El beso de la muerte

por Ramón Plana

Llovía. La acera estaba plagada de charcos. Al caminar por el empedrado de la vieja plaza era difícil no pisar el agua y empaparte los zapatos. Eso sin contar las piedras medio sueltas que al poner el pie encima lazaban un fino chorro de agua sucia sobre las perneras de mi pantalón.

Me habían dicho que al volver el segundo arco estaba la pensión. Era mi última oportunidad para encontrar un alojamiento provisional cerca de la universidad. Dentro de dos días tenía que empezar las clases, luego buscaría un alojamiento más cómodo en donde pudiese residir todo el curso.

Vi la casa al girar. Era muy antigua, tanto o más que la plaza. Los estrechos balcones mostraban un primoroso enrejado con un escudo heráldico en el centro, tres de ellos daban al camino empedrado de la salida este de la plaza y otros cuatro al dar la vuelta. Un cartel anunciaba: «Posada de la doncella».

Una pesada puerta con aldabón indicaba lo vetusto y regio del lugar. Al franquearla, un patio de luces a la derecha atraía la mirada. En él, una escalera con barandilla dorada ascendía a las habitaciones, y unas mesas de mimbre, acompañadas por unos sillones del mismo material, ocupaban el centro decoradas con unas plantas que proporcionaban un toque de color; a la izquierda, parapetada detrás de un pequeño mostrador, una mujer de aspecto afable me miró por encima de las gafas.    

—¡Buenos días joven!  ¿En qué puedo ayudarle?

—Buenos días señora, busco una habitación y me han aconsejado que preguntara aquí.

Me gustaba su amable tono, pensé que a lo mejor sería un lugar agradable para estar unos días.

—¡Vaya! Qué mala suerte, porque a estas alturas estamos al completo. —Se volvió a los casilleros—. Bueno, a lo mejor podría dejarle una que tengo libre —dijo vacilando.

—Sería estupendo —contesté, pensando en que no me apetecía nada seguir buscando.

—¿Es usted supersticioso? —me preguntó mirándome fijamente.

—Pues no, señora, no lo soy.

—Es una habitación con balcón a la calle, así que tiene mucha luz. No la usamos habitualmente, pero se la voy a preparar y dentro de una hora podrá tenerla. ¿Le interesa?

—¡Claro que sí, señora!

—Pues hecho. Se la limpiamos y podrá ocuparla en un rato. Si quiere deje la maleta aquí, detrás del mostrador.

—Muchas gracias, voy a comprar unos libros y vuelvo en un rato. Hasta ahora.

—Hasta ahora, joven.

Salí a la calle aliviado al saber que tenía habitación y esa noche podría dormir tranquilo. Paseé hacía la plaza, la crucé y me dirigí a una calle cercana a la universidad, en donde había tres o cuatro  librerías. Elegí la más vetusta.

Sonó una campanilla al abrir la puerta y el dependiente, subido en una escalera, bajó la vista dejando por un momento de colocar libros en las estanterías.

—Un momento, ahora mismo le atiendo.

—No se preocupe, no tengo prisa —le contesté, aprovechando para mirar a mi alrededor.

Había libros por todas partes. Ya sé que eso es lo normal en una librería, pero nunca he visto tal cantidad de libros por metro cuadrado en ninguna de ellas.

Libros en las mesas, libros agrupados en montones, distribuidos por el suelo creando laberintos; libros en estanterías que llegaban hasta el techo, con unas barras ancladas en la pared para colgar las escaleras a distintas alturas y llegar a todos los niveles.

Al lado del hombre, otra escalera soportaba un cajón del que sacaba los ejemplares que iba colocando. Se servía de un plumero para quitarles el polvo antes de ponerlos en sus respectivos lugares.

Cuando hubo colocado el último, bajó calmadamente y se aproximó a mí. Pude ver un hombre de avanzada edad con una corta barba blanca, vestido con chaleco y unos ajados pantalones, manos nervudas y unos ojos perspicaces detrás de las gafas.

—¿En qué puedo ayudarle?

