El hallazgo de Philip Clayden

por J.R. Plana

1

La mañana siguiente a que la noticia de la muerte de Philip Clayden se publicara en los periódicos, el inspector Liemont entró de nuevo en la casa del difunto. Nadie en su sano juicio hubiera aceptado volver a aquel sitio, pero Howard Drymouth sabía convencer a la gente. Un sobre ligeramente abultado había bastado para vencer los remilgos y supersticiones del veterano inspector, que ahora mantenía la puerta abierta, negándose a traspasar el umbral.

—Mire lo que tenga que mirar, pero deprisa —dijo, echando ojeadas nerviosas de acá para allá—. En diez minutos cerraré esta puerta y no pienso volver a abrirla.

Howard hizo caso omiso de las palabras del inspector, al que consideraba un hombre astuto y perspicaz pero algo menguado a la hora de tratar materias más elevadas. Él, un hombre de ciencia, sabía ver las cosas desde otra perspectiva.

—Estamos a punto de entrar en el siglo XX, Liemont. Es hora de que vaya aireando sus prejuicios y supersticiones.

Avanzó por la estancia, inspeccionando con ojo clínico lo que veía. Aquello no era más que la entrada a la modesta casa de Clayden, pero Howard sabía que la naturaleza desordenada de su colega podía propiciar que este hubiera dejado tirado cualquier apunte importante en el sitio más insospechado.

Conocía a Philip únicamente por la correspondencia. Ambos habían leído los artículos del otro y habían manifestado un mutuo interés por su trabajo, eso sí, siempre a través del papel. Jamás le había conocido en persona. Eso, claro está, no le impedía saber, o intuir, la personalidad del difunto, al que había llegado a conocer mejor incluso que a personas con las que mantenía un trato asiduo.

Howard dejó atrás el vestíbulo y, tras dar un infructífero repaso a la cocina y al comedor, subió las escaleras hacia el piso de arriba, donde se encontraba la habitación y el estudio de Clayden. Allí habían hallado el cadáver, entre libros, tinteros y tarros de formol. Fue el vecino del edificio contiguo el que avisó a la policía a causa de un olor nauseabundo que provenía de la casa de Philip. La policía tuvo que forzar la puerta de entrada y tirar abajo la del estudio; ambas estaban cerradas por dentro. Y casi mejor que así se hubieran mantenido.

El cuerpo de Clayden apestaba como ningún otro, parecía llevar semanas en descomposición. Sin embargo, no había causas físicas que justificaran ese estado, algo que tampoco supo explicar el posterior examen médico. Philip llevaría muerto, a lo sumo, dos días.

Esa fue tan solo la primera de las muchas incógnitas que el caso Clayden brindó a los agentes de la ley. La más desconcertante y estremecedora fue la causa de la muerte: ahogado, Philip Clayden había muerto ahogado, pero no estrangulado, sino por inundación de los pulmones por agua marina.

El cuerpo estaba totalmente seco, la apariencia externa no inducía a pensar que hubiera sufrido semejante muerte. Salvo los ojos, que mostraban un brillo acuoso idéntico al que se puede observar en los cadáveres de marineros rescatados, y un hilillo de agua salada que le rebosaba de la boca, la cual tenía abierta hasta casi desencajar las mandíbulas.

Los médicos no dieron crédito al inspeccionar el cadáver de Clayden. Los pulmones estaban anegados hasta tal punto que en algunas zonas habían reventado por la presión, inundando levemente la cavidad torácica, algo que parecía complicado de conseguir si no se sumergía a un hombre en el océano o se le introducía agua con una manguera y por la fuerza, teorías que tuvieron que descartar a causa del estado del cuerpo, que no mostraba signos de lucha, inmersión ni violencia. Además, enredadas en la tráquea y los bronquios, encontraron varias clases de algas endémicas del Índico.

Una veloz inspección al dormitorio dejó claro a Howard que Philip resolvía toda su vida en el consabido estudio. La puerta estaba entornada, tal y como la había dejado el inspector antes de marcharse la noche anterior, tras casi un día y medio allí dentro, resuelto a no volver jamás. Quizá un hombre más sensible o aprensivo hubiera percibido cierto ambiente vitando, una suerte de aire viciado y opresivo, pero Howard no dedicaba ni un segundo de su vida a las aprensiones supersticiosas. Entró en el estudio con paso decidido, y con la misma decisión se dirigió al escritorio sin prestar atención a otra cosa.

Allí, esparcidos por la mesa, había decenas de legajos amontonados sin orden aparente. Howard los revolvió, desechándolos con rapidez. Hizo a un lado el abrecartas, la pluma, el candil y el secante, hasta haber revisado cada milímetro de la superficie de madera. No encontró lo que buscaba, aunque eso no le sorprendió. Philip siempre había sido un hombre previsor, y a buen seguro habría sabido guardar sus secretos a ojos inmerecidos.

Abrió todos los cajones, sabiendo de antemano que allí tampoco lo hallaría. Con un movimiento mil veces realizado, Howard consultó en el reloj de bolsillo el tiempo que le restaba. En menos de cuatro minutos el receloso inspector cerraría la casa con él dentro. No era una idea que le disgustara, pero lo cierto es que preferiría no tener que perder tiempo en buscar otra forma de salir de allí.

Entonces, como si el universo hubiera orquestado una sinfonía de movimientos que desembocaban en aquel preciso instante, un libro pareció destacar sobre todos los demás. De l’infinito universo et Mondi de Giordano Bruno. Los motivos por los que este libro tuvo un significado trascendental son irrelevantes, aunque se pueden sospechar si uno lee la correspondencia entre Philip y Howard. Sacándolo del estante, lo hojeó con premura. El pasar de hojas se detuvo al topar con un sobre escondido en el pliegue. Sintiendo una incipiente satisfacción, Howard leyó el dorso. Para Howard Drymouth, decía. Y seguía sellada con lacre.

Se la guardó en el bolsillo interior de la chaqueta, dejó el libro donde lo había encontrado y volvió con aire victorioso junto con el inquieto Liemont.

—¿Ha terminado? —le preguntó este.

—Sí, puede cerrar.

—Y tanto que lo haré. Si por mí fuera, nadie volvería a pisar esta casa.

Howard lo observó con cierta burla.

—Dígame, inspector, ¿tanta impresión le causó? Le creía un hombre curtido en estos menesteres.

—No me toque las narices, Drymouth. He visto muchos fiambres, más de los que verá usted jamás. Así que haga el favor y créame cuando le digo que el de Clayden era algo estremecedor. No soy hombre al que le amedrente cualquier cosa.

