La repudiada
Cuando la señora Acres compró la casa del guarda de Tarleton, que había permanecido sin inquilinos durante mucho tiempo, y se convirtió en residente de este pueblo tan agradable y lleno de vida, ya se sabía lo suficiente sobre su pasado como para que le brindaran amistad y simpatía. La suya había sido una historia trágica, y la investigación que se había llevado a cabo sobre su marido —cuando, al mes de estar casados, se pegó un tiro frente a ella— estaba lo suficientemente reciente, y había recibido una cobertura lo bastante amplia en los periódicos, como para permitir que nuestra pequeña comunidad de Tarleton recordara y repasara los aspectos más sombríos del caso sin necesidad de inventarse más detalles; cosa que, de lo contrario, habría sido perfectamente capaz de hacer.
Los hechos, en resumen, habían sido los siguientes. Horace Acres parecía ser un cazafortunas sin corazón, un sinvergüenza apuesto y persuasivo, diez años más joven que su mujer. No ocultó a sus amigos que no estaba enamorado de ella, sino que sentía un más que considerable aprecio por su fortuna. Pero, apenas contrajeron matrimonio, su indiferencia se convirtió en un desprecio violento, acompañado de un misterioso e inexplicable temor hacia ella. La odiaba y la temía, y, la misma mañana del día en que se quitó la vida, le suplicó que le concediera el divorcio; el caso, le prometió, no encontraría defensa, y él lo convertiría en indefendible. Ella, pobre alma, se negó a concederlo, porque, como corroboraron los amigos y criados, estaba completamente entregada a él, y afirmó, con la tranquila dignidad que la distinguió a lo largo de este calvario, que confiaba en que él era víctima de algún trastorno miserable pero temporal, y que recuperaría su juicio. Esa noche él había cenado en su club, dejando que su reciente mujer pasara la noche sola, y regresó entre las once y las doce de la noche en un repugnante estado de embriaguez. Subió a su habitación con una pistola en la mano, cerró la puerta con llave y se escuchó su voz gritando y vociferando. Luego se oyó el sonido de un disparo. En la mesa de su vestidor se encontraron folio y medio de papel, fechados en ese día, que fueron leídos ante el tribunal. «El horror de mi situación», decían, «es indescriptible e insoportable. Ya no puedo aguantarlo: mi alma se enferma…». El jurado, sin salir de la sala, emitió el veredicto de que se había suicidado en medio de un temporal estado de locura, y el forense, a petición del jurado, expresó la simpatía de ellos y la suya propia por la pobre dama, quien, como fue testificado por todas las partes, había tratado a su marido con la mayor ternura y afecto.
Durante seis meses, Bertha Acres estuvo viajando por el extranjero y luego, en otoño, compró la casa del guarda de Tarleton, y se sumió en las absorbentes trivialidades que hacen que la vida en un pueblo pequeño sea tan agitada.
Nuestra modesta vivienda está a tiro de piedra de la casa del guarda; y cuando, al regresar mi mujer y yo después de dos meses en Escocia, descubrimos que la señora Acres se había instalado como vecina, Madge no perdió tiempo en ir a visitarla. Regresó con una serie de agradables impresiones. La señora Acres, aún en la soleada ladera que conduce a la meseta de la vida que comienza a los cuarenta años, era extremadamente hermosa, cordial y encantadora en su forma de ser, ingeniosa y agradable, e iba maravillosamente vestida. Antes de concluir su visita, Madge, al estilo rural, le pidió que prescindiera de las formalidades y que, en lugar de una fría devolución de la visita, tuviera una tranquila cena con nosotros al día siguiente. ¿Jugaba al bridge? Si era así, solo seríamos un grupo de cuatro; ya que su hermano, Charles Alington, había propuesto visitarnos por su propia iniciativa…
Escuché sus palabras con la suficiente atención como para comprender lo que Madge estaba diciendo, pero en lo que realmente pensaba era en un problema de ajedrez que estaba intentando resolver. En este punto me di cuenta de que sus agradables impresiones se apagaron de pronto, y que ella se quedó en silencio como una estatua. Cerró la boca como si girara una llave de paso y miró fijamente al fuego, frotándose la parte posterior de una mano con los dedos de la otra, como es su costumbre cuando está perpleja.
—Continúa —dije.
Se levantó de repente, inquieta.
—Todo lo que te he estado diciendo es literal y completamente cierto —dijo—. Me pareció que la señora Acres era encantadora, ingeniosa, guapa y amigable. ¿Qué más podrías pedir de una nueva conocida? Y luego, después de invitarla a cenar, de repente descubrí sin motivo aparente que no me gustaba nada, que no la soportaba.
