El hombre del cigarrillo

El hombre del cigarrillo Aquel día era un 29 de febrero. Yo cumplía años: 46 años hacía de que, por el juego funcional biológico de los sexos, el amor de mis padres se resolvía en una hora de dolor y en la eclosión de un conjunto de células organizadas y coordinadas que constituyeron el niño, el joven, el hombre que bajo la razón social de Klingsor, escribe estas líneas. Por efecto de mi dispepsia nerviosa había estado insomne en la noche y me había pasado las horas en meditación sobre la inutilidad de mi vida. Lo suficientemente rico para no necesitar de poner a contribu­ción el músculo ni el pensamiento, en la satisfac­ción de mis necesidades y de mis placeres, toda mi juventud trascurrió en la mayor disolución en las ciudades de Europa, Asia y América más propicias para la vida agitada y alegre y extenuadora. Llegué a la edad madura con el alma y el cuerpo gastados, sin haber hecho nada de provecho para mí ni para nadie. Y cuando creía que mi espíritu era incapaz de sentir el amor, ese amor puro y sentimental que hace cifrar la felicidad en el afecto noble y sereno de una mujer, bella o fea, pero que por razones de sutileza espiritual nos impresiona como la única que responde a nuestras exigencias afectivas, cuando empezaba a sentir el frío del hogar solitario y me resignaba a esa espantosa tristeza de la vida fungiforme, me enamoré como un idiota de una mu­jer joven, buena y bella, a cuyo corazón toqué tarde, pues, amaba con pasión fuerte y sana a un hom­bre, joven también y digno de ella. Mi amor y mi fortuna pesaron mucho menos en su alma que el amor del varón pobre a quien había entregado su corazón. Era justo, y, por ser justo, era irremedia­ble mi desgracia y terrible mi rabia y mi impoten­cia. Por eso, aquel día de mi cumpleaños, en que amanecí con la boca amarga y el pensamiento lleno de sombras, resolví matarme. Tras de rápida y tran­quila selección de los géneros de muerte al uso en los suicidios, elegí la horca. Tenía noticias de que los ahorcados tienen una muerte dulce y se me ha­bía asegurado que, en los pocos segundos en que el sujeto físico se debate en las convulsiones agónicas, se produce una delectable sensación de amor que me imaginaba habría de darme la emoción suprema de la posesión de Annabel en el deliquio de la muer­te. Y como el morir, por mucho que sea una cosa se­ria, no veía que fuera motivo de protocolo especial, me vestí como de costumbre, como de costumbre me desayuné, como de costumbre leí los diarios de la mañana, di las órdenes normales a mi servidumbre y salí a la calle. Al pasar por casa del cordelero compré cuatro metros de una cuerda de seda delgada y de color rojo que, en concepto del cordelero, a quien consulté el punto, riéndome, era suficiente para que me pudiera colgar de un árbol regularmente fron­doso. Guardé la cuerda en el bolsillo de mi gabán. En las afueras de la ciudad había precisamen­te un magnífico bosque en el que tendría ocasión amplia de excogitar el árbol que más me conviniera, sin temor a estorbos, pues, esa arboleda, frecuenta­da en los días festivos por los enamorados, en los días de trabajo estaba solitaria. Bastante tiempo emplee en cruzar la ciudad antes de llegar a los ex­tramuros, porque a cada momento me tropezaba con amigos, algunos de los cuales me detuvieron para charlas insustanciales, comento de noticias, indaga­ciones necias sobre tópicos banales. Recuerdo que con alguno me cité para cenar en la noche después de ver el estreno de una ópera nueva. Había comenzado el trecho de campo abierto que se interponía entre la ciudad y el bosque, y en uno de los tapiales del camino vi sentado a un hombre de mediana edad, decentemente vestido, hombre de la clase media que por lo demás nada ofrecía de parti­cular en su aspecto. De fisonomía vulgar, parecía abstraído en una lectura divertida, pues me pareció verle sonreír burlonamente en dos o tres pasajes de su lectura. Cuando llegué cerca de él, dejó el libro abierto sobre el tapial, sacó de una petaca un ciga­rrillo y buscó inútilmente en sus bolsillos la caja de fósforos. Entonces fue que me vio, y pude observar un movimiento tímido y vacilante que revelaba el propósito de solicitar de mí que le diera fuego. Y resolviéndose a hacerlo se levantó y, tras de un saludo llevándose la mano ligeramente al sombrero hongo, me dijo: —Perdone caballero que le detenga para pedirle que, si tiene cerillas, se sirva permitirme una para encender mi cigarrillo… ¿Desea fumar? —añadió ofreciéndome su petaca. —Muchas gracias… Aquí tiene las cerillas. Encendió lentamente, y al devolverme la caja me miró con mirada profunda que sentí como si ejercitara un registro interior de mi personalidad. Me irritó esta incisiva fuerza de su mirada y me disponía a continuar mi viaje cuando el individuo, re­cogiendo su libro y doblándole una punta de la hoja en cuya lectura se había quedado, se levantó, sacu­diéndose el polvo del pantalón. Tuve tiempo de leer en el lomo del librito el título: Milton, The Paradis lost. —Yo también voy al bosque, aunque no segu­ramente a lo que usted va… nos podemos acom­pañar y charlar, si usted lo permite. Miré atónito al hombre del cigarrillo; pero no pude observar en la expresión de su fisonomía intención alguna de referirse a lo que yo llevaba den­tro de mi espíritu. Con expresión cortés y hasta empalagosa esperaba mi respuesta. Le contesté con alguna sequedad. —Me será grata su compañía y su conversación… pero solo hasta que lleguemos, pues tengo una cita de negocios con un amigo, lo que me obli­gará a separarme de usted para que continúe solo su paseo, y su lectura de Milton. —Perfectamente —exclamó tomándome familiar­mente con mano firme por el brazo—; ahora dígame, ¿quién es usted y por qué

