La casa de poder
Las ruedas del carruaje de Taverner me habían arrastrado por toda Charing Cross en busca de un tomo que provocaba que los comerciantes de la zona nos miraran de reojo. Finalmente, Taverner abandonó desesperado la búsqueda y, como recompensa por mi paciencia, me prometió tomar un té en una cafetería cuyas paredes estaban decoradas con diablos particularmente selectos. Mi alma terrenal anhelaba cierta marca de cóctel de ostras que se podía obtener en la esquina de Tottenham Court, pero Taverner, a quien le gustaba el té como a una solterona, claramente había puesto su atención en la diabólica cafetería, así que sacrifiqué mi bienestar por sus deseos.
New Oxford Street deja de ser respetable al este de Charing Cross, y se vuelve elegante pero de dudosa reputación hasta que el sencillo ambiente comercial de Holborn restaura su autoestima. Los callejones laterales son estrechos y conducen a Bohemia; brillantes y asombrosamente inestables tiendas de delicatessen y mercerías asoman en sus angostos callejones; extrañas caras miran desde las ventanas de sus fachadas rectas como acantilados. Todo es antiinglés, sórdido y vagamente siniestro. Delgada es la capa que en ese lugar nos separada del inframundo.
Nos vimos obligados a detenernos en una isleta en medio de aquel tumultuoso torrente de tráfico. Una mujer de cabeza descubierta y cabello lustroso me empujó una cesta de la compra contra la parte baja de la espalda, golpeando con la barra de pan que sobresalía de ella a Taverner, bajo cuyo codo asomaba el rostro pálido y afilado de un pequeño hombre que agarraba unas telas con su pequeño puño rojo como si la vida misma dependiera de ello. La marea del tráfico comercial de Londres rugía a nuestro alrededor, y a través de esa marea se movía otro flujo de tráfico más pequeño, como si fuera arrojado por el oleaje contra nuestra isleta. Mi mente recordó al instante las imágenes de Ricardo III de mi libro de texto; un hombre con el mismo rostro de hurón astuto e inteligente, de baja estatura y espalda ligeramente chepuda, que servía para ensanchar el pecho en un cuerpo enormemente poderoso, pero torpe. La palidez de la piel denotaba una mala salud crónica, o una vida insana en el fétido aire sin sol que tanto les gusta a los habitantes de ese distrito. Los ojos eran de un gris pálido, y poseían un brillo y una vivacidad generalmente asociados a las mujeres que llevan botas de botón. La boca, grande y de finos labios, parecía cruel, la boca del frío hedonista, que sabe de sensaciones pero no de emociones.
El rostro llamó mi atención solo con esa breve mirada, pues era la cara de alguien con poder, aunque fue su comportamiento posterior lo que fijó todos los detalles en mi memoria; porque, tan pronto como levantó la vista y se encontró con la de Taverner, su expresión cambió de la de un alcaudón alerta a la de un gato acorralado. Emitió un sonido que casi parecía un siseo y se zambulló de nuevo en el torrente de tráfico del que había emergido.
Un grito, un golpe y un chirriar de frenos mostraron que lo esperado había sucedido, y a nuestros pies yació inconsciente el hombre, con sangre brotando de un corte en la cabeza, allí donde había golpeado con el bordillo. Casi antes de que el coche que lo había atropellado diera marcha atrás, Taverner y yo ya estábamos inclinados sobre él; yo examinaba su cabeza, y Taverner, para mi gran sorpresa, examinaba sus bolsillos. Sacó un cuaderno raído y abultado del bolsillo del pecho, lo miró rápidamente, pareció tomar notas con esa milagrosa memoria suya y lo devolvió al lugar de donde lo había tomado, y para cuando el conductor, pálido como un fantasma, llegó a nuestro lado, Taverner había vuelto a adoptar sus modales más profesionales y estaba prestando los primeros auxilios de manera ortodoxa. El casco de un policía se asomó entre el tráfico, y Taverner me tiró de la manga, y nosotros, en un instante, nos lanzamos a través de la masa congestionada de vehículos y, con mejor suerte que el hombre con rostro de hurón, llegamos sanos y salvos hasta la acera, para continuar deslizándonos por una calle lateral que conducía a la diabólica morada de Taverner, dejando que quienes disfrutan con tales cosas supervisaran el traslado del herido en ambulancia.
—Esto ha sido un asombroso golpe de suerte —dijo Taverner—. ¿Sabes quién era ese? Era Josephus. Se supone que está en Túnez, pues incluso París se había vuelto demasiado peligroso para él, pero aquí está, de vuelta en Londres, y aparentemente prosperando, así que debe estar tramando algo, y tengo su dirección.
No pude compartir el entusiasmo de Taverner por el descubrimiento de Josephus, ya que no tenía el placer de conocer a este personaje, y Taverner pronto se sumergió en el simbolismo de los diablos que giraban alrededor del friso, y en un alboroto de tostadas con mantequilla recién hechas, como para que pudiera prestar atención a algo tan mundano; mientras tanto, yo intentaba enroscar mis piernas alrededor de las patas de la pequeña mesa cubierta de azulejos que estaba diseñada para la comodidad de la desnutrida raza que se alimenta en tales lugares. Taverner dispuso sus largas piernas estirándolas a través del pasillo y me temo que, entre los dos, ocupábamos mucho más que la justa parte que nos correspondía del exiguo espacio disponible.
Afortunadamente, el lugar estaba prácticamente para nosotros, ya que la hora del té había pasado, y no había nadie para percatarse de la intrusión de los filisteos en esta Bohemia occidental, salvo un hombre y una mujer que permanecían junto a los restos de su comida en una mesa cercana, y estaban demasiado absortos en su conversación como para prestar atención a cualquier cosa que no fueran sus propios asuntos.
