Locura

por J.R. Plana

I

Que la lástima y la conmiseración no cieguen tu vista, no te compadezcas de este viejo y arrugado cuerpo, porque si te tuviera a mi alcance separaría la cabeza de tu cuello sin perder un instante. Larga es mi lista de culpas y ni cien eternidades en el purgatorio lavarían mis pecados.

Es mi historia el ejemplo de lo que ocurre cuando el mal planta su semilla en la Tierra de los hombres y luego, satisfecho, se retira a contemplar el resultado, disfrutando con deleite de cada uno de los pasos que da su vil criatura. Negra es mi alma y más podrido aún mi corazón, pues a pesar de todos mis crímenes no siento la menor pizca de remordimiento.

La narración que me pides que haga es peligrosa y salvaje, y desde este momento te advierto que no me hago responsable de lo que pueda pasar a tu cordura después de oírla. Advertido quedas, sigue escuchando bajo tu propia responsabilidad.

Estos hechos tuvieron lugar cuando mi cuerpo aún conservaba la fuerza de la juventud a pesar de los tonos grises que comenzaban a surgir de mi cabello. Fue una de las épocas más negras y lúgubres de mi vida, que aún recuerdo con una mezcla de placer y horror. Por aquel entonces estaba ya viudo, mi mujer había muerto hacía un tiempo relativamente corto, víctima de las pasiones que desde bien jovencita la llevaron por el mal camino. Llegando yo a casa después de una larga y agotadora jornada, la sorprendí en nuestra alcoba disfrutando en la cálida compañía del Mayoral. Cegado por la ira, la emprendí a puñetazos con el hombre, magullando cada rincón de su anatomía y terminando con su vida al aplastarle la testa entre mi bota y el pétreo suelo del corredor. Luego salí tras mi mujer, que había huido como vino a este mundo a través de la gran mansión, corriendo por los grises terrenos en un desesperado intento por encontrar alguna ayuda que no fueran nuestros atemorizados criados. Viendo la ventaja que me llevaba y lo inútil de gastar energías yendo en pos de ella, así la vieja carabina, que mantengo siempre cargada por si la necesitara en algún momento, y apunté con cuidado. Ella corría por el camino hacia al pueblo, tratando de alcanzar un transporte que venía en su dirección. El disparo le arrancó parte de la cara, dejándola muerta al momento.

La justicia trató de condenarme por todos los medios, pero el dinero afloja las más férreas morales y esta vez no fue una excepción. A eso hay que unir que nuestras leyes, redactadas por hombres necios, siempre favorecieron al astuto y al criminal, así que conseguí quedar en libertad. Me recluí en mi mansión, conviviendo con la aversión, la furia y unos cuantos criados. Si antes recibía pocas visitas, ahora estaba más solo que nunca, a excepción de mis dos compañeros más leales, cuyo enorme aprecio por mí pasaba por alto mis crímenes, justificándolos con excusas que sólo el trato de muchos años puede encontrar. Eran antagónicos como el bien y el mal: el señor A… era una persona bondadosa y honorable, amigo desde la más tierna infancia y con la que había compartido tristezas y alegrías; el señor L… tenía un alma casi tan retorcida como la mía, y el único motivo de que nos soportáramos era la afinidad de nuestros gustos y nuestra eterna rivalidad. Tan pronto disfrutábamos apaciblemente de una agradable cena como nos enzarzábamos en discusiones acaloradas, casi rozando la violencia, por los más nimios temas. He de confesar que solíamos alegrarnos por las desgracias del otro, era nuestra manera de llevar nuestra amistad, si es que así se le puede llamar. Desde los asesinatos, acudía prácticamente de continuo, buscando provocarme y disfrutar de mis enojos y rabietas. Pasaron las semanas y mi humor se fue agriando. A diario propinaba desproporcionadas palizas a la servidumbre ante cualquier motivo que me desagradara, incluso amputé un dedo de un tajo por derramar encima de la mesa un vaso. El por qué se mantenían a mi lado es una incógnita que nunca llegué a comprender.

Una mañana, A… acudió a visitarme. Al ver mi aspecto se sobresaltó, y empezó a inquietarse por mi salud. Me dijo que me veía muy desmejorado, que lucía un aspecto gris y casi cadavérico y que había que poner remedio de forma inmediata. Insistió en que tomara unas vacaciones, que le acompañara en uno de sus viajes. Lo cierto es que aquella idea se me antojó apasionante, y de pronto sentí una irrefrenable necesidad de abandonar la insufrible y oscura mansión. La excitación me invadió, nublando mi juicio y llevándome a tomar una decisión que, a posteriori, consideré exagerada: vendería los terrenos, reuniría mi fortuna y saldría del país en compañía del buen A… hacia puertos lejanos. Así se lo dije, exponiéndole la idea como la más asombrosa de las aventuras posibles. Él se mostraba reacio a embarcarse en semejante y alocado periplo, pero al final pudo más su preocupación por mi quebrantada salud y accedió con la condición de que él organizaría los preparativos para el viaje mientras yo me encargaba de la venta de mis posesiones.