Mors ex vita

Mors ex vita Creo que no es prudente ni útil profundizar mucho la investigación de los fenómenos misteriosos. Ustedes recordarán que, hace ya bastantes años, re­crudeció en todas partes el afán o moda de las expe­riencias espiritistas. Yo estoy convencido de que esa llamada ciencia de los espíritus está compuesta de un cincuenta por ciento de superchería, un cuarenta por ciento de fantasía y perturbación nerviosa, y el resto de cosa desconocida; y me expreso así porque no encuentro otra manera de precisar, aunque imperfec­tamente, esas formas vagas con las que se manifiesta un misterio o se exterioriza la acción de una ley desconocida, que se percibe o adivina en hechos que ni la superchería, ni el histerismo, ni la sugestión ex­plican. Yo tomé con cierta cachaza las investigaciones a que, por ociosidad espiritual o natural curiosidad, cediendo a la moda, se entregó mi íntimo amigo y camarada Loredano. Yo no prestaba ni pizca de fe a los fenómenos que presenciábamos, y que hacían hon­da impresión en Loredano y en tres amigos más, con­currentes a las sesiones que se efectuaban en la casa de aquel; y si tomaba parte en ellas era, más que todo, por deslindar lo que había de farsa o de imaginación en los fenómenos, así como para impedir que, a título de espiritismo, se robara a mi amigo y se explotara su bolsa. Loredano era riquísimo, y aun cuando los tres amigos que nos acompañaban en las manipulaciones del misterio eran personas insospechables, no tenía yo igual concepto de los médiums profesionales, contratados con frecuencia para lo que podría llamarse experiencias de mayor cuantía. Como yo era la única persona del cenáculo que conservaba la serenidad de ánimo, podía controlar mejor que las demás la probidad y circunspección de los médiums. Sin duda, por esto pude observar una noche la presencia clandesti­na e ignorada por mis compañeros de Cartouche o, mejor dicho, del espíritu de Cartouche, el famoso la­drón francés del siglo XVIII, presencia que se mani­festó en el hecho de que la médium, una señora cuya especialidad era las comunicaciones grafológicas, se embolsicara, a un descuido de mis amigos, un artísti­co cenicero de oro. Naturalmente frustré los malos ins­tintos de Cartouche, acercándome cortésmente a la dama médium, una vez que recobró el uso de sus sentidos, y pidiéndole la devolución del objeto sustraído, alegando como razón fundamental que no era admisible que el espíritu de Cartouche fumara en las regio­nes de ultratumba. En la salita que especialmente arregló Loredano para nuestras sesiones bisemanales se efectuaron experiencias verdaderamente maravillosas. Agotamos el repertorio de las detalladas en los libros de la materia. Allí se repitieron muchas veces las conversaciones con los espíritus por medio de golpes o tipologías, los aportes de objetos, la impresión en arcilla de manos y rostros desconocidos, la audición de músicas raras en instrumentos guardados en cajas cerradas. Por último, llegamos a obtener apariciones luminosas de los espíritus y hasta su materialización. Confieso que, co­mo en todos estos fenómenos se requería la interven­ción de médiums extraños, pues ni Loredano y sus amigos, y mucho menos yo, teníamos le suerte de gozar de la mediumnidad, no conseguí jamás, no obstan­te el testimonio de mis sentidos no turbados por la emoción, convencerme de la… ¿cómo decir?… de la efectividad circunspecta y leal de esos maravillosos fenómenos que ante mi vista se producían. Debo ad­vertir que probablemente esta recalcitrante resistencia de mi entendimiento para prestar su asentimiento se fundaba en que una vez tuvimos que sacar por medio de la tipología contundente, o sea a golpes, a un médium, cuya fisonomía de bribón redomado y cazurro me predispuso a una observación atenta y especial de su ensueño mediunímico. Por casualidad me situé en un asiento próximo a la llave de la luz eléctrica, des­de donde podía darme cuenta mejor que los demás concurrentes, de las modificaciones psíquicas del médium, quien, una vez puesto en contacto con el espíritu de Cimarosa, según se nos dijo, debía pedirle que tocara en el clavicordio, situado a dos metros de dis­tancia, las primeras notas de la obertura de Artemisa. Me pareció observar que las manos del sujeto dormido no guardaban la inmovilidad propia del caso, y ape­nas se oyeron dos notas del piano… ¡Fiat lux… di vuelta a la llave y mostré a mis conmovidos compañe­ros el ardid de Cimarosa, consistente en cinco hilos de seda finos y resistentes que en una extremidad tenían pedacitos de cera adheridos al teclado, y por la extremidad opuesta estaban enrollados a los dedos del médium, quien, como yo sospechaba, estaba menos dormido de lo que parecía, y al verse descubierto se escabulló, pero no con la suficiente presteza como para ahorrarse la recepción de dos o tres mojicones de mis amigos y de un puntapié de mediana intensidad que tuve la satisfacción de propinarle en la región subdorsal. En otra ocasión tuve oportunidad de descubrir otro truc de un médium a tanto la sesión, truc consistía en proyectar —por medio de una linterna diminuta disimulada en el forro de un espeso gabán de pieles, del que el médium no quiso despojarse alegando un fuerte resfriado— la fisonomía cadavérica y arreglada ad hoc del padre de Loredano, fallecido hacía varios años. La proyección se hizo sobre el humo incienso de un pebetero que el espíritu había solicitado. Como yo observara que el médium había tenido la extravagancia de sumirse en el ensueño psíquico que provoca la comunión con el misterio con las manos metidas en los bolsillos del gabán, me pareció que eso estaba fuera del protocolo espiritista, y me puse a cavilar sobre las finalidades extrañas que cumplirían esas manos, llegando a la conclusión, acaso atrevida, de que esas manos y la aparición tenían sospechosas concomitancias. Ya se puede imaginar cuán intensa emoción experimentarían mis compañeros, especialmente Loredano, al ver aparecer entre la nube de humo, durante tres o cuatro segundos, la amada y recordada fisonomía. Cuando desapareció la mis­teriosa imagen, el médium, despertó, dando mues­tras de gran fatiga mental y depresión

Las mariposas

Las mariposas CUENTO PARA MI HIJITA EDITH Yo no sé, pequeñina, quién ha inculcado en tu cabecita el embuste de que tu papá hace cuentos y originado así el gracioso capricho de que te cuente uno. Tu tenaz insistencia, que no acepta disculpas y amenaza con lágrimas, me obliga a darte gusto, previa una explicación. Cierto es que he escrito cuentos, pero han sido cuentos para niños grandes, cuentos amargos que si tú los comprendieras senti­rías tu pequeña almita desolada y triste al aspirar el vaho deletéreo que desprenden esas floraciones de mi escepticismo desconcertante y de mi bonachona ironía. La belleza en la perversidad, en la tristeza, en la amargura, en los desalientos y fracasos huma­nos, han sido las bellezas que han informado páli­damente mis cuentos, y las almitas infantiles, sim­ples, primitivas, como la tuya, no pueden ni deben comprenderlas… ¡Ojalá que nunca sientas ni entien­das esas bellezas! Quede eso para los que, dotados de perspicacias malsanas, desencantados de la eter­na ironía de las cosas, desviados por la filosofía del concepto sano de la vida, instigados por curiosida­des morbosas y por las intuiciones hermosamente malignas de la neurosis, puedan ver debajo de las tersas y brillantes superficies, en los subsuelos de la vida normal, bellezas recónditas y sutiles, que a ti te parecerían sombras aterradoras y complejidades brutales e incomprensibles de pasiones, instintos y perversidades antiestéticas. ¡Cuán bochornosos y pestilenciales subirían a las blancas regiones en que se abre a la vida la flor blanca de tu alma, los vahos húmedos que se desprenden de esas sedimentacio­nes subterráneas!… Esos cuentos inspirados en los bajos fondos del espíritu humano son los únicos que sé hacer, cuentos de pasiones complicadas y anormales, cuentos de fantasía descarriada, de ironía amarga y resignada, que, si alguna belleza tuvieran, no estaría al alcance de tu graciosa precocidad y de tu pequeño espíritu que tan bien reproduce el alma noble y hermosa de tu madre. ¿Quieres un cuento, ángel mío? Para hacerlo escogería flores y estrellas, jirones de cielo, luz de tus bellos ojos azules, gracias de tu sonrosada boquita, destellos de tu alma en botón… con todo eso procuraría que mi fantasía agotada laborase algo que se deslizara por tu alma blanca sin dejar sedimentos de impiedad ni heces de tristeza, sino más bien frescores saludables de vida, perfumes primaverales de floresta, deliciosos ensueños de inocencia, como los que embellecieron el encantado letargo de la bella del bosque dur­miente. Eso quisiera hacer… ¡Ah!, ¿te has dormido, picaruela, con la gravedad del exordio? Despierta, que allá va el cuento solicitado… Primero un beso. Escucha ahora con toda formalidad. Este era un rey de… ¿qué reino era?… vamos, un rey de Transilvania que gobernaba a sus vasallos con sabiduría y cariño. Ya ves, hija mía, que se trata de un reinado de cuentos. La reina era una señora muy buena y todo el mundo la quería porque socorría a los pobres, tomaba parte en sus desgra­cias y enseñaba a su hija… (mira qué casualidad, la princesita se llamaba como tú, Edita) a acariciar a los niños pobres y a que les obsequiara, en vez de romperlos, o tirarlos, los juguetes que ya tenían algún tiempo de uso y la habían cansado. Sucedió que el rey y la reina, viendo que la princesita se aburría, porque no tenía un compañero de trave­suras con quien jugar y charlar a todas horas, resol­vieron encargar a París un niño —porque has de saberte que en París hay un gran bazar en que se confeccionan niños de todas clases y colores—. La princesita Didy se puso contentísima con la noticia y solo se fastidiaba de dos cosas: primero, de la demora, porque como París está tan lejos, el encargo no podría llegar antes de nueve meses, y después porque los reyes habían olvidado indicar en la carta el sexo del niño. Edita quería que viniera una hermanita. Los niños, antes de los siete años, gozan de un pri­vilegio que no tienen las personas mayores, y es el de entrar en el cielo, durante el sueño, con toda libertad, sin que santo ni santa ni Dios mismo puedan oponerse a este derecho inseparable de la inocencia. Desde las ocho de la noche hasta las ocho de la mañana la puerta del cielo está franca para los niños, quienes entran y salen como Pedro por su casa. El portero, que es un señor muy viejecito, con una gran barba blanca, es la víctima de esta facul­tad infantil, porque no siempre el espíritu de esa turba de pequeños es reposado y respetuoso; con frecuencia esa chiquillería es traviesa y bullan­guera, y hace rabiar al anciano con sus diabluras, no dejándole dormir en su gran sillón de baqueta. ¿Querrás creer que más de una vez esos picaruelos se han divertido en hacer oler rapé al viejito para que atronara los cielos con ruidosos estornudos; o le han hecho cosquillas en las orejas y en la calva con alguna pluma desprendida de las alas de un serafín con el objeto de que el santo ilustrara sus sendos cabeceos con manotazos al aire, dados instintiva­mente para espantar imaginarias moscas? No creas que San Pedro se irritaba con estas tunantadas de los niños: les regañaba, fingía incomodarse seria­mente, y hasta llegó a poner un látigo cerca de sus manos para asestarle un azotazo a esos pilletes; pero en el fondo se divertía y sentía cierta compasiva ternura hacia esos traviesos chiquitines. ¡Cuántos de ellos serían desgraciados con el curso del tiempo, cuántos no volverían a pisar el cielo porque el demonio enfangaría esa alegre inocencia y cuántos, cuántos por el contrario vendrían al cielo definitiva­mente sin realizar su misión de vida, hundiendo en el dolor a sus padres! El fondo de tristeza que observaba el buen viejecito debajo de esa travesura inconsciente, y de esa alegría sana y pura, le hacían compasivo y condescendiente con la turba de chi­quitines. Sucedió que en sueños la princesita Didy fue al jardín de Palacio y con unas tijeritas se puso a

