Y los muertos hablaron...
No hay en todo Londres un lugar más tranquilo, ni uno aparentemente más alejado del calor y el bullicio de la vida, que Newsome Terrace. Es una calle sin salida cuya carretera discurre enmarcada por dos filas de pequeñas, compactas y cuadradas residencias; en el extremo superior llega a su fin en un alto muro de ladrillos, y en el extremo inferior está el único acceso a ella, que es a través de Newsome Square, ese pequeño y discreto rectángulo de casas georgianas que suponen un vestigio de la época en la que Kensington era una aldea suburbana separada de la metrópolis por una amplia extensión de prados que se alargaba hasta el río. Tanto Newsome Square como Newsome Terrace están situadas de manera muy incómoda para aquellos cuyo entorno ideal incluye una fila de taxis justo en frente de su puerta, una avalancha de autobuses rugiendo por la calle y una procesión de trenes subterráneos, accesibles a través de una estación a pocos metros de distancia, que sacuden y zarandean los cubiertos y la plata de sus mesas de comedor. Como consecuencia, Newsome Terrace se convirtió, hace dos años, en un lugar habitado por personas ociosas y retiradas, o por aquellos que deseaban llevar a cabo su trabajo en silencio y tranquilidad. Los niños con aros y patinetas son fenómenos raramente vistos en Terrace, y los perros son igualmente poco comunes.
En frente de cada una de las dos docenas de casas de las que consta Newsome Terrace hay un pequeño jardín vallado, en el que a menudo se puede ver a la ama de casa de mediana edad o a la anciana ocupada en labores de jardinería. A las cinco de una tarde de invierno, el pavimento suele estar despejado de cualquier transeúnte salvo el policía, quien, con paso silencioso, a intervalos y a lo largo de toda la noche, escruta con su farol estas pequeñas zonas delanteras, y nunca encuentra allí nada más sospechoso que algún crocus temprano o un acónito. Porque, cuando oscurece, los habitantes de Newsome ya han llegado a sus hogares, donde pasarán una velada doméstica e ininterrumpida tras las cortinas echadas y las contraventanas cerradas. Hasta el momento del que hablo, nunca había visto un cortejo fúnebre salir de Terrace, nunca había visto a una boda esparcir su confeti sobre la acera, y los carritos de bebé eran algo desconocido. Newsome Terrace y sus habitantes parecían estar envejeciendo silenciosamente como botellas de buen vino. Sin duda, en su interior guardaban el sol y el verano de su juventud, y ahora, durmiendo en un lugar fresco, esperaban el giro de la llave en la puerta de la bodega y la llegada de alguien que los sacara y viera cuánto valían.
Sin embargo, después del período del cual voy a hablar, nunca he pasado por sus aceras sin preguntarme si cada casa, aparentemente tan tranquila, no será acaso como una dinamo, generando suave y silenciosamente fuerzas vastas y terribles, como las que, en una ocasión, vi en funcionamiento en la última casa del extremo superior de la calle, de la cual se podía decir que era la más tranquila de toda la hilera. Si la hubieras observado continuamente durante todo un largo día de verano, es muy probable que solo hubieras visto salir de ella a una anciana con su cesta de la compra bajo el brazo, anciana que salía por la mañana y regresaba una hora después, y a quien acertadamente hubieras identificado como el ama de llaves. Excepto por ella, a menudo podría pasar el día entero sin que se volviera a abrir la puerta. Ocasionalmente, un hombre de mediana edad, delgado y fibroso, bajaba rápidamente por la acera, pero su salida al exterior no era en modo alguno un suceso diario, y, de hecho, cuando salía, rompía la casi universal rutina de la calle, ya que sus apariciones tenían lugar, cuando ocurrían, entre las nueve y las diez de la noche. A esa hora a veces venía a mi casa de Newsome Square para ver si estaba y podía charlar un poco más tarde. Después, y por los beneficios del aire y el ejercicio, se daría una caminata de una hora por las calles bulliciosas e iluminadas, y regresaría alrededor de las diez, todavía pálido y sin color, para tener una de esas conversaciones que ejercían una absorbente fascinación en mí. Con menos frecuencia, y a través del teléfono, yo le proponía hacerle una visita: esto no lo hacía muy a menudo, ya que descubrí que, si él no salía, quería decir que estaba ocupado con alguna investigación y, aunque yo era siempre bienvenido, podía ver fácilmente que deseaba que me fuera para seguir ocupándose de sus baterías y piezas de tejido, siguiendo el rastro de descubrimientos que nunca antes se habían presentado en la mente del hombre como algo que estuviera al alcance.