Aquella noche no concilié el sueño, pues poblaban mi mente millares de imágenes provenientes de lugares recónditos. Me figuraba navegando los océanos en busca de aventuras y destinos exóticos, recorriendo junglas y páramos, escalando altas montañas y atravesando viejos bosques. En algún momento estas fantasías se tornaron tenebrosas. Empecé a sentir opresión mientras me veía recorriendo largos y oscuros pasillos de fría piedra. Estaba iracundo por algún motivo que no lograba entender y caminaba buscando sobre quién descargar mi frustración. La desesperación y la amargura me invadieron, y me encontré huyendo de alguien o algo que no cesaba de acosarme con muy inquietantes intenciones. Oía su respiración, si es que se podía considerar respiración aquel balbuceo asmático, y sus pesados andares chocando contra el suelo. Las piernas comenzaron a fallarme y caí de bruces.

Desperté bruscamente, tanteando con las manos en la oscuridad para frenar el ataque de aquella cosa. Mi pulso se tranquilizó al comprender que se trataba de una pesadilla, debí de dormirme mientras fantaseaba con el inminente viaje. Sin embargo, en vez de relajarme y volver al sueño, aquello me provocó una furia negra, una ira desmedida que, por alguna razón, se enfocaba hacia la casa y sus habitantes. Me sentía ultrajado, ofendido y humillado, y de entre estos sentimientos surgió una idea que usé para urdir un complot, una venganza tan supremamente refinada que me haría pasar a los anales de la historia por mi maldad e inteligencia. Me recosté en el lecho y, poco a poco, fui hundiéndome en un sueño tan siniestro como placentero.

II

Las dos semanas siguientes dedique mi atención y esfuerzo a organizar la venta de la mansión y lo necesario para el viaje. Abandoné el que fue mi hogar durante muchos años al atardecer, pues decidimos zarpar de incógnito durante la noche, para dejar el menor rastro posible y que nadie perturbara nuestra aventura. O al menos esa es la versión que compartí con A…, que, si bien es verdadera, no es del todo completa. La realidad era que necesitaba actuar con nocturnidad para ejecutar mi plan, que contaré de inmediato.

Encontré muchas personas interesadas en adquirir la vieja casa. Yo sabía bien desde el principio que no iba a tener problema ninguno, eran muchos los que deseaban la lujosa posesión, y más al precio inicial que pedía, muy por debajo del valor real. Aquello no me importaba, ya que la casa necesitaba reparaciones y posiblemente una inversión mayor que el precio de compra. Pero como el viaje iba a ser largo, decidí que lo mejor sería conseguir el máximo capital posible, y para ello me valí del engaño más rastrero. Confirmé la venta a dos compradores distintos y que no tenían relación alguna. Pacté con ellos que la forma de pago sería en dos mitades, la primera por adelantado, el día anterior a la venta en concepto de gastos y para asegurarme de que no se iban a echar atrás, y la segunda cuando tomaran posesión de la propiedad. Por ser un dulce muy jugoso, ninguno de ellos puso dificultad alguna, tal y como yo suponía. Por lo tanto, el día previo a mi partida, reuní la cantidad total que pedía por la casa, sin haberla dado aún a nadie.

Esa noche, habiendo citado a mi amigo L… para la cena, y sin saber él ni un dato sobre la inminente partida, dediqué el tiempo previo a su llegada a una sola labor. No era muy amplio el personal a mi servicio, constando únicamente de cinco personas, con lo que en unos pocos minutos fue asunto resuelto. Uno por uno, y procurando que estuvieran en estancias separadas para no alarmarse, fui acuchillándolos con el viejo sable familiar. Les pillaba por sorpresa y atacaba al cuello para evitar que emitieran sonido alguno. Como ya he dicho, fue rápido y efectivo, en poco tiempo me hallaba sólo en una casa con cinco cadáveres.

L… llegó puntual como siempre, y venía dispuesto a incordiarme y provocar mi genio, pero yo me mostré afable y poco inclinado a la discusión. Con el pretexto de enseñarle un magnífico ejemplar que había cazado hacía poco, le llevé directo hasta el salón, evitando que pasara por lugares donde suele encontrarse el servicio. Entramos en la estancia y él, familiarizado con aquel espacio, se extrañó al no ver la pieza de la que estaba hablando. Confundido por mi mudez, miró a un lado y a otro mientras su enfado iba en aumento, pues pensaba que le estaba gastando una broma estúpida en venganza a sus continuos ataques. Yo había dejado bien a mano y escondido a la vista el cruel sable asesino, con lo cual todo ocurrió como lo había planeado. Echando mano del arma mientras él gritaba cada vez más acalorado, clavé la espada en su corazón, deleitándome con el horror que se reflejaba en su rostro. L… gritó, presa del pánico, pero ya no me importó, no había nadie en mucha distancia que pudiera venir a socorrerle. No murió al instante, se fue poco a poco apagando, tiempo que aproveché para sentarle en mi butaca mientras le relataba los motivos que me habían impulsado a hacer aquello y cuál era el objeto de mi plan. Al fin y al cabo era mi amigo, y esos detalles se los debía, en prueba de nuestro mutuo afecto.

