Sed de sangre

Nunca he logrado decidir si el doctor Taverner debía ser el héroe o el villano de estas historias. No se puede cuestionar que era un hombre de ideales altruistas, pero, en los métodos que usaba para poner en práctica esos ideales, era absolutamente despiadado. No evadía la ley, simplemente la ignoraba, y aunque la exquisita ternura con la que trataba a sus pacientes conformaba todo un sistema de educación en sí misma, utilizaría ese maravilloso método psicológico suyo para destrozar un alma en pedazos, trabajando tan silenciosa, metódica y benevolentemente como si estuviera empeñado en curar a su paciente.

La forma en que conocí a este extraño hombre fue bastante sencilla. Después de ser dado de baja del Cuerpo Médico del Ejército Real (R.A.M.C.), fui a una agencia médica y pregunté por puestos que estuviera disponibles.

—He salido del ejército con los nervios destrozados —dije—. Necesito un lugar tranquilo para recuperarme.

—Lo mismo quiere todo el mundo —dijo el empleado.

Me miró pensativamente.

—Me pregunto si le gustaría probar un lugar que hemos tenido en nuestros registros desde hace un tiempo. Hemos enviado a varios hombres allí, pero ninguno ha querido quedarse.

Me envió a una consulta de Harley Street, y allí conocí al hombre que, fuera bueno o malo, siempre he considerado la mente más privilegiada que jamás he conocido. Alto y delgado, con un semblante parecido al pergamino, podría haber tenido cualquier edad entre los treinta y cinco y los sesenta y cinco años. Le he visto pasar de una edad a otra en cuestión de una hora. No perdió el tiempo en ir al grano.

—Quiero un superintendente médico para mi residencia clínica —me dijo—. He escuchado que se ha especializado, en la medida en que el ejército lo permitió, en casos mentales. Me temo que encontrará mis métodos muy diferentes a los ortodoxos. Sin embargo, como a veces tengo éxito donde otros fallan, considero que está justificado que continúe experimentando; lo cual, doctor Rhodes, creo que es todo a lo que puede aspirar cualquiera de mis colegas.

La actitud cínica del hombre me molestó, aunque no podía negar que el tratamiento mental no era todavía una ciencia exacta. Como si respondiera a mi pensamiento, continuó diciendo:

—Mi principal interés radica en esas regiones de la psicología que la ciencia ortodoxa aún no se ha atrevido a investigar. Si trabaja conmigo verá cosas extrañas, pero todo lo que le pido es que mantenga la mente abierta y la boca cerrada.

Aunque sentí un rechazo instintivo por aquel hombre, acepté el puesto, pues emanaba tal fuerza de atracción, tal sentido del poder y de la investigación pionera, que acabé dándole el beneficio de la duda para ver a dónde podía llevarnos. Su personalidad extraordinariamente estimulante, que parecía poner mi cabeza a su máxima capacidad, me hizo sentir que él podría ser un buen tónico para un hombre que, momentáneamente, había perdido el control sobre su vida.

—Salvo que tenga que recoger muchas cosas y hacer la maleta —dijo—, yo mismo puedo llevarle a mi residencia clínica. Si me acompaña al garaje, le acercaré a su alojamiento, recogeremos sus cosas y estaremos allí antes de que oscurezca.

Condujimos a una velocidad bastante alta por la carretera de Portsmouth hasta llegar a Thursley, y luego, para mi sorpresa, mi compañero giró a la derecha, llevándonos por un camino de carros que atravesaba un páramo lleno de brezos.

—Este es el Campo de Thor —dijo, mientras una región desolada se desplegaba ante nosotros—. El antiguo culto todavía sobrevive por aquí.

—¿La fe católica? —pregunté.

—La fe católica, mi estimado señor, es algo innovador. Me refería al culto pagano. Los campesinos de aquí todavía conservan fragmentos del antiguo ritual; piensan que les trae suerte, o alguna superstición similar. No conocen su significado interno. —Hizo una pausa por un momento, y luego se volvió hacia mí, diciendo con extraordinario énfasis—: ¿Alguna vez ha pensado lo que supondría que un hombre tuviera el conocimiento necesario pudiera reconstruir el ritual completo?

Admití que no lo había hecho. La cuestión quedaba francamente más allá de mis capacidades, pero sí era cierto que me había llevado al lugar menos cristiano que había visto en mi vida.

Su residencia clínica, sin embargo, contrastaba con la región salvaje y austera que lo rodeaba. El jardín era un derroche de colores, y, la casa, antigua y enmarañada y cubierta de enredaderas, era tan encantadora por dentro como por fuera; me recordaba al Oriente, me recordaba al Renacimiento y, sin embargo, no tenía un estilo marcado más allá de ser una cálida y rica paleta de colores y comodidad.