Mi última oración puede haber llevado al lector a adivinar que estoy hablando de nada menos que el misterioso y recluido físico sir James Horton, cuya muerte hizo que cien avenidas aún por abrir en el oscuro bosque de donde proviene la vida debieran esperar a que otro pionero tan audaz como él tomara el hacha que hasta entonces solo él había sido capaz de manejar. Probablemente nunca hubo un hombre al que la humanidad le debiera más y del que la humanidad supiera menos. Parecía completamente independiente de la raza a la que dedicó su vida (aunque ciertamente sin sentir una pizca de amor): durante años vivió alejado y apartado en su casa en el extremo de Newsome Terrace. Los hombres y las mujeres eran para él como fósiles para un geólogo, cosas a ser golpeadas y martilladas y disecadas y estudiadas con el propósito, no solo de reconstruir edades pasadas, sino de construir el futuro. Se sabe, por ejemplo, que creó un ser artificial formado por tejido —aún vivo— de animales recién sacrificados, con el cerebro de un simio, el corazón de un toro y la tiroides de una oveja, y así sucesivamente. Esto no puedo contarlo de primera mano, aunque es cierto que Horton me contó algo al respecto, y que en su testamento estableció que se me tenían que enviar ciertas anotaciones sobre el tema tras su muerte. Sin embargo, en ese sobre grande se puede leer la directriz «No abrir hasta enero de 1925». Me habló con ciertas reservas y, creo, con un ligero tono de horror acerca de las cosas extrañas que sucedieron al completar esa criatura. Evidentemente, le resultaba incómodo hablar de ello y, por esa razón, sospecho que marcó una fecha por aquel entonces bastante remota para el día en que su relato debía llegar a mis manos. Y finalmente, para terminar con estos preliminares, durante los últimos cinco años que precedieron a la guerra prácticamente no pisó, para el beneficio de nuestra amistad, ninguna otra casa que no fuera la suya o la mía. Nuestra amistad se remontaba a los días de la escuela, y él nunca permitió que se rompiera por completo, y dudo de que, en esos años, y exceptuando asuntos de negocios, hablara con más de doce personas. Ya se había retirado de la práctica quirúrgica, en la que su habilidad era inigualable, y ahora evitaba completamente el contacto con sus colegas, a quienes consideraba petulantes ignorantes sin coraje o de rudimentario conocimiento. De vez en cuando escribía un pequeño monográfico de los que marcaban una época, y lo arrojaba a ellos como se arroja un hueso a un perro hambriento, pero la mayor parte del tiempo, absorto como estaba en sus propias investigaciones, los dejaba a tientas y sin su ayuda. Me dijo francamente que disfrutaba hablando conmigo sobre esos temas, ya que yo no estaba en absoluto familiarizado con ellos. Le aclaraba la mente verse obligado a expresar sus teorías, conjeturas y confirmaciones con tanta simplicidad que cualquiera pudiera entenderlas.
Recuerdo claramente su visita la noche del 4 de agosto de 1914.
—Así que la guerra ha estallado —dijo— y las calles son intransitables debido a las emocionadas multitudes. Curioso, ¿verdad? Como si cada uno de nosotros no fuera ya un campo de batalla mucho más mortífero que cualquier otro que puedan crear naciones en guerra.
—¿A qué te refieres? —pregunté.
—Permíteme intentar explicarlo de manera sencilla, aunque no es que quiera hablar de eso. Tu sangre es un eterno campo de batalla. Está lleno de ejércitos que marchan y contra marchan eternamente. Mientras los ejércitos que te son amistosos mantengan una posición dominante, tú te mantienes saludable; si un destacamento de microbios (el cual, si se le permite establecerse, te provocaría un resfriado) se instala en tu membrana mucosa, el comandante en jefe envía un regimiento y los expulsa. No da sus órdenes desde tu cerebro, tenlo en cuenta; ahí no están sus cuarteles generales, ya que tu cerebro no sabe nada acerca del desembarco del enemigo hasta que han ocupado su posición y te provocan el resfriado.
Hizo una pausa por un momento.
—No hay solo un cuartel en tu interior —dijo—. Hay muchos. Por ejemplo, esta mañana maté a una rana; al menos, la mayoría de la gente diría que la maté. Pero ¿la había matado, aunque su cabeza estuviera en un lugar y su cuerpo en otro? En absoluto: solo había matado una parte de ella. Porque después abrí el cuerpo y saqué el corazón, el cual coloqué en una cámara esterilizada a una temperatura adecuada para que no se enfriara ni se infectara por ningún microbio. Eso fue alrededor del mediodía. Y, cuando salí hace un rato, el corazón seguía latiendo. Estaba vivo, de hecho. Eso está lleno de implicaciones, como puedes imaginar. Ven y lo verás.
La noticia de la guerra había sumido a Newsome Terrace en una actividad volcánica: el vendedor de una edición de última hora había penetrado en su tranquilidad, y a su alrededor tenía a media docena de criadas revoloteando como polillas en blanco y negro. Pero, una vez traspasada la puerta de Horton, el aislamiento de una noche ártica pareció caer sobre mí. Había olvidado sus llaves, pero el ama de llaves, que por entonces estaba recién contratada y aún estaba por convertirse en la familiar figura de la rutina de Newsome Terrace, debió escucharnos llegar, ya que, antes de que tocara el timbre, había abierto la puerta y tenía las llaves olvidadas en su mano.
—Gracias, señora Gabriel —dijo él, y sin hacer ruido, la puerta se cerró detrás de nosotros. Tanto su nombre como su rostro me resultaban familiares, terriblemente familiares, pero, antes de que tuviera tiempo de encontrar la asociación, Horton la proporcionó.
»Juzgada por el asesinato de su esposo hace seis meses —dijo—. Un caso extraño. El punto es que es una perfecta ama de llaves. Una vez tuve cuatro criados y todo estaba hecho un asco, como solíamos decir en la escuela. Ahora vivo en una asombrosa comodidad, y tan solo manteniendo a una. Ella hace todo. Es cocinera, mayordomo, ama de llaves, ayuda de cámara y no quiere que nadie le eche una mano. Sin duda mató a su esposo, pero lo planeó tan bien que no pudo ser condenada. Me dijo muy sinceramente quién era cuando la contraté.
Por supuesto, recordé entonces vívidamente todo el juicio. Su esposo, un tipo hosco y pendenciero, tan frecuentemente ebrio como sobrio, según la defensa se había cortado la garganta él mismo mientras se afeitaba; según la acusación, ella lo había hecho por él. Hubo la habitual discrepancia en las pruebas en cuanto a si la herida podría haber sido infligida por él mismo, y la acusación intentó demostrar que la cara había sido enjabonada después de que se hubiera cortado la garganta. Una exhibición tan singular de previsión y coraje habría supuesto para su caso un perjuicio más que una ayuda; sin embargo, después de una prolongada deliberación por parte del jurado, fue absuelta. Aun así, no menos singular resultaba la decisión de Horton de elegir a una posible asesina, por eficiente que fuera, como ama de llaves.