Cuando L… hubo expirado, coloqué el sable en su mano y clavado en el corazón. Después preparé las maletas y las dejé en la puerta. Antes de acabar, faltaba el toque final que daría a aquel macabro espectáculo el punto de desconcertante misterio que necesitaba. Rocíe con aceites, y mucho cuidado, las estancias en las que se hallaban los cadáveres, prestando especial atención al cuerpo de mi amigo. Al acabar, dejé una distancia prudencial y lancé con fuerza un candelabro hacia los pies del butacón, que al instante estalló en violentas llamaradas. Fui hacia el recibidor, cogí mis maletas, giré la cabeza para despedirme de la casa y salí a toda prisa de allí. Mi intención era alejarme lo máximo posible de aquel lugar antes de que el incendio cobrase virulencia y el fuego atrajera la atención de los distantes vecinos. Por el camino recogí a A… y nos dirigimos a nuestro embarque, el cual partió sin mayor demora llevándonos sobre las oscuras aguas hacia nuestro incierto destino.

En unos minutos las llamas lamerían los pisos superiores de mi hogar, y para cuando llegara la ayuda el incendio sería ya inevitable. En poco tiempo lo único que quedaría serían restos ennegrecidos. Y al intentar averiguar lo ocurrido, se encontrarían con un cadáver chamuscado e imposible de identificar sosteniendo una espada que apunta a su corazón. En el resto de la casa, cinco cuerpos degollados, probablemente por el mismo sable. Era el último acto de locura del asesino que allí vivía, que terminó sus días suicidándose tras prender fuego a su casa y aniquilar a los infelices miembros del servicio.

Para ellos, yo había muerto. Ahora, una nueva vida aguardaba.

III

Ahorraré la narración del trayecto, pues considero que no aporta nada a lo que aquí estamos tratando; baste decir que trabamos amistad con un curtido aventurero de toscos modales, el cual hacía fortuna trayendo de sus viajes baratijas y viejos trastos que luego hacía pasar por ancestrales reliquias y los vendía a precios desorbitados. No llegó noticia alguna de mi muerte, lo que fue motivo de alegría, ya que me ahorró el tener que dar explicaciones a mi compañero.

Nuestro destino no era tan exótico como se me había antojado. Rural y antiguo, la población próxima a la costa mantenía cierta coherencia con la vida que habíamos dejado atrás, pero cuanto más penetrábamos en el país, más alejado de la civilización moderna se volvía. Nuestro nuevo amigo trotamundos nos propuso unirnos a su grupo en una ruta a través de los antiguos bosques de la región, quería internarse en unas ruinas conocidas por los lugareños pero aún inexploradas por él. Nos pareció un plan francamente interesante, así que partimos con la expedición deseosos de descubrir nuevos territorios.

Haré un alto en la narración para hablar de un suceso que nos acaeció por el camino. Siempre he sido hombre de buena planta, y a pesar de los años que empezaban a hacer estragos, seguía manteniendo mi atractivo casi intacto. Mi corazón llevaba mucho tiempo apagado y no había sentido interés por mujer alguna, pero esto cambió cuando, en una población del camino donde nos reaprovisionamos durante unos días, conocí a la joven más hermosa que he visto nunca. Poseía una belleza arrebatadora y exultante, con un punto de agresividad que la hacía muy apetitosa. Me encapriché de ella nada más verla y, en contra de los consejos de mi amigo, que insistía en que no era buena idea, alargué la estancia allí con la única intención de cortejarla. No llevó mucho tiempo, rápidamente conseguí colarme en sus sábanas y doblegar su voluntad. Decidí llevármela conmigo, lo que me costó otra discusión con mis compañeros de viaje, que pensaban que era una carga innecesaria y que podía resultar peligroso para ella. Pero mi genio y mi tozudez fueron armas decisivas, y al final nos pusimos en marcha con la muchacha acompañándonos. Dejamos atrás un pueblo con el ánimo desolado y lleno de inquina, de lejos oíamos las advertencias de maldiciones que profería la anciana abuela de la chica.

Ella fue para mí como un bálsamo, atemperó mi espíritu, hasta el punto de no sufrir más ataques de repentina ira, dulcificó mi carácter y me hizo más amable al trato. No negaré que nuestro viaje se tornó más lento, pero su presencia nos animaba a todos a marchar con decisión.