—Dijiste que iba maravillosamente vestida —me permití comentar… Quizá si la reina no capturara al tentador caballo…
—¡No seas tonto! —dijo Madge—. Yo también voy maravillosamente vestida. Pero detrás de toda su simpatía, encanto y buen aspecto, de repente sentí que había algo más que detestaba y temía. No sirve de nada preguntarme qué era, porque no tengo la menor idea. Si supiera lo que es, la cosa se explicaría por sí misma. Pero sentí un horror… nada vívido, nada cercano, ¿comprendes?, sino desde algún lugar del fondo. ¿Crees que la mente puede dar un «vuelco», igual que le ocurre al cuerpo, cuando durante uno o dos segundos de repente te sientes mareado? Creo que debe haber sido eso… ¡oh! estoy segura de que fue eso. Pero me alegra haberla invitado a cenar. Planeo agradarla. No sentiré otro «vuelco» de nuevo, ¿verdad?
—No, definitivamente no —dije… Si la reina se abstuviera de capturar al tentador caballo…
—¡Oh, por favor, deja de pensar en ese estúpido problema de ajedrez! —dijo Madge—. ¡Muérdele, Fungus!
Fungus, así llamado por ser el hijo de Humour y Gustavus Adolphus, se levantó de su lugar en la alfombra frente a la chimenea y, con una risa de caballo, frotó su cabeza contra mi pierna, que es su forma de morder a aquellos a quienes ama. Luego, el más amable de los bulldogs, que siente pasión por la raza humana, se acostó sobre mi pie y suspiró profundamente. Pero Madge evidentemente quería hablar, y aparté el tablero de ajedrez.
—Cuéntame más sobre ese horror —le dije.
—Fue simplemente horror —dijo ella—, una especie de malestar en el alma…
Descubrí que mi cerebro se enredaba en un vago recuerdo, seguramente relacionado con la señora Acres, que esas palabras evocaron de manera confusa. Pero al instante siguiente ese tren de pensamiento se interrumpió, ya que me vino a la mente la antigua y siniestra leyenda sobre la casa del guarda como posible explicación del horror del que hablaba Madge. En los días de las persecuciones religiosas de la época isabelina, la casa, que en aquel entonces estaba recién construida, había sido habitada por dos hermanos, de los cuales el propietario era el mayor y celebraba misa allí todos los domingos. Traicionado por el menor, fue arrestado y torturado hasta la muerte. Posteriormente, el menor, en un ataque de remordimiento, se ahorcó en el salón. Por supuesto había una historia acerca de que la casa estaba embrujada, y que se veía colgando de las vigas a la estrangulada aparición, y los antiguos inquilinos de la casa (que ahora llevaba más de tres años desocupada) la abandonaron después de un mes de habitarla debido a, tal y como se decía comúnmente, incomprensibles y horribles visiones. Por lo tanto, ¿qué podía ser más probable que el hecho de que Madge, que desde la infancia ha sido intensamente sensible a los fenómenos ocultos y psíquicos, hubiera captado, con ese extraño receptor inalámbrico que caracteriza a los «sensitivos», algún mensaje susurrado?
—Pero conoces la historia de la casa —le dije—. ¿No es posible que algo de eso te haya llegado? ¿Dónde te sentaste, por ejemplo? ¿En el salón?
Ella se animó al escuchar eso.
—¡Ah, eres un hombre sabio! —dijo—. No lo había pensado. Eso puede explicarlo todo. Espero que sí. Te dejaré en paz con tu ajedrez por ser tan brillante.
Media hora después, tuve ocasión de ir a la oficina de correos, que se encontraba a cien metros subiendo por la Calle Principal, para tratar un asunto relacionado con una carta certificada que quería enviar esa noche. La oscuridad se cernía, pero el resplandor rojo del atardecer aún ardía en el oeste con suficiente fuerza como para permitirme reconocer las formas y los rostros familiares de las personas con las que me cruzaba. Justo cuando llegué frente a la oficina de correos, se acercó desde la otra dirección una mujer alta y bien formada, a la que estaba seguro de no haber visto antes. Su destino era el mismo que el mío, y me detuve un momento para dejarla pasar primero. Al mismo tiempo, sentí que, de alguna manera vaga y tenue, entendía lo que Madge había querido decir cuando habló de una «enfermedad del alma». Para mí, esa sensación no estaba más cerca de ser una realidad que una melodía que te suena en la cabeza sin que la estés escuchando externamente, y atribuí mi repentina comprensión de su sensación al hecho de que, con toda probabilidad, mi mente había estado reflexionando de manera subconsciente en lo que ella había dicho, y en ningún momento lo relacioné con ninguna causa externa. Y a continuación se me ocurrió quién era esa mujer con toda probabilidad…
Ella terminó la transacción de su recado unos segundos antes que yo, y, cuando salí nuevamente a la calle, ella ya se había alejado una docena de metros por la acera, caminando en dirección a mi casa y a la casa del guarda. Frente a mi propia puerta, me detuve deliberadamente y la vi pasar por las escaleras que conducían desde la carretera a la entrada de la casa del guarda. Incluso cuando entré por mi propia puerta, el recuerdo involuntario que me había eludido antes salió a la luz y lo atrapé. Era su marido, quien, en la inexplicable carta que había dejado en su vestidor justo antes de pegarse un tiro, había escrito «mi alma se enferma». Fue extraño, aunque fue más extraño aún que Madge utilizara esas palabras idénticas.
