Mors ex vita
Creo que no es prudente ni útil profundizar mucho la investigación de los fenómenos misteriosos. Ustedes recordarán que, hace ya bastantes años, recrudeció en todas partes el afán o moda de las experiencias espiritistas. Yo estoy convencido de que esa llamada ciencia de los espíritus está compuesta de un cincuenta por ciento de superchería, un cuarenta por ciento de fantasía y perturbación nerviosa, y el resto de cosa desconocida; y me expreso así porque no encuentro otra manera de precisar, aunque imperfectamente, esas formas vagas con las que se manifiesta un misterio o se exterioriza la acción de una ley desconocida, que se percibe o adivina en hechos que ni la superchería, ni el histerismo, ni la sugestión explican. Yo tomé con cierta cachaza las investigaciones a que, por ociosidad espiritual o natural curiosidad, cediendo a la moda, se entregó mi íntimo amigo y camarada Loredano. Yo no prestaba ni pizca de fe a los fenómenos que presenciábamos, y que hacían honda impresión en Loredano y en tres amigos más, concurrentes a las sesiones que se efectuaban en la casa de aquel; y si tomaba parte en ellas era, más que todo, por deslindar lo que había de farsa o de imaginación en los fenómenos, así como para impedir que, a título de espiritismo, se robara a mi amigo y se explotara su bolsa. Loredano era riquísimo, y aun cuando los tres amigos que nos acompañaban en las manipulaciones del misterio eran personas insospechables, no tenía yo igual concepto de los médiums profesionales, contratados con frecuencia para lo que podría llamarse experiencias de mayor cuantía. Como yo era la única persona del cenáculo que conservaba la serenidad de ánimo, podía controlar mejor que las demás la probidad y circunspección de los médiums. Sin duda, por esto pude observar una noche la presencia clandestina e ignorada por mis compañeros de Cartouche o, mejor dicho, del espíritu de Cartouche, el famoso ladrón francés del siglo XVIII, presencia que se manifestó en el hecho de que la médium, una señora cuya especialidad era las comunicaciones grafológicas, se embolsicara, a un descuido de mis amigos, un artístico cenicero de oro. Naturalmente frustré los malos instintos de Cartouche, acercándome cortésmente a la dama médium, una vez que recobró el uso de sus sentidos, y pidiéndole la devolución del objeto sustraído, alegando como razón fundamental que no era admisible que el espíritu de Cartouche fumara en las regiones de ultratumba.
En la salita que especialmente arregló Loredano para nuestras sesiones bisemanales se efectuaron experiencias verdaderamente maravillosas. Agotamos el repertorio de las detalladas en los libros de la materia. Allí se repitieron muchas veces las conversaciones con los espíritus por medio de golpes o tipologías, los aportes de objetos, la impresión en arcilla de manos y rostros desconocidos, la audición de músicas raras en instrumentos guardados en cajas cerradas. Por último, llegamos a obtener apariciones luminosas de los espíritus y hasta su materialización. Confieso que, como en todos estos fenómenos se requería la intervención de médiums extraños, pues ni Loredano y sus amigos, y mucho menos yo, teníamos le suerte de gozar de la mediumnidad, no conseguí jamás, no obstante el testimonio de mis sentidos no turbados por la emoción, convencerme de la… ¿cómo decir?… de la efectividad circunspecta y leal de esos maravillosos fenómenos que ante mi vista se producían. Debo advertir que probablemente esta recalcitrante resistencia de mi entendimiento para prestar su asentimiento se fundaba en que una vez tuvimos que sacar por medio de la tipología contundente, o sea a golpes, a un médium, cuya fisonomía de bribón redomado y cazurro me predispuso a una observación atenta y especial de su ensueño mediunímico. Por casualidad me situé en un asiento próximo a la llave de la luz eléctrica, desde donde podía darme cuenta mejor que los demás concurrentes, de las modificaciones psíquicas del médium, quien, una vez puesto en contacto con el espíritu de Cimarosa, según se nos dijo, debía pedirle que tocara en el clavicordio, situado a dos metros de distancia, las primeras notas de la obertura de Artemisa. Me pareció observar que las manos del sujeto dormido no guardaban la inmovilidad propia del caso, y apenas se oyeron dos notas del piano… ¡Fiat lux… di vuelta a la llave y mostré a mis conmovidos compañeros el ardid de Cimarosa, consistente en cinco hilos de seda finos y resistentes que en una extremidad tenían pedacitos de cera adheridos al teclado, y por la extremidad opuesta estaban enrollados a los dedos del médium, quien, como yo sospechaba, estaba menos dormido de lo que parecía, y al verse descubierto se escabulló, pero no con la suficiente presteza como para ahorrarse la recepción de dos o tres mojicones de mis amigos y de un puntapié de mediana intensidad que tuve la satisfacción de propinarle en la región subdorsal.
En otra ocasión tuve oportunidad de descubrir otro truc de un médium a tanto la sesión, truc consistía en proyectar —por medio de una linterna diminuta disimulada en el forro de un espeso gabán de pieles, del que el médium no quiso despojarse alegando un fuerte resfriado— la fisonomía cadavérica y arreglada ad hoc del padre de Loredano, fallecido hacía varios años. La proyección se hizo sobre el humo incienso de un pebetero que el espíritu había solicitado. Como yo observara que el médium había tenido la extravagancia de sumirse en el ensueño psíquico que provoca la comunión con el misterio con las manos metidas en los bolsillos del gabán, me pareció que eso estaba fuera del protocolo espiritista, y me puse a cavilar sobre las finalidades extrañas que cumplirían esas manos, llegando a la conclusión, acaso atrevida, de que esas manos y la aparición tenían sospechosas concomitancias. Ya se puede imaginar cuán intensa emoción experimentarían mis compañeros, especialmente Loredano, al ver aparecer entre la nube de humo, durante tres o cuatro segundos, la amada y recordada fisonomía. Cuando desapareció la misteriosa imagen, el médium, despertó, dando muestras de gran fatiga mental y depresión nerviosa, por lo que se despidió inmediatamente. Yo también me despedí y salimos juntos. Al pasar por el zaguán de la casa, cuyos muros eran blancos, introduje diestramente la mano en el bolsillo del gabán de mi acompañante y apreté el botón de una especie de pera que allí encontré. Se proyectó en la pared el fantasma, con gran asombro del médium, quien inmediatamente llevó al bolsillo su mano, encontrándose con la mía, entregada a las evocaciones misteriosas. Me limité a decirle con sorna:
—¡Mire, compadre, hasta donde nos persigue el difunto! Por menos, a otro bribón de la calaña de usted, hicimos, no ha mucho, cariñosas manifestaciones en las costillas, que no creo tenga usted vivísima curiosidad de experimentar personalmente. Espero, pues, que no tendrá usted la desvergüenza de presentarse en las demás sesiones para las que ha sido contratado, y, mucho menos, de venir a cobrar el importe de su muy interesante tomadura de pelo. Conque, amiguito, abur.
Le puse en la calle sin la menor protesta y regresé pretextando un olvido. No dije una palabra de lo sucedido. El pícaro no volvió a poner los pies en casa de Loredano.
Después de lo que he referido, y que prueba la poca disposición de mi espíritu para aceptar incondicionalmente los hechos maravillosos, ¿querrán ustedes creer en la veracidad y buena fe con que haré el relato de una estupenda y trágica aventura de Loredano? ¿Me creerán ustedes si afirmo, bajo mi palabra de honor, que no hay la menor exageración ni mentira en la relación del suceso maravilloso en que fue actor principal Loredano, mi pobre amigo, que acaba de morir loco, suceso que no me ha sido referido sino que he presenciado? Después de todo los hechos no abdican de su realidad porque sean o no creídos. Lo que ha sido, tenga o no explicación, merezca o no el crédito de los hombres, fue. Créame quien quiera, que, de todos modos, el caso de Loredano es tan cierto como inexplicable.
II
A nosotros, como a todos los que se dedicaron a las experiencias espiritistas, nos pasó al cabo de algún tiempo el fervor de estos estudios ¡Tanto nos atiborramos de misterios y maravillas de ultratumba y de ocultismo, que, al fin, vino el hartazgo y el cansancio, y nuestras sesiones fueron poco a poco distanciándose hasta cesar del todo! Naturalmente, Loredano, a pesar de lo que mi escepticismo procuró neutralizar, quedó profundamente convencido de la realidad del contacto y relación entre el mundo de los vivos y el de los muertos. Como yo no conseguí tropezar con pruebas concluyentes, continué creyendo que en todo ello no había sino superchería, exaltaciones de la imaginación e hiperexcitación nerviosa, que predisponía a los experimentadores a sugestiones personales y colectivas.
