Vampiras
I
Hubo un tiempo en el que enflaquecí extremadamente. Mis brazos y mis piernas se adelgazaron de una manera desconsoladora, y mi busto, antes musculoso y fuerte, degeneró de tal modo que se diseñaba claramente, bajo la piel lívida y pegajosa, la maquinaria ósea de mi tórax. Mi pobre madre me decía desconsolada:
—Stanislas, hijo mío, ¿qué mal misterioso es el que te consume? Tu enflaquecimiento no es natural, y precisa que un médico estudie tu estado. ¿Qué dolor te aqueja? ¿Qué es lo que sientes de anormal? Refiéremelo todo y no te detenga el temor de ocasionarme sacrificios. Irás a Niza, al Adriático, a Suiza, a donde sea necesario, a fin de que recobres tu perdida salud y tus fuerzas. Temo, hijo mío, que la tuberculosis haya hecho presa en tus pulmones… Y, sin embargo, no te oigo toser. ¿Verdad que no toses, luz de mi alma?
Mi prometida, la pequeña y esbelta Natalia, besaba desconsolada mis manos.
—Tus labios arden, Stanislas mío, como si el Etna estuviese en tus entrañas y caldeara tu boca y tu aliento. ¿Por qué esa fiebre que te mata, ese fuego que te consume la vida y evapora tu sangre? Diérate la mía para volver a regocijar mis ojos con los colores que ostentaban antes tus mejillas llenas de frescura y encanto… ¿Es alguna preocupación lo que destruye tu ser?… Pero no; tú conservas tu espíritu alegre y apasionado. ¡Y el muy ingrato, se impacienta y se burla del testimonio de nuestros ojos amantes! Estás enfermo, Stanislas, estás gravemente enfermo y pronto dormirás en el sepulcro, y se morirá tu madre de pena y me moriré yo de desesperación…
Y la pobre doncella se arrodillaba ante mí y mojaba con sus lágrimas mis manos. Yo la levantaba bromeando y burlándome de sus terrores; pero, tanto insistieron las dos mujeres, que al fin llegué a alarmarme. Realmente, me veía algo enjuto y nada más. La jovialidad de mi carácter no había desaparecido. Me sentía extenuado; un poco fatigado y débil en las mañanas, pero pronto me reponía, me sentía nuevamente fuerte y ágil, tanto que me imaginaba que de un salto formidable podría llegar al cielo, coger al sol y traérmele al caer para hacer una diadema que colocaría en la frente de mi pequeña y esbelta Natalia.
—Pero si nada tengo, ningún sufrimiento físico ni moral me aqueja —decía yo a las dos mujeres, cuando con voz lacrimosa comentaban mi supuesta dolencia—, ¿no veis que mi vida continúa igual que antes? Hasta como con mejor apetito, y duermo más profundamente; no siento dolor alguno, y solo podéis fundar vuestros temores en la circunstancia de estar ahora más pálido y enjuto… Bueno, ¿y qué? Hay épocas en que los hombres y las mujeres nos desmejoramos algo. Será acaso porque, por circunstancias ignotas, hay un mayor trabajo de desasimilación orgánica. Dejad, pues, obrar mi organismo, y, sobre todo, dejadme en paz con vuestros augurios y desconsuelos que van a enfermarme realmente…
Pero tanto hicieron, repito, que un día, por complacerlas, fui a la ciudad donde mi sabio y aun joven amigo el doctor Max Bing.
—Celebro infinito verte —exclamó al verme entrar en su estudio. Y luego, calándose los anteojos y fijando su escrutadora mirada en mi persona hizo un gesto de asombro—. ¡Hombre! ¿Qué enfermedad ha hecho en ti tales estragos? ¡Pero si estás casi desagradable! Veamos, siéntate y dime qué es lo que te trae. ¿Vienes como cliente o como amigo?
—En primer lugar, no he estado enfermo, doctor, y creo al contrario haber gozado de inmejorable salud. Pero, a pesar de estar sano, vengo donde usted para que me diga qué es lo que tengo a pesar de estar sano.