Pronto asumí mis funciones, que encontré sumamente interesantes. Como ya he mencionado, el trabajo de Taverner comenzaba donde terminaba la medicina ordinaria, y tengo bajo mi cuidado casos que el médico común habría remitido a la segura custodia de un manicomio, considerándolos simplemente como locura. Sin embargo, Taverner, mediante sus peculiares métodos de trabajo, revelaba causas que operaban tanto en el interior del alma como en el reino sombrío en el que el alma tiene su morada, lo que arrojaba una luz completamente nueva sobre el problema y, a menudo, le permitía rescatar a un hombre de las influencias oscuras que lo estaban cercando. El asunto de la matanza de ovejas fue una muestra interesante de cómo operaban sus métodos.

Durante una tarde lluviosa, recibimos en la residencia la visita de una vecina, lo que no era muy común debido a que se juzgaba con cierta suspicacia tanto a Taverner como su trabajo. Nuestra visitante se deshizo de su empapado impermeable, pero se negó a aflojar el pañuelo que, a pesar del clima cálido, tenía enrollado apretadamente alrededor de su cuello.

—Creo que está especializado en casos mentales —le dijo a mi colega—. Me gustaría mucho hablar con usted sobre un asunto que me tiene preocupada.

Taverner asintió mientras la observaba en busca de síntomas con sus agudos ojos.

—Se trata de un amigo mío; de hecho creo que puedo llamarlo mi prometido porque, aunque él me ha pedido que rompa nuestro compromiso, me he negado a hacerlo; no porque quiera retener a un hombre que ya no me ama, sino porque estoy convencida de que todavía se preocupa por mí, y que hay algo que se interpone entre nosotros, y que él no me quiere contar.

»Le he suplicado que sea sincero conmigo y que compartamos la dificultad juntos, ya que lo que parece un obstáculo insuperable para él quizás no lo sea para mí; pero ya sabe cómo son los hombres cuando creen que su honor está en juego. —Nos miró a uno y a otro, sonriendo. Ninguna mujer cree que los hombres que la rodean son adultos; y quizás tengan razón. A continuación se inclinó hacia adelante, entrelazando sus manos con ansia—. Creo que he encontrado la clave del misterio. Quiero que me digan si es posible o no.

—¿Me dará los detalles? —dijo Taverner.

—Nos comprometimos mientras Donald estaba destinado aquí por su entrenamiento (eso fue hace casi cinco años), y siempre hubo una armonía perfecta entre nosotros hasta que dejó el Ejército, cuando todos comenzamos a notar un cambio en él. Estaba en casa tanto tiempo como siempre, pero parecía querer evitar el quedarse a solas conmigo.

»Antes solíamos dar juntos largos paseos por los páramos, y tras su vuelta se negó en rotundo a ello. Después de eso, y sin previo aviso, me escribió y me dijo que no podía casarse conmigo, y que no quería volver a verme. Puso algo extraño en su carta. Dijo: “Incluso si yo acudiera a ti, y te pidiera que me vieras, te ruego que no lo hagas”.

»Mi familia pensó que se había comprometido con alguna otra chica, y estaban furiosos con él por dejarme plantada, pero creo que hay algo más en todo esto. Le escribí, pero no recibí respuesta, y había llegado a la conclusión de que debía tratar de sacar todo este asunto de mi vida cuando de repente volvió a aparecer. Aquí es donde viene la parte extraña.

»Oímos a las gallinas montar alboroto una noche, y pensamos que un zorro las estaba persiguiendo. Mis hermanos salieron armados con palos de golf, y yo fui con ellos. Cuando llegamos al gallinero encontramos varias gallinas con las gargantas desgarradas, como si una rata hubiera estado entre ellas, pero los chicos descubrieron que la puerta del gallinero había sido forzada, algo que ninguna rata podría hacer. Dijeron que un gitano debía de haber intentado robar las aves, y me dijeron que volviera a casa. Estaba regresando a través de los arbustos cuando de repente alguien salió frente a mí. Había bastante luz, ya que la luna estaba casi llena, y reconocí a Donald. Extendió los brazos y fui hacia él, pero, en lugar de besarme, de repente inclinó la cabeza y… ¡miren!

Se quitó el pañuelo del cuello y nos mostró un semicírculo de pequeñas marcas azules en la piel, justo debajo de la oreja: la inequívoca huella de dientes humanos.

—Estaba buscando la yugular —dijo Taverner—; tuvo suerte de que no rompiera la piel.

