La sesión del señor Tilly
El señor Tilly apenas tuvo un momento para reflexionar cuando, al resbalar y caerse sobre el resbaladizo pavimento de madera de Hyde Park Corner, el cual cruzaba a paso ligero, vio al enorme locotractor, con sus pesadas y estriadas ruedas, elevándose sobre él.
—¡Oh, cielos! ¡Oh, cielos! —dijo petulantemente—. ¡Seguramente me aplastará por completo y no podré llegar a la sesión espiritista de la señora Cumberbatch! ¡Qué incordio! ¡Ay!
Las palabras apenas habían salido de su boca cuando se cumplió la primera mitad de su horrible previsión. Las pesadas ruedas le pasaron por encima de la cabeza a los pies y lo aplastaron por completo. Luego, el conductor (demasiado tarde) invirtió el motor, y pasó sobre él nuevamente, y finalmente, perdiendo la cabeza, hizo sonar fuertemente el silbato y se detuvo. El policía de servicio que estaba en la esquina empalideció al ver la catástrofe, pero pronto se recompuso lo suficiente como para detener el tráfico y correr a ver qué diablos podía hacerse. Y como todo estaba ya tan «hecho» en lo que respectaba al señor Tilly, lo único que pudo hacer fue pedirle al histérico conductor que despejara el camino. Luego llamó a la ambulancia del hospital, y los restos del señor Tilly, desprendidos con gran dificultad del pavimento (tan firmemente se habían aplastado contra él), fueron respetuosamente llevados a la morgue…
En el transcurso de estos hechos, el señor Tilly experimentó un instante de insoportable dolor, similar a la más severa de las neuralgias, cuando su cabeza fue aplastada por la rueda, pero casi antes de darse cuenta el dolor pasó, y se encontró, todavía bastante aturdido, de pie o flotando (no sabría decir exactamente cómo) en medio de la carretera. Su conciencia no se vio interrumpida; recordaba perfectamente haberse resbalado y se preguntaba cómo se las había arreglado para salvarse. Vio el tráfico detenido, al policía con la cara blanca haciendo sugerencias al balbuceante conductor y recibió la muy desconcertante impresión de que el locotractor estaba mezclado con él. Sintió carbones al rojo vivo y agua hirviendo y remaches a su alrededor, pero aun así no sentía quemazón, ardor ni confinamiento. Más bien se sentía extremadamente cómodo y tenía la más placentera sensación de ligereza y libertad. Luego, la máquina resopló, las ruedas dieron vueltas y de inmediato, para su inmensa sorpresa, percibió sus propios restos aplastados, planos como una galleta, tendidos en la carretera. Los identificó con certeza por su ropa, que se había puesto por primera vez esa mañana, y por una bota de charol que había escapado a la demolición.
—Pero ¿qué diablos ha pasado? —dijo—. Aquí estoy yo y, sin embargo, soy esa pobre y prensada flor de brazos y piernas, o, mejor dicho, también lo soy. Y qué terriblemente alterado parece el conductor. ¡Oh, creo que me han atropellado! Ha dolido por un momento, ahora que lo pienso… Mi buen hombre, ¿dónde te estás metiendo? ¿No me ves?
Dirigió estas dos preguntas al policía, que parecía caminar directamente a través de él. Pero el hombre no le prestó atención y salió tranquilamente por el otro lado: estaba bastante claro que no lo veía ni lo tocaba de manera alguna.
El señor Tilly todavía se sentía un poco confuso ante estos inusuales acontecimientos y comenzó a vislumbrar un atisbo de aquello que había sucedido y que tan obvio resultaba para la multitud que formaba un curioso pero respetuoso anillo alrededor de su cuerpo. Los hombres se descubrieron las cabezas; las mujeres gritaron, apartaron la vista y volvieron a mirar de nuevo.
—Realmente creo que estoy muerto —dijo—. Esa es la única hipótesis que explica los hechos. Pero debo estar más seguro antes de hacer algo. ¡Ah! Aquí vienen con la ambulancia para examinarme. Debo estar terriblemente herido y, sin embargo, no me siento herido. Seguro que sentiría dolor si estuviera herido. Debo estar muerto.
Ciertamente parecía lo único que podía ser, pero aún estaba lejos de darse cuenta. Se había abierto un paso a través de la multitud para los porteadores de camillas, y se encontró frunciendo el ceño cuando empezaron a despegarlo de la carretera.
