La tentación del mar
—¿Sabes algo sobre estigmas? —dijo mi interlocutor.
En aquellas circunstancias, resultó una pregunta bastante inesperada. Había sido incapaz de rechazar una invitación para pasar la tarde con un antiguo compañero de estudios que, desde la guerra, había ocupado el poco inspirador cargo de director médico de una humilde institución de la beneficencia —puesto para el cual, a mi juicio, estaba admirablemente capacitado—, y ahora me encontraba frente a él, al otro lado de una mesa no muy elegante, en sus alojamientos ubicados en una gran fortaleza de ladrillo rojo oscuro que se alzaba sobre los grises y sórdidos terrenos que conforman el sur de Londres.
Me sorprendió tanto que tuvo que repetirla antes de que la respondiera.
—¿Sabes algo sobre estigmas? ¿Estigmas histéricos? —dijo de nuevo.
—He visto tumores simulados —dije—, son bastante comunes, pero nunca he visto heridas reales en la carne, como se suponía que tenían los santos.
—¿A qué las atribuyes? —preguntó mi compañero.
—Autosugestión —respondí—. Una imaginación tan vívida que afecta realmente a los tejidos del cuerpo.
—Tengo un caso que me gustaría mostrarte —dijo—. Un caso muy curioso. Creo que son estigmas histéricos; no puedo explicarlos de otra manera. Una chica fue traída aquí hace un par de días por una herida de bala en el hombro. Vino para que le quitaran la bala, pero no dio ninguna explicación de cómo había sufrido la lesión. La admitimos, pero no pudimos ver ninguna bala, lo que resultó bastante desconcertante. Estaba en un estado de semiestupor, el cual naturalmente atribuimos a la pérdida de sangre, y la mantuvimos aquí. Por supuesto, no hay nada raro en todo eso, salvo nuestro fracaso en localizar la bala, pero esas cosas suceden incluso con los mejores equipos, y el nuestro está lejos de serlo. Pero aquí llega la parte extraña del caso. Anoche, entre las once y las doce, estaba aquí, sentado tranquilamente, cuando escuché un grito; por supuesto, tampoco hay nada de raro en eso estando en este distrito. Pero, al cabo de un minuto o dos, me llamaron por teléfono para decirme que me necesitaban en sala, y bajé para encontrarme a esta chica con otra herida de bala. Nadie había oído el disparo, todas las ventanas estaban intactas, había una enfermera a tres metros de ella. Le hicimos una radiografía y de nuevo fracasamos en el intento de encontrar la bala, sin embargo había un agujero limpio de perforación en el hombro y, lo más extraño de todo, nunca salió ni una gota de sangre. ¿Qué opinas de todo esto?
—Si estás seguro de que no hay un elemento externo en juego, entonces la única hipótesis posible es la del elemento interno. ¿Es una persona propensa a la histeria?
—Definitivamente. Parece salida de uno de los cuadros de Burne Jones. Además, todas las noches ha estado sumida en una especie de estupor que dura algo más de una hora. Fue mientras se encontraba en este estado que apareció la segunda herida. ¿Te gustaría venir y echarle un vistazo? Me gustaría tener tu opinión. Sé que te has interesado en el psicoanálisis y en todo tipo de cosas que quedan más allá de mi comprensión.
Lo acompañé a las salas de la institución y allí, en una de las rudas camas de la enfermería, encontramos a una chica que, acostada sobre una áspera almohada, con los ojos cerrados y los labios entreabiertos, era un exacto reflejo de la Beata Beatrix de la visión de Rossetti, salvo que el cabello color miel fluía sobre la almohada como algas marinas. Al abrir los ojos por nuestra presencia, aprecié que eran verdes como el agua del mar vista desde una roca.
Todo estaba tranquilo en la sala, ya que los pacientes de la enfermería se van temprano a dormir, y mi amigo le hizo señas a la enfermera para que pusiera pantallas alrededor de la cama de forma que pudiéramos examinar a nuestra paciente sin molestar. Era tal y como él había descrito: dos evidentes heridas de bala, una más reciente que la otra, y, por su posición y proximidad, deduje que habían sido infligidas con la intención de inutilizar, pero no de matar. De hecho, había sido hábilmente alcanzada por un tirador experto. Únicamente las circunstancias del segundo disparo eran las que revestían de interés al caso, más allá de lo meramente criminal.
Me senté en una silla junto a la cama y comencé a hablarle, tratando de ganarme su confianza. Ella me miraba de manera somnolienta, con sus extraños ojos verdes como el mar, y respondía a mis preguntas con suficiente facilidad. Parecía extrañamente distante, indiferente a nuestra opinión sobre ella, como si viviera en un lejano mundo propio, sobre el cual estaba dispuesta a hablar con cualquiera que estuviera interesado.