—Le dije: «Donald, ¿qué estás haciendo?». Mi voz pareció traerlo de vuelta a la realidad, y me soltó y se fue corriendo entre los arbustos. Los chicos lo persiguieron, pero no lo atraparon, y no lo hemos vuelto a ver desde entonces.

—Supongo que informó a la policía —dijo Taverner.

—Mi padre les dijo que alguien había intentado robar en el gallinero, pero no saben quién fue. Verán, no les dije que había visto a Donald.

—Y camina por los páramos sola, sabiendo que podría estar acechando por la zona.

Ella asintió.

—Le aconsejaría que no lo haga, señorita Wynter; ese hombre probablemente sea extremadamente peligroso, especialmente para usted. La llevaremos de regreso en el automóvil.

—¿Cree que se volvió loco? Eso es exactamente lo que pienso. Creo que sabía que se estaba volviendo loco, y por eso rompió nuestro compromiso. Doctor Taverner, ¿no hay nada que se pueda hacer por él? Me parece que Donald no está loco de la forma habitual. Una vez tuvimos una criada que perdió la cabeza, y todo en ella parecía locura, si me entiende; pero con Donald es como si solo una pequeña parte de él estuviera loca, como si su locura estuviera fuera de él. ¿Puede comprender lo que quiero decir?

—Me parece que ha dado una descripción muy clara de un caso de interferencia psíquica, lo que en los tiempos bíblicos se conocía como «estar poseído por un demonio» —dijo Taverner.

—¿Puede hacer algo por él? —preguntó la chica, ansiosa.

—Puede que pueda hacer mucho si logra que venga a verme.

Al día siguiente, en la consulta de Harley Street, descubrimos que el mayordomo había reservado una cita para un tal capitán Donald Craigie. Descubrimos que era una personalidad de encanto singular, uno de esos hombres altamente sensibles e imaginativos que tienen las cualidades de un artista en potencia. En su estado normal tenía que ser una compañía encantadora, pero, mientras nos miraba desde el escritorio de la consulta, se podía ver que estaba pasando por un mal momento.

—Les confesaré este asunto abiertamente —dijo—. Supongo que Beryl les habló de las gallinas.

—Nos dijo que intentó morderla.

—¿Les dijo que mordí a los gallinas? Porque, bueno, lo hice.

Hubo silencio durante un instante. Luego Taverner dijo:

—¿Cuándo comenzó este problema?

—Tras sufrir una conmoción traumática en la guerra. Fui arrojado fuera de una trinchera por una explosión, y eso me afectó bastante. Pensé que había tenido suerte, porque solo estuve en el hospital unos diez días, pero supongo que esto es parte de las secuelas.

—¿Es usted una de esas personas que sienten horror ante la sangre?

—No especialmente. No me gustaba, pero podía soportarla. Tuvimos que acostumbrarnos a ello en las trincheras; siempre había alguien herido, incluso en los momentos más tranquilos.

—Y muerto —agregó Taverner.

—Sí, y muerto —dijo nuestro paciente.

—Así que desarrolló apetito por la sangre.

—Más o menos, sí.

—Carne poco hecha y todas esas cosas, supongo.

—No, eso no me sirve. Parece una cosa horrible, pero es la sangre fresca la que me atrae, la sangre tal como sale de las venas de la víctima.

—¡Ah! —dijo Taverner—. Eso cambia la perspectiva del caso.

—No pensaba que pudiera ser mucho más tenebroso.

—Al contrario, lo que acaba de contar hace que la perspectiva sea mucho más esperanzadora. No es tanto un deseo de sangre, lo cual podría ser un efecto de la mente subconsciente, como un hambre de vitalidad, que es un asunto completamente diferente.

Craigie levantó la vista rápidamente.

—Exactamente eso. Nunca había podido expresarlo antes con palabras, pero ha dado en el clavo —dijo.

Vi que la perspicacia de mi colega le había generado mucha confianza.

—Me gustaría que viniera a mi residencia a pasar un tiempo bajo mi observación personal —dijo Taverner.

—Me gustaría mucho, pero creo que hay algo más que antes debería saber. Esto ha empezado a afectar a mi carácter. Al principio parecía algo externo, ajeno a mí, pero ahora estoy respondiendo a ello, casi ayudándolo, y trato de encontrar formas de que quede satisfecho sin meterme en problemas. Por eso fui a por las gallinas cuando estuve en casa de los Wynter. Tenía miedo de perder el control y atacar a Beryl. Al final lo hice, como ya vieron, así que no sirvió de mucho. De hecho, creo que hizo más daño que bien, porque parece que entré en un contacto mucho más cercano con «eso» después de haber cedido al impulso. Sé que lo mejor que podría hacer sería quitarme la vida, pero no me atrevo. Siento que, después de muerto, tendría que enfrentarme cara a cara con «eso», sea lo que sea.