O, para ser precisos, el hombre estaba absorto, porque la mujer parecía escuchar con cansancio y un aire de inquieto distanciamiento, como si estuviera buscando una oportunidad para poner fin a la entrevista y escapar de la importunidad de su compañero. Podía ver su rostro a través de la tenue luz de la habitación, su calma inexpresiva en extraño contraste con la tensión del hombre que le hablaba; los grandes ojos grises, enmarcados en la palidez de un rostro ovalado, parecían estar mirando a un horizonte lejano, ajenos a las estrechas calles de Bloomsbury.
Ajena, esa era la palabra para describirla. Estaba ajena a su compañero, a su punto de vista, a sus necesidades; sus ojos estaban puestos en alguna visión que él no podía compartir, y de la que tampoco era parte.
Mientras la observaba, la mujer se levantó para marcharse, y vi que estaba envuelta en una prenda suelta parecida a un albornoz que no seguía ninguna tendencia de moda, y que en sus pies llevaba sandalias. El hombre también se levantó, pero ella lo detuvo con un gesto, y su voz llegó hasta nosotros desde el otro lado de la habitación.
—Prometiste que no intentarías seguirme, Pat —dijo.
El hombre, que estaba entre ella y la puerta, se detuvo indeciso, y luego estalló con vehemencia reprimida:
—Él te está arruinando —exclamó—. En cuerpo y alma, te está arruinando. Déjame ponerle las manos encima y le romperé el cuello, incluso si me cuelgan por ello.
—Es inútil —fue la respuesta—. No puedes hacer nada. Déjame pasar. Nada de lo que puedas hacer servirá para nada.
El hombre levantó ambos brazos por encima de la cabeza y, aunque nos daba la espalda, pudimos ver que todo su cuerpo temblaba de pasión.
—¡Maldito sea! —exclamó—. ¡Maldito sea! ¡Que la Maldición Negra de Miguel caiga sobre él!
El acento irlandés, desatado por la emoción, brotó de sus labios, y pareció agregarle pungencia a sus maldiciones, si es que esto era posible. Las sorprendidas camareras, con sus llamativas batas de cretona, se apiñaron en un rincón, mirando, y una obesa gerente salió de algún santuario oculto tras una cortina de cuentas, pero, antes de que pudiera intervenir, la mujer con el albornoz, con un rápido y ágil movimiento, había rodeado la pequeña mesa y salía por la puerta hacia la penumbra, y el hombre, volviéndose rápidamente para seguirla, tropezó justo con las piernas de Taverner y cayó de bruces sobre nuestra mesa de té.
Se dejó caer en la silla más cercana, pálido y agitado por su pasión, mientras nosotros mirábamos con pesar la vajilla rota y la leche derramada.
Fue el primero en recuperarse y, pasándose aturdido la mano por la frente, pareció despertar de su pesadilla.
—Les pido disculpas —dijo, desapareciendo el acento irlandés en su voz—. Mil disculpas. Aquí, camarera, limpie la mesa de los caballeros y tráigales otro té.
La gerente se acercó, mirándolo con furia, y él se dirigió a ella.
—No puedo disculparme lo suficiente —dijo—. Estaba muy alterado por… por problemas familiares, y temo que fui presa de mis sentimientos.
Se recostó en su silla como si estuviera completamente exhausto.
—Ella está perdida, en cuerpo y alma —murmuró, más para sí mismo que para nosotros—. «Reza a la Santísima Virgen», dijo el padre O’Hara, y así lo he hecho… así lo he hecho por ella, ¡pero a San Miguel le rezaré por Josephus, que su Maldición Negra recaiga sobre él!
Taverner se inclinó hacia adelante, y posó su mano suavemente en el brazo del hombre.
—Parece que sus oraciones han sido escuchadas —dijo—. Porque no hace ni media hora que vimos a Josephus camino del hospital, con una desagradable herida en el cuero cabelludo. No sé cuál es su cuita con él —continuó—, pero conozco a Josephus, y supongo que está ampliamente justificada.
—¿Conoce a Josephus? —preguntó el hombre, mirándonos con asombro.
—Así es —dijo Taverner—, y también puedo decirle que voy «tras él» a causa de uno o dos asuntos, y creo que tengo los medios para hacerlo comparecer ante la justicia. ¿Puedo sugerir que formemos causa común contra él? —Y colocó su tarjeta sobre la pequeña mesa del hombre pálido y de rostro envejecido.
—Taverner, doctor Taverner —dijo el desconocido pensativamente, mientras acariciaba la tarjeta—. He oído ese nombre en alguna parte. ¿No se encontró una vez con un hombre llamado Coates en un curioso asunto relacionado con un manuscrito robado?
—Así es —dijo Taverner.
—Siempre se dijo que hubo más en ese tema de lo que parecía —dijo nuestro nuevo amigo—. Pero nunca creí en esas cosas hasta que vi lo que Josephus podía hacer.
Miró a Taverner con ojos profundos y hundidos.
—Creo que usted es el único hombre de Londres que sería de alguna utilidad en este asunto —dijo.
—Si puedo, estaré encantado de ayudar —respondió Taverner—. Como dije antes, conozco a Josephus.