Se anticipó a esta reflexión.
—Independientemente de la maravillosa comodidad que supone tener una casa perfectamente provista y absolutamente silenciosa —dijo—, considero a la señora Gabriel como una especie de seguro contra mi asesinato. Si te han juzgado una vez, y tu vida ha estado en juego, te cuidarás muy especialmente de no encontrarte sospechosamente cerca de otro cadáver; no habrá más muertes en tu casa si puedes evitarlo. Vayamos a mi laboratorio para que veas mi pequeño ejemplo de vida después de la muerte.
Ciertamente, resultaba sorprendente ver ese pequeño trozo de tejido todavía palpitando con lo que debe llamarse vida; se contraía y se expandía débil pero perceptiblemente, aunque llevaba nueve horas separado del resto del organismo. Seguía viviendo por sí solo, y si el corazón podía seguir viviendo sin nada que, por así decirlo, alimentara y estimulara su energía, también debe haber en los otros órganos vitales del cuerpo, así razonó Horton, focos independientes de vida.
—Por supuesto, un órgano seccionado como este —dijo— se agotará más rápido que si tuviera la cooperación de los demás, y pronto le aplicaré un suave estímulo eléctrico. Si puedo mantener ese recipiente de vidrio, en el cual sigue latiendo, a la temperatura del cuerpo de una rana, y con aire esterilizado, no veo por qué no podría seguir viviendo. El alimento… por supuesto, está la cuestión del alimento. ¿Ves lo que se abre ante nosotros en términos de cirugía? Imagina una tienda con vitrinas que contienen órganos sanos tomados de los muertos. Supongamos que un hombre muere de neumonía. Debería ser diseccionado tan pronto como el aliento se escape de su cuerpo, y aunque, por supuesto, se destruirían sus pulmones, ya que estarían llenos de neumococos, su hígado y órganos digestivos probablemente estén sanos. Sácalos, mantenlos en una atmósfera esterilizada a una temperatura de 36 grados, y vende el hígado, por ejemplo, a otro pobre diablo que lo tenga canceroso. Y le colocamos un hígado nuevo y saludable, ¿qué te parece?
—¿E insertar el cerebro de alguien que haya muerto de enfermedad cardíaca en el cráneo de un idiota congénito? —pregunté.
—Sí, tal vez; pero el cerebro es molesto por sus conexiones y la unión de los nervios, ya sabes. La cirugía tendrá que aprender mucho antes de colocar cerebros nuevos. Además, el cerebro tiene muchas funciones. Todo el pensamiento, toda la invención parecen pertenecer a él, aunque, como has visto, el corazón puede funcionar bastante bien sin su ayuda. Pero hay otras funciones del cerebro que quiero estudiar primero. Ya he estado haciendo algunos experimentos.
Hizo algunos pequeños ajustes a la llama de la lámpara de alcohol que mantenía la temperatura adecuada en el agua que rodeaba al recipiente esterilizado, en el cual latía el corazón de la rana.
—Comencemos con los usos más simples y mecánicos del cerebro —dijo—. Primordialmente, es una especie de oficina de registros, un diario. Digamos que te golpeo los nudillos con esa regla. ¿Qué sucede? Los nervios envían un mensaje al cerebro, por supuesto, diciendo, ¿cómo puedo expresarlo de manera más simple?, diciendo: «Alguien me está lastimando». Y el ojo envía otro mensaje diciendo: «Percibo una regla golpeando mis nudillos», y el oído envía otro diciendo: «Oigo el golpe de la misma». Pero dejando todo eso a un lado, ¿qué más sucede? Bueno, el cerebro lo registra. Hace una nota de que te han golpeado los nudillos.
Había estado moviéndose por la habitación mientras hablaba, quitándose la chaqueta y el chaleco y poniéndose en su lugar una fina bata negra, y en este momento estaba sentado en su actitud favorita, con las piernas cruzadas sobre la alfombra, como si fuera un mago o tal vez el ifrit que un mago versado en las artes oscuras había hecho aparecer. Ahora estaba pensando intensamente, pasando los dedos por su collar de cuentas de ámbar y hablando más para sí mismo que para mí.
—¿Y cómo funciona esa nota? —continuó—. Bueno, de la misma manera que los registros de los fonógrafos. Hay millones de puntos, depresiones, marcas en relieve en tu cerebro que sin duda registran lo que recuerdas, lo que has disfrutado o despreciado, o lo que has hecho o dicho. La superficie del cerebro, de todos modos, es lo suficientemente grande como para proporcionar papel de escritura para el registro de todas estas cosas, de todos tus recuerdos. Si la impresión de una experiencia no ha sido aguda, el punto no está impreso con claridad y el registro se desvanece; en otras palabras, llegas a olvidarlo. Pero si ha sido impresa vivamente, el registro nunca se borra. Por ejemplo, la señora Gabriel no perderá la impresión de cómo enjabonó la cara de su esposo después de haberle cortado la garganta. Es decir: si es que acaso hizo tal cosa.
»Ahora ves a lo que me refiero, ¿verdad? Por supuesto que lo ves. Dentro de la cabeza de un hombre hay un registro completo de todas las cosas memorables que ha hecho y dicho: están todos sus pensamientos, todos sus discursos y lo más marcado de todo: sus pensamientos habituales y las cosas que ha dicho a menudo; porque el hábito, según se cree, crea una especie de surco en el cerebro, de modo que el principio de la vida, sea lo que sea, a medida que se adentra y se desliza por el cerebro, constantemente tropezará con él. Ahí tienes tu registro, tu placa de gramófono lista. Lo que queremos y a lo que estoy tratando de llegar, es una aguja que, a medida que sigue su minucioso camino sobre estos puntos, encuentre palabras o frases que los muertos hayan pronunciado y las reproduzca. ¡Dios mío, qué Libros del Juicio! ¡Qué resurrección!