—Pues, el aspecto que traes es el de una persona que ha estado o está gravemente enferma. Entra a mi gabinete.
Examinóme el doctor de diferentes maneras y con diversos aparatos, me pulsó, me colocó en variadas posturas, me auscultó e hizo cuanto le indicaba su ciencia para observar lo que por mi pasaba. Y a cada examen noté que crecía su alarma. Por fin, con voz un poco alterada, me dijo:
—Estás muy engañado, querido Stanislas, al creer que estás sano. Eres presa de una consunción violenta que podría ser mortal si no la atacáramos con rapidez y energía. No es por cierto tu caso el primero que se me presenta, y todos los síntomas que observo me hacen presumir que tienes lo que mató a Hansen, un joven robusto y hermosote que murió ha dos meses. ¿Tienes algún dolor sordo? ¿Has observado alguna anormalidad funcional en tus órganos? ¿Tienes mareos en la mañana, pesadez en la cabeza, sueño profundo o ensueños mortificantes?
El acento del doctor Bing quería ser tranquilo, pero yo notaba que había una inquietud mal disimulada. Él me amaba tiernamente; nuestras familias cultivaron leal amistad, y él era estudiante de medicina cuando yo chiquillo, y más de una vez me tuvo en sus rodillas. La alarma del médico me hizo sentir un frío de muerte en las venas: temí morirme y pensé en mi madre y en mi pequeña Natalia. Procuré serenarme y dije al doctor lo que había dicho ya tantas veces: que sentía un ligero desvanecimiento al despertar, desvanecimiento que pasaba en cuanto bebía el gran vaso de leche cocida con que acostumbraba desayunarme. Después me sentía ágil, desaparecía todo malestar, comía con apetito y dormía profundamente. Respecto a ensueños, no recordaba de un modo preciso si los tenía, pero sí me quedaba como una sombra de recuerdo de haberlos tenido.
—¡Lo mismo que Hansen! —decía el médico pensativo.
En seguida me hizo quitar la camisa y la camiseta y con una lente poderosa examinó el cuello y el pecho.
—¡Exactamente igual que Hansen! —repitió varias veces a medida que avanzaba en su examen.
—Doctor —exclamé impaciente—, poco me importa ese señor Hansen, y me tendría sin cuidado así resucitara cien veces y otras tantas se muriera. Cualquiera que sea el mal de que murió ese señor: tisis, hidrofobia, cáncer o meningitis, ni ha sido el primero ni será el último.
—¡Eh, eh, joven irascible! Si recuerdo al pobre Hansen es porque tuvo el más extraño de los males; la más inverosímil, pero también la más terrible de las causas, fue la que le llevó a la tumba. Y seguramente, amiguito, tendrías igual fin que Hansen si yo no te defendiera. No hay sino dos caminos: o te entregas incondicionalmente a mí o te entregas a tu suerte.
—Tiene usted razón, amigo mío. No quiero morirme y a usted me entrego. Dispénseme mis majaderías. Prosiga usted su examen y sálveme.
El doctor continuó atentamente sus observaciones y se abstrajo tanto en ellas que hablaba en voz baja como si dialogara consigo mismo, a medida que encontraba bajo su lente datos que le llamaban la atención:
—Sí; aquí están las huellas muy borradas de las mordeduras y de la succión… Los poros se han dilatado aquí en un radio tres veces mayor que el natural… Oh, percibo perfectamente la profundidad de esta ruptura vascular. La carótida seriamente comprometida por la equimosis provocada por formidable ventosa. ¡Qué terrible gasto inútil de vida!… Seguramente hay otras pérdidas nerviosas, egresos forzados de energía, aprovechados o transformados en misteriosas regiones… ¡Ah, malditas; ah, insaciable!… Felizmente, hay aún gran reserva de fuerzas para la lucha; no es el caso perdido. ¡Qué fuerza tan vasta es la de la personalidad!
Luego, volviéndose a mí, me ordenó que me vistiera.