—Mi nombre es McDermot —dijo nuestro nuevo amigo—. Y esa dama que vieron conmigo era mi esposa. Digo «era mi esposa» —agregó, la llama de la pasión encendiéndose nuevamente en sus oscuros ojos— porque ahora está lejos de mí. Josephus se la ha llevado. No, no en el sentido ordinario —agregó apresuradamente para que nuestras mentes no la juzgaran—, sino a ese extraordinario grupo suyo con el que hace sus sesiones, y está tan perdida para mí como si hubiera entrado en un convento. ¿Se preguntan por qué maldigo al hombre que ha destrozado mi hogar? Si la hubiera tomado porque la amaba podría haberlo perdonado más fácilmente, pero no hay amor en esto; la ha tomado porque la quiere para algún propósito suyo, al igual que ha tomado a muchas otras mujeres, y pase lo que pase, ella perderá su alma. Esto es maligno, así se lo digo —continuó, con renovada emoción—. No sé qué es, pero sé que es maligno. Solo tienen que mirar al hombre para ver que es malvado hasta la médula, y ella piensa que es un santo, un maestro inspirado, un adepto, como quieran llamarlo —agregó amargamente—. Pero les digo que los hombres no desarrollan rostros como ese viviendo honradamente y pensando en cosas elevadas.
—¿Puede darme información sobre sus actividades? Perdí contacto con Josephus la última vez que tuvo que abandonar el país, pero imagino que está haciendo más o menos lo mismo que solía hacer.
—Hasta donde yo sé —dijo McDermot—, apareció en escena hace aproximadamente un año, nadie sabe de dónde, y empezó a anunciar clases de desarrollo psíquico. Eso lo puso en contacto con varias personas interesadas en ese tipo de cosas; yo no lo estoy, mi iglesia no lo permite, y no me sorprende, pero Mary, mi esposa, solía pertenecer a una especie de club ocultista que Coates dirigía en St. John’s Wood; Coates era un tonto, se involucró con Josephus, se quemó y lo abandonó, pero no antes de que Josephus hubiera atrapado a dos o tres mujeres de ese grupo, mi esposa entre ellas. Luego Josephus pareció encontrar su camino y prosperar asombrosamente (tenía un aspecto bastante raído cuando apareció por primera vez). Y ahora tiene una casa en algún lugar, aunque nadie, excepto los que están en el grupo, sabe dónde, y tiene, según mi esposa, un grupo de mujeres que lo ayudan en su trabajo. No sé lo que hacen exactamente, pero parece que tiene un tremendo poder sobre ellas. Todas parecen estar enamoradas de él y, sin embargo, viven pacíficamente en la misma casa. Es un asunto sorprendente en todos los sentidos. No es dinero lo que busca en su círculo interno, aunque recibe mucho de sus seguidores, sino que, hasta donde he podido entender, busca un tipo de físico en particular, y me da la sensación de que, a medida que él prospera, ellas decaen. En cualquier caso, periódicamente ha de introducir sangre fresca en el grupo, y a veces busca desesperadamente una nueva recluta mientras él se marchita lentamente, y luego, después de haber elegido a una nueva favorita, repentinamente parece caer sobre él el aliento de vida. Todo esto es extraño, inquietante y desagradable, y nunca he podido soportarlo, aun antes de que destruyera mi hogar.
Taverner asintió.
—Ha hecho algo similar antes, y varias veces. Puede interesarle saber que ayudé a apalear a Josephus y a sumergirlo en un abrevadero durante mis días de estudiante, después de haber tenido a varias de sus víctimas en nuestras consultas. Por aquel entonces había una sociedad que seguía su sistema, pero creo que fue suprimida. Sin embargo, parece que ahora está volviendo a ponerla en marcha, por lo que, cuanto más pronto nos enfrentemos a él, mejor, preferiblemente antes de que logre tener un punto de apoyo en la mente subconsciente de la nación. Tal cosa se puede hacer, ya sabe.
—Puede contar conmigo —dijo McDermot, extendiendo una mano fibrosa, sus ojos brillando por el fulgor de la batalla—. Lo primero que tenemos que hacer es descubrir dónde está su casa, y lo siguiente es entrar en ella, y luego… «Una vez a bordo del lugre, la doncella será mía», como dice la canción.
—Con respecto a lo primero, ya lo tenemos —dijo Taverner—. Lo segundo es el inmediato problema que tenemos ante nosotros, pero creo que será posible resolverlo; en cuanto a lo tercero, de eso no estoy tan seguro; Josephus retendrá a esas mujeres en el mundo invisible de una forma que usted no comprende, y será muy difícil liberarlas sin su cooperación, y obtener esa cooperación será casi imposible. He tratado casos como este antes y conozco sus dificultades. Una mujer infatuada es difícil de tratar, pero, cuando ha sido iniciada en una fraternidad con rituales, es casi imposible. Lo primero que debemos hacer, no obstante, es lograr un apoyo en esa casa de alguna manera.
—Creo que en eso puedo ayudar —dije—, puedo llamar y ofrecerme a declarar en calidad de testigo del accidente, y luego infiltrarme como un converso.
—Esa idea tiene posibilidades —dijo Taverner—, aunque no estoy seguro de que Josephus vea con buenos ojos añadir un Adán extra a su Edén, si bien un médico siempre resulta valioso, especialmente cuando estás haciendo cosas arriesgadas que quieres mantener en secreto. Alrededor hay todo un nido de hospitales a los que podrían haberlo llevado; llama uno por uno hasta que averigües a dónde fue, preséntate como un miembro de la familia para el hospital, y como un miembro del hospital para la familia, y prueba suerte. Esta es una misión en la que está involucrado mi propio corazón. Jamás hubo villano más despreciable que necesitara ser exterminado, y Josephus no es precisamente un peso ligero. Se resistirá de una manera que merecerá la pena ver.