—¿Sueñas mucho? —dije, comenzando con la pregunta habitual.
Esto pareció despertar su interés.
—Oh, sí —respondió—, sueño muchísimo. Siempre he soñado, desde que puedo recordar. Creo que mis sueños son la parte más real de mi vida, y la mejor —agregó con una sonrisa—, así que, ¿por qué no habría de hacerlo?
—Tus sueños parecen haberte conducido a un peligro reciente —respondí, lanzando un dardo al azar.
Me miró agudamente, como si quisiera saber cuánto sabía, y luego dijo, pensativamente:
—Sí, no debo volver allí. Pero supongo que, de todos modos, lo haré —añadió con una sonrisa traviesa.
—¿Puedes ir a donde quieras en tus sueños? —pregunté.
—A veces —respondió, y estaba a punto de decir algo más cuando vio el rostro perplejo de mi compañero, y las palabras murieron en sus labios. Vi que ella era lo que Taverner habría llamado «Una de los Nuestros» y mi interés se agitó. Sentí pena por ver a aquella refinada y artística chica en ese sórdido entorno, sus grandes y brillantes ojos observando como los de una criatura enjaulada tras rejas, y dije:
—¿En qué trabajas?
—Trabajo en una tienda —respondió; una sonrisa curvó las comisuras de sus labios—. En una mercería, para ser precisa. —Sus palabras y sus modos estaban tan en discordancia con su descripción de sí misma que me intrigó aún más.
—¿Dónde irás cuando salgas de aquí? —pregunté.
Miró con agotamiento hacia la distancia, la pequeña sonrisa todavía rondando en su boca.
—De vuelta a mis sueños, supongo —respondió—. No creo que encuentre ningún otro lugar al que ir.
Conocía bien la generosidad de Taverner con los casos de necesidad, especialmente si eran «de su propia condición», y estaba seguro de que estaría interesado tanto en la personalidad de la chica como en sus peculiares lesiones. Entonces dije:
—¿Qué te parecería ir a una residencia clínica en Hindhead cuando salgas de aquí?
Ella me miró en silencio por un momento, con sus extraños y relucientes ojos.
—¿Hindhead? —preguntó—. ¿Qué clase de lugar es ese?
—Es un páramo —respondí—. Brezo y pinos; ya sabes, muy vigorizante.
—¡Oh, si tan solo pudiera ser el mar! —exclamó con anhelo—. Una costa rocosa, lejos de cualquier lugar, donde lleguen las olas del Atlántico y las aves marinas canten y vuelen. ¡Si tan solo pudiera ser el mar, me recuperaría! Los páramos no son lugar para mí, es el mar lo que necesito, me da la vida.
Se detuvo abruptamente, como si temiera haber dicho demasiado, y luego agregó:
—Por favor, no pienses que soy ingrata, descansar y un cambio de aires serían de gran ayuda. Sí, estaría muy agradecida si me admitieran en esa clínica… —Su voz se desvaneció en silencio y sus ojos, que se parecían más que nunca a las aguas profundas del mar, miraron sin ver hacia una lejanía donde no tengo duda de que revoloteaban y cantaban las gaviotas, y las olas del Atlántico llegaban desde el Oeste.
—Se ha ido de nuevo —dijo mi anfitrión—. Aparentemente, es su momento habitual para entrar en ese estado de coma.
Mientras la observábamos, tomó una profunda inspiración y luego todo su aliento cesó. Cesó durante tanto tiempo que, aunque el pulso continuaba vigorosamente, estuve a punto de sugerir la respiración artificial; entonces, con una profunda exhalación, los pulmones reanudaron su trabajo con profundos y rítmicos jadeos. Bien, si observas atentamente la respiración de una persona, invariablemente empezarás a respirar también al mismo ritmo. Por eso pronto me encontré siguiendo el suyo, el cual, si bien era muy peculiar, no me era desconocido. Había respirado de esa forma antes, y busqué en mi mente subconsciente la razón. De repente la encontré. Era la respiración con la que se enfrenta el agua agitada. Sin duda, la interrupción de la respiración representaba el momento de bucear. La chica estaba soñando con su mar.
Tan absorto estaba en el problema que habría permanecido despierto toda la noche con la esperanza de encontrar alguna pista del misterioso agresor, pero mi anfitrión me tiró de la manga.
—Será mejor que nos movamos —dijo—. La enfermera, ya sabes. —Y lo seguí fuera de la oscura sala.
—¿Qué opinas? —preguntó ansioso tan pronto como estuvimos en el pasillo.
