allí tampoco; el arroyo, en ese tramo, fluía libre de basura. Evidentemente, los objetos atrapados en ese pequeño remolino de arriba eran arrastrados y quedaban atrapados por alguna trampa sumergida de subacuáticas ramas empapadas. Probablemente permanecerían allí durante meses, tal vez para siempre. Reflexionando sobre el fenómeno, lanzó su lata de cebo, hizo girar su caña de pescar para enrollar el sedal alrededor de ella y se alejó por el bosque hacia su casa, a casi dos kilómetros de distancia. Los dos perros lo siguieron de cerca. Al salir del bosque, uno de ellos cometió el error de rozarlo.
Después de disciplinar al descarado perro con la punta de su bota, salió al «área muerta» de seis acres. Su pequeña parcela de maíz, por la falta de un azadón, se ahogaba entre las malas hierbas. En lugares despejados, donde el delgado suelo estaba tan cerca de la arcilla subyacente que ni siquiera brotaban las malas hierbas, los cangrejos de río habían levantado sus torres cónicas de barro seco. Altos troncos de fresno, anillados y muertos, proyectaban acortadas sombras sobre el claro, la misma sombra que podría arrojar el árbol del ahorcado. Su casa, de dos habitaciones y construida con tablones verticales sin pintar, se agazapaba bajo la insuficiente sombra de un raquítico ojaranzo. En una esquina había un pozo: un poste delgado con un travesaño, con calabazas colgando para que los martines pescadores anidaran asomando sobre el techo de tejas grises. Los martines pescadores se albergaban allí porque mantenían a los mosquitos bajo control. No había jardín de flores, ni huerto, ni cercado. A través del espacio abierto, con las ondas de calor bailando frente a él, los contornos de la casa parecían ondularse y retorcerse como un objeto visto a través del humo. Estaba elevada treinta centímetros del suelo, sobre troncos. Debido a las filtraciones, no había sótanos en aquella zona. Los inevitables perros vivían debajo de las casas, y criaban sus pulgas allí, y los cerdos también, si acaso algún propietario tenía cerdos.
Era casi mediodía. Su esposa, descalza y con un escaso vestido azul y abierto en el cuello, estaba cocinando la comida del mediodía, la principal de las tres comidas. Él se acercó a la puerta y ella, levantando la vista de la estufa donde, en una sartén, volteaba chisporroteantes tiras de carne, vio la expresión en su rostro. Su boca se contrajo aprensivamente. Por las señales, ella sabía cuándo estaba en medio de uno de sus arranques de ira.
—¿Pescaste algo, Jafe? —preguntó nerviosamente.
—¿Pescar algo con este clima? ¿Qué esperabas que pescara? —Por su tono de voz se podía inferir que, de forma vicaria, él la culpaba por el fracaso de la expedición.
Se agachó en el umbral de la puerta, aún con la caña de pescar en las manos, y sacudió la cabeza para liberarla de las gotas que goteaban sobre su rostro y ojos.
—El pobre y viejo Mist’ Rives pasó por aquí hace un rato, casi temblando de frío —dijo ella, después de un momento.
—¿Ah, pasó por aquí, eh? —Su tono, a propósito, era tranquilizador—. ¿Entró?
—Solo por un minuto.
—Solo por un minuto, ¿eh? ¿Y qué quería?
—Quería ver si podía darle algo para su malestar. Apenas podía arrastrar un pie después del otro, apenas pudo llegar hasta aquí desde su casa. Supongo que debe estar en cama con fiebre en este momento; pude notar cómo la fiebre le estaba subiendo cuando se fue de aquí y regresó a su casa. Tiene que ser muy triste, él postrado en cama y sin nadie allí para hacer nada por él. Le di una dosis de nuestras Gotas para la Fiebre de Butler. Le habría dado un poco de licor, pero… pero… —Dejó la frase incompleta—. Ese pobre y frágil Mist’ Rives, él… Oh, por favor, no, Jafe.
Al volverse, la golpeó con fuerza con la larga caña. Ella se encogió mientras la caña silbaba por el aire, y recibió el golpe en el antebrazo, levantado para protegerse del golpe.
—¡Mist’ Rives! ¡Mist’ Rives! —La imitó furiosamente—. ¿Cuántas veces tengo que decirte que el nombre de ese viejo hechicero es Doctor Serpiente? ¡Él, que desollaría a un piojo por su piel y sebo, y tú lo llamas «Mist’ Rives»! ¡Pronto lo llamarás «Cariño» y «Cielo» si no te enseño mejor! Nombres cariñosos, ¿eh? Bueno, tengo la intención de darte una buena lección.
Ella se estremeció ante la amenaza, frotando la marca en su piel, pero él no hizo ningún esfuerzo por golpearla de nuevo. Se sentó frunciendo el ceño, sin decir nada mientras ella se apresuraba a servir la comida y ponerla frente a él; ella esperaba que el peso de la comida en su estómago pudiera amortiguar el filo de su mal humor. Por su parte, tuvo la sabiduría de mantenerse en silencio también. Comió de pie, sirviéndole entre bocados y sorbos, como era la costumbre en esa casa.