Estaban llegando los primeros comensales al pequeño salón de té, y nuestra reunión se disolvió con mutuas expresiones de buena voluntad. Taverner se marchó de regreso a Hindhead, y McDermot y yo fuimos a por un teléfono. Mi primera suposición resultó ser la correcta. Josephus había sido llevado al Middlesex, le habían cosido la cabeza y lo habían enviado a casa. Así que, tras enviar a McDermot a esperarme en el bar de las ostras de Tottenham Court Road, caminé hasta una plaza a menos de cincuenta metros de distancia, y allí toqué el timbre de una imponente casa cuyas ventanas inferiores estaban cerradas de manera inhóspita.
La puerta fue abierta por una chica con un holgado albornoz azul, y a ella le expliqué mis asuntos. Parecía no sospechar, y me condujo a un comedor bastante normal donde, en unos minutos, vino a hablar conmigo una mujer mayor. Era una mujer alta que en algún momento debió de ser hermosa, pero su rostro estaba desdibujado, demacrado y tensionado al máximo grado, y pensé en el comentario de McDermot de que las pupilas de Josephus se marchitaban a medida que su maestro prosperaba.
Aunque pude ver que estaba en guardia, e igualmente ansiosa por recibir mi ayuda, mi historia era sencilla y tenía la ventaja adicional de ser cierta en gran medida. Yo estaba parado en la isleta cuando Josephus fue atropellado. Presté primeros auxilios, y no me detuve a dar mi nombre y dirección al policía porque tenía prisa, pero había aprovechado la primera oportunidad que se me había presentado para reparar mi omisión. No había fisuras en mi historia y ella la aceptó, pero, cuando la respaldé con mi tarjeta con la dirección de Harley Street, vi que de repente se quedó pensativa.
—Permítame un momento —dijo, y salió rápidamente de la habitación.
Estuvo fuera un rato, y estaba empezando a preguntarme si mi plan había fallado, y cuáles eran mis posibilidades de salir de la casa sin incidentes, cuando ella reapareció.
—Le agradecería mucho —dijo— si pudiera acudir a la habitación del doctor Josephus y hablar un poco con él.
—En lo que a mí respecta estaría dispuesto, pero una lesión de cabeza debe curarse en silencio —dije, mi yo médico triunfando sobre mi nuevo papel de conspirador. Para mi alivio, ella desestimó mi objeción.
—Hará más bien que mal —dijo—, porque, si le agrada, quizás podamos conseguir que le permita atenderlo. Es una persona muy difícil de tratar —agregó con una sonrisa, como una madre que habla de su querido mimado, cuyas travesuras son adorables incluso a pesar de su malicia.
Me llevó no arriba, sino al sótano, y allí, en lo que probablemente había sido una despensa con vistas a un patio trasero, encontramos a Josephus. La habitación era tan sorprendente como el hombre. Paredes, suelo y techo eran de un negro azabache, de modo que la habitación era un cubo hueco de oscuridad brillante iluminado solo por una lámpara que estaba junto al codo de Josephus. Él mismo no estaba en la cama, como había esperado, sino recostado en la pila de cojines de un diván, vestido con el albornoz que parecía ser la vestimenta universal de esa extraña fraternidad. En su caso era de un escarlata flamígero y, recostado entre sus cojines, con su extraño rostro pálido coronado por vendajes blancos, parecía haber salido directamente de Las Mil y Una Noches.
La mujer alta se acomodó con sus ropajes en un taburete junto a Josephus, y él, con un gesto de la mano, me invitó a sentarme al borde del diván. A pesar de que se había abierto la cabeza a las cinco de la tarde, se lo veía asombrosamente saludable, e incluso yo, que soy un hombre y sabía lo que sabía de su historial, pude sentir la extraordinaria fascinación que ejercía su personalidad.
La mujer alta nos presentó, y uno casi podía ver cómo la mujer ahuecaba ansiosamente las plumas de su «mascota» y la colocaba para asegurarse de que mostraba su mejor ángulo, mientras que él, sin hacerse de rogar, se disponía a causar una impresión favorable. Podía imaginar dedos invisibles recorriendo mi alma para encontrar la mejor manera de manipularme. Sentí que su disposición a consultarme era una rápida oportunidad coyuntural; era yo quien estaría en sus manos, no él en las mías, y recordé las palabras de Taverner de que un médico era un recurso útil cuando se desempeñan trabajos arriesgados que requieren discreción.
Hablamos durante unos minutos, pero sentí que no tenía intención de presentar cargos contra el conductor del coche, probablemente valorando su privacidad por encima de cualquier compensación que pudiera obtener; a pesar de todo, fingió querer mi testimonio, pero yo me negué.
—Mire, señor —le dije—, usted ha sufrido una conmoción cerebral, y lo único que le conviene es oscuridad y silencio. Vendré a verlo de nuevo en unos días, cuando esté en condiciones de hablar del asunto, cosa que no ocurre en este momento. De modo que por ahora no diré ni una palabra más, a menos que le pueda ser útil por mis habilidades profesionales.
Vi en la expresión sorprendida de la mujer alta que Josephus no estaba acostumbrado a que le hablaran de esta manera, pero él se lo tomó de manera bastante amigable.
—Ah —dijo, con una sonrisa que despertó toda mi animosidad latente contra él—, tengo recursos que ustedes, los médicos comunes, no conocen. —Y nos despedimos con mutuas expresiones de aprecio.