Allí, en aquel lugar retirado, no penetraba el más remoto eco de la emoción que bullía en las calles; a través de la ventana abierta solo llegaba la marea del silencio de medianoche. Pero de algún lugar más cercano, seguramente a través de la pared del laboratorio, llegaba un murmullo bajo y persistente.
—Tal vez nuestra aguja, desgraciadamente aún por inventar, al pasar sobre el registro del habla del cerebro, podría incluso inducir la expresión facial —dijo—. El placer o el horror podrían incluso pasar por los rasgos de un muerto. Podría haber gestos y movimientos, incluso, mientras las palabras se reprodujeran en nuestro gramófono de los muertos. Algunas personas, cuando quieren pensar intensamente, se pasean. Algunas hablan solas en voz alta, y de esto tenemos un ejemplo audible ahora mismo.
Levantó el dedo en señal de silencio.
—Sí, esa es la señora Gabriel —dijo—. Habla sola durante horas y horas. Siempre lo ha hecho, me cuenta. No me sorprendería si tuviera mucho de qué hablar.
Fue esa noche cuando, por primera vez, se me ocurrió la idea de que una intensa actividad estaba en marcha bajo las tranquilas fachadas de Newsome Terrace. Ninguna parecía más tranquila que esta y, sin embargo, allí bullía una actividad volcánica y una intensa vida, tanto en el hombre que estaba sentado con las piernas cruzadas en el suelo como detrás de aquella voz apenas audible a través de la pared divisoria. Pero no pensé más en eso, pues Horton volvió a hablar del gramófono cerebral… Si fuera posible rastrear esos puntos y marcas infinitesimales en el cerebro con una aguja exquisitamente fina, podría ocurrir que, con la ayuda de un dispositivo similar al que traduce en sonido los relieves de un disco, se pudiera recuperar alguna representación audible del habla del cerebro de un hombre muerto. Era necesario, como él me señaló, que este extraño registro de gramófono fuera nuevo; debía tratarse de uno de un hombre recientemente fallecido, ya que la corrupción y el deterioro pronto borrarían estas marcas infinitesimales. No creía que se pudiera recuperar el pensamiento no expresado de esta manera: lo máximo que esperaba de su trabajo pionero era poder recapturar el habla real, especialmente cuando esa conversación había estado centrada en un tema, desgastando así una parte del cerebro conocida como el centro del habla.
—Permíteme usar, por ejemplo —dijo—, el cerebro de un revisor de ferrocarril recién fallecido, que ha estado acostumbrado durante años a gritar el nombre de una estación, y no pierdo la esperanza de escuchar su voz a través de la corneta de mi gramófono. O, de nuevo, suponiendo que la señora Gabriel, en todas sus interminables conversaciones consigo misma, hable sobre un tema en particular, podría, en circunstancias similares, recuperar lo que ha estado diciendo constantemente. Por supuesto, mi instrumento debe ser de una potencia y delicadeza aún desconocidas, con una aguja que pueda seguir las más mínimas irregularidades de la superficie, y una corneta de inmenso poder amplificador, capaz de transformar el susurro más suave en un grito. Pero, al igual que un microscopio te mostrará los detalles de un objeto invisibles a simple vista, también hay instrumentos que actúan de la misma manera con el sonido. Aquí, por ejemplo, hay uno con una notable potencia de aumento. Pruébalo si quieres.
Me llevó a una mesa en la que estaba conectada una batería eléctrica a una esfera de acero, de la que sobresalía una corneta de gramófono de extraña manufactura. Ajustó la batería y me indicó que chasqueara los dedos suavemente frente a una abertura en la esfera, y el ruido, que normalmente apenas sería audible, resonó en la habitación como un trueno.
—Algo así podría permitirnos escuchar los registros de un cerebro —dijo.
Después de aquella noche, mis visitas a Horton se hicieron mucho más frecuentes de lo que habían sido hasta entonces. Una vez que me hubo admitido en la región de sus extrañas investigaciones, parecía ser bienvenido allí. En parte, como había dicho, le ayudaba a aclarar su propio pensamiento al ponerlo en lenguaje simple, y en parte, como admitió posteriormente, estaba empezando a adentrarse en campos de conocimiento tan solitarios, por senderos tan absolutamente inexplorados, que incluso él, el más aislado e independiente de la humanidad, quería tener una presencia humana cerca. A pesar de su total indiferencia ante los acontecimientos de la guerra —ya que, en su opinión, cuestiones mucho más cruciales requerían su atención—, se ofreció como cirujano a un hospital de Londres para realizar operaciones de cerebro, y sus servicios, naturalmente, fueron bienvenidos, ya que nadie aportaba conocimientos o habilidades como los suyos. Ocupado el día entero, realizaba verdaderas hazañas de curación, con audaces y diestras extirpaciones que nadie más se habría atrevido a intentar. A menudo operaba con éxito lesiones que parecían indudablemente fatales, y todo el tiempo estaba aprendiendo. Se negó a aceptar un salario; solo pedía, en los casos en que había retirado trozos de materia cerebral, poder llevárselos para, mediante una disección y examen adicionales, aumentar los conocimientos y la destreza manipulativa que dedicaba a los heridos. Envolvía estos fragmentos en una tela esterilizada y los llevaba de vuelta a Newsome Terrace en una caja calentada eléctricamente para mantener la temperatura habitual de la sangre de un hombre. Según su razonamiento, el fragmento podría mantener algún tipo de vida independiente, como el corazón seccionado de aquella rana, que había continuado latiendo durante horas sin estar conectado al resto del cuerpo. Luego, durante media noche, seguiría trabajando en esos trozos de tejido apenas muertos que le proporcionaban sus operaciones durante el día. Simultáneamente, trabajaba en la aguja que debía poseer tan infinita delicadeza.