Después de comer se tumbó en el suelo de la habitación interior. Pero no pudo dormir. Estaba ocupado con sus pensamientos. Había visto una cosa ese día, y había oído otra, y las estaba sumando como el primer término de una sórdida ecuación. Ella sacó una silla con asiento de caña al aire libre y se sentó bajo el árbol de almez, abanicándose y «chupando» rapé con una ramita de durazno que frotaba de un lado a otro en sus encías. Después de un rato, tuvo que refugiarse en la cocina. Empezó a caer un aguacero fuerte y violento. La lluvia no refrescó la casa por dentro; simplemente la transformó de un horno a una caja de vapor.
Ya eran casi las cuatro de la tarde cuando Japhet salió a la habitación delantera. Se puso las pesadas botas hasta las rodillas, que se había quitado antes de acostarse, y se las ató. Hecho esto, habló con ella por primera vez desde el mediodía.
—¿Dónde está esa botella de licor? —dijo—. Tráemela aquí.
Siempre tenían una pequeña reserva de whisky, como todos en esa zona, para los escalofríos y posibles mordeduras de serpiente. Ella le trajo una botella de medio litro casi llena, y él la metió en el bolsillo de la cadera. Inmediatamente, como si tuviera una nueva idea, la sacó de nuevo y la dejó sobre la mesa de la cocina.
—Ahora que lo pienso —dijo—, no necesitaré llevarme ningún licor a donde voy. Las mocasines de agua están todas en los pantanos o a lo largo del arroyo, y donde estaré esta tarde es en el alto de la Cresta de Bailey, en terreno elevado.
No solía darle explicaciones de sus motivos, ni cuentas de sus movimientos. Esta desviación de su costumbre habitual animó a su esposa a hacerle una pregunta.
—¿Vas a salir a cazar, Jafe? —preguntó tímidamente.
—Tengo la intención de cazar una buena cantidad de ardillas jóvenes antes de que anochezca. Las oí hacer ruidos a mi alrededor esta mañana. Si abundan tanto en el terreno bajo, estarán más concentradas que la hierba después de que hayan brotado las moras y las nueces jóvenes en los nogales de la Cresta de Bailey.
Cogió su rifle de un solo disparo que estaba en una esquina, y de una caja abierta en una estantería cogió un puñado de vainas de latón. Luego salió y ató a ambos perros. Uno era un sabueso, bueno para cazar conejos. Era apropiado que se quedara atrás. Pero el perro más pequeño, un mestizo negro, era un perro entrenado para cazar ardillas. Mientras su esposa estaba parada en la puerta, Japhet leyó la muda curiosidad que se expresaba en su rostro.
—Con las hojas tan espesas, la caza sigilosa es lo mejor en esta época del año —explicó—. Así que no necesitaré a Gyp. Tampoco dejes que ninguno de los dos se libere y me siga. Déjame una cena fría en una repisa. Es probable que no regrese hasta bien entrada la noche; la caza de las ardillas es mejor justo antes del anochecer, y estaré lejos, al final de la Cresta, a cinco kilómetros de aquí, cuando decida volver. No es como cuando cazo en las tierras bajas.
Se dirigió hacia el norte, atravesando las hileras de maíz que luchaban por crecer y, en un minuto, desapareció de la vista entre los bosques goteantes. Continuó hacia el norte durante casi dos kilómetros hasta llegar a un pequeño claro, donde había un árbol de morera roja silvestre. Algunas de las frutas demasiado maduras, negras y arrugadas, todavía se aferraban a las ramas; y, en verano, donde hay moreras es muy probable que haya ardillas. Con gran destreza, disparó limpiamente a dos ardillas jóvenes en la cabeza. Japhet era un maestro tirador. Era su única habilidad refinada. En todos los demás aspectos, era simplemente un pobre despojo blanco, como habría dicho cualquiera de sus vecinos negros a sus espaldas. Pero, sin que pudieran sospecharlo quienes lo conocían, tenía una cualidad mental que le era negada a muchos de su clase: la imaginación. Y esta cualidad estaba funcionando ese día excelentemente. Ahora estaba haciendo uso de ella.
Ató las ardillas juntas y las colgó, con las colas hacia abajo, con una correa de sus tirantes. Si era necesario serían una evidencia a su favor, parte de su coartada. Luego se sentó bajo un árbol con su pipa encendida, en parte para consolarse y en parte para mantener alejados a los jejenes, a las moscas y a los siempre presentes mosquitos. Aguantó dos aguaceros rápidos, con la consecuente espera entre ambos. Y luego, levantándose, se puso en marcha, siempre manteniéndose entre los bosques más densos, trazando un recorrido que lo llevaría a lo largo del Arroyo de Bailey, ahora reducido a una sucesión de charcos, y a lo largo de los límites de Little Cypress hasta las hundidas llanuras que bordeaban el Arroyo Cashier. El área de su ruta era amplia. Le llevó dos horas llegar a su destino, avanzando con cuidado y sin prisa por los húmedos bosques.