—Pienso como tú —respondí—, que estamos tratando con un caso de estigmas, pero requerirá más investigación de la que podría hacerse esta noche; me gustaría seguir en contacto con ella si te parece bien.
Él estaba más que dispuesto; ya se veía a sí mismo saliendo en The Lancet, siendo agasajado con esa clase de dudosa gloria que recae sobre los descubridores de rarezas y curiosidades. Suponía un bendito cambio para la monotonía de su rutina y, naturalmente, lo recibió con satisfacción.
Ahora bien, lo que sigue a continuación sin duda se considerará como la más grosera de las coincidencias, y como es habitual encontrar coincidencias similares en crónicas de este tipo, supongo que de todos modos no se me otorgará mucha credibilidad. Pero lo cierto es que Taverner siempre sostenía que algunas coincidencias, especialmente aquellas que podían concebirse como parte del propósito de una Providencia inteligente, no eran tan fortuitas como parecían ser, sino que se debían a causas que operaban invisiblemente en los planos más sutiles de la existencia, cuyos efectos era lo único que percibíamos en nuestro mundo material; y que aquellos de nosotros que estamos en contacto con lo invisible (pues yo, aunque en menor medida, también lo estaba, debido a mi asociación con él y con su trabajo) podemos introducirnos en las corrientes ocultas de ese reino y, de tal manera, entrar en contacto con aquellos que se dedican a actividades similares. Ya le había visto demasiadas veces recoger a personas aparentemente al azar, para después llegar al momento psicológico en cuestión también aparentemente por casualidad, como para dudar de que ciertamente operaran las leyes que él describía, aunque no comprendiera su funcionamiento ni las reconociera en ese instante; solo es en retrospectiva que uno ve a la Mano Invisible.
Por lo tanto, cuando, al regresar a Hindhead, Taverner me pidió que llevara a cabo cierta tarea, concluí que debía dejar de lado mis planes con respecto al caso de los estigmas, y desterrar el asunto de mi mente.
—Rhodes —dijo—, quiero que hagas una cosa para mí. Iría yo, pero me resulta extremadamente difícil ausentarme, y ya conoces lo suficiente de mis métodos, combinados con tu natural sentido común (en el cual confío más que en el psiquismo de muchas personas), como para poder informarme del asunto y, posiblemente, tratarlo bajo mi dirección.
Me entregó una carta. Estaba dirigida a «La atención de G.H. Frater» y comenzaba sin ningún preámbulo adicional: «Ha ocurrido lo que me advertiste. De hecho, ha ido más allá de mi alcance y, a menos que puedas sacarme de ahí, acabaré ahogado, literal y metafóricamente. No puedo alejarme de aquí e ir a verte; ¿puedes acudir tú a mí?», y una cita de Virgilio, que poco parecía tener que ver con el tema, cerraba la solicitud.
Percibiendo una aventura, accedí de buena gana.
Fue un largo viaje el que tuve que emprender, y cuando el tren se detuvo en su destino, bajo el gris crepúsculo de una tarde de invierno, pude oler el penetrante aroma salino en el viento que soplaba directamente desde el oeste. Para mí siempre hay algo emocionante en ese primer vistazo del mar que uno tiene cuando llega a un lugar de costa, y mi mente voló hacia esa otra alma solitaria que amaba el agua azul, la chica con el rostro de Rossetti, que yacía en la áspera cama de la enfermería, en el desolador desierto del sur de Londres.
Ella estaba vívidamente presente en mi mente mientras entraba en el anticuado coche de caballos, que era todo lo que la estación podía ofrecer en temporada baja, y era conducido por calles desiertas y barridas por el viento hacia el paseo marítimo. La línea de rompientes se veía gris a través de la creciente oscuridad, y fuimos dejando atrás el asfalto y las casas de huéspedes para seguir la carretera costera hacia las llanuras aluviales más allá de la ciudad. Pronto la carretera comenzó a ascender hacia los acantilados, y pude oír al caballo resollar con el esfuerzo de la subida, hasta que un saludo desde la oscuridad detuvo nuestro avance; una figura vestida con una capa Inverness apareció a la luz de las lámparas del carruaje, y una voz, que tenía ese algo indefinible que Oxford siempre otorga a un hombre, me saludó por mi nombre y me invitó a bajar.
Aunque no podía ver rastro alguno de civilización, hice lo que se me indicó, y el cochero, maniobrando el vehículo, se marchó hacia la oscuridad ventosa y me dejó solo con mi anfitrión invisible. Él se apoderó de mi bolsa y nos dirigimos directamente hacia el borde del acantilado, según pude distinguir, resistiendo contra el embate del viento. Un oleaje invisible rugía y bramaba bajo nosotros, y me pareció que morir ahogados era lo que ese día se había programado para ambos.