Tras varias semanas de recorrer bosques y descansar en tristes puebluchos, llegamos a un punto que en el mapa figuraba como próximo a nuestro destino. Aquella noche estaba yo solo en el salón de la posada donde nos alojábamos. El resto de mis compañeros se habían retirado a sus aposentos, incluida mi joven amante. El sueño no llegaba para mí, me sentía inquieto y alerta, y el insomnio inundaba poco a poco cada rincón de mi anatomía. La chimenea, casi a punto de la extinción, iluminaba tenuemente la estancia, creando juegos de sombras en los rincones que estimulaban mi imaginación Noté una presencia tras de mí, una mano que se apoyaba en el respaldo de la butaca. Gire la cabeza al tiempo que, de una fuerte voz, exigía la identificación inmediata de quien se aproximaba. Es de fuerza mayor el que yo me sobresaltara con tan inquietante visión: era una figura alta, delgada, de manos extremadamente finas y huesudas y que iba pulcramente vestida. No alcanzaba a verle el rostro, tan solo el contorno, pues la escasa iluminación impedía vislumbrar sus facciones. Su voz reverberó en la sala, a pesar de que el tono era bajo y hablaba en susurros. Me pidió perdón por asustarme y me instó a que me tranquilizara. Se presentó con un nombre que no comprendí y, mientras se sentaba en otro sillón alejado del mío, me contó que era un descendiente de la nobleza local que vivía del comercio de exóticos con las metrópolis. En su nueva posición podía yo observar mejor las prendas que cubrían su torso, si bien seguía sin ver su semblante, que quedaba envuelto en sombras. Mantuvimos una charla queda, que me recordaba a las que se mantienen en los velatorios. Le conté parte del viaje y el motivo de nuestra presencia allí, las ruinas de las que habíamos oído hablar. Me preguntó por mis compañeros, y prestó especial atención cuando hablé de la muchacha, pero sin mostrar los signos de alarma que esperaba ver en alguien a quién preocuparan los sucesos de poblaciones vecinas. Quizá hablé más de la cuenta, y ahora me maldigo por ello, pero en lo más profundo de mi alma estoy convencido de que ese trance era inevitable, y que si hubiera dicho menos, tampoco me hubiera librado de nuestro destino.

El calor suave que despedía la chimenea, junto con las copas de licor que había estado bebiendo, ayudaron al sopor a vencer al desvelo, con lo que sentí los párpados pesados y la visión borrosa. Mi acompañante seguía hablando de algo que yo no comprendía, hacía rato que había perdido el hilo de la conversación. Unas palabras consiguieron espabilarme, atrayendo mi atención de forma instantánea hacia lo que me estaba diciendo. Hablaba sobre una población prácticamente aislada, más que cualquiera otra que hubiéramos podido ver. Sus habitantes vivían a la sombra de un viejo castillo que presidía la villa desde una colina, y en el que aún vivían los herederos, posiblemente, dijo, familiares lejanos suyos, pero era un tema que nunca se había molestado en investigar ni le interesaba. Era aquella una oportunidad para nosotros de ver un auténtico tesoro preservado del tiempo, y seguro que el aventurero se podría llevar consigo alguna falsa reliquia de esta extraña localidad. Añadió algo sobre el interés que yo despertaría en el dueño del castillo, palabras que se perdieron en el viciado aire del salón y no llegaron a mis oídos; el sueño me raptó por completo, aislándome del mundo exterior.

Volvía a estar en los largos pasillos de oscura piedra, invadido por la furia y buscando mi víctima. La llegada de mi persecutor fue anunciada por una risa, suave al principio, que crecía progresivamente hasta convertirse en un aullido demencial. La voz hablaba, pronunciaba extrañas y amenazadoras palabras en una lengua que me era desconocida, y mis pies comenzaron a moverse ligeros en dirección contraria a esos espeluznantes sonidos. Otra vez la persecución, otra vez la caída; pero en esta ocasión, en lugar de suelo, me encontré hundiéndome en la más absoluta de las negruras.

IV

Al hombre no lo volví a ver jamás. Por nuestra parte, no tardamos demasiado tiempo en ponernos en marcha, y menos aún tras contar a mis acompañantes la misteriosa conversación nocturna y convencerles sobre la existencia de una legendaria población perdida en el tiempo. Con el ánimo renovado por las expectativas, reanudamos el viaje. La ruta a seguir nos llevó por zonas que no habíamos visto hasta la fecha: escarpadas depresiones, páramos desoladores y densos sotobosques; en todos predominaba el gris y una extraña sensación de abandono. Por último entramos en los cerrados bosques a los que estábamos acostumbrados, que, sin embargo, tenían un aspecto distinto, algo que no sabría explicar y que provocaba una alteración continua de los nervios.