—No tiene por qué tener miedo de venir a la residencia —dijo Taverner—. Cuidaremos de usted.

Después de irse, Taverner me dijo:

—¿Alguna vez ha oído hablar de los vampiros, Rhodes?

—Sí, claro —dije—. Una vez tuve un episodio de insomnio y solía leer Drácula para conciliar el sueño.

—Ese de ahí —dijo asintiendo con la cabeza en dirección al hombre que se alejaba— es un espécimen notablemente bueno.

—¿Quiere decir que va a llevar un caso tan repugnante como ese a Hindhead?

—No es repugnante, Rhodes, es un alma en una mazmorra. Y puede que ese alma no sea muy amigable, pero no deja de ser humana. Déjala salir y pronto se limpiará a sí misma.

Solía maravillarme con la prodigiosa tolerancia y compasión que Taverner tenía hacia la humanidad errante.

—Cuanto más ves de la naturaleza humana —me dijo una vez—, menos te sientes inclinado a condenarla, porque te das cuenta de lo mucho que ha luchado. Nadie hace lo malo porque le guste, sino porque es el menor entre dos males.

Un par de días después me llamaron de la oficina de la residencia para recibir a un nuevo paciente. Era Craigie. Había llegado hasta la entrada, y allí se había quedado, atascado. Parecía tan avergonzado de sí mismo que no tuve corazón para administrar la juiciosa intimidación que es habitual en tales circunstancias.

—Siento como si estuviera conduciendo a un caballo testarudo —dijo—. Quiero entrar, pero no puedo.

Llamé a Taverner, y la visión de él pareció aliviar a nuestro paciente.

—Ah —dijo—, me da confianza. Siento que puedo desafiar a «eso». —Y, enderezando los hombros, cruzó el umbral.

Una vez dentro, pareció que su mente se liberaba del peso, acomodándose bastante felizmente a la rutina del lugar. Beryl Wynter solía acercarse casi todas las tardes, sin que lo supiera su familia, para animarlo; de hecho, él parecía estar recuperándose.

Una mañana estaba paseando por los jardines con el jardinero jefe, planeando algunas pequeñas mejoras, cuando me hizo un comentario que tuve motivo para recordar más tarde.

—Uno pensaría que todos los prisioneros alemanes deberían haber regresado ya, ¿verdad? Pues no lo han hecho. Vi a uno la otra noche, en el camino que hay al otro lado de la puerta trasera. Nunca pensé que vería ese repugnante uniforme gris verdoso otra vez.

Simpaticé con su antipatía; había sido prisionero de los alemanes, y el recuerdo no era de los que se desvanecían.

No di más importancia a su comentario, pero, unos días después, lo recordé cuando uno de nuestros pacientes vino y me dijo:

—Doctor Rhodes, creo que resulta sumamente antipatriótico emplear prisioneros alemanes en el jardín, cuando hay muchos soldados retirados que no pueden conseguir trabajo.

Le aseguré que no hacíamos tal cosa, ya que ningún alemán sobreviviría a un día de trabajo bajo la supervisión de nuestro jardinero jefe, que también había sido prisionero.

—Pero vi claramente a ese hombre dando vueltas por los invernaderos anoche, a la hora del cierre —declaró—. Lo reconocí por su gorra plana y su uniforme gris.

Le mencioné esto a Taverner.

—Dígale a Craigie que en ninguna circunstancia debe salir después del anochecer —dijo—, y dígale a la señorita Wynter que sería mejor que se mantuviera alejada por el momento.

Una noche o dos después, mientras paseaba por los jardines fumando un cigarrillo después de cenar, me encontré con Craigie apresurándose entre los arbustos.

—El doctor Taverner le estará vigilando —le dije.

—Se me escapó la bolsa del correo —respondió— y voy al buzón.

La siguiente noche volví a encontrar a Craigie en los jardines después de oscurecer.

Me acerqué a él.

—Oiga, Craigie —dije—, si viene a este lugar debe seguir las reglas, y el doctor Taverner quiere que se quede dentro después del anochecer.

Craigie enseñó los dientes y me gruñó como un perro. Lo tomé del brazo y lo llevé a la casa, luego informé el incidente a Taverner.

—La criatura ha vuelto a ejercer su influencia sobre él —dijo—. Evidentemente no podemos eliminarla de su existencia manteniéndola alejada; tendremos que usar otros métodos. ¿Dónde está Craigie en este momento?