—Desde luego que no me cabe la menor duda —respondió Howard con desgana, dándole la espalda y poniéndose el sombrero—. Que tenga un buen día, inspector.

2

Confuso y molesto, Howard releyó el texto de la carta.

 

Querido Howard:

En una ocasión te hablé de que podría llegar un momento en el que fuera necesario que abrieras esta carta para encontrar respuesta. Obviamente, el momento ha llegado.

Ahora mismo desconozco qué ha podido ocurrir y en qué estado me encuentro, solo puedo esperar que no sea tan funesto como cabría imaginar.

Pero no estás aquí para leer sobre mi muerte, sino para saber más sobre nuestra mutua afición, como es natural.

Lo encontré, Howard, lo encontré, tal y cómo sospechábamos, en el mar. Todos tenían razón: Copérnico, Abdul, Giordano… Todos acertaron en algo, no restaba más que juntar el rompecabezas y buscar en el lugar adecuado.

Es maravilloso, ojalá pudieras verlo.

 

Ahí acababa el primer folio, de manera algo súbita. Howard lo apartó y pasó al segundo. La cuidada caligrafía de la primera parte daba paso a bruscos garabatos, en los que se veía el rastro de la pluma al quedarse sin tinta. En el medio de la hoja, sin guardar un orden ni una métrica aparente, se podía leer:

 

Cayeron del cielo para bajar al infierno.

Están, siempre han estado y siempre estarán.

Es su lugar, es su lugar, es su lugar. Somos intrusos en tierras que nos están prohibidas.

 

Terminaba con una concatenación de palabras incomprensibles y cuya pronunciación en voz alta alojó una extraña sensación de incomodidad en la nuca de Howard. ¿Acaso Philip se había vuelto loco? ¿Qué era aquel galimatías?

El análisis minucioso del papel no le reveló nada más, sí lo hizo, no obstante, el sobre que contenía la carta: el lacre había sido sellado dos veces, y se apreciaban restos de la primera apertura.

Cabía sospechar que alguien hubiera introducido a posteriori el segundo folio, sin embargo, los trazos en la escritura, a pesar de parecer obra de un perturbado, guardaban bastante similitud con los de Philip. Todo apuntaba a que él mismo había vuelto abrir el sobre para guardar un segundo folio, el cual no servía para completar, ni de lejos, la exigua información del primero.

Howard sentía que su difunto colega le irritaba. Cuando los avances de su investigación habían abierto nuevos horizontes, Philip, aún reticente a contarle todo, le prometió escribir una carta con lo que había descubierto, una carta que ocultaría en un lugar que él pudiera encontrar en caso de que las exploraciones tuvieran un final inesperado. Las evasivas de Philip a compartir plenamente sus avances ya le habían resultado de lo más molestas cuando él estaba vivo, era una amarga ironía que, incluso desde la tumba, su colega siguiera siendo un mar de ambigüedades.

Apartando el sobre y el papel a un lado, Drymouth se encendió la pipa mientras contemplaba la lumbre, pensativo. Aunque Philip se hubiera empeñado en ello, Howard no podía permitir que su trabajo se perdiera en el olvido. La inspección a la casa del difunto le había revelado que esta no contenía nada importante, lo que allí quedaba no eran más que papeles sin ningún valor. Debía, por lo tanto, seguir los últimos pasos que había dado su colega antes de acabar en la tumba.

Y el primero, mencionado en la carta como cuna de su descubrimiento, ponía de manifiesto una siniestra relación entre la investigación y la fatídica muerte de Philip Claydent: el mar.

3

A un hombre con los recursos de Howard no le resultó especialmente difícil dar con la relación de tripulantes a bordo del Herbert West, el barco en el que Clayden llevó a cabo sus investigaciones marinas. Sirviéndose de la correspondencia que había mantenido con él, Howard pudo trazar sin dificultad una línea temporal de los últimos meses de Philip. Se escribían todas las semanas, y las cartas de su colega se habían interrumpido durante casi un mes unos trece días atrás. La última carta antes de la interrupción le avisaba de un inminente viaje a raíz de su trabajo, el cual era, a todas luces, la fecha en la que Philip se había hecho a la mar. A la vuelta, Howard había recibido únicamente una carta más, en la que el investigador le avisaba de su regreso y le ponía al tanto, de manera muy ambigua, acerca de un descubrimiento trascendental para la ciencia, la biología y la historia. «Ninguna ciencia ni arte», había escrito, «ya sea física o arquitectura, quedará impasible ante lo que yo he visto».

Así que, usando su referencia temporal, Howard había ido hasta las oficinas portuarias para solicitar una lista de barcos que hubieran viajado en esas fechas, y de todos los que encontró solo uno reunía las características que una expedición científica podía requerir. Esta vez ni siquiera tuvo que sobornar a nadie.

Sentado en un escritorio que le facilitaron para la ocasión en la misma oficina de registro del puerto, Howard copió la lista de tripulantes, decidido a interrogar a todos y cada uno de ellos, si acaso era necesario.

Con la copia en el bolsillo, y un puñado de monedas menos, que aligeró para granjearse el agradecimiento del oficinista por si debía volver, Howard se dirigió hacia el censo de la ciudad. Su habilidad natural para poner a las personas de su parte, accedió a los archivos del ayuntamiento. Allí, ayudado de un hombre calvo y pequeño, buscó cuántos de los marineros que iban a bordo del Herbert West vivían en la ciudad. Pronto, las pesquisas adquirieron un aire de irrealidad inquietante: todos los marineros que figuraban en la lista y que vivían allí habían muerto en la última semana y media. De hecho, varios de ellos, foráneos de otros puertos, se habían visto impelidos a quedarse por graves problemas de salud, para morir al poco igual que el resto de sus camaradas. El Herbert West era un barco fantasma.

4

Aunque el funcionario del censo enseguida mostró signos de nerviosismo y aprensión, Howard supo mantener la sangre fría que le caracterizaba, y se agarró al único cabo que quedaba suelto: un tal Faverac, un viejo lobo de mar que iba en calidad de contramaestre pero que en la lista de embarque del Herbert West figuraba como «en tierra por enfermedad». Como su nombre no se encontraba aún en la lista de defunciones del ayuntamiento, Howard supuso que el hombre aún seguiría con vida. Apuntó su dirección, agradeció la ayuda del temeroso funcionario con una pequeña aportación económica y salió de allí rumbo al puerto, donde vivía el señor Faverac.