Recogí a McDermot en el bar de las ostras, y él me condujo de regreso al piso que había sido su hogar, donde acordamos que me alojaría durante los próximos días, mientras se desarrollaban los acontecimientos concernientes a Josephus. Las habitaciones daban patético testimonio de la realidad de su historia. Pude ver las desordenadas pruebas que indicaban que primero había guardado todas las cosas que podían recordarle a su esposa, y luego, desesperado, las había sacado de nuevo. Nos acomodamos con nuestras pipas en medio del desorden y la negligencia, y McDermot volvió a contar la historia por vigésima vez. No pudo decirme nada que yo ya no supiera de memoria, pero compartirla parecía aliviarlo. Era la vieja historia del incauto que se aventura en aguas profundas, golpeando esos agujeros ocultos en lo invisible que siempre suponen una amenaza para los bañistas, quienes no pueden nadar al aventurarse en esas aguas oscuras y sin cartografiar.
No visité a Josephus al día siguiente, ya que no quería parecer demasiado insistente, pero al próximo lo llamé por teléfono. El gran hombre respondió a mi llamada, y fue más que cordial.
—Ojalá hubiera sabido dónde encontrarle —dijo—. Le debería haber pedido que regresara ayer.
Tomé un taxi y en poco tiempo llegué a la casa cuyas ventanas inferiores parecían estar permanentemente cerradas. Una vez más fui llevado al extraño santuario subterráneo que era el escenario más apropiado para aquel personaje rococó al que conocíamos como el doctor Josephus. Naturalmente, su cabeza estaba todavía vendada, aunque el albornoz había dado paso a un traje de salón gris; aun así, resaltaría en cualquier lugar. Había pensado que Taverner era el personaje más extraño que había conocido, pero, en comparación con Josephus, era de lo más normal.
Preparó café él mismo, al estilo turco, sacó cigarrillos enrollados en un curioso papel dorado de una clase que nunca antes había visto, y se entregó a la tarea de intrigar mi imaginación, en lo cual, a pesar de mi conocimiento de su historial, ciertamente tuvo éxito. Al igual que Taverner, su cultura era enciclopédica, y parecía haber viajado por caminos poco convencionales de la mayoría de las partes del mundo. Lo admito con toda franqueza: disfruté mucho. No pasó mucho tiempo antes de que la conversación se deslizara hacia el ocultismo, acerca del cual confesé mi interés, y entonces Josephus comenzó a desplegar sus plumas, primero con cautela, como si quisiera ver si el hielo aguantaría, y luego abriendo su corazón cuando descubrió que tenía algún conocimiento del tema, y que no parecía estar cargado de escrúpulos morales.
—El problema con este tipo de cosas —dije— es que, aunque se puede escuchar muchísimo acerca de la teoría, es extraordinariamente difícil echarle mano a algo tangible. O las personas que escriben y dan conferencias no tienen un conocimiento real, o no tienen el valor para ponerlo en práctica.
Él picó el anzuelo como un pez.
—Ah —dijo—, ha dado en el clavo. Muy pocos hombres tienen el valor para adentrarse en el ocultismo práctico. —Y se pavoneó de tal manera que me señaló dónde estaba la debilidad de aquel hombre.
Josephus se detuvo por un momento y pareció sopesarme en la balanza; luego, mirándome cuidadosamente y eligiendo cada palabra, comenzó a hablar.
—Supongo que ya sabe —dijo— que, con muy poco esfuerzo, usted podría convertirse en psíquico.
Francamente, me sorprendió, y admito que en secreto me sentí halagado, ya que siempre me habían considerado el arquetipo de estólido materialista. Luego recordé que Taverner citaba a menudo, y riendo, aquellas mismas palabras, como ejemplo de la típica apertura de los charlatanes, y yo me recompuse, repentinamente enojado y la defensiva, pues me había sorprendido ver hasta qué punto Josephus había obtenido control sobre mi imaginación durante nuestro breve encuentro. Sin embargo, oculté mi inquietud y devolví su tiro de igual manera.
—El psiquismo no está mal, teniendo en cuenta sus límites —dije—, pero lo que realmente me interesa es la magia ritual.
Fue un tiro al azar, y vi que había sobrepasado la marca, como suele ocurrir cuando trato de nadar a ciegas en las profundas aguas del ocultismo. Josephus no se lo tomó del todo bien; no pude saber por qué, y él pareció alejarse de mí mentalmente.
—¿Sabe mucho sobre magia ritual? —preguntó, fingiendo un dominio que estoy seguro de que no poseía.
No sabía a dónde quería llegar con todo eso y, no deseando quedarme atrapado, seguí el consejo de Mark Twain y me aferré a la verdad.
—No —dije francamente—, no tengo ni idea. —Y, al ver la expresión de alivio en el rostro de Josephus, añadí mentalmente para mí mismo: «Y tú tampoco».
Habló de nuevo, haciendo una pausa impresionante entre cada palabra.
—Si va en serio y está dispuesto a correr el riesgo, puedo mostrarle algo que muy pocos hombres vivos siquiera han soñado. Pero —continuó, y vi que su rápida mente estaba elaborando a toda velocidad un plan— primero tendré que ponerlo a prueba.
Le pedí que nombrara esa prueba.
Todavía observándome de cerca, evidentemente tanteando cada paso y listo para echarse atrás en el momento en que mostrara cualquier signo de inquietud, continuó:
—Primero pondré a prueba —dijo— su psiquismo incipiente, para ver si tiene la suficiente intuición como para discernir mis intenciones hacia usted y confiar plenamente en mí sin cuestionar.
Pensé que aquella era la presentación más hábil del timo de la confianza que había visto, y asentí.