Volvimos a las costumbres y vida social normales. Tenía mi amigo 27 años, dos menos que yo. Su carácter era suavemente alegre, a pesar de ser concentrado y meditativo. Era Loredano de esos hombres alegres pero sin expansión, que aman y gozan de la vida porque ella se les presenta fácil; pero que no necesita irradiar su bienestar y atraer a él a los demás para que participen en calidad de marcos de la propia ventura, como sucede con los hombres comunicativos, que viven de dentro a fuera, que son los que podríamos llamar radiales. Caracteres así no son pródigos en la amistad, y, en efecto, Loredano no tenía más amigo íntimo que yo. Sin embargo, tres o cuatro meses después de que pusimos término a nuestras experiencias espiritistas, se produjo un cambio extraño en su carácter y en sus relaciones conmigo. Dejó de buscarme en las tardes para el habitual paseo a caballo o en auto; y en las noches, en las que, cuando no comíamos juntos, me esperaba en su casa para cumplir con nuestras relaciones sociales, concurrir a los teatros, clubs y otras diversiones juveniles, dejó también de ser cumplido conmigo: no le encontraba en la casa. Varias veces en que logré verle le pedí cariñosas explicaciones por su extraña conducta; pero se disculpaba sonriendo tristemente, alegando asuntos y ocupaciones que le retraían y que no me revelaba sino en forma vaga y obscura. Por el acento y modo de hablar vacilante comprendía que me mentía y que le mortificaba mi insistencia. Resolví no turbarle más con mis preguntas y reproches: pero, temiendo que alguna grave perturbación hubiera trastornado su vida, me dediqué a investigar indirectamente la causa que había modificado la existencia de mi tranquilo y excelente amigo. Pude convencerme de que no eran cambios de fortuna los que preocupaban a Loredano. La fortuna que heredará de sus padres cada vez era más sólida. Su administración, confiada a entidades bancarias de fuerte garantía, no podía ser más segura. Loredano sostenía su casa con lujo y numerosa servidumbre. Se daba todos los gustos materiales que apetecía, jugaba con moderación en el Club, hacía frecuentes donaciones y obras de caridad, y no consumía, a pesar de todo, sino una tercera parte de su renta, yendo el resto de ella a capitalizarse. Tampoco eran preocupaciones familiares. Loredano no tenía más parientes próximos que tres tías ya maduras, hermanas de su padre, que residían en Colmar. Estas señoras adoraban al sobrino, cuya infancia transcurrió al lado de ellas. En efecto, recién casado el padre de Loredano, oriundo de la región occidental de Alemania, llevó a su esposa para que conociera los poéticos países de las orillas de Rin. Tenía Loredano dos años cuando murió su madre y hasta los nueve años vivió al lado de sus tías. Cuando tenía esta edad, el padre de Loredano, por razón de negocios, regresó aquí, y trajo a su hijo. Entre los nueve y los catorce años vivió Loredano con su padre, y fue en esa época que se inició nuestra amistad en la escuela de primera enseñanza. Cuando contaba catorce años regresó a Europa, enviado por su padre, para completar su educación. Sus tías se habían radicado en una magnífica posesión que poseían en Colmar, y en la cual pasó Loredano varias vacaciones. Tenía Loredano veinte años cuando regresó al lado de su padre y reanudamos sólidamente nuestra antigua amistad. A poco de haber llegado Loredano, tuvo la desgracia de perder a su padre. En ningún momento descuidó mi amigo de continuar la relación epistolar con sus tías a las que religiosamente escribía todos los meses.
Tomé a empeño de amor propio descubrir el secreto de mi amigo, y recurrí a todos los medios de investigación secreta: me convertí en una especie de detective y empleé hasta el espionaje. Así llegué a averiguar lo que deseaba saber. El motivo de la alteración que había sufrido el carácter de Loredano era el más necio y vulgar de todos los motivos, el que desde que existe el mundo ha perturbado la vida de los hombres, el amor, el eterno amor. Loredano se había enamorado desesperadamente de una niña, de Lodoiska, la hija del embajador de Noruega. Rubia, alta, esbelta, de grandes ojos verdes y pestañas y cejas negras, de cutis blanquísimo que parecía hecho con pulpa de rosas pálidas, tenía Lodoiska una de esas bellezas sorprendentes y extrañas que explican fácilmente la pasión más absorbente y trastornadora en el alma de un hombre. Pero lo más curioso es que Loredano jamás dijo una palabra de amor a Lodoiska, y que procuró con el mayor ahínco que ella no se diera cuenta de esta pasión aguda y concentrada que, como un cáncer, le devoraba el corazón… ¿Para qué? Sabía que no había de ser correspondida. Lodoiska amaba con toda la vehemencia de sus veinte años y del primer amor: era la novia de un joven teniente de la marina de guerra de Noruega; llevaba en un medallón, del que no se separaba nunca, el retrato de su amado, y en el anular de la mano izquierda el anillo de los esponsales. Se casaría con su amado en cuanto regresara a su país, que sería pronto, pues el embajador, después de haber estado más de un año entre nosotros, había pedido y obtenido una licencia para el verano próximo. Loredano, en dos o tres bailes en las legaciones y embajadas, fiestas a las que siempre se le invitaba, tuvo ocasión de hablar con Lodoiska, quien sintió ligera simpatía hacia mi amigo, y, con la ingenuidad de su juventud y de su amor, al primer sondeo discreto que Loredano la hizo sobre su condición afectiva, le reveló sus ardientes sentimientos y esperanzas de ventura próxima. La hermosa niña, con la más cruel candorosidad, descubrió su corazón y sus ensueños, sin sospechar toda la amargura que, con sus confidencias, hacía sufrir a su reciente amigo. Este se dio cuenta de su desventura y de la inutilidad de acariciar la más remota esperanza…
¡Pobre niña! ¡Cuando faltaba apenas un mes para embarcarse con su padre en el viaje de regreso, para realizar la soñada felicidad de su amor, murió víctima de violenta y aguda fiebre tífica…!
III
Poco antes de las nueve de la noche entró precipitadamente al comedor de mi casa, con el aspecto de la mayor consternación, Peter, el chauffer de Loredano.
—Señor Marcelo… usted es el único amigo de confianza del señor… por eso me presento aquí… venga señor… allí está en el auto… ¡creo que está muerto!…
Di un salto en mi asiento y le cogí violentamente del brazo.
—¡Explícate, por Dios!… ¿Es de Loredano de quien hablas?… ¿Qué ha sucedido?
El pobre hombre, tartamudeando de emoción:
—Sí, señor… Al señor Loredano mismo es al que traigo en el auto. Estos últimos días me ordenaba llevarle varias veces al día a la embajada de Noruega. Creo que había un enfermo allí… la señorita hija del embajador… Hoy, poco después de las ocho, llamaron por teléfono al señor y le dijeron no sé qué cosa, que el señor salió como un loco y me ordenó que le llevara a la embajada… Subió a saltos la escalera y a poco volvió a bajar… parecía borracho… no pudo subir al auto y se tiró al suelo del carro… quise levantarle y ayudarle a sentarse… pesaba mucho… estaba lívido, sin movimiento, frío como un muerto y sin conocimiento… creo que no le latía el corazón, señor Marcelo… allí está, señor…. he pensado en usted para que me acompañe a llevarlo a casa…
Salimos corriendo, Loredano yacía sobre el asiento del auto, desmadejado, como un trapo; con los ojos cerrados, frío y sin movimiento. El corazón latía, pero tan tenuemente que había hecho creer a Peter que había paralizado su ritmo. Regresé a mi escritorio y llamé por teléfono al médico de más reputación científica de la ciudad, el doctor Kellermann, que, felizmente, estaba en su casa en ese momento y me prometió acudir en el acto al domicilio de Loredano. En efecto, poco después de que acostamos a mi amigo en su lecho llegó el facultativo, quien, después de prolijo examen, diagnosticó una fiebre cerebral de la peor clase.
—¡Si salva de la crisis aguda que se presentará, a más tardar, dentro de cuarenta y ocho horas, continuará por lo menos dos meses en peligro de muerte!
Como es de suponer, me constituí en la casa de Loredano y contraté varias enfermeras y un médico permanente que atendieran a mi amigo bajo el control del doctor Kellermann. Para estar más cerca de Loredano me hice llevar un lecho a su escritorio. Como lo anunció el médico, la crisis grave se presentó en la mañana del subsiguiente día, caracterizada por una fiebre agudísima, convulsiones y delirio. Hubo un momento en que los médicos se desesperaron de arrancar al paciente de la agonía que se aproximaba, pero lograron, con enérgicas inyecciones y baños de hielo y calientes alternados, una reacción que salvó al que ya considerábamos cadáver. Pocas horas después declinó un poco la fiebre.
Al día siguiente en la mañana, me había sentado a reflexionar en el bufete de Loredano y observé una carta abierta escrita de la letra de mi amigo. Era una carta a sus tías. Por la fecha que llevaba comprendí que había sido escrita la víspera del día en que Loredano sufrió el ataque que le tenía postrado. La carta estaba ya firmada y se comprendía que, antes de ponerla en el sobre, había sobrevenido algo que obligó a Loredano a salir sin perder un momento, dejando para después el envío de la carta que mensualmente dirigía a sus parientes. Creí conveniente cumplir el propósito de mi amigo, enviando el escrito a su destino, pero añadiéndole esta posdata:
«Señoras de todo mi respeto: Tengo el sentimiento de anunciarlas que, después de escrita la anterior carta, Loredano ha caído gravemente enfermo, y está en estos momentos en peligro de muerte, a causa de un violento ataque cerebral. Juzgan los médicos que el atienden que el peligro no desaparecerá antes de dos meses. Cuanto esfuerzo sea necesario para salvar a mi amigo será hecho. Os escribiré con la frecuencia que me sea posible sobre el curso de la enfermedad».
Trascurrieron diez a doce días más sin que Loredano recobrara el conocimiento. Sin embargo, los médicos comenzaron a abrigar esperanzas, pues la fiebre seguía una curva favorable. Poco después llegó un cablegrama que decía lo siguiente:
«Embarcamos en este momento para cuidar a nuestro amado sobrino. Filomena y hermanas».
Veintitrés días después llegaron las tías de Loredano. Eran tres señoras de fisonomía agradable. La mayor, dama de cerca de cincuenta años, se llamaba Filomena. La segunda, Marta, sería tres o cuatro años menor. La tercera de las tías de Loredano, Hipólita, tendría próximamente cuarenta años. Debieron haber sido muy bellas en la juventud, especialmente la última. Las tres damas tenían aspecto distinguido y finos modales. Altas, delgadas, de movimiento vivaces y mirada fulgurante, acusaban temperamento nervioso y energía de carácter. Me pareció observar en el primer momento que no simpatizaban conmigo, suponiéndome acaso un aventurero, explotador de su sobrino, imaginando que, por las locuras y excesos a que yo le había estimulado, se había producido, como consecuencia, la seria dolencia que padecía el desgraciado joven. La primera visita a la alcoba del enfermo, que seguía en estado de inconsciencia y solo en breves instantes abría los ojos y parecía recobrar el conocimiento, fue conmovedora. Las tres mujeres se precipitaron al lecho del paciente, le abrazaron besándole las manos, prodigándole palabras afectuosas y los epítetos tiernos con que le mimaban cuando era niño. Después de los informes detallados que me pidieron sobre la enfermedad de Loredano, el tratamiento a que estaba sometido, así como respecto a la organización y costumbres habituales de la casa, creí de mi deber entregar a la hermana mayor la dirección y administración que, por deber imperioso de amistad, había asumido, y retirarme. Las señoras, sea porque habían modificado su desfavorable concepto de mi persona, o porque precisamente querían tener ocasión de conservarme de cerca, me rogaron encarecidamente que, mientras ellas se habituaban a la nueva vida, continuara en la dirección de la casa. Accedí, porque no creí galante ni prudente negarme a ello. Ocho o diez días después de la llegada de sus tías se inició en Loredano una mejoría franca. Recobró el uso de sus facultades mentales, desapareció casi del todo la fiebre, y fue posible, con una alimentación sobria pero tonificante, ayudar la reparación de las fuerzas agotadas.