—Amigo mío, si hubieras retardado tu visita quince días o un mes, te aseguro que todo hubiera sido inútil, y sin remedio emprenderías el gran viaje sin sentirlo y sin darte cuenta de ello. Estarías agonizando, verías a tu madre desesperada, verías al pastor prestándote los últimos auxilios, y creerías que todo era una broma de mal gusto, una pesadilla, una locura de tus sentidos. Eres un hombre y te lo puedo decir: eres víctima de sortilegios misteriosos. Te mueres en sueños y tus enemigos te atacan dormido. Aún hay, en este siglo de las luces y de la incredulidad, fuerzas misteriosas, poderes ocultos, supervivencias de la energía, malignidades activas de voluntades secretas, radiaciones psíquicas desconocidas, fuerzas no estudiadas, espíritus, como se dice vulgarmente, espíritus de muertos o de vivos que obran, hieren, y aun matan en la sombra. El radio de acción de estas fuerzas extrañas, su ley, no ha entrado todavía en el dominio de la ciencia oficial: son negados por ella porque no son cosas verificables por las leyes científicas, no se pueden estudiar bajo el ocular del microscopio. Y, sin embargo, son cosas que existen, fenómenos que se realizan y que traen consecuencias positivas. Quizá todo sea natural y racionalmente explicable dentro de las leyes biológicas y psíquicas conocidas, y dentro de las hipótesis científicas aceptadas, pero lo cierto es que aún no se ha acertado el mecanismo y la ley de esto que, por su apariencia extranatural y maravillosa, corresponde más bien a la mitología popular. Tú habrás oído entre los aldeanos, y seguramente te habrás reído, mil historias y leyendas de vampirismo y de sucubato. Pues bien, esas paparruchas, esas leyendas de comadres, esos cuentos de viejos para asustar a los arrapiezos, son los que vinieron a entretejerse en la vida de Hansen y le mataron; son las que han intervenido también en tu vida y las que te llevarían a una muerte segura, si yo no estuviera resuelto a librarte de ellas con todo el esfuerzo de mi cariño y de mis estudios… ¿Continúas amando a Natalia? Sí, ya lo veo en tus ojos. Cásate con ella lo más pronto posible. Créeme que ello contribuirá notablemente a nuestra victoria. No te asombres ni me mires con ese aire de incredulidad. Yo sé lo que digo. Las viejas refieren que para espantar y alejar los fantasmas y aparecidos no hay nada mejor que el llanto de un niño: tengo para mí que para alejar las vampiras y súcubas nada mejor que un pilluelo de seis meses con sangre de nuestras venas.
A pesar del modo semi en broma con que me hablaba el doctor, sentí que un frío de espanto helaba mis huesos y que una palidez mortal subía a mi rostro.
—Eh, hombre, no te alarmes, que yo me comprometo a arrancar tu cuerpo de esa obscura y siniestra devoración de tu vida. Por lo pronto, hoy comes conmigo y duermes aquí. Escribe a tu madre, y mi paje llevará tu carta. Pasa a mi biblioteca, si quieres, o sal a pasear si te agrada. Aún tengo que dedicar hora y media a mis clientes. Cuando hayas escrito, toca el timbre para que ordenes al paje montar a caballo e ir a la casa de tu madre.
Mientras el doctor atendía a sus consultas, procuré distraerme de mis dolorosas preocupaciones hojeando los libros de su biblioteca y viendo sus extraños y curiosos aparatos. Remití la carta a mi madre, y a poco, cuando ya empezaba a fastidiarme, entró el doctor. Conversamos un rato, y pasamos al comedor donde, a pesar de la amenaza de muerte que tenía suspendida sobre mi cabeza, ataqué las viandas con verdadero apetito. Mucho rio el doctor por ello.
—Ese hambre que sientes es el desquite de la naturaleza: es el afán vital del organismo por recobrar las fuerzas agotadas; es la vida buscando el equilibrio perdido por la acción turbadora de poderes ocultos.