El día trágico

El día trágico CRÓNICA DE LOS DÍAS DEL COMETA I La edición de la tarde del Comercio del 27 de abril de 1910 traía estas sensacionales noticias en su sección cablegráfica, con grandes caracteres: El cometa Halley y la tierra El observatorio de Lowell hace alarmantes observaciones. Lo que dicen Flammarión y Bode. Terribles expectativas. París, abril 26. — Una comisión de astrónomos ha estado haciendo en el curso de la semana última impor­tantes observaciones celestes con motivo de la aproxi­mación del cometa Halley a la Tierra, y con las cuales ha formulado una memoria que acaba de ser presentada a la Academia de Ciencias. Una de las observaciones más interesantes anotadas en esa memoria es la relativa al aumento de extensión que se ha podido observar en la cauda o zona gaseosa que arrastra el cometa, pues pasa de cincuenta millones de kilómetros. París, abril 26. — El profesor Todd, del Lowell Obser­vatory, ha enviado un despacho telegráfico al director del observatorio de Juvissy, Mr. Camilo Flammarión, anunciándole que desde hace mes y medio se han estado haciendo en aquel observatorio y en el de Cambridge detenidos análisis espectrales del núcleo y la cola del cometa Halley, y se ha encontrado insistentemente la raya característica del cianógeno. También se ha notado en esos observatorios el aumento de longitud de la cauda, así como el mayor brillo del núcleo, lo que hace suponer que el cometa en su última revolución parabólica ha incrementado su masa sólida con agregaciones de cuerpos celeste. París, abril 26. — El cometa es visible a la simple vista. Entre doce y una de la mañana se le ve muy próximo al horizonte por el lado de Meudón. Las revistas publican grabados y artículos humorísticos burlándose de las trá­gicas previsiones de los astrónomos y aseguran que una vez más quedarán burlados estos nietos de Casandra. Sin embargo, comienza a notarse alarma general. Londres, abril 27. — Ha cundido el pánico en la ciu­dad. El Morning Post publica un artículo del sabio pro­fesor Bode que ha causado gran sensación. Según el pro­fesor, la inmersión de la tierra durante varias horas en la cauda del cometa es fatal. Añade que esa inmersión se verificará en una zona más densa que la que, en otros contactos con la tierra, ha dejado a esta indemne, por haber sido la atmósfera terrestre suficientemente densa para impedir la intoxicación. En esta ocasión —añade— es de esperar que la coraza atmosférica continúe de­fendiendo la vida terrestre, pero si no lo fuera, pasaría la humanidad por una situación muy crítica. Washington, abril 27. — El Daily Mirror y el Herald publican simultáneamente un alarmante despacho del director del Observatorio, en el que manifiesta que no queda duda de que el 18 de mayo, entre seis de la tarde y dos de la mama, la tierra atravesará la cauda del cometa Halley a poco más de la mitad de su longitud. Como en esa región la densidad del gas envenenado es mucho mayor que la de la tierra, se juzga que es muy posible que el contacto traiga consecuencias fatales. El despacho es lacónico y terrible, y el terror que ha produ­cido es inmenso. El ejército de salvación y los metodistas, calvinistas, presbiterianos y demás sectas protestantes han organizado procesiones para implorar la misericordia divina. En los templos católicos se hacen rogativas con igual objeto. París, abril 27. — Flammarión ha publicado en Le Matin un artículo tranquilizador, pero se sabe de fuente autorizada que ha dirigido al Elíseo y a la Academia de Ciencias una memoria en la que confirma los despachos de Washington, sin más modificación que la de la hora, pues dice que el fenómeno tendrá lugar entre tres de la tarde y nueve de la noche. Los valores en la Bolsa han sufrido una fuerte baja, así como ha subido enormemente el tipo de descuento de letras. Este es el indicio más alarmante de la inquietud que reina no solo entre el pueblo, sino en la alta sociedad y el comercio.   Bien se comprenderá cuán grande sería la impre­sión que producirían estas terribles noticias en la pacifica ciudad de los virreyes. Los muchachos pregonaban: «¡El Comercio, con el fin del mundo! El choque con el cometa». Aun cuando hacía tiempo que se venía hablando en todas partes de la próxima visita del fatídico cuerpo celeste y de su probable contacto con la tierra, a nadie preocupó gran cosa el asunto; pero la atención prestada en las últimas semanas por los sabios, y sus augu­rios cada vez más alarmantes, contribuyeron para que las muchedumbres comenzaran a inquietarse seriamente. De modo que los telegramas publicados por El Comercio en su número del 27 de abril pro­dujeron una ansiedad indescriptible. Los vendedores del periódico se aprovecharon de ella para hacer un negocio pingüe, cobrando un real, dos reales y hasta cinco reales por ejemplar. Las calles de Mercaderes, Espaderos y demás centrales presen­taban nutridas agrupaciones de personas que comentaban la próxima catástrofe mundial, y la relacionaban con una serie de observaciones sobre sucesos realizados en el año y aun en años ante­riores. Podía leerse en los rostros de muchas personas la consternación producida por los despachos pu­blicados. Sin embargo, no faltaban incrédulos que se rieran e hicieran chistosas chirigotas sobre el miedo universal. —Todo esto no será sino el parto de los mon­tes —decían unos. —Bueno —decían los individuos de espíritu tranquilo—, de alguna manera tenía que acabar la tierra. ¿Qué más da que sea por envenenamiento, por choque o por reventazón interior? Los hombres debemos felicitamos y no asustarnos: nos toca una muerte épica que no soñaron ni Hornero ni el Dante; la realidad va a ser infinitamente superior a la fantasía de los genios. Más vale morir en el cataclismo de un mundo que estarnos matando tristemente unos a otros. ¡Qué hermoso momento el de esta próxima y gigantesca agonía universal! ¡Cuán sublime el alarido supremo de toda la hu­manidad! ¡Si hay Dios, por sordo que sea, tendrá que oírlo!