Lo siguiente que ocurrió no logro situarlo adecuadamente en el tiempo, sólo recuerdo que se trataba de un día especialmente desapacible y que nos disponíamos a montar el campamento para pasar la noche cuando sucedió. Durante la jornada había sufrido yo una particular jaqueca, que me hizo estar torpe y obstaculizar la marcha. Era ese uno de los motivos que hicieron que nos detuviéramos antes de tiempo y perdiéramos unas preciosas horas de luz. Me acosté tras cenar poca cosa, pero tan pronto caía dormido como me despertaba, sin llegar nunca a captar con total nitidez lo que ocurría a mí alrededor. Aún hoy sigo sin poder comprender qué es lo que ocurrió, ni tampoco soy capaz de describir lo que sentí de manera acertada. Sólo sé que de repente estaba allí y al momento no. Duró un parpadeo, pasé de ver la lona de mi tienda a un alto y lóbrego techo de madera carcomida. El cambio me sobresaltó y apartó de mi mente las brumas del sopor.

Estaba en una gran cama, en mitad de una amplia habitación de piedra sucia y vieja. Aún aturdido por aquella extraña situación, me invadió un terror frío al ver a una persona mirarme fijamente desde un lado de la cama. Era un hombre que se balanceaba lentamente en una mecedora; vestía de forma elegante, en contraste con su corte de pelo y afeitado, especialmente descuidados. Lo que captó poderosamente mi atención abstrayéndome del resto no fueron ni sus crispadas manos, que apretaban con fuerza los reposabrazos, ni la media sonrisa sarcástica que se adivinaba bajo el bigote, ni tampoco la oreja que le faltaba, sino los grandes y siniestros ojos que no se apartaban de mí: el de la izquierda, azul, y el de la derecha, amarillo. Pocos casos había visto en mi vida de heterocromía, pero aquel era sin duda el más anormal e inquietante de todos ellos.

—Llevaba mucho esperándote. —Su voz grave sonaba en toda la habitación—. Tenía mucha ilusión puesta en nuestro encuentro.

—¿Dónde estoy? ¿Quién es usted?

—Preguntas muy elementales… Quizá esperaba otras cosas de ti, pero la situación tensa se impone incluso al más inteligente. —Su sonrisa se ensanchó—. Ven, acompáñame, tienes que ver algo.

Se levantó de la mecedora y me hizo un gesto con la mano. Mis piernas obedecieron al instante, a pesar de que las fuerzas me habían abandonado por completo y mis vísceras bailaban en el interior. Salimos por una puerta que ni siquiera había visto, y avanzamos por un corredor que desembocaba en una escalera de caracol particularmente estrecha.

Llegamos a una sala redonda, como una especie de circo romano o plaza de toros. Abajo, encerrados en jaulas individuales, yacían mis compañeros de viaje. Todos estaban conscientes y se mantenían estremecedoramente tranquilos. Me sorprendió no sentir furibunda ira al ver a mi amante tendida sobre el frío suelo de su prisión; por algún extraño motivo me sentía vacío, incapaz de no padecer otra cosa que no fuera el más atávico terror mezclado con la más ignominiosa de las indiferencias por lo que les pudiera ocurrir.

—Como puedes ver, son tus amigos. O al menos eso es lo que tú crees, pues estoy seguro de que te traicionarían en cuanto las cosas se torcieran un poco. Y es más, creo que tu egoísmo se impone a la amistad en cualquier situación. Y tú te crees en condiciones de demostrar lo contrario, ¿verdad? ¡Claro, para eso estás aquí! Por ello te reto a un juego. No te alarmes, no vas a sangrar mucho.

»El funcionamiento será el siguiente: durante el transcurso de cinco días someterás a tus camaradas a distintas pruebas inventadas por tu ingenio, una por jornada, con el fin de comprobar quién te profiere un menor grado de amistad. Aquel que quede por debajo será ejecutado de manera cruenta al llegar la noche. El último, como recompensa a la estima que te tiene, será indultado. Es un juego apasionante y que requiere un uso constante de tu creatividad, ¿cierto?

»Ahora veamos, seis personas son las que te acompañan. Me temo que sobra una para lo que aquí pretendemos. Para hacértelo más fácil, elegiré yo, ¡ese!

Y señaló, por fortuna, a uno de los exploradores que nos acompañaban y que no significaba nada en absoluto para mí. El pobre desgraciado estalló al instante en llamas y murió lentamente entre gritos y alaridos.

—Y ahora vayamos a cenar. —Y acompañé de nuevo a mi Anfitrión en un ascenso por la tortuosa escalera, dejando atrás, sin el menor remordimiento, a los amigos que ahora debía condenar a muerte.