El pobre diablo habitaba el bajo de una vieja casucha de madera en pleno barrio portuario. Con sus ganancias como marinero había comprado una vivienda de tres pisos, toda la construcción era suya. Pero al ser un hombre sencillo y no estar casado, los dos pisos superiores los había arrendado a una prostituta y un jugador profesional. La casa compartía tabiques con una taberna y una panadería mugrienta, y toda la calle apestaba a orín y pescado.

Faverac abrió la puerta antes de que Howard llamara por tercera vez. Era un hombre alto y delgado, con la piel curtida por el mar surcada por cientos de arrugas. Había perdido la mayor parte del pelo, aunque a ambos lados de la cara le crecían dos frondosas patillas grisáceas, y la cara sin afeitar de dos días desvelaba una espesa barba. A pesar de su edad, denotaba una fuerza y un vigor aún latentes.

—¿En qué puedo ayudarle? —Como cualquiera que viviera en esa parte de la ciudad, Faverac se mostraba hosco y desconfiado. Lo estudió con ojos azules y fríos como el mar de la Antártida.

—Buenas tardes, ¿es usted el señor Faverac?

—¿Quién quiere saberlo?

—Howard Drymouth. Quiero hacerle unas preguntas acerca de Philip Clayden.

—Está muerto, lo han puesto en el periódico, ¿qué más necesita saber?

—Es acerca del viaje que hizo en el Herbert West. Tengo entendido que era usted parte de la tripulación.

—¿Es usted polizonte? —preguntó repentinamente, entrecerrando los ojos y lanzando una rápida mirada a ambos lados de la calle.

—Por Dios, no.

—¿Y entonces quién es?

—Ya se lo he dicho, me llamo Howard Drymouth. Soy, o mejor dicho, era, colega del señor Clayden.

El señor Faverac frunció los labios, incómodo.

—Bueno, ¿y qué quiere?

—¿Viajó usted en el Herbert West?

—¿Y a usted qué le importa eso?

Howard empezó a enojarse.

—Mire, sé de buena tinta que usted era contramaestre en el Herbert West, y que iba a viajar con la expedición del señor Clayden pero se quedó en tierra en el último momento. Ahora, todos los tripulantes del barco están muertos menos usted, ¿no le parece sospechoso?

Faverac parecía acorralado, pero no por ello menos hostil.

—¿Me está acusando de algo, señor?

—En absoluto, pero estoy seguro de que la policía encontrará esta información de lo más interesante. Salvo que, claro está, decida echarme una mano.

Faverac masticó, manteniendo sus ojos llenos de ira clavados en Howard.

—Pase —dijo al fin, haciéndose a un lado—. Pero le advierto que como vuelva a insultarme le echaré de aquí a patadas.

Howard entró con aires triunfalistas. Faverac le condujo hasta la cocina, donde ambos se sentaron en un par de sillas desvencijadas. El viejo marino no le ofreció nada de beber. La casa olía igual que la calle.

—Ya lo ha conseguido, ahora dígame qué quiere

—escupió Faverac.

—Por qué no subió a bordo del Herbert West.

—Me puse malo.

—¿De qué?

—Tos ferina.

—Se le ve muy salubre para haber pasado la tos ferina hace poco.

—Tuve suerte.

—Un viejo con mucha suerte.

—Piense lo que quiera.

—Igual se le empieza a terminar.

Faverac se crispó.

—¿Me está amenazando? —dijo entre dientes.

—Escúcheme, Faverac, usted sabe más de lo que me cuenta. La repentina muerte de Philip ha sido una catástrofe para la ciencia y yo estoy aquí para solventar ese problema. Hay demasiados cabos sueltos y alguien tiene que atarlos. Así que dígame, ¿qué sabe del viaje del Herbert West? ¿Qué destino tenía? ¿Qué encontró Philip allí?

Howard estaba consiguiendo acogotar al viejo, que desconocía los recursos con los que contaba aquel extraño y eso le hacía perder confianza. El hombre sabía bastante de él, y él no sabía casi nada sobre el otro. Aquello le situaba en desventaja.

—Haga el favor de bajar el tono —masculló Faverac—. El espíritu de Philip vendrá a visitarme por las noches si le cuento lo que sé.

—No sea idiota, Philip ya no irá a ningún lado.

—Howard rebuscó en sus bolsillos y extrajo un sobre—. Mire, compruébelo usted mismo.

Era la desconcertante carta que había encontrado en la casa del difunto, pero únicamente contenía el primer folio. Se lo acercó a Faverac. Para su sorpresa, el viejo lo abrió y lo ojeó por encima.

—Mi nombre está en el sobre. Y es la misma letra.

—Ya lo veo, sé leer —terció Faverac con tono huraño.

Dedicó unos segundos más a inspeccionar con deliberada lentitud tanto el sobre como la carta y al fin alzó los ojos para mirar a Howard por encima de estos.

—Que conste que si se lo cuento no es porque me haya asustado, o convencido —dijo despacio—. Compartiré con usted lo que sé porque es una carga de la que me quiero librar. Después de hacerlo, el problema será suyo y no quiero volver a saber nada más. Me da igual si está o no conforme, ha insistido y ya es demasiado tarde.

Devolvió los papeles a su interlocutor y se levantó de la silla. Howard le oyó llegar hasta la puerta de entrada y correr el cerrojo. Después volvió y, tras echar un vistazo al exterior, cerró los postigos de la ventana de esa habitación. Agarró el quinqué que había en una hornacina junto a los fogones y lo acercó a la mesa. Por fin tomó asiento frente a Howard. La luz de la lámpara bailaba sobre el rostro del viejo, marcando aún más las arrugas y creando un juego de luces y sombras que le conferían un aire de malevolencia y conspiración.

—Yo conocía a Philip —empezó a decir con voz cavernosa, trabajada con años de tabaco y alcohol—. Me refiero a que nos conocíamos de antes, el Herbert West no fue nuestro primer encuentro. De hecho, nuestra amistad, por llamarlo de alguna forma, viene de varios años atrás.

»Fue con su primera expedición, un viaje a una isla remota. Philip necesitaba un barco, y un conocido mutuo nos presentó, dejándome a mi cargo el proveer a Philip de todo lo que necesitara, incluido barco y capitán. Esa es una parte de mi oficio que usted no conoce, pero tampoco viene mucho a cuento. Dejémoslo en que a Philip le conseguí un navío y la expedición fue un éxito rotundo. A partir de entonces, cada vez que él tenía que partir, recurría a mis servicios. Han sido cerca de doce años de trabajar juntos, así que efectivamente puedo asegurar que nos conocíamos bastante bien.