Saqué del bolsillo una lista con los libros que necesitaba y se la tendí.

—Bien, bien. Se lo tendré enseguida. Creo que la mayoría los tengo por aquella mesa. —Me miró por encima de las gafas—. No le he visto antes por aquí. ¿Acaba de llegar?

—Sí, hace unas horas.

—Pues está difícil encontrar donde dormir. Aparte del inicio de la universidad, creo que tenemos una convención y una reunión empresarial que han saturado la oferta de alojamiento. ¿Ha encontrado donde pasar la noche?

—Por suerte sí. Cerca de aquí, en la Posada de la doncella. También estaban llenos, pero me han ofrecido una habitación.

El hombre dejó lo que estaba haciendo y se volvió hacia mí.

—¿En la Posada de la doncella, ha dicho?

—Sí —respondí, sorprendido por su mirada de alarma.

—¿Conocía la posada de antes?

—No.

—Entonces no conoce su historia, ¿verdad?

—Pues no. ¿Por qué lo dice?

—Porque tiene una leyenda negra. Pero no le quiero preocupar por una noche —me dijo con tono serio—. Sólo le aconsejo que no acepte la habitación si es la número nueve.

—¿Por qué esa habitación?

—Porque hace algunos años ocurrió algo que hace aconsejable no dormir en ella. Si se la ofrecen diga que no, yo le dejaré dormir en un cuarto que tengo en la trastienda hasta que encuentre otra cosa.

—Gracias, pero no creo que haga falta. No soy supersticioso.

—Usted verá, joven. Pero quizá le convendría informarse.

Se volvió a la mesa y continuó revolviendo entre los libros mientras musitaba:

—Creo que este lo tengo por aquí.

Una hora después salí de la librería llevándome tres de los libros en una bolsa. El resto me los tendría preparados al día siguiente a mediodía.

Caminé por las calles adyacentes a la plaza mientras pensaba en lo que me había dicho el hombre. Seguía lloviendo pero más suavemente, así que busqué un lugar en donde tomar algo que me sirviera de cena. Entré en un bar muy animado, pedí una cerveza y un par de pinchos en la barra y me aparté a un rincón.

Se me hizo algo tarde mientras hojeaba los libros y tomaba un café. Luego de pagar, salí a la calle. Seguía lloviendo. Me protegí en los soportales hasta llegar a la posada.

Detrás del mostrador estaba una joven bastante bonita.

—Buenas noches —dije—. La señora que estaba esta tarde me dijo que me daría una habitación. ¿Sabe usted algo de eso?

—Sí, usted debe de ser el joven estudiante que dejó aquí su maleta. Tiene la habitación en el primer piso. Es la número nueve, al final del pasillo. Tenga la llave.

Cogí la maleta y la llave.

—Muchas gracias.

Me dirigí al ascensor. La habitación estaba limpia, consistía en una cama, mesita de noche, un armario, una mesa de estudio y un pequeño cuarto de baño a la derecha de la cama. Deshice las maletas, me lavé los dientes y me acosté. Por suerte no llegaban ruidos de la calle y me pude dormir enseguida.

Soñé que estaba en un parque, el aire me acariciaba el rostro, oía risas y voces de chicas. Una de ellas se acercó a mí, se parecía a la chica de la posada, su mirada era dulce, su sonrisa de complicidad. Me tomó de la mano. La sensación era en extremo agradable. Me acariciaba el brazo con suavidad y ternura, luego me tocó la cara con la punta de sus dedos y se inclinó hacia mí para besarme. Pensé en devolverle el beso, pero la frialdad que noté en mi cara me despertó sobresaltado. Lo que vi me aterró.

La mujer de mi sueño, cubierta con un amplio vestido transparente, se inclinaba sobre mí. Su cara me miraba fijamente a poca distancia de la mía mientras en su boca se dibujaba una triste sonrisa. Ahogué un grito y rodé al suelo asustado. Desde allí la miré. Ella giró el cuerpo sin perderme de vista y desapareció con un lamento por detrás de las cortinas. No me atreví a seguirla para comprobar que se había ido. Me levanté del suelo y regresé a la cama, aunque fui incapaz de volver a dormirme.