—Está tocando el piano en la sala de estar —respondí.

—Entonces subiremos a su habitación y la desactivaremos.

Mientras seguía a Taverner escaleras arriba, me dijo:

—¿Alguna vez se preguntó por qué Craigie se resistió a atravesar el umbral de la puerta?

—No le presté atención —dije—. Es algo común en casos de trastornos mentales.

—Sobre esta casa hay una esfera de influencia, una especie de campana psíquica, para mantener fuera a entidades malévolas, lo que en lenguaje popular podría llamarse un «conjuro». El «familiar» de Craigie no podía entrar y no le gustó quedarse atrás. Pensé que podríamos cansarlo manteniéndolo alejado de sus influencias, pero ejerce un control demasiado fuerte y Craigie coopera deliberadamente con él. Las malas compañías corrompen las buenas costumbres, y no puedes juntarte con algo así y no acabar contaminado, especialmente si eres un celta sensible como Craigie.

Cuando llegamos a la habitación, Taverner se acercó a la ventana y pasó la mano por el umbral, como si estuviera apartando algo.

—Ahí está —dijo—. Bien, ahora «eso» puede entrar y atraer a Craigie, y nosotros veremos qué hace.

Se detuvo nuevamente en el umbral de la puerta, e hizo un gesto en el dintel.

—No creo que este lo pueda atravesar —dijo.

Cuando regresé al despacho, encontré al policía del pueblo esperándome.

—Agradecería que le echara un ojo a su perro, señor —dijo—. Hemos recibido últimamente quejas de ataques a ovejas, y, sea cual sea el animal responsable, opera en un radio de cinco kilómetros con este lugar como punto de origen.

—Nuestro perro es un airedale —dije—. No creo que sea el culpable. Por lo general, son los collies los que se dedican a matar ovejas.

A las once en punto apagamos las luces y llevamos a nuestros pacientes a la cama. A petición de Taverner, me cambié de ropa y me puse un traje viejo y zapatillas de tenis con suela de goma, y me uní a él en la sala de fumadores, que estaba debajo del dormitorio de Craigie. Nos sentamos en la oscuridad, esperando a que pasara algo.

—No quiero que haga nada —dijo Taverner—, solo que le siga y vea qué sucede.

No tuvimos que esperar mucho tiempo.

En unos quince minutos escuchamos un susurro en las enredaderas, y bajó Craigie a toda prisa, balanceándose por las grandes ramas de glicina que cubrían la pared. Mientras desaparecía entre los arbustos, me deslicé tras él, manteniéndome bajo la sombra de la casa.

Avanzaba con un sigiloso trote canino por los caminos rodeados de brezo, en dirección hacia Frensham.

Al principio corría y me agachaba, aprovechando cada parche de sombra, pero pronto vi que esta precaución era innecesaria. Craigie estaba absorto en sus propios asuntos, y entonces me acerqué más a él, siguiéndole a unos sesenta metros de distancia.

Se desplazaba con paso enérgico, una especie de trote constante que me recordaba a un sabueso. Los amplios y desolados páramos de esa región abandonada se extendían a ambos lados, cinturones de niebla llenaban los huecos, y las alturas de Hindhead se recortaban contra las estrellas. No estaba nervioso; en un enfrentamiento uno contra uno me consideraba a la altura de Craigie, y, además, estaba armado con lo que se conoce técnicamente como un soother: setenta centímetros de tubería de plomo insertada en una manguera de goma. No suele estar registrado entre el equipamiento oficial de las mejores residencias, pero a menudo se puede encontrar en la pernera de algún cuidador.

Si hubiera sabido con qué tenía que lidiar, no habría depositado tanta confianza en mi soother. La ignorancia a veces es un excelente sustituto del coraje.

De repente, de entre el brezo frente a nosotros salió una oveja, y entonces comenzó la persecución. Craigie se lanzó tras ella, y el aterrorizado animal huyó. Una oveja puede moverse notablemente rápido durante una corta distancia, pero la pobre bestia, cargada de lana, no pudo mantener el ritmo, y Craigie la alcanzó, conduciéndola en círculos que gradualmente se reducían. La oveja se tropezó, cayó de rodillas y, de pronto, él estaba sobre ella. Tiró de su cabeza hacia atrás y no puedo decir si usó un cuchillo o no, porque una nube pasó por delante de la luna y me lo ocultó; pero lo que sí vi fue que algo semitransparente pasaba entre mí y la oscura y pujante masa amorfa que se retorcía entre el brezo. A medida que la luna se libraba de las nubes, distinguí poco a poco la gorra de borde plano, y el uniforme gris verdoso del Ejército Alemán.