Cenamos en un gran salón tan oscuro que no se alcanzaban a ver las esquinas. El hombre hablaba sin parar mientras comíamos, pero yo no le escuchaba. Mi atención estaba centrada en cuáles serían las pruebas a las que sometería a mis amigos. La velada trascurrió del tirón, y de pronto me encontré tumbado en la cama a la que tan inexplicablemente había llegado al principio. Pensé y pensé, siendo consciente de que iba a salvar sólo a uno, y traté de urdir vías de escape y de actuación hasta que las paranoias más absurdas inundaron mi cabeza. Concilié el sueño sumido en un enorme desasosiego.

Desperté a la mañana siguiente, encontrándome con el misterioso hombre sentado otra vez delante de mi cama.

—Y bien, ¿cómo vamos a empezar?

No quisiera deleitarme en este pasaje, pues a pesar de que el inicio de los acontecimientos fue para mí como un extraño sueño en el que nada padecía, lo que ocurrió a continuación me marcó el alma para siempre, y, cada vez que lo recuerdo, lo poco de humano que me queda dentro se retuerce y sufre, como si de una tortura inquisitorial se tratara.

Baste decir, para arrojar algún detalle de lo que tuvo lugar, que todos ellos parecían distantes, y aunque hablaban, respiraban y se movían, carecían de la naturalidad de otras ocasiones. Los hechos siguieron de esta manera:

Lo primero fue una prueba de aceptación. Me encerré con cada uno de ellos en una estancia y me comporté conforme a mis más bajos instintos naturales, siendo grosero y desagradable. Tres de ellos, entre los que estaban la chica, el señor A… y el aventurero, se mantuvieron impasibles. De los otros dos, uno me conocía algo más, por lo que soportó mis arrebatos; el otro, con el que apenas mantuve relación en el viaje, se revolvía en su asiento y reaccionaba con brusquedad a mi conducta. Cuando hube acabado, urgí al Anfitrión a que llevara a cabo la ejecución para terminar cuanto antes aquel mal trago. Pero no sabía yo que me quedaban aún más sorpresas por descubrir: la muerte no debía llegarle por mano de un extraño, sino que era mi obligación asesinarle de la manera que considerara más adecuada. Huelga decir que supuso un gran trauma y que ese detalle minó mi decisión y drenó mis energías. Bastante me costó acabar con la vida del hombre, pues hube de matarle cara a cara y muy de cerca, contemplando cómo se apagaba la vida de sus ojos. Deseoso de acostarme de nuevo y perderme en el anestesiante sueño, vi frustrados mis deseos cuando el Anfitrión me comunicó que «antes de dormir, habrá que cenar». Esta ocasión no fue muy distinta a la anterior, salvo que mi ánimo estaba mucho más sombrío y mis pensamientos se habían vuelto mucho más oscuros.

La mañana siguiente, tras una noche de inquietud, probé si eran capaces de mantenerse a mi lado cuando los necesitaba ante un peligro mortal. Para ello me sugirió el Anfitrión «recurrir a una bestia sanguinaria que guardaba para ocasiones especiales. Tiene más de mil colmillos y no hay ánimo que no enmudezca ante su rugido». Lo dispusimos todo en el centro del circo tras apartar las jaulas. Les pedí que, pasara lo que pasara, se mantuvieran firmes a mi lado, pues sin ellos no podría superar aquel trance. Todos asintieron como autómatas y se colocaron alrededor. Es este otro de los recuerdos más amargos que guardo, pues jamás he podido olvidar, ni aun golpeándome la cabeza contra la pared, a la horrible criatura que surgió frente a nosotros. No existen palabras en lengua alguna para describirla, y no creo que sea conveniente ni adecuado para nadie que las haya, ni tampoco imaginar siquiera su existencia, así que ahorraré dar más señas sobre el engendro. Ocurrió que, a pesar de los temblores frenéticos que sufrieron, todos menos uno supieron conservar la posición. El que abandonó fue el último superviviente del día anterior, que salió despavorido en dirección contraria. La bestia corrió hacia nosotros, pasó de largo y se abalanzó sobre él. Logré ver un par de miembros salir disparados de entre el amasijo de garras y sangre. Para desgracia mía, fui yo el que tuvo que terminar de nuevo con su vida; el pobre hombre estaba descuartizado y sufría grandes agonías, pero, por extraño que parezca, había sobrevivido. El Anfitrión me llamó a su lado para que acabara el trabajo, y, tras ello, volvimos a sentarnos a la tétrica mesa del gran salón para soportar su incoherente charla mientras trataba de reprimir las arcadas que me provocaba la comida.