Charles Alington, el hermano de mi mujer, llegó al día siguiente por la tarde, y es el hombre más feliz que he conocido. El mundo material, esa fuente perenne de ambiciones frustradas, deseos físicos y decepciones perpetuas, prácticamente le es desconocido. La envidia, la malicia y toda falta de caridad le son igualmente ajenas, porque no desea obtener lo que los demás tienen y no tiene sentido de posesión, lo cual es extraño, dado que es enormemente rico. No teme nada, no espera nada, no siente aborrecimientos ni afectos, ya que todas las funciones físicas y nerviosas están en él al servicio de una intensa curiosidad. Nunca ha emitido un juicio moral en su vida, solo quiere explorar y conocer. El conocimiento, de hecho, es su única preocupación, y dado que los químicos y los científicos médicos investigan en el mundo de tinturas y microbios de manera mucho más eficiente de lo que él podría hacerlo, ya que le importa muy poco todo lo que se pueda medir o propagar, se dedica con absorción y éxtasis a ese mundo que se encuentra en los confines de la existencia consciente. Todo lo que aún no está determinado con certeza le atrae como el toque de una trompeta: deja de interesarse por un tema tan pronto como muestra signos de asumir un estado práctico y definido. Estaba intensamente interesado, por ejemplo, en la transmisión inalámbrica, hasta que el signore Marconi demostró que entraba en el ámbito de la ciencia práctica, y luego Charles lo abandonó por aburrido. Lo vi por última vez dos meses atrás, cuando estaba sumido en una gran perturbación, ya que iba a hablar por la mañana en un encuentro de anglo-israelitas para demostrar que la Piedra de Scone, que ahora se encuentra en el Trono de la Coronación de Westminster, era sin duda la almohada en la que había descansado la cabeza de Jacob cuando tuvo la visión en Betel; por la tarde se dirigiría a la Sociedad de Investigación Psíquica para hablar sobre el tema de los mensajes recibidos de los muertos a través de la escritura automática y por la noche, a modo de descanso, tan solo escucharía una conferencia sobre la reencarnación. Ninguno de estos temas podía ser demostrado definitivamente en ese momento, y por eso los amaba. Durante los intervalos en que lo oculto y lo fantástico no lo tienen ocupado, es, a pesar de sus cincuenta años y su aspecto enjuto, exactamente igual a un colegial de dieciocho años que está de vacaciones y rebosa energía superflua.
Encontré a Charles ya en mi casa cuando regresé al día siguiente, después de una partida de golf. Se mostraba entre serio y festivo, ya que, evidentemente, había estado leyendo a Madge acerca de la reencarnación, y me miró con severidad…
—¡Golf! —dijo, con desprecio insultante—. ¿Qué hay que saber sobre el golf? Se trata de golpear una pelota y lanzarla por el aire…
Yo estaba un poco resentido por lo ocurrido esa tarde.
—Eso es precisamente lo que no logro —dije—. ¡La golpeo a través del suelo!
—Bueno, no importa cómo la golpees —dijo él—. Todo está sujeto a leyes conocidas. Pero la conjetura, la suposición: ahí está la emoción y la excitación de la vida. El charlatán con su nueva cura para el cáncer, la escritura automática con sus mensajes de los muertos, el reencarnacionista con sus afirmaciones absolutas de que en el pasado fue Napoleón o un esclavo cristiano… esas son las personas que avanzan en el conocimiento. Debes adivinar antes de saber. Incluso Darwin vio eso cuando dijo que no se podía investigar sin una hipótesis.
—Así que, ¿cuál es tu hipótesis en este momento? —pregunté.
—Bueno, que todos hemos vivido antes y que vamos a vivir de nuevo aquí, en esta misma vieja Tierra. Cualquier otra concepción de la vida futura es imposible. ¿Van a convertirse en habitantes de algún mundo futuro todas las personas que han nacido y han muerto desde que el mundo emergió del caos? ¡Qué apretujamiento, mi querida Madge! Ahora sé lo que me vas a preguntar. Si todos hemos vivido antes, ¿por qué no podemos recordarlo? ¡Pero eso es muy simple! Si recordaras que fuiste Cleopatra, seguirías comportándote como Cleopatra; ¿qué dirían en Tarleton? ¡Judas Iscariote también! ¡Imagina saber que fuiste Judas Iscariote! ¡No podrías superarlo! Te suicidarías, o harías que todos los que estuvieran relacionados contigo se suicidaran por sentir horror por ti. O imagina ser el hijo de un tendero que sabe que había sido Julio César… Por supuesto, el sexo no importa: las almas, hasta donde sé, no tienen género, son solo chispas de vida que se ponen en envolturas físicas, algunas masculinas y otras femeninas. Tú podrías haber sido el rey David, Madge, y el pobre Tony una de sus mujeres.
—Eso sería maravilloso —dije.
Charles estalló en una carcajada.