Vampiras

Vampiras I Hubo un tiempo en el que enflaquecí extrema­damente. Mis brazos y mis piernas se adelgazaron de una manera desconsoladora, y mi busto, antes musculoso y fuerte, degeneró de tal modo que se diseñaba claramente, bajo la piel lívida y pega­josa, la maquinaria ósea de mi tórax. Mi pobre madre me decía desconsolada: —Stanislas, hijo mío, ¿qué mal misterioso es el que te consume? Tu enflaquecimiento no es natu­ral, y precisa que un médico estudie tu estado. ¿Qué dolor te aqueja? ¿Qué es lo que sientes de anor­mal? Refiéremelo todo y no te detenga el temor de ocasionarme sacrificios. Irás a Niza, al Adriático, a Suiza, a donde sea necesario, a fin de que recobres tu perdida salud y tus fuerzas. Temo, hijo mío, que la tuberculosis haya hecho presa en tus pul­mones… Y, sin embargo, no te oigo toser. ¿Verdad que no toses, luz de mi alma? Mi prometida, la pequeña y esbelta Natalia, besaba desconsolada mis manos. —Tus labios arden, Stanislas mío, como si el Etna estuviese en tus entrañas y caldeara tu boca y tu aliento. ¿Por qué esa fiebre que te mata, ese fuego que te consume la vida y evapora tu sangre? Diérate la mía para volver a regocijar mis ojos con los colores que ostentaban antes tus mejillas llenas de frescura y encanto…  ¿Es alguna preocupación lo que destruye tu ser?… Pero no; tú conservas tu espíritu alegre y apasionado. ¡Y el muy ingrato, se impacienta y se burla del testimonio de nuestros ojos amantes! Estás enfermo, Stanislas, estás gra­vemente enfermo y pronto dormirás en el sepulcro, y se morirá tu madre de pena y me moriré yo de desesperación… Y la pobre doncella se arrodillaba ante mí y mojaba con sus lágrimas mis manos. Yo la levan­taba bromeando y burlándome de sus terrores; pero, tanto insistieron las dos mujeres, que al fin llegué a alarmarme. Realmente, me veía algo enjuto y nada más. La jovialidad de mi carácter no había desaparecido. Me sentía extenuado; un poco fati­gado y débil en las mañanas, pero pronto me repo­nía, me sentía nuevamente fuerte y ágil, tanto que me imaginaba que de un salto formidable podría llegar al cielo, coger al sol y traérmele al caer para hacer una diadema que colocaría en la frente de mi pequeña y esbelta Natalia. —Pero si nada tengo, ningún sufrimiento físico ni moral me aqueja —decía yo a las dos mujeres, cuando con voz lacrimosa comentaban mi supuesta dolencia—, ¿no veis que mi vida continúa igual que antes? Hasta como con mejor apetito, y duermo más profundamente; no siento dolor alguno, y solo podéis fundar vuestros temores en la circunstancia de estar ahora más pálido y enjuto…  Bueno, ¿y qué? Hay épocas en que los hombres y las mujeres nos desmejoramos algo. Será acaso porque, por circunstancias ignotas, hay un mayor trabajo de desasimilación orgánica. Dejad, pues, obrar mi orga­nismo, y, sobre todo, dejadme en paz con vuestros augurios y desconsuelos que van a enfermarme realmente… Pero tanto hicieron, repito, que un día, por com­placerlas, fui a la ciudad donde mi sabio y aun joven amigo el doctor Max Bing. —Celebro infinito verte —exclamó al verme entrar en su estudio. Y luego, calándose los anteo­jos y fijando su escrutadora mirada en mi persona hizo un gesto de asombro—. ¡Hombre! ¿Qué enfermedad ha hecho en ti tales estragos? ¡Pero si estás casi desagradable! Veamos, siéntate y dime qué es lo que te trae. ¿Vienes como cliente o como ami­go? —En primer lugar, no he estado enfermo, doc­tor, y creo al contrario haber gozado de inmejora­ble salud. Pero, a pesar de estar sano, vengo donde usted para que me diga qué es lo que tengo a pesar de estar sano. —Pues, el aspecto que traes es el de una persona que ha estado o está gravemente enferma. Entra a mi gabinete. Examinóme el doctor de diferentes maneras y con diversos aparatos, me pulsó, me colocó en variadas posturas, me auscultó e hizo cuanto le indicaba su ciencia para observar lo que por mi pasaba. Y a cada examen noté que crecía su alarma. Por fin, con voz un poco alterada, me dijo: —Estás muy engañado, querido Stanislas, al creer que estás sano. Eres presa de una consunción violenta que podría ser mortal si no la atacáramos con rapidez y energía. No es por cierto tu caso el primero que se me presenta, y todos los síntomas que observo me hacen presumir que tienes lo que mató a Hansen, un joven robusto y hermosote que murió ha dos meses. ¿Tienes algún dolor sordo? ¿Has observado alguna anormalidad funcional en tus órganos? ¿Tienes mareos en la mañana, pesadez en la cabeza, sueño profundo o ensueños morti­ficantes? El acento del doctor Bing quería ser tranquilo, pero yo notaba que había una inquietud mal disimulada. Él me amaba tiernamente; nuestras fami­lias cultivaron leal amistad, y él era estudiante de medicina cuando yo chiquillo, y más de una vez me tuvo en sus rodillas. La alarma del médico me hizo sentir un frío de muerte en las venas: temí morirme y pensé en mi madre y en mi pequeña Natalia. Procuré serenarme y dije al doctor lo que había dicho ya tantas veces: que sentía un ligero desvanecimiento al despertar, desvanecimiento que pasaba en cuanto bebía el gran vaso de leche cocida con que acostumbraba desayunarme. Des­pués me sentía ágil, desaparecía todo malestar, comía con apetito y dormía profundamente. Res­pecto a ensueños, no recordaba de un modo preciso si los tenía, pero sí me quedaba como una sombra de recuerdo de haberlos tenido. —¡Lo mismo que Hansen! —decía el médico pensativo. En seguida me hizo quitar la camisa y la cami­seta y con una lente poderosa examinó el cuello y el pecho. —¡Exactamente igual que Hansen! —repitió varias veces a medida que avanzaba en su examen. —Doctor —exclamé impaciente—, poco me importa ese señor Hansen, y me tendría sin cui­dado así resucitara cien veces y otras tantas se muriera. Cualquiera que sea el mal de