Una tarde, cansado tras un largo día de trabajo, acababa de oír los silbatos de alarma que anunciaban un ataque aéreo con cierto estremecimiento de inquieta anticipación, cuando sonó el timbre de mi teléfono. Mis criados, según la costumbre, ya se habían dirigido al sótano, y fui a ver cuál era el motivo de la llamada, decidido de todos modos a no salir a la calle. Reconocí la voz de Horton.
—Necesito que vengas de inmediato —dijo.
—Pero ya ha sonado el silbato de alarma —le dije—, y no me gustan los ataques aéreos.
—Oh, no te preocupes por eso —dijo—. Debes venir. Estoy tan emocionado que no confío en la prueba de mis propios oídos. Necesito un testigo. Ven tú solo.
No se detuvo a escuchar mi respuesta, porque escuché el clic del receptor volviendo a su lugar. Claramente asumió que iba a ir y eso, supongo, tuvo un efecto sugestivo en mi mente. Me dije a mí mismo que no iría, pero en un par de minutos su certeza de que yo iba a ir, junto con la perspectiva de que me interesara algo más que los ataques aéreos, me hizo revolverme inquieto en mi silla y, finalmente, dirigirme a la puerta de la calle y mirar afuera. La luna estaba brillantemente iluminada, la plaza estaba completamente vacía y muy a lo lejos se oían los disparos de los cañones. Al siguiente instante, casi en contra de mi voluntad, estaba corriendo por las desiertas aceras de Newsome Terrace. Mi llamada en su puerta fue respondida por Horton antes de que la señora Gabriel pudiera llegar a la puerta, y él me arrastró categóricamente adentro.
—No te diré una palabra de lo que estoy haciendo —dijo—. Quiero que me cuentes lo que oigas. Vamos al laboratorio.
Los distantes cañonazos volvieron a quedar en silencio mientras me sentaba, tal y como me había indicado, en una silla cerca de la corneta del gramófono, pero, de repente, a través de la pared, oí el familiar murmullo de la voz de la señora Gabriel. Horton, ya ocupado con su batería, se levantó de un salto.
—Esto no funcionará —dijo—. Necesito silencio absoluto.
Salió de la habitación y lo escuché llamarla. Mientras estaba fuera, observé más de cerca lo que había sobre la mesa. Estaban la batería, la esfera de acero redonda y la corneta del gramófono, y alguna clase de aguja en un resorte de acero espiral enlazado con la batería y el recipiente de vidrio en el que había visto latir el corazón de la rana. En él había ahora un fragmento de materia gris.
Horton regresó en uno o dos minutos y se paró en medio de la habitación, escuchando.
—Eso está mejor —dijo—. Ahora quiero que escuches lo que salga por la boca de la corneta. Responderé a tus preguntas después.
Con el oído pegado a ella no podía ver nada de lo que estaba haciendo, y presté atención hasta que el silencio se convirtió en un murmullo en mis oídos. Luego, de repente, ese murmullo cesó, ya que quedó acallado por un susurro que sin duda provenía de la abertura en la que estaba fija mi atención auditiva. No era más que el más tenue de los susurros y, aunque las palabras no eran audibles, tenía el timbre de una voz humana.
—Bueno, ¿escuchas algo? —preguntó Horton.
—Sí, algo muy tenue, apenas audible.
—Descríbelo —dijo él.
—Alguien susurrando.
—Probaré con un sitio más fresco —dijo.
El silencio volvió a descender; el murmullo de los cañones distantes seguía mudo, y el único ruido que lo rompía era un ligero crujir de mi camisa mientras respiraba. Y entonces el susurro de la corneta del gramófono comenzó de nuevo, esta vez mucho más alto de lo que había sido antes, como si el hablante (todavía susurrando) se hubiera acercado una docena de metros, pero seguía siendo borroso e indistinguible. También era más evidente que el susurro era el de una voz humana, y de vez en cuando, ya fuera de forma imaginaria o no, pensé que oía una o dos palabras. Por un momento quedó completamente en silencio y luego, con una repentina idea de lo que estaba escuchando, oí que algo comenzaba a cantar. Aunque las palabras no eran aún audibles, había una melodía, y la melodía era Tipperary. De esa corneta en forma de Convolvulus salieron dos compases.
—¿Y ahora qué escuchas? —chilló Horton con una grieta de júbilo en su voz—. ¡Cantando, están cantando! Esa es la melodía que todos cantaban. Preciosa canción de un hombre muerto. ¡Otra vez! ¿Te parece? Sí, espera un segundo y la cantará de nuevo para ti. Maldición, no puedo llegar al punto. ¡Ah! Lo tengo: escucha de nuevo.
Sin duda, esta era la canción más extraña jamás escuchada en la tierra, la melodía del cerebro del muerto. El horror y la fascinación luchaban en mí, y supongo que el primero prevaleció por un momento, pues, con un escalofrío, me puse en pie de un salto.
—¡Detenlo! —le dije—. Es terrible.
Su rostro, delgado y ansioso, brillaba bajo la fuerte luz de la lámpara que había colocado cerca de él. Su mano estaba en la varilla de metal de la que colgaba el resorte espiral y la aguja, que reposaba sobre el fragmento de materia gris que había visto en el recipiente de vidrio.