—Sin duda lo sería —dijo—. Pero no hablaré más de cosas sensatas con vosotros, incrédulos. Debo confesar que estoy completamente agotado de tanto pensar. Quiero que una hermosa dama venga a cenar, y hablar con ella como si fuera ella misma y yo mismo, y nadie más. Quiero ganar dos chelines y seis peniques en el bridge tras un gran derroche de pensamiento. Quiero tomar un buen desayuno mañana, y leer el Times después, ¡y luego ir al club de Tony y hablar sobre cultivos, golf, asuntos irlandeses y conferencias de paz y demás cosas que no importan ni un ápice!
—Vas a estrenar tu lista de deseos esta misma noche, querido —dijo Madge—. Una dama muy hermosa vendrá a cenar, y luego jugaremos al bridge.
Madge y yo estábamos listos para recibir a la señora Acres cuando llegó, pero Charles aún no había bajado. Fungus, que siente una desbordante adoración por Charles —lo cual es incomprensible, ya que Charles no siente afecto ninguno por los perros— lo ayudaba a vestirse, mientras Madge, la señora Acres y yo esperábamos a que apareciera. Sin duda, la señora Acres, a quien había conocido la noche anterior al entrar en la oficina de correos, era maravillosamente hermosa, pero la tenue luz del atardecer no me había permitido apreciarlo. Había algo ligeramente judío en su perfil: la frente alta, la boca muy carnosa, la nariz perfilada, el mentón prominente, todo sugería, más que ejemplificaba, un origen oriental. Y cuando hablaba, poseía esa suavidad en la pronunciación, no exactamente ronca, pero tampoco la clara entonación que caracteriza a las naciones del norte. Algo del sur, algo del este…
—Me veo obligada a preguntar una cosa —dijo, cuando, después de los habituales saludos, estábamos de pie alrededor de la chimenea, esperando a que bajara Charles—. ¿Tienen un perro?
Madge se acercó a la campana.
—Sí, pero no bajará si no le gustan los perros—dijo—. Es amable, pero sé…
—Ah, no es por eso —dijo la señora Acres—. Adoro a los perros. Solo quería evitar herir los sentimientos de su perro. Aunque los adoro, ellos me odian, y me tienen un miedo terrible. Hay algo anticanino en mí.
Era demasiado tarde para decir más. Los pasos de Charles resonaron en el pequeño vestíbulo exterior, y Fungus venía ronco y encantado. Al instante siguiente, la puerta se abrió y los dos entraron.
Fungus fue el primero. Entró festivamente hasta el medio de la habitación, olisqueó y resopló a modo de saludo y a continuación se dio media vuelta y salió corriendo. Resbaló y patinó en el parqué de fuera, y lo oímos dando tumbos escaleras abajo, hacia la cocina.
—Perro grosero —dijo Madge—. Charles, permíteme presentarte a la señora Acres. Este es mi hermano, señora Acres: sir Charles Alington.
Nuestra pequeña mesa para cuatro personas no admitía conversaciones separadas, y los temas generales, que surgían como setas, se marchitaban y morían tras su misma concepción. En ese momento no sabía qué estado de ánimo poseía a los demás, pero yo solo era consciente de una fundamental repugnancia hacia la atractiva y astuta mujer que estaba sentada a mi derecha, la cual parecía completamente ajena a la asfixiante atmósfera. Resultaba encantadora a la vista, ingeniosa al oído, tenía gracia y elegancia y, al mismo tiempo, poseía algo terrible. Pero poco a poco, a medida que mi disgusto crecía, vi que el interés de mi cuñado aumentaba de manera proporcional. La «hermosa dama», cuya presencia en la cena había deseado y obtenido, lo estaba cautivando, no, supuse, por su encanto y su belleza, sino por algún motivo de estudio. Me preguntaba si era su hermoso perfil judío lo que confirmaba en su mente alguna teoría angloisraelita, si veía en sus hermosos ojos marrones la mirada del adivino y el clarividente, o si intuía en ella alguna reencarnación de un famoso o infame difunto. Ciertamente, ella ejercía en él una fascinación más allá del legítimo encanto de una mujer muy guapa; la estaba estudiando con una intensa curiosidad.
—¿Y se siente cómoda en la casa del guarda? —le preguntó de repente, como si hiciera alguna pregunta cuya respuesta fuera crucial.
—¡Ah! Tan sumamente cómoda —dijo ella—, un ambiente tan encantador. Nunca he estado en una casa que se «sintiera» pacífica y acogedora. ¿O es simplemente una fantasía imaginar que algunas casas poseen una sensación de tranquilidad, y otras resultan inquietantes, e incluso terribles?
Charles la miró en silencio un momento antes de recordar sus modales.
—No, diría que fácilmente puede existir algo así —respondió—. Es posible imaginar que largos siglos de tranquilidad envuelven realmente a un hogar en algún tipo de aura psíquica perceptible para aquellos que sean sensibles.
Ella se volvió hacia Madge.
—Y, sin embargo, he oído una historia ridícula acerca de que la casa está embrujada —dijo—. Si lo está, seguramente la embrujan espíritus encantadores y felices.