IV
Sería inoficioso detallar la convalecencia de Loredano. Solo recordaré la escena del reconocimiento que hizo de sus tías, el primer día en que sus facultades mentales volvieron a esclarecerse. Al principio, en medio de la nebulosa en que flotaban sus sensaciones e ideas, no acertaba a darse cuenta de su estado ni de las personas que veía en torno de su lecho; las enfermeras, las tres señoras, el médico y yo no éramos sino sombras, bultos, seres anónimos, que se sucedían en el espacio y en el tiempo, se movían, se juntaban, se separaban o se alejaban. Pero, a medida que fue acentuándose la mejoría, las ideas fueron tomando posiciones, las funciones mentales fueron recomponiéndose y comenzó a fijar la atención en las sombras que se agitaban en torno de su lecho, y a hacer diferenciaciones. Así fue como una mañana, en que un chorro de luz tenue entró por una puerta, cayó sobre una de sus tías e iluminó su rostro, Loredano abrió desmesuradamente los ojos, espantado y atónito, se los frotó, se incorporó, cogiendo ávidamente la mano de Hipólita como si temiera que la visión se borrara, y le preguntó con voz temblorosa:
—Por favor… dígame, ¿quién es usted, señora?… Creo engañarme… sin duda un error de mis sentidos… es imposible… Hay mucha tierra, mucho mar y muchos años de por medio… pero dígame, señora… ¿quién es usted?
Hipólita, presa de intensa emoción, y con las lágrimas corriendo por sus marfilinas mejillas, abrazó a su sobrino.
—Sí, Loredano… no es ilusión de tus sentidos… somos nosotras… soy tu tía Hipólita y aquí están Filomena y Marta… ¡Míralas…!
Y las tres señoras rodearon al enfermo, y después de las primeras expansiones le explicaron lo que había originado su viaje desde Colmar.
La naturaleza joven y robusta de Loredano reaccionó al fin sobre el estado moral, y poco a poco la salud física fue consolidándose. Pronto ordenaron los médicos que se levantara del lecho; a poco autorizaron las salidas a la calle y la normalización de la vida del que acababa de salvar de la suprema caída. Fue entonces que volví a insistir en separarme de la casa de mi amigo, pues ya no tenía objeto mi permanencia constante en ella; pero las señoras insistieron en que continuara acompañando por algún tiempo a Loredano, y este mismo, a quien yo creía complacer dejándolo solo con sus meditaciones, me detuvo.
—No te vayas, Marcelo; tengo miedo de quedarme solo con mi dolor…
—Te complacería si supiera que puedo servirte de consuelo o distracción; pero no creo que sea así, Loredano, y más bien tengo la impresión de que mi presencia te cohibiera, como si tu alma se conformara mejor con el aislamiento. No conozco la causa de tus sufrimientos y de la transformación que, desde hace ocho o diez meses, has experimentado: no sabría, pues, encontrar los medios de atenuar siquiera los para mi desconocidos dolores morales que te acongojan.
—Tienes razón, amigo mío, en el reproche que interlinean tus palabras. No he sido leal contigo, y quizá si tu auxilio y tus consejos oportunos me habrían prestado buenos servicios. Tú conoces mi carácter concentrado y te explicarás que haya tenido pudor en comunicarte mis angustias. Estoy enamorado de una mujer que ha muerto, y que, si viviera, no me habría amado jamás, porque amaba apasionadamente a otro hombre con el que debía casarse, con el que quizá ya estaría casada, si la Muerte no se hubiera interpuesto entre ella y su ventura. La dulce niña me refirió ingenuamente su amor, ignorando el daño que me hacía. No creo que llegara a sospechar siquiera mi agonía; quizá, cuando murió, en la clarividencia espiritual de los últimos fulgores de la vida, llegó hasta su alma la vibración desesperada de mi alma que tiritaba de dolor… La amaba tanto que no sentía celos del hombre a quien ella amaba tan dulce y tan tiernamente… Él estaba en Noruega. Pronto debía ella partir para siempre. Apenas hubiera desaparecido de mi vista la nave que la llevara, había resuelto matarme. Pero ella se quedó aquí conmigo… murió… no quiso que me matara. Era Lodoiska Frogner, la hija del embajador de Noruega. Mírala, cuan bella era… ¡Mírala, cuan bella era!… ¡Mírala, Marcelo, en esa admirable pintura de Lazló que está allí sobre mi escritorio, cubierta por un velo! Es ella, la dulce y noble Lodoiska, que no habría de amarme jamás… ¡Oh, que bella era, Marcelo, que bella! ¡Fue una depravación de Dios el destruir tan maravillosa obra!
Y, sollozando como un niño, hundió la cabeza entre los almohadones del diván en que estábamos sentados.
—¿Qué habrías podido hacer, mi excelente Marcelo —continuó al cabo de un rato en que desahogó la opresión de su dolor—, qué consejo habrías podido darme que no hubiera sido banal? Ninguno que hubiera podido seguir. Fui reservado contigo, no solo por el pudor de mi pasión desgraciada, sino por la convicción de la inutilidad de los consuelos de la amistad.
—Pero mi amistad te habría servido para compartir conmigo tus angustias y desesperaciones…
—Es decir, para que sufrieras tú, sin por eso restar un ápice a la condenación de mi desventura de amar sin esperanza Hoy mi dolor es otro, y es menos agudo y desesperante, hoy no me mataría, porque quiero cultivar el recuerdo de la dulce niña, cuya alma, donde esté, comprenderá lo infinito de mi amor, de este amor más permanente que la vida y más poderoso que la muerte. Hoy me consuela que ella esté en aptitud de comparar mi amor con el de aquel que amaba, mi dolor con el dolor de este desconocido y no odiado rival. Mientras yo viva, y ojalá pudiera vivir muchos años, muchos siglos, muchos milenios, permanecerá encendida e inextinguible en mi alma la lámpara del recuerdo de ella. Amo la vida, pero solo por ella y para ella. Todo lo demás me es indiferente me deja frío e impasible… Miento, hermano querido, también os amo a vosotros, a ti, leal y noble compañero, y a esas piadosas y abnegadas mujeres de mi sangre, que, por la impulsión de acendrado afecto, han venido de tan lejos a cuidarme… ¡Oh, así como en vida de ella guardé mi doloroso secreto así quiero compartirlo ahora con vosotros…! Mañana saldré temprano… ¿Quieres acompañarme al lugar donde iré?
—Sí, por lo mismo que supongo a donde quieres ir…
—No era difícil suponerlo. Quiero ir a visitarla, quiero ir al lugar donde duerme la pobre niña de mi amor.
Y, en efecto, al día siguiente, con el alba, salimos en el auto, piloteado por mí, y nos dirigimos al cementerio. No llevó Loredano para obsequiar a su amada sino una rosa blanca, perfumada y lozana, que depositó sobre la sencilla cruz de mármol, erigida en el suelo, sobre la tumba de la hermosa doncella.
Dos horas permaneció Loredano sentado en un banco con la cabeza entre las manos, y la mirada fija en la piedra en que estaba inscrito el nombre de su amada. De regreso a su casa, encerróse Loredano en su escritorio y permaneció allí todo el día frente al retrato de Lodoiska, pintado por Lazló. En vano Filomena, Marta e Hipólita intentaron sacarle de su encierro; asimismo, mis reflexiones y consejos se estrellaron en la tenaz insistencia de mi amigo de no apartarse del retrato de Lodoiska. Al día siguiente repetimos la visita al cementerio, y volvió Loredano en la tarde a encerrarse en su gabinete, irritándose cuando nos esforzábamos en arrancarle de su retiro y de sus dolorosas meditaciones. Hipólita era la que mejor comprendía la grandeza de este amor, y a veces acompañaba por largo rato a su sobrino, conversando con él, y llorando la desventura de su amor. La pobre mujer, según supe después, sufrió penas semejantes, pues próxima a casarse con el hombre a quien amaba le vio morir trágicamente, despeñado en una excursión de alpinismo, por el pueril y afectuoso afán de llevar una flor de ethelweis a su amada, que había brotado en la cúspide de una roca escabrosa de la Junfrau. La flor fue adquirida a cambio de la vida. En el cadáver se encontró la flor de ethelweis, estrujada entre los crispados dedos. Hipólita la llevaba colgada al cuello, dentro de un medallón, con el retrato de su desgraciado novio.
Al ver que cada día se acentuaba más la tristeza y la misantropía de mi amigo, resolví alejarme de él y no seguir acompañándole en sus visitas al cementerio. De acuerdo con las señoras, adopté esta resolución, para ver si así conseguíamos que Loredano modificara su actitud. Pero solo se consiguió, por lo pronto, acrecentar su disgusto y su amor a la soledad. Hacía dos semanas que yo no veía a Loredano cuando, una noche en que fui a la silenciosa morada para conversar con las bondadosas mujeres que tan abnegadamente le cuidaban, tuvimos la sorpresa de ver entrar a la sala en que platicábamos las damas y yo a Loredano. Me tendió la mano con cariño, sentóse en un sillón a mi lado y sonriendo tristemente me dijo:
—Sabía, noble amigo, que venías todas las noches, y que tu alejamiento de mi persona es una táctica para procurar la modificación del método de vida que sigo. Mi buen Marcelo, bastante me conoces y eres bien inteligente para comprender que esto es más fuerte que tú y que yo…
—Sí, Loredano, lo sé; pero creo que no es así como cumples bien tu deber para contigo mismo, para con el recuerdo de la mujer que amaste, para con tus tías y para conmigo. De este aislamiento insensato en que te encierras no conseguirás sino minar tu salud, opacar tu inteligencia, turbar tu espíritu y enloquecer, con lo cual no creo que irías en camino de cultivar con nobleza y con consciencia, sobre todo, el adorado recuerdo que tú quieres guardar como un tesoro dentro de tu alma. De esa perturbación de tu ser psíquico moral es de la que no quiero hacerme cómplice, por eso es por lo que me he apartado de ti.