—Sí, voy a detenerlo ahora —dijo—, o los gérmenes alcanzarán el registro del gramófono, o este se enfriará. Mira, lo rocío con vapor carbólico y lo vuelvo a colocar en su cálido lecho. Cantará de nuevo para nosotros. Pero ¿terrible? ¿Qué quieres decir con «terrible»?
Lo cierto es que, cuando me hizo esa pregunta, apenas sabía lo que yo había querido decir. Había sido testigo de una nueva maravilla de la ciencia, quizá más maravillosa que ninguna otra que se hubiera visto antes, y mis nervios —caprichosos y quejicas— habían gritado desde la oscuridad y la profundidad. Pero el horror fue disminuyendo, y la fascinación aumentó mientras él me contaba brevemente la historia de este fenómeno. Ese día había asistido y operado a un joven soldado cuyo cerebro tenía incrustado un fragmento de metralla. El chico estaba in extremis, pero Horton tenía la esperanza de salvarlo. Extraer la metralla era la única oportunidad, y eso implicaba cortar un fragmento de la parte del cerebro conocida como el centro del habla, y sacar lo que estaba incrustado allí. Pero la esperanza no se cumplió y, dos horas después, el chico murió. Fue a este fragmento de cerebro al que había aplicado la aguja de su gramófono cuando regresó a casa, y del que había obtenido esos débiles susurros que lo habían empujado a llamarme para que pudiera ser testigo de aquella maravilla. Y testigo había sido, no solo de los susurros, sino también del fragmento de una canción.
—Y esto es solo el primer paso en un nuevo camino —dijo él—. ¿Quién sabe a dónde puede llevar, hasta qué nuevo templo del conocimiento puede conducirnos? Bueno, es tarde: no haré más esta noche. ¿Qué ha pasado con el ataque, por cierto?
Para mi asombro, vi que casi era medianoche. Habían transcurrido dos horas desde que me abriera la puerta, y me habían parecido dos minutos. A la mañana siguiente, algunos vecinos hablaron del prolongado bombardeo que había tenido lugar, del cual yo había sido completamente inconsciente.
Semana tras semana, Horton estuvo trabajando en esa nueva vía de investigación, perfeccionando la sensibilidad y sutileza de la aguja, y aumentando la capacidad de amplificación de su corneta mediante un enorme incremento de la potencia de sus baterías. Muchas veces escuché, a lo largo del siguiente año, las voces que enmudecían con la muerte, y los sonidos que durante los experimentos iniciales habían sido borrosos o murmullos ininteligibles se convirtieron, a medida que aumentó la delicadeza de sus dispositivos mecánicos, en sonidos coherentes y de clara articulación. Ya no era necesario imponer silencio a la señora Gabriel cuando el gramófono estaba en funcionamiento, ya que ahora la voz que escuchábamos había alcanzado el volumen de una expresión humana ordinaria, y en cuanto a la fidelidad e individualidad de estos registros, más de una vez tuvimos inequívoco testimonio por parte de algún amigo vivo del difunto al reconocer, sin saber lo que estaba escuchando, la voz del orador. Más de una vez, también, la señora Gabriel, al traer sifón y whisky, nos trajo tres vasos, ya que había escuchado, según nos decía, tres voces diferentes en la conversación. Pero, por el momento, no tuvo lugar ningún fenómeno nuevo: Horton no hacía más que perfeccionar el mecanismo de su descubrimiento, a la par que escribía —mientras se lamentaba por la pérdida de tiempo— un monográfico, que pronto arrojaría a sus colegas, sobre los resultados que ya había obtenido. Y entonces, justo cuando Horton se hallaba en el umbral de nuevas maravillas, las cuales ya había previsto como teóricamente posibles, tuvo lugar una noche de prodigios y rauda catástrofe.
Ese día habíamos cenado juntos, servidos hábilmente por la señora Gabriel, que con tanto esmero había preparado la comida, y hacia el final, mientras ella retiraba la mesa para poner el postre, tropezó, supuse, con un borde suelto de la alfombra, recuperándose rápidamente. Pero inmediatamente Horton dejó una frase a medias y se volvió hacia ella.
—¿Está bien, señora Gabriel? —le preguntó rápidamente.
—Sí, señor, gracias —dijo ella, y continuó sirviendo.
—Como estaba diciendo —comenzó Horton de nuevo, pero su atención claramente se dispersó y, sin concluir su narración, cayó en silencio, hasta que la señora Gabriel nos sirvió el café y salió de la habitación.
—Me temo mucho que mi felicidad doméstica pueda verse perturbada —dijo—. La señora Gabriel tuvo un ataque epiléptico ayer, y me confesó, tras recuperarse, que había sido propensa a ellos cuando era niña, y desde entonces los ha experimentado ocasionalmente.
—¿Y suponen un peligro? —pregunté.
—En sí mismos, en absoluto —dijo él—. Si está sentada en su silla, o acostada en la cama, cuando se produce uno, no hay nada de qué preocuparse. Pero si ocurriera mientras está cocinando, o bajando las escaleras, podría caerse sobre el fuego o rodar escalera abajo. Esperemos que no ocurra ninguna calamidad tan lamentable. Ahora, si has terminado tu café, vamos al laboratorio. No es que tenga nada interesante en cuanto a registros nuevos, pero he introducido al aparato una segunda batería con una bobina de inducción muy fuerte. He descubierto que, si la conecto con mi registro, dado que el registro es… es uno fresco, estimula ciertos centros nerviosos. Es extraño, ¿verdad? Que las mismas fuerzas que alientan a los muertos a vivir también alentarían a los vivos a morir si un hombre recibiera una descarga completa. Hay que tener mucho cuidado al manejarlo. Bien, ¿y entonces qué?, te preguntarás.