El nigromante

El nigromante Residía en un castillo de Suabia un viejo conde que desde que su mujer le engañó con un caballero cruzado y huídose con él, se encerró en su señorial morada resuelto a romper todo vínculo con la humanidad. El hombre, pensaba, era el más inicuo de los seres; la mujer la más despreciable y ruin de las bestias hermosas. Todos los años el escudero del conde salía del castillo la noche de pascua y regre­saba el primero de enero con acémilas cargadas de víveres y provisiones para todo el año. Una vez surtida la despensa del castillo, alzábase el puente levadizo, llenábanse los fosos y no volvía a bajarse el puente hasta la noche de pascua siguiente. Rotas las relaciones con los hombres, el conde se había entregado al estudio de la nigromancia, la cábala, la alquimia y demás ciencias que le ponían en con­tacto amistoso con el diablo. Era Edwis, la hija del conde, una linda doncella de quince años, a la que el desventurado caballero tenía encerrada con sus camareras en una torre­cilla, la más alta del vetusto castillo, tan alta y escarpada que desde sus ventanas era imposible distinguir las facciones de los labriegos y peregrinos que pasaban cerca de los fosos. No quería el conde que su hija viera a los hombres ni escuchara sus fementidas palabras, para que su corazón no latiera un día a impulsos de la pasión amorosa. —Sería adúltera, como su madre —exclamaba con pena e ira—. ¡Que ame a Dios o al diablo, porque estos no se dejan engañar y tienen siempre a su alcance el goce supremo de la venganza! Pero mejor es que no ame a nadie, ni a mí… En un viejo palimpsesto arábigo había encontra­do el conde una obscura y cabalística fórmula para la elaboración del filtro de la felicidad. Había con­seguido algunos de los ingredientes indicados en la fórmula por medio de los cuales se producían en el alma humana y en el juego mismo de la vida los elementos indispensables para la felicidad; pero desgraciadamente, en la hoja del libro había caído una cantidad de un licor corrosivo que había des­truido gran parte del pergamino, precisamente en la porción correspondiente a la fórmula para obte­ner el olvido de las penas pasadas, sin lo cual no hay felicidad posible. Solo el diablo podía darle la fórmula completa y resolvió acudir a sus consejos, como había ocurrido otras veces en sus investigaciones sobre la piedra filosofal o el homunculus. Una noche, el conde —después de ordenar a su escudero que disparase algunos ballestazos a un necio juglar o trovador que desde hacía varios días turbaba el silencio de las cercanías entonando estúpidos ser­ventesios— hizo sus sabios conjuros a la luz de una lámpara con azufre y apareciósele complaciente el diablo. —Heme aquí, ¿para qué me llamas, conde? ¿Qué necesita tu ciencia vacilante y mezquina de la infinita sabiduría infernal? —Oh, rey mío y señor de mi alma: quiero… te suplico, un chispazo de tu ciencia inmortal para alumbrar mis pobres investigaciones. —Habla… —Señor, busco el secreto de la felicidad, el filtro de la ventura. —Pides demasiado. No te diré el secreto, pero sí quién puede revelártelo. Llama a tu hija y pregúntaselo. —¡Oh, señor, pero al verte, el terror paralizará sus labios! —No, porque su inocencia y su ignorancia de las cosas de este mundo y del otro la defienden del terror. El conde llamó a Edwis. Cuando entró la bellí­sima niña el diablo hablaba, y cuál no sería el asombro de la doncella al reconocer en la voz del maligno espíritu la voz suave y armoniosa del juglar que, frente a su ventana, entonaba hermosas canciones en lengua francesa sobre algo muy dulce, muy bello, muy noble, muy agradable, que llamaba el amor. Y, efectivamente, como el diablo esperaba, Edwis no experimentó al verle espanto alguno; toda su impresión al encontrarse frente a frente del demonio se reveló en un estremecimiento. —Dime, hija mía, ¿cuál es el secreto de la feli­cidad? Extraña pregunta para la infeliz doncella que, encerrada severamente en las habitaciones de la torre, no tenía conceptos de la vida sino a través de las leyendas heroicas que la refería el viejo escu­dero del conde. Al escuchar la inusitada pregunta de su padre le miró estupefacta, meditó un segundo y siguió su pensamiento que, como ave atraída por la luz y el espacio, se dirigió a esa ventana de cru­zados hierros de su alcoba que le permitía ver, desde muy arriba, abajo el abismo de rocas, y allá, lejos, los bosques, las montañas, el cielo azul, los caminantes, los juglares que entonan, al son del bandolín, serventesios de amor… —No sé, padre mío, el significado de la palabra que dices… si es algo bello, si es algo agradable… qué sé yo, padre mío…, será acaso el amor la felicidad… —¡Mientes! Necia y depravada criatura; el amor es la mentira eterna y la suprema desventura. ¡El amor! ¿Cómo hablas, desdichada, de lo que ignoras, de lo que ignorarás siempre?… El diablo desapareció como por encanto en las sombras de la colosal estufa y el conde, furioso, ordenó de nuevo el encierro de la hermosa Edwis. Muchos meses pasaron, años, y el conde continuó en su misteriosa y amarga investigación. Y volvió a tropezar con su impotencia para concluir la ela­boración del precioso filtro. Resolvió evocar de nuevo al diablo para que le diera la última clave del secreto. Y la respuesta del maligno espíritu fue la misma: que la revelación del secreto saldría de los labios de la joven Edwis. Hízola venir el conde. La niña descolorida y tímida era ya una rozagante joven de ojos brillantes y luminosos. Al preguntarle su padre: «¿Qué es la felicidad?» contestó, no ya con las vacilaciones y rubores de antaño, sino con la voz firme de la convicción: —Padre mío, la felicidad, para mí, creo que con­sistirá en ser madre. —¡Condenación y miseria! —rugió el conde—, ¿cómo supones que la felicidad pueda ser el ignominioso

