La hija de Pan

Taverner miró una tarjeta que le habían traído.

—Rhodes —dijo—, si comienzan a llamarme los vecinos del Condado, cerraré las persianas y escribiré «Ichabod» en ellas, porque sabré que mi gloria se ha ido. Y ahora, en el nombre de Belcebú, Asmodius y algunos otros de mis amigos a quienes no has conocido, ¿qué querrá esta mujer de mí?

Taverner, sus métodos y su residencia clínica eran mirados de reojo por la alta sociedad local, y él, por su parte, no se preocupaba por hacer recetas para el sarampión y la gripe, por lo que rara vez nos relacionábamos con nuestros vecinos. Que mi colega fuera hombre de profundo conocimiento y cosmopolita elegancia no le habría servido para nada en las reuniones de té locales, en las cuales se juzgaba a un hombre por su capacidad para evitar ofender.

Una mujer de caderas estrechas y finos labios entró en la habitación. Las peinadas ondas de su cabello dorado, y la perfección de su tez de porcelana, daban testimonio de la excelente labor de su doncella, y del cuidado que dedicaba a su arreglo personal. Su ropa tenía ese efecto tapizado que solo se logra cuando la mujer se adapta a la prenda, no la prenda a la mujer.

—Quiero consultarle —dijo ella— acerca de mi hija menor; supone una gran preocupación para nosotros. Tememos que su mente no se esté desarrollando adecuadamente.

—¿Cuáles son los síntomas? —preguntó Taverner con su tono más profesional.

—Siempre fue una niña difícil —dijo la madre—. Nos dio muchos problemas, era muy diferente de los demás. Finalmente dejamos de intentar criarla junto a ellos y buscamos institutrices especializadas, y también la pusimos bajo supervisión médica.

—Supongo que eso incluía una estricta disciplina —dijo Taverner.

—Por supuesto —dijo nuestra visitante—. La hemos cuidado con mucho esmero; no hemos dejado nada sin hacer, aunque ha supuesto un gran desembolso, y debo decir que las medidas que tomamos han sido exitosas hasta cierto punto; sus terribles arrebatos de rebeldía y mal genio prácticamente han cesado, no ha tenido ninguno en un año, pero en cambio su desarrollo parece haberse detenido.

—Debo ver a su hija antes de poder opinar —dijo Taverner.

—Está en el coche —dijo su madre—. La haré venir.

Apareció acompañada por su institutriz, que parecía ser la estricta y disciplinaria persona que se decía que era; habría encontrado su verdadera vocación como sargento instructor del antiguo régimen prusiano. La niña en sí misma era un caso muy curioso. Guardaba un extraordinario parecido con su madre. Poseían la misma figura delgada, aunque en el caso de la madre las angulosidades habían sido rellenadas por el arte, mientras que en la hija sobresalían claramente a través de la ropa, lo que hacía parecer que hubiera dormido con ella puesta. Un cabello largo y de color gris ratón estaba enrollado en gruesas y grasientas madejas alrededor de su cabeza; una tez opaca, ojos semejantes a los de un pez y una torpeza general acompañada de desgarbadas extremidades completaban la desagradable imagen.

Acurrucada en el sofá entre las dos mujeres, que parecían pertenecer a otra especie y discutían sobre ella como si fuera un objeto inanimado, la niña parecía un típico caso de deficiencia en grado alto. Ahora, si bien los deficientes me inspiran desagrado, pues mi compasión la reservo para las familias, la niña frente a mí no me inspiraba desagrado en absoluto, sino compasión. Me recordaba a un jilguero enjaulado en la miserable tienda de algún comerciante de animales, sus plumas apagadas por la suciedad y deshilachadas por los barrotes, apático, enfermizo, miserable, que no canta porque no puede volar. Era imposible decir cuál había sido la intención de la naturaleza con ella, ya que había sido tan completamente transformada por las dos ardientes disciplinarias que la flanqueaban que no quedaba nada del material original. Su personalidad no les gustaba y la habían reprimido de manera efectiva, pero lamentablemente no tenían nada que poner en su lugar, y se quedaron con una autómata sin alma a la que arrastraban de un alienista a otro en un desesperado intento por reparar el daño, mientras mantenían las condiciones que lo habían causado.

Desperté de mi ensimismamiento para escuchar a la madre —que evidentemente mostraba gusto por la economía cuando se trataba del patito feo— regatear astutamente las tarifas con Taverner, mientras él, que siempre estaba más interesado en el aspecto humano del trabajo que en el comercial, parecía dispuesto a ceder en gran medida.

—Taverner —dije tan pronto como la puerta se cerró tras ellas—, lo que están pagando no cubrirá ni siquiera su manutención, y mucho menos el tratamiento. No son pobres, mire el automóvil. Maldición, ¿por qué no la obliga a contribuir más?

—Querido mío —dijo Taverner con calma—, tengo que ofrecer un precio más bajo que la institutriz, o no conseguiré el trabajo.

—¿Cree que el trabajo merece la pena a ese precio? —gruñí, porque odio ver a un hombre como Taverner explotado.

—Es difícil decirlo —respondió él—. Han forzado una cuña cuadrada en un agujero redondo con tanta determinación que han partido la cuña, pero hasta qué punto no podemos saberlo hasta que la hayamos sacado del agujero. Pero ¿cuáles son tus impresiones de nuestra nueva paciente? Las primeras impresiones suelen ser las más auténticas. ¿Qué reacción despierta en ti? Esas son las mejores indicaciones para un caso psicológico.

—Parece que haya renunciado a la vida como si fuera un trabajo mal pagado —respondí—. Resulta un objeto poco atractivo, pero sin embargo no es repelente. Simpatizo con ella en mayor medida de lo que la compadezco, y ahí está la diferencia, ya sabe. No puedo expresarlo de otra manera.

—Lo has expresado muy claramente —dijo Taverner—. La distinción entre compasión y simpatía es la piedra de toque en este caso; nos compadecemos de lo que no es como nosotros, pero simpatizamos cuando podríamos ser tú o yo, si no fuera por la gracia de Dios. Te sientes familiarizado con esa alma porque, sea lo que sea a lo que haya quedado reducida la cáscara, es «una de los nuestros», dañada durante la creación.

—Y dañada de manera severa —agregué—. Creo que habría sido un caso para la Sociedad Protectora de la Infancia si la familia hubiera sido pobre.