Sin embargo, al poco sentí camino bajo mis pies.
—Manténgase cerca de la roca —gritó mi guía (al día siguiente supe por qué), y descendimos por la cara del acantilado. Continuamos de esta manera durante lo que me pareció una inmensa distancia (más tarde descubrí que eran aproximadamente unos 400 metros), y luego, para mi asombro, escuché el clic de un pestillo. Estaba demasiado oscuro para ver nada, pero el aire cálido me golpeó en la cara, y supe que estaba bajo techo. Escuché a mi anfitrión buscar una caja de cerillas y, cuando la luz parpadeó, vi que estaba en una habitación de buen tamaño, aparentemente tallada en la roca del acantilado, y que resultaba ser un más que cómodo apartamento. Lleno de libros, con cálidas cortinas, alfombras persas en el suelo de piedra lisa y un fuego de madera flotante ardiendo en la chimenea, el cual pronto fue avivado por el pie de mi acompañante. El asombroso contraste con la sombría y peligrosa llegada me dejó sin aliento.
Mi anfitrión sonrió.
—Me temo —dijo— que habrá estado pensando que lo iban a asesinar. Debería haberle explicado la naturaleza de mi morada. Estoy tan acostumbrado a ella que no caigo en que puede parecer extraña a los demás. Es un antiguo refugio de contrabandistas que he adaptado para mi uso, y al estar cavado en la roca viva tiene peculiares ventajas para el trabajo en el que estoy involucrado.
Nos sentamos a la mesa servida y ahí tuve la oportunidad de estudiar la apariencia de mi anfitrión. No pude decir si era un hombre mayor que había conservado su juventud o un hombre joven envejecido prematuramente, pero la madurez de su mente era tal que me incliné por la primera hipótesis, ya que una amplia experiencia con la vida debía haber contribuido a madurar una naturaleza como la suya.
Su rostro tenía algo de abogado, pero sus manos eran de artista. Era una combinación que había visto antes, y varias veces, en los amigos de Taverner, ya que el intelectual con un toque de místico acaba generalmente en el ocultismo. Su cabello era casi blanco, en extraño contraste con su rostro bronceado por el viento, y sus ojos oscuros y brillantes. Su figura era delgada y atlética, y bastante alta, pero sus movimientos no tenían la facilidad de la juventud, sino más bien la dignidad medida de un hombre acostumbrado a apariciones públicas. Era una personalidad interesante e impresionante, pero no mostraba ninguno de los signos de angustia que su carta me había hecho esperar.
Después de los cigarros posteriores a la cena, pronto llegamos a las confidencias, y tras sentarnos un rato en el cálido silencio iluminado por el fuego, mi anfitrión pareció reunir coraje; después de cruzar y descruzar las piernas varias veces inquieto, dijo finalmente:
—Bien, doctor, esta visita es por negocios, no por placer, así que más vale que vayamos al grano. Supongo que en este momento parezco lo suficientemente cuerdo a sus ojos, ¿correcto?
Asentí con la cabeza.
—A las once en punto tendrá el placer de verme perder la cabeza.
—¿Puede decirme qué está experimentando? —dije.
—No es uno de los Nuestros —respondió (probablemente yo no había respondido a alguna señal)—, pero debe gozar de la confianza de Taverner, o él no le habría enviado. Voy a hablar libremente con usted. Está dispuesto a admitir, supongo, que hay más en el cielo y en la tierra de lo que enseñan en las escuelas de medicina.
—Nadie puede mirar honestamente a la cara de la vida sin admitir eso —respondí—. Tengo respeto por lo invisible, aunque no pretendo entenderlo.
—Buen hombre —fue la respuesta—. Será más útil para mí que un hermano ocultista, que podría alentarme en mis ilusiones. Quiero hechos, no fantasías. Una vez que esté seguro de que estoy delirando, podré reponerme; es la incertidumbre lo que me desconcierta.
Miró su reloj; hizo una pausa y luego, con un esfuerzo, se lanzó in medias res.
—He estado estudiando las fuerzas elementales: supongo que sabe lo que eso significa. Las entidades semiinteligentes detrás de las fuerzas de la naturaleza. Las dividimos en cuatro clases: tierra, aire, fuego y agua. Ahora, yo soy de la tierra, terrenal.
Levanté las cejas en una pregunta muda, ya que su apariencia contradecía la descripción que daba de sí mismo.
Él sonrió.