Era una noche muy calurosa, y abrió las ventanas antes de acomodarse en el suelo en su posición de piernas cruzadas.
—Responderé a tu pregunta —dijo—, aunque creo que ya hemos hablado de esto antes. Suponiendo que no tenga solo un fragmento de tejido cerebral, sino, digamos, un cerebro entero, o, mejor aún, un cadáver completo, creo que se podría reproducir algo más que simple habla a través del gramófono. Los propios labios muertos quizás podrían pronunciar… ¡Dios mío! ¿Qué ha sido eso?
Desde la parte inferior de las escaleras que conectan el comedor que acabábamos de abandonar con el laboratorio donde nos encontrábamos ahora, nos llegó un estruendo de vidrio, seguido del ruido de algo pesado saltando de escalón en escalón, hasta ser, finalmente, arrojado en el umbral, con un sonido como de nudillos golpeando la puerta y exigiendo entrar. Horton se levantó de un salto y abrió la puerta, y allí yacía, medio dentro de la habitación y medio afuera, el cuerpo de la señora Gabriel. A su alrededor había esquirlas de botellas y vasos rotos, y de una herida abierta en la frente, mientras yacía pálida con el rostro vuelto hacia arriba, la sangre goteaba entre su espeso cabello gris.
Horton se arrodilló a su lado y limpió su frente con su pañuelo.
—¡Ah! Esto no es grave —dijo—. Ni vena ni arteria están cortadas. Primero, voy a vendarlo.
Rasgó su pañuelo en tiras, las ató juntas y, con destreza, formó un vendaje que cubría la parte inferior de su frente, dejando sus ojos al descubierto. Estos estaban fijos y en blanco, y él los examinó detenidamente.
—Pero hay algo peor —dijo—. Se ha dado un fuerte golpe en la cabeza. Ayúdame a llevarla al laboratorio. Ve junto a sus pies y levántalos por debajo de las rodillas cuando te diga. ¡Ahora! A continuación pasa tu brazo bajo ella y llévala.
Su cabeza se balanceó sin fuerza hacia atrás cuando la levantó por los hombros y él la apoyó contra sus rodillas, provocando que la cabeza se inclinara como si asintiera en silenciosa aprobación ante lo que estábamos haciendo y su boca, en cuyo extremo se había formado un poco de espuma, quedara abierta. Horton siguió sosteniendo sus hombros mientras yo iba a por un cojín en el que apoyar su cabeza, y pronto la tuvimos acostada junto a la mesa baja en la que se encontraba el gramófono de los muertos. Luego, con dedos hábiles y ligeros, él pasó sus manos por el cráneo, deteniéndose cuando llegó a un lugar justo encima y detrás de su oído derecho. Por dos veces sus dedos buscaron y presionaron ligeramente, mientras, con los ojos cerrados y la atención concentrada, interpretaba lo que su entrenado tacto revelaba.
—Aquí el cráneo se ha roto en fragmentos —dijo—. En el medio hay un pedazo completamente separado del resto, y los bordes de las piezas agrietadas deben estar presionando su cerebro.
El brazo derecho de ella yacía con la palma hacia arriba en el suelo, y él, con la otra mano, palpó la muñeca con las yemas de los dedos.
—No hay signos de pulso —dijo—. Está muerta en el sentido común de la palabra. Pero la vida persiste de una manera extraordinaria, como recordarás. No puede estar completamente muerta: nadie está completamente muerto en un instante, a menos que cada órgano esté destrozado. Pero pronto estará muerta si no aliviamos la presión en el cerebro. Eso es lo primero que hay que hacer. Mientras yo me ocupo de eso, ¿puedes cerrar la ventana y encender la estufa? En este tipo de casos, el calor vital, lo que sea que eso signifique, abandona el cuerpo muy rápidamente. Haz que la habitación esté tan caliente como puedas: trae una estufa de aceite, enciende el radiador eléctrico y aviva el fuego. Cuanto más caliente esté la habitación, más lentamente perderá el calor de la vida.
Él ya había abierto su armario de instrumentos quirúrgicos y sacado de allí dos cajones repletos de brillante acero, que colocó en el suelo junto a ella. Oí el chirrido de las tijeras cortando el pelo gris y, mientras me ocupaba de avivar el fuego y prender la estufa de aceite, la cual encontré, siguiendo las directrices de Horton, en la despensa, vi que su bisturí estaba ocupado con la piel expuesta. Horton había puesto cerca de la cabeza de ella alguna clase de spray vaporizador, que mantenía al calor de una lámpara cercana, y, mientras trabajaba, la burbujeante boquilla llenó el aire con un aromático olor a limpio. De vez en cuando me arrojaba alguna orden.
—Tráeme esa lámpara eléctrica de cable largo —me dijo—. No tengo suficiente luz. No mires lo que estoy haciendo si eres aprensivo, porque, si te mareas, no podré atenderte.
Supongo que el intenso interés que me despertaba lo que él estaba haciendo superaba cualquier escrúpulo que pudiera sentir, porque, sin pestañear, miré por encima de su hombro mientras movía la lámpara hasta colocarla en un lugar que arrojara su luz directamente sobre un oscuro agujero al borde del cual colgaba un trozo de piel. En este agujero introdujo las pinzas, y al retirarlas, sujetaban un pedazo de hueso manchado de sangre.
—Esto está mejor —dijo—. Y la habitación se está calentando bien. Pero aún no hay signos de pulso. Sigue echando leña, ¿quieres?, hasta que el termómetro de la pared marque treinta y siete grados.