No puedo transmitir de ninguna manera el repugnante horror que me provocó aquella visión: una criatura que no era un hombre ayudando a un hombre que, por el momento, no era humano.

Poco a poco, los esfuerzos de la oveja fueron debilitándose, hasta que finalmente cesaron.

Craigie enderezó la espalda y se puso de pie; luego, partió con su constante trote hacia el este, con su gris «familiar» justo detrás de él.

Cómo hice el viaje de regreso a casa no lo sé. No me atreví a mirar atrás, no fuera a encontrar una Presencia junto a mí; cada soplo de viento que corría entre el brezo parecían ser dedos fríos en mi garganta; los abetos extendían largos brazos para atraparme al pasar por debajo de ellos, y los arbustos se levantaban y asumían formas humanas. Me movía como un corredor en una pesadilla, haciendo esfuerzos prodigiosos para alcanzar una meta que se alejaba.

Finalmente, crucé el césped de la casa iluminado por la luna —sin importarme quién pudiera estar mirando por las ventanas—, entré en la sala de fumadores y me arrojé boca abajo en el sofá.

—Vaya, vaya —dijo Taverner—. ¿Realmente ha sido tan horrible como parece?

No podía decirle lo que había visto, pero él parecía saberlo.

—¿Hacia dónde fue Craigie después? —preguntó.

—Hacia la salida de la luna —le dije.

—¿Y estaba de camino a Frensham? Entonces se dirige hacia la casa de los Wynter. Esto es muy grave, Rhodes. Debemos seguirlo; tal vez ya sea demasiado tarde. ¿Se siente capaz de venir conmigo?

Me dio un fuerte vaso de coñac y fuimos a sacar el coche del garaje. En compañía de Taverner me sentía seguro. Podía entender la confianza que inspiraba a sus pacientes. Fuera lo que fuese aquella sombra gris, sentía que él podía enfrentarse a ella, y que yo estaría a salvo.

No tardamos en llegar a nuestro destino.

—Creo que dejaremos el coche aquí —dijo Taverner, girando hacia un camino cubierto de hierba—. No queremos despertarlos, si podemos evitarlo.

Nos movimos con precaución sobre la hierba empapada de rocío hacia el prado que delimitaba por un lado del jardín de los Wynter. Estaba separado del césped por una valla hundida, y podíamos controlar toda la fachada de la casa y llegar fácilmente al porche si así lo deseábamos. A la sombra de una pérgola de rosas hicimos una pausa. Los grandes racimos de flores, sin color bajo la luz de la luna, parecían una espeluznante burla del asunto que nos ocupaba.

Durante un tiempo esperamos, y luego un movimiento atrajo mi atención.

Por el prado a nuestra espalda algo se movía con trote lento; trazó un amplio arco, cuyo foco estaba en la casa, y desapareció en un pequeño bosquecillo de la izquierda. Pudo haber sido mi imaginación, pero me pareció ver un rastro de niebla en sus talones.

Permanecimos donde estábamos y pronto volvió a aparecer, esta vez trazando un círculo más pequeño, evidentemente acercándose a la casa. La tercera vez que reapareció fue más rápido, y esta vez ya estaba entre nosotros y la casa.

—¡Rápido! Bloquéelo —susurró Taverner—. En la siguiente vuelta empezará a trepar por las enredaderas.

Saltamos la valla hundida y corrimos por el césped. Mientras lo hacíamos, la figura de una chica apareció en una de las ventanas; era Beryl Wynter. Taverner, claramente visible bajo la luz de la luna, puso su dedo sobre los labios y le hizo señas para que bajara.

—Voy a hacer algo muy arriesgado —susurró—, pero ella es una chica valiente y, si no le falla el valor, podremos lograrlo.

En pocos segundos, ella salió por una puerta lateral y se unió a nosotros, con un abrigo sobre su camisón.

—¿Está dispuesta a emprender una tarea sumamente desagradable? —le preguntó Taverner—. Puedo garantizarle que estará perfectamente segura mientras mantenga la calma, pero, si pierde los nervios, estará en grave peligro.

—¿Tiene que ver con Donald? —preguntó ella.

—Sí —dijo Taverner—. Espero poder liberarlo de la cosa que lo acecha y trata de obsesionarlo.

—La he visto —dijo ella—; es como una madeja de vapor gris que flota justo detrás de él. Tiene la cara más espantosa que haya visto. Se acercó a la ventana anoche, solo el rostro, mientras Donald daba vueltas y vueltas a la casa.

—¿Qué hizo usted? —preguntó Taverner.