La alarma de mi móvil sonó a las siete, me levanté y miré detrás de la cortina. Como esperaba no había nada, solo el balcón, que daba a un edificio colindante. Parecía una pequeña iglesia con un enorme patio vallado, la edificación era tan vieja como la plaza o el edificio de la propia pensión.

Me duché intentando aclarar mis ideas. ¿Había sido un sueño? No podría asegurarlo. Me vestí y baje a desayunar antes de ir a la librería. En recepción estaba la señora afable del día anterior.

—Buenos días, joven. ¿Qué tal ha descansado?

—No muy bien, gracias. He tenido pesadillas y he dormido poco.

La mujer se llevó las manos al pecho y palideció visiblemente.

—¿Qué le ha pasado? —dijo con un hilo de voz, mientras la muchacha joven salía de administración con cara preocupada.

—Tuve una pesadilla muy real con una mujer que quería besarme —dije, y la mujer afable se desmayó.

—¡Tía! ¡Ayúdeme por favor!

La muchacha la intentó sujetar por un brazo, pero el peso era demasiado para ella y terminaron sentadas en el suelo. Pasé al otro lado del mostrador y me agaché a su lado intentando mantenerla.

La levantamos entre los dos y la sentamos en una silla de administración. Mientras le hacía aire con una revista, la muchacha me miró con atención.

—¿Podría contarme lo que vio?

Y se lo conté. También le dije del parecido de la mujer con ella, cosa que la turbó.

—Ahora me gustaría desayunar —continué—. Luego recogeré unos libros y volveré para que hablemos de este tema. Además me gustaría hacerles algunas preguntas. ¿Le parece bien?

—Por supuesto. Aquí le esperaremos —me aseguró la muchacha.

Salí a la calle y me dirigí a un horno que había visto al otro lado de la plaza. Allí pude desayunar con un delicioso café y un bollo recién hecho. Luego me dirigí a la librería. Seguía lloviendo.

De nuevo me delató la campanilla. El hombre de avanzada edad y barba blanca seguía subido en la escalera; cuando me reconoció una sonrisa se dibujó en su cara.

—Buenos días. Ya tengo su encargo, en seguida estoy con usted.

Bajó de la escalera, sorteó algunos montones de libros hasta desaparecer y volvió con los tres que faltaban.

—Parece que no ha dormido bien —comentó mirándome con el ceño fruncido—, dígame que ha sido por extrañar la cama.

—No, no ha sido por eso. Tenía usted razón, me tenía que haber informado.

—Bueno, bueno… ¿Qué fue lo que vio?

Conté lo ocurrido por segunda vez en la mañana. El hombre me escuchó atentamente.

—¿Qué piensa hacer? —me interrogó cuando acabé.

—Pues abandonar la habitación y pedirle que me deje el cuarto que tiene en la trastienda. No quiero más sustos. Pero antes me gustaría saber algunas cosas.

—Bien, pero… hagamos un trato. Yo le dejo la habitación si la quiere, pero me gustaría que antes me ayudase a acabar con esa pesadilla.

—¿Qué dice usted? ¿Acabar con ese espíritu, o lo que sea, arriesgándome a un infarto como poco? ¿Y a cuento de qué? Yo no tengo ninguna responsabilidad en esta ciudad ni conozco tanto a la gente de la posada, ¿por qué iba a arriesgarme?

—Reconozco que no es un tema atractivo, pero le diré varias razones para arriesgarse: en primer lugar, porque le gustaría saber cómo se originó este tema y cómo se ha llegado a esta situación. En segundo lugar porque las dos mujeres que viven en la posada son dos personas estupendas y no es de justicia que sufran así. En tercer lugar porque estoy seguro que ha observado el increíble parecido entre la aparecida y la muchacha y le gustaría saber el por qué. En cuarto lugar porque me figuro que la muchacha le gusta. Y en quinto lugar porque no pagaría la matrícula, ni el hospedaje, ni los libros durante toda la carrera. ¿Le parecen suficientes razones?