—No dije de la carne, carnal. Eso es completamente diferente. Pero en mi horóscopo tengo cinco planetas en signos de tierra y, en consecuencia, mi naturaleza está relacionada con el lado formal de las cosas. Ahora, para contrarrestar esta situación, me propuse ponerme en contacto con el lado fluido de la naturaleza, el agua elemental. He logrado tal cosa. —Hizo una pausa e introdujo el tabaco en su pipa con un gesto nervioso—. Pero no solo he entrado en contacto con los elementales del agua, sino que ellos también han entrado en contacto conmigo. Uno en particular. —La pipa volvió a requerir su atención.
»Fue una experiencia extraordinaria, estimulante. Parecía que se me añadiera todo lo que me faltaba. Estaba completo, vital, en circuito con las fuerzas cósmicas. De hecho, obtuve todo lo que había buscado en el matrimonio y no pude encontrar. Pero, y aquí está el problema, la criatura que me llamó estaba en el agua, y en el agua era donde tenía que encontrarme con ella. Alrededor de este cabo las mareas corren como locas, ningún nadador podría resistirlas, incluso con tiempo calmado; pero de noche, y en mitad de una tormenta, que es cuando generalmente ella viene, supondría una muerte segura; pero ella me llama, y me ordena que vaya, y una de estas noches lo haré. Esa es mi angustia.
Se detuvo, pero pude ver por la expresión de su rostro que había más, así que guardé silencio.
Se inclinó y tomó un objeto del lado de la chimenea, el cual me entregó. Era un pequeño crisol y evidentemente se había utilizado para fundir plata.
—Se reirá cuando le diga para qué lo usé: para hacer balas de plata… balas de plata para disparar. —Se tapó la cara con las manos—. ¡Oh, Dios mío, intenté asesinarla! —Las compuertas de la emoción se abrieron, y vi sus hombros agitarse bajo esa marea.
»Pude verla mientras nadaba a la luz de la luna y, cuando su hombro se alzó con la brazada, disparé a esa curva blanca y redondeada, blanca como la espuma contra el agua negra. Y ella desapareció.
»Entonces pensé que había matado al ser que amaba. Habría dado cielo y tierra para traerla de vuelta y nadar contra la corriente de la marea, y ahogarme junto a ella. Estaba como loco; vagué por la orilla durante días, no podía comer ni dormir.
»Y entonces volvió, y supe que era mi vida o la suya, y yo, siendo de la tierra, me aferré a la vida de la forma, y disparé de nuevo. Y ahora estoy sumido en un tormento. La amo, la ansío, la llamo en lo invisible y, cuando viene a mí, la espero con un rifle.
Hizo una pausa abrupta y quedó rígido, mirando el centro del fuego moribundo, con su pipa vacía en la mano. Miré disimuladamente mi reloj y vi que las manecillas marcaban las once. Su hora había llegado.
Se levantó y, cruzando la habitación, apartó las cortinas del extremo opuesto, revelando una ventana con batientes. Al abrirla de par en par, se sentó en el umbral y miró fijamente la oscuridad exterior. Moviéndome suavemente, tomé mi lugar detrás de él, desde donde podía ver lo que ocurría afuera y estar listo para sujetarlo si fuera necesario.
Esperamos un rato; las nubes pasaban rápidamente sobre la luna, a veces dejando que su resplandor se derramara en un río plateado, pero más a menudo ocultando su rostro y dejándonos en la oscuridad rugiente y estruendosa de esa costa azotada por las olas.
Fue realmente una «ventana mágica abierta a la espuma de peligrosos mares, en tierras encantadas y desoladas»[1]. Nunca olvidaré aquella vigilia. Nada más que aguas revueltas hasta donde alcanzaba la vista, salpicadas de espuma bajo la luz de la luna allí donde los arrecifes estaban ocultos por la marea creciente, la cual giraba debajo de nosotros como la corriente de un molino. Los finos rasgos de mi compañero tenían la audacia y la inmovilidad de la estatua de un emperador romano, recortados contra el fondo plateado del mar.
No se movió, y podría haber estado esculpido en piedra hasta que vi un temblor recorrerlo, y supe que había encontrado lo que esperaba. Forcé la vista para ver qué era lo que había llamado su atención y, efectivamente, justo bajo el rastro de luz de la luna, algo estaba nadando. Se acercaba constante hacia nosotros a través de los arrecifes, el hombro blanco alzándose con cada brazada tal y como lo había descrito, más cerca, más cerca, hasta donde ningún ser viviente podría haber nadado en esa feroz corriente marina; y aun así, a menos de treinta metros de la base de los acantilados, pude distinguir la forma de una mujer con el cabello flotando como algas marinas.