Un paseo extraño

Un paseo extraño EXTRAVAGANCIAS DE MI HERMANO FELICIANO Una mañana fui a visitar a mi hermano Feliciano para que hiciéramos el arreglo y partición de una fuerte suma que constituía la renta anual de un vasto inmueble que por una cláusula del testamento de nuestra madre debíamos conservar in­diviso. Encontré a mi hermano en su gabinete, muy ocu­pado en hacer abrir unos cajones que le habían llegado. Después de saludarle comprendí que Feli­ciano no encontraba muy oportuna mi visita, por­que proyectaba probablemente alguna de sus acostumbradas extravagancias y a él le gustaba prepararlas misteriosamente y realizarlas solo en unión de personas de su calaña nerviosa. —Vengo a hablarte de negocios —le dije sentándome junto a una mesa de lectura y fin­giendo no prestar atención a sus trabajos. —Hermano, si es algo que se pueda aplazar, te confieso que preferiría que nos ocupáramos de ello cualquier otro día… Ya ves, hoy estoy dis­traído con esto que acaba de llegarme… además, he dormido poco y no tendría cabeza para cálculos y combinaciones. —Oh, no te preocupes de eso; el asunto que me trae no es de muchas cavilaciones, esperaré a que acabes de despachar tu asunto. Después almorzare­mos; me invito, y de sobremesa hablaremos. Sigue, pues, que yo no te estorbo. Bien sabía que mi hermano hubiera preferido que me largara. Me puse a hojear los libros que había sobre la mesa. Estaban una curiosa edición del Gentibus Septentrionibus, de Olaus Magnus, llena de candorosos grabados en madera representando hombres, países y monstruos; la Cosmographia, de Munster, edición de 1596; la Geographia, de Stra­bón, edición de 1562; la edición latina de 1570 de Dioscórides; otra de los Viajes de Marco Polo; el Hortus Malabaricus, de Rhede; el libro de los Monstruos, de Aldobrandí ; antiquísimas cartas geo­gráficas y derroteros seguidos por infinidad de nave­gantes de antaño inclusive el Períples, de Hannon el Cartaginés, y colecciones de vetustas láminas de orquídeas, criptógamas, moluscos y animales es­trambóticos dibujados con la torpeza técnica de los dibujantes primitivos. —Cualquiera diría que piensas hacer algún viaje ideal a la antigua Trapobana o a las tierras del preste Juan de las Indias. 14a verdad es que el viajero moderno estaría lucido si fuera a creer en todas estas paparruchas y se guiara por estas narra­ciones fabulosas y derroteros tan inexactos como enrevesados. —Efectivamente, pienso hacer un viaje —me respondió mi hermano un tanto turbado o, mejor dicho, fastidiado con mi mal disimulada curiosidad—, voy a recorrer un país no menos extraño y curioso que los que describen Olaus, Munster y Marco Polo, y en el que seguramente encontraré una flora y una fauna más interesante que la des­crita por Rhede y Aldobrandí. No acepto tu desdén por los antiguos viajantes; más fe me mere­cen las referencias que ellos hacen de sus andanzas que las ridículas y falsas descripciones de los via­jeros modernos. Mientras miraba yo los libros de mi hermano y este hablaba con su mayordomo, me fijaba de reojo en las diversas piezas que sacaban de las cajas. Al principio creí que se trataba de una armadura de caballero medioeval, pero fijándome mejor vi que se trataba de una escafandra. Después del almuerzo pude hablar con Feliciano del asunto que me había llevado, asunto que, como era natural, se arregló satisfactoriamente. Antes de despedirme de mi hermano procuré indagar algo sobre su pró­ximo viaje, pues la curiosidad, a la vez que el temor, me tenían inquieto. Probablemente sería una humorada de hacer el Robinsón por algún tiempo en alguna isla desierta, en las condiciones más peli­grosas y extravagantes, como era todo lo que mi hermano ideaba en el delirio de sus estupendas borracheras. Nada pude obtener y solo llegué a arrancarle la promesa de referirme, a su regreso, las aventuras que hubiera tenido. Al cabo de un mes, durante el cual nos vimos tres o cuatro veces, recibí una esquelita de Feliciano pidiéndome órdenes. A la mañana siguiente fui a su casa para averiguar el día de su partida y poder acompañarle hasta el vapor o lo que fuera. Iba conmovido porque dados el carácter y la imagina­ción estrambótica de mi hermano, y dada su afición a la bebida, era muy posible que tuviera alguna ventura que le costara la vida. El mayordomo me advirtió que mi hermano estaba durmiendo, pues se había acostado de madrugada. Esperé hasta las doce leyendo en su gabinete un curioso libro titu­lado Cosas admirables y más admirables elogios de ellas, publicado en el año 1676 por la casa impresora de Reinen Smeti. Entre los elogios había uno titula­do Elogio de las pulgas por Celio Calcagnini; otro de las moscas, por Francisco Scriban; otro de la fiebre, por Juan Menap; otro de las sombras, por Juan Dansa, y finalmente uno de la sordera por M. Schec­ki. Cuando entró mi hermano me saludó muy cari­ñosamente. —¿Cuándo es tu viaje? Recibí ayer tu esquela. —Mi viaje pertenece ya a la historia antigua. —Ah, comprendo… fue un proyecto al que has renunciado; sin embargo, tu arrepentimiento es muy reciente, pues ayer pensabas emprenderlo. —Te engañas, hermano, mi viaje ya se realizó. —¿Cuándo? —Ayer. —En sueños, probablemente. —No, de un modo efectivo; y para que te con­venzas te cumpliré la promesa que te hice de refe­rirte las peripecias. Encendimos los cigarros y Feliciano me refirió poco más o menos lo que en seguida paso a narrar: El mismo día en que Feliciano recibió su esca­fandra quiso probarla, y para ello hizo llenar de agua la amplia tina de mármol en que se bañaba. En los primeros ensayos no estuvo feliz, pues, a veces, la cantidad de aire respirable que se producía en el depósito no era suficiente, y el nuevo buzo se veía acometido por las angustias de la sofocación. Pero al fin logró normalizar la producción de oxí­geno. Durante dos semanas transformó su cuarto de baño en alcoba, en la alcoba más estrambótica del mundo. Hizo introducir en la tina un colchón de algodón y una almohada, y por un mecanismo semejante al de

El príncipe alacrán

El príncipe alacrán Mi hermano Feliciano no había regresado a dor­mir y resolví acostarme sin esperarle más tiempo. En esa época aun vivíamos juntos. Seguramente el muy borracho se había quedado dormido bajo algún banco de la taberna a la que acostum­braba ir. Ya me tenían desesperado sus vicios y pensaba arrojarle de casa al siguiente día, pues se hacía imposible la vida común, llevando él, como llevaba, una vida tan desastrada y escan­dalosa. Creo haber dicho en alguna ocasión que Feli­ciano y yo éramos gemelos. ¡Malhaya la hora en que fuimos engendrados! ¡Desventurada ocurrencia de la Fatalidad de traernos al mundo con pocas horas de intervalo, y, lo que es peor, con rostros y cuerpos tan semejantes! Los sabios que se dedican a estudios de psico-fisiología no consideran entre las causales que pueden romper la identidad del yo la semejanza absoluta de dos cuerpos. Antes de seguir la relación de un extraño episodio de nuestra vida, voy a explicar brevemente uno de los muchos fenó­menos psicológicos que se realizaban en mí, con lo cual creo prestar un positivo servicio a la ciencia. Un actor contraído al estudio de un carácter que necesita interpretar puede preocuparse tanto de su asimilación que llegue a sentir realmente en su alma el yo del personaje que estudia. Entre mi her­mano y yo se realiza frecuentemente, y sin propó­sito intencionado, este fenómeno, debido sin duda no solo a la identidad de nuestras personas físicas sino también a la confusión de nuestros espíritus en las tenebrosidades de nuestra vida fetal común. Desde pequeños éramos tan semejantes de cuerpo y de rostro que a nosotros mismos nos era abso­lutamente imposible distinguimos. Cuando estába­mos igualmente vestidos y en una situación incolora de espíritu, la semejanza de los cuerpos y la ento­nación idéntica de la voz nos causaban el efecto de que ambos éramos incorpóreos. ¿Por qué? Porque ambos teníamos conciencia de la distinción de nuestra persona interna, pero no así de la de nuestros cuerpos. A la muerte de nuestro padre (nuestra madre murió al darnos a luz) heredamos una cuan­tiosa fortuna consistente en dinero depositado en bancos, acciones de varias empresas florecientes, una fábrica de telas de seda acreditada y varios inmuebles urbanos. Continuamos viviendo en la casa paterna y sucedía que cuando Feliciano o yo tenía­mos que salir a nuestros personales asuntos me invadía de pronto la mortificante duda sobre mi personalidad: ignoraba cuál de los dos cuerpos, el que se iba o el que se quedaba, era el mío. «¿Qué rasgo distintivo y personal me puede garantizar que yo soy Macario y no Feliciano?», me pregun­taba yo lleno de angustia, y solo porque compren­día que se reirían de mí no detenía al primer transeúnte para decirle: —Me he perdido dentro de mí mismo; ayudadme a encontrarme. La duda y las angustias crecían contemplando un gran retrato fotográfico que nos habíamos hecho juntos: —¿Soy yo el de la derecha, o el de la izquierda? El mismo rostro tienen ambos, la misma actitud, la misma expresión. —Y si yo no podía distinguir las imágenes ¿había acaso algún dato nuevo tratán­dose de las personas mismas? —Feliciano se emborracha y yo no —me decía procurando se­renarme—; luego no soy Feliciano sino Macario. —¿Y por qué ha de ser Feliciano y no Macario quién bebe? Y aunque así fuera ¿quién te asegura que el que ha salido es el uno y no el otro? —Hom­bre… vamos, porque tengo conciencia de no beber. —Perfectamente, amigo; pero ¿de quién es esa con­ciencia? —Mía. —Sí, ya lo sé ¿pero tú quién eres? —Macario —¿Y por qué no Feliciano? Y así seguía dialogando conmigo mismo y regresando siempre a la misma duda, y era tal la excitación nerviosa que experimentaba que al fin me sentía borracho. Y entonces, ¡cosa extraña!, en vez de ser mayores mis confusiones y tormentos me tranquilizaba, me convencía, me resignaba a ser Feliciano y, rendido por la fatiga, quedábame dor­mido. Es ocioso referir las confusiones, cómicas muchas veces, en que incurrían nuestros amigos… Un día, por común acuerdo, pues convenía a nues­tros intereses, fuimos donde un notario público y en presencia de varios testigos nos hicimos tatuar, mi hermano y yo, una F y una M respectivamente, en el brazo, cerca de la mano. En seguida publica­mos en los diarios de la localidad un anuncio para que los que por cualquier asunto quisieran verifi­car nuestra identidad nos exigieran les mostrára­mos la marca que llevábamos en el brazo derecho. Pero esto en nada resolvía el problema psicológico, la duda intima, porque ¿quién podía asegurarme que el tatuaje no había sido hecho equivocadamente y que la M grabada en mi brazo no correspondía a Feliciano?… Lo más que podía deducirse es que para los negocios y el contacto con el mundo tenía­mos personalidad convencional, de adopción. Reanudemos nuestro relato. Decía que Feli­ciano probablemente se había embriagado y dormía encima o debajo de algún banco de su taberna favorita. Y decía también, que ya me tenía deses­perado su desastrada vida. Constantemente tenía que interesarme por él y pagar gruesas multas y fianzas, que luego, a principios de trimestre, me reembolsaba de la buena parte de renta que le correspondía. En muchas cosas diferíamos de gastos y opinio­nes y continuamente estábamos disputando, ter­minando por lo general nuestras reyertas en mutuas burlas y hasta en mutuos insultos. Imposible dis­cutir serenamente con Feliciano: era intratable. Cuando yo le llamaba: ¡borracho!, él me decía en el mismo tono irritado: ¡morfinómano! Y los dos teníamos razón en esto, pues lo confieso, si mi her­mano se embriagaba por la boca yo me embriagaba por la piel. De todos modos, con mi vicio o manía yo no provocaba escándalos y, aun cuando amaba entrañablemente a mi hermano, me era imposible seguir viviendo con él. Resolví que nos separá­ramos. Con estos pensamientos me quedé dormido esa noche, no sin haberme dado antes una inyección con mi fina jeringuilla de Pravaz. Comenzaba a quedarme dormido cuando sentí en mi despacho un ligero ruido. No hice caso al principio. En

