La aventura del hombre que no nació
Son muy pocas las personas que, como Pascal, tienen la preocupación persistente de lo que es y de lo que no es la personalidad, discutiendo con la propia conciencia dónde está el yo, ese yo que no se define claramente ni en el cuerpo ni en el alma. Desde la aventura que me aconteció hace veinte años, no sé si vivo o si no vivo, si soy o no soy, y me hallo entregado a la atonía de una indiferencia sorda, de una vacuidad de mí mismo que me deja la impresión de que no soy sino un espejo que reproduce la realidad, o mejor dicho las imágenes de la realidad repetidas en otros espejos. Claro es que soy sensible a las modificaciones físicas de la acción, que me duelo de las desgracias o dolores que yo y los demás seres sufren, que reacciono al acicate de los acontecimientos, y que, como todos los que viven, parezco seguir la línea de mi destino. Pero tengo al mismo tiempo la sensación de que en todo ello no hay sino la prestación emocional sentimental de un otro yo cuya vitalidad se desborda sobre mí; más claro, me parece que estoy bajo el imperio cognoscitivo y afectivo, no de la consciencia sino de algo así como de una subconsciencia consciente, que me mantiene en el estado de larva, de un yo non nato, de un yo excedente no incorporado en el catálogo viviente de la Humanidad. Vais a ver cómo todo esto ha provenido de una aventura trivial de mi vida.
En 1897 fui elegido diputado por una circunscripción territorial del país, y una mañana me dirigí al palacio de gobierno para hacer una gestión ante el presidente de la república que me había solicitado mis mandantes… Diré de paso dos palabras sobre mi persona hipotética o real. Dedicado a las labores agrícolas desde que, sin llegar a graduarme, abandoné la Universidad, carecía de roce social y se acentuó en el contacto con la gente ruda de campo mi carácter arisco y huraño. Adquirí versación en materia agrícola de un modo mecánico: mi verdadera afición era a los estudios filosóficos, llegando a tener una cultura en la materia que no creo ser inmodesto al asegurar que era poco común, por lo menos entre gente de actividad rural. En mi biblioteca de trabajo se mezclaban los tratados sobre cultivo del café y caña de azúcar, crianza de animales y tratados de agricultura con los libros de Platón, Séneca, Aristóteles, Epicuro, Spinoza, Leibnitz, Locke, Descartes, Krausse, Kant, Hegel y demás pensadores psicólogos, moralistas y metafísicos. El contacto con el alma de estos directores de ideas, lejos de familiarizarme con los hombres, me hicieron más tímido y desconfiado, más retraído y distanciado de ellos, al extremo de que, en mi comercio con ellos, todo mi esfuerzo se encaminaba a poner término a las pláticas de cualquiera índole que hubiera trabado. Ignoro hasta ahora qué razón pudieron tener mis electores para confiarme la representación política. Supongo que lo hicieron por que, aunque era seco con mis peones y empleados, en cambio era también justiciero y tolerante con sus faltas, cuando no provenían de maldad ingénita o de incapacidad insubsanable. Al comunicárseme en medio de grandes ovaciones mi elección que se había guardado en la mayor reserva, me espanté de tal modo que hasta pensé querellarme ante la justicia de que se me exigiera una función que, en mi concepto, no había el derecho de imponérseme. Pero el ministro de gobierno —el verdadero culpable de esta imposición— me escribió una carta muy afectuosa exigiéndome este sacrificio, a título de vieja y leal amistad, guardada desde que éramos condiscípulos en el colegio y en la Universidad, y tuve que aceptar a regañadientes la representación parlamentaria. Un día, cuando ya estaba ejerciendo mis altas funciones políticas en la forma cómoda del mutismo más absoluto, mientras mi espíritu estaba entregado a las más hondas meditaciones sobre las próximas cosechas del café, o sobre las antinomias matemáticas y dinámicas de Kant, recibí un despacho urgente de mis electores en el que reclamaban de los abusos cometidos por una autoridad violenta, que hasta se había permitido la irregularidad de hacer asesinar a un individuo con el que tenía enemistad personal. Y se me pedía que solicitara el inmediato cambio de una autoridad que evidentemente era incómoda para la provincia.