El hombre en la ventana se inclinó hacia adelante, extendiendo los brazos en dirección a la nadadora, y yo, temiendo que perdiera el equilibrio, puse suavemente los míos alrededor de él, y lo atraje hacia atrás, a la habitación. Él parecía ajeno a mi presencia y cedía a la presión como si estuviera dormido; lo bajé suavemente al suelo, donde quedó inmóvil y en trance. Me incliné para sentir su pulso, y, mientras contaba los lentos latidos, escuché un sonido que me hizo contener la respiración y prestar atención. Parecía como si el mar se hubiera elevado y llenara la habitación, pero no el mar material, sino su espectro; el agua del mar, sombría e impalpable, fluía en olas hasta el techo mismo, y las criaturas marinas miraban desde afuera.
Entonces vi la forma de una mujer en la ventana. Brillando con su propia luminosidad, era claramente visible en la penumbra verde que semejaba el fondo del mar. El cabello flotaba como algas marinas, los hombros relucían como mármol, el rostro era el de una Beata Beatrix despertada de su sueño, y los ojos eran como agua de mar vista desde una roca, y allí, donde las balas de plata la habían herido, estaban las marcas.
Nos miramos a los ojos, y estoy convencido de que ella me vio tan claramente como yo la vi a ella, y que me reconoció, pues la misma tenue sonrisa que había visto antes flotaba en sus labios. Hablé como si estuviera dirigiéndome a un ser consciente.
—No intentes llevártelo de esta manera —dije— o lo matarás. Confía en mí, yo lo arreglaré. Lo explicaré todo.
Me miró con esos extraños ojos verde mar suyos, como si estuviera penetrando en mi alma; aparentemente satisfecha, se retiró, y la sombría agua del mar fluyó tras ella hasta que la habitación quedó vacía.
Recobré la conciencia para encontrar los ojos burlones de mi anfitrión fijos en mí, mientras estaba sentado en la silla fumando su pipa.
—Médico, ¡cúrese a sí mismo! —dijo.
Me levanté torpemente y me dejé caer en una silla, encendiendo un cigarrillo con dedos entumecidos. Unas bocanadas del humo calmante tranquilizaron mis nervios y me permitieron pensar.
—Bueno, doctor —dijo la voz de mi anfitrión con una burla suave—, ¿cuál es su diagnóstico?
Hice una pausa, porque me di cuenta de lo crítico que era lo que estaba a punto de hacer.
—Si le dijera que anoche estuve junto a la cama de la chica que vimos nadando allá afuera, y que tenía dos heridas de bala en el hombro, ¿qué diría?
Se inclinó hacia adelante, los labios entreabiertos, pero ningún sonido salió de ellos.
—Y si le dijera que las heridas de bala surgieron espontáneamente, sin ninguna intervención externa, y que el médico las considera estigmas histéricos, ¿cómo lo explicaría?
—¡Por Jove! —exclamó—. ¡Suena como un caso de resonancia! Me encontré con varios casos cuando estudiaba los Documentos Estatales de Escocia relacionados con los juicios de brujas del siglo XVI. A menudo se decía que las brujas podían proyectar el doble astral fuera del cuerpo físico y así aparecer a distancia. Tenía algo parecido en mente cuando hice las balas de plata. La gente del campo cree que solo con balas de plata se puede matar a una bruja. El plomo no tiene efecto sobre ellas. Pero entonces, ¿quiere decir que la ha visto realmente, en carne y hueso, a la mujer cuyo cuerpo astral vimos fuera, en el agua? ¡Dios mío, doctor, realmente esto queda fuera de mi alcance! En mi corazón jamás creí que las cosas que estaba estudiando fueran reales, pensé que se trataba solo de estados de conciencia.
—Pero ¿acaso los estados de conciencia no son reales?
—Sí, por supuesto, pero en su propio plano, eso es lo que enseña toda la ciencia oculta. Siempre pensé que eran completamente subjetivos, experiencias de la imaginación. Nunca se me ocurrió que alguien más pudiera compartirlos.
—Usted… bueno, ambos parecemos haber compartido los sueños de esta chica, pues ella escapa de su tediosa realidad imaginándose a sí misma nadando en el mar.
—Hábleme más sobre ella, ¿cómo es? ¿Dónde la conoció?
—Antes de responder a esa pregunta, ¿me dirá primero cuál es su motivo para hacerla? ¿Quieres deshacerse de ella? Porque si es así, probablemente puedo persuadirla para que le deje en paz.
—Quiero conocerla —fue la renuente respuesta—. Una vez quedé bastante malherido, y no he hablado con ninguna mujer en años, pero esto… parece ser diferente. Sí, me gustaría conocerla. Dígame, ¿quién es ella? ¿Cómo es? ¿Cuál es su nombre? ¿Cómo es su familia?