—Tienes razón, Marcelo, y quiero dominarme con supremo esfuerzo de voluntad, modificar mi conducta, hacerla más humana y racional. Seré más accesible a la vida exterior, al no yo. ¿No es esto lo que queréis? Pero lo seré solo para vosotros, que sois las únicas personas cuya presencia me es grata.
Las señoras abrazaron a su sobrino, acariciándole con frases cariñosas, y yo le estreché la mano. La velada se prolongó hasta tarde. Con una volubilidad extraña cambiaba Loredano los tópicos de la conversación, que se deslizó sobre mil temas. La infancia de Loredano en Suiza y Alemania, la vida del colegio, los paisajes de los Alpes, la iniciación de nuestra amistad en la niñez y su consolidación en la juventud, los viajes, la actividad del padre de Loredano, etc. Por fin venimos a caer en nuestras sesiones de espiritismo y en las apariciones en las que Loredano creía, no obstante de las muchas supercherías de que fue testigo. Algunos fenómenos de los que no logramos descubrir el truc habían hecho honda impresión en mi amigo y afirmado su convicción en la supervivencia espiritual. Comprendí que era peligroso, dado el estado moral de Loredano, el mantener por más tiempo este tema de charla; pero por un lado la insistencia de mi amigo, y por otro la curiosidad de las señoras, muy especialmente de Hipólita, por conocer detalles de las evocaciones espiritistas, dificultaron mi propósito de llevar la conversación por otros rumbos. Logré al fin invitar a Hipólita en voz baja para que me ayudara a distraer a Loredano del tema; pero ya era tarde. Vi en la frente y en los ojos de Loredano, como en un libro abierto, lo que tanto temía se prendiera de su alma. En efecto, quedóse pensativo un momento y en sus ojos fulguró algo así como el relampagueo de una esperanza de felicidad suprema. Con voz sorda, como si hablara consigo mismo, por un fenómeno de abstracción y olvido de cuanto le rodeaba, murmuró:
—¡La vida no es sino el nexo entre la realidad eterna y la realidad efímera, entre la realidad del alma indestructible y la realidad del cuerpo transitoria y formal! Si la realidad del ser persiste, y nos es dado, aunque en forma imperfecta aún, rehacer el contacto con la forma desaparecida, es claro que podremos ver a los seres que amamos y perdimos, ¡es claro que podré verla de nuevo, hablarla, oírla…!
Y sin darse cuenta de que en su monólogo nos había revelado su pensamiento, se volvió a mí, y, procurando velar púdicamente el anhelo de su alma, fingiendo una simple ocurrencia ocasional, me dijo, con entonación que procuró hacer tranquila.
—Mira, Marcelo, ¿por qué no hacemos una sesión de espiritismo con mis tías? Quizá alguna de ellas resulte una excelente médium, y podamos obtener interesantes manifestaciones, libres de toda sospecha de truc…
—Sí, Loredano, no hay inconveniente para que lo hagamos; pero… después, cuando esté más adelantada tu convalecencia —respondí, pensando que no era conveniente contrariarle rotundamente—. Tú sabes que en esas experiencias hay un fuerte desgaste nervioso.
—¡Después… después! ¿Cuándo, por ejemplo? —me preguntó, con voz que no podía ocultar la impaciencia y contenida irritación.
—Dentro de un mes.
Calló como asintiendo, pero en la expresión de su fisonomía comprendí que le parecía muy largo el plazo, del que no protestó por el pudor de que me apercibiera de su vehemente anhelo de invocar el alma de su amada, por lo mismo que sabía mi poca fe en las experiencias, y recordaba cuanto me había burlado de ellas, por las supercherías y mixtificaciones que tantas veces había presenciado en su casa. No se me ocultaba que, a partir de este momento, Loredano iba a estar en un estado de excitación e inquietud, con la ilusión de los misteriosos fenómenos que para él tenían tanta importancia, y envolvían esperanzas de goces agudos y extraños; pero creí de mi deber consultar con el doctor Kellermann el deseo de mi amigo de renovar los perturbadores contactos con el misterio, no ya por la sugestiva atracción de lo maravilloso, sino por motivos íntimos, vinculados a los orígenes sentimentales y afectivos de su enfermedad. El sabio médico me habló con toda franqueza sobre la probabilidad inminente de que esas lucubraciones insensatas tuvieran consecuencias desastrosas en el estado mental y psíquico de Loredano. Obsesionado por su pasión, desequilibrado su sistema nervioso con la sacudida moral experimentada, creía, casi seguro, que se produjeran graves trastornos en la inteligencia del paciente, alucinaciones y perturbaciones sensoriales, que fatalmente le condujeran a la locura. Pero, como yo le expresara que, al contrariarle, y dado el carácter de Loredano, concentrado y tenaz, lo más probable era que, solo, fuera de todo control, espoleado por su pasión, se entregara a las experiencias, y entonces habría el peligro de que sus alucinaciones y delirios se produjeran lejos de nuestra observación, que él nos las ocultaría cuidadosamente, y que la corrosión mental se nos viniera a revelar en alguna crisis ya irremediable, convino el doctor en que lo más prudente era dar gusto a Loredano, procurándose no salir de esas vulgarísimas manifestaciones, casi inocentes, de los diálogos por medio de golpes, que tan desacreditadas están, porque se sabe que son efectos de elementales autosugestiones y de inconscientes supercherías de los que toman parte, aún de buena fe, en esas experiencias.
Continué yendo en las noches a casa de Loredano, quien salía a la sala a tomar parte en nuestras conversaciones, manifestándose tranquilo y dueño de sí. Durante el mes no aludió a las veladas espiritistas a que le había ofrecido acompañarle. Solo al despedirme de Loredano en la noche trigésima, me dijo, apretándome la mano y con sonrisa un tanto forzada:
—Eh, no te olvides de que mañana a las nueve nos reuniremos, mis tías, tú y yo en la biblioteca. Ya sabes… para que evoquemos los espíritus… y distraernos un rato…
V
Y aquí comienza la parte más interesante de este relato, y en la que procuraré expresar con toda fidelidad los sucesos, sin comentarlos, secamente, sin ocurrir a atavíos retóricos, que por lo demás no sabría emplear, a fin de eliminar todo elemento imaginativo que pudiera desviar o deformar la apreciación exacta de los hechos, dándoles un carácter fantástico o romancesco. No tengo interés en alterar la verdad, y si me dejara llevar de mi natural escepticismo, tendería más bien a desacreditar hechos que, aunque los haya presenciado y no tenga honradamente el derecho de negarlos, a título de que no tienen explicación, sigo creyendo que son absurdos e insensatos. No puedo abdicar, con motivo de un episodio extravagante y excepcional, de mis convicciones sobre la realidad, reposadas en sólidas y controladas observaciones de muchos siglos, y que una simple incongruencia de esa realidad no puede destruir. Los hechos que voy a relatar son ciertos e inexplicables, como lo son todas las anomalías que ofrece la vida en sus diversos órdenes de fenómenos, y que no por ello detienen ni destruyen el imperio de las leyes naturales, biológicas y psicológicas. Las paradojas y contradicciones con que, a cada paso, tropezamos, no son sino desconcertantes apariencias que profundizaciones científicas ulteriores y aciertos más completos en el estudio de las leyes lograrán definir y situar debidamente en el engranaje correspondiente de las causas y los efectos, y con los que se explicarán algún día todos los fenómenos del eterno dinamismo de la vida y la realidad.
A las nueve y media de la noche, estábamos reunidos en la biblioteca de Loredano las tres señoras, mi amigo y yo. Las señoras estaban pálidas, dejando percibir la nerviosidad de que estaban poseídas, nerviosidad provocada por la mezcla de terror y curiosidad con que su espíritu se recogía ante la expectativa de las misteriosas comunicaciones con los seres de ultratumba.
La habitación destinada a las experiencias era una sala de doce metros de largo por ocho de ancho, dividida en dos secciones por una doble arcada de mármol negro de la que pendían cortinas de terciopelo verde oscuro. En el compartimento posterior, que era el más pequeño, estaba el escritorio de Loredano, y el otro compartimento constituía la biblioteca cuya estantería estaba empotrada en los muros a la altura de un metro sobre el parqué y rodeaba la estancia hasta poca distancia de la techumbre. Sobre la cornisa, una fila de bustos de mármol, representando a las cumbres del pensamiento, nos acariciaba con la mirada benévola y serena de sus ojos sin pupilas. El mobiliario lo formaban divanes antiguos, pedestales que soportaban estatuas de marfil o de alabastro, mullidos sillones y vitrinas conteniendo curiosidades y objetos de alto valor. En esta sección de la sala era donde debían realizarse ahora las evocaciones. En el centro había una mesa redonda de tres patas y de madera liviana, con circunferencia suficiente para que pudieran sentarse en torno hasta seis personas. Loredano parecía muy tranquilo. Estuvimos conversando de cosas banales durante un rato, antes de empezar las misteriosas experiencias. Por fin, Loredano nos invitó a sus tías y a mí a sentarnos en torno de la mesa, y creyó de su deber dirigirlas un grave introito sobre la materia, que yo escuché con burlona sonrisa interior:
—La gente vulgar ha dado a estas comunicaciones superiores un carácter supersticioso y macabro que no hay razón para darle. Los escépticos y materialistas, que oreen que la muerte pone fin definitivo a la impalpable fuerza anímica que nos mueve en
la vida y nos diferencia de las bestias, juzgan estos fenómenos misteriosos que vamos a experimentar como supercherías de pícaros y burlones, o como alucinaciones de enfermos. Si creemos, como creen íntimamente aún los mismos detractores del espiritismo, que hay un alma, que es algo distinto de la simple mecánica nerviosa, muscular y funcional de los organismos humanos, tendremos que admitir la supervivencia de esa alma sobre la grosera descomposición orgánica. La teoría espiritista sostiene que las almas, desprendidas del cuerpo por el fenómeno físico y químico de la muerte, continúan ligadas por el vínculo afectivo a la humanidad viva de que formaron parte, y, aunque continúan existiendo y viviendo en un plano más puro de la realidad, es posible restablecer, imperfectamente por ahora, el contacto con ellas, por medio de la excitación de la fuerza anímica, lo que se logra por procedimientos especiales fundados en la concentración del pensamiento y de la voluntad. Todos tenemos, en diverso grado de intensidad, la virtualidad comunicativa, pero hay personas que, por extrañas disposiciones psicológicas, pueden realizar el contacto espiritual con más facilidad que las demás, y aún prestar sus fuerzas fisiológicas al servicio de esa comunicación. Ahora, queridas tías, vamos a intentar establecer la realización de afectos con las personas que amamos y han dejado de vivir nuestra vida mixta para vivir otra que nos es desconocida, pero que tiene con la nuestra el nexo del elemento común: el alma. Si ustedes con absoluta fe invocan dentro de su espíritu a los seres queridos, pueden estar seguras, como yo lo estoy, de que ellos acudirán al cariñoso conjuro…
Y después de una rápida explicación de lo que debían hacer, del modo de imponer las manos en la mesita, de concentrar el pensamiento y de atender al menor signo de la presencia del misterio, redujo la llama del gas a un pequeñísimo punto de luz que apenas nos envolvía en una vaga penumbra, en la que tenuemente destacaba, sobre el fondo obscuro de la cortina, la silueta de los que estábamos en la habitación. En medio de un religioso silencio, colocamos la mano sobre la mesa, permaneciendo así más de diez minutos sin que se oyera más que los latidos del corazón de Hipólita, que parecía ser la más impresionada. Los ruidos exteriores no llegaban a la habitación sino muy atenuados. Al cabo de un momento, se sintió el característico crujido de la mesa, que es el anuncio de la proximidad de los fenómenos. Un breve rato después, los crujidos se hicieron más repetidos y tuvimos todos la sensación de que la mesa se estremecía levemente. Marta separó las manos, aterrada, Loredano la suplicó tranquilizarse y continuar enviando su fluido. Nuevos crujidos y movimientos indicaron que alguien había, y, como si eso no fuera bastante, se hizo perceptible una ligera oscilación de la luz y un leve golpe sobre el cristal de una vitrina, algo semejante al ruido que produciría la caída de un pequeño coleóptero. Mi vista, acostumbrada ya a la oscuridad, permitióme observar la intensa emoción de Hipólita y el terror de Marta, que se contuvo para no gritar. Tuvo un acceso de risa nerviosa y de pronto calló y echóse sobre el espaldar de su sillón, cerrando los ojos…
—¿Quién va allí? —pregunté con voz clara y con ligero acento de jovialidad.