Se detuvo con cautela y bien resguardado detrás de los arbustos de zarzamora más lejanos, donde el bosque en decadencia se deshilachaba en una especie de promontorio verde, a unos cincuenta metros a la espalda de la cabaña del Doctor Serpiente. Ese era su destino, así que se agachó sobre un nido de hojas y hierba empapada a esperar. Había vuelto a llover con fuerza. Estaba calado hasta los huesos. No importaba, pensaba que no tendría que esperar mucho. Y así fue.
No había perro de la casa que saliera a olfatearlo y ladrara en advertencia. El hecho de que el Doctor Serpiente no tuviera perro lo había marcado como alguien totalmente diferente a sus vecinos en esa región, si acaso hacía falta encontrar más puntos de divergencia. Lo que sí poseía el Doctor Serpiente era una yegua, o más bien sus restos. Un bromista del condado había dicho una vez que la yegua del viejo Doctor Serpiente le recordaba, cada vez que la veía, a una orquesta; tenía costillas de xilófono y una cabeza en forma de violín, y las patas parecían baquetas de tambor. Estaba alojada en un establo de troncos, a pocos metros detrás de la cabaña de su dueño, que era apenas un poco más grande. Desde su posición en el bosque, Japhet podía oírla moverse inquieta en su pesebre. Podría haberla visto a través de las rendijas, entre los troncos de su refugio, de no ser por una cerca de ramas que delimitaba el pequeño claro lleno de hierbas.
Su plan era lo suficientemente simple y, según él, a prueba de fallos. Era hora de la comida; pronto el Doctor Serpiente, aun estando enfermo, saldría de su cabaña para alimentar a la vieja y esquelética yegua. Japhet contaba con ello. Lo atraparía en ese momento sin dudarlo. Le enseñaría cuál era el precio de relacionarse con la esposa de otro hombre, y ese precio sería la muerte. Medio agachado en su escondrijo, Japhet se decía a sí mismo que su motivo eran los celos; que estaba allí como hombre blanco y esposo herido defendiendo su honor personal, y protegiendo sus límites amenazados. Con un esfuerzo consciente, mantenía mentalmente en segundo plano el otro propósito que lo había llevado allí. Y cuando dejaba que sus pensamientos se enfocaran en ello, se esforzaba por darle la consideración de un asunto secundario, algo tangencial a su objetivo. Ese propósito tenía que ver con dinero, en concreto con el dinero que tenía acumulado el Doctor Serpiente.
El siguiente paso sería deshacerse del cuerpo. Eso sería fácil. Podría cargar el delgado cadáver sobre su hombro durante dos kilómetros, si fuera necesario. Y ni siquiera tendría que desplazarlo tanto, solo hasta el Gran Agujero; luego dejaría su carga sobre el agua y permitiría que se deslizara bajo el tronco atrapado. El trozo de madera con el que mató a la mocasín se había quedado allí; el flacucho del Doctor Serpiente también se quedaría allí. Una vez hecho eso, volvería a la cabaña y buscaría el tesoro escondido. Calculaba que no le tomaría mucho tiempo encontrarlo; ya tenía una idea de su ubicación, una pista sólida para empezar. Después, volvería dando un rodeo por los bosques, regresando de nuevo a su campo desde el lado norte, con dos ardillas dando botes en su costado como prueba de que había estado cazando en la Cresta de Bailey. No caería sobre él ni la sombra de una sospecha. ¿Por qué debería hacerlo?
Contaba con que la lluvia borrara su rastro del terreno del Doctor Serpiente. De todos modos, probablemente pasarían días, o semanas, antes de que alguien echara de menos al ermitaño y comenzara a buscarlo; para ese entonces las huellas habrían desaparecido, con lluvia o sin ella. Jugaba a su favor que, cuando el Doctor Serpiente no estaba en casa, o se suponía que no estaba, la gente se abstenía religiosamente de poner un pie en la propiedad. Temían enormemente a las mocasines con las que, según los rumores, se relacionaba el ermitaño. Incluso había una historia que decía que la casa la guardaba el padre de todas las mocasines, y que el Doctor Serpiente soltaba a esta bestia para que vigilara cuando él salía. Por lo tanto no necesitaba cerraduras para sus puertas, ni barrotes para su única ventana; la leyenda protegía ampliamente sus posesiones durante su ausencia.
Pasaron diez minutos, luego quince, y Japhet, con los ojos abiertos y agachado sobre las rodillas, con su rifle preparado, observaba a través de los matojos que bordeaban la zona. Algo, algo rápido y furtivo, se movió detrás de él. Sobresaltado, giró la cabeza, vio que el intruso solo era un estúpido pájaro gato y volvió a mirar hacia adelante. En ese breve espacio de tiempo la víctima había aparecido a la vista. A través de la lluvia y la tenue luz del tormentoso día, podía ver, por encima del tosco borde de la valla de ramas, la cinta blanca del viejo y desgastado sombrero de paja del Doctor Serpiente y, debajo del sombrero, los pliegues de un abrigo oscuro que cubría un par de hombros estrechos y encorvados, mientras el portador de estas prendas se acercaba rápidamente al establo, lo que también significaba que se acercaba a Japhet. A esta distancia, no podría fallar.