Tal era el motivo por el que una mañana, poco antes de las once, me encontraba yo ante un guardia situado de centinela en la puerta del departamento presidencial, procurando convencerle, por el principio de los indiscernibles de Leibnitz, de que debía dejarme pasar como a los demás diputados que hablan entrado antes que yo. El buen hombre, que creo que por instinto era epicúreo y adepto del principio de Locke de que nihil est in intelectu quod prius non fuerit in sensu, no tuvo la sensación ante mi persona de que yo fuera miembro del parlamento, y solo cuando un asistente llevó mi tarjeta al edecán de servicio y este ordenó mi ingreso es que pude entrar a la sala de espera a aguardar mi turno. Mi entrada en la sala no produjo la menor sensación, y hasta creo que nadie la advirtió. Mis compañeros del parlamento formaban grupos y departían con entusiasmo de temas que no me inspiraban el menor interés. Me pareció escuchar en un grupo que se trataba del asunto del día: la crisis ministerial provocada par divergencias respecto a un impuesto a las cebollas. En el rincón más lejano vi un sillón desocupado y allí me repantigué. Habla leído en la noche unos hermosos capítulos de Hegel, desenvolviendo su teoría del devenir, y al acomodarme en la amplia butaca de cuero me dediqué con fruición a meditar en la teoría hegeliana y a relacionarla con las teorías evolutivas de Spencer, muy en boga en esa época. Y en esta deleitosa ocupación mental estuve sumergido no sé cuánto tiempo, sin preocuparme del momento en que me llegara el turno de entrar al despacho presidencial, confiando en que la oportunidad me sería advertida por el ujier o el edecán de servicio. De pronto cruzó la sala un asistente, quien acercándose al edecán que justamente estaba de pie junto a mí, le presentó una tarjeta, de alguien que, como yo, había tenido dificultad para entrar. El edecán leyó en voz alta la tarjeta.
—Aristipo Bruno, diputado… ¡Qué pase!
Me quedé estupefacto… ¡Aristipo Bruno soy yo! ¡Y no había dos diputados con el mismo nombre, por lo menos en la legislatura en que yo estaba!… No sé si hacía cinco minutos o cinco años desde el momento en que de igual modo había hecho yo pasar mi tarjeta a ese edecán, estaba casi tocándole, sentado en un cómodo sillón, el edecán debía recordar, como yo, que ya Aristipo Bruno estaba esperando turno… Y sin embargo ese oficial ordenaba que se dejara pasar de nuevo a una persona que estaba en la sala… Sin duda se trataba de una equivocación del asistente que había repetido la presentación de mi tarjeta, en vez de mostrarle la de un nuevo visitante. También era posible que algún fresco, haciendo uso de alguna tarjeta mía, quisiera valerse de ella para obtener una audiencia presidencial. En fin, ya veríamos de qué se trataba. Se comprenderá la ansiedad con que yo esperaría ver la fisonomía del interesante personaje. Poco tardó en presentarse a la puerta…
Cuál no sería mi asombro, digo mal, mi espanto cuando vi penetrar en la estancia… ¡mi propia figura! Después de saludar al edecán se dirigió a un grupo de camaradas que le acogió con cariñosa deferencia, y abordaron el tema del día, haciendo alusiones a las probabilidades de que entrara en la combinación ministerial que debía sustituir el gabinete dimitente. Desde el fondo de mi butaca veía yo, presa del mayor terror, esta actuación de mi duplicado, que reproducía con admirable similitud física mi persona. Escuchaba mi misma voz en conversación suelta, llena de agilidad y elegancia de frase, que contrastaba con la concentración e inmaleabilidad de mi espíritu. Y lo más asombroso era que yo sentía que ese que hablaba era yo, y que yo, es decir, el individuo que estaba dentro de mi cuerpo en el sillón, no era sino una sombra consciente del otro y desprendida del que hablaba. Recordé el cuento de Chamisso del hombre que perdió su sombra, y me imaginé por el momento que el segundo Aristipo Bruno, el político decidor y conceptuoso que tenía enfrente, carecía de sombra y que esa sombra era yo. La locura daba vueltas en torno de mi cerebro, del mío de mi uso directo, y con los ojos desmesuradamente abiertos me incorporé para mirar: mi alter tenía sombra como los demás políticos que le rodeaban. ¿Quién era yo, entonces?… Creí que me iba a dar un violento ataque de demencia furiosa. Necesitaba moverme, hacer algo que físicamente me diera siquiera la persuasión de mi vida fisiológica, y me levanté como impelido por un resorte, dando un fuerte golpe en el brazo de la butaca, con el deseo vehemente de atraer sobre mí la atención de todos… Nadie me miró: solo el edecán del presidente advirtió mi emoción y me preguntó, con voz que tenía acento irónico:
—Eh, buen hombre… ¿qué le pasa?… ¿Se siente mal? ¿Quiere tomar un vaso de agua?