Un nuevo crujido y el levantamiento de una de las patas de la mesa fue la respuesta. Como yo conocía tan bien como Loredano el ritual de este género de sensaciones, me adelanté a tomar el papel de director de las comunicaciones, justamente para atenuar en lo posible las emociones de mi amigo enfermo y de sus impresionadas tías. Me proponía conseguir que los espíritus que nos visitaran fueran los de Platón, Lutero, Beethoven o Cagliostro, o cualquier otro personaje histórico, pues por experiencia sabía la complacencia y hasta oficiosidad con que los hombres célebres acuden a las evocaciones espiritistas, sin duda porque, por lo mucho que trabajaron en esta vida, están desocupados en la otra. Después de convenir en la fórmula tipológica de que un golpe sería sí y dos no, procedí a investigar el nombre del espíritu visitante.
—¿Algún espíritu amigo está presente en esta sala…?
Se oyó un golpe. Marta seguía inmóvil; Hipólita, llena de ansiedad con sus grandes ojos abiertos, escrutaba la penumbra; Filomena, con la cabeza inclinada, mirándose las manos, parecía sumida en honda meditación; y Loredano, con la fiereza de su convicción y los anhelos de su esperanza, miraba fuertemente el especio como si quisiera penetrar en el secreto de los átomos del aire y percibir la invisible figura de las almas…
—¿Eres, oh espíritu, el alma de alguien que haya influido en nuestra vista simpáticamente, generándonos ideas o emociones? ¿Algún poeta, escritor o filósofo?…
Confieso que voluntaria o involuntariamente —me inclino a creer lo primero— hice una presión con los dedos sobre la mesa para obtener un golpe de afirmación. Con alguna sorpresa observé que la mesa ofreció una resistencia seria a mi intento. Después de un momento de silencio, insistí en mi propósito de hacer que Víctor Hugo, Goethe o Nietzche se comunicaran con nosotros, y repetí la pregunta. Hice mayor fuerza con las manos, y conseguí que la mesa diera un golpe. Pero lo extraño fue que, sin que lo pudiera evitar, el golpe se repitió inmediatamente, constituyendo así una respuesta negativa que me contrarió.
—¿Eres mi hermano? —preguntó con voz opaca Filomena, sin obtener respuesta alguna.
—¿Eres Karl? —preguntó temblorosa Hipólita, con el mismo resultado.
—¿Eres ella?… —interrogó Loredano.
Sintióse en ese momento un ruido en el escritorio. Era algo así como un doliente suspiro que nos hizo estremecer a todos. Las manos de Marta se desprendieron pesadamente de la mesa.
—¡A Marta le pasa algo! —exclamé— ¡Encendamos la luz!
—¡No, no! —se opuso enérgicamente Loredano—. Nadie se mueva. Ella está aquí, ella, la adorada mía… ¡Lodoiska! Háblame… exprésame lo que debo hacer… ¿Has llegado a saber toda la pureza… toda la locura con que te he amado y te amo, toda mi desesperación y mi desesperanza…?
Vago, informe, apenas apuntando en la tiniebla del fondo, en el espacio entreabierto, entre las dos cortinas, vi, vimos todos los que estábamos en aptitud de ver, algo así como el esbozo de una forma femenina, iluminada con el mínimo de luz. Era algo así como si la décima parte del punto de la luz de gas que desintegraba la tiniebla absoluta de la estancia se hubiera condensado dentro de un bloque de niebla toscamente esculpida con las formas de una mujer.
Y se oyó, con una voz que estaba dentro de la habitación, que era distinta de la voz de todos, esta respuesta perceptible y lejana:
—Sí, Loredano… ¡Soy yo… yo…!
—Es Marta quien ha hablado —exclamé yo, que, sentado entre ella e Hipólita, la vi mover los labios y hablar con voz ajena y remota…
—¡No, no!… ¡Es ella, es Lodoiska…! Es su voz… vosotros no la habéis escuchado jamás… es ella, lo juro. ¡Un momento más, por Dios!… ¡Lodoiska mía, a ti te he consagrado mi existencia, que de hoy en adelante será la del hombre más feliz!…
—¡Olao!… ¡Olao!… ¡Loredano! —volvió a hablar la voz dulce, juvenil y desconocida que salía de los labios de Marta.
—¡Marta es quien habla! —insistí.
—¡Mientes! —profirió Loredano fuera de sí.
Cogí las manos de Marta, quien permaneció inmóvil, con la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados. Loredano creo que se dio cuenta de la dureza con que me había hablado.
—Marta habla —dijo—, pero está dormida… es médium, y Lodoiska se vale de sus labios… es Lodoiska quien me habla. ¡Vedla!…
En efecto, sobre la cabeza de Marta se vio como un tenue y vaporoso bulto que simulaba vagamente la forma de una cabeza, y que se desvaneció inmediatamente. Loredano se levantó violentamente para detener la forma ida y cayó de nuevo, sollozando como un niño en los brazos de Filomena.
—¡Eh, basta por hoy… podría haceros daño la prolongación de esta situación! —dije levantándome y dando vuelta a la llave de la luz eléctrica. La artística lámpara de forma bizantina que pendía sobre el centro de la habitación se encendió.
Todos estábamos hondamente impresionados con lo que habíamos presenciado. Loredano, con los ojos inyectados, me miró con ojos de intenso rencor, casi de odio, que expresaban a la vez el extravío y perturbación que había alterado su espíritu. Nadie se atrevía a hablar y comentar las impresiones sufridas. Me despedí silenciosamente. Al siguiente día les encontré a todos más tranquilos y dueños de sí. Las señoras convinieron conmigo en que no se debían repetir con frecuencia las experiencias por el intenso desgaste nervioso y la honda emoción que a todos ocasionaba. Creo que llegué asustarlas con la grave responsabilidad en que incurrirían ante su conciencia al prestarse a actos peligrosos que podían traer como consecuencia la locura o la muerte de su sobrino: me ofrecieron no ser complacientes y retardar lo más posible su aquiescencia y colaboración para las experiencias espirituales.
El ánimo de Loredano se puso más tétrico y concentrado que nunca. El pobre mozo vivía entregado a sus recuerdos y a la obsesión de la imagen de su amada, vista en forma que él pudo apreciar mejor que nosotros en la penumbra nebulosa de la evocación. Todas las veces que nos vimos a solas me hablaba de su anhelo de volver a evocar el alma visible de su Lodoiska, y de su esperanza de que llegara a materializarse y a hacerse tangible. Se habían dado muchos casos de estas reencarnaciones fugitivas, consignadas en las obras teosóficas que él había leído. Procuré disuadirle de un intento que me parecía absurdo, pero, naturalmente, sin conseguirlo. En el curso de dos meses tuvimos tres sesiones más, en las que se repitieron con pocas variantes las escenas de la primera evocación. A la cuarta vez en que fui solicitado para las experiencias, fingí una enfermedad y no acudí a la cita. No volvió a hablarme más Loredano del asunto.