—Te equivocas —dijo Taverner—. Es un caso para la Sociedad Protectora de Animales. —Y, con ese enigmático comentario, me dejó.

Al día siguiente, la nueva paciente, que respondía al inapropiado nombre de Diana, apareció. Parecía tener unos quince años, pero en realidad estaba más cerca de los dieciocho. Delgada, desaliñada, torpe y taciturna, tenía toda la ineptitud furtiva de un perro que ha sido arruinado por los malos tratos. Ciertamente, no suponía una adición a las amenidades sociales de la clínica, y no me habría sorprendido si Taverner hubiera decidido mantenerla separada, pero no parecía dispuesto a hacerlo, ni tampoco la puso bajo ninguna supervisión, sino que le dio completa libertad. No acostumbrada a esta falta de restricción, parecía no saber cómo ocuparse a sí misma, y merodeaba como si en cualquier momento las potencias ultrajadas pudieran exigir justo castigo por alguna maldad.

Hubo muchos comentarios sobre la negligencia en el trato a nuestra nueva paciente, y ciertamente aquello no suponía ningún crédito para la institución, pero empecé a entender lo que Taverner estaba buscando. Dejada completamente a su suerte, la chica estaba empezando a encontrar su lugar. Si quería comida, tenía que husmear en el comedor en algún momento en que se sirviera; cuando sus manos se volvían incómodamente pegajosas, las lavaba, como evidenciaban las toallas, ya que no siempre podíamos observar alguna diferencia en las manos. Además de eso, estaba pensando, y observaba todo lo que ocurría a su alrededor.

—Ella despertará pronto —dijo Taverner—, y entonces veremos cómo el primitivo y salvaje animal se adapta a la sociedad civilizada.

Un día nos llamó enfurecida la gobernanta y acudimos a la guarida de Diana; apenas podíamos llamarla habitación después de que ella la hubiera ocupado durante veinticuatro horas. Mientras caminábamos por el pasillo, un fuerte olor a quemado asaltó nuestras narices y, cuando llegamos, encontramos a la joven sentada a lo sastre en la alfombra del hogar, envuelta en la colcha y frente a un fuego en la chimenea en el que ardían todas sus pertenencias personales.

—¿Por qué has quemado tu ropa? —preguntó Taverner, como si esta interesante e inofensiva excentricidad fuera algo que ocurriera a diario.

—No me gusta.

—¿Qué le pasa?

—No son «yo».

—Ven al salón de recreo y busca entre los disfraces teatrales, a ver si encuentras algo que te guste.

Nos dirigimos al salón, Diana, envuelta en su colcha, siguiendo los pasos de Taverner, y la disgustada gobernanta cerrando la ridícula procesión. Yo no tenía intención de hacer de niñera de la señorita Diana, así que los dejé a su aire y fui por el pasillo para visitar a un hombre que teníamos allí llamado Tennant. Su existencia resultaba deprimente porque, aunque era un hombre encantador cuando estaba normal, había tenido varios intentos de suicidio, y su familia lo había ingresado como paciente voluntario en lugar de certificarlo y mandarlo a un manicomio. No se le podía considerar un loco en el sentido ordinario de la palabra, pero era uno de esos curiosos casos de tedium vitae; la voluntad de vivir le había abandonado. No sabíamos qué tragedia se escondía detrás, ya que Taverner, a diferencia de los psicoanalistas, nunca hacía preguntas; tenía su propia manera de averiguar lo que quería saber, y despreciaba todos esos torpes métodos.

Para mi sorpresa, encontré a Tennant hojeando un montón de partituras.

Descubrí, a través de mis preguntas, que no solo sentía un gran amor por la música, sino que también había estudiado seriamente con la intención de convertirse en profesional. Esto suponía una novedad para nosotros, ya que su familia no había dado ninguna indicación al respecto cuando lo dejaron con nosotros, simplemente nos hicieron creer que sus medios eran suficientes para su subsistencia, pero no para sentir la plenitud de la vida, y que se había resignado pasivamente a su suerte, sumiéndose como consecuencia en una profunda melancolía.

Le conté eso a Taverner mientras manteníamos nuestra habitual conversación de todas las noches en el despacho, tras la cena, y que consistía en contar mitad chismorreos y mitad informes mientras fumábamos nuestros cigarros.

—Vaya —dijo él, y se levantó de inmediato, fue a la habitación de Tennant, lo condujo a la sala de estar, lo puso al piano y le ordenó que tocara. Una vez comenzó, tocó como un autómata, con fluidez pero sin el menor sentimiento, hasta que el impulso se desvaneció. Tengo poco sentido musical, pero aquella desafinada interpretación llegó a resultar incluso molesta. Varios de los otros pacientes, presentes en la sala de estar, se fueron.

Al final de la pieza no intentó empezar otra, sino que se quedó inmóvil durante un rato; Taverner también se quedó en silencio, observándolo para ver qué haría a continuación, como era costumbre con sus pacientes. Tennant giró lentamente el taburete hasta que quedó con la espalda hacia las teclas y el rostro hacia nosotros, con las manos colgando flojas entre las rodillas, mirando fijamente las puntas de sus zapatos. Era un hombre prematuramente envejecido, de treinta y cinco o treinta y seis años. Su cabello era gris hierro, su rostro estaba profundamente arrugado. La frente era baja pero amplia; la boca, curvada; los ojos, bien separados, eran muy brillantes en las pocas ocasiones en que los párpados se alzaban lo suficiente como para dejar verlos, pero lo que llamó mi atención fueron sus orejas. No lo había notado antes porque, cuando llegó, tenía el cabello bastante largo, pero la gobernanta se lo había cortado con una maquinilla, y lo había hecho tan drásticamente que todo quedó al descubierto, y vi que las circunvoluciones de la oreja estaban dispuestas de manera que formaban un pequeño pico en el ápice, lo que me recordó al cuento de Hawthorne de El fauno de mármol y sus orejas peludas.

Mientras pensaba en esto, Tennant había levantado lentamente sus ojos hacia nosotros, y vi que estaban extrañamente iluminados y con un brillo animal, luciendo verdes bajo la luz de la lámpara, como lo hacen los de un perro por la noche.

—Tengo un violín en mi habitación —dijo en un tono monocorde.