—Acudirá esta noche a las nueve menos cuarto al callejón que hay detrás del edificio; la carbonera da a él, y allí estaré para dejarlo entrar. Debe esperar en la carbonera hasta que yo haya vuelto a entrar en la casa y usted escuche sonidos de cánticos; entonces deberá entrar por la otra puerta que verá allí, y que comunica con el patio. Las barras de esta ventana se desencajan si las empuja hacia abajo, pues están sujetas por muelles; de esa manera podrá entrar en esta habitación. Asegúrese de volver a colocarlas, no quiero que nadie las encuentre sueltas. Aquí hallará, detrás de los cojines, una brillante túnica escarlata con una capucha, como la de un inquisidor. Échese la capucha y bájela bien sobre su rostro, tiene orificios para los ojos, y suba con confianza las escaleras hasta el primer piso, donde dará cinco golpes en la puerta del salón. Cuando se abra la puerta, diga «En nombre del Consejo de los Siete, la paz sea contigo», y entre directamente y acérquese a mí; yo también estaré encapuchado, pero me reconocerá porque mi túnica también es escarlata. Me encontrará en un estrado al final de la habitación. Cuando llegue hasta mí, me levantaré y nos estrecharemos la mano, y luego tomará mi silla, y yo me sentaré a su derecha. Estirará la mano y dirá: «Vengo en nombre de los Grandes Jefes».
»Entonces procederemos al asunto. Responderá con un sí o un no a cualquier pregunta que se le haga, y no dirá nada más. Si falla… —y acercó su fea cara frente a la mía—, tendrá que lidiar con las Fuerzas Invisibles que ha invocado. ¿Está claro?
—Perfectamente claro —dije—. Solo que no estoy seguro de si podré recordarlo todo, y ¿cómo sabré si debo responder sí o no?
—Me observará de reojo. Si muevo mi pie derecho, responderá sí, si muevo el izquierdo, responderá no. No los moveré mucho, así que debe observar con mirada aguda. Y cuando cruce las manos, debe ponerse de pie, decir «Ha terminado» y salir. Baje aquí y lárguese por donde vino, asegurándose de que la túnica roja esté bien escondida bajo los cojines, las barras reemplazadas y la puerta de la carbonera cerrada.
Cuando Josephus terminó, me miró fijamente a los ojos con una mirada muy firme, a la que respondí con igual firmeza. Dejé pasar un momento antes de responder, ya que no quería que pareciera que aceptaba con demasiada prontitud.
—Acepto —dije.
Un destello de satisfacción iluminó los extraños ojos de Josephus; se parecía mucho a un grajo que hubiera escondido algún objeto brillante.
Nos separamos siendo los mejores amigos y regresé a Harley Street, donde Taverner me esperaba tras haber terminado con las consultas del día.
Conté la conversación que había tenido, y Taverner quedó muy intrigado.
—Esto desvela muchas cosas importantes —dijo—. Estoy de acuerdo contigo en que Josephus no es un ocultista entrenado, pero sabe mucho sobre el lado secreto tanto del sexo como de las drogas, y es un muy inteligente manipulador de la naturaleza humana, además de que ama la intriga, como demuestra este plan suyo.
—¿Qué piensa de todo esto? —dije—. ¿A dónde quiere llegar?
—Sospecho que su grupo está inquieto —dijo Taverner—. Evidentemente, no tiene confianza en ellos, como demuestran las barras de la ventana. Aparentemente, tu papel es aparecer en calidad de mensajero de los poderes superiores a los que ha invocado en apoyo de su autoridad. Esto me lleva a creer que está dirigiendo un espectáculo unipersonal y eso, junto con la ignorancia de la magia ritual que le presuponemos, me hace pensar que nunca ha sido iniciado en ninguna fraternidad. Pero, Dios mío, si lo hubiera sido, ¡qué no habría hecho si hubiera tenido conocimiento de los Nombres de Poder, además de sus dones naturales! Las fraternidades están bien protegidas, Rhodes, no solemos tener traidores.
»Ahora, ven, tenemos tiempo suficiente para cenar antes del entretenimiento de esta noche.
Fuimos al restaurante del Soho en el que estaba al mando el metafísico jefe de los camareros, ese que parecía estar interesado en los mismos temas que Taverner. Por supuesto, nos dio la habitual bienvenida, tan cálida como respetuosa, y nos condujo a una mesa retirada, y mientras el metafísico rondaba a nuestro alrededor con la carta de vinos, Taverner le hizo acercarse más y le dijo:
—Giuseppi, iremos esta noche al número siete de Malvern Square, cerca de Cower Street. Tiene una entrada trasera que da al callejón de atrás, y las barras de cierta ventana que da al patio se pueden quitar presionándolas hacia abajo. Llámame a Harley Street a las diez de la mañana de mañana, y si no he regresado, toma medidas al respecto. Ya sabes qué hacer.
Tan pronto como estuvimos solos, Taverner sacó una pequeña botellita de plata y un trozo de gasa, que me pasó bajo la mesa.
—Es cloroformo —dijo—. Tenlo listo y colócalo sobre su nariz tan pronto como abra la puerta. Tengo un trozo de cuerda en el bolsillo. Josephus no aparecerá en este acto.
—Pero ¿qué voy a hacer cuando esté sentado en el asiento del poderoso y Josephus no esté allí para mover los dedos de los pies cuando me hagan preguntas incómodas? —dije, nervioso.
—Espera y verás —dijo Taverner. Noté que junto a su silla había una pequeña maleta.
Cuadramos a la perfección nuestra llegada al callejón trasero y, justo cuando estaba aplicando el cloroformo en la gasa, escuché el crujido del carbón que delataba la presencia de Josephus.
