El príncipe alacrán

Mi hermano Feliciano no había regresado a dor­mir y resolví acostarme sin esperarle más tiempo. En esa época aun vivíamos juntos. Seguramente el muy borracho se había quedado dormido bajo algún banco de la taberna a la que acostum­braba ir. Ya me tenían desesperado sus vicios y pensaba arrojarle de casa al siguiente día, pues se hacía imposible la vida común, llevando él, como llevaba, una vida tan desastrada y escan­dalosa.

Creo haber dicho en alguna ocasión que Feli­ciano y yo éramos gemelos. ¡Malhaya la hora en que fuimos engendrados! ¡Desventurada ocurrencia de la Fatalidad de traernos al mundo con pocas horas de intervalo, y, lo que es peor, con rostros y cuerpos tan semejantes! Los sabios que se dedican a estudios de psico-fisiología no consideran entre las causales que pueden romper la identidad del yo la semejanza absoluta de dos cuerpos. Antes de seguir la relación de un extraño episodio de nuestra vida, voy a explicar brevemente uno de los muchos fenó­menos psicológicos que se realizaban en mí, con lo cual creo prestar un positivo servicio a la ciencia.

Un actor contraído al estudio de un carácter que necesita interpretar puede preocuparse tanto de su asimilación que llegue a sentir realmente en su alma el yo del personaje que estudia. Entre mi her­mano y yo se realiza frecuentemente, y sin propó­sito intencionado, este fenómeno, debido sin duda no solo a la identidad de nuestras personas físicas sino también a la confusión de nuestros espíritus en las tenebrosidades de nuestra vida fetal común. Desde pequeños éramos tan semejantes de cuerpo y de rostro que a nosotros mismos nos era abso­lutamente imposible distinguimos. Cuando estába­mos igualmente vestidos y en una situación incolora de espíritu, la semejanza de los cuerpos y la ento­nación idéntica de la voz nos causaban el efecto de que ambos éramos incorpóreos. ¿Por qué? Porque ambos teníamos conciencia de la distinción de nuestra persona interna, pero no así de la de nuestros cuerpos. A la muerte de nuestro padre (nuestra madre murió al darnos a luz) heredamos una cuan­tiosa fortuna consistente en dinero depositado en bancos, acciones de varias empresas florecientes, una fábrica de telas de seda acreditada y varios inmuebles urbanos. Continuamos viviendo en la casa paterna y sucedía que cuando Feliciano o yo tenía­mos que salir a nuestros personales asuntos me invadía de pronto la mortificante duda sobre mi personalidad: ignoraba cuál de los dos cuerpos, el que se iba o el que se quedaba, era el mío. «¿Qué rasgo distintivo y personal me puede garantizar que yo soy Macario y no Feliciano?», me pregun­taba yo lleno de angustia, y solo porque compren­día que se reirían de mí no detenía al primer transeúnte para decirle:

—Me he perdido dentro de mí mismo; ayudadme a encontrarme.

La duda y las angustias crecían contemplando un gran retrato fotográfico que nos habíamos hecho juntos:

—¿Soy yo el de la derecha, o el de la izquierda? El mismo rostro tienen ambos, la misma actitud, la misma expresión. —Y si yo no podía distinguir las imágenes ¿había acaso algún dato nuevo tratán­dose de las personas mismas?

—Feliciano se emborracha y yo no —me decía procurando se­renarme—; luego no soy Feliciano sino Macario.

—¿Y por qué ha de ser Feliciano y no Macario quién bebe? Y aunque así fuera ¿quién te asegura que el que ha salido es el uno y no el otro?

—Hom­bre… vamos, porque tengo conciencia de no beber.

—Perfectamente, amigo; pero ¿de quién es esa con­ciencia?

—Mía.

—Sí, ya lo sé ¿pero tú quién eres?

—Macario

—¿Y por qué no Feliciano?

Y así seguía dialogando conmigo mismo y regresando siempre a la misma duda, y era tal la excitación nerviosa que experimentaba que al fin me sentía borracho. Y entonces, ¡cosa extraña!, en vez de ser mayores mis confusiones y tormentos me tranquilizaba, me convencía, me resignaba a ser Feliciano y, rendido por la fatiga, quedábame dor­mido. Es ocioso referir las confusiones, cómicas muchas veces, en que incurrían nuestros amigos… Un día, por común acuerdo, pues convenía a nues­tros intereses, fuimos donde un notario público y en presencia de varios testigos nos hicimos tatuar, mi hermano y yo, una F y una M respectivamente, en el brazo, cerca de la mano. En seguida publica­mos en los diarios de la localidad un anuncio para que los que por cualquier asunto quisieran verifi­car nuestra identidad nos exigieran les mostrára­mos la marca que llevábamos en el brazo derecho. Pero esto en nada resolvía el problema psicológico, la duda intima, porque ¿quién podía asegurarme que el tatuaje no había sido hecho equivocadamente y que la M grabada en mi brazo no correspondía a Feliciano?… Lo más que podía deducirse es que para los negocios y el contacto con el mundo tenía­mos personalidad convencional, de adopción.