Cuando acabamos de comer, le supliqué que me refiriera el caso de Hansen y lo hizo del modo siguiente:
II
Una noche, ya muy tarde, cuando hacía varias horas que estaba entregado al sueño, sonó precipitadamente el timbre anunciándome un caso urgente. Ordené al mayordomo que abriera, e inmediatamente me puse una bata para recibir al importuno cliente. Entró un jovenzuelo pálido y lloroso a suplicarme de rodillas que acudiera en el acto a socorrer a su hermano que se moriría sin mi auxilio Le hice entrar a mi dormitorio y, mientras me vestía, me refirió que su hermano, desde hacía varios meses, se enflaquecía día a día de un modo lastimoso: le habían visto varios médicos y curanderos y nadie acertaba a detener los estragos de la misteriosa dolencia; todos habían recetado poderosos tónicos y reconstituyentes, pero había sido en vano porque la caquexia era progresiva, y, lo que es peor, el enfermo no sentía incomodidad ni dolor alguno que pudiesen orientar a los facultativos. Esa noche se sintió ruido en la habitación de Hansen, y la madre, temiendo algún accidente, entró a la habitación y encontró al joven agitado, hinchado, bañado en sudor y con una pequeña herida en el pecho. Le despertaron, y era tal su debilidad que no podía hablar. La familia de Hansen vivía en el campo, en aquella hermosa granja cuyo bosque de tilos corta el camino que conduce de esta ciudad a tu casa. Despedí al joven asegurándole que iría inmediatamente que estuviese ensillado mi caballo. Así lo hice, y durante el camino creí oír gritos y aullidos extraños, y supuse que serían lobos que estarían devorando en algún bosque vecino a alguna ovejuela descarriada. También creí observar que mi caballo intentaba encabritarse y que se estremecía como si manos invisibles le pincharan y le presentaran obstáculos. Atribuí toda esta agitación a genialidades del animal, disgustado con este trote nocturno. Llegué a la granja y me llevaron varias mujeres desconsoladas a la habitación del enfermo. Encontré un joven sumamente enflaquecido y pálido, que parecía dormido o desfallecido. A poco de examinarle observé que tenía manchas rojas en el cuello y en el pecho, y en este último sitio había una que sangraba ligeramente. A la inspección de ellas comprendí inmediatamente que eran resultado de una succión brutal. Más de una vez había tenido ocasión de encontrar en los hospitales hombres y mujeres succionados, en virtud de ese salvaje sadismo en que degenera el amor en ciertos temperamentos groseros. No es raro que el amor y los instintos sanguinarios y feroces evolucionen paralelamente; y en muchas especies animales el amor es el antecedente de la muerte o, mejor dicho, esta es la consecuencia de aquél. Como era natural suponer, esas manchas de Hansen tenían algún origen y esto acaso podría orientarme sobre las causas de ese estado comatoso y de ese debilitamiento general del pobre joven. Esto era en primer lugar lo que necesitaba averiguar. Rogué a la señora que hiciera salir a sus hijas y al jovenzuelo que fue a buscarme. Una vez que estuvimos solos, le dije:
—Señora, su hijo presenta huellas de haber sido succionado por alguien que ha estado con él, bien aquí, bien fuera de la granja. ¡Oh, señora!, comprendo su sorpresa: hay cosas que ignora usted, que no puede concebir un alma sencilla y que no es noble descubrir; no obstante, debo advertirle que observo en torno de su hijo, que presiento cerca de él, la nociva influencia de algún ser perverso. Dígame usted, pues, señora, si además de usted y de sus hijos viven otras personas aquí.
—Mi marido, ausente por pocas semanas, una doncella de mis hijas y dos viejos sirvientes más.
—¿Tiene usted fe en la moralidad de la doncella?
—Oh, sí señor; fe absoluta…
—Es mucho decir, señora… Perdóneme usted este interrogatorio sobre las intimidades de su casa, pero créame que necesito enterarme de ciertas cosas para diagnosticar la enfermedad de su joven hijo y fijar el tratamiento. Dígame si el joven Hansen es aficionado a… a los amores ligeros, a los pasatiempos galantes, vamos, si comete calaveradas como la mayoría de los jóvenes de su edad; si bebe, si se recoge tarde y cuáles son sus costumbres.