—Oh, tengan cuidado —dijo—. Es el nervio ciático lo que sobresale por ahí, ¿verdad? ¡Ay! No, no dolió después de todo. Mi ropa nueva, también: me la puse hoy por primera vez. ¡Qué mala suerte! Ahora están sosteniendo mi pierna al revés. Por supuesto, todo mi dinero se cae del bolsillo de mi pantalón. Y ahí está mi tarjeta de admisión para la sesión; debo cogerla: aún podría usarla después de todo.
La arrancó de los dedos del hombre que la había recogido y se rio al ver la expresión de asombro en su rostro cuando la tarjeta desapareció repentinamente. Eso le dio algo nuevo en lo que pensar, y reflexionó durante un momento acerca de alguna asociación despertada por el hecho.
—Lo tengo —pensó—. Está claro que, en el momento en que entré en contacto con esta tarjeta, se volvió invisible. Yo mismo soy invisible (por supuesto, en el sentido más burdo), y todo lo que sostengo se vuelve invisible. ¡Muy interesante! Eso explica las apariciones repentinas de pequeños objetos en una sesión espiritista. El espíritu los ha estado sosteniendo y mientras los sostiene son invisibles. Luego los suelta y ahí está la flor o la fotografía espiritual en la mesa. También explica las desapariciones repentinas de tales objetos. El espíritu los ha tomado, aunque los incrédulos dicen que es la médium la que los esconde. Es cierto que, cuando la registran, a veces parece haberlo hecho; pero, después de todo, eso puede ser solo una broma del espíritu. Y ahora, ¿qué debo hacer conmigo mismo…? Veamos, ahí está el reloj. Son las diez y media. Todo esto ha sucedido en pocos minutos, ya que eran y cuarto cuando salí de mi casa. Diez y media ahora: ¿qué significa exactamente eso? Solía saber lo que significaba, pero ahora parece un sinsentido. ¿Diez qué? ¿Horas? ¿Era horas? ¿Qué es una hora?
Esto resultó ser muy desconcertante. Sentía que solía saber lo que significaban una hora y un minuto, pero la percepción de eso, naturalmente, había cesado con su salida del tiempo y el espacio hacia la eternidad. La concepción del tiempo era como un recuerdo que, negándose a quedar registrado en la conciencia, yacía perdido en algún oscuro rincón del cerebro, riéndose de los esfuerzos del propietario por descubrirlo. Mientras aún interrogaba su mente sobre esta percepción perdida, descubrió que el espacio, al igual que el tiempo, también se había vuelto obsoleto para él, ya que divisó a su amiga la señorita Ida Soulsby, que sabía que estaría presente en la sesión a la que se dirigía, apresurándose con pasos de pájaro por la acera opuesta. Olvidando por un momento que era un espíritu desencarnado, hizo el esfuerzo de voluntad que en su pasada existencia humana habría puesto sus piernas en persecución de ella y descubrió que el esfuerzo de la voluntad por sí solo era suficiente para colocarlo a su lado.
—Mi querida señorita Soulsby —dijo—, me encontraba de camino a la casa de la señora Cumberbatch cuando me atropellaron y mataron. Estuvo lejos de resultar desagradable, tan solo un dolor de cabeza momentáneo…
Hasta aquí lo llevó su natural locuacidad antes de recordar que era invisible e inaudible para aquellos aún encerrados en las fangosas vestiduras de la corrupción, y se detuvo en seco. Pero, aunque estaba claro que lo que decía no era audible para las orejas agudas y bastante grandes de la señorita Soulsby, parecía que algún conocimiento de su presencia le era transmitido a sus más finos sentidos, ya que parecía repentinamente sorprendida, con un rubor que le subía al rostro, y la escuchó murmurar:
—Muy extraño. Me pregunto por qué he recibido una impresión tan vívida del querido Teddy.