»Nunca salió Philip de puerto sin que yo fuera con él. En todo lo que se refiere al mar, yo era su mano derecha. Salvo en este último viaje. «Faverac, amigo», me dijo, «esta vez necesito de tu confianza y tu saber hacer para que te quedes en tierra». Aquello me extrañó una barbaridad, pero no lo cuestioné. Philip siempre ha sido un hombre que sabía lo que tenía que hacer. Fingí que enfermaba y él, antes de irse, me encomendó una tarea que me pareció harto sencilla: debía adquirir un cobertizo, un almacén o similar, algo pequeño y discreto, cerca del muelle. Luego habría de comprar un cofre, sólido y con buena cerradura, y llevarlo al almacén, donde lo fijaría al suelo mediante gruesos clavos.

»No me pareció una labor muy acorde con mis habilidades, cualquier podría hacerlo, aunque supongo que Philip necesitaba de alguien de confianza, puesto que me dejó una considerable cantidad de dinero para adquirir todo lo necesario. Sin embargo, a su vuelta todas las dudas quedaron disipadas, tirando por tierra mis teorías.

»Philip no pidió mi ayuda para asegurarse de que su dinero quedara en manos fiables. Lo que él necesitaba era asegurarse de que una persona en la que se pudiera confiar, y que supiera mantener la boca callada, fuera la que le preparara el escondite para el más grande y terrible de los descubrimientos de su carrera.

En este punto, Faverac hizo una pausa más larga de lo normal. Howard no supo dilucidar si era para tomar aire o para aportar más dramatismo a la escena.

Como el viejo no decía nada, Howard lo azuzó.

—¿Me va a decir de qué se trataba o no?

—¿Acaso no lo sabe?

—¿Acaso debería?

Faverac se humedeció los labios mirando a Howard intensamente.

—Amigo, está usted a punto de traspasar un umbral por el que ya no podrá regresar.

—Déjese de pantomimas y dígame qué trajo Philip de su expedición.

—Aún mejor —dijo, permitiéndose una risita ronca. Metió la mano por el interior del cuello de su camisa y tiró de una cadena plateada. Al final de esta colgaba una llave maciza—. Véalo usted mismo.

5

La noche había caído sobre la ciudad, y la bruma marina empezaba a inundar las calles próximas al puerto, confiriendo a los escasos transeúntes con los que se cruzaban la apariencia de espíritus errantes que deambularan otra vez entre los vivos.

Faverac avanzaba delante, sujetando el mismo quinqué que había usado para alumbrarlos en su casa. Las farolas eran pocas y mal repartidas, creando amplias zonas de sombras entre una calle y otra. Howard se arrebujó en su abrigo, la fría humedad nocturna le traspasaba la ropa y parecía calarle hasta los huesos.

—¿No dijo que estaba cerca? —protestó.

—Ya casi hemos llegado.

El tosco empedrado, allí donde lo había en lugar de simple barro, arrancaba ecos de pisadas a cada paso que daban. Una mujer desaliñada y de mirada ausente les asaltó al girar una esquina.

—¿Queréis pasarlo bien, guapos? —Se abrió el costroso abrigo, enseñándoles los pechos, casi tan blancos como la niebla.

—No esta noche —contestó Faverac sin siquiera mirarla.

Howard hizo un gesto de desagrado. La mujer tenía un aspecto de lo más indeseable. Se tapó de nuevo soltando improperios por lo bajo y volvió a su rincón. Drymouth retomó la conversación con su extraño acompañante.

—Y dígame, Faverac, ¿tanto confiaba Philip en usted como para encomendarle la custodia del que es, según dice, su mayor hito científico?

—Eso tendrá que preguntárselo a él cuando le vuelva a ver —contestó, sonriéndole con una mueca horrible por encima del hombro—. De todas maneras, parece que sí, ¿no? —Doblaron por un oscuro callejón y se detuvieron frente a una sólida puerta cerrada a cal y canto—. Aquí es.

Sacó una llave de su bolsillo y abrió la puerta con tres giros de muñeca. Se movió hacia dentro con un lóbrego chirrido.

—Entre rápido, antes de que la niebla se una a nosotros y nos salgan sabañones aquí dentro.

Howard se precipitó al interior por delante de Faverac, que cerró la puerta por dentro antes de seguir. Todo estaba oscuro y olía fuertemente a humedad. A pesar del empeño de Howard en mantenerse firme, el silencio y la temporal ceguera hicieron que un leve escalofrío le recorriera la espalda.

—Espere ahí un momento —dijo Faverac.

Howard permaneció inmóvil en el sitio mientras veía al viejo alejarse por la habitación. Era como ver una aparición en mitad de la noche, una tenue luz resplandeciente que vagaba sin rumbo de un lado a otro. Manipuló algo y una nueva lámpara brilló colgada de una pared. La llama oscilaba al otro lado del cristal, apartando lentamente las sombras. Faverac anduvo hacia el lado opuesto y otra lámpara idéntica se encendió. Poco a poco, la habitación fue tomando forma.

Era un cobertizo que en otro tiempo podría haber servido para almacenar un puñado de barriles o cajones. Ahora estaba completamente vacío, exceptuando una polvorienta silla y un portentoso arcón de un metro de ancho, hecho con sólida madera y reforzado con un armazón de hierro. Había algo en el cofre, o quizá en el aire, que transmitía una profunda y estremecedora mezcla de desamparo y aprensión.

Faverac dejó su quinqué junto a la silla y se aproximó al arca con la llave en la mano.

—¿Está listo? —preguntó sin volverse.

—Sí —respondió Howard más por inercia que por intención.

La llave rozó la cerradura al entrar y arrancó chirridos metálicos. El mecanismo crujió en el interior, poniendo en movimiento lo que sonaban como un sinfín de cerrojos. Un último y grave chasquido reveló que el pasador estaba descorrido. Faverac dejó la llave metida y, colocando una mano a cada lado de la tapa, empujó con todas sus fuerzas. Esta se abrió lentamente al principio y luego cayó hacia atrás hasta dar con la pared. Un poco de polvo se desprendió de las vigas con el golpe. La atmósfera se llenó con un extraño olor, parecido al del mar los días en los que está revuelto.