La cena había terminado. Madge se levantó.
—Date prisa, Tony —me dijo—, y juguemos al bridge.
Pero sus ojos decían: «No me dejes mucho tiempo a solas con ella».
Charles se dio la vuelta rápidamente cuando la puerta se cerró.
—Una mujer extremadamente interesante —dijo.
—Muy guapa —dije yo.
—¿Lo es? No lo noté. Su mente, su espíritu, eso es lo que me intriga. ¿Qué es ella? ¿Qué hay detrás? ¿Por qué Fungus se fue tan repentinamente? Extraño también que encuentre la atmósfera de la casa del guarda tan tranquila. ¡Los antiguos inquilinos, si no recuerdo mal, no la encontraron tan acogedora!
—¿Cómo lo explicas? —pregunté.
—Puede haber varias explicaciones. Se podría decir que los antiguos inquilinos eran personas fantasiosas e imaginativas, y que la inquilina actual es una mujer sensata y práctica. Ciertamente, parece serlo.
—O… —sugerí.
Se rio.
—Bueno, también se podría decir… ten en cuenta que no lo digo yo, pero también se podría decir que los inquilinos espirituales de la casa encuentran a la señora Acres una compañera afín, y quieren retenerla. Así que se mantienen tranquilos, ¡y no perturban los nervios de la cocinera!
De alguna manera, esa respuesta me conmocionó y exasperó.
—¿A qué te refieres? —pregunté—. El inquilino espiritual de la casa, supongo, es el hombre que traicionó a su hermano y se ahorcó. ¿Por qué iba a encontrar en una mujer encantadora como la señora Acres una compañera afín?
Charles se levantó enérgicamente. Por lo general, se muestra más que dispuesto a discutir sobre tales temas, pero esa noche parecía no sentir tal inclinación.
—¿No nos dijo Madge que no tardáramos mucho? —preguntó—. Sabes lo que me ocurre si empiezo con esos temas, Tony, así que no me des la oportunidad.
—Pero ¿por qué dijiste eso? —insistí.
—Porque estaba diciendo tonterías. Me conoces lo suficientemente bien como para saber que soy un criminal reincidente en ese aspecto.
Resultó extraño descubrir que tanto la primera impresión que Madge tuvo de la señora Acres, como el sentimiento que tan rápidamente la siguió, eran respaldados por aquellos que, durante las dos semanas siguientes, cumplieron con su obligación como vecinos de la recién llegada. Todos alababan su encanto, su ingenio amable, su buena apariencia, sus hermosos vestidos, y mientras este Lobgesang estaba en pleno coro, de repente se apagaba, y descendía hasta un silencio incómodo, que de alguna manera era más elocuente que todo el discurso apreciativo. Ocurrieron extraños e inexplicables incidentes, que se fueron susurrando de boca en boca hasta convertirse en algo de dominio público. El mismo miedo que Fungus había mostrado fue exhibido por otro perro. Un caso parecido ocurrió cuando ella correspondió a la visita de la mujer de nuestro párroco. La señora Dowlett tenía una jaula de canarios en la ventana de su sala de estar. Estas aves manifestaron síntomas de un miedo extremo cuando la señora Acres entró en la habitación, golpeándose contra los alambres de su jaula y emitiendo sonidos de alarma… Inspiraba algún tipo de miedo inexplicable, sobre el cual nosotros, como seres humanos entrenados y civilizados, teníamos control, de modo que nos comportábamos correctamente. Pero los animales, sin esa restricción, cedían por completo, tal y como lo había hecho Fungus.
La señora Acres entretenía; ofrecía encantadoras y pequeñas cenas para ocho personas, con un par de mesas de bridge a continuación, pero sobre esas noches colgaba una especie de oscuridad y decadencia. Sin duda, la siniestra historia del salón contribuía a ello.
Este extraño y secreto terror que ella inspiraba, del cual, como durante esa primera noche en mi casa, parecía no ser consciente, difería ampliamente en grado. La mayoría, como yo, éramos conscientes de ello, pero solo de manera muy remota, y nos encontrábamos en la casa del guarda comportándonos como de costumbre, aunque con esa incomodidad en segundo plano. Pero para algunas personas, y sobre todo para Madge, se convirtió en una especie de obsesión. Ella hizo todo lo posible por combatirlo; su voluntad estaba completamente en contra, pero esa lucha parecía darle poder sobre ella. La parte patética y lamentable era que la señora Acres le había cogido un tremendo afecto desde el principio, y solía pasarse a menudo, llamando primero a Madge a través de la ventana, con esa agradable y serena voz suya, para advertirle a Fungus que se acercaba la mujer odiada.