Eso le provocó un agradable sobresalto al señor Tilly. Desde hacía mucho tiempo admiraba a aquella dama, y allí estaba, aludiendo a él en su supuesta privacidad como «querido Teddy». Ese sentimiento se vio seguido por un momentáneo arrepentimiento de que lo hubieran matado: le habría gustado haber poseído esta información antes y haber seguido el sendero de la lujuria al que parecía conducir (sus intenciones, por supuesto, habrían sido estrictamente honorables: el sendero de la lujuria los habría llevado a ambos, si así lo consentía ella, al altar, donde las prímulas habrían sido intercambiadas por el azahar). Pero su arrepentimiento fue bastante efímero; aunque el altar parecía inaccesible, el sendero de la lujuria aún podría estar abierto, ya que muchos del círculo espiritista en el que vivía se encontraban en unos muy afectuosos términos con los guías y amigos espirituales que, como él, habían pasado al más allá. Desde un punto de vista humano, estos inocentes, e incluso elevados, coqueteos siempre le habían parecido bastante exangües; pero ahora, viéndolos desde el lado lejano, veía lo encantadores que resultaban, ya que le daban la sensación de seguir teniendo un lugar e identidad en el mundo que acababa de abandonar. Presionó la mano de la señorita Ida (o, más bien, se puso en la condición espiritual de hacerlo) y pudo sentir vagamente que tenía algún indicio de calor y solidez. Esto le resultó gratificante, ya que demostraba que, aunque había dejado al plano material, aún podía estar en contacto con él. Aún más gratificante fue observar que una sonrisa complacida y secreta se extendía por los finos rasgos de la señorita Ida tras esta muestra de su presencia: tal vez solo sonreía por sus propios pensamientos, pero, en cualquier caso, era él quien los había inspirado. Animado por esto, se permitió un gesto ligeramente más íntimo de afecto y procedió con un respetuoso saludo; vio que había ido demasiado lejos porque ella se dijo a sí misma:
—¡Para, para! —Y aceleró el paso como si quisiera dejar atrás estos pensamientos amorosos.
Sentía que estaba empezando a adaptarse a las nuevas condiciones en las que ahora viviría, o al menos estaba obteniendo alguna idea de lo que eran. El tiempo ya no existía para él, y tampoco el espacio, ya que el deseo de estar al lado de la señorita Ida lo transportó instantáneamente allí, y con el fin de probar esto más a fondo, deseó estar de vuelta en su apartamento. Tan rápidamente como ocurre el cambio de escena en una proyección de cine, se encontró allí, y percibió que la noticia de su muerte tenía que haber llegado a sus criados, ya que la cocinera y la doncella, con rostros excitados, hablaban sobre el evento.
—Pobre y pequeño caballero —dijo la cocinera—. Es una pena que haya ocurrido. Nunca lastimó a una mosca, y pensar que uno de esos grandes motores lo dejó plano. Espero que lo lleven directamente al cementerio desde el hospital: no podría soportar tener un cadáver en la casa.
La gran y robusta doncella meneó la cabeza.
—Bueno, no estoy segura de que no lo merezca —observó—. Siempre enredando con espíritus, los golpeteos y los ruidos mientras estaba preparando la cena en el comedor a veces eran horribles. Ahora tal vez será él mismo quien se aparezca y visite al resto de chiflados. Pero lo siento de todos modos. Jamás ha existido un caballero menos problemático. Siempre era agradable, y también pagaba los salarios a tiempo.
Estos lamentables comentarios y encomios supusieron un shock para el señor Tilly. Se había imaginado que sus excelentes criados le profesaban un respetuoso afecto, como el que correspondía a alguna clase de semidiós, y el papel del pobre y pequeño caballero no le gustaba en absoluto. Esta revelación de lo que verdaderamente pensaban de él, aunque ya no pudiera tener la más mínima importancia, lo irritó profundamente.
—Nunca he escuchado semejante impertinencia —dijo (así lo pensó) con voz muy alta, y aun intensamente ligado a la Tierra, se sorprendió al ver que no mostraban ninguna percepción de su presencia. Elevó la voz, repleta de extrema ironía, y se dirigió a su cocinera.
»Puedes reservar tus críticas sobre mi carácter para tus cacerolas —dijo—. Sin duda las apreciarán. En cuanto a los arreglos para mi funeral, ya los he proporcionado en mi testamento y no tengo la intención de consultar tu conveniencia. En este momento…
—¡Dios santo! —dijo la señora Inglis—. Juraría que casi puedo oír su voz, pobre hombrecito. Estaba ronca, como si tuviera que aclararse la garganta. Supongo que lo mejor será ponerme un lazo negro en la cofia. Sus abogados y todo eso estarán aquí pronto.
El señor Tilly no sintió simpatía por esta sugerencia. Era inmensamente consciente de estar completamente vivo y la idea de que sus criados se comportaran como si estuviera muerto, especialmente después de la forma en que habían hablado de él, le resultaba muy molesta. Quería darles alguna impactante prueba de su actividad y presencia y, enfadado, golpeó su mano contra la mesa del comedor, de la que aún no se había retirado la vajilla del desayuno. Dio tres tremendos golpes y se alegró al ver que su doncella parecía sorprendida. La cara de la señora Inglis permaneció perfectamente serena.
—¡Que me aspen si no he escuchado una especie de golpeteo! —dijo la señorita Talton—. ¿De dónde ha venido?