Howard, casi paralizado por la mezcla de agitación y tensión, trató de ver el interior poniéndose de puntillas. Faverac, que retrocedía alejándose del arcón mientras miraba con asco el interior, dijo, en voz muy baja:

—Ahí lo tiene. Todo suyo.

Howard le dedicó una rápida mirada. El hombre estaba absorto en el interior del cofre, como si contuviera una víbora venenosa y letal que estuviera esperando un despiste para atacar. Howard dio un paso al frente. Y después otro. Y entonces ya no pudo parar hasta que llegó hasta el borde mismo del arcón.

—Santo Cielo… —murmuró.

—El cielo nada tiene que ver en esto —respondió Faverac. Howard oyó el roce de la ropa y sin necesidad de mirar supo que el viejo se estaba santiguando.

Reposando en el interior, casi encajado, pues llenaba el cofre de lado a lado, se encontraba el cráneo humano más grande que Howard jamás hubiera visto. O al menos esa era la impresión que daba la primera inspección: la forma de la cabeza, aunque era más ancha que larga, las órbitas de los ojos, los pómulos, el puente de la nariz… Ahí empezaba a alejarse del modelo de una calavera al uso, pues la nariz se transformaba en un grotesco agujero, similar al que tienen los elefantes para la trompa. Efectivamente, la morfología del hueso parecía indicar que aquel humano, aunque era más correcto llamarle «ser», pues Howard empezaba a sospechar que no tenía casi nada de humano, había sido obsequiado en vida con una suerte de probóscide, una extensión nasal a modo de trompa parecida a la de los paquidermos. La mandíbula inferior no estaba, pero por el tamaño de los dientes superiores, Howard podía suponer que también poseía unas considerables dimensiones.

Era como contemplar los restos fósiles de un gigantesco sapo emparentado con los seres humanos y que, además, parecía haber tenido trompa.

Aunque la mente científica de Howard produjo, por hábito profesional, un rápido análisis de lo que estaba contemplando, no por ello se vio exenta de la intensa oleada de pavor y consternación que la invadió cuando sus ojos comprendieron lo que tenían ante sí.

Howard se estremeció de los pies a la cabeza.

—¿Qué es esto? —preguntó al aire.

—Eso quise saber yo. —Casi había olvidado la presencia de Faverac, y su bronca voz le valió otro sobresalto—. Y Philip no hacía otra cosa más que decir «¡Es la respuesta, la respuesta!»  mientras iba de un lado para otro.

Howard se arrodilló para ver más de cerca el cráneo. El hueso estaba deslucido y con tonos parduzcos, más parecía una vieja piedra que una estructura ósea. También mostraba evidentes signos de deterioro marítimo, con lapas y formaciones coralinas creciendo en su parietal. Olía fuertemente a humedad.

—Philip encontró lo que iba buscando —empezó a decir Faverac desde atrás—. Lo sacó del fondo del mar.

—Es asombroso.

—Es una abominación. —La voz del viejo tenía una nota de pavor.

—No sea simple ni supersticioso —le regañó Howard.

Acercó la mano para pasarla por la parte superior de la calavera. Estaba rugosa, con cientos de depresiones causadas por el paso de los años. Aquella pieza debía de haber estado siglos en el fondo del mar.

Y, antes de que pudiera apartar los dedos, Howard se tambaleó. Una fuerza oscura le golpeó la frente, haciéndole echar la cabeza hacia atrás, e inmediatamente su vista se nubló. La habitación desapareció ante sus ojos para dar paso a un sitio tenebroso lleno de acompasados vaivenes. Un tímido rayo de luz emergió entre las sombras para iluminar lentamente el suelo que había delante de Howard. Era arenoso, con peculiares formaciones rocosas aquí y allá. Unas extrañas plantas se mecían al ritmo del aire, que parecía ondular. Aquello le hizo darse cuenta de que no estaba en la superficie, sino en el fondo del océano. Flotaba, acompañando a la luz, por un terreno marino desprovisto de toda vida que no fueran rocas, corales y algas.

La iluminación descendió una loma, y Howard con ella, y allí, en las profundidades de un lóbrego valle submarino, encastrados en una grieta abisal, comenzaron a revelarse los pilares de la más espantosa y megalítica ciudad que Howard hubiera podido imaginar jamás. Las columnas se hundían en el suelo, sujetando el peso de vastas estructuras. La ciudad era real y al mismo tiempo imposible, con construcciones que desafiaban toda lógica arquitectónica. Arcos retorcidos, negras ventanas de mil tamaños, cúpulas desproporcionadas, afiladas torres… Visto con perspectiva, la ciudad parecía que un monstruo marino estuviera hundiendo los edificios con sus tentáculos.

Howard, o mejor dicho, su mente, se detuvo en lo alto de la loma. La ciudad empezó a cambiar: los sillares derruidos retornaron a su posición inicial, las columnas desgastadas recuperaron su porte y la ciudad volvió lentamente al color que hubo de tener en su día.

Entonces ya no estaban bajo el agua, sino en la superficie, en medio de un extenso territorio pedregoso, entre montañas. Y allí se alzaba la ciudad, rodeada de altos picos nevados, y a sus pies se extendían cientos de casas y construcciones menores. Las calles se empezaron a llenar de pequeñas figuras, que iban y venían como insectos de un lado para otro, y el tiempo volvió a recuperar su ritmo normal. Hacia la izquierda, Howard pudo ver como cientos de minúsculos obreros se afanaban levantando un titánico monolito negro. Una sombra pasó por su lado, y él se asustó. La figura siguió caminando como si él no existiera, descendiendo por la ladera de la montaña con andares antinaturales, desplazándose con demasiada facilidad. Vencido el miedo inicial, Howard fue tras el ser, tratando de verle el rostro. Su presencia incorpórea le alcanzó con rapidez y de nuevo el miedo atenazó sus inexistentes tripas: ante él tenía al dueño de la calavera.

Era alto, rozando casi los tres metros, con cuerpo que recordaba vagamente a un humanoide. Lo realmente demencial era la cabeza, una gigantesca masa informe y achatada, con dos ojos inhumanos y acuosos de entre los que nacía un estilizado tentáculo. El cuero de la criatura, pues aquello no era piel, estaba teñida de un infecto color verduzco, y tapaba algunas partes de su cuerpo con toscas pieles de animales. Los pies y las manos del ser tenían únicamente tres dedos colocados equidistantes los unos de los otros, de manera que sus puntas formaran los vértices de un triángulo equilátero. Aquel ente debía de ser fruto de los sueños de un perturbado.