Luego llegó un día en que Madge y yo fuimos invitados a una fiesta en la casa del guarda, justo en la víspera de Navidad. Esta iba a ser la última de las hospitalidades de la señora Acres por el momento, ya que inmediatamente después se iba un par de meses a Egipto. Entonces, con esta idea por delante, Madge aceptó la invitación casi con alegría. Pero, cuando llegó la noche, sufrió un ataque tan violento de náuseas y temblores que no pudo cumplir su compromiso. Su médico no pudo encontrar ningún problema físico que explicara esto: parecía que lo causaba la anticipación de su noche a solas, y ahí teníamos la culminación de su rechazo a nuestra amable y agradable vecina. Solo pudo decirme que sus sensaciones, mientras comenzaba a vestirse para la fiesta, eran como las de ese momento del sueño en el que, en alguna parte del adormecido cerebro, la pesadilla está madurando. Algo independiente de su voluntad se rebelaba contra lo que le esperaba…
La primavera había comenzado a extenderse en el regazo del invierno cuando se levantó nuevamente el telón de este drama velado de fuerzas apenas comprendidas y conjeturadas entre temblores; pero, entonces, la pesadilla maduró rápidamente y a plena luz del día. Y esto es lo que sucedió.
Charles Alington había vuelto para quedarse con nosotros cinco días antes de Semana Santa, y expresó su chistosa decepción al descubrir que el objeto de su curiosidad seguía ausente de la casa del guarda. La mañana del sábado antes de Semana Santa llegó muy tarde al desayuno, y Madge ya se había ido. Toqué para que me trajeran una tetera nueva y, mientras esta llegaba, él cogió el Times.
—Solo leo la primera página —dijo—. El resto está demasiado atiborrado de simplón aburrimiento materialista: política, deportes, el mercado financiero…
Se detuvo y me pasó el periódico.
—Aquí, donde estoy señalando —dijo—. Entre las defunciones. La primera.
Lo que leí fue esto:
ACRES, BERTHA. Falleció en el mar, la noche del jueves 30 de marzo, y por su propia solicitud fue enterrada en el mar. (Recibido por radio desde el vapor P. & O. Peshawar).
Extendió la mano para tomar el periódico de nuevo y pasó las hojas.
—El Peshawar —dijo— llegó a Tilbury ayer por la tarde. El entierro debe haber tenido lugar en algún lugar del Canal de la Mancha.
La tarde del Domingo de Pascua, Madge y yo salimos en automóvil hacia el campo de golf, que se encontraba a cinco kilómetros de distancia. Ella se propuso dar un paseo por la playa, justo al otro lado de las dunas, mientras yo jugaba mi ronda, y regresar al club para tomar el té dos horas más tarde. Era un día radiante de primavera: un cálido viento del suroeste empujaba nubes blancas a través del cielo, y sus sombras se deslizaban alegremente sobre las dunas. Le habíamos contado lo de la muerte de la señora Acres y, desde ese momento, algo oscuro y vago, que había estado flotando en su mente desde el otoño, parecía haberse unido a la procesión de sombras de nubes y dejarla sola bajo la luz del sol. Nos separamos en la puerta del club y ella comenzó su caminata.
Media hora después, mientras mi compañero y yo estábamos esperando en el quinto tee, donde la carretera cruza los campos de golf, a que la pareja que iba delante de nosotros se moviese, un empleado del club, que iba en bicicleta por la carretera, nos vio y, saltando de su bicicleta, se dirigió hacia donde estábamos.
—Lo están buscando en el club, señor —me dijo—. La señora Carford estaba caminando por la orilla y encontró algo arrojado por la marea. Un cuerpo, señor. Estaba en un saco, pero el saco estaba roto y ella pudo ver… la ha perturbado enormemente, señor. Pensamos que sería mejor que viniera usted.
Tomé la bicicleta del muchacho y regresé al club lo más rápido que pude. Estaba seguro de saber lo que Madge había encontrado y, sabiéndolo, me di cuenta del impacto… Cinco minutos después, ella me estaba contando su historia entre sollozos y susurros.
—La marea estaba bajando —dijo—, y caminaba a lo largo de la marca de la pleamar… Había conchas bonitas, las estaba recogiendo… Y entonces lo vi delante de mí, solo un bulto sin forma, solo un saco… y luego, cuando me acerqué, tomó forma; había rodillas y codos. Se movió, rodó y, donde estaba la cabeza, el saco estaba roto y vi su rostro. Tenía los ojos abiertos, Tony, y hui… Todo el tiempo sentí que estaba rodando detrás de mí. ¡Oh, Tony! está muerta, ¿verdad? ¿No volverá a la casa del guarda? ¿Me lo prometes?… ¡Hay algo espantoso!… Me pregunto si lo puedo adivinar. El mar la devuelve. El mar no permite que descanse en él…
Ya se había telefoneado a Tarleton para dar la noticia del hallazgo, y, poco después, llegó un grupo de cuatro hombres con una camilla. No había duda sobre la identidad del cuerpo, pues, aunque había estado en el agua durante tres días, no mostraba signos de corrupción. Los pesos con los que había sido enterrada se habían desprendido de alguna forma, y por un extraño capricho había sido arrojada a la orilla más cercana a su hogar. Esa noche la pasó en la morgue, y la autopsia se llevó a cabo al día siguiente, a pesar de que era un día festivo. Luego, fue llevada a la casa del guarda y se colocó en un ataúd. Permanecería en el salón para el funeral del día siguiente.