—¡Tonterías! Son tus nervios, querida —dijo la señora Inglis, recogiendo un trozo de tocino que había quedado en un tenedor y metiéndolo en su espaciosa boca.
El señor Tilly estaba encantado con la idea de provocar alguna impresión en cualquiera de estas dos insensibles mujeres.
—¡Talton! —llamó a voz en cuello.
—¿Eh, qué ha sido eso? —dijo Talton—. ¿No dijo que casi había escuchado su voz, señora Inglis? Yo digo entonces que he escuchado completamente su voz.
—Un montón de tonterías, querida —dijo la señora Inglis plácidamente—. Este es un excelente pedazo de tocino y queda un buen trozo. ¡Vaya, estás temblando entera! Es tu imaginación.
De repente, al señor Tilly se le ocurrió que podría estar haciendo cosas mucho mejores que transmitir, con tanto esfuerzo, una impresión tan ligera de su presencia a la doncella, y que la sesión en la casa de la médium, la señora Cumberbatch, le ofrecería mejores oportunidades de regresar al plano terrenal. Dio un par más de golpes a la mesa y, deseando estar en casa de la señora Cumberbatch, a casi kilómetro y medio de distancia, apenas escuchó el tenue grito de Talton provocado por sus golpes antes de encontrarse en West Norfolk Street.
Conocía bien la casa y fue directo a la sala de estar, que era el escenario de las sesiones a las que tan a menudo y con tanto entusiasmo había asistido. La señora Cumberbatch, que tenía una cara larga en forma de cuchara, ya había bajado las persianas, dejando la habitación en completa oscuridad excepto por el destello de la luz nocturna que, tras una pantalla de cristal rubí, estaba en la repisa frente a la fotografía a color del cardenal Newman. Alrededor de la mesa estaban sentados la señorita Ida Soulsby, el señor y la señora Meriott (que pagaban sus guineas al menos dos veces por semana para consultar a su guía espiritual Abibel y recibir misteriosos consejos sobre su indigestión y sus inversiones) y completaba el círculo sir John Plaice, quien estaba muy interesado en conocer los detalles de su encarnación anterior como sacerdote caldeo. Su guía, que le había revelado su carrera sacerdotal, era juguetonamente llamado Mespot. Naturalmente, muchos otros espíritus los visitaban, ya que la señorita Soulsby no tenía menos de tres guías en su hogar espiritual, Sapphire, Semiramis y el dulce William, mientras que Napoleón y Platón tampoco eran huéspedes infrecuentes. El cardenal Newman también era uno de los grandes favoritos y animaban su presencia cantando al unísono Lead, kindly Light: ante eso casi nunca podía resistirse…
El señor Tilly observó con placer que había un asiento vacío junto a la mesa, el cual sin duda había sido colocado allí para él. Al entrar, la señora Cumberbatch miró su reloj.
—Ya son las once —dijo— y el señor Tilly aún no está aquí. Me pregunto qué puede haberlo retenido. ¿Qué hacemos, queridos amigos? Abibel a veces se impacienta si lo hacemos esperar.
El señor y la señora Meriott también se estaban impacientando, ya que él quería preguntar sobre los aceites mexicanos y ella tenía una acidez de estómago muy molesta.
—A Mespot tampoco le gusta esperar —dijo el señor John, celoso del prestigio de su protector—, por no mencionar al dulce William.
La señorita Soulsby soltó una pequeña risa plateada.
—Oh, pero mi dulce William es tan bueno y amable —dijo—. Además, tengo un presentimiento, un presentimiento bastante psíquico, señora Cumberbatch, de que el señor Tilly está muy cerca.
—¡Así es! —dijo el señor Tilly.
—De hecho, mientras caminaba hacia aquí —continuó la señorita Soulsby—, sentí que el señor Tilly estaba en algún lugar, muy cerca de mí. ¡Dios mío, ¿qué es eso?
El señor Tilly estaba tan encantado de ser percibido que no pudo resistir dar un fuerte golpe en la mesa, como un aplauso complacido. La señora Cumberbatch también lo escuchó.
—Estoy segura de que es Abibel, que viene a decirnos que está listo —dijo—. Conozco su golpeteo. Un poco de paciencia, Abibel. Démosle al señor Tilly tres minutos más y luego comencemos. Quizás, si subimos las persianas, Abibel entenderá que aún no hemos comenzado.