Reanudemos nuestro relato. Decía que Feli­ciano probablemente se había embriagado y dormía encima o debajo de algún banco de su taberna favorita. Y decía también, que ya me tenía deses­perado su desastrada vida. Constantemente tenía que interesarme por él y pagar gruesas multas y fianzas, que luego, a principios de trimestre, me reembolsaba de la buena parte de renta que le correspondía.

En muchas cosas diferíamos de gastos y opinio­nes y continuamente estábamos disputando, ter­minando por lo general nuestras reyertas en mutuas burlas y hasta en mutuos insultos. Imposible dis­cutir serenamente con Feliciano: era intratable. Cuando yo le llamaba: ¡borracho!, él me decía en el mismo tono irritado: ¡morfinómano! Y los dos teníamos razón en esto, pues lo confieso, si mi her­mano se embriagaba por la boca yo me embriagaba por la piel. De todos modos, con mi vicio o manía yo no provocaba escándalos y, aun cuando amaba entrañablemente a mi hermano, me era imposible seguir viviendo con él. Resolví que nos separá­ramos.

Con estos pensamientos me quedé dormido esa noche, no sin haberme dado antes una inyección con mi fina jeringuilla de Pravaz. Comenzaba a quedarme dormido cuando sentí en mi despacho un ligero ruido. No hice caso al principio. En el suelo y junto al escritorio tenía yo varias docenas de libros para el encuadernador. Estaban en revuelta confusión los autores más opuestos en inspiración y en épocas: el Orestes de Sófocles y una edición antigua de la Vida de la beata Cristina de Stolhemm; una edición de 1674 de la Vida y hechos del Ingenioso Hidalgo, que faltaba en mi colección de Quijotes; el Wilhem Meister de Goethe, y L’Ani­mate de Rachilde; las Disquisitione Magicarum, de Martín del Río y Zo’Har de Méndes; la Parerga de Shopenhauer y un ejemplar de la Justina del divino marqués: To Solitude de Zinmermann y muchos libros más que no recuerdo. La persistencia del ruido comenzó a irritar mis nervios: parecía como si un pequeño gnomo se entretuviera en sal­tar entre los libros, rascar las cubiertas y trasportar las letras de una obra a otra.

Me imaginaba yo, arrastrado por mi excitada fan­tasía, que el caballero manchego se había empeñado en desaforada batalla con algún súcubo del libro de Del Río; o que la protagonista de L’Animale había seducido al vengador Orestes o al desventu­rado La Roquebrusanne de Zo’Har. Canséme al fin de idear extravagancias: deseaba dormir, y los continuos saltos, roces, chirridos, desgarraduras y choques me despertaban en cuanto comenzaba a hundirme en las deliciosas regiones del sueño. Me puse unas chinelas, encendí luz y fui a averiguar qué era lo que producía esos ruidos. Levanté un libro: era la Parerga, y salió de debajo un enorme ala­crán negro erizado de pelos y armado de una for­midable púa en la extremidad de la cola. No sé por qué me pareció que el horrible bicho levantó hacia mí sus patas delanteras en actitud de implo­rar clemencia: tuve un segundo de conmiseración y pensé dejarle con vida. Pero pensé también que si tal hacía esa fea alimaña continuaría royendo mis libros y haciendo el ruido infernal que no me dejaba dormir. Era un hermoso ejemplar negro, que tenía grabado en el caparazón del tórax algo así como una corona ducal del color del carey. No hubo per­dón, resolví matarle y le solté. Apenas el bicho se vio en libertad intentó huir, pero yo di un rápido salto y caí con precisión gimnástica encima de él, aplastándole ruidosamente. Quedó en la alfombra un conjunto informe de diminutas vísceras, pedazos de caparazón, tenazas, patas y pelos: todo flo­tando sobre líquidos turbios y sanguinolentos.

Volví a acostarme tranquilamente en mi lecho. A poco sentí un ligero ruido como de algo que se arrastrara.

—¡Si habré dejado vivo a ese bicho! —pensé. Pero no, era imposible: no había quedado un solo fragmento de la bestiecilla en condiciones de moverse. Cesó el rumor y me quedé dormido, olvidándome de apagar la luz.