No pude por menos que reírme de la propuesta del hombre y de su franqueza.

—Pero, aunque quisiera, no podría. No sé ni por dónde empezar.

—Bueno, bueno… no se preocupe por eso. Lo primero es enterarse de lo que ocurrió. Luego buscar la manera de vencer a la aparecida y darle un merecido descanso. Sobre los dos temas tengo abundante información. Y, si me lo permite, yo estaré a su lado todo el rato. No podemos fallar.

—Pero dígame ¿qué interés tiene usted en esto? ¿Cómo puedo estar seguro de que no me va a dejar solo a las primeras de cambio?

—Verá joven —dijo, mirándome con una expresión de nostalgia—, la aparecida… está emparentada con mi familia, y quiero que descanse en paz. 

—Bien, eso lo entiendo. Por cierto, lo que no entiendo es por qué dice usted que no pagaría la matricula, ni el hospedaje, ni los libros durante toda la carrera. ¿A qué se debe que me pueda salir todo gratis?

—Muy sencillo, los libros los pongo yo, ya que tengo interés en este tema. El hospedaje lo pondrían las mujeres de la posada, que estarán encantadas de acabar con esta pesadilla. Y la matrícula la pondrá la universidad, porque el rector es pariente mío y también le gustaría que nuestra antepasada descanse donde debe.

—¿Las mujeres de la posada también son familia suya?

El hombre asintió.

—¿Sabes cómo llaman en la comarca a la posada?

—No.

— La posada de la muerta.

—Bueno, pues resulta que tengo que volver para hablar con ellas. Quedé con la muchacha.

—Bien. Pásate por aquí esta tarde y te diré lo que haremos.

Salí de la librería. Estuve paseando un rato para aclarar mis ideas y decidir qué hacer. Me acerqué a la universidad a comprobar las listas y entregar unos papeles en Secretaría. Luego me dirigí lentamente a la posada.

Cuando entré la muchacha estaba en el mostrador. Me acerqué a ella.

—¿Cómo está su tía?

—Bien, gracias. Se llevó un disgusto al saber que anoche volvió… ya sabes.

—Sí, sí… Dime, ¿quién es la aparecida?

—Una antepasada nuestra que vivió en el siglo XV.

—¿Y tenéis idea de cómo llegó a esta situación?

—Fue por amor. Mi antepasada estaba enamorada de un noble y su amor era correspondido, pero antes de que se unieran en matrimonio una persona maligna, una hechicera, se encaprichó del noble. Mi antepasada luchó para sacarle de las garras de la mala mujer y, en una cita que tuvieron ellos, se presentó y atacó a la hechicera con fuego para hacerla recobrar su aspecto real, sin hechizos. El ser que pudo ver el hombre era la malvada en su estado natural, y le produjo repulsión. Ella, en venganza, a él lo mató, y a mi antepasada la hechizó para que vagara robando las almas de los jóvenes a fin de alimentar el espíritu de la hechicera.

—Si no la hubiese visto anoche pensaría que me tomas el pelo. ¿Cómo roba las almas?

—Con un beso. A la vez, aprovechando su estado incorpóreo, introduce su mano helada con el frío de la tumba en el pecho del joven y le provoca un infarto tocándole en el corazón. Así le roba el alma.

Un sudor frío empezó a recorrer mi espalda. ¡Qué cerca había estado la noche anterior!

—¿Cuántos jóvenes han muerto por ella?

—No lo sabemos con exactitud, solo hay constancia desde hace unos setenta y cinco años. Durante ese período de tiempo, que se conozcan, unos sesenta. Pero pueden ser más de quinientos.

—Otra cosa más, ¿por qué huyó hacía la cortina?

—¿Ha visto la pequeña iglesia de al lado?

Asentí con la cabeza.

—Pues ahí está enterrada, en el pequeño cementerio. Tenemos una imagen suya —añadió—. Nos la proporcionó uno de los jóvenes. Estaba muy enamorado de ella, y antes de que lo matase pudo pintar un cuadro con su imagen. Ahora se lo enseñaré.