—No, señor —le respondí con la voz atragantada—, no quiero sino que me diga ¿quién soy yo?
El edecán me miró con expresión de extrañeza, de arriba a abajo, y me respondió secamente:
—No señor, no sé quién es usted… Supongo que un señor que quiere hablar con el presidente para que le acuerde su indefinida… Tiene usted cara de no ser de aquí.
—Sí, ¿eh?… Pues yo soy el Aristipo Bruno a quien hizo usted pasar no hace mucho y antes que al otro…
—Es posible que sea usted pariente del caballero quien nombra y está allí, al frente, conversando con sus compañeros… Espere a que le nombren ministro y le podrá servir… En efecto, fijándose bien, se observa que se le parece usted mucho…
—No es que me le parezco: ¡es que yo soy él y él es yo!
Volvió a mirarme de la cabeza a los pies ya con aire de lástima, y sin decirme una palabra se alejó de mí, aprovechando del ingreso de otro diputado. Pensé dirigirme al balcón, tirarme a la calle y estrellarme la cabeza contra la calzada. Me dirigí dando traspiés al grupo en que estaba mi alter ego. Lo que más me atormentaba era que ninguno de mis compañeros de cámara fijase la menor atención en mí, a pesar de que yo me daba cuenta de que tanto mis movimientos como la expresión de mi rostro eran completamente normales. Observé con gran sorpresa que por descompasados y bruscos que fueran mis movimientos no hacían ruido, y de mis propias palabras, cuando hablé con el edecán, tengo hoy así como un vago recuerdo de que yo no me las oía auditivamente, sorprendiéndome que el oficial me hubiera respondido. Casi me atrevería a decir hoy que le he atribuido las respuestas apuntadas. A medida que me acercaba al grupo de mi doble sentía que una gran angustia me oprimía el corazón, que todo el coraje desesperado que me impulsaba se debilitaba y me invadía la timidez y encogimiento de espíritu que me caracterizó siempre en mis relaciones con mis semejantes. Con voz que me esforcé para que fuera clara y tranquila, pero que debió ser débil y opaca, puesto que no mereció atención alguna de nadie, como si no hubiera sido percibida, hablé a mi doble. Las personas que rodeaban a mi segundo yo ni siquiera dieron muestras de haber advertido mi presencia entre ellos Solo mi doble me miró con mirada triste y compasiva que me exasperó.
—¡Ea, basta de comedia! —le dije cogiéndole brutalmente de la manga y estrujándole un brazo convulsivamente—. Vengo aquí solo por usted, ¡usurpador de mi personalidad!… ¿Quién es usted, que así me suplanta y excluye?… ¿Por qué se llama usted Aristipo Bruno, como yo, y me repite?…
—Amigo mío, ¿qué hay en la vida que no se repita? —me respondió con voz dulce, a la vez que con mano firme y suave me cogía de la muñeca y me obligaba a soltarle—. Créeme, amigo querido, que yo soy tu persona, tu alma, tu ser… No te entristezcas ni sufras de ello porque no tienes derecho de impedirme que yo sea el que soy, cuando tú no eres el que eres, si no que eres el que soy… Con esto ya tienes ideología, ontología y metafísica para rato. Que Platón, Maine de Biran, Pascal y Lebnitz te ayuden a desentrañar el problema de las entelequias. Y si ellos no te bastan, haz como Hermolao Bárbaro: invoca al demonio para que te diga el valor de la palabra perfectihabia, clave de tu existencia larvada…
No conservo el recuerdo de nada más. Solo sé que estuve algún tiempo entre la vida y la muerte, víctima de un ataque cerebral. Cuando sané me sentí completamente vacío e ingrávido. Lo primero que hice en cuanto estuve en condiciones de poder leer y pensar fue el buscar las crónicas parlamentarias: Artistipo Bruno era una de los representantes más distinguidos y el líder más brillante de la política ministerial.