Pero pronto observé cosas que me alarmaron e intrigaron. Algún tiempo después, comencé a notar que Loredano estaba más alegre consigo mismo, no obstante de manifestarse más concentrado, más cerrado. Era como si estuviera entregado a una permanente contemplación interior halagüeña, y en la que las urgencias y exigencias de la vida externa fueran enojosas soluciones de continuidad a las que atendía con una cordura automática. En sus tías observé que se habían vuelto incongruentes y como aleladas o distraídas; además, era visible el desmejoramiento físico de ellas, y frecuentes síncopes o desvanecimientos de cabeza las aquejaba, obligándolas a menudo a guardar cama. Cuando les hablaba de las evocaciones, experimentaban un estremecimiento y esquivaban el tema. Comprendí que algo extraño sucedía, y suponiendo fundadamente que nada podría sacar en claro por la investigación directa, volví a mis antiguos métodos de averiguación solapada. Así supe, por los sirvientes de la casa, que en las noches, en las que continuaba yendo yo con frecuencia, después que yo me alejaba, dos o tres veces por semana, las señoras y Loredano se encerraban en la biblioteca; que Loredano dormía hasta después del mediodía, y otros pequeños datos relativos a la vida que se hacía en la casa. Todas estas cosas me intrigaron e inquietaron de tal modo que creí oportuno celebrar una conferencia con el doctor Kellermann y referirle los extraños sucesos de las sesiones espirituales a que yo había asistido, y mi presunción de que algo muy grave estaba ocurriendo, con desmedro de la salud física y mental de Loredano y de sus parientes. El doctor se rio de mis relatos sobre lo que yo había presenciado y me dijo que yo también me había chiflado «con las necedades taumatúrgicas, esotéricas, ocultistas y teosóficas»; pero, ante mi circunspección para asegurarle el escepticismo y serenidad con que siempre he acogido los más extraordinarios fenómenos de ese orden, atribuyéndolos a truc de la picardía o de la histeria, y por tanto la conservación de mi control crítico, tuvo que convenir conmigo en que algo anormal había sucedido y estaba sucediendo en la mansión de Loredano, con serio detrimento de su salud y la de sus tías. El doctor rechazaba con toda convicción que hubiera nada de extraordinario y maravilloso en el asunto: solo podía tratarse de simples sugestiones hipnóticas y de un proceso de descomposición funcional en el mecanismo nervioso de Loredano y sus tías, solteronas histéricas, y, como tales, fáciles sujetos para las perturbaciones mentales y sensoriales. Naturalmente, aunque yo, persona equilibrada y escéptica, había visto algo que no tenía explicación, y me consideraba más allá de las trastornadoras influencias que obraban en mi amigo, fácilmente me incliné a aceptar las teorías fisiológicas del médico en materia espiritualista. Tenía la seguridad de haber visto formas indefinidas y aéreas de mujer, la tenía reforzada con la repetición por tres veces de mi sensación visual; había oído una voz desconocida que manaba de los labios de Marta dormida, pero encontraba más racional y concluyente y seguro atribuir estos fenómenos a manifestaciones físicas de la vida, que a intercalaciones metafísicas del misterio. Asintió el doctor en la necesidad de que él presenciara ocultamente una sesión, lo más pronto que fuera posible, para que adoptáramos un temperamento que detuviera los estragos que visiblemente se estaba produciendo en la salud física y mental de una familia. Solo que iba a ser difícil presenciar, aún para mí, una nueva sesión. Una noche insinué a Loredano mi deseo de acompañarle una vez más en las evocaciones, pero sin manifestarle un vehemente afán, para no despertar sus sospechas, y fingiendo ignorar que las hubiera repetido desde la última vez en que yo concurrí. Palideció y quedóse suspenso un momento, como meditando y vacilando en su respuesta; por fin me cogió cariñosamente la mano y, mirándome intensamente en los ojos, como para penetrar hasta el último repliegue de mis pensamientos, me preguntó:
—¿Tú interés es leal, Marcelo?… ¿No te parece mejor que no volvamos a profanar la paz de Lodoiska y de nuestro amor imponderable con curiosidades malsanas?
Confieso que sentí dentro de mí, a pesar de que no me guiaba sino el afecto a Loredano, el escozor de un suave reproche, y no pude sostener la mirada dolorida, aguda e inquisidora de mi amigo. No encontré otra respuesta, en la vaga turbación que experimenté, que otra pregunta:
—Pero ¿acaso has continuado haciendo evocaciones… sin mi intervención?
No me respondió inmediatamente. Comprendí que se había dado cuenta de mi turbación, y que le había afectado el apercibirse de que yo no era del todo leal con él. No se atrevió a mentir, y, después de un momento de silencio, me respondió:
—Sí, Marcelo. No he dejado de comunicarme con Lodoiska… ¡pero esas comunicaciones han llegado a ser tan privadas y personales que ya no puedes ser testigo de ellas!…
No insistí. Pero se comprenderá que las palabras de Loredano no eran las más a propósito para amortiguar la curiosidad que me dominaba, sino que, al contrario, la aumentaron, estimulando el proyecto acordado con el doctor Kellermann, de procurar ser testigos ocultos de una sesión. Bien sabía yo que, por mi parte, el deber de amistad me exigía el respeto a las reservas de Loredano, y que, en cuanto al médico, no tenía este el derecho, ni a título profesional, de introducirse en el hogar de un cliente para violar sus secretos personales, así se refirieran a actos morbosos que pusieran en peligro inminente su vida o su salud. La acción del médico no podía ir más allá de la prescripción o el consejo, después de terminada su intervención solicitada en un proceso patológico. El doctor Kellermann lo sabía, y por eso, cuando yo le consulté el caso, se levantó de hombros después de comentar a su modo mi relato, como diciéndome que no le importaba profesionalmente lo que Loredano y sus parientes hicieran en orden de extravagancias y locuras, limitándose a deplorarlas. Pero no hizo gran resistencia cuando yo, invocando el hecho de haber sido el médico que dirigió la curación de Loredano en la fiebre cerebral, pedía de nuevo su intervención profesional, como persona vinculada por afectos con el enfermo, asumiendo yo en tal virtud la absoluta responsabilidad del procedimiento que, por circunstancias especiales, me veía obligado a adoptar para ponerle en contacto con él, así como para documentarle sobre los hechos perturbadores de su salud física y mental. Me parece que mi argumento, no obstante sus apariencias de solidez, era algo especioso, pero el médico, sin duda porque también le mordía la curiosidad científica, se dejó vencer, y aceptó el acompañarme en el espionaje, esta es la palabra, de las locuras espiritualistas de Loredano.
¿Cómo hacer para penetrar sin ser vistos ni sentidos en el lugar de las experiencias espiritistas? Este problema es el que fácilmente resolví después del detenido estudio de la topografía y las costumbres domésticas del hogar de Loredano. Como he dicho, la vasta sala donde se efectuaban las comunicaciones misteriosas estaba dividida en dos compartimentos que constituían el escritorio y la biblioteca de mi amigo. El muro del lado de la derecha tenía cuatro grandes ventanales góticos, de los que dos correspondían al escritorio. A las siete de la noche un criado cerraba herméticamente las ventanas, tanto los visillos como las dos grandes hojas de roble, cuyo cierre era por el sistema usual de cremonas. Constantemente se limpiaba el bronce de las perillas y se engrasaba las bisagras, de modo que el juego de las hojas se hacía sin que produjeran el menor ruido. Estas ventanas daban al jardín, que rodeaba a la casa por todos sus frentes. Todo el mecanismo de mi plan consistía en introducirnos en la casa por una de las ventanas y presenciar a través de las cortinas que separaban los dos compartimentos, cuanto ocurriera… y luego salir por donde habíamos entrado. En cuanto a la puerta de la calle debo decir que, por distracción desde la época de la enfermedad de Loredano, en que tuve el manejo de su casa, conservaba conmigo una llave.
Un sábado en la noche fui, como de costumbre, a casa de Loredano, recibiéndome este y sus tías con la afectuosa cordialidad de siempre. La conversación giró un momento sobre Bibliofilia y Bibliografía, materia esta en la que era muy entendido Loredano, y en la que poseía verdaderas joyas en su biblioteca, ya que su fortuna le permitía hacer valiosísimas adquisiciones. Discutíamos respecto a las ediciones de Erasmo, de las cuales poseía Loredano más de una docena de ediciones raras. Tenía el Encomium Moriae, publicado en Venecia, por Aldo, en 1518; varias ediciones de los Coloquios, tanto en latín como en francés, español y otras versiones; las ediciones del Adagorium Chiliade, de Venecia de 1508 y 1523, la de Elzevir de 1650 y de 1643. Nuestra discusión versaba sobre una edición del Elogio de la Locura traducida al francés por Pedro Guedeville, en Ámsterdam, 1728; y otra edición de París de la misma traducción, revisada por Querlon, hecha en 1751, ambas con láminas. Yo sostenía que esta última tenía láminas de Holbein, y Loredano afirmaba que las láminas eran de Eisen. Fácil era convencernos; fuimos a la biblioteca y revisamos las valiosas ediciones de Erasmo; Loredano tenía razón: la edición de Querlon tenía doce viñetas de mediocre mérito, por Eisen; y la edición de Ámsterdam era la que contenía como 80 pequeñas láminas de Holbein. Sobre la mesa dejé, en el calor de mi entusiasmo ante los preciosos libros, mis guantes y mi bastón. Aclarado el punto de controversia bibliográfica, regresamos a la sala y proseguimos la charla sobre diversos tópicos, hasta que los sonoros timbres de un magnífico reloj de bronce, oro y ónix, que adornaba uno de los muebles, dieron las once, hora en que me levanté para despedirme.
—¡Diablo! —exclamé con el acento más inocente del mundo—, nuestro amigo Desiderio el roteradano ha retenido mis guantes y mi bastón… Ya no te molestes en acompañarme… sé dónde quedaron, conozco el camino y no he de tropezar con nada.
Y fui ágilmente a recoger mis prendas. Solo que, antes de tomarlas, entré rápidamente en el escritorio y, haciendo girar la perilla de la cremona, dejé la ventana en disposición de abrirse silenciosamente con un pequeño empuje exterior. Cuando un minuto después regresé a la sala y me despedí, pude convencerme, de una ojeada rápida, que no había la menor sospecha de mi picardía.