Fue el primer signo de iniciativa que mostró, y de inmediato marché a buscar su instrumento. Taverner le dio la nota en el piano, pero la desestimó y afinó su violín según su propio gusto, en un tono conocido solo por él mismo. Cuando empezó a tocar por primera vez, sonaba horriblemente desafinado, pero, tras unos momentos, nos acostumbramos a los extraños intervalos y, al menos en mi caso, comenzaron a ejercer sobre mí una extraordinaria fascinación.

También lo hicieron sobre alguien más, porque, desde un rincón oscuro, donde se había escondido sin que nosotros la viéramos, se acercó Diana sigilosamente; por un momento apenas me di cuenta de quién era, ya que, desde esa mañana, había cambiado profundamente. De entre las prendas disponibles en nuestro guardarropa teatral había elegido un pequeño vestido verde que usábamos para vestir a Puck cuando representamos El sueño de una noche de verano. Alguien (descubrí después que había sido Taverner) le había cortado el cabello al estilo bob; unas largas medias verdes se veían bajo el borde festoneado del vestido, revelando las líneas angulares de sus miembros. Alguna fantasía de la imaginación hizo que mi mente retrocediera hasta mis días en la escuela, y mientras escuchaba el extraño lamento del violín, en el que las voces de gaviotas, aves de la marisma y todas las criaturas de los espacios baldíos y ventosos parecían estar llorando y llamándose entre sí, me pareció verme a mí mismo regresando de jugar a liebres y perros, radiante por el golpeteo del viento y la lluvia, dispuesto a bañarme y cambiarme en el vapor y el bullicio de los vestuarios. Por un momento, bajo la magia de esa música, volvió a ser mía la sensación de poder y prestigio, pues había sido un notable en la escuela, aunque un hombre común en mi profesión. Una vez más era el Capitán de los Deportes, observando a los nuevos chicos con la esperanza de encontrar algo prometedor, y luego, tras un instante, encontré la idea que hacía conectar mi mente con aquellos días del pasado: las largas piernas en las medias verdes eran las de un corredor. La disposición de los músculos, la longitud de los huesos, todo denotaba velocidad y agilidad. Podría no resultar una visión esperanzadora para una mamá casamentera, pero habría alegrado el corazón de un Capitán de los Deportes.

La gobernanta apareció por la puerta como una vengativa Némesis; la hora de apagar las luces había pasado hace mucho tiempo, pero en nuestra absorción por la música lo habíamos olvidado. Me miró con reproche; normalmente éramos aliados a la hora de mantener la disciplina, pero aquella noche me sentía como un pillo rebelde y quería unirme a Tennant y Diana y los demás incontrolables en alguna escandalosa escapada contra la ley y el orden.

La interrupción rompió el encanto. Por un momento, los ojos de Diana brillaron, y pensé que íbamos a presenciar una de esas exhibiciones de temperamento de las que habíamos oído hablar pero aún no habíamos visto. Sin embargo, volvieron a su habitual neutralidad de pez, y la torpe muchacha se alejó obedeciendo a la autoridad.

Sin embargo, Tennant se detuvo un momento, llamado de vuelta desde algún pasto espiritual en donde había encontrado la libertad, y bastante inclinado a resentirse por la interrupción. Mi mano en su brazo, y una palabra de autoridad en su oído, pronto lo devolvieron a la normalidad, y también él se fue tras la gobernanta.

—Maldita sea esa mujer —dijo Taverner mientras aseguraba las ventanas—, no sirve para este trabajo.

Salí afuera para cerrar las contraventanas, pero me detuve en el umbral.

—¡Por Júpiter, Taverner! —exclamé—. ¡Huela esto!

Se unió a mí en la terraza y juntos inhalamos el aroma de un jardín en flor. La escarcha yacía blanca sobre el césped, y el frío viento de marzo cortaba con intensidad, pero el aire estaba lleno del olor de las flores, con un trasfondo de pinos calentados por el sol. Algo se movió en la sombra de las enredaderas, y una enorme liebre pasó corriendo a nuestro lado con un revuelo de grava, para refugiarse entre los arbustos.

—¡Cielos! —exclamé—. ¿Qué demonios la trajo aquí?

—Ah, efectivamente, ¿qué? —dijo Taverner—. Averiguaríamos cosas bastante importantes si lo supiéramos.

Apenas había llegado a mi habitación cuando fui convocado por un fuerte golpe en la puerta. La abrí y encontré a uno de los pacientes vestido solo con su pijama.

—Algo anda mal en la habitación de Tennant —dijo—. Creo que está tratando de ahorcarse.

Tenía razón. Tennant, suspendido por la cuerda de su bata, oscilaba desde el poste de la cornisa. Lo bajamos y, después de un arduo trabajo de respiración artificial, logramos reanimarlo, e incluso Taverner se convenció de que la supervisión constante era la única forma de tratar con él. Al día siguiente, me permitió buscar a un enfermero, pero el tren que lo trajo también se llevó a la gobernanta, una mujer enormemente agraviada y no del todo compensada por el generoso cheque y la excelentísima carta de recomendación que Taverner le había otorgado cuando la despidió sin motivo ni previo aviso.

Incidentes como estos no causan gran asombro en un manicomio, y al día siguiente volvimos a la normalidad. Sin embargo, no podía quitarme de la cabeza el llanto gaviotil del violín, y el extraño olor a flores. Parecían ir juntos, y de alguna sutil manera me habían perturbado. Aunque la primavera no se había mostrado, una inquietud primaveral me envolvía. Incapaz de soportar la opresión del despacho, abrí de par en par las puertas francesas, dejando que el viento frío me azotara mientras luchaba con la correspondencia que debía enviarse con el correo de la tarde.

Así fue como Taverner me encontró, y me miró con curiosidad.

—Así que también lo escuchaste —preguntó.

—¿Escuchar qué? —respondí impacientemente, porque mi temperamento estaba alterado por alguna razón desconocida.

—La llamada de Pan —dijo mi colega, mientras cerraba la puerta al furioso viento.

—Voy a salir —anuncié, recogiendo la última carta. Taverner asintió sin hacer comentarios, lo que agradecí.

No sé qué capricho me poseyó, pero, al encontrar a Diana acurrucada en un sofá en el salón, la llamé como si fuera un perro:

—Vamos, Diana, ven a correr. —Y como un perro se levantó y me siguió.