Howard se detuvo, impactado por la visión, y contempló como el extraño ser paquidérmico continuaba su camino hacia la ciudad. Allí fijó entonces sus ojos, y vio que ese no era el único espécimen. Distinguió a otros muchos caminando por las calles de la ciudad, asomándose a los balcones, recorriendo las plazas. Y también distinguió a los obreros que trabajaban duramente bajo látigos empuñados por estas bestias: eran hombres, más próximos a los primates que a los seres humanos, pero hombres al fin y al cabo. Levantaban y movían piedras con sumo esfuerzo, y cuando alguno caía rendido, entre gritos de dolor y estertores, los seres los apaleaban hasta que dejaba de moverse.

Drymouth lo comprendió al instante. Era el albor de la humanidad, los primeros días de su creación, los cuales habían pasado bajo el temible yugo de unas criaturas de pesadilla. Si no fuera por lo demencial del momento, Howard hubiera disfrutado con la vista: aquello echaba por tierra los dogmas de la Iglesia y planteaba nuevos e interesantes retos científicos.

La megalítica ciudad tembló y el aire se llenó con el pánico de un millar de voces. Las montañas se resquebrajaron, las columnas se partieron y las grietas aparecieron bajo los pies de los incrédulos habitantes. Y a la misma velocidad que Howard la vio surgir, la ciudad se derrumbó, devorada por la tierra, y el negro océano invadió las calles y las casas bajo la horrorizada mirada de Howard.

Volvía a estar en el almacén. Se hallaba sentado en el suelo, como si se hubiera caído de espaldas tras tocar el cráneo, y respiraba agitado, con el corazón latiéndole desbocado. Sudaba profusamente, a pesar del frío. Faverac se hallaba junto a él, de pie.

—Ahora ya sabe lo que Philip Clayden se traía entre manos —le dijo, con voz tétrica—. Tenga, ahora es todo suyo. No quiero saber nada más. —Y le tendió la llave.

6

Era el hallazgo que llevaba toda la vida esperando. ¿Cuántos hombres habrían dado su vida aunque fuera por acercarse mínimamente a ello? ¡Una raza perdida, una raza ancestral y desconocida que había hollado y dominado la Tierra antes siquiera de la aparición del ser humano, y cuyos huesos tenían la capacidad de proyectar los recuerdos de ese tiempo anterior! Por las visiones de Howard, cabía deducir que hubieran sido esos seres los que enseñaron los principios elementales de la construcción y las herramientas a los antecesores de la humanidad. ¿Habría habido más ciudades dispersas por el planeta? ¿Cómo se comunicaban aquellas criaturas? ¡Eran tantas las preguntas que necesitaban respuesta! Howard tenía ante sí un filón y lo pensaba explotar.

Como no volvió a saber nada de Faverac, se tomó la libertad de instalar una estrecha mesa en el almacén. Llevó tinta, papel, un brasero y luz, y se puso manos a la obra. Todos los días abría el arcón y contemplaba los huesos con el corazón en un puño. Después, se arrodillaba frente a ellos y deslizaba la mano suavemente por la superficie, como acariciándolo. Y ocurría. La fuerza oscura le volvía a golpear y él viajaba libre de cuerpo hasta eones remotos, cuando el mundo aún era joven. Así vio una y otra vez la historia de la ciudad, recorrió sus calles y observó el día a día de las criaturas ancestrales. También aprendió a viajar a otras urbes, comprobando que aquella había sido una raza próspera y extendida. Y, poco a poco, a pesar de su mente carente de escrúpulos y supersticiones, fue calando en él una idea, un sentimiento, una percepción. Esa especie, la de las enormes metrópolis llenas de arquitectura demencial e imposible, la que no parecía tener ningún parentesco potencial con ninguna otra especie terrestre, era una aberración, algo antinatural que no había surgido de la faz del planeta, y tampoco de sus entrañas. Aquellas criaturas habían llegado de otro sitio, quién sabe de dónde, y con ellos habían traído sus reinos, sus conocimientos y sus costumbres. Howard estaba cada vez más seguro de que se hallaba ante una raza surgida de las profundidades del cosmos, una raza a la que los humanos no se podrían enfrentar ni en sueños, a todas luces superiores a ellos. Una raza a la que temer. Una raza de la que esconderse.

«Menos mal», pensó un día, mientras escribía frenéticamente sus notas frente al cofre abierto, «que llevan siglos extinguidos».

7

Howard recopilaba datos a todas horas y, conforme pasaban los días, una sola visión no le bastaba. Repetía el proceso hasta cuatro veces, para después escribir lo que había visto con el pulso aún tembloroso por la impresión. A sus editores habituales, los que publicaban sus trabajos en las revistas científicas, los tenía intrigados. Les había anunciado que estaba en posesión de un descubrimiento que revolucionaría por completo la historia de la humanidad, pero aún no había querido contarles nada más, se reservaba para cuando sus trabajos estuvieran plenamente completos.

Tal era su obsesión que, ayudado por unos estibadores a los que pagó generosamente, instaló su cama en el almacén, en el cual pasaba ya más tiempo que en su casa. Y aquello, aunque pueda parecerlo, no supuso el punto de inflexión que marcaría su carrera y su propia vida, sino un paso más que no hizo sino acelerar todo el proceso.

Había pasado prácticamente una semana desde que Faverac le había entregado el descubrimiento de Philip. Howard, mal aseado y ojeroso, pasaba las horas allí encerrado, saliendo únicamente para comer en una taberna roñosa y hacer sus necesidades al fondo del callejón.

Llegó la noche del sexto día, y Howard, después de haberse expuesto a cinco visiones, decidió irse a dormir. Era la segunda vez que dormía en el almacén, en el que la temperatura bajaba drásticamente por la noche. Antes de acostarse, acercaba el brasero a la cama, cerraba el cofre y la puerta con llave y dormía agarrado a estas como si no hubiera mañana, por miedo a que alguien se las quitara mientras descansaba.

La excitación del trabajo había afectado a sus nervios, y las últimas noches las había pasado en duermevela. Sin embargo, aquel día cayó profundamente dormido en cuanto se metió entre las sábanas.