Cuando volví a mirar, después de mi viaje desde el sótano de carbón, vi que había dos piezas de hueso más junto a la que había visto extraer, y poco después, al consultar el termómetro, vi que, entre la estufa de aceite, el crepitante fuego y el radiador eléctrico, había elevado la temperatura de la habitación a la que él deseaba. Pronto, mientras escudriñaba fijamente el lugar de su operación, volvió a tomarle el pulso a la mujer.
—No hay ningún signo de que la vitalidad regrese —dijo—, y he hecho todo lo que puedo. No hay nada más que se pueda idear para restaurarla.
Mientras hablaba se relajó el ardor del cirujano inigualable y, con un suspiro y un encogimiento de hombros, se levantó y se secó la cara. Luego, de repente, el entusiasmo y la urgencia ardieron nuevamente en él.
—¡El gramófono! —exclamó—. El centro del habla está cerca de donde he estado trabajando y permanece completamente ileso. ¡Dios mío, qué oportunidad tan maravillosa! Ella me sirvió bien mientras estaba viva, y me servirá ahora que está muerta. Y puedo estimular el centro del nervio motor, también, con la segunda batería. Podríamos contemplar una nueva maravilla esta noche.
Una especie de temor me sacudió.
—No, no lo hagas —dije—. Es terrible: acaba de morir. Me iré si lo haces.
—Pero se dan exactamente todas las condiciones que he estado persiguiendo durante mucho tiempo —dijo él—. Y, sencillamente, no puedo prescindir de ti. Debes ser testigo: necesito un testigo. ¿Eres consciente, hombre, de que no hay cirujano ni fisiólogo en este reino que no daría un ojo o un oído por estar en tu lugar en este momento? Está muerta. Te lo prometo por mi honor, y es algo grandioso estar muerto si puedes ayudar a los vivos.
Una vez más, en una lucha mucho más intensa, el horror y la curiosidad más potente se enfrentaron en mi interior.
—Entonces que sea rápido —le dije.
Horton estaba de rodillas junto a ella, limpiando su frente con su pañuelo.
—¡Ah! Eso está bien —exclamó Horton—. Ayúdame a ponerla sobre la mesa del gramófono. El cojín también; puedo acceder al lugar más fácilmente con la cabeza un poco elevada.
Encendió la batería y, con la luz móvil cerca de él, iluminando intensamente lo que buscaba, insertó la aguja del gramófono en la abertura dentada de su cráneo. Durante unos minutos, mientras exploraba la zona, reinó el silencio, y luego, de repente, la voz de la señora Gabriel, clara, inconfundible y con el volumen de la voz normal, salió del gramófono.
—Sí, siempre dije que estaría a la altura de él —pronunció con sílabas articuladas—. Solía golpearme, lo hacía, cuando llegaba a casa borracho, y a menudo estaba llena de moratones. Pero le daré rojo a cambio de su morado.
El registro se volvió borroso; en lugar de palabras articuladas, salió de él un ruido gutural. Poco a poco se aclaró, y estábamos escuchando una especie de risa reprimida y terrible. Continuó sin cesar.
—He entrado en una especie de bucle —dijo Horton—. Debe haber reído mucho para sí misma.
Durante mucho tiempo no obtuvimos nada más que la repetición de las palabras que ya habíamos escuchado y el sonido de esa risa reprimida. Luego, Horton acercó la segunda batería.
—Voy a intentar estimular los centros del nervio motor —dijo—. Observa su rostro.
Sujetó la aguja del gramófono en posición e introdujo los dos polos de la segunda batería en el cráneo fracturado, moviéndolos con mucho cuidado. Y mientras yo miraba su rostro, vi con paralizante horror que sus labios comenzaban a moverse.
—Su boca se está moviendo —exclamé—. No puede estar muerta.
Él miró también.
—Tonterías —dijo—. Eso es solo el estímulo de la corriente. Ha estado muerta durante media hora. ¡Ah! ¿Qué está pasando ahora?
Los labios se alargaron en una sonrisa, la mandíbula inferior cayó y de su boca salió la risa que habíamos escuchado hacía un momento a través del gramófono. Y luego la boca inerte habló, con un murmullo de palabras ininteligibles, una cascada de sílabas incoherentes.
—Voy a ponerla a máxima corriente —dijo.
La cabeza se sacudió y se levantó, los labios lucharon por pronunciar palabras y, de repente, habló rápida y claramente.
—En el momento en que sacó su navaja —dijo—, me acerqué por detrás de él, le puse la mano en la cara y le doblé el cuello hacia atrás sobre la silla, con toda mi fuerza. Y recogí su navaja y, con un solo corte, ¡ja, ja, así fue como se lo hice pagar! Y no perdí la cabeza, sino que le enjaboné bien la barbilla y le puse la navaja en la mano, y lo dejé allí, y una hora después, como no bajaba, subí a ver qué pasaba. Era un desagradable corte en su cuello lo que lo mantenía…
De repente, Horton retiró los dos polos de la batería de la cabeza y, en mitad de una palabra, los labios dejaron de funcionar, quedando rígidos y abiertos.
—¡Por Dios! —exclamó—. Los labios de los muertos tienen una historia que contar. Obtendremos aún más.
Lo que sucedió exactamente a continuación nunca lo supe. Dio la sensación de que, mientras aún estaba inclinado sobre la mesa, con los dos polos de la batería en la mano, resbaló y cayó hacia adelante sobre ella. Hubo un fuerte crujido y un destello de luz azul y deslumbrante, y allí yació, boca abajo, con los brazos temblando y sin apenas moverse. Al caer, los dos polos que momentáneamente debieron entrar en contacto con su mano se soltaron de nuevo, y lo levanté y lo tumbé en el suelo. Pero sus labios, al igual que los de la mujer muerta, habían hablado por última vez.