VI
Omitiré detalles sobre nuestro ingreso, a las once y cuarto más o menos, en el escritorio de Loredano. La estancia estaba oscura y solitaria, y no tuvimos el menor contratiempo. Trascurrirían diez minutos más cuando, por la puerta que quedaba frente a nosotros, vimos el reflejo de una luz que se aproximaba, y poco a poco, apareció mi amigo con una palmatoria en la mano. Si no hubiéramos estado el doctor Kellermann y yo próximos a un ancho pedestal de mármol negro que soportaba una reproducción en alabastro del Mercurio de Juan de Bologna, hubiéramos sido sorprendidos. Felizmente pudimos, con el mayor sigilo, ocultarnos detrás de la estatua, favoreciendo esta ocultación el estado de abstracción y ensimismamiento de Loredano. Me quedé perplejo al verle. Traía en la mano la palmatoria y bajo el brazo un gran manojo de rosas blancas. Vestía un xiston griego que le llegaba un poco más abajo de las rodillas. Una vez que entró en el escritorio colocó la palmatoria sobre el bufete, y, levantando las manos hacia el retrato de Ladoiska, que pintara Lazló, en actitud de plegaria, murmuró con voz apenas perceptible para nosotros:
—Amada mía… mi esposa, una vez más acudo a mitigar en tus brazos la insaciable sed de mi amor, de este amor que solo tu muerte ha hecho accesible… ¡Ven, oh esposa mía, complaciente y dulce, ven, oh, divino y tangible fantasma de mi adoración, a iluminar de ventura infinita el inmensurable dolor de la ausencia; ven, piadosa y tierna, a consolar mi angustia; ven, forma viva de mi delirio, creación real de mis ilusiones inextinguibles, a hundirme en rato fugaz en el deliquio inefable que me hace amar la vida y me anticipa la infinita venturanza…! ¡Oh, ven, una vez más… ven!…
Cubrióse en seguida el rostro lívido con las manos y quedó por largo rato sumido en honda meditación. Luego deshojó las rosas frescas y perfumadas, esparciendo los pétalos sobre el mullido causy corner que había frente a nosotros. Levantó después la cortina y pasó a la biblioteca, donde encendió un punto de gas. Lentamente, y con la palmatoria en la mano, avanzó hacia la galería o pasadizo amplio que por el lado opuesto al escritorio daba acceso a la biblioteca, y en donde, a ambos lados, estaban los dormitorios de las señoras. Parado ante la puerta de la galería llamó.
—¡Filomena! ¡Marta! ¡Hipólita!… Venid, como hemos convenido… ¡No retardéis mi felicidad!…
Como tres fantasmas, vimos aparecer en la galería las figuras esbeltas de las tres hermanas, vestidas con túnicas negras, que avanzaron pálidas y rígidas hacia Loredano, con pasos de sonámbulas…
—Sí, Loredano —exclamó con voz sorda, pero llena de inflexiones cariñosas, la menor de las tres hermanas—, aquí estamos, como siempre, dispuestas a sacrificarnos por ti. Aquí nos tienes una vez más obedientes a tus deseos y dispuestas a hundirnos en el lúgubre misterio que nos está matando…
—¡Perdón!… ¡perdón! — murmuró Loredano—, ¡pero la amo tanto!
—¡Pobre hijo mío! —dijo compasiva la mayor, pasando su fina y aún tersa mano sobre la cabeza del joven—. ¡Vamos a la mesa!
Las tres damas avanzaron seguidas de su sobrino y se sentaron en torno de la mesa. Loredano apagó la bujía de la palmatoria y la estancia quedó sumida en obscura penumbra en la que, por un rato, mientras nuestros ojos se acomodaban a la nueva tonalidad actínica del ambiente, no podíamos percibir con precisión las figuras de las personas que tomaban parte en la extraña escena. Pero, a poco de habituados a la penumbra, percibimos con relativa definición las siluetas de las tres hermanas y, frente a ellas, la de Loredano. Todos tenían las manos sobre la mesa en actitud de profundo recogimiento. No pasó gran rato cuando comenzaron las manifestaciones. Primero crujidos ligeros y ruidos opacos, luego vagas fulguraciones flotantes en el espacio. Loredano prescindió de las preguntas y diálogos usuales. De pronto el doctor Kellermann me apretó la mano y me dijo en voz queda:
—Vea, Marcelo, ¡qué curioso!… ¡Mire el cuadro!
Volví la cara hacia el muro en que estaba el retrato de Lodoiska. Una ligera fosforescencia oleosa cubría la figura de la joven, haciéndola destacar sobre el fondo del cuadro. Cuando volvimos a atisbar la escena de evocación a través de las cortinas, observamos igual fosfórica fulguración en los ojos de Loredano, cuya mirada estaba enclavada sobre Marta. De pronto, esta, dando un prolongado suspiro, echóse sobre el espaldar del sillón, completamente dormida. Instintivamente volvimos a mirar el cuadro; había desaparecido la fulguración oleosa y no vimos sino un cuadrilátero negro, como si la obscuridad hubiese recobrado su imperio y se enseñorease con mayor fuerza sobre la superficie del lienzo. Detrás de Marta había una vaga forma opalina y tenue que simulaba una forma indecisa de mujer.
—Fulguraciones hertzianas del pensamiento proyectadas en el espacio —murmuró el doctor a mi oído—, pero, de todos modos, ¡fenómeno sorprendente!
Se recordará que en la primera evocación a que asistí, como ya he referido, experimentó Loredano intensa emoción ante la imagen informe en que creyó reconocer el cuerpo astral de su amada muerta. Ahora permaneció indiferente y su mirada, más fosfórica y aguda, se fijaba en la mayor de sus tías, quien en breve, al igual de Marta, se reclinó sobre el espaldar del sillón en actitud de profunda somnolencia. Entonces se realizó la más estupenda maravilla de que había sido testigo en todas mis intervenciones. Apenas quedó dormida Filomena, la vaporosa figura de mujer se definió con una precisión y una claridad asombrosas. Envuelta en tules, que velaban púdicamente las formas, vimos, sin lugar a la menor duda, la fisonomía y el cuerpo de la bellísima joven del retrato de Lazló. Tenía todo el relieve y la vida de la realidad: su pecho movíase al impulso de una respiración anhelosa y, con muestras de tierno afecto, dirigía los brazos hacia Loredano en dulce solicitud. Era tan clara la imagen, que pudimos percibir en la mano izquierda el brillo pálido de una sortija, y los puntos de luz que brillaban en el centro de unas pupilas que debían ser azules. El color de la carne, de los ojos y del cabello no era aún perceptible sino por la diferencia de tonos dentro del gris claro y luminoso con que destacaba la figura sobre el fondo oscuro de la habitación: era como una gran imagen fotográfica, que se hubiera animado con el poder de la vida.
—¡Estupendo!… ¡Estupendo!… —murmuró el doctor Kellermann a mi oído.
Yo sentía una mezcla de espanto y estupefacción que me paralizaba y hacía concentrar toda mi atención en los ojos. Lo que veía era ya inexplicable por las más avanzadas hipótesis naturistas que pudiera sugerirme mi escepticismo. No había la menor duda de que yo veía la aparición real de un ser inexistente. La figura evocada, como he dicho, estaba a espaldas de las damas. Hipólita no podía verla y no podía volverse, porque la mirada intensa, fosfórica, casi diabólica de Loredano la impedía desprender la mirada de la de él. Mi amigo parecía no haberse conmovido con la presencia de la imagen de su amada. Toda su alma saturaba la mirada que dirigía a los ojos de su tía Hipólita, que se debatía como si estuviera sentada sobre una plancha ardiente. Por fin, como sus hermanas, cayó pesadamente sobre las espaldas de su sillón, presa del sueño hipnótico.
—¡Oh! ¡Al fin!… ¡Cómo ha resistido hoy! —exclamó Loredano levantándose y apagando el punto de luz del gas.
Pero, por rápida que fuera la oración, pudimos darnos cuenta de lo que había sucedido. Al dormirse Hipólita, la aparición luminosa se apagó, y vi o creí ver, durante el espacio de tiempo que medió entre el sueño de Hipólita y la extinción del punto de luz, la presencia de un quinto cuerpo opaco, de una quinta persona viva dentro de la biblioteca. Después, la obscuridad más completa saturó la habitación y no pudimos ver nada más. Pero oímos. Oímos, pocos segundos después, ruido de besos y suspiros, el ruido blando de la presión corporal sobre los cojines y muelles del causy-corner del escritorio; esto es, de la misma estancia en que estábamos ocultos. El doctor me apretó el brazo violentamente.
—¡Ea, diablos! ¿Para esto me ha traído usted? ¿Para atestiguar las infamias de un incesto?… —murmuró colérico a mi oído.
—No… no puede ser eso, protesto de…
—Cállese, hombre, y no sea mentecato… ¿No ve que la tía Hipólita, es todavía una mujer joven, hermosa e… histérica? Todo esto no es sino una farsa sutil ideada por una sensualidad enfermiza. Ea, yo me voy de aquí, ¡pero antes daré un susto a esos tórtolos, en compensación del papel poco airoso que estoy desempeñando aquí!
Y, sin que yo lo pudiera detener, salió del lugar en que estábamos escondidos, se dirigió de puntillas a una de las columnas de mármol, junto a la cual, en el muro, había visto una llave de luz, y dio vuelta al botón. Se oyó al momento de iluminarse la habitación un grito de agonía agudo, extrahumano, que me heló la sangre en las venas, porque tuve la sensación clara de que esa inflexión dolorosa no había salido de labios de persona viva. Loredano, de pie, con expresión, de indefinible espanto y extravío, nos miró, y, con el rostro contraído por una mueca horrible, soltó una risotada. Levantó la cortina y huyó por la biblioteca. Kellerman y yo consternados, le seguimos. En los sillones respectivos, junto a la mesa, estaban las tres señoras, aparentemente dormidas.
—¡Cómo ha hecho usted eso! Ha procedido deslealmente conmigo… Su conducta no es la de un caballero ni la de un médico, sino la de un miserable —dije, violento, al doctor.
No me respondió. Hizo luz y se acercó a las damas, con viva ansiedad pintada en el rostro, que se cubrió de una lividez intensa a medida que las fue examinando sucesivamente.
—¡Están muertas!… ¡Huyamos!… —murmuró con voz sorda, encaminándose prestamente al escritorio.
Quedé aterrado, y, perdida la conciencia de mi deber y de mi persona, le seguí como una bestia espantada, saltando tras él por la ventana.
Un cuarto de hora después se daba la señal de incendio. La casa de Loredano ardía. Se logró apagar el fuego. No creo necesario referir las eternas horas de angustia que pasé. Al día siguiente los periódicos daban detalles de lo sucedido. Según las crónicas del siniestro, «el distinguido caballero Loredano, tan ventajosamente conocido en nuestros aristocráticos círculos sociales» tuvo un furioso acceso de enajenación mental, «consecuencia, sin duda, de la grave enfermedad cerebral que le aquejó hace un año», y prendió fuego a su lujosa y confortable morada de la calle N. A poco de iniciado el incendio, y de advertido por la servidumbre, se procedió activamente a extinguirlo, así como al salvamento de las personas que habitaban la casa incendiada. Por desgracia, las tres damas, tías carnales del infortunado caballero, y que vivían haciéndole compañía desde la época de su grave dolencia, no pudieron ser salvadas. Se las encontró muertas en una de las salas de la casa, sin duda asfixiadas por el humo. Al señor Loredano se consiguió detenerlo en el momento en que, presa de espantosa crisis, se disponía a arrojarse en las llamas con un cuadro al óleo, magnífico retrato de mujer, pintado por el célebre Lazló. Y terminaba: «El señor Loredano ha sido conducido al Manicomio, en vista de la condición perfectamente clara de enajenado. Hacemos votos porque esta crisis, que tan dolorosas consecuencias ha tenido, sea pasajera, y se restablezca pronto la salud de tan estimable caballero».