Y no falló. Con el disparo, la figura retrocedió de golpe, y luego cayó hacia adelante. El asesino se levantó, la exultación luchando con sus tensos nervios. Se acercó sigilosamente a la valla, puso un pie en el monte enredado de arbustos con la intención de trepar y luego, ante lo que vio, se quedó congelado por el terror, sus ojos desorbitados, su boca abierta en un cuadrado y su rifle cayendo de sus dedos temblorosos.
Había matado al Doctor Serpiente, lo había matado de un tiro en la cabeza, con una bala del calibre 32. ¡Y allí, en el umbral de su puerta, estaba el Doctor Serpiente, entero y sano, y mirándolo fijamente! Y ahora, el Doctor Serpiente, al que había matado según todas las normas y reglas naturales, pero que aún estaba con vida, estaba emitiendo un grito y abandonando la entrada de la casa en su dirección.
Japhet Morner había absorbido supersticiones desde que su alimento era la leche materna. Creía en espíritus, brujas y fantasmas, creía en conjuros y amuletos y en apariciones y serpientes enroscadas; creía que solo con una bala moldeada en plata virgen se podía matar a aquellos que estaban bajo el favor de fuerzas infernales. Y su error había sido usar plomo en una vaina de latón.
Recuperó el poder de moverse. Se lanzó hacia atrás, giró y corrió hacia lo profundo de los oscuros bosques, emitiendo gemidos y aullidos mientras avanzaba como un cachorro azotado.
* * * * *
El terror lo dominaba en su huida por los húmedos bosques. El agotamiento, el mareo, la sensación de que debía refugiarse bajo techo sólido, tener la protección de cuatro paredes a su alrededor, llevaron a Japhet Morner a salir del bosque hacia la medianoche. La lluvia había cesado; la luna intentaba salir. A poca distancia de donde estaba, hacia el sureste, encontró un camino de tierra que lo sacaría de allí. Tras pasar la siguiente curva, su casa quedaría a la vista.
Al doblar la curva vio acercarse hacia él una luz titilante: una linterna colgada de una carreta, o de un carro ligero, pensó, y escuchó el crujido de las ruedas en la suavidad embarrada. Horrores innombrables lo habían convertido en un fugitivo; el instinto del delincuente aún dominaba su cuerpo. De todos modos, todo empapado, tembloroso y desorientado como estaba, sin sombrero y goteando barro, sería mejor para él si nadie lo veía. Se agachó entre un grupo de arbustos al borde del camino para esperar a que pasara el viajero que se acercaba.
El vehículo se movía rápidamente, y casi estaba frente a él cuando, desde la otra dirección, la misma dirección que había estado siguiendo, se escuchó una llamada:
—¡Hola ahí! ¿Quién anda trotando? —La voz parecía surgir de la oscuridad.
—¡Sooo! ¡Tranquilo, muchacho! —Quien fuera que estuviera conduciendo detuvo su caballo, que se había asustado con el inesperado saludo—. Soy yo, Davis Ware —respondió—. ¿Eres tú, Tip Bailey?
—Sí, vengo caminando desde la intersección, y bastante cansado por si alguien te lo pregunta. ¿Qué te trae por aquí a estas horas de la noche, Davis? ¿Alguien está enfermo?
—¡Nada de enfermedades! Se ha desatado un infierno en estos bajíos esta noche.
Tras la pantalla de hierbajos, a medio metro de distancia, el oyente se puso rígido, con la sangre retumbándole por el cuerpo. Conocía a los hablantes, ambos vecinos suyos, uno de ellos un líder local. El peatón se apresuró junto a la carreta; su rostro, inquisitivo y alarmado, apareció en el débil círculo de luz de la linterna.
—¿Qué quieres decir?
—Un asesinato, eso es lo que quiero decir. Un asesinato abominable y a sangre fría, si alguna vez hubo uno que no fuera abominable.
—¡Dios mío! ¿Quién ha sido asesinado?
—Eso estoy a punto de decirte, hombre. Sucedió justo antes del anochecer, en la casa del viejo Doctor Serpiente.
—¿Lo han matado?
—Dame tiempo, ¿no puedes esperar? —Este Ware era de los que o contaban la historia a su manera o no la contaban en absoluto—. Parece ser que el Doctor Serpiente había cogido unas fiebres. Hoy (es decir: ayer) estaba bastante mal. Y así, justo después de la cena, cuando la lluvia amainó un poco, la señora Kizzie Morner fue caminando desde su casa hasta la de él, llevando consigo algunos remedios y un plato de comida caliente. Parece que no tenía miedo de ir allí. Yo lo tendría que admitir, pero ella no lo tenía. Bueno, poco después de que llegara, parece que él intentó levantarse de la cama para ir a alimentar a su viejo y raquítico caballo. Ya había empezado a llover de nuevo, y ella le hizo quedarse donde estaba. Y se puso su viejo sombrero y se cubrió con su viejo abrigo para protegerse de la lluvia, y salió por la puerta trasera para darle de comer. Y no había salido al patio cuando un disparo vino desde el límite del bosque, justo por encima de la cerca, y ella cayó con una bala en el cerebro.