Olvidando que, aunque tenía la mente de una niña, había alcanzado la edad adulta, olvidando que no tenía abrigo, sombrero ni botas —y en lo que respecta a eso, yo tampoco—, la llevé conmigo a través de los arbustos empapados hasta la puerta del jardín.

El camino arenoso en el que se encontraba el buzón terminaba donde comenzaban los brezos del páramo. Diana avanzó tentativamente hacia el borde de hierba y luego se quedó mirándome. Era tan parecida a un perro que pedía que lo llevaran a correr que me entregué a la ilusión.

—Vamos, Diana —grité—, ¡a correr!

Corrí por el camino hacia ella, y de un salto se fue y se alejó por el brezal. Fuimos tan rápido como pudimos sobre el suelo negro empapado hacia las neblinas sinuosas. Apenas pude mantener a la figura de delante a la vista, pues corría como un ciervo, saltando lo que yo tenía que atravesar.

Fuimos directamente a través de la llanura que una vez fue el lecho de un lago, dirigiéndonos hacia los Saltos del Diablo. Mucho después de que yo empezara a luchar por recuperar el aliento, la figura que brincaba delante siguió manteniendo el ritmo, y no la alcancé hasta que el terreno en ascenso me dio la ventaja. En el pequeño bosquecillo de pinos de la cima resbaló con las raíces retorcidas y cayó, rodando una y otra vez como un cachorro. Tropecé con las ondeantes piernas verdes y también caí, pero tan pesadamente que me quedé sin aire.

Nos sentamos jadeando y nos miramos, y luego, de común acuerdo, estallamos en risas. Fue la primera vez que escuché reír a Diana. Sus ojos eran verdes como los de un gato y mostraba una doble hilera de dientes blancos muy afilados y una bonita lengua rosa. No era humana, pero era fascinante.

Nos levantamos y trotamos de regreso por el brezal, y nos colamos por la puerta de la despensa mientras las criadas tomaban el té. Me sentía bastante incómodo con todo el asunto y esperaba, sinceramente, que nadie hubiera visto mi travesura, y que Diana no lo mencionara.

No es que hablar fuera un hábito suyo, pero poseía un rico lenguaje de gestos inconscientes, y rápidamente anunció al pequeño mundo de la residencia que había un entendimiento entre nosotros. Sus ojos verdes brillaban cuando yo aparecía, y mostraba sus afilados dientes blancos y su pequeña lengua rosa. Si hubiera tenido una cola, la habría agitado. Todo esto me desconcertó bastante.

Al día siguiente, cuando Taverner y yo bajamos al patio para tomar un poco de aire fresco, encontramos a Diana siguiéndonos.

—Veo que tienes una perrita como mascota —dijo Taverner, y yo murmuré algo sobre la transferencia de libido y las fijaciones mentales.

Taverner rio.

—Querido muchacho —dijo—, no es lo suficientemente humana como para enamorarse de ti, así que no te preocupes.

Al final del camino, Diana repitió sus tácticas del día anterior.

—¿Qué quiere? —preguntó Taverner. Me sentí incómodo y enrojecí, y Taverner me miró con curiosidad.

—Quiere que corra con ella —dije, pensando que la verdad era la única explicación posible, y que Taverner la entendería.

Así fue. Pero su respuesta fue más desconcertante que su pregunta.

—Bueno, ¿y por qué no lo haces? —dijo—. Ve, corre con ella, es bueno para ambos.

Vacilé, pero él no aceptaría un rechazo como respuesta, así que me alejé torpemente. Pero Diana notó la diferencia. La profundidad había llamado a la profundidad el día anterior, pero ahora yo era uno de los filisteos, y no correría conmigo. En cambio, trotó en círculos y me miró con ojos preocupados, su lengua rosa oculta detrás de labios caídos. Mi corazón se llenó de un odio furioso hacia Taverner, hacia mí mismo y hacia todas las cosas creadas, y saltando la valla, me refugié en mi habitación, de la cual no salí hasta la cena.

En esa comida, Diana me miró con sus extraños ojos verdes, que casi parecían decir: «Ahora sabes cómo me he sentido todos estos años», y telepáticamente le dije de vuelta: «Lo sé. Maldito sea todo el mundo».

Taverner, con tacto, se abstuvo de hacer referencia al asunto, por lo que le estuve profundamente agradecido. Pasó una semana y pensé que se había olvidado, cuando de repente rompió el silencio.

—No puedo hacer que Diana corra sola —dijo. Me retorcí en mi asiento, pero no respondí.

Fue a la ventana y subió la persiana. Una luna llena iluminaba la habitación, chocando horriblemente con la luz eléctrica.

—Es la noche del equinoccio de primavera —dijo Taverner, sin venir a cuento.

»Rhodes —dijo—. Voy a intentar un experimento muy peligroso. Si fallo, habrá problemas, y, si tengo éxito, habrá un escándalo, así que ponte el abrigo y ven conmigo.

En la sala de estar encontramos a Diana, ajena a las señoras que tejían jerséis junto al fuego, acurrucada en un asiento junto a la ventana con la nariz pegada al cristal. Taverner abrió la ventana y ella salió sin hacer ruido, como un gato; pasamos nuestras piernas por el marco y la seguimos.

Esperó en la sombra de la casa como si tuviera miedo de avanzar. Los años de disciplina habían dejado huella en ella, y, como un pájaro enjaulado cuando se le deja la puerta abierta, deseaba la libertad, pero había olvidado cómo volar. Taverner la envolvió con una pesada capa de tweed que llevaba consigo y, colocándola entre nosotros, nos dirigimos hacia los páramos. Seguimos la misma ruta de nuestra desenfrenada huida, hacia el bosque de pinos que se alzaba en su pequeña cresta por encima del antiguo lecho marino.

Los abetos escoceses, con sus copas tupidas y espaciadas, eran demasiado escasos para crear oscuridad, pero arrojaban grotescas sombras de duendes en el suelo cubierto de agujas. En una hondonada del páramo, a lo lejos, un arroyo hacía ruido.

Taverner quitó la capa de los hombros de Diana y la empujó hacia la luz de la luna. Ella vaciló y luego se volvió tímidamente hacia nosotros, pero Taverner, mirando su reloj, la volvió a empujar afuera. Me recordó a esa maravillosa historia de la vida en la jungla en la que los cachorros son llevados a la Roca del Consejo para que los lobos de la manada los conozcan y reconozcan. Diana estaba siendo entregada a su propio pueblo.