Así se hizo, y la señorita Soulsby se deslizó hacia la ventana para avisar de la aproximación del señor Tilly, ya que siempre venía por la acera opuesta y cruzaba por la pequeña isleta en mitad del río del tráfico. Evidentemente, se acababa de publicar alguna noticia, ya que los lectores de las ediciones tempranas estaban muy atareados, y ella alcanzó a ver en uno de los grandes periódicos, y en letras grandes, el anuncio de un terrible accidente en Hyde Park Corner. Inhaló aire con un sonido sibilante y se apartó, sin querer que su tranquilidad psíquica se viera perturbada por la intrusión de incidentes dolorosos. Pero el señor Tilly, que la había seguido hasta la ventana y había visto lo mismo que ella, apenas pudo contener un espiritual grito de exultación.
—¡Vaya, todo por mí! —dijo—. ¡Y en letras tan grandes, además! Muy gratificante. Las ediciones posteriores sin duda contendrán mi nombre.
Dio otro fuerte golpe para llamar la atención sobre sí mismo y la señora Cumberbatch, sentada en la antigua silla que una vez perteneció a Madame Blavatsky, lo escuchó nuevamente.
—Que me aspen si ese no es Abibel otra vez —dijo—. Estate quieto, travieso. Tal vez sería mejor que empezáramos.
Recitó la habitual invocación a los guías y ángeles, y se recostó en su silla. Pronto comenzó a retorcerse y murmurar, y poco después, con varios resoplidos fuertes, cayó en cataléptica inmovilidad. Allí yacía, rígida como un atizador, una especie de escala, de puerto, por así decirlo, para cualquier inteligencia viajera. El señor Tilly, con complacida anticipación, esperaba su llegada. ¡Qué gratificante sería si Napoleón, con quien había hablado tantas veces, lo reconociera y dijera: «Encantado de verle, señor Tilly. Percibo que se ha unido a nosotros…»! La habitación estaba oscura excepto por la lámpara con pantalla de rubí frente al cardenal Newman, pero para la emancipada percepción del señor Tilly la falta de la simple luz material no marcaba diferencia ninguna y se preguntaba ociosamente por qué generalmente se suponía que los espíritus desencarnados como él llevaban a cabo sus efectos más poderosos en la oscuridad. No podía imaginar la razón tras eso y, lo que le intrigaba aún más, no había señal alguna, para su percepción espiritual, de aquellos colegas suyos (así podría llamarlos ahora) que generalmente asistían a las sesiones de la señora Cumberbatch en tan gratificante cantidad. Y aunque ella llevaba gimiendo y murmurando un buen rato, el señor Tilly no era consciente de la presencia de Abibel, el dulce William, Sapphire o Napoleón. «Deberían estar aquí ahora mismo», se dijo.
Y mientras aún se preguntaba acerca de su ausencia, vio con asombro y disgusto que la mano de la médium, ahora cubierta con un guante negro y, por lo tanto, invisible a la común vista humana en la oscuridad, palpaba la mesa claramente buscando la trompeta megáfono que yacía allí. Descubrió que podía leer su mente con la misma facilidad, aunque con mucha menos satisfacción, con la que había leído media hora antes la de la señorita Ida, y sabía que ella pretendía llevar la trompeta a su propia boca y hacerse pasar por Abibel o Semiramis o alguno de ellos, aunque afirmaba que nunca tocaba la trompeta ella misma. Muy impactado por esto, él mismo agarró la trompeta y observó que ella no estaba en trance en absoluto, ya que abrió sus agudos ojos negros, que siempre le recordaban a unos botones cubiertos por tela americana, y soltó una gran exhalación.
—¡Oh, señor Tilly! —dijo—. ¡También en el plano espiritual!
El resto del círculo cantaba Lead, kindly Light para animar al Cardenal Newman, y esta conversación se llevó a cabo bajo el ronco murmullo de las voces. Pero el señor Tilly tenía la sensación de que aunque la señora Cumberbatch lo veía y oía tan claramente como él la veía a ella, resultaba completamente imperceptible para los demás.
—Sí, me han matado —dijo—, y quiero ponerme en contacto con el mundo material. Por eso he venido aquí. Pero también quiero ponerme en contacto con otros espíritus, y seguramente Abibel o Mespot deberían haber llegado ya.
No recibió respuesta y ella bajó la mirada como lo haría un charlatán descubierto. Una terrible sospecha invadió su mente.
—¿Qué? ¿Es usted un fraude, señora Cumberbatch? —preguntó—. ¡Oh, qué vergüenza! Piense en todas las guineas que le he pagado.
—Se las devolveré todas —dijo la señora Cumberbatch—. Pero no lo cuente.
Comenzó a sollozar, y él recordó que a menudo hacía ese ruido de sollozo cuando Abibel la estaba poseyendo.
—Eso generalmente significa que viene Abibel —dijo con devastador sarcasmo—. Vamos, Abibel, te estamos esperando.