—Hansen no vive sino para su novia, así como ella no vive sino para él. Ignoro si comete las calaveradas a que usted alude; pero no lo creo, porque todo el tiempo le es corto para visitar a su Alicia. En las mañanas pasea con ella por los bosques con sus hermanos, por la tarde reemplaza a su hermano en el trabajo de vigilar los sembríos; en las noches vuelve donde su novia. Advertiré a usted que estas entrevistas son siempre en presencia de mis hijos o de los padres y hermanos de Alicia. A las diez de la noche se acuesta Hansen.
—Una última pregunta, señora: ¿tiene usted seguridad de que después de esa hora nadie se ve con Hansen, y de que el joven no sale furtivamente de casa? Nada me oculte usted, señora, porque a pesar de los buenos informes que me da, puedo asegurarle que algo misterioso pasa por las noches, algo que está matando a su hijo.
La señora, llorando, me aseguró la moralidad de su hijo, que la puerta se cerraba en cuanto Hansen llegaba, que la doncella dormía en la habitación contigua a la de sus hijas, que el perro dormía junto al cuarto de Hansen. Tantas seguridades me dio que vacilé en el concepto que tenía formado sobre las causas de la consunción del joven enfermo.
Le hice dar un enérgico cordial y a poco Hansen despertó, expresando su rostro un gran asombro.
—¿Qué sucede, madre? ¿Por qué me rodeáis?
Cogí el brazo izquierdo del joven y, mostrándole una de las manchas rojizas que cruzaba una arteria, le pregunté mirándole fijamente.
—¿Quién ha hecho esto? ¿Y esta… contusión del cuello? ¿Y esta del pecho?
Hansen pareció estupefacto con mis preguntas. Luego, como quien recuerda, me respondió
—Ah sí, sí… Ya había yo observado esto en las mañanas al bañarme, pero como no me ocasionaba dolor ni molestia alguna, no he vuelto a acordarme de ello.
Y al notar la consternación y tristeza de su madre, se incorporó en el lecho:
—¿Pero acaso es algo grave, doctor?… ¿Serán viruelas? ¿Qué es de Alicia? Que no venga Alicia.
Era tan sincera su ignorancia, tan noble el acento de su voz, que no me quedó ya duda de que Hansen no tenía la menor culpabilidad de su mal.
Al cabo de un rato de conversar con Hansen y su madre, me despedí. Dejé un régimen reparador. Hice cerrar bien una ventanilla alta que se había entreabierto, y encargué a la señora que velara atentamente el sueño del joven. Prometí volver al día siguiente.
Al salir y montar mi caballo noté que el animal estaba asustadísimo. En muchos sitios del camino percibí aullidos y gritos lejanos de mujeres y en dos o tres ocasiones sentí como el zumbido de piedras que manos invisibles disparaban contra mí. Largo rato medité en mi cama sobre el caso extraño del joven Hansen.
Al día siguiente fui en las primeras horas de la noche a ver a mi enfermo. Su semblante estaba mejor. La señora me refirió que siguiendo mi prescripción había velado el sueño de su hijo y que constantemente tuvo que levantarse a cerrar herméticamente la ventana de la habitación, porque el aire con furia inusitada había estado empujando las hojas. ¡Y esa noche no había corrido viento!
A las nueve hice acostar en mi presencia al joven Hansen. Ordené que le dieran de beber leche, huevos crudos y una copa de Oporto. Poco después se durmió. Entonces colgué paralela a su cama una cortina negra que había llevado, apagué la luz, abrí un poco la ventana y me escondí en un rincón bien obscuro tras de unos muebles para observar a mi enfermo. Pasáronse más de dos horas. No llegaban a mis oídos más ruidos que el tranquilo de la respiración de Hansen, el canto de los gallos de la vecindad y el mugido de las vacas de la granja. Oí sonar las doce en un reloj de cuco. Esperé más.