Madge, después de esa única explosión histérica, se había recuperado por completo, y el lunes por la noche confeccionó una pequeña corona de flores de primavera, que el calor temprano había hecho florecer en el jardín, y yo la llevé a la casa del guarda. A pesar de que la noticia de la muerte de la señora Acres, y el posterior hallazgo del cuerpo, se había difundido ampliamente, no hubo respuesta de familiares ni amigos, y mientras colocaban la solitaria corona en el ataúd, una sensación de la completa soledad de lo que yacía en su interior se apoderó de mí y me envolvió. Y luego, ante mis ojos, ocurrió no menos que un portento. Apenas las flores recién recogidas se colocaron en el ataúd, comenzaron a marchitarse. Los tallos de los narcisos se doblaron y sus brillantes cálices se cerraron; el aroma de los alhelíes desapareció y se marchitaron mientras yo los observaba… ¿Qué significaba aquello, que incluso los pétalos de la primavera se encogían y se encontraban moribundos?
No le conté nada de esto a Madge, y ella, como si fuera presa de algún remordimiento, estaba decidida a estar presente al día siguiente en el funeral. No había llegado ningún amigo ni familiar, y no vino ningún miembro del servicio de la casa del guarda. Permanecieron en el pórtico cuando el ataúd salió de la casa, y antes de que se colocara en el coche fúnebre ya se habían retirado y cerrado la puerta. Así que, en el cementerio, en la colina sobre Tarleton, Madge, su hermano y yo éramos los únicos dolientes.
La tarde estaba densamente nublada, aunque no llovía, y fue con nubes espesas en lo alto, y una bruma marina deslizándose entre las tumbas, que, después del servicio en la capilla del cementerio, llegamos al lugar de entierro. Y entonces… apenas puedo escribir sobre ello… Cuando llegó el momento de bajar el ataúd a la tumba, se descubrió que, debido a alguna medición defectuosa, no podía descender, ya que la excavación no era lo suficientemente larga para contenerlo.
Madge estaba de pie cerca de nosotros y, en ese momento, la escuché sollozar.
—Y la amable tierra no la recibirá —susurró.
Hubo un terrible retraso: los sepultureros tuvieron que venir nuevamente, y mientras tanto comenzó a caer una lluvia espesa y tibia. Por alguna razón —tal vez algún tentáculo externo de la obsesión de Madge me había atrapado— sentí que debía asegurarme de que el polvo regresaba al polvo, pero no podía permitir que Madge estuviera esperando. Entonces, durante esta miserable pausa, hice que Charles la llevara a casa y yo me quedé.
Pico y pala seguían ocupados, y pronto el lugar de descanso estuvo listo. El interrumpido servicio continuó, la pequeña cantidad de tierra mojada se arrojó sobre la tapa del ataúd y, cuando todo hubo terminado, dejé el cementerio, aun sintiendo, sin saber por qué, que aquello no había terminado. Algo de inquietud y falta de certeza me poseía, y, en lugar de ir a casa, me aventuré por el paisaje boscoso y ondulado de tierra adentro, con la intención de alejar esos terrores que aleteaban alrededor. La lluvia había cesado y un sol borroso penetraba la bruma marina que aún cubría los campos y los bosques, y durante media hora, moviéndome rápidamente, traté de despejar mi mente de esa convicción fantástica que la había atrapado. Me negué a mirar directamente esa convicción, diciéndome a mí mismo cuán fantástica e irracional era. Pero cada vez que extendía la mano para sofocarla, venía el eco de las palabras de Madge: «El mar no la aceptará; la amable tierra amable no la recibirá». Y si podía cerrar los ojos a eso, venía algún recuerdo del día en que murió, y de fragmentos medio olvidados de la supersticiosa creencia de Charles en la reencarnación. Todo el asunto, aunque sus partes componentes fueran increíbles, se mantenía unido con una terrible tenacidad.