—Devuélvame la trompeta —susurró la miserable médium—. ¡Oh, por favor, devuélvame la trompeta!
—No haré nada de eso —dijo indignado el señor Tilly—. Preferiría usarla yo mismo.
Ella soltó un sollozo de alivio.
—¡Oh, por favor, hágalo, señor Tilly! —dijo—. ¡Qué idea tan maravillosa! Será muy interesante para todos escucharle hablar justo después de que haya muerto y antes de que lo sepan. ¡Sería mi salvación! No soy un fraude, al menos no del todo. A veces tengo percepciones espirituales; los espíritus se comunican a través de mí. Y cuando no vienen, resulta una terrible tentación para esta pobre mujer… complementarlos con intervención humana. ¿Cómo podría estar viéndole y oyéndole ahora, y ser capaz de mantener esta conversación con usted (tan agradable, téngalo por seguro), si no tuviera poderes sobrenaturales? Lo han asesinado, tal y como me asegura y, sin embargo, puedo verle y oírle con total claridad. ¿Le puedo preguntar dónde ocurrió, si no es un asunto doloroso?
—Hyde Park Corner, hace media hora —dijo el señor Tilly—. No, solo dolió durante un momento, gracias. Pero sobre su otra sugerencia…
Mientras sonaba la tercera estrofa de Lead, kindly Light, el señor Tilly aplicó su mente a esta difícil situación. Era completamente cierto que, si la señora Cumberbatch realmente no tenía poder de comunicación con lo invisible, no podría haberlo visto en absoluto. Pero evidentemente lo había visto y también lo había oído, ya que su conversación había sido conducida ciertamente en el plano espiritual y con perfecta lucidez. Naturalmente, ahora que era un genuino espíritu no quería estar involucrado con una médium fraudulenta porque sentía que tal cosa lo comprometería seriamente en el otro lado, donde, probablemente, se sabía ampliamente que la señora Cumberbatch era una persona que evitar. Pero, por otro, habiendo encontrado tan pronto una médium a través de la cual podía comunicarse con sus amigos, era difícil adoptar una visión moral elevada y decir que no tendría absolutamente nada que ver con ella.
—No sé si confío en usted —dijo—. No tendría un momento de paz si pensara que está enviando de mi parte todo tipo de mensajes falsos al círculo, mensajes de los cuales no sería responsable en absoluto. Lo ha hecho con Abibel y Mespot. ¿Cómo puedo saber que, cuando no elija comunicarme a través de usted, no inventará toda clase de tonterías por su cuenta?
Ella se retorció claramente en su silla.
—Oh, daré un giro a mi vida —dijo—. Dejaré todo ese tipo de cosas atrás. Y soy médium. ¡Míreme! ¿No soy más real para usted que cualquiera de los demás? ¿No pertenezco a su plano de una manera que ninguno de los demás puede? Quizá ocasionalmente sea un fraude y no pueda traer a Napoleón aquí más de lo que puedo volar, pero también soy una médium de verdad. ¡Oh, señor Tilly, sea indulgente con nosotros, pobres criaturas humanas! No hace mucho tiempo que usted mismo era uno de nosotros.
La mención de Napoleón, junto con la información de que la señora Cumberbatch nunca había sido controlada por ese gran personaje, hirió nuevamente al señor Tilly. A menudo, en esta habitación oscura, había sostenido largos coloquios con él y Napoleón le había proporcionado detalles muy interesantes sobre su vida en Santa Elena que, según lo que el señor Tilly había descubierto, a menudo se veían confirmados por el agradable volumen de lord Rosebery, The Last Phase. Pero ahora todo el asunto tenía un aspecto más siniestro y la sospecha, tan sólida como la certeza, chocaba en su mente.
—¡Confiesa! —dijo—. ¿De dónde has sacado todas esas cosas sobre Napoleón? Nos dijiste que nunca habías leído el libro de lord Rosebery y nos permitiste revisar tu biblioteca para asegurarnos de que no estaba allí. Se honesta por una vez, Cumberbatch.
Ella suprimió un sollozo.
—Lo haré —dijo—. El libro estuvo allí todo el tiempo. Le puse una vieja sobrecubierta titulada Elegant Extracts… Pero no soy un completo fraude. Estamos hablando juntos, usted un espíritu y yo una mujer mortal. No pueden oírnos hablar. Pero solo míreme y verá… Puede hablarles a través de mí, si tan solo es tan amable. No me pongo a menudo en contacto con un espíritu genuino como usted.