Salió de detrás del mostrador y subió las escaleras. Al rato apareció con un bastidor tapado con un paño. Al destaparlo, reconocí el retrato de la mujer y un escalofrío me recorrió el cuerpo. El parecido era extraordinario.

El cuadro mostraba una joven cubierta por un vestido gris transparente con los brazos extendidos hacia el espectador, estaba sentada en un trono ó sillón grande, de madera noble con respaldo redondeado, reposabrazos labrados con forma de león y adornos en el reposapiés. Los pies de la mujer eran pequeños, las rodillas juntas y bien torneadas y los senos se clareaban a través del tenue velo, que dejaba un hombro al aire. La cara era bella, proporcionada, con ojos grandes y oscuros, nariz recta, boca generosa, sobre un cuello largo y unos hombros perfectos. Era de una belleza abrumadora y deseable. Era perfecta. ¿Cómo no dejarse hechizar por ella?

La muchacha me miraba con atención.

—¿Te pasa algo? Te has quedado como en trance al ver el cuadro.

—Perdona, pero me ha traído el recuerdo de su embrujo. He sentido la misma sensación esta noche pasada. ¡Dios mío! Qué peligrosa es —exclamé. Ella me miró divertida a pesar de la gravedad del momento.

—¿Y dices que me parezco a ella? ¿También te embrujo yo? ¿Y soy peligrosa?

Los dos nos reímos de la salida.

—Bueno, no sé… pero si te pones de esta guisa seguro que tendrás mucho peligro. Bromas aparte, sí, te pareces mucho a la imagen del cuadro, pero te falta la aureola que proporciona el hechizo maligno. En su lugar, inspiras seguridad y ternura. 

—¡Bueno! Has salvado la situación. Te cambiaré a otra habitación para esta noche.

—Espera. Te lo agradezco, pero a lo mejor no hace falta. Ya te lo diré. Ahora voy a salir, luego nos vemos.

Ella me miró sorprendida.

—Como quieras. Hay tiempo hasta la noche. Estaré aquí si me necesitas.

Salí de la posada y me fui a la iglesia con la que compartíamos tapia. La puerta estaba abierta. Pasé al interior y pude recorrerla con tranquilidad. Solo me llamó la atención el encontrar en una pequeña capilla una tumba sin nombre ni escudo heráldico. En un rincón, una silla me puso los pelos de punta: era grande, de madera noble, de respaldo redondeado y los brazos labrados eran leones, con adornos en el reposapiés. ¿Cómo pudo verla el pintor? Me cruzó la cabeza una idea, ¿quién sería la persona enterrada en esta capilla? ¿Podría ser la hechicera? El pequeño cementerio estaba bien cuidado, había flores frescas en las tumbas.

Salí y me fui hacía la librería. Seguía lloviendo. Tenía que saber cómo acabar con aquello, pensé mientras me tapaba con la cazadora. Cuando llegué el hombre estaba recogiendo. Me miró.

—Hola. Viene de la posada, ¿verdad?  ¿Me acompaña a comer y hablamos?

Salimos juntos y caminamos hacia la catedral. Llovía suavemente, así que nos tapamos con un enorme paraguas verde que llevaba él. Llegamos a un mesón donde fue calurosamente recibido, allí tenía una mesa bien colocada. La conversación empezó después de un jerez, un plato de queso y una sopa castellana.

—¿Ya sabe el origen de todo?

—Sí, la muchacha me lo ha contado.

—¿Ha visto el cuadro?

—Sí, y me ha sorprendido encontrar el modelo del sillón en una capilla de la iglesia de al lado.

El hombre levantó la vista con sorpresa.

—¿Sí? Eso es interesante. ¿Qué nombre tenía la tumba?

—No se veía ningún nombre.

—Bien, luego le diré qué hacer esta noche y de qué manera. Ahora comamos y disfrutemos del asado.

Después de la comida. Volvimos a la librería. Allí buscó entre los montones hasta encontrar un libro de aspecto antiguo, forrado en piel de vacuno, que al abrirlo se veía que había sido escrito y dibujado a mano.