A la mañana siguiente, a pesar de ello, se levantó cansado y algo somnoliento. Le sorprendió descubrir que recordaba lo que había soñado. Se encontraba en la cima de la montaña desde la que solía observar la colosal urbe de sus visiones cuando a su lado pasó uno de aquellos seres. Su mente le seguía, siempre viéndole de frente. De pronto ya no se encontraba en las montañas, sino en el fondo del mar, y la criatura caminaba por este levantando partículas de arena con cada paso, que quedaban flotando en el agua hasta posarse de nuevo. El fondo marino era oscuro y apenas si Howard podía ver el contorno del ser. Llegaba un momento en que empezaban a disiparse las sombras y la luz de una luna azul y fría iluminaba el ambiente. El ser seguía caminando, y su cabeza comenzaba a romper la superficie del mar, en la que se reflejaba quebrada la luz del satélite. La criatura avanzaba, impertérrita, seguía ascendiendo hasta tener medio cuerpo fuera del océano. Y entonces Howard se había despertado.

El estudio le tenía obsesionado hasta ese punto, toda su vida giraba en torno a la calavera y su capacidad para provocar visiones.

8

Cinco días habían transcurrido desde que empezara a dormir en el almacén. Y, a cada noche que pasaba, sus sueños se volvían más oscuros y retorcidos. Las primeras horas las pasaba envuelto en una bruma gris de confusión y pánico, de sensaciones angustiosas que convertían el sueño en algo abominable. Y entonces volvía él, el ser que caminaba. Siempre soñaba lo mismo. Empezaba en la cúspide de la montaña, observando la ciudad como un día más, y la criatura volvía a pasar por su lado.

Le acompañaba en su viaje marítimo, siempre por delante, sin poder ver hacia dónde iban o qué había a su espalda. Cada sueño un poco más, el ser emergía del océano, dejando que la misma luna azul y muerta bañara su piel de aspecto insano. Un día, por fin salió complemente del agua. Se irguió en la orilla, estirándose, un gigante surgido del mar que se desperezaba, y todos sus músculos crujieron. Algas le colgaban de la cara y los brazos, pero no parecía importarle. Con paso inseguro y algo torpe, empezó a caminar lentamente, alejándose el mar. Poco a poco iba recobrando esa capacidad de movimiento elegante y desenvuelta que Howard había admirado desde la montaña. El ser andaba ya a paso rápido cuando Howard pudo por fin darse la vuelta y ver lo que había detrás. Sintió vértigo y terror en el propio sueño mientras veía a aquel monstruo de locura internarse en las sombras que bañaban los callejones del puerto. Aquella era su ciudad, su ciudad de la vida real.

A partir de entonces, todo fue a peor. Las mañanas las pasaba escribiendo con frenetismo, llenando folios casi en un estado febril, relatando sus visiones y deducciones sin descanso. Luego llegaba el ocaso, y con él las pesadillas agobiantes. Siempre soñaba con él, con el ser que emergía del océano, y con cada sueño este se adentraba más y más en la ciudad, caminando entre la gente como si no existiera, hasta que llegó un día en el que Howard reconoció con horror las calles por las que pasaba. Se acercaba, aquella criatura se acercaba a él.

Su mente científica y rigurosa se empezó a desmoronar por la presión. La falta de sueño, el afán por acaparar aún más conocimiento y el trabajo continuo fueron la justificación que dio a las pesadillas. «Alucinaciones, trastorno obsesivo», se dijo, tratando de calmarse. Pero ello no bastó para ahuyentarlas.

A la octava noche, el ser se detuvo frente a una puerta. Howard lo veía todo distorsionado, ondulante, pero aun así reconoció con horror la puerta de su almacén, donde se encontraba durmiendo. Fue consciente de que estaba soñando, que aquello no era real, pero no despertó y un miedo terrible le atenazó el estómago. La criatura atravesó la pared sin ningún obstáculo y los dos entraron en la habitación.

Se vio a sí mismo en la oscuridad, durmiendo, revolviéndose entre las sábanas mientras su mente gritaba de pavor. El ser avanzó hasta ponerse a su lado y lo observó durante unos instantes, una figura imponente que empequeñecía toda la habitación. Con un solo movimiento, agarró la cabeza del indefenso Howard con sus seis dedos y, apretándolo contra la cama, usó una mano para forzarle la mandíbula. Howard chilló, pero al carecer de cuerpo no sonó nada. Se sentía impotente contemplando la escena de pesadilla. La criatura elevó el tentáculo en el aire y lo introdujo con violencia en la boca abierta de Howard. Su proyección mental, la parte de sí mismo que contemplaba la escena, notó que comenzaba a asfixiarse, y comprendió que lo que veía en el sueño estaba pasando de verdad.

Luchando contra estertores de ahogo, Howard chilló con todas sus fuerzas. Su cuerpo se convulsionaba entre espasmos, pero el colosal monstruo le mantenía sujeto con firmeza. Una bruma blanca lo invadió todo, la realidad se distorsionó y la habitación empezó a ser succionada por un vórtice invisible. Todo terminó con la misma velocidad con que uno vuelve del mundo de los sueños. Howard se encontró en el suelo, con las piernas enrolladas en las sábanas. Sudaba profusamente y el cuerpo le dolía donde se había golpeado con la madera al caerse de la cama. Tosió con virulencia, pues sentía los pulmones obturados. El cuerpo entero se le estremeció cuando, entre toses, expulsó una bocanada de agua. Sabía a mar mezclado con bilis.

Sin levantarse, miró la puerta. Seguía en su sitio, no la habían echado abajo. Y en la habitación no había nadie más que él. Sin embargo, estaba seguro que, de no haberse caído de la cama, ahora probablemente yacería ahogado en agua de mar.

9

El resto de la noche lo pasó en vela, sentando frente al cofre. La muerte de Philip Clayden se le venía a la cabeza una y otra vez, el extraño asesinato que nadie supo resolver. Bien, ahora él sí sabía lo que había pasado.

Quizá en cualquier otra ocasión, Howard hubiera reaccionado cabalmente, desechando la idea de seguir encerrado en aquel cuartucho con ese artefacto del diablo, pero el hombre no estaba en sus cabales. Se dijo a sí mismo que la mejor manera de derrotar al terror que lo amenazaba era terminando su investigación y escribir las respuestas que Philip no había sido capaz de encontrar. Sí, eso haría, terminar, y entonces el mundo sabría la verdad sobre aquellos seres. Los libros le recordarían para siempre y daría igual que estuviera muerto, pues el recuerdo a través de los lustros sería su forma de volverse inmortal. Más decidido que nunca, Howard prosiguió con su trabajo antes incluso de que empezara a amanecer.