—¡Dios Santo! ¿Muerta?
—No, no muerta, pero casi. Apenas respiraba hace diez minutos cuando salí de su casa. El viejo doctor Bradshaw está allí con ella, y dice que es un milagro que haya durado tanto tiempo. Bueno, parece que el Doctor Serpiente se levantó cuando escuchó el disparo, y salió corriendo para ver qué había pasado, y allí estaba ella, retorciéndose. Y él… bueno, ha estado muy desconsolado desde entonces. No creería que ese viejo puede albergar tantos sentimientos si no lo hubiera visto con mis propios ojos. Pero fue él quien corrió a buscar ayuda, tuvo suficiente sentido común para hacer eso. Me encontró en mi plantación de tabaco, y lo dejé todo y salí corriendo hacia allá, y un grupo de nosotros la recogió y la llevó a su casa en una carreta. Le dispararon en el lado izquierdo de la cabeza, justo encima de las sienes; la bala la atravesó limpiamente y salió por el lado derecho».
—Pero ¿quién lo hizo?
—Ya voy a esa parte. Fue su despreciable esposo quien lo hizo, ese mismo. Parece que la siguió hasta la casa del Doctor Serpiente y la esperó allí, y la disparó cuando salió. Dios sabe por qué, a menos que sea por pura maldad venenosa.
—¡Maldito asesino! ¿Estáis seguros de que fue él, entonces?
—Tan seguro como que una pistola es de hierro. El Doctor Serpiente le echó un rápido vistazo por encima de la cerca cuando salió corriendo. Y justo allí encontraron su rifle, donde él lo había tirado, pues se dio la vuelta y salió corriendo, una tontería por su parte, y yo vi sus huellas, en el suelo blando, yendo y viniendo, allí donde debía de estar cuando disparó. Las vi a la luz de la linterna cuando estuve allí, y al menos media docena de personas también las vieron conmigo. En el brazo de ella hay una larga marca roja, donde debió golpearla en algún momento del día.
—¡La horca es demasiado bueno para él! ¿Lo atraparon?
—No, pero lo harán. Algunos piensan que ha huido hacia las marismas y que se ha escondido allí, sus huellas conducen en esa dirección. Habrá una línea de hombres rodeando todo Little Cypress antes del amanecer. Están organizando la partida de búsqueda en casa de los Morner.
—¿El sheriff ya llegó?
—No, pero llegará al amanecer, o incluso antes. Le traen desde Gallup’s Mill y ya ha salido con su jauría de perros. El rastro debería ser fácil de seguir, con el suelo tan húmedo como está. El viejo Doctor Serpiente está desquiciado, diciendo que el Señor acabará con el asesino en su huida. Pero yo confío principalmente en esos perros de rastreo, primero en ellos y luego quizás en una buena y fuerte cuerda de arado, y en la rama de un árbol. Oh, lo atraparán y, cuando lo hagan, quiero estar allí. Voy a volver a mi casa para despertar a mi hijo mayor y llevarlo conmigo. Ya hay una buena cantidad de gente reunida, pero necesitaremos cada par de manos hábiles que podamos conseguir.
—Entonces no voy a retenerte más —dijo el peatón, con un tono mortalmente serio—. Estoy listo ahora, tengo una pistola colgando de la cintura. ¡Pobre mujer! Siempre fue amable y trabajadora, y soportó mucho. En cuanto a Jafe Morner… bueno, si tengo la suerte de encontrarlo en el bosque, voy a disparar primero, y hacer preguntas después. Estaré esperando en casa de los Morner cuando regreses, Davis.
Japhet comenzó a correr con ligereza.
* * * * *
A la luz de la luna que se filtraba a través de las nubes, la casa del Doctor Serpiente se recortaba como un cuadrado negro en la oscuridad circundante. Hacia allí, jadeando por la prisa, llegó corriendo el asesino. Temía el lugar, en el fondo de su alma desesperada lo temía, pero un miedo aún mayor lo impulsaba allí. Anteriormente ya he dicho que este hombre poseía una poderosa imaginación. Para una persona culta podría haber sido un don. Para él, en esta emergencia, era una maldición. Sus nervios ya heridos y golpeados estaban en alerta máxima; su ingenio, agudizado.