—Como has visto, tiene un aspecto muy inusual. Muchos no la considerarían hermosa, y otros se volverían locos por ella. Tiene unos veintitantos años. Inteligente, refinada, su voz es la de una mujer educada. Su nombre no lo sé, porque estaba acostada en una cama de la enfermería, y por lo tanto era solo un número. Tampoco sé quiénes son sus familiares. No me parece que tenga ninguno, porque deduje que estaba completamente desamparada. De profesión es dependienta en una tienda, específicamente de una mercería.
Durante la narración, el rostro de mi anfitrión cambió de una manera indefinible. Las mejillas se hundieron, los ojos perdieron su brillo, apagándose, y una red de arrugas surgió por toda la piel. De repente se había desgastado, envejecido, el rescoldo apagado de un hombre. Estaba desconcertado por este cambio aterrador hasta que sus palabras me dieron la clave.
—Creo —dijo con una voz que había perdido toda fuerza— que sería mejor que dejara el asunto. ¿Una dependienta, dice? No, sería muy inapropiado, muy imprudente. Nunca es conveniente casarse con alguien de otra clase. Yo… eh… No, no hablaremos más sobre este asunto. Debo reponerme. Ahora que entiendo en qué condición me encuentro, estoy seguro de que tengo la voluntad para volver a la normalidad. De hecho, siento que ya me ha curado. Estoy seguro de que nunca volveré a tener una recaída de este sueño, su poder sobre mí se ha roto. Si me concede el placer de su compañía solo por unos días más, hasta que sienta que mi salud está completamente restablecida, estaré bien. Pero no hablemos más del asunto; se lo ruego, doctor, no lo mencione, porque quiero desterrar toda esta experiencia de mi mente.
Mirándolo mientras se encogía en su silla, el destrozado y desvitalizado vestigio del hombre cuya presencia había admirado, me pareció que el remedio era peor que la enfermedad. Había roto, mediante el esfuerzo de su entrenada voluntad, la sutil compenetración magnética que lo unía a la chica, y, con esa ruptura, había desaparecido la fuente de su vitalidad.
—Pero vamos a ver —protesté—, ¿está seguro de que eso es lo correcto? La chica puede merecer la pena, incluso aunque tenga que trabajar para vivir. Si eso es tan significativo para usted, seguramente esté desperdiciando una oportunidad importante.
Como respuesta se levantó, salió en silencio de la habitación y cerró la puerta tras él, y yo supe que discutir sería completamente inútil. Estaba atrapado por sus limitaciones y no podía escapar de ellas hacia la libertad que es la vida. De la tierra, terrenal.
Escribí un relato completo con estos acontecimientos para Taverner y luego me dispuse a esperar sus instrucciones sobre cómo proceder. La situación era algo tensa. Mi anfitrión parecía un hombre cuya vida se había derrumbado a su alrededor. Día tras día, casi hora tras hora, parecía envejecer. Se sentaba en su habitación esculpida en la roca, rehusando moverse, y no fue sin gran dificultad que logré convencerlo para salir a dar un paseo diario por las suaves y largas playas que se extendían durante kilómetros cuando la marea se retiraba. Cuando el agua subía, no se acercaba a ella; parecía sentir horror ante el mar.
Pasaron dos días de esta manera sin noticias de Taverner, hasta que, a nuestro regreso del paseo matutino, encontramos un trozo de papel que había sido deslizado bajo la puerta de nuestra caverna. Era el aviso ordinario de la oficina de correos para notificarnos que se había recibido un telegrama en nuestra ausencia, y que ahora me esperaba en la oficina de correos. Sin lamentar un cambio en nuestra rutina, aunque un poco inquieto por mi paciente, me puse inmediatamente en camino hacia el pueblo, a unos cinco kilómetros de distancia, para recoger mi telegrama. Subí por el peligroso sendero tallado en la cara de la roca, y luego por la carretera junto al acantilado, pues, aunque era posible caminar hacia el pueblo siguiendo la playa, la marea estaba subiendo y no estaba claro si alcanzaría a rodear el promontorio antes de que la parte inferior del acantilado estuviera inundada; de todos modos, mi anfitrión pensaba que intentarlo era demasiado arriesgado para alguien que no conocía la zona.
Mientras caminaba por el césped que coronaba el promontorio, una emoción me recorrió como el vino recorre a un hombre hambriento. El aire estaba lleno de doradas motas danzantes; el césped, la roca, el mar, todos estaban vivos, con una vasta vitalidad, y podía sentir su lento aliento. Y pensé en el hombre que había dejado en la morada excavada en el acantilado, el hombre que había llegado tan lejos en su búsqueda de una vida más elevada, pero que no se atrevía a dar el paso final.
En la oficina de correos de ese lugar marítimo tan desolado como abandonado recogí mi telegrama.