Una tarde, pocos días después, en que ya me encontraba capaz de experimentar emociones fuertes, asistí a una sesión de mi Cámara. El asiento inmediato al que yo escogí fue al poco rato ocupado por mi doble, quien se sentó sin manifestar la menor sorpresa de verme a su lado. Algo más, procedió como si yo no estuviera allí, pues una parte del cartapacio que traía lo colocó en mi pupitre. Se trataba en la sesión de un proyecto del gobierno reduciendo el personal de las dependencias del estado para disminuir la burocracia y orientar al espíritu y la actividad de los hombres hacia el trabajo de la tierra, las industrias y el comercio. Naturalmente el proyecto encontraba en las Cámaras gran resistencia, porque cada perjudicado con la reducción había procurado ganarse el apoyo de un representante, pariente o amigo, a fin de continuar disfrutando la prebenda o destinillo. Mi doble estaba encargado por el gobierno de defender el proyecto. Apenas se levantó para hablar, una salva de aplausos de la galería le saludó cariñosamente. Fue un discurso admirable de elegancia, de fluidez, de robustez en los argumentos, de matización en el vocabulario. La Cámara, entusiasmada, aplaudía cada uno de los rotundos y vibrantes períodos del orador. Hubo un momento en que se refirió a la esterilidad de la vida de los hombres que constituían el mecanismo burocrático de la administración:
—…Son seres que la molicie de la vida sin esfuerzo, reglamentada en un automatismo y un isocronismo envilecedor, han llegado a la atrofia de su personalidad, a la muerte de toda iniciativa para la vida y de toda autonomía espiritual. Hay que salvar esas almas regresándolas a los castigos moralizadores y disciplinarios de la vida difícil, entregarlos de nuevo al engranaje de la actividad, a los estímulos regeneradores del dolor y de la lucha… Oh, señores, vosotros que solo veis de la vida la superficie visible a la mirada vulgar, no os dais cuenta de todas sus complicaciones y mirajes… No todos los que viven viven, ni todos los que mueren mueren. Hay vivos que están muertos y muertos que están vivos en este complejo hervor de paradojas y absurdos, de realidades obscuras y de misterios reales que se barajan con la vida misma. Aquí, estad seguros, en las galerías, en los pasillos, en las oficinas, en esta misma sala, hay seres que son un error biológico, seres que juzgan vivir y desarrollarse, y sin embargo no viven, no han nacido aun, son reflejos de otras existencias sin existencia real sino imaginaria, seres non natos, larvas…
Y al accionar para dar vigor a su palabra, colocó su mano derecha sobre mi cabeza. Di un grito espantoso de desesperación, un gemido de suprema angustia y, levantándome violentamente, salí huyendo por la sala de pasos perdidos.
Al día siguiente al dar cuenta los diarios de la sesión, encomiaban el éxito grandioso de Aristipo Bruno, que con su admirable discurso consiguió que la ley fuera aprobada por unanimidad de votos. Y refería también que en una parte de la peroración, se produjo una interrupción ligera, motivada por un sollozo de indescriptible dolor que se oyó, seguido de un portazo, ignorándose quién fuera de los asistentes de la galería que se permitió esa broma de tan mal gusto. Sépase que fui yo, el non nato, el hombre que no nació, quien se hizo oír una vez.
Regresé a mis labores del campo, a vivir mi vida de larva, y a estudiar en los textos de Aristóteles, Kant y Hegel la importancia de las entelequias. Y lo que más me aterra es la duda en que estoy, dentro de la penumbra espesa en que flota mi pensamiento, de la perduración de este estado de angustia en que vivo… o no vivo. Tengo el terror de la inmortalidad porque si soy el hombre que no nació debo ser también el hombre que no muere jamás. ¿Os imagináis el horror de la duda y de la angustia eternas?… Bendito sea el Infierno que es la eternidad del mal y del dolor… ¡pero del dolor y del mal de los que no se duda!
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