—No hice nada. Tenía miedo de que, si alguien lo encontraba, lo llevase a un manicomio, y entonces no tendríamos ninguna posibilidad de que se recuperara.

Taverner asintió.

—El perfecto amor ahuyenta al miedo —dijo—. Podrá hacer lo que se requiere de usted.

Colocó a la señorita Wynter frente al porche, bajo la luz de la luna llena.

—Tan pronto como Craigie la vea —dijo—, retírese alrededor de la esquina de la casa, hacia el patio trasero. Rhodes y yo la estaremos esperando allí.

Una estrecha puerta conectaba esa zona con el patio, y Taverner me indicó que tomara posición justo junto a su arco.

—Inmovilícelo cuando pase junto a usted, y aguante como si le fuera la vida en ello —dijo—. Tan solo asegúrese de que no le muerda; estas cosas son contagiosas.

Apenas habíamos tomado posiciones cuando escuchamos el incansable trote dando la vuelta una vez más, esta vez casi en el porche. Evidentemente, vio a la señorita Wynter, ya que el sigiloso paso acolchado se convirtió en una frenética carrera sobre la grava, y la chica pasó rápidamente por el arco y buscó refugio detrás de Taverner. Justo tras ella venía Craigie. Si hubiera dado otro paso la habría atrapado, pero yo lo agarré al momento por los codos, inmovilizándolo de manera segura. Por un momento nos balanceamos y luchamos sobre las losas empapadas de rocío, pero lo sujeté con un viejo agarre de lucha y lo mantuve.

—Ahora —dijo Taverner—, si mantiene sujeto a Craigie, yo me encargaré del otro. Pero primero debemos alejarlo; de lo contrario, volverá hacia él, y Craigie podría morir por el shock. Ahora, señorita Wynter, ¿está dispuesta a desempeñar su papel?

—Estoy dispuesta a hacer lo que sea necesario —respondió ella. Taverner sacó un bisturí de un estuche de bolsillo e hizo una pequeña incisión en la piel de su cuello, justo debajo de la oreja. Una gota de sangre se formó lentamente, mostrándose negra bajo la luz de la luna.

—Ese es el cebo —dijo—. Ahora, acérquese a Craigie y atraiga a la criatura; consiga que la siga y llévela afuera, a campo abierto.

A medida que ella se acercaba, Craigie se revolvió y forcejeó contra mis brazos como una bestia salvaje, y luego algo gris y sombrío salió de la penumbra de la pared y se detuvo por un momento junto a mi codo. La señorita Wynter se acercó más, casi caminando en dirección a esa cosa.

—No se acerque demasiado —exclamó Taverner, y ella se detuvo.

Luego, la forma gris pareció decidirse; se separó de Craigie y avanzó. Ella retrocedió hacia Taverner, y la Cosa salió a la luz de la luna. Podíamos verla claramente, desde la gorra de borde plano a las botas hasta la rodilla; sus pómulos altos y sus ojos estrechos ubicaban su origen en la esquina sureste de Europa, donde extrañas tribus desafían aún a la civilización y mantienen sus aún más extrañas creencias.

La sombría forma avanzó, siguiendo a la chica a través del patio, y cuando estaba a unos seis metros de Craigie, Taverner salió rápidamente detrás de ella, cortando su retirada. Giró al momento, instantáneamente consciente de su presencia, y luego comenzaron a jugar a «el gato en la esquina». Taverner intentaba conducir a la Cosa a una especie de corral psíquico que había creado para recibirla. Invisible para mí, las líneas de fuerza psíquica que la limitaban eran evidentemente perceptibles para la criatura que estábamos cazando. Se deslizaba de un lado a otro en sus esfuerzos por escapar, pero Taverner la conducía todo el tiempo hacia el vértice del triángulo invisible, donde podría darle su golpe de gracia.

Entonces llegó el final. Taverner saltó hacia adelante. Hubo un Signo y luego un Sonido. La forma gris comenzó a girar como una peonza. Cada vez más rápido, sus contornos se fusionaron en una espiral giratoria de niebla, y luego se rompió. Las partículas que habían compuesto su forma salieron al espacio, y, con un grito casi inaudible y de suprema velocidad, el alma fue enviada a su lugar designado.

En ese momento, algo pareció elevarse. El espacio empedrado dejó de ser un infierno helado de ilimitado horror para convertirse en un patio trasero normal, los árboles dejaron de ser amenazas tentaculadas, la penumbra de la pared ya no parecía una emboscada, y supe que nunca más se deslizaría desde la oscuridad una sombra gris inmersa en su horrible caza.