El señor Tilly miró a los otros presentes y luego de nuevo a la médium, quien, para mantener el interés de los demás, estaba haciendo ruidos extraños como un sifón casi vacío. Ciertamente, ella le resultaba mucho más nítida que los demás y su argumento de que podía verlo y oírlo tenía mucho peso. Y entonces una nueva y curiosa percepción llegó a él. Su mente parecía extendida ante él como una piscina de agua ligeramente turbia y se imaginaba a sí mismo de pie en un trampolín sobre ella, perfectamente capaz, si así lo elegía, de sumergirse en ella. La objeción para hacerlo era su turbidez, su materialidad; la razón para hacerlo era que sentía que entonces sería capaz de ser escuchado por los demás, posiblemente ser visto por ellos, ciertamente entrar en contacto con ellos. En comparación, los más fuertes golpes en la mesa serían tan solo ligeramente perceptibles.
—Comienzo a comprender —dijo.
—Oh, señor Tilly, simplemente zambúllase como un buen y amable espíritu —dijo ella—. Establezca sus propias condiciones de prueba. Ponga su mano sobre mi boca para asegurarse de que no estoy hablando y mantenga el control de la trompeta.
—¿Y prometes no hacer trampa nunca más? —preguntó él.
—¡Nunca!
Tomó una decisión.
—Está bien entonces —dijo, y, por así decirlo, se sumergió en su mente.
Experimentó la más extraña sensación. Era como pasar de un aire fino y soleado al más sofocante de los ambientes sin ventilación. El espacio y el tiempo se cerraron sobre él nuevamente: su cabeza daba vueltas, sus ojos estaban pesados. Luego, con la trompeta en una mano, colocó la otra firmemente sobre la boca de la médium. Mirando a su alrededor, vio que la habitación parecía casi completamente oscura, pero que el contorno de las figuras sentadas alrededor de la mesa había ganado una enorme solidez.
—¡Aquí estoy! —dijo en tono enérgico.
La señorita Soulsby exclamó sorprendida.
—¡Esa es la voz del señor Tilly! —susurró.
—¡Por supuesto que sí! —dijo el señor Tilly—. Un locotractor acaba de pasar por encima de mí en Hyde Park Corner…
Sintió el peso muerto de la mente de la médium, sus concepciones convencionales, su piedad suave e irreal que lo oprimía desde todos lados, sofocándolo y confundiéndolo. Cualquier cosa que dijera tenía que pasar a través de aguas turbias…
—Se siente una maravillosa sensación de alegría y ligereza —dijo—. No puedo describiros el sol y la felicidad. Todos estamos muy ocupados y activos, ayudando a los demás. Y es un placer, queridos amigos, poder entrar en contacto con vosotros nuevamente. La muerte no es muerte: es la puerta de la vida…
Se interrumpió de repente.
—Oh, no puedo soportarlo —le dijo a la médium—. Me haces decir tonterías. Aparta tu estúpida mente. ¿No podemos hacer algo en lo que no interfieras tanto?
—¿Puede encender algunas luces espirituales alrededor de la habitación? —sugirió la señora Cumberbatch con voz somnolienta—. Ha acudido de una manera maravillosa, señor Tilly. ¡Es muy amable por su parte!
—¿Estás segura de que no has puesto ya algunos parches fosforescentes? —preguntó el señor Tilly sospechando.
—Sí, hay uno o dos cerca de la chimenea —dijo la señora Cumberbatch—, pero en ningún otro lugar. Querido señor Tilly, le juro que no los hay. ¡Solo muéstrenos una bonita estrella con largos rayos en el techo!
El señor Tilly era el hombre más amable del mundo, siempre dispuesto a ayudar a una mujer poco atractiva en apuros, y susurrándole, «Exigiré que los parches fosforescentes se me entreguen en mano después de la sesión», procedió, mediante el simple esfuerzo de su imaginación, a encender una hermosa estrella grande con rayos rojos y violetas en el techo. Por supuesto, no era tan brillante como su propia concepción de ella, ya que su luz tenía que pasar a través de la opacidad de la mente de la médium, pero aun así era un objeto muy llamativo y arrancó exclamaciones de aplauso de la compañía. Para realzar el efecto, entonó algunas líneas muy bonitas acerca de una estrella escritas por Adelaide Anne Procter, cuyos poemas siempre le habían parecido que emanaban de la cima más alta del Parnaso.
—Oh, gracias, señor Tilly —susurró la médium—. ¡Es encantador! ¿Permitirá que en alguna ocasión futura se haga una fotografía, si tan amablemente la reproduce de nuevo?