De pronto oí lejanas voces de mujeres mezcladas con aullidos. Levanté sigilosamente la cabeza hacia la ventanilla. Vi una nube informe que se agitaba entre las rejas, una especie de remolino de líneas tenues, de formas vagas y deshechas, de cuerpos aéreos indecisos; poco a poco todo fue definiéndose, los ruidos se convirtieron en cuchicheos y las formas vagas fueron condensándose en cuerpos de mujeres. Como aves carniceras se dejaron caer sobre los armarios y muebles. Eran mujeres blancas de formas nerviosas y cínicas; tenían. los ojos amarillos y fosforescentes como los de los búhos; los labios, de un rojo sangriento, eran carnosos y detrás de ellos, contraídos en perversas sonrisas, se veían unos dientecillos agudos y blancos como los de los ratones. Los cuerpos de esas mujeres tenían el brillo oleoso de superficies barnizadas y la transparencia lechosa del ópalo. La primera que bajó se precipitó ansiosa sobre el joven dormido y le besó rabiosamente en la boca; luego, con una contracción infame de sus labios, cogió entre los dientes el labio inferior de Hansen y le mordió suavemente, y siguió succionando su sangre, mientras su cuerpo se agitaba diabólicamente y sus ojos despedían un fulgor verdoso que alumbraba la cara del dormido. Bajaron al lecho otras dos: parecían hambrientas de sangre y placer; una se apoderó de una oreja, otra sentóse en el suelo, y con la punta de la lengua, que debía ser áspera como la de los felinos, se puso a acariciar la planta de los pies de Hansen. Estos contraíanse como electrizados. Otra, siniestramente hermosa, se arrodilló en la cama y, con la espina dorsal encorvada, con los cabellos echados sobre la frente, adhirió su boca al pecho de Hansen: parecía una hiena devorando un cadáver. Todo el cuerpo del joven se retorció con una desesperación loca que tanto podía ser la contracción de un placer agudo o de un violento dolor: agitábase con la inconsciencia de un pedazo de carne puesto en las brasas. Y otra y otras más, diabólicas, hermosas, perversas, bajaron y adhirieron sus cabezas a diferentes partes del cuerpo de Hansen. Los cuerpos opalinos de esas malditas se destacaban sobre la tela negra con toda precisión. Veía pasar gota a gota la sangre succionada por esas bocas infernales, veía correr esa sangre pálida por las venas, subirles al rostro y colorear esas lívidas mejillas de un rosado tenue… El terror me había paralizado y mis esfuerzos por gritar eran vanos. A. los cinco o diez minutos de esta horripilante escena de vampirismo, me repuse algo: di un salto brusco como si tuviera en mi cuerpo muelles súbitamente libertados de un obstáculo que les impidiera la distensión. Las vampiras huyeron dando aullidos tan espantosos que mis cabellos se erizaron. De un salto o vuelo se precipitaron a la ventanilla y escaparon chillando.
La puerta se abrió y entró la madre de Hansen aterrada, a medio vestir. Aun se oía el lejano aullido de esas mujeres siniestras.
—¿Qué ha sido eso? —me preguntó temblando de terror y pálida como un muerto.
—Señora, son las vampiras, que desde hace tiempo están asesinando al hijo de usted. Al verse sorprendidas en su infame obra han huido.
La madre de Hansen cayó desmayada de espanto. Cuando volvió en sí, se arrodilló a mis pies y cogiéndome las manos me dijo:
—Salve usted a mi hijo, doctor, sálvele del poder de esas furias infernales…; mi vida, la de mi esposo, la de mis hijos, será consagrada al servicio de usted, nuestra fortuna será suya, doctor…
Ofrecí a la señora agotar los recursos de la ciencia para salvar a Hansen. Pero era tarde; todo mi esfuerzo fue inútil. Dos días después murió el pobre joven, alegre, sin darse cuenta, creyéndose sano, como te has creído tú, amigo mío. Un dato: Hansen había cortejado a muchas jóvenes antes de amar a su novia. Y muchas de las bellas aldeanas se morían de amor por el galán, quien enamorado profundamente de Alicia en los últimos tiempos, las desdeñaba.