Envío al caso de estigmas. Llegará a las 4:15. Organiza su alojamiento y recíbela. Taverner.
Silbé para llamar la atención del administrador de correos, lo que provocó que tanto él como todo su personal se acercaran al mostrador, y, después de consultar con ellos, obtuve ciertas direcciones a las que me dirigí de inmediato, y finalmente logré encontrar un alojamiento adecuado. No podía imaginar lo que saldría de todo aquello, pero al menos ya no estaba en mis manos.
A la hora señalada me presenté en la estación, y pronto identifiqué a mi protegida entre el escaso puñado de pasajeros que llegaban. Se la veía muy cansada por el viaje; frágil, desamparada y desgastada. Entre el humo del tren y el calor del taxi no había rastro del olor del mar para revivirla, y apenas pude sacar una palabra de ella durante el trayecto hasta el alojamiento. Pero, cuando descendió del vehículo desvencijado, una ráfaga de viento salino la golpeó en la cara y, debajo de nosotros, en la penumbra, escuchamos el estruendo de las olas rompiendo contra las piedras. El efecto fue mágico. La chica levantó la cabeza como un caballo asustado, y la vitalidad pareció fluir por ella. Al presentársela a su casera, había poco en ella que recordara a la convaleciente que yo le había descrito.
Cuando regresé a la guarida esculpida en la roca de mi anfitrión, su cortesía le impidió interrogarme sobre el motivo de mi prolongada ausencia, y de hecho, dudo que sintiera algún interés, ya que parecía haberse sumido tan completamente en sí mismo que su aferramiento a la vida parecía haber desaparecido. Apenas pude despertarlo lo suficiente como para que tomara el periódico vespertino que había traído de la ciudad; permaneció con él en su regazo, sin leerlo, mientras contemplaba el fuego de madera flotante con ojos ausentes.
Al día siguiente la marea no se había retirado lo suficiente como para dar la caminata matutina, así que no fue hasta la tarde que salimos a nuestro paseo habitual. Lo habíamos pospuesto hasta bastante tarde y, en nuestro camino de regreso, bajo el temprano crepúsculo invernal, tuvimos que vadear varios charcos que se formaban a nuestros pies. Caminábamos descalzos sobre la arena, con las botas colgadas de nuestros hombros y los pantalones enrollados hasta las rodillas, ya que era uno de esos días suaves que a menudo aparecen en enero. Fue entonces cuando, en el límite del rompiente que se internaba en el agua, vimos una figura.
—¡Dios mío! —dijo mi compañero—. ¿Quién es el tonto que está allí fuera? En un instante quedará atrapado por la marea, y no podrá salir de la bahía. Tendrá que subir por el camino del acantilado. Será mejor que le advierta. —Y lanzó un grito.
Pero el viento soplaba hacia nosotros y la figura, allá afuera, en el ruido de las olas, no lo oyó. Mi compañero avanzó a grandes zancadas por la arena hacia el solitario caminante, pero yo, que mi vista era más aguda, no opté por acompañarlo, pues había visto largos cabellos ondeando como algas marinas, y los aleteantes pliegues de una falda.
Lo vi entrar hasta los tobillos en el agua que crepitaba sobre la lisa arena, precursora de la avanzada línea del rompiente. Volvió a llamar a la caminante, quien se volvió pero no se acercó, sino que en su lugar extendió la mano con un extraño gesto de bienvenida. Lentamente, como si estuviera fascinado por aquella mano, avanzó hacia el agua hasta que estuvo al alcance de ella. La primera de las olas de la marea ascendente le golpeó las rodillas, y pasó por su lado entre burbujeante espuma. La siguiente le golpeó la cadera; la marea subía rápidamente, con el viento empujando tras ella. Una fina lluvia de mar la golpeó en la cara. Sin embargo, la chica no se movía, y las olas subían peligrosamente a su alrededor. No fue hasta que él tomó la mano extendida que ella cedió, y dejó que la sacara a tierra.
Caminaron por la arena hacia mí, todavía de la mano, pues habían olvidado soltar los dedos, y vi que la vida había regresado a su rostro y que sus ojos brillaban con la luminosidad del fuego. Retrocedí a la sombra de una roca y, ajenos a mí, pasaron de largo, subiendo por el empinado sendero hasta alcanzar la vivienda en el acantilado. La luz del fuego brillaba cuando él abrió la puerta para recibirla, y vi su cabello mojado cayendo sobre sus hombros como algas marinas, mientras que el perfil de él era como la estatua tallada en la roca de un emperador romano.
[1] «…magic casements, opening on the foam / Of perilous seas, in faery lands forlorn», Keats, John. (1819). Oda a un ruiseñor (Ode to a nightingale, VII, 9-10). N. del T.