Lo que había escuchado en el camino de tierra había transformado su alocada huida en una misión concreta. Ahora tenía que lidiar no con fantasmas y espantosas apariciones, sino con peligros tangibles; peligros no menos espantosos que los otros, tal vez, pero que debían ser enfrentados y, si su suerte lo favorecía, burlados mediante recursos físicos. No sentía remordimiento alguno. Después de todo, estaba bastante satisfecho con el resultado de su error; escapar de manera segura era lo que le preocupaba. En su situación actual, sin armas y sin un centavo en el bolsillo, con la región despertando para buscarlo, la perspectiva de escapar se desvanecía. Pero con dinero para comprar su huida, tendría una buena oportunidad. Que viniera el sheriff con sus perros, que se formara la multitud con su discurso de cuerda y frío plomo. Si le daban una oportunidad, los superaría. Se adentraría en el profundo bosque hacia el río; en seis horas de constante viaje podría llegar allí. En el río contrataría a un barquero para que lo cruzara al lado de Arkansas; en alguna ciudad de allí compraría ropa y se cortaría el cabello; luego tomaría un tren y viajaría tan lejos, al oeste o al sur, como los trenes de vapor lo llevaran. ¡Y era el dinero del Doctor Serpiente el que le compraría esa ruta! Conseguir ese dinero estaba en su plan original; una intervención aparentemente sobrenatural lo había desviado de ello. Ahora regresaba a esa idea con un tremendo motivo, la autopreservación, que lo impulsaba con velocidad. Pero tenía poco tiempo.
Muy poco tiempo.
Conocía la distribución interior del único cuarto del Doctor Serpiente: el catre en una esquina, la chimenea en la otra, la silla y la mesa sobre el suelo hundido. En su única incursión de espionaje, que había hecho dos semanas atrás, cuando surgió por primera vez en su mente la idea de dispararle, había observado esos detalles con precisión. También había marcado el lugar exacto donde, estaba seguro, se encontraba el escondite del dinero. Durante toda su visita, el Doctor Serpiente, tembloroso y claramente aprensivo, se había desplazado por la habitación manteniéndose siempre entre el visitante no invitado y la esquina donde se encontraban las mantas y las sábanas. Además, los ojos del recluso habían contribuido a traicionarlo; una y otra vez se habían vuelto nerviosamente hacia la pared, justo más allá y por encima de la ropa de cama, a unos dos metros de altura. Seguramente ahí, quizá en una brecha oculta entre los troncos, estaría el botín.
Empujó la puerta de madera, colgada de bisagras de cuero, y se dirigió directamente a la chimenea. No había fuego, pero al agacharse y revolver con las manos encontró astillas listas para encender y, debajo de las astillas, trozos de papel. ¡Bien! Necesitaba algo de luz para buscar. Tenía cerillas en el bolsillo, guardadas en una botella hermética. Las sacó tan rápido como sus dedos temblorosos se lo permitieron. Solo tenía cuatro. Una tras otra las encendió, acercando sus cabezas de fósforo al papel. Pero el papel estaba húmedo por la lluvia que entraba por la chimenea embarrada, y ningún fuego prendió hasta que se encendió la cuarta y última cerilla. La llama solo parpadeó. Luego, se movió lentamente a lo largo del borde del papel quemado, humeando y amenazando con apagarse.
Bueno, que se apague si quiere. Podía ver en la oscuridad igual de bien que los demás, y tenía manos para palpar. Se dirigió diagonalmente hacia la esquina opuesta de la cabaña y pasó rápidamente las manos por la superficie superior y expuesta de cierto tronco, explorando cualquier depresión en la corteza podrida adherida a él, rasgando la arcilla seca con sus uñas. Probó en ese tronco sin resultado, comenzó con el tronco de arriba, y contuvo el aliento mientras trozos sueltos de corteza caían al tocarlos, descubriendo una hendidura en la unión. La cavidad así expuesta era de forma aproximadamente circular, con un diámetro similar al brazo de un hombre; eso podía decirlo al pasar los dedos por sus bordes. Este debía ser el agujero. Ávidamente metió la mano derecha. Tocó algo, algo resbaladizo, redondo, firme y suave, y sintió un rápido y punzante dolor cuando cosas puntiagudas y afiladas se clavaron en su pulgar, rasgando la piel al sacar la mano.
En ese mismo instante, la débil llama en la chimenea prendió y se encendió, llenando la cabaña con un resplandor ondulante y poco confiable. Japhet Morner, levantando la mano frente a su rostro, vio por esa luminosidad rojiza que en la parte interna de su pulgar había dos pequeñas perforaciones rasgadas, separadas por un centímetro, de las cuales brotaban gotas de sangre; y luego, más allá, a medio metro de distancia, a la altura de sus ojos heridos, vio la parte delantera de una gruesa serpiente, su repugnante cabeza con marcas opacas levantada y echada hacia atrás justo dentro de la abertura, su boca abierta de par en par, revelando las membranas algodonosas, su cuello tenso y curvado como si estuviera lista para atacar de nuevo.