—¡Ahora! —susurró Taverner, y golpeé suavemente la sucia puerta.
Se abrió unos centímetros.
—¿Es usted, Rhodes? —susurró una voz desde la oscuridad—. Entre en silencio, están por todas partes, malditas sean. Molestando con las cosas de la cena. ¿Por qué las mujeres no pueden dejar las cosas tranquilas? —La voz sonaba malhumorada.
—¿Dónde está, amigo? —dije, yendo a tientas en la oscuridad. Mi mano tocó su garganta y enseguida la sujeté.
Coloqué la gasa sobre su rostro y lo empujé hacia atrás con todas mis fuerzas. Cayó sobre el carbón, conmigo encima de él. Era un hombre poderoso y luchó como un gato, pero yo era mucho más grande y él no tenía ninguna oportunidad. Sus forcejeos disminuyeron a medida que el cloroformo hacía su trabajo, y para cuando Taverner, que había estado vigilando la puerta, lanzó un destello de la linterna sorda sobre nosotros, yo estaba de rodillas sobre la figura inmóvil.
Taverner lo ató con destreza, algo que delató su experiencia, y luego buscó un lugar donde esconderlo.
—No quiero que lo encuentren prematuramente si alguien necesita un poco de carbón —dijo.
—¿Por qué no cavamos un agujero y lo enterramos? —sugerí, metiéndome completamente en el espíritu del lugar—. Aquí tenemos una pala. Hagamos un agujero y metámoslo hasta el cuello, y luego coloquemos ese viejo cubo sin fondo sobre su cabeza.
Taverner se rio entre dientes y en dos minutos era como si Josephus nunca hubiera existido, y, dejándolo enterrado de aquella manera tan indecente, nos dirigimos con cautela al patio. Estaba completamente a oscuras, pero mi conocimiento de la geografía del lugar me permitió encontrar la ventana, y, en menos tiempo del que lleva contarlo, desalojamos las barras, entramos, encendimos la luz y cerramos la puerta por dentro.
—Aquí está tu vestimenta —dijo Taverner, sacando una túnica roja de debajo de los cojines del diván, la cual me puso sabiendo lo que hacía, lo que indicaba experiencia previa.
Hubo un suave golpe en la puerta y contuve la respiración.
—¿Estás listo, querido? Todos están reunidos —dijo una voz femenina.
—Ve y empieza —gruñó Taverner, simulando una voz como la de Josephus, lo que me hizo mirar involuntariamente por encima del hombro.
Escuchamos pasos alejándose por el pasillo (evidentemente, Josephus les había enseñado a no discutir), y en unos minutos se escucharon los cánticos arriba.
Taverner abrió su maleta y sacó la túnica más maravillosa que jamás he visto en mi vida. Rígida por el bordado y pesada por el oro, la gran capa parecía las minas de Ofir bajo la luz sombría de aquella tenebrosa habitación. Taverner se la puso sobre una sotana verde esmeralda, y yo abroché el broche de joyería de su pecho. Luego me entregó, ya que no podía levantar los brazos, el Tocado de Egipto, y lo puse sobre su cabeza. Nunca había visto tal espectáculo. Los rasgos angulosos de Taverner enmarcados en la vestimenta egipcia, su alta figura, gigantesca debido al efecto de la capa, y el anj engarzado en su mano (del cual me alegró comprobar que era lo suficientemente pesado como para resultar un arma eficiente) crearon una imagen que recordaré hasta el día de mi muerte. Cada vez que se movía, el incienso de muchos rituales se desprendía de los pliegues de sus ropas, la seda crujía, la orfebrería tintineaba; parecía como si un sacerdote-rey de la perdida Atlántida hubiera venido, en respuesta a una invocación, a reclamar la obediencia de sus adoradores.
Subimos por las estrechas escaleras hasta el oscurecido vestíbulo, y de ahí al piso del salón, donde un olor a incienso nos indicó que estábamos en el camino correcto. Taverner golpeó la puerta cinco veces, y escuchamos una voz que decía:
—Guardián de la Puerta, comprueba quién busca admisión.
La puerta se abrió y nos encontramos con una figura rechoncha, regordeta y encapuchada vestida de negro, que casi se cayó hacia atrás al ver a Taverner. Mi túnica escarlata evidentemente llevó al Guardián a confundirme con Josephus, ya que nos dejó pasar sin objeción, y nos encontramos en lo que evidentemente era el templo del extraño culto que dirigía.
Caminé directamente hacia el estrado, como se me había indicado, y me senté antes de que pudieran darse cuenta de mi altura, y estoy bastante seguro de que todos creyeron que era el mago habitual el que estaba en su silla.
Mientras tanto Taverner avanzó hacia el altar y, extendiendo el anj dorado hacia la asamblea, dijo, con esa voz resonante suya:
—Paz para todos los seres.
Evidentemente, esta era la apertura que esperaban, porque la figura que estaba en el estrado elevado del extremo más lejano de la habitación (quien por su altura supuse que era la mujer alta) respondió:
—¿De quién traes el saludo?
—No lo traigo —dijo Taverner—. Lo doy.
Evidentemente aquella no era la señal correcta, lo que desconcertó completamente a toda la logia, pero Taverner los dominaba tan absolutamente que eran ellos, y no él, quienes no sabían cuál era su papel.
Todos los ojos se volvieron hacia mí, creyendo que yo era Josephus, pero yo estaba sentado como una imagen inmóvil, y no dije ni una palabra.
Luego, Taverner habló de nuevo.