Ensueños mitológicos

Ensueños mitológicos «…El mundo no se salvará sino vol­viendo a ti, repudiando sus aficiones bárbaras. ¡Corramos, vengamos uni­dos! Qué hermoso día aquel en que todas las ciudades que se han apode­rado de trozos de tu templo, Venecia, París, Londres, Copenhague, reparen sus robos, formen teorías sagradas para devolverte los trozos que poseen, diciendo: “¡Perdónanos, diosa; fue para salvarlos de los malos genios de la noche!”, y reconstruyan tus muros al son de la flauta, para expiar le crimen de Lisandro…». RENÁN, Plegaria en la Acrópolis. Y después de leer esas hermosas líneas del heré­tico, impío y apóstata sabio quedó fijo en mi ima­ginación el concepto de un encantador regreso de los dioses. La diabólica influencia que turbara malig­namente la ortodoxia de mi encandilada fantasía en la vigilia, persistió más intensa en las horas del sueño. He aquí cómo mi indomable imaginación forjó el pecaminoso ensueño en momentos de incul­pable efervescencia. Relato el cuadro como una expiación pública, como una humilde confesión de las miserias y debilidades de esa facultad libé­rrima que no cede ante los horrores de una conde­nación, que con frecuencia pobló de ignominiosas visiones las meditaciones de los santos y que turba diabólica y deliciosamente las noches de los jóvenes subdiáconos. …Hallábase desgajada la gran puerta de oro de los cielos, y una de sus hojas había aplastado al anciano portero. Los centauros, al empuje de sus pesados cascos, y Hércules, a los golpes de su for­midable clava, las habían arrancado de sus goznes diamantinos; el buen semidiós atleta había apren­dido de Sansón, durante su larga estada en los infiernos, el arte de derribar las grandes puertas. Los antiguos dioses se habían precipitado en tropel devastador en el Empíreo. Los ojos de los inva­sores tenían el brillo sanguinario de las venganzas, y por todos lados se había entablado la lucha. Los ángeles blandían desesperadamente sus flamígeras espadas sobre los antiguos despojados, y estos atacaban y se defendían con espadas cortas y anchas, como los héroes de la Ilíada, y con peque­ños broqueles de bronce que tenían grabadas testas de Medusa. Mas allá luchaban los arcángeles contra los centauros, y el suelo estaba lleno de grandes manchas sangrientas y de miembros amputados de divinidades moribundas y de cuerpos de bestias híbridas que se retorcían en los estertores de dolo­rosas agonías… Las furias, las estinfálidas, las occeánidas, se hallaban en revuelta confusión con los mártires, santos, dominaciones y tronos. Saturno, Minerva, Vulcano y Marte se repartían en los diversos gru­pos asaeteando y recibiendo heridas. ¡Oh, Dioses! Iban a ser vencidos por segunda vez y ya la alegría del triunfo se pintaba en los rostros de los celes­tiales moradores. Jove yacía agonizante a los pies del Padre Eterno. En aquel momento, varios coros de vestales asomaron sus cabezas curiosas por las derruidas puertas, y entonaron los cánticos de Tirteo. Al oírlo, los desalentados dioses paganos se entusiasmaron, duplicaron su esfuerzo y a poco lanzaron un grito de triunfo que repercutió formi­dable por todos los ámbitos del cielo. ¡Oh inmensa desventura! El Divino Padre había rodado la esca­linata del empíreo traidoramente asesinado por el dios niño, el niño al que rinden culto todos los seres vivos, Cupido, que había disparado certera saeta a las sienes del Ser Supremo… El pérfido disparó a la cabeza y no al corazón, porque bien sabía el traidor que el amor que mata es el amor cerebral. También Jesús, el buen Jesús se veía amenazado de muerte; rotas sus armas y rodeado de enemigos expresaba en su hermosa y divina cabeza la resig­nación tranquila y el valor sereno de las grandes almas. Apolo, el no menos bello Dios, de pie en su carro tirado por alborotada cuadriga de caballos blancos, ensangrentados por las heridas de los flancos, preparaba su lanza para matar cobarde­mente al desarmado Maestro, cuya hermosura serena y dulce le exasperaba… En ese momento Afrodita, alba, resplandeciente, admirable de gra­cia y hermosura, se interpuso entre el irritado ven­cedor y el bello vencido, se interpuso protectora y benévola, deteniendo con ademán imperioso la ven­gativa acción del padre de las musas. El águila de Jove había desgarrado con su formidable pico al Paracleto que era presa de los perros que devoraron a Acteón. Pero la más inicua y despiadada represalia se verificaba detrás del desierto trono, en el sitio en que las angustiadas vírgenes y santas contempla­ban con desolado rostro la derrota de las divinas legiones. Los faunos y los sátiros, como jauría de canes rabiosos, se precipitaron sobre ellas encendi­dos los ojos por innobles pasiones y las raptaban sobre sus hombros musculosos con el fin de llevarlas a las escondidas florestas y penumbrosos bosques de la Arcadia. Pero de pronto, hubo un estallido formidable que estremeció los cielos, e hizo que los sátiros soltaran sus presas para huir aterrados en desbandada. Satanás —que había sido quien puso en libertad a los antiguos dioses y atizado en sus espíritus el ansia de la reconquista de los cielos, a fin de vengarse del Padre Eterno— había com­prendido que en el nuevo reinado no tendría sitio, que su nombre serviría de burla a los niños de las nuevas generaciones, y que su prestigio moriría con el culto vencido. Carón le expulsaría de su puesto y a la menor demostración de hostilidad o rebelión sería arrojado como carroña inmunda a las fauces del Cancerbero. Entonces, tardíamente arrepentido de su error, hizo un enorme conjunto de todos los pecados, vicios y pasiones de la Humanidad y les prendió fuego. El estallido fue espantoso y no quedó ser viviente en la superficie de la tierra. El mismo Satanás quedó muerto entre las ruinas de la Huma­nidad. Los titanes volvieron entonces a levantar hasta el cielo las cumbres del Olimpo y del Parnaso y reedificaron la morada de los Dioses bajo los insu­perables modelos antiguos… Fue necesario crear una nueva Humanidad y surgió sana, fresca y viril de los flancos de la Diosa del amor y la belleza. Sobre los escombros de las iglesias, sinagogas, pagodas y mezquitas se alzaron de nuevo