—Oh, no lo sé —dijo el señor Tilly irritado—. Quiero salir. Estoy muy caliente e incómodo. Y todo es tan vulgar.
—¿Vulgar? —exclamó la señora Cumberbatch—. Pero no hay médium en Londres cuyo futuro no estuviera resuelto si apareciera una estrella tan verdaderamente genuina como esa, digamos, dos veces por semana.
—No fui atropellado para hacer fortuna para los médiums —dijo el señor Tilly—. Quiero irme: todo es bastante degradante. Y quiero ver algo de mi nuevo mundo. Todavía no sé cómo es.
—Oh, pero, señor Tilly —dijo ella—. Nos ha contado cosas maravillosas al respecto, sobre lo ocupado y feliz que estaba.
—No, no lo hice. Fuiste tú quien dijo eso, al menos fuiste tú quien lo puso en mi cabeza.
Tal como deseaba, se encontró saliendo de las aburridas aguas de la mente de la señora Cumberbatch.
—Ahí fuera me espera todo un mundo nuevo —dijo—. Debo salir y verlo. Volveré para contárselo porque debe estar lleno de maravillosas revelaciones…
De repente fue consciente del sinsentido de ello. Tenía que atravesar ese espeso fluido de materialidad y, mientras se sacudía de nuevo sus gotas, comenzó a ver que nada de aquella fina y extraña calidad de vida que acababa de empezar a experimentar podría penetrar esa opacidad. Tal vez por eso, todo lo que llegaba desde el mundo espiritual resultaba tan estúpido, tan banal. Ellos, esos de quienes ahora formaba parte, podían golpear muebles, encender estrellas, abundar en lo común, leer como si fuera un libro la mente del médium o de los asistentes, pero nada más. Tenían que pasar a la región de las burdas percepciones para ser vistos por ojos ciegos y escuchados por oídos sordos.
La señora Cumberbatch se movió.
—La energía se está agotando —dijo con una voz profunda que el señor Tilly sintió que pretendía imitar la suya—. Debo dejarlos ahora, queridos amigos…
Se sintió muy exasperado.
—La energía no se está agotando —gritó—. No he sido yo quien ha dicho eso.
Pero se había salido demasiado lejos y percibió que nadie, excepto la médium, lo escuchaba.
—Oh, no se moleste, señor Tilly —dijo ella—. Es solo una fórmula. Pero se va muy pronto. ¿No hay tiempo solo para una materialización? Son más convincentes que cualquier otra cosa para la mayoría de los incrédulos.
—Ni una —dijo él—. No entiendes lo sofocante que resulta incluso hablar a través de ti y crear estrellas. Pero volveré tan pronto como descubra si hay algo nuevo que pueda transmitirles. ¿De qué sirve repetir todas esas tonterías sobre estar ocupado y feliz? Ya se ha dicho lo suficiente. Además, tengo que ver si es verdad. Adiós: y no hagas más trampas.
Dejó caer su tarjeta de admisión a la sesión en la mesa y escuchó murmullos de emoción mientras flotaba hacia fuera.
La noticia de la maravillosa estrella y la presencia del señor Tilly en la sesión, media hora después de su muerte, la cual en ese momento era desconocida para cualquiera de los asistentes, se extendió rápidamente por los círculos espiritistas. La Sociedad de Investigación Psíquica envió investigadores para obtener pruebas independientes de todos los presentes, pero estaban inclinados a atribuir el evento a una sutil mezcla de telepatía e impresión visual inconsciente, cuando supieron que la señorita Soulsby había visto unos minutos antes un periódico en la calle que registraba el accidente en Hyde Park Corner. Esta explicación era bastante elaborada, ya que postulaba que la señorita Soulsby, pensando en la ausencia del señor Tilly, había combinado eso con el accidente en Hyde Park Corner y probablemente (aunque de forma inconsciente) había visto el nombre de la víctima en otro periódico y lo había transferido todo por telepatía a la mente de la médium. En cuanto a la estrella en el techo, aunque no podían explicarlo, ciertamente encontraron restos de pintura fosforescente en los paneles de la pared que había sobre la repisa de la chimenea, y llegaron a la conclusión de que la estrella se había producido mediante algún dispositivo similar. Así que rechazaron todo el asunto, lo cual fue una lástima, ya que, por una vez, los fenómenos eran absolutamente genuinos.
La señorita Soulsby continuó siendo una asistente constante a la sesión de la señora Cumberbatch, pero nunca volvió a experimentar la presencia del señor Tilly. Sobre ese asunto el lector puede establecer la interpretación que desee. A mí me parece que encontró algo mejor que hacer.