Liberé a Craigie, quien se derrumbó a mis pies: la señorita Wynter fue a despertar a su padre, mientras Taverner y yo llevábamos al hombre inconsciente a la casa.

Nunca supe qué magistrales mentiras contó Taverner a la familia, pero un par de meses después recibimos, en lugar del convencional fragmento de pastel de bodas, un trozo verdaderamente sustancioso, con una nota de la novia diciendo que iba destinado para la alacena del despacho, donde sabía que guardábamos provisiones para esas comidas nocturnas que los peculiares hábitos de Taverner nos imponían.

Fue durante una de estas cenas de medianoche que pregunté a Taverner sobre el extraño asunto de Craigie y su «familiar».

Durante mucho tiempo no había sido capaz de mencionarlo; el recuerdo de aquel horrible asesino de ovejas era algo que no soportaba.

—Ya ha oído hablar de los vampiros —dijo Taverner—. Y ese fue un caso típico. Durante casi cien años, han sido prácticamente desconocidos en Europa (en Europa Occidental, quiero decir), pero la Guerra ha causado un nuevo brote, y se han reportado bastantes casos.

»Al principio, cuando estos casos se descubrieron por primera vez (es decir, cuando algún pobre chico era sorprendido atacando a los heridos), lo que hacían era llevar al sujeto tras las líneas y fusilarlo, lo cual no es una forma satisfactoria de lidiar con un vampiro, a menos que también te tomes la molestia de quemar su cuerpo, siguiendo la buena y antigua manera de enfrentarte a los practicantes de magia negra. Luego, nuestra generación ilustrada llegó a la conclusión de que no se estaba tratando con criminales, sino con una enfermedad, y pusieron a los desafortunados individuos afectados por esta horrible obsesión en manicomios, donde normalmente no vivían mucho tiempo, al cortarse el suministro de su peculiar alimento. Pero nunca se le ocurrió a nadie que podría tratarse de más de un factor, que lo que realmente tenían enfrente era una siniestra asociación entre muertos y vivos.

—¿Qué diablos quiere decir? —pregunté.

—Tenemos dos cuerpos físicos, ya sabe —dijo Taverner—, el denso y material, con el que todos estamos familiarizados, y el sutil y etéreo, que lo habita y actúa como medio de las fuerzas vitales, cuyo funcionamiento explicaría muchas cosas si la ciencia se dignara investigarlo. Cuando un hombre muere, el cuerpo etéreo, con su alma en él, se separa del cuerpo físico, y vaga cerca de él durante unos tres días, o hasta que llega la descomposición; luego el alma también se separa del cuerpo etéreo, que a su vez muere, y el hombre entra en la primera fase de su existencia post mortem, la fase purgatorial.

»Ahora bien, es posible mantener el cuerpo etéreo unido casi indefinidamente si hay un suministro de vitalidad disponible, pero, al no tener estómago que pueda digerir los alimentos y convertirlos en energía, la cosa tiene que alimentarse de alguien que lo tenga, y se convierte en el parásito espiritual al que llamamos vampiro.

»En Europa Oriental hay un conocimiento bastante bueno de la magia negra. Ahora supongamos que alguien que tiene este conocimiento recibe un disparo; sabe que, en tres días, con la muerte del cuerpo etéreo, tendrá que enfrentarse a su juicio, y con su historial, naturalmente, no quiere hacerlo. Así que establece una conexión con la mente subconsciente de alguna otra alma que todavía tenga cuerpo, siempre que pueda encontrar uno adecuado para sus propósitos. Un tipo de carácter muy positivo es inútil; tiene que encontrar uno de tipo negativo, como el que ofrece la clase más baja de médiums. De ahí surge uno de los muchos peligros que supone, para los no entrenados, el tener capacidades de médium. Tal condición negativa puede ser inducida temporalmente, digamos por un shock traumático, y es posible entonces para un alma como la que estamos considerando lograr influencia sobre un ser de un tipo mucho más alto, como Craigie, por ejemplo, y usarlo como medio para obtener su sustento.

—Pero ¿por qué la criatura no limitó sus atenciones a Craigie, en lugar de hacer que atacara a otros?

—Porque Craigie habría muerto en una semana si lo hubiera hecho, y luego se habría encontrado sin su botella humana. En lugar de eso, trabajó a través de Craigie, obligándolo a extraer vitalidad de otros, para así pasársela a sí misma; de ahí que Craigie tuviera más hambre de vitalidad que de sangre, aunque la sangre fresca de una víctima era el medio de absorberla.

—Entonces, ¿ese alemán que todos vimos…?

—Simplemente era un cadáver que no estaba lo suficientemente muerto.

No puedes copiar el contenido de esta página.