Esperamos mientras la luna llena cruzaba los cielos con un halo de nubes doradas, y Taverner miraba su reloj de vez en cuando. El viento había cesado y, en el silencio, el sonido del arroyo resonaba muy fuerte. Aunque no vi ni oí nada, sabía que algo se acercaba hacia nosotros a través de las sombras del bosque. Me encontré temblando con cada extremidad, no por miedo, sino por emoción. Algo nos pasaba, algo grande y masivo, y tras él, muchas cosas más pequeñas de la misma naturaleza. Cada nervio de mi cuerpo empezó a vibrar y, sin voluntad, di un paso adelante. Pero la mano de Taverner en mi brazo me detuvo.

—Esto no es para ti, Rhodes —dijo—. Tienes demasiada mentalidad para encontrar a tu pareja aquí.

A regañadientes, lo dejé detenerme. El ataque de locura pasó y, mientras mis ojos se aclaraban de nuevo, vi a la chica a la luz de la luna, y supe que ella también había sentido su llegada.

Se volvió hacia Ellos, medio asustada, medio fascinada.

Ellos la sedujeron, pero no se atrevió a responder. Luego sentí que la habían rodeado y que no podía escapar, y la vi rendirse. Extendió las manos hacia Ellos, y estoy seguro de que unas manos invisibles las tomaron; las levantó hacia el cielo y la luna pareció brillar directamente entre las palmas cupuladas, hacia su pecho; luego las bajó hacia la tierra y, cayendo de rodillas, las presionó contra el suelo; hundiéndose más, presionó todo su cuerpo contra la tierra hasta que su forma ahuecó el ligero suelo para recibirla.

Durante un rato permaneció quieta, y luego de repente se levantó y, lanzando las manos como si estuviera zambulléndose, se fue como una flecha en el viento.

—¡Rápido, detrás de ella! —gritó Taverner, lanzándome con un golpe en el hombro, y como un destello, yo también corrí por los senderos de brezo. Pero la diferencia con nuestra última carrera era evidente. Aunque Diana seguía corriendo como un ciervo, mis miembros eran de plomo. La vida parecía sin sabor, como que nunca volvería a tener ningún encanto. Solo mi sentido del deber mantenía mis miembros cansados en movimiento, y pronto incluso eso resultó ineficaz. Cada vez me quedaba más atrás, no llegaba un segundo aliento para aliviar mis pulmones fatigados, y la figura que estaba delante, saltando con pies de viento, se perdió entre el brezo.

Me dejé caer al suelo, jadeando, agotado por el primer esfuerzo. Mientras yacía indefenso en el brezo, con el corazón latiendo en mi garganta, me pareció ver que una gran procesión, como un ejército indisciplinado, cruzaba el cielo. Banderas andrajosas ondeaban y se agitaban, música enloquecedora rompía aquí y allá desde la multitud variopinta. Hocicos peludos con rostros humanos, garras en extremidades humanas, cabello verde y enredado cayendo sobre ojos centelleantes que brillaban en verde, y aquí y allá, rostros humanos medio asustados pero medio fascinados, algunos quedándose atrás a pesar de que eran arrastrados, otros entregándose a la carrera en un salvaje abandono al glamur.

Desperté para encontrar a Taverner inclinándose sobre mí.

—Gracias a Dios —dijo—, tus ojos siguen siendo humanos.

Al día siguiente no apareció Diana, y Taverner no reveló si estaba preocupado o no.

—Volverá para ser alimentada —fue todo lo que dijo.

Al día siguiente tampoco hubo señales de ella, y el asunto ya empezaba a inquietarme —pues, aunque los días eran cálidos, por las noches hacía frío— cuando, mientras estábamos sentados junto a la chimenea después de «apagar las luces», escuchamos un leve rascar en la ventana. Taverner se levantó de inmediato y la abrió, y Diana entró y hizo un ovillo a mis pies, junto a la chimenea. Pero no era conmigo con quien volvía, como había deseado en mi vergonzosa espera, sino con el fuego. Taverner y yo no significábamos nada para ella.

Taverner volvió a su silla, y en silencio la observamos. La túnica de Puck, empapada, rota y manchada, irreconocible, parecía la única ropa posible para la extraña, salvaje e inhumana figura a nuestros pies. Al rato se sentó y se pasó las manos por el pelo enmarañado, que ahora emanaba vapor por el calor, y, al verme a través de la maraña, mostró los dientes blancos y la lengua rosa al esbozar una extraña sonrisa de duendecilla, y, con un movimiento rápido, frotó su cabeza contra mi rodilla. Después de ese gesto de reconocimiento, volvió a disfrutar del fuego.

Taverner se levantó y salió silenciosamente de la habitación. Apenas me atrevía a respirar por miedo a romper el hechizo que mantenía tranquila a nuestra visitante, provocando que hiciera algo embarazoso o extraño; pero no necesitaba preocuparme. Yo no significaba para ella más que el resto del mobiliario.

Taverner regresó con una bandeja bien cargada, y los ojos de Diana brillaron. Parecía mucho más humana comiendo con cuchillo y tenedor. Pensé que desgarraría la comida con los dientes, pero el arraigado hábito persistía.

—Diana —dijo Taverner, después de que ella terminara su comida.

Ella sonrió.

—¿No vas a decir gracias?

Ella sonrió de nuevo y, con su rápido movimiento de pájaro, frotó su cabeza contra la rodilla, como lo había hecho conmigo, pero no habló. Él extendió la mano y comenzó a alisar y acariciar el enmarañado cabello. Ella se acurrucó a sus pies, disfrutando de la caricia y el calor, y pronto comenzó un suave murmullo de felicidad, muy parecido al ronroneo de un gato.

—¡Lo hemos logrado esta vez! —dijo Taverner. Sin embargo, después de un rato, Diana pareció despertar. Sus necesidades animales habían quedado satisfechas, y la parte humana comenzaba a reclamar su posición.

Se retorció y, apoyando su codo en la rodilla de Taverner, miró hacia arriba.

—Regresé porque tenía hambre —dijo. Taverner sonrió y continuó alisando su cabello—. Pero me iré de nuevo —agregó con un toque de desafío.

—Vendrás y te irás a tu gusto —dijo Taverner—. Habrá comida cuando la desees y las puertas nunca estarán cerradas.