El hombre emitió un aullido ahogado y baboso, saltando hacia el otro lado de la habitación, sollozando, jadeando, emitiendo fragmentos de sonidos ininteligibles. La sangre saltaba y brotaba de su pulgar herido, demostrando que las heridas, aunque pequeñas, eran profundas. Necesitaba whisky para beber o el cuerpo caliente y partido de una gallina recién sacrificada para aplicar sobre la mordedura, o estaría acabado. En su casa, a un kilómetro de distancia, tenía whisky, y había gallinas durmiendo en su percha del gallinero. Tal vez pudiera lograrlo. Se volvió, pero luego retrocedió como si un fuerte golpe lo hubiera detenido. No podía ir a donde los hombres se estaban reuniendo, listos y ansiosos por ajusticiarlo.
Ahora, su cerebro le decía que ya, y tan pronto, rápidas punzadas saltaban por su pulgar, a través de su mano, ardiendo por la muñeca y subiendo por su brazo. El veneno debía estar corriendo por sus venas, aumentando y creciendo, como había oído que lo haría. Tenía la sensación de que su mano se estaba hinchando, haciendo que la piel se volviera más y más tensa. No había ayuda posible, y aunque la ayuda llegara, sería demasiado tarde. Aulló, cayó y rodó por el suelo, su cabeza golpeando contra las tablas ásperas.
En la pared resquebrajada, la parte delantera de la serpiente se mostraba, su cabeza todavía erguida en su delgado cuello, sus ojos pálidos sin párpados, como dos migajas de vidrio borroso, brillando a la luz temblorosa del fuego.
Se puso de pie y un dolor terrible golpeó su corazón, apretándolo y retorciéndolo. Su garganta se cerró, ahogándolo. Un segundo golpe de dolor retorció su corazón.
Con un salto de borracho, salió al umbral de la puerta trasera, corrió tambaleante unos pocos pasos hacia el corral de caballos y luego, cuando sus rodillas se rindieron, cayó hacia adelante con la cara hundida en el suelo, la boca llena de tallos de hierba fangosa. Los desesperados dedos de su mano derecha extendida casi tocaron una mancha negro-rojiza, allí donde la tierra estaba pisoteada y la hierba aplastada.
* * * * *
—¡Esa ha sido una buena forma de irse, por todos los demonios! Yo lo llamaría así, ¿tú no, Doc?
Quien así hablaba llevaba al doctor Bradshaw de regreso a su casa, cerca de Gallup’s Mills. El aludido levantó la cabeza con cansancio. Había estado despierto toda la noche, y era un hombre mayor. El movimiento oscilante del carruaje lo calmaba, aunque el sol recién salido le lanzaba sus rayos inclinados directamente a los ojos.
—Bueno —dijo—, no desearía a nadie la muerte que ha sufrido, sin importar lo que haya hecho para merecerla. Aunque supongo que también hay una especie de tosca justicia en todo el asunto. De todos modos, así se ha evitado un linchamiento, o la horca. Uno habría supuesto un escándalo para el condado, y el otro un gasto para los contribuyentes. Tal vez tengas razón en eso, Jim Meloan.
»Yo lo estoy viendo desde un punto de vista más profesional. He tenido dos experiencias extrañas esta noche, Jim. He visto a una mujer enfermiza y desnutrida que, tras recibir un disparo en el cerebro, ha agonizado durante casi siete horas antes de morir, y he examinado el cuerpo de un hombre que ha muerto por la mordedura de una serpiente, una muerte rápida y segura, a juzgar por las evidencias.
—Bueno, Doc, ¿no es así como una cabeza de algodón mata a los hombres, así de repente? —preguntó Meloan—. Siempre he oído decir…
—No importa lo que hayas oído —dijo el viejo doctor; estaba de mal humor porque estaba cansado—. Me baso en los hechos, no en cuentos de hadas. Nací y crecí aquí abajo, y he ejercido la medicina en este condado durante casi cuarenta y seis años, y, como médico rural, debería saber algo sobre estas cosas, si es que alguien realmente lo sabe. Y te digo que, en toda mi vida, solo he conocido a dos o tres personas que realmente hayan sido mordidas por mocasines de agua, y hasta esta mañana nunca había visto a nadie morir por la mordedura de una serpiente, sea del tipo que sea. ¿A los caballos? Vale, sí. ¿Perros? Tal vez. Pero nunca a un ser humano.
»Aun así, la prueba es lo suficientemente clara en este caso. Creo que tendré que escribir un artículo al respecto para la próxima reunión de la Sociedad Médica Estatal. La mordedura de los colmillos estaba justo ahí, en la base de su pulgar, dos pequeños arañazos sangrantes y profundos, uno al lado del otro. Y luego estaba esa expresión en su rostro… egh. Estoy bastante curtido, pero jamás voy a olvidar el rostro de Jafe Morner. Murió rápido, diría yo de pasada, pero también fue una muerte dura, y eso puedo jurarlo. Bueno, él probablemente era de ese tipo de personas que, bajo ciertas circunstancias, se vienen abajo bastante rápido. ¿Alguna vez has reparado en el color de su piel, y esas pesadas bolsas bajo sus ojos? El mal whisky, la mala comida y las fiebres del pantano no le dejaron esa marca. El difunto Japhet tenía el corazón podrido, Jimmy.
—Seguro que sí —se mostró de acuerdo Meloan fervientemente—. Ayer lo demostró.