Poco después comenzó la lluvia de nuevo y me volví, con la intención de tomar el camino principal hacia Tarleton, que trazaba una amplia curva a unos kilómetros de distancia del cementerio. Pero a medida que me aproximaba al camino que, al tomar la ruta más directa, pasa cerca del cementerio y te conduce por una pendiente más empinada y corta hacia el pueblo, sentí un irresistible impulso a tomarlo. Me decía a mí mismo, por supuesto, que quería hacer mi caminata bajo la lluvia lo más corta posible; pero en el fondo de mi mente había una necesidad medio consciente, pero no por eso menos imperativa, de saber, por evidencia visual, que la tumba junto a la cual había estado esa tarde había sido rellenada, y que el cuerpo de la señora Acres yacía tranquilo bajo la tierra. Mi camino sería aún más corto si atravesara el cementerio, así que pronto me encontré buscando en la penumbra la traba de la puerta, y la cerré detrás de mí. La lluvia estaba cayendo ahora gruesa y sordamente, y en el crepúsculo borroso, me abrí camino entre los montículos, resbalando en la hierba mojada, y allí, delante de mí, estaba la tierra recién removida. Todo había terminado: los sepultureros habían hecho su trabajo y se habían marchado, y el polvo había vuelto al polvo. Me produjo un gran alivio saberlo, y estaba a punto de alejarme cuando un sonido de agitación en la tierra amontonada captó mi oído, y vi un pequeño arroyo de guijarros mezclados con arcilla que goteaba por el lado del montículo sobre la tumba: la fuerte lluvia, sin duda, había aflojado la tierra. Y luego vino otro y otro más, y con el terror apretándome el corazón, percibí que aquello no era aflojar desde afuera, sino desde dentro, porque, a derecha e izquierda, la tierra apilada se desmoronaba con la presión de algo que venía desde abajo. Cada vez más rápido se derramaba de la tumba y, cada vez más alto, en la cabeza, se elevaba un montículo de tierra empujado hacia arriba desde abajo. En algún lugar fuera de la vista se escuchó un sonido como de madera crujiendo y rompiéndose, y luego, a través de ese montículo de tierra, sobresalió el extremo del ataúd. La tapa estaba destrozada: pedazos sueltos de tablones cayeron de ella, y desde el interior de la cavidad me miraba un rostro blanco y unos ojos desmesurados. Todo esto lo vi mientras un pánico absoluto me mantenía inmóvil; luego, supongo, llegó el punto de quiebre, y con un pánico tan profundo como nunca antes había sentido, me encontré tropezando entre las tumbas y corriendo hacia las amigables luces humanas del pueblo de allá abajo.
Acudí al párroco que había oficiado el servicio esa tarde con mi increíble relato, y una hora después él, Charles Alington y dos o tres hombres de la funeraria estaban en el lugar. Encontraron el ataúd completamente desenterrado, tirado en el suelo junto a la tumba, que ahora estaba tres cuartas partes llena de la tierra que había vuelto a caer en ella. Después de lo sucedido, se decidió no hacer más intentos por enterrarlo; y al día siguiente el cuerpo fue cremado.
Ahora bien, queda en manos de cualquiera que lea este relato rechazar por completo el incidente de la aparición del ataúd, y explicar los otros extraños acontecimientos mediante la cómoda teoría de la coincidencia. Ciertamente, puede satisfacerse que una tal Bertha Acres murió en el mar el jueves antes de Semana Santa y fue enterrada en el agua: no hay nada extraordinario en eso. Tampoco es en absoluto imposible que los pesos se deslizaran del sudario de lona y que el cuerpo fuera arrastrado a la costa cerca de Tarleton (¿por qué no Tarleton, en lugar de cualquier otra ciudad costera?); y no hay nada intrínsecamente significativo en el hecho de que la tumba, tal como se excavó originalmente, no fuera lo suficientemente grande como para recibir el ataúd. Que todos estos incidentes hayan ocurrido con el cuerpo de un mismo individuo es extraño, pero esa es la naturaleza de la coincidencia: que es extraña. Forman una sorprendente serie de hechos llamativos, pero, a menos que las coincidencias sean sorprendentes, pasan desapercibidas por completo. Así que, si se rechaza el último incidente aquí registrado, o se explica por alguna perturbación local, un terremoto o la rotura de un resorte justo debajo de la tumba, puedes reclinarte cómodamente en el cojín de la coincidencia…
En lo que a mí respecta, no ofrezco ninguna explicación de estos eventos, aunque mi cuñado presentó una con la que él mismo está perfectamente satisfecho. Hace poco me envió, con considerable regocijo, una copia de algunos extractos de un tratado medieval sobre la reencarnación que sustentan suficientemente su teoría. La obra original estaba en latín, el cual, desconfiando de mi erudición, tuvo la amabilidad de traducir para mí. Transcribo sus citas exactamente como él me las envió.
«Tenemos estos ciertos ejemplos de su reencarnación. En uno, su espíritu fue encarnado en el cuerpo de un hombre; en el otro, en el de una mujer, de aspecto agradable por fuera y de conversación agradable, pero temida y evitada por quienes tenían un trato más que casual con ella… Se dice que ella murió en el aniversario del día en que él se ahorcó, después de la traición, pero de esto no tengo información verídica. Lo que es seguro es que, cuando llegó el momento de su entierro, la amable tierra no quiso recibirla, y aunque la tumba fue bien cavada, y profunda, la vomitó nuevamente… Del hombre en cuyo maldito espíritu se reencarnó se dice que, estando de viaje cuando murió, lo arrojaron por la borda con pesos para hundirlo; pero el mar no le permitiría descansar en su seno, sino que le soltó los pesos y lo arrojó nuevamente a la costa… Sin embargo, cuando llegue el tiempo completo de su expiación, y su pecado mortal sea perdonado, el cuerpo físico, que es el maldito receptáculo de su espíritu, será finalmente purgado con fuego, y así él, en la infinita misericordia del Todopoderoso, descansará y no vagará más».