—Este ejemplar es un tratado sobre hechicería y brujería del año 1486 escrito por dos dominicos alemanes.  Su título es «Malleus maleficarum». En él se explica cómo luchar contra los hechizos y sus consecuencias. Viene una lista de objetos y cómo utilizarlos. Vamos a leerlo y a prepararnos para la visita de esta noche.

Pasamos toda la tarde preparando los elementos necesarios según el libro, y diseñando la estrategia para vencer a la aparecida. Necesitábamos una buena dosis de sangre fría, además de unos preparados en líquido, otros en polvo y unos cuantos párrafos en latín que hacían de conjuros.

Los distintos objetos los obtuvimos por los contactos que tenía el hombre de la librería en la catedral, en la iglesia pequeña, con el forense y con unos frailes de un convento cercano. Todos se prestaron a colaborar sin hacer preguntas al conocer el destino de nuestros esfuerzos: deshacer un hechizo. 

Cuando tuvimos todo preparado, el hombre mayor le dio instrucciones al párroco de la iglesia pequeña. Luego, al anochecer, fuimos a la posada llevando todos los objetos en una caja grande de cartón. La lluvia ligera nos estimulaba.

La muchacha estaba en el mostrador atendiendo a unos clientes. Al terminar se acercó a nosotros. El hombre y ella se saludaron con afecto. La mujer salió al oírnos hablar, le dio un abrazo al hombre, luego se volvió hacía mí y con una ligera sonrisa en los labios me abrazó también.

—¡Gracias! —me dijo al oído—. Salga bien o mal, gracias. No lo olvidaré nunca. —Luego miró a los otros—. Vamos arriba.

Esa noche me acosté temprano. Regulé la respiración y procuré no moverme, quería hacerme el dormido. Así estuve hasta que, finalmente, el cansancio me venció y me dormí.

Soñé con chicas guapas y lugares bonitos, pero de repente las chicas se volvían brujas y los lugares bonitos en cementerios o bosques de árboles enfermos y secos. Una de las chicas se separó del grupo y vino hacia mí, conforme más se acercaba más bonita se volvía hasta que la reconocí. Era ella. Su mirada era tierna y pícara a la vez, sus labios me sonreían, sus manos me acariciaron y aunque yo quería resistirme, no podía, tan bonita era. Su cara se fue acercando a la mía, vi sus dientes blancos y perfectos, sentí su aliento cargado de ternura y sensualidad. Quise moverme, pero no podía renunciar a sus caricias. Con pavor, vi como su mano se dirigía hacia mi pecho  mientras sus labios se aproximaban a los míos. Quise gritar, pero era inútil. Quería morir por ella. ¡Eso era! ¡Los otros también querían morir por ella! Así alimentaba a la hechicera, con la voluntad de sus víctimas. Así vivía la bruja, a costa de ellos, a costa del amor que la belleza despertaba en los pobres idiotas. Mis pensamientos me dieron fuerza. Yo no acabaría así, porque conocía otra belleza tan grande como la suya. Y esperaba que ella me quisiera a mí. Así que… ¡luché! ¡Y luché otra vez! ¡Y seguí luchando!

Me revolví, abrí los ojos y allí estaba, acercándose poco a poco, cogiendo mi cara con su mano diestra, mientras la otra se acercaba a mi pecho. Era hermosa de verdad. Pero hoy no se llevaría a nadie, ni ningún día más.

El párroco de la iglesia pequeña tocó las campanas mientras los frailes rociaban la tumba sin nombre con agua bendita acompañados por salmos. Dentro, en el fondo, se oyó un grito desgarrador. Era el fin de la hechicera.

Las manos de la belleza tocaron, por fin, mi pecho y allí encontraron agua bendita. Gritó. A su lamento entraron el hombre, la mujer y la muchacha, y con todo el cariño que da la misma sangre, la rodearon de relicarios y la abrazaron hasta que, desecha en lágrimas y sollozos, desapareció para siempre y por fin descansó. La pesadilla había terminado.

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