—No me refiero exactamente en ese sentido —explicó el médico—. Quiero decir que tenía una debilidad orgánica. Y hay cosas extrañas, sin embargo, como que no había hinchazón alrededor de las heridas, ni en su mano ni en el brazo; tampoco había manchas visibles en la piel. Y, no obstante, si hay algo de cierto en las teorías aceptadas sobre los efectos tóxicos de la mordedura de una serpiente, esas condiciones deberían haber sido evidentes. ¡Oh, será un artículo muy interesante para leer ante la Sociedad!
—Tal vez la hinchazón disminuyó antes de que llegaras —sugirió el granjero morboso e interesado.
—No, no podía llevar muerto más que un rato corto cuando fueron allí con los perros para empezar a buscar su rastro y lo encontraron; el alguacil Gill me dijo que todavía estaba caliente. Y yo llegué allí no más de diez minutos después de eso. Es un caso muy inusual, con varias características que me desconciertan. Por ejemplo, ¿qué hay de la serpiente que lo atacó? ¿De dónde vino, y a dónde se fue después? No vi ninguna huella de serpiente en el suelo cerca de donde yacía, y eso que las busqué, aunque es cierto que el terreno estaba bastante pisoteado. Ahora bien, ese pobre y desolado viejo personaje al que en este vecindario llamáis Doctor Serpiente… él tiene su propia teoría al respecto. Sigue diciendo que fue la Venganza del Señor, cayendo sobre un asesino con las manos manchadas de sangre. Él piensa que el tipo fue atraído de vuelta al lugar de su crimen y, bueno, eso podría ser cierto; he oído hablar de tales cosas antes. Dice que regresó y que la Ira Divina cayó sobre él. Pero si yo fuera él, estaría buscando una serpiente grande y peligrosa bajo el establo o la cabaña.
»Él me ha dicho, sin embargo, y él debería ser una autoridad en este tema, si es que alguien lo es, que una cabeza de algodón nunca se aleja muchos metros del agua, y que por las noches siempre se refugian en algún lugar, pues son criaturas de sangre fría que aman el sol. Y, además, ha jurado que nunca ha habido mocasines cerca de su morada, a menos que él las haya llevado allí, muertas o prisioneras en un saco.
—¡Pues mira, Doc! —interrumpió Meloan—. En eso te mintió, entonces. Siempre se ha dicho por aquí que el Doctor Serpiente tiene una enorme cabeza de algodón guardada con él, en su casa.
—Sí, eso es cierto. Lo vi yo mismo, hace apenas una hora —dijo el doctor, sonriendo un poco—. Supongo que el viejo es más astuto de lo que algunos piensan. Me llevó a su choza y me la mostró.
—Pero creía que acababas de decir que…
—Espera a que termine. Me llevó y me la mostró, tal como te lo estoy diciendo. Pero estaba más muerta que una piedra. Era una serpiente disecada, con ojos de vidrio y todo. Parece que un taxidermista profesional que vino aquí desde Memphis hace algunos años la disecó para nuestro excéntrico amigo. Y, vaya, te diré que hizo un buen trabajo. ¡Parecía viva, te lo aseguro! Con una mala iluminación casi estarías dispuesto a jurar que le has visto mover la cabeza. No tendría esa cosa cerca ni por todo el oro del mundo. Pero parece que este viejo la guarda con un propósito.
»Ese detalle salió de una manera peculiar, también. Según tengo entendido, se rumorea que el Doctor Serpiente tiene una buena reserva de dinero. Sin duda has oído historias exageradas sobre la cantidad de esa reserva, pero estoy en condiciones de decirte que no es tanto, apenas cien dólares en total. Después de calmarse, me dijo que ya no quería conservarlo. Dijo que quería que se gastara en pagar un funeral adecuado para esa pobre mujer, dijo que ella era la única amiga que había tenido en el mundo, la única que le había dirigido una mirada amable, o una palabra amable. Así que nos pidió a mí y a Tip Bailey que nos hiciéramos cargo de ello, y luego nos llevó a su choza y lo sacó del lugar secreto donde lo había escondido. Estaba metido detrás de una rotura en el entramado, entre dos de los troncos laterales. Y escucha esto, Jim, justo frente a él, justo dentro de la boca de la abertura, había colocado su cabeza de algodón disecada, pensando que la simple vista de ella, con el cuello doblado como si estuviera a punto de lanzarse y la mandíbula abierta de par en par, desanimaría a cualquiera que se le ocurriera explorar allí adentro.
»Y, como precaución adicional (y, vaya, a su manera el tipo ha sido muy astuto), había revestido el interior del agujero, alrededor de los bordes y hasta la mitad del hueco, con alambre de púas, con las puntas hacia arriba y en todas direcciones. Cualquiera que metiera la mano ahí adentro sin mirar definitivamente se llevaría un buen pinchazo. Y no creo que alguien lo hiciera, si ve primero a la serpiente.
El viejo doctor bostezó pesadamente.
—Una idea astuta. Realmente astuta, diría yo.