Esto pareció complacerla, y se volvió más comunicativa, evidentemente deseando compartir con nosotros la experiencia por la que había pasado, y recibir nuestra admiración y simpatía. Esa era la parte humana.

—Los vi —dijo.

—Los sentimos —dijo Taverner—. Pero no los vimos.

—No —respondió Diana—. Tú no podrías. Pero, ya ves, son mi gente. Siempre les he pertenecido, pero no lo sabía, y ahora me han encontrado. Voy a volver —repitió con convicción.

—¿Tuviste frío? —preguntó Taverner.

—No, solo hambre —respondió ella.

Taverner hizo que sus pertenencias fueran trasladadas a una habitación en la planta baja, cuya ventana, abierta hacia los arbustos, le permitiría entrar y salir libremente sin ser observada. Sin embargo, nunca dormía allí, sino que venía cada noche a la ventana del despacho después de «apagar las luces». La admitíamos, la alimentábamos, y después de disfrutar durante un rato del calor del hogar, se lanzaba de nuevo a la noche. El clima no la afectaba; salía sin inmutarse incluso en medio de las peores tormentas, y regresaba indemne. A veces nos hablaba con sus frases infantiles y entrecortadas, tratando de transmitirnos algo de lo que veía, pero la mayor parte del tiempo guardaba silencio.

Sin embargo, con la próxima luna llena, regresó rebosante de información. Ellos habían celebrado un baile maravilloso en el que le habían permitido participar. (Ahora sabíamos por qué la criada de la cocina, tras regresar de su noche libre, había sido presa de los nervios durante el camino a la residencia, para terminar víctima de algo muy parecido a un ataque en la zona de los criados). Ellos eran tan maravillosos que simplemente tenía que contarnos todo, y, al hablar de Ellos con su limitado vocabulario, recurrió a la misma frase que usó aquel otro que también poseía la facultad de la Visión: Eran los Seres Soberanos. Más no pudo decirnos; las palabras le fallaron, y hacía extraños gestos con las manos como si estuviera moldeando una figura en arcilla invisible. Con rápida intuición, Taverner le dio papel y lápiz, y con una velocidad asombrosa apareció ante nosotros la figura desnuda de un ser alado, dibujada con una impresionante destreza y una precisión perfecta.

Nunca, en todo el curso de su difícil educación, se había intentado enseñar a dibujar a Diana; se consideraba suficiente si alcanzaba el mínimo decente sin aspirar a logros, y tampoco había tenido la oportunidad de estudiar anatomía; sin embargo, allí estaba una figura representada con una maravillosa habilidad, y una minuciosa precisión que solo es posible en un estudio de la vida real.

El interés y la alegría de Diana eran tan grandes como los nuestros. Habíamos dado realmente con un descubrimiento, con una forma de expresión para su alma restringida y sofocada, y en media hora la oficina estaba llena de dibujos: un espíritu de nieve giratorio que parecía estar pisando agua; un alma de árbol, como un torso humano retorcido que emergía del tronco y se fundía con sus ramas; hadas, demonios y estudios de animales peculiares y cautivadores se sucedían en una sucesión desconcertante. Finalmente, agotada por la tensión y la emoción, Diana accedió a irse a la cama por primera vez desde aquella extraña noche del Equinoccio de Primavera.

Su necesidad de papel la mantenía en la casa, y su necesidad de un público la hacía buscar relaciones humanas. El artista crea no solo por el placer de crear, sino también por el placer de la admiración, y Diana, aunque podía ir al bosque, necesitaba regresar con su gente para mostrar sus tesoros.

Con su recién hallada armonía llegó la correlación de mente y cuerpo; sus largos miembros ya no se extendían torpemente, sino que tenían la gracia de un ciervo. Antes había sido desagradable, y ahora tan amigable como un cachorro. Pero, lamentablemente, su disposición a responder la expuso a algunos dolorosos golpes en el paisaje de renglones torcidos que es un centro de salud mental. Durante un tiempo se vio aplastada, y temimos que pudiera volver a lo que había sido; pero entonces descubrió que en su lápiz había un medio de venganza y expresión, y ese descubrimiento la salvó. Dibujó retratos de sus acosadores completamente desnudos (nunca dibujaba ropa); lo hizo con el detalle anatómico y la precisión que caracterizaba a todos sus estudios, y los rasgos de los hombres en sus rostros, pero añadiendo el reflejo de los secretos de sus almas a cada línea de los cuerpos. Estos retratos aparecieron en lugares conspicuos como por arte de magia, y su efecto se puede imaginar con más facilidad que describir.

Diana había encontrado su lugar en la deriva de la vida. Ya no era la marginada, torpe y antipática. Su espontánea alegría élfica, que trajo con su regreso del bosque, resultaba encantadora por sí misma; su cabello de color ratón había adquirido un brillo y un destello dorado, su tez amarillenta se había vuelto de un tono avellanado y rojo, como una rosa, y su movimiento ágil y oscilante, y su asombrosa vitalidad, eran sus principales rasgos distintivos.

Porque ella era extraordinariamente vital; obtenía su vida del sol, el viento y la tierra, y mientras le permitieran mantenerse en contacto con ellos, irradiaba una luz interior, una incandescencia del espíritu que ardía pero no consumía. Era lo más vital que había visto en mi vida. El cabello de su cabeza estaba cargado de electricidad de tal manera que se erizaba en una aureola ligera y nublada. La sangre brillaba bajo su piel, y, si su mano te tocaba, sentías agudas punzadas magnéticas a través de la carne al descubierto.

Y esta extraña vitalidad no se limitaba solo a ella, sino que contagiaba a todos los que la rodeaban y reaccionaba según su temperamento; algunos se acercaban a ella como si estuvieran junto a un fuego, y otros se volvían casi dementes. Para mí, era lírica, el vino de la vida; me embriagaba y veía visiones como en un sueño de opio; sin decir una palabra, me llevaba lejos de mi trabajo, de mis deberes, de todo lo que era humano y civilizado, para seguirla al páramo y comunicarme con los seres en cuya órbita parecía haber entrado en esa fatídica noche del Equinoccio.

Vi que Taverner estaba preocupado; no pronunció palabras de reproche, pero recogía en silencio los hilos que yo dejaba; también supe que había cancelado ciertos compromisos y se había quedado en casa. Yo no era de fiar, y no se atrevía a dejarme a cargo de las cosas.