Cuando el doctor Kellermann, después de su imprudente acción, vio a Loredano solo y se lanzó en su seguimiento a la biblioteca, yo inconscientemente, no por acto de súbita cleptomanía, sino obedeciendo a instintiva impulsión, recogí del causy-corner un objeto que vi brillar entre los pétalos de rosa: era una sortija. La cogí y la guardé en el bolsillo del chaleco. Varios días después de los sucesos que acabo de referir, reflexionando penosamente en la espantosa tragedia realizada y de la que en gran parte yo era responsable, recordé el acto inconsciente que ejecuté guardándome una sortija. La saqué del bolsillo: era un aro esponsalicio y tenía en la cara interior grabada la siguiente inscripción, en letras góticas diminutas y en noruego, que traducida significaba:
Olao a Lodoiska-12 de mayo de 1911.
Estábamos en noviembre de 1913, y fue en julio del año 12 que falleció Lodoiska Frogner, bella hija del embajador de Noruega…
No he vuelto a ver al doctor Kellerman. Cierto es que, un mes después de estos sucesos, emprendió viaje de placer a los Estados Unidos. Trascurridos varios años, hojeando en el Club las revistas y publicaciones, me puse a revisar una revista teosófica de los Estados Unidos, y vi el nombre del doctor Kellermann en la nómina de los miembros de número de la Teosophical Society of Psychicals Researchs de Nueva York.
VII
Seguramente, con lo que he relatado hay lo suficiente para llevar al ánimo del lector el convencimiento de la verdad del concepto que expresé al comenzar: que no es prudente ni útil profundizar demasiado la investigación de los fenómenos misteriosos. Sin embargo, aún tengo que decir algo más respecto a los acontecimientos narrados.
A principios del año pasado, o sea en 1920, llegó a esta ciudad mi primo el calaverón de Max Gilchristh, quien venía después de haber pasado diez años divirtiéndose en todas las capitales de Europa y derrochando su fortuna placenteramente. Éramos buenos amigos, y más de una vez me escribió invitándome a que fuera a acompañarle en sus tunantadas, invitación que, aunque estuve a punto de aceptar en dos ocasiones, no llegué a poner en práctica. Max era, con todo, un buen muchacho, y estoy seguro de que me habría ayudado, con el mayor gusto del mundo, a dilapidar los cien mil francos de que podía disponer para un año de jolgorio en París y Berlín. Una noche, en la que Max se quedó a comer en mi casa, recién llegado, nos pusimos a conversar de sobremesa, y en la expansión de nuestra antigua amistad y de nuestro estrecho parentesco le referí la trágica historia que he narrado en estas páginas. Todo me esperaba, menos que Max pudiera complementarlas.
Para no extender más de lo discreto este relato, voy a limitarme a extractar lo que me refirió mi primo Max. A fines de año 14 se hizo difícil la vida en París, con motivo de la guerra entre las potencias, estallada en Agosto; el patriotismo y el entusiasmo del pueblo francés, después de su bizarra defensa en el Marne que detuvo la invasión y el asalto de París por las huestes germanas, eran indescriptibles. No había más preocupación que la guerra y toda la actividad de la gran capital y del pensamiento de sus moradores estaban subordinados a la magna obra de la defensa nacional. Max no se sintió cómodo en ese ambiente y quiso visitar algunos de los países de Europa que no conocía. Entre estos estaban Dinamarca, Suecia y Noruega. Llegó a esta última nación en septiembre del año 15. Se alojó en Cristianía, en un confortable hotel de la Karl Johannes Gade, que es la principal avenida de la ciudad. Pronto se relacionó con la juventud alegre de la capital noruega. No solo por medio de las cartas de presentación que había llevado, sino por la acción de nuestro cónsul, un antiguo amigo y camarada del colegio. Entre las personas a quienes le vinculó una ligera simpatía, estaba un joven marino de agradable fisonomía, aspecto románticamente melancólico, que concurría con alguna frecuencia al Club, pero por desgracia se embriagaba también con alguna frecuencia. Se llamaba Olao Obersham. Estaba licenciado y suspendido de la marina de guerra. Llegaron a tener relativa intimidad y una noche, presionado por indiscreta curiosidad de Max, le refirió los motivos de la tristeza íntima que a veces le acometía y le estimulaba a buscar en el alcohol el lenitivo o la ofuscación de sus penas. Había amado con profunda ternura a su novia, una linda muchacha, hija mayor del conde Christian Frogner, exembajador de Noruega en remotos países. Lodoiska, que así se llamaba su amada, debía regresar a Cristianía para casarse con él. A fines del año 12, y poco antes de emprender el viaje de regreso, adquirió una enfermedad tropical que la llevó a la tumba. De esto hacía poco más de tres años. No la podía olvidar por más que se esforzaba, y sentía rabia por esta obsesión tenaz de sus sentimientos, porque tenía la seguridad de que su novia le había amado leal y profundamente, le habría hecho muy feliz, y merecía ser llorada eternamente. Sentía algo así como un irracional rencor por esta adherencia del dulce recuerdo que, sin saber por qué, le parecía ultrajado por la infidelidad irreparable de la muerte misma. Era bestial que le excitara el irresponsable alejamiento de la muerte, como si de ello fuera culpable la pobre niña; pero era así, y junto al tierno recuerdo, sentía confuso y amargo rencor. Quizás trastornos psíquicos derivados del uso ya inmoderado de las bebidas. El padre de Lodoiska, en cuanto regresó, se había encerrado con su familia en el castillo de Gjoenik, a las márgenes de un lago. Estuvo inconsolable por la muerte de la más querida de sus hijas. Hacía ocho meses había muerto también y, antes de fallecer, había dispuesto que el cadáver de Lodoiska fuera traído y guardado en el cementerio de familia, en Cristianía. En esos días debía justamente llegar la nave portadora de los restos de Lodoiska. En efecto, diez días después, llegó el esperado vapor, y la familia de la muerta señaló la fecha de la inhumación de los restos, operación que debía realizarse privadamente con la asistencia de miembros muy cercanos de la familia, representantes de la autoridad política y municipal, un pastor, Olao y nuestro cónsul. Pero sucedió que este, a quien diariamente visitaba Max, cayó gravemente enfermo la víspera de la ceremonia fúnebre, con un ataque hepático que requería inmediata intervención quirúrgica. El consulado no tenía empleados, pues la relación comercial entre los dos países no era muy grande. La exportación de Noruega a nuestro país se reducía a cargamentos de pulpa para la fabricación de papel y bacalao. Para estos despachos que se hacían quincenalmente no se requería mayor personal en el consulado. La embajada que la cancillería noruega acreditó en nuestro país se había debido a razones ocultas de orden político y de acuerdo con las demás naciones, pues, dentro de las prácticas internacionales, Noruega no tenía derecho a tan alta representación diplomática, concedida solo a las potencias. En vista de la imposibilidad en que se encontraba el cónsul de prestar sus servicios oficiales, dio su representación a Max por medio de una carta credencial, que tanto la autoridad como la familia tuvieron la cortesía de aceptar. Cedo aquí la palabra a mi primo Max:
—…Estaban presentes un tío de la muerta, caballero de unos sesenta años y de bondadoso aspecto, dos hermanos de ellas, jovenzuelos de 17 a 19 años respectivamente, un comisario de policía o cosa por el estilo, un alto funcionario municipal, un pastor, un notario, Olao, varios empleados inferiores del cementerio y yo. Antes de hacer la inhumación en el claro de un bosquecillo de cipreses y sauces en que se alzaban en el suelo varias tumbas con cruces y túmulos, había que hacer la atestación o acto de constancia, para lo cual pasamos a la oficina del cementerio, vasta sala con mesas de mármol, sobre una de las que se hizo la apertura del ataúd en que vino el cadáver, fina caja de roble blanco y plata con forro interior de acero. La familia había dispuesto que los restos de la pobre niña fueran trasladados a otra caja riquísima de ébano y marfil. Al destaparse el ataúd, apareció el rostro descarnado o, mejor dicho, la seca calavera de la que había sido una mujer hermosa. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho, y en el anular de la mano derecha una sortija. No se oía, en medio del relativo silencio en que se efectuaba la fúnebre ceremonia, sino los contenidos sollozos de los dos mozalbetes y de Olao. De repente vimos a este ponerse espantosamente lívido, mirar con los ojos desmesuradamente abiertos las manos del cadáver y precipitarse sobre ellas arrancando la sortija… Fue una cosa espantosamente desagradable. Como un frenético, dio un tirón brutal y arrancó la sortija y el dedo. Era un anillo de oro con una piedra negra grabada. Examinó ávidamente la sortija, y luego la arrojó violentamente contra el suelo, con el hueso en que estaba inserta, y, profiriendo una blasfemia, se alejó precipitadamente, dando traspiés como un ebrio. La consternación de todos los presentes fue grande, y nadie se explicaba la incomprensible actitud sino como una perturbación de su dolor y como una muestra de desequilibrio debida a su vicio alcohólico. Yo recogí el triste despojo y lo coloqué en el ataúd, pero antes dirigí una mirada a la piedra de la sortija. Tenía finalmente grabado un escudo nobiliario, con un árbol frondoso, olmo, haya o encina, y encima la inscripción Surgit per se…
—¡La sortija de Loredano! —exclamé lleno de estupor.
—No sé de quien. Pero lo más terrible fue que, al hacer la traslación del cadáver a su nueva caja, una parte del vestido o mortaja, que de ambas cosas tenía, se enganchó en una de las piezas de plata del primitivo ataúd y, rompiéndose la podrida tela, dejó caer a nuestros pies… algo que no puedes imaginar…
—¡Realmente no acierto con lo que pudo ser!
—Pues… ¡la osamenta de un pequeño feto de seis o siete meses!…