El día siguiente fue uno de los más definitivos, pues me hallaba ante los tres compañeros a los que más aprecio tenía. El desafío consistiría en probar cuán capaces eran de sacrificarse por nuestra amistad. De nuevo el Anfitrión sugirió varias posibilidades, que al final fueron las que llevamos a cabo. Sin mediar palabra, me cercenó una mano con un certero tajo de sable, vendó la herida y cortó la hemorragia. Lo que tenía que hacer era mostrarles el muñón y pedirles a cada uno de ellos de manera individual, que se arrancaran la suya para sustituir, por medio de los conocimientos de cirugía que aseguraba poseer el Anfitrión, la que yo había perdido. Era una proposición absurda, grotesca y fuera de lugar, y aun así A… y la mujer accedieron, cortándose su propia mano como si de autómatas se trataran. El aventurero se negó en rotundo, llamándome loco, y trató de agredirme para escapar. Antes de encerrarme con ellos, el Anfitrión me había dado un cuchilla muy afilada, que escondía prudentemente debajo de la mesa, y con la que tenía que cortar, al que perdiera, tanto la mano como el cuello, tarea que había de realizarse específicamente en ese orden. Omitiré los detalles para no resultar macabro. Después de la ejecución, acudimos de nuevo a nuestro diario festín.

El último día y el fin de las pruebas era para mí un suplicio constante en mi mente. Tenía que decidirme entre salvar a mi queridísimo A… o a la bella muchacha de la que tan profundamente me había enamorado. Aún más tortuosos y enrevesados se volvieron mis pensamientos hasta que tomé la decisión: pasara lo que pasara, salvaría a la chica. Como prueba novísima expondría a los dos los crímenes que había realizado a lo largo de mi existencia, desde el asesinato de mi mujer y su amante hasta las lúgubres ejecuciones que tuvieron lugar recientemente, pasando por el delito acontecido en mi mansión. Fue imposible de soportar, pues cuanto más contaba, más aumentaba el llanto y la tristeza de la mujer, que sufría al oír las atrocidades que había cometido. Por otro lado, A… se mantenía impávido ante tanto horror. Cuando hube terminado, ella maldijo mi nombre y mi presencia, y me deseo los más terribles de los infiernos. Pero a pesar de eso, el juicio estaba dictado: mi amigo debía morir. El Anfitrión se deshacía a carcajadas contemplando el amargor de mi rostro y mi desesperación mientras arrancaba la vida de A… ante los gritos histéricos de la mujer.

—He acabado —le dije—. Cumple ahora lo que dijiste y déjanos marchar.

—¡Oh, que idiota! ¡Los has matado a todos! ¿Te das cuenta de tu error, infeliz? ¡Lo has hecho tú solo!

 Se reía como un maníaco, retorciéndose sobre sí mismo y diciendo incoherencias en lenguas extrañas.

Aproveché y huimos frenéticamente de aquel lugar, encontrando la salida tras recorrer largos y oscuros pasillos. Arrastraba en mi carrera a la chica, agarrándola por el brazo sano, mientras ella se revolvía en un intento por liberarse de mí. Ya en el bosque, las raíces de los árboles me jugaron una mala pasada, haciéndome tropezar y caer de bruces. Ella aprovechó para soltarse y agarrar una piedra, con la que intentó aplastarme la cabeza. Forcejeamos en el suelo, los muñones enfrentados, revolcándonos en la hojarasca. Conseguí dominarla y quitarle la roca. Golpee su cabeza una y otra vez con ella hasta que el cuerpo perdió todo rastro de vida. Inmediatamente después sentí que la desesperación y la vergüenza me invadían, el horror del crimen cometido me hacía perder la razón.

Salí corriendo de aquel maldito lugar. Iba a ciegas, sin una dirección, dando tumbos de un sitio a otro y tropezando continuamente con los obstáculos del bosque, que parecía querer retenerme e impedirme salir de allí. De pronto me encontré con el pueblo correspondiente al castillo. No se veía ni un alma por las calles, que parecían completamente abandonadas. Había malas hierbas en los rincones, y las casas se veían deslucidas y sucias. Me dirigí hacia lo que parecía una posada. El interior no distaba mucho de la impresión que causaba la fachada; todo estaba oscuro, sin vida. Sólo vi a una persona, un hombre de barba larga y aspecto antiguo, que se encontraba tras una barra completamente vacía. Me aproximé a él tropezando con el poco mobiliario y sin que mediara palabra de saludo o presentación entre nosotros le imploré auxilio.

No actué de modo racional, quizá los inquietantes y deprimentes hechos que habían tenido lugar y el encontrarme con una persona aparentemente no hostil, única fuente de ayuda, provocaron que me lanzara a relatar a grandes rasgos los motivos que me habían llevado hasta allí. Era extraño, pues yo presentaba un aspecto especialmente amenazador: sucio, la ropa raída, hojas por el pelo y sangre en mis brazos y en mi torso; pero él ni se inmutó. Escuchó casi sin dar signos de estar vivo, salvo por uno o dos movimientos de cabeza. Cuando hube acabado, dijo lo siguiente:

—Lo siento señor, pero eso es imposible. Hace décadas que el castillo está en ruinas y nadie lo habita, existe peligro de derrumbe.