Durante los siguientes días trabajó sin descanso, suministrándose grandes dosis de café y otros estimulantes que mantuvieron el sueño a raya. Fue una dura batalla, y en más de una ocasión Howard se descubrió cerrando los ojos a punto de dormirse. Pero el cansancio no pudo con él, y el afanado investigador llevó adelante su tesis sin que nada se lo impidiera. Hasta que alguien consiguió que parara.

Fue una mañana fría, de esas en las que el cielo está completamente blanco. Ojeroso y confuso por el sueño, Howard volvía de la taberna cercana donde desayunaba todos los días. Una vez frente a la puerta del almacén, sacó la llave de hierro y abrió la cerradura. Demasiado tarde, percibió que alguien se movía detrás de él.

Un pinchazo veloz le hirió el cuello antes de que un violento empujón lo metiera de golpe en el almacén, cayendo de bruces contra el suelo. Alguien cerró con un portazo y se acercaron a él. El mundo empezó a bailar ante los ojos de Howard.

—Póngalo en la cama —dijo una voz grave y autoritaria, que a Howard le sonó remotamente familiar—. ¿Es ese el cofre?

—Sí —respondió otra, esta más áspera—. Está clavado al suelo, hay que sacarlo a pulso.

—Está cerrado. Busque la llave, la tendrá en su bolsillo.

Los pasos del segundo hombre se acercaron a Howard, que cada vez lo oía y veía todo más lejano. Los párpados empezaban a pesarle. Unas manos lo registraron hasta dar con la llave.

—Tenga —dijo el hombre. Sonó el ruido de la llave cayendo en las manos del otro, y después el pasador de la cerradura descorriéndose.

—Dios nos proteja… Es una abominación.

—Se lo advertí. —El hombre bufó al hacer un esfuerzo. Howard sintió que se elevaba y era arrastrado por el suelo hasta llegar a una superficie blanda—. Lo siento mucho, amigo. No es nada personal.

La cara de Faverac apareció en su campo de visión, aunque ondulaba como si fuera un reflejo en el agua.

—Faverac —ordenó el otro hombre—. Use las sábanas para tapar esta cosa. No pienso tocarla con las manos desnudas.

—Y será mejor que no lo haga… —repuso el hombre, tirando de la ropa de cama—. A nadie que lo haya hecho le ha pasado nada bueno.

Los pasos deambularon por la habitación. Howard oía ruidos, como si estuvieran revolviendo en sus cosas. Quería hablar, pero no podía. Oyó el sonido de las hojas al pasar.

—Santo Cielo, Faverac, ¡miré! —Unos pasos apresurados se acercaron a la voz—. Los papeles… Es lo mismo que encontramos en casa de Clayden, los que me llevé.

—Que Dios le proteja, este desgraciado se ha vuelto igual de loco que él.

—Los mismos dibujos, los mismos galimatías… Mire, este pasaje es idéntico.

—Es la obra de un demente. Será mejor que la queme en ese brasero.

Aquello espoleó la voluntad de Howard, que se revolvió desesperadamente al oler la fragancia dulzona del papel quemado. Unos pasos llegaron hasta él y se detuvieron a su lado. La cara del inspector Liemont apareció en su campo de visión.

—Howard, ¿puede oírme? —Su voz llegaba distorsionada—. ¿Howard?

—La droga le ha noqueado —comentó Faverac resollando.

 —Aún mueve los ojos. Howard, escúcheme, se pondrá bien, ¿me está oyendo?

—Sacarlo del mar no era buena idea, nunca fue buena idea —farfullaba Faverac.

—Las cosas se le han ido de las manos, Howard —dijo Liemont con tono grave—. Advertimos a Philip que no debía jugar con eso, que era mejor devolverlo al sitio de donde venía.

—Hay misterios que es mejor que no conozcamos, señor Drymouth —apuntilló Faverac desde la distancia—. Venga a ayudarme, Liemont.

—Tuvimos que intervenir, Howard. Han empezado a pasar cosas raras, la gente está asustada.

—Igual que cuando Philip se encerró aquí. Yo mismo avisé al inspector la vez anterior, aunque tardamos en relacionarlo con la calavera.

—No fue suficiente, no para Philip. Solo espero que hayamos llegado a tiempo para usted.

El inspector desapareció en dirección al cofre.

—Hay un barco esperándonos —le dijo Faverac a Liemont—. Embarcaré y me aseguraré de que sea arrojado al lugar de donde provino.

—Excelente. Yo me encargaré de llevar a Drymouth a un médico, entonces.

Los hombres resoplaron a la vez e izaron la monstruosa calavera. Entre bufidos y maldiciones, salieron al exterior.

—Enseguida estaré de vuelta, Howard. —Howard apenas oyó al inspector. La habitación se estaba deshaciendo—. Traiga la carreta, Faverac.

Todo se derritió alrededor de Howard, y su visión se nubló.

Volvía a estar en el fondo del mar, y el ser ancestral avanzaba por el agua. Sus ojos brillaban con malevolencia, parecía que el velo que ocultaba su perversidad se había descorrido al fin. Los tres dedos de cada pie se hundían en la arena abisal a cada paso, dejando extrañas marcas estrelladas tras de sí. Y Howard lo contemplaba de frente, avanzando a la par.

Los rayos de luna arrancaban destellos del mar, el oleaje rompió contra el grandioso cuerpo del horror. Era como un poste clavado en lo profundo, impertérrito.

Llegaron a la playa, el ser salió del agua. Las calles les rodearon de inmediato, y Howard sintió crecer el fuego de la desesperación en su interior. Aulló de terror, pero no tenía garganta. El horror caminaba entre la gente, indiferentes todos al drama que estaba teniendo lugar. Vio pasar a Liemont y Faverac, que llevaban un bulto envuelto en sábanas cargado en una carretilla. Howard se opuso con toda su voluntad al ser, pero no podía hacer otra cosa que no fuera avanzar delante del monstruo.

Dejaron atrás el callejón que tan bien conocía.

Liemont había dejado la puerta abierta.

El horror llegó hasta su cama y observó a Howard con ojos muertos. Esta vez sintió el frío del océano cuando le abrió la boca con las manos. Algo le golpeó los dientes, sabía a sal y algas, y se abrió paso por su garganta, arañándole. Después le empezó a faltar el aire y notó como su nariz expulsaba agua al respirar.

Tuvo una última visión, las megalíticas urbes dormidas en el fondo del mar, llenas de huesos y secretos, dispersas por todo el mundo, esperando el momento de reclamar lo que una vez fue suyo.

Luego, como si le arrastrara la marea, se dejó llevar, y todo quedó a oscuras.

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