—Se ha invocado el nombre del Consejo de los Siete, y yo, que soy el Anciano de los Siete, he venido ante vosotros. Conocedme por esta señal. —Y extendió su mano. En el dedo índice brillaba un gran anillo. No creo que nadie de la habitación entendiera nada, pero los oficiales de la logia, que eran quienes se suponía que debían saber qué estaba pasando, se avergonzaron de admitir que no era así, y el resto de la gente naturalmente siguió su ejemplo.
En la habitación reinó un silencio sepulcral, que fue roto de repente por el susurro de telas cuando una figura de un tercer estrado a mi izquierda se levantó, y entonces oí la voz de Mary McDermot hablar.
—Pido perdón por mi falta de fe —dijo—. Fui yo quien invocó al Consejo de los Siete, porque creía que no existían. Pero me doy cuenta de mi error. Veo el poder y lo reconozco. Tu rostro me habla de tu grandeza, las vibraciones de tu personalidad me hablan de tu verdad y bondad. Reconozco y obedezco. —Taverner se volvió hacia ella.
—¿Cómo llegaste a creer que el Consejo de los Siete no existía? —exigió, con esa voz profunda y resonante suya.
—Porque las insistencias de mi esposo se interpusieron entre mí y mi deber con la Orden. Porque sus oraciones e invocaciones a los santos se extendieron como una nube entre mí y el resplandor del rostro del Maestro, de modo que no podía ver su gloria, y creía que era un vulgar hedonista y un charlatán que se aprovechaba de nuestra credulidad.
—Hija mía —dijo Taverner, y su voz fue muy suave—, ¿crees en mí?
—Lo hago —exclamó—. No solo creo, lo sé. Eres a quien he visto en mis sueños, eres el iniciador que siempre he buscado. El Maestro Josephus prometió que me llevaría hasta ti, y ha cumplido su palabra.
—Acércate al altar —ordenó Taverner.
Ella se acercó y se arrodilló ante él sin que nadie se lo pidiera. Él tocó su frente con el anj dorado, y la vi tambalearse bajo su contacto.
—De lo Irreal, llévame a lo Real. De la Oscuridad, llévame a la Luz. De la Impureza, límpiame y santifícame —pronunció la profunda voz. Luego la tomó de la mano y la levantó, y la colocó a mi lado en el estrado.
Taverner regresó al altar y se situó frente a él y observó la habitación. Luego, de debajo de su capa, sacó una caja de metal bellamente elaborada. Abrió un extremo y sacó un puñado de polvo blanco, y lo esparció sobre el altar en forma de cruz.
—Impuro —dijo, y su voz resonó como el tañido de una campana.
Abrió el otro extremo de la caja y sacó un puñado de cenizas, y también las esparció sobre el altar, profanando su cubierta de lino blanco.
—Impuro —dijo de nuevo.
Extendió su anj y, con la cabeza de este, apagó la lámpara que ardía sobre el altar.
—Impuro —dijo por tercera vez y, al hacerlo, todo sentimiento de poder pareció abandonar la habitación, y esta se volvió sencilla, común y bastante vulgar. Taverner era el único que parecía real, todos los demás eran una farsa. Parecía un hombre vivo en una habitación llena de figuras de cera.
Se dio la vuelta, y yo me levanté, y, con la chica entre nosotros, salimos de la habitación en medio de un silencio total. Cerré la puerta suavemente detrás de nosotros y, al encontrar la llave en la cerradura, tomé la precaución de girarla.
En el vestíbulo oscurecido, sin luz excepto por los rayos de una farola que se colaban a través del fanal, Taverner se enfrentó a la chica desconcertada.
Ella había apartado su capucha, y su brillante cabello caía desordenado sobre su rostro. Él puso las manos sobre sus hombros.
—Hija mía —dijo—. No puedes avanzar excepto por el camino del deber. No puedes ascender a una vida superior con la fe rota y las obligaciones descuidadas. El hombre que ha entregado su nombre y su corazón a tu cuidado no puede tener un hogar a menos que tú se lo otorgues; no puede tener un hijo a menos que tú se lo concedas. Puedes liberarte de él, pero él no puede liberarse de ti. En esta encarnación has elegido el Camino del Hogar y, por lo tanto, ningún otro está abierto para ti. Vuelve y asegúrate de que el fuego esté encendido y el hogar limpio y decorado, y yo iré a ti y te mostraré cómo se puede obtener la iluminación a través de ese Camino. Has invocado al Consejo de los Siete, y por lo tanto, has quedado bajo la disciplina del Consejo de los Siete y, al estar bajo ella, también has quedado bajo su protección. Ve en paz.
Y abrió la puerta y la puso fuera.
Recogimos apresuradamente nuestras pertenencias y la seguimos. Un violento repicar de timbres eléctricos en el sótano reveló que la gente de arriba había descubierto que estaban encerrados.
El viaje nocturno a Hindhead despejó mi mente, que daba vueltas de manera extraña. La visión de Taverner con su capa y su tocado bailaba ante mis ojos, y la apariencia cotidiana de mi jefe, con su abrigo de lana y su bufanda, no bastaba en absoluto para apaciguarla. Finalmente llegamos a nuestro destino, estacionamos el coche y nos quedamos un momento bajo las tranquilas estrellas antes de entrar en la silenciosa casa, sumida en el sueño desde hacía rato, y, mientras pensaba en lo ocurrido aquella noche, sentía como si me moviera a través de una ensoñación. De repente, el recuerdo me golpeó en el plexo solar, y desperté de golpe.
—¡Taverner! —dije—. ¿Y si alguien descarga una entrega de carbón sobre Josephus…?