Aquello me provocó un acceso de pánico. Es difícil de digerir que no existe determinado lugar si uno ha estado ahí hace poco tiempo, y con más motivo si ha sufrido experiencias extremas y traumatizantes. Mis nervios estaban desquiciados. Reanudé mi carrera y salí de aquel lugar. Volví al bosque entre alaridos, de nuevo me perdí entre la interminable y frondosa vegetación.

Lo que pasó a continuación no lo recuerdo con claridad, una niebla densa ocupa esa parte de la historia. Únicamente sé que deambulé durante algunos días, pero de cómo sobreviví no puedo decir nada. Me encontraron unos cazadores, que a punto estuvieron de matarme por error. Ojalá lo hubieran hecho.

Logré parar de proferir palabras inconexas y expliqué a medias de dónde venía y lo que había ocurrido. Los hombres me miraban con espanto, alternando entre las manchas de sangre resecas de mi cuerpo, el brazo sin mano que jamás fue cosido por el Anfitrión y las sombras del bosque. Seguía yo balbuceando cuando uno de ellos dijo:

—Ese lugar que dice no existe. Jamás ha habido por aquí ningún pueblo, y mucho menos un castillo. Esta zona ha estado siempre deshabitada. Es muy duro vivir en estos bosques.

Esas palabras fueron a mis oídos el equivalente a mil sentencias a muerte. Quise desaparecer y fundirme con el cosmos, dejar de existir en ese mismo instante reventando en cientos de partículas. Con un alarido anormal abandoné mi consciencia para no sufrir más.

V

Llevo años lamentándome no haber muerto en aquel lugar, pero el destino es cruel y quiso mofarse de mí. Un oscuro agujero negro ocupa en mi memoria el equivalente a los días posteriores, aún ignoro por completo de qué manera llegué hasta aquí. En la lobreguez de este obituario pensé que encontraría algo de descanso, pero de nuevo me equivocaba. Los recuerdos me martirizan cuando estoy despierto, asaeteándome la mente con la culpa, el remordimiento y el horror vivido, convirtiendo cada latido en un infierno insufrible. Y cuando pretendo dormir, cuando busco hundirme en el mundo de las quimeras, una procesión de ánimas me atormentan: mis seis compañeros, de cuerpo presente, se mantienen de pie ante mi lecho, observándome fijamente y mostrando al aire las heridas infligidas, reprochándome mis actos. Y, detrás, risas maníacas acompasadas con un balanceo demencial. Sentado en una mecedora, deleitándose morboso con mi maldición, el eternamente odiado Anfitrión.

Ahora vete de aquí y no perturbes más mi miseria, o no dudes que te arrancaré la piel a tiras y luego profanaré tus huesos.

¡Largo!

 

 

Aclaración del autor sobre el caso del señor M…

Los hechos sufridos y narrados por el señor M… dejan sueltos unos cuantos cabos que considero conveniente atar. Tras contarme su historia, he averiguado, por vías que no procede explicar aquí, parte de lo que pasó en aquel bosque infernal. Después de encontrar al señor M…, las gentes del lugar realizaron un rastreo por la zona con el objeto de comprobar hasta qué punto tenía una base real el delirio que narraba.

La búsqueda la compusieron más de veinte fornidos hombres, pero sólo diez consiguieron regresar. El porqué de la desaparición de esta gente es algo que ninguno de los que volvieron quiso relatar. Únicamente contaron que, en lo profundo del bosque, cerca de lo que parecían unas viejas piedras correspondientes a ruinas horribles y no identificadas, hallaron seis cadáveres en línea, que se correspondían con cinco hombres y una mujer. Uno de ellos estaba quemado; otro lucía múltiples y salvajes cuchilladas; el siguiente estaba descuartizado y luego recompuesto, unidas las partes como si de un rompecabezas se tratara; el cuarto carecía de garganta y de mano, al igual que el quinto. El último, al que le habían amputado también el final del brazo, era, sin duda, el más estremecedor. Se adivinaba que era una mujer por las formas del cuerpo, pero era imposible saberlo por el resto: carecía completamente de cabeza y en su lugar se encontraba una espeluznante y asquerosa masa rojiza. Un detalle más aderezaba el espectáculo: todos presentaban incuestionables dentelladas humanas y trozos de carne arrancados de un tirón, como si después de muertos se los hubieran intentado comer.

Los hombres de la expedición jamás se recuperaron, y muchos murieron en extrañas circunstancias un tiempo después.

En cuanto a M…, vive inmerso en un mundo de pesadilla. Conseguí contemplarle el rostro mientras se balanceaba en un rincón, agarrando sus piernas y resoplando entre silbidos debidos al asma. Me inquietó comprobar un detalle del que no me había percatado: su ojo izquierdo es azul, el derecho, amarillo.

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