III
Al día siguiente me esperaban mi madre y la pequeña Natalia, llenas de ansiedad. En cuanto llegué a mi casa observaron la mejoría que yo había experimentado, pero se alarmaron al ver que un pensamiento sombrío vagaba por mis ojos. Las tranquilicé asegurándoles que pronto estaría sano y fuerte con el régimen curativo que me había trazado el médico. La pequeña y esbelta Natalia saltó a mis brazos palmoteando de alegría; en un momento en que estuvimos solos, me besó en los ojos con tal ahínco y amor que mis carnes se estremecieron… ¡Así debían besar las vampiras!
Toda la tarde dormí con la cabeza reclinada sobre las rodillas de mi novia, quien había obtenido permiso de su familia para pasar el día en mi casa.
En la noche no pude dormir. A las tres de la mañana tenía los ojos cerrados; pero no dormía. Oí de repente pequeños ruidos, ligeros crujidos, y luego el deslizamiento de algo impalpable sobre la alfombra. El cabello se me erizó de espanto. Sentí que el aliento tibio y perfumado de unos labios de mujer me acariciaba la sien, y una voz sin ruido me murmuró al oído candentes frases de amor, promesas de infinita dicha… Luego sentí que un cuerpo duro y ardoroso, que no pesaba, tomaba sitio a mi lado y que unos labios se adherían a mi cuello. Loco de terror me incorporé dando un grito ahogado; y tratando de asir y estrangular a la maldita vampira solo logré morderla en el brazo. Y como si en mis dientes y en mi lengua tuviera yo los ojos y la conciencia; como si alguna vez hubiera yo probado su sangre, tuve —sin ver ese cuerpo que huyó o se desvaneció— la sensación de que esa carne que mordía era la de la pequeña y esbelta Natalia. Toda la mañana estuve preocupado; por la tarde, en cuanto vi a mi novia, la supliqué me enseñara el brazo a la altura del codo… ¡Tenía una lastimadura reciente! No averigüé más. Me separé bruscamente de mi novia, y montando en mi caballo fui a ver al doctor, a quien referí con aire sombrío lo que me había pasado, y mi resolución de desenmascarar a esa infame bruja, que se dedicaba a satisfacer sus innobles instintos vampíricos, y fingiéndome el más apasionado amor me estaba asesinando.
El doctor me escuchó con profunda atención, reflexionó un rato y luego se eché a reír:
—Lo que me has referido comprueba algo que me ha preocupado constantemente… No debes tener ninguna idea depresiva sobre tu novia, la cual merece tu amor y respeto, porque es pura como los ángeles. Lo que hay es que no porque sea pura, inocente y buena, deja de ser mujer, y como tal tiene imaginación, deseos, ensueños y cálculos de felicidad; tiene nervios, tiene ardores y vehemencias naturales, y, sobre todo, te ama con ese amor equilibrado de las naturalezas sanas. Son sus deseos, sus curiosidades de novia, su pensamiento intenso sobre ti, los que han ido a buscarte anoche. Los pensamientos, en ciertos casos, pueden exteriorizarse, personalizarse, es decir, vivir y obrar, por cierta energía latente e inconsciente que los acompaña, como seres activos, como entidades sustantivas, como personas. Todo ello es obra de la fuerza psíquica que tiene un radio de acción infinito y cuyas leyes son aún misteriosas. Si preguntas a tu prometida qué hacía anoche, a la hora en que tuviste la visión, te responderá que pensaba en ti, que soñaba contigo. Quizá nada de esto, porque el fenómeno misterioso se verifica también en la más absoluta inconsciencia, y acaso con más fuerza. Créeme, Stanislas, es muy vasto el poder de la personalidad humana. Ahora, he aquí el régimen terapéutico que te prescribo: cásate con tu novia. Cásate hoy mismo; si no es hoy, mañana; y si no es mañana, lo más pronto que te sea posible. Ese es tu remedio. Y… el de tu novia.
IV
El doctor Max Bing es indudablemente un sabio. ¡Y cuán hermosa e inofensiva mi vampira! Os deseo cordialmente una igual.