De pronto desperté; miré en torno mío y quedé frío de terror: por todas partes estaba rodeado de alacranes que agitaban pausadamente las tenazas de sus extremidades anteriores haciendo un ruido de mandíbulas que masticaran. Infinidad de ojillos fosforescentes y bizcos me miraban con fijeza codi­ciosa. Veía brillar los accidentados tórax a la luz tenue de mi lamparilla verde: de las articulaciones y de los pelos salía un sudor rubio, viscoso como la miel. Y las erguidas colas se inclinaban hacia adelante ostentando sus púas agudas y ponzoñosas. Por todos lados subían a mi lecho. Unos trepaban por las cortinas y, a fin de no perderme de vista, se arqueaban horrorosamente; otros colgábanse con la púa de los cordones y borlas, columpiábanse en ellos y pasaban a una pulgada de mis espantados ojos sus tenazas erizadas de dientes. Espiaban mis movimientos y de sus ojillos bizcos fluía una fulgura­ción oleosa y fosfórica como la de los ojos de los búhos. Y los sentía caminar, enredándoseles los pelos hirsutos de las patas en el brocado de la sobrecama. El suelo de mi habitación estaba cubier­to de escorpiones: los más pequeños tendrían la longitud de mi brazo. Los más vigilantes estaban a los bordes de mi cama, se cogían fuertemente con las patas delanteras y estiraban la cola a los que estaban en el suelo para que estos subieran, y, al hacerlo, producían un ruido seco como de cueros o cáscaras frotadas. Uno de los escorpiones quiso subir al dosel de mi lecho, desde la cabecera; le veía en la actitud replegada del salto: esperaba que uno de sus congéneres que se columpiaba en una de las borlas, pasara cerca de él.

—¡Dios mío —pensé—, si yerra el salto va a caerme encima!

Y esperé helado de espanto. El animal saltó y se cogió al caparazón del otro, pero le hincó en la carne por las junturas: el herido se revolvió irri­tado y, casi en el aire, lucharon varios segundos a dentelladas y colazos, cayéndome en el pecho una gota de sangre fría y hedionda. ¡Qué horror! Yo tenía la piel cubierta de esos granitos que engendra el espanto, y debía tener los cabellos más derechos que alfileres. Mientras mayor número subían, eran más amenazadores y con mayor saña me dirigían sus venenosas púas y formidables tenazas; como el número crecía, los escorpiones se apiñaban contra mí, caminaban los unos contra los otros, luchaban y rozaban sus cuerpos fríos, peludos y melosos con mis brazos y mejillas. Sentía el vaho fétido de sus fauces deformes, de las que salía un gruñido. Lo más curioso era que yo entendía como si fueran palabras coherentes los gruñidos de esas alimañas, y repercutían en mi intelecto sus ideas feroces de venganza. Lo que entraba en mi oído como un sonido puramente animal se recomponía en mi intelecto y formaba frases y períodos perfectamente claros, expresiones concretas, imprecaciones y amenazas de un sentido distintamente humano. Comprendí que venían a vengar la muerte sin compasión que yo había dado a su rey; comprendí que solo esperaban una orden para devorarme: unos me hundirían las púas en los ojos; otros cogerían mi lengua entre las tenazas y me la arrancarían; otros penetrarían por mi ensangrentada boca a las entrañas y me sacarían el corazón y los intestinos. No podría huir, porque había escorpiones en las paredes, en el techo, en el suelo, en todas partes, y en cuanto pretendiera escapar o tocar el timbre de la servidumbre, caerían de lo alto sobre mí. El corazón se lo comería la reina y con mis huesos harían un túmulo a mi víctima. Yo había sido un ingrato al llevar el luto a esa generosa raza; a ella debía el no tener hormigas ni arañas en mis habita­ciones… ¡Oh!, no quedaría un solo escorpión que no mojara las patas en mi sangre impía: todo sería obra de un momento y solo esperaban que viniera la reina y diera la señal. Cada minuto que trascu­rría aumentaba la saña y la impaciencia de esos inicuos bicharracos; los crujidos de dientes eran cada vez más horrorosos; los que estaban sobre los almohadones me tiraban de los cabellos y golpea­ban mi frente con sus colas; otros me cogían las orejas y los dedos de los pies entre las tenazas y apretaban, apretaban… Al menor movimiento que yo hacía dirigían sus armas contra mí y se prepara­ban a saltar. No me quedaba otro recurso que el resignarme a morir de un modo tan cruel. De pronto oí un crujido más fuerte.