Tengo una gata blanca

Tengo una gata blanca Tengo una gata blanca, sobre cuya cabeza se extiende una mancha que inunda su lomo, como la cabellera de una mujer en deshabillé. Ha pocos años era un gracioso trocillo de carne dócil, cuando Astarté me obsequió con ella. Ocupó holgadamente el bolsillo de mi gabán; había nacido en un rincón del boudoir de Astarté, y como yo deseara un recuerdo la pedí ese animalejo, al que puse el mismo nombre de esa virgen pérfida y frívola. Mi gata blanca ha crecido entre mis papeles y mis libros, ha perseguido los bicharracos de los rincones, ha desgarrado las hojas de mis libros en sus traviesas correrías infantiles, y más de una vez me ha hecho trizas apuntaciones, cartas y originales. ¡Ah, bes­tia hermosa e inicua, menos inicua y hermosa que su primitivo dueño! ¡En cuántas ocasiones he deseado matarte a palos, porque he visto aso­mando por tus ojos, porque he visto palpitar bajo tus musculitos ágiles, dentro de tus curvas elegantes, el espíritu de la hipocresía amable y solapada que anima a la Humanidad! ¡Cuántas veces en horas de amargura he acariciado nerviosamente tu hermosa cabeza, mientras tú ronrroneabas tu oración bes­tial, que parecía el eco sordo de las dolorosas refle­xiones y penosas miserias que turbaban la sereni­dad glacial de mi vida interior!… En las noches de luna he pensado en. ti, Astarté, mi hermosa gata blanca. Desde mi ventana hemos contemplado juntos a Selene, la pálida diosa que surca los cielos en su carabela de plata. Yo he pen­sado que tú eras el símbolo más perfecto del amor: te veía contemplando beatíficamente la luna, con los ojos entornados, con expresión de mansedum­bre; y, sin embargo, eres cruel, voluptuosamente cruel. En vano he tratado de desentrañar, esfinge doméstica, el extraño enigma de sangre y de amor, de odio y de caricias, de complacencias perversas y de infames delectaciones, que te embarga miste­riosamente, mientras en el alféizar de la ventana nos miras a la luna y a mí alternativamente. ¿Por dónde se perderán tus divagaciones cuando sigues, con miradas apagadas, las volutas de humo de mi cigarro que suben hacia la pálida Selene? ¿Qué rojos ensueños de voluptuosidad feroz provocarán en ti, mi hermosa gata, los inquietos centelleos de las estrellas?… A menudo la fierecilla, con mimosa timidez de mujer, roza su cabecita y su lomo contra mis piernas, y viendo mi taciturna indiferencia, sube a un sillón vecino, y desde allí fija en los míos sus redondos ojos, y sus pupilas se dilatan, y brillan con las mil facetas de un caleidoscopio que tuviera un abismo en el centro. Parece que mi compañera quisiera sugestionarme las extravagantes dilapida­ciones de su fantasía cruel o que me interroga sobre mis calladas tristezas o sobre el dolor de mis aspira­ciones abortadas, cuyas sombras ve acaso pasar por mi frente, como ratoncillos que provocaran sus instintivas ferocidades y su pasión por las ase­chanzas. Me imagino que mi gata me ama, y me imagino que alberga, dentro de su diminuta y esbelta carnación, el alma de alguien, de Astarté acaso; esa alma dura y amable, inflexible y sutil…. Cuando acaricio la piel de mi gata siento correr bajo el suave pelaje un estremecimiento intermitente de maligna fruición, que recorre su espina dorsal, desde el cuello a la cola, como la ondulación viajera de un espasmo de nervios; de pronto revuélvese el animal con chisporroteos eléctricos en los ojos e hinca brutalmente sus garras en mi mano, o huye como presa de súbita locura y se esconde huraña bajo un mueble, desde donde atisba la impresión de cólera o curiosidad que sus perfidias o esquiveces me producen. Mi gata tiene la coquetería de la limpieza: su preocupación constante, en las horas cálidas y lumi­nosas del día, es alisar la seda de sus garras y acicalar su cabeza: tiene el instinto de su hermosura y procura mantener incólume la albura de su piel. En sus sanguinarias y frecuentes aventuras de cacerías, quebranta los huesos, desgarra las carnes, se burla con mil ardides dolorosos de los sufri­mientos de sus víctimas, pero libra hábilmente su piel de las manchas rojas de la sangre. ¡Cuánto goza la bestia blanca con el dolor de los bichos que coge, con la defraudación de la libertad que maliciosamente les concede, con los chillidos que les arranca! ¡Cuánto ingenio despliega su cruel inventiva para retardar la muerte y cómo se trans­parenta en sus ojos la voluptuosa fruición del triunfo! ¡Hasta creo ver dibujarse en el pequeño triángulo de su barbilla una sonrisa humana de alegría intensa y malsana! Después de estas esce­nas de perversidad y astucia, viene a mí con mau­llidos de complacencia beatífica, como si sintiera el bienestar de haber cumplido con un rito sagrado de maldad implacable y de coquetería. Y yo acari­cio a mi gata blanca, porque veo como un trasunto del alma pérfida de Astarté; la acaricio porque veo en la bestia esa crueldad instintiva, inconsciente y poderosa que ha puesto Dios en la Naturaleza, como para indicarnos que la crueldad es una hebra inevita­ble entremezclada en el arduo tejido de la vida. Y siento que con la inflexión de los maullidos de Astarté, con sus alegres cabriolas y con sus saltos llenos de gracia y elegancia, quisiera decirme: «Soy mala, soy cruel, soy sanguinaria, pero ¿qué te importa si mi piel no se mancha?». Y entonces, en el fondo de sus glaucos ojos, en el negro abismo de boca contracta que forma el centro de sus pupi­las, creo ver pasar hierática, sonriente y maligna la sombra de Astarté, de la Astarté siriaca, la otra… <Ir al índice Ir al siguiente relato>

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