Me detestaba a mí mismo, pero no podía reponerme más que un adicto a la morfina en pleno efecto de la droga.

Una forma de clarividencia crecía rápidamente en mí, no las agudas percepciones psíquicas de Taverner, que veía directamente en el alma de las personas y las cosas, sino el poder de percibir los aspectos más sutiles de la materia; podía ver distintamente el campo magnético que rodea a toda cosa viva y observar los cambios en su estado; con el tiempo, comencé a ser consciente de la llegada y partida de esas presencias invisibles que eran los dioses a los que Diana adoraba. Un viento fuerte, el sol ardiente o la tierra descubierta parecían acercarlos mucho a mí, y sentía la gran vida de los árboles. Estas cosas alimentaban mi alma y me fortalecían, como el contacto con la tierra siempre fortalece a cualquier hijo de la Madre Tierra.

Los días se estaban alargando poco a poco; pronto haría tres meses desde que Diana regresara a su propio lugar, y comencé a preguntarme cuánto tiempo más mantendría Taverner a nuestra paciente, que ahora estaba completamente curada, pero no dio ninguna señal de querer darle el alta. Sin embargo, comencé a sentir que Diana ya no era una paciente, sino que yo me había convertido en uno, y que estaba siendo observado de cerca anticipando una crisis inminente. Algún absceso del alma tenía que madurar antes de que pudiera ser drenado, y Taverner estaba esperando el proceso.

La idea de poder casarme con Diana crecía lentamente en mi cabeza; el matrimonio no expresaba la relación que deseaba establecer, pero no veía otro camino abierto para mí; no deseaba poseerla, solo quería que nuestra relación actual continuara, y que fuera libre de estar con ella sin enfrentar miradas censoras. Sentía que Taverner sabía esto y lo combatía, y no podía entender por qué. Podía comprender su objeción a comprometer a Diana, pero no veía por qué debería oponerse a mi matrimonio con ella. Sin embargo, mi cerebro estaba en suspensión en esos días, mis pensamientos eran una serie de imágenes que se desvanecían como una fantasmagoría, y me dijeron después que mi habla había regresado a la simplicidad de la infancia temprana.

Pero Taverner seguía esperando, aguardando su momento.

La crisis llegó de repente. Mientras el sol se ponía en la noche del día más largo, Diana apareció en los escalones de la ventana del despacho y me llamó. Se veía extraordinariamente hermosa, con el cielo ardiente detrás de ella; el brillante cabello alborotado atrapaba la luz nivelada y brillaba como una aureola mientras estaba de pie, con sus manos extrañamente elocuentes llamándome hacia la creciente oscuridad. Sabía que se avecinaba una carrera a través del brezal como nunca antes había ocurrido, y al final de ella me encontraría cara a cara con los Poderes a quienes Diana adoraba, y que a partir de ese encuentro mi cuerpo podría regresar a la casa, pero mi alma nunca entraría de nuevo en las moradas de los hombres. Permanecería allí afuera, en la intemperie, con Diana y su gente. Sabía todo esto, y con la visión interna podía ver la reunión de los clanes que estaba teniendo lugar en ese momento.

Las manos de Diana me llamaban y, como si fuera atraído por un hechizo, me levanté lentamente de mi escritorio. Diana, un ser de aire, me estaba llamando para correr con ella. Pero yo no era un ser de aire, era un hombre de carne y hueso, y en un destello de revelación vi a Diana como una hermosa mujer y supe que ella no era la mujer para mí; llamaba a una parte de mi naturaleza, pero no a todo de mí, y sabía que mi mejor parte permanecería sin pareja y sin compañía si me unía a Diana.

A Diana no le hacía daño regresar a la naturaleza, porque no era capaz de aspirar a cosas mayores, pero en mí había más que instintos, y tal regreso no sería posible sin suponer una pérdida para mi yo superior. La habitación estaba llena de libros, la puerta que conducía al laboratorio estaba abierta, y me llegaba el característico olor de las mezclas de medicamentos. «Los olores rompen las cuerdas de tu corazón con más seguridad que las visiones o los sonidos». Si el viento hubiera soplado en dirección contraria, si el olor de los pinos hubiera entrado por la ventana abierta, creo que habría ido con Diana, pero era el olor del laboratorio lo que llegaba hasta mí, y, con él, el recuerdo de todo lo que había esperado lograr en mi vida, y caí de nuevo en la silla y enterré el rostro entre los brazos.

Cuando levanté la cabeza de nuevo, la última luz del atardecer se había ido, y también Diana.

Esa noche mi descanso fue profundo y sin sueños, lo cual resultó un gran alivio, ya que últimamente había estado plagado de extrañas impresiones casi físicas, las fantasías del día se convertían en realidades en la oscuridad; pero con mi rechazo a Diana, pareció romperse un hechizo, y, cuando desperté por la mañana, volví a sentir una normalidad que me había sido extraña durante mucho tiempo. Mi control sobre la organización de la residencia había vuelto, y me sentía como alguien que había estado en el exilio en un país extranjero y finalmente regresaba a su tierra natal.

No vi a Diana durante varios días, ya que había vuelto al brezal, y los rumores de incursiones en jardines y gallineros por parte de gitanos especialmente ingeniosos y escurridizos explicaban por qué ni siquiera volvía para ser alimentada.

Mi conciencia me remordía por mi reciente caída, así que me hice cargo de la tarea algo ardua de sacar a pasear a Tennant, ya que desde su intento de suicidio no nos atrevíamos a dejarlo solo. Fue una tarea desoladora, ya que Tennant nunca hablaba a menos que se le dirigiera la palabra, y entonces solo empleaba el mínimo necesario para contestar. Ciertamente no había hecho ningún progreso durante los meses que había estado en la clínica, y me sorprendió que Taverner lo hubiera mantenido tanto tiempo, ya que generalmente rechazaba cualquier caso que considerara desesperanzado. Por lo tanto, concluí que tenía esperanzas para Tennant, aunque no compartió conmigo en qué dirección se encontraban esas esperanzas.