—¡Dios mío! ¡Es la señal! —murmuré en una convulsión de terror—. ¡Adiós, Feliciano, hermano mío! ¡Oh, Dios misericordioso, perdóname todo lo que he blasfemado contra ti! ¡Cuánto me arre­piento de haberte ofendido con una vida tan llena de pecados y depravaciones! ¡Dios magnánimo, Jesús sacramentado: recibe mi alma en tu seno pia­doso! Padre nuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu nombre y hágase tu voluntad…

Quise cerrar los ojos, pero el terror habla petrificado mis párpados. Sentí que los furiosos animales tiraban de la sobrecama. Sería para comerme más fácilmente. Un alacrán negro, hiperbólicamente grande, se irguió encima de los demás; estaba cubierto de telarañas enredadas entre la cabeza chata y horrible, las velludas patas y la espiga de su ponzoñosa cola. Tenía grabada una corona en el coselete toráxico. Un sacudimiento de horror contrajo todo mi cuerpo. Aquel bicho tenía las dimensiones de un muchacho. Avanzó lentamente hacia mí en el espacio que le abrieron respetuosamente los demás escorpiones. Cuando su espantable cabeza estuvo a la altura de la mía, mientras con las tenazas me sujetaba los brazos, me dijo:

—¿A dónde se ha ido tu orgullo de hombre, tu valor, tu vanidad de ser inteligente? ¡Ah débil, ruin, cobarde y miserable criatura! Hace poco dejaste un reino sin rey: pensabas que el equilibrio del universo no se rompería con el despachurramiento de un bicho despreciable al que, te imaginaste, su especie no vengaría, y viniste tranquilamente a tu lecho a dormir, sin el más pequeño peso en la conciencia. Te has engañado doblemente porque el ser despreciable eres tú; tú, el ser cuya desaparición será indiferente al universo; tú, el hijo predilecto de la creación; tú, la imagen y semejanza de Dios; no contabas con que la especie de tu víctima se vengaría de tu impiedad… No tuviste clemencia con un pobre rey que te imploraba la vida, justo es que no la tengamos contigo.

—¿Perdón, reina, perdón!… —murmuré gimiendo y castañeteando los dientes. No sé por qué mi espíritu se aferró a la esperanza y percibió en el acento, en el fondo de esas palabras crueles, menos crueldad de la que significaban. Y no me engañé. La reina de los escorpiones me respondió lentamente:

—¡Te perdonaré si reparas tu delito!

Hubo una formidable agitación de furia en torno mío. La promesa irritó a los escorpiones y las colas y las tenazas erguidas se dirigieron amenazadoras hacia mi cuerpo.

—Tendré clemencia contigo —insistió con firmeza la reina—. ¿Sabes lo que buscaba el rey entre tus libros? Buscaba la ciencia del buen gobierno, es decir, quería adquirir la astucia, la maldad, la inteligencia de tu especie cuando le asesinaste villanamente antes de que lograra realizar su deseo. Pues bien, yo quiero lograr por el amor lo que mi esposo anhelaba y que tu amor puede darme. Sí; te perdono y te amo. Tu vida me pertenece y quiero utilizarla para engendrar un hijo que tenga mi raza y tu inteligencia. Eres mío por derecho de venganza y por botín de amor…

Y su boca viscosa y deforme se adhirió amorosamente a la mía; y sus tenazas enlazaron mi cuerpo.

¡Oh, qué horrible el contacto de esa bestia fría, melosa, áspera, fétida!…

* * *

A la mañana siguiente llegó Feliciano, borracho aún, y me despertó. Con lengua entrapada comenzó a darme disculpas por su tardanza y su embriaguez. No le respondí; estaba conmovido con la repugnante y terrible aventura de la noche… Quizá todo había sido una espantosa pesadilla. Para cerciorarme me levanté del lecho y fui a ver en la habitación contigua el sitio en donde maté al alacrán rey. ¡El suelo estaba manchado, pero habían desaparecido los restos del real cadáver! Se los habían llevado sus súbditos.

Feliciano, al verme regresar inmutado, creyó que era por la cólera con él, y se levantó para abrazarme. Pero, de pronto, le vi dando zancadas y traspiés:

—¡Ya está uno… ya está uno… ya está el otro!… ¿Si habrá más?

—¿Pero qué te sucede, borracho de los demonios? ¿Es que estás loco?

—No, hombre… Vi un gran alacrán que saltó de tu cama y otro chiquitín y los he despachurrado.

—¡Asesino! —grité con los cabellos erizados—, has matado a la reina y… y… ¡y a mi hijo! ¡Desventurado! ¡Esta noche te devorarán!…

Claro es que Feliciano no me entendió. Se encogió de hombros murmurando que yo estaba más borracho que él. Esa misma tarde cambié de casa y me separé de mi hermano, quien ha seguido tan borrachón y escandaloso como antes. Feliciano es incorregible.

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