Nos deslizamos sobre los senderos rodeados de brezo en dirección a Frensham, y de repente me di cuenta, con molestia, de que estábamos siguiendo el sendero favorito de Diana, hacia el pequeño bosquecillo de magia y mal agüero. Habría preferido evitarlo si hubiera podido, ya que no deseaba recordar ciertos incidentes que sentía que, para mi paz mental, era mejor olvidar, pero no había alternativa a menos que camináramos durante dos o tres kilómetros campo a través. A la sombra tenue de los árboles nos detuvimos, Tennant mirando hacia arriba, siguiendo los largos troncos hacia las oscuras crestas tupidas, que parecían islas en el cielo.

—¡La casa de Wendy en las copas de los árboles! —lo escuché decir para sí mismo, ajeno a mi presencia, y supuse que su alma cansada amaría dormir para siempre en la cuna oscilante de las ramas. El sol absorbía todo el incienso de los abetos, y el cielo tenía ese intenso azul italiano que a menudo se ve sobre estos grandes páramos; un cálido viento soplaba suavemente sobre el brezo, trayendo el sonido de innumerables abejas y lejanas ovejas; nos arrojamos sobre la tierra calentada por el sol, e incluso Tennant, por una vez, parecía feliz. En cuanto a mí, cada aliento que tomaba de ese cálido aire radiante traía paz y sanación a mi espíritu.

Tennant se apoyó contra un árbol, sin sombrero, con la camisa abierta y la cabeza echada hacia atrás contra la áspera corteza roja, mirando fijamente hacia la lejanía azul y silbando suavemente. Yo yacía boca arriba entre las agujas de pino, y creo que me quedé dormido. En cualquier caso, nunca escuché a Diana acercarse, ni fui consciente de su presencia hasta que levanté la cabeza. Ella yacía a los pies de Tennant, mirando fijamente su rostro con la inquebrantable firmeza de un animal, y él silbaba tan suavemente como antes, pero con un tono exquisito, como de flauta, esas extrañas cadencias suyas que habían sido el origen de todos mis problemas. Pensé en el antiguo mundo griego de los centauros y los Titanes, que vagaban y gobernaban antes de que Zeus y su corte hicieran divina a la humanidad. Tennant ni siquiera era primitivo, era preadámico. En cuanto a Diana, no era hija de Eva, sino de la Oscura Lilith que la precedió, y me di cuenta de que los dos pertenecían al mismo mundo y estaban hechos el uno para el otro. Un pinchazo de la antigua herida me atravesó en este momento, y también un pinchazo de envidia, porque su destino era más feliz que nuestra esclavitud civilizada, pero permanecí quieto, observando su idilio.

Las sombras de los abetos se extendían muy lejos sobre el brezo antes de que despertara a Tennant para nuestro regreso a la tierra, y mientras volvíamos a través de la luz dorada del atardecer, Diana vino con nosotros.

Cuando le conté a Taverner este incidente, durante nuestra habitual charla después de la cena, mitad informe, mitad chismorreo, vi que no le sorprendió.

—Esperaba que sucediera —dijo—. Es la única solución posible que se me ocurre para este caso, pero ¿qué dirá su familia?

—Creo que dirán: «Alabado sea el Señor», y economizarán en su dote —respondí, y mi profecía resultó acertada.

Fue la boda más extraña que jamás vi. El pastor, completamente incómodo, pero temeroso de rechazar la ceremonia; la madre, engalanada, y sus amigos tratando de hacer las cosas correctamente; los parientes del novio, cuyo intento de obtener su certificado en el último momento se había visto frustrado por Taverner, observando con furia cómo diez mil libras de fondos fiduciarios salían de su custodia; una novia que parecía recién atrapada en mitad de la naturaleza, y que habría salido corriendo de la iglesia si Taverner no le hubiera dejado muy claro que estaba preparado para tal maniobra y no la permitiría; y un novio que estaba lejos, en algún cielo propio, y cuya cara resplandecía con una gloria que nunca brilló en la tierra o en el mar.

La partida de la feliz pareja a su luna de miel fue un espectáculo digno de los dioses, quienes, estoy convencido, estaban presentes. Todos los invitados a la boda, con sus trajes, estaban alineados frente a la puerta principal cuando Diana apareció con sus ropas de Puck y salió corriendo como un conejo por el camino; a un ritmo más sosegado, la siguió su esposo, tirando de un burro sobre cuyo lomo se había cargado una tienda, y de cuyos flancos colgaban ollas para cocinar.

Rodeados por los trajes de los hombres y las sedas de las mujeres, y en contraste con el fondo de los laureles recortados de los arbustos, parecían incongruentes, chiflados, degenerados, todo lo que sus parientes decían que eran, pero en el momento en que cruzaron la puerta, y pusieron un pie en la tierra negra del páramo, hubo un cambio. Grandes Presencias vinieron a su encuentro, y, ya sea que los percibieran o no, un silencio cayó sobre el grupo de la boda.

En diez segundos, el páramo los absorbió, hombre, chica y burro, desvaneciéndose en sus matices grises y marrones de la manera más asombrosa, como si simplemente hubieran dejado de existir. Habían ido a su propio lugar, y su propio lugar los había acogido. Una civilización con la que no tenían nada que ver nunca más tendría el poder de torturarlos y encarcelarlos por ser diferentes. En un silencio sepulcral, el grupo de celebrantes entró a tomar el desayuno nupcial, y nadie se acordó de brindar.

No supimos más de los viajeros hasta la primavera siguiente, cuando hubo un golpe en la ventana de la oficina después de apagar las luces, lo que de inmediato me hizo pensar en Diana. Sin embargo, no era ella, sino su esposo. Taverner estaba ausente, pero en respuesta a una breve solicitud, acompañé a mi convocador. No tuvimos que ir lejos; la pequeña tienda marrón estaba montada casi bajo la protección de nuestro bosque, y en un instante comprendí por qué había sido convocado, aunque había poca necesidad de llamarme, ya que los dioses de la naturaleza pueden cuidar de los suyos, y solo nosotros, seres superiores, debemos ser arrastrados al mundo por el cuello; las puertas de la vida se abrían con facilidad y, en pocos minutos, una pequeña nieta de Pan descansaba en mis manos, una pequeña perfección recién nacida, salvo por las orejas peludas. Me pregunté qué nueva raza de mortales se había introducido en nuestro viejo y atribulado mundo para perturbar su civilización.

—Oh, Taverner —pensé—, ¿de qué te responsabilizará el futuro? ¿Te considerará igual que al hombre que introdujo conejos en Australia… o igual que a Prometeo?

No puedes copiar el contenido de esta página.