Recordado

Recordado Recuerda a tu antiguo amor siempre que estés con el nuevo. —¿Cuántas personas hay en la sala de espera, Bates? —preguntó Taverner al mayordomo al final de un largo día pasando consulta en Harley Street. —Dos, señor —respondió el hombre—. Una dama y un caballero. —Ah —dijo Taverner—. Entonces llama a la dama. —Creo que han venido juntos, señor. —Entonces llama primero al caballero. Un hombre nunca traería a su esposa a este tipo de expediciones —añadió—. Ella podría venir acompañada por una amiga, pero un hombre nunca permitiría que fuera su esposa la que lo acompañara, ya que, en lo que respecta a sus nervios, él es el sexo débil, y necesita protección. Sin embargo, llegaron juntos, a pesar de las instrucciones de Taverner, y el mayordomo los anunció como el coronel y la señora Eustace. Él era un hombre alto y apuesto, muy bronceado por los soles tropicales, y ella era una de esas mujeres que hacen que uno se sienta orgulloso de su raza, esbelta y elegante, con el fuego controlado de una pura sangre, el fruto de muchas generaciones de refinamiento, protección y orgullosa dignidad. Hacían una pareja magnífica, de esas que adoran retratar los periódicos sociales, y ambos parecían perfectamente saludables. Fue la esposa quien abrió la conversación. —Nosotros… es decir, mi esposo, quiere hacerle una consulta, doctor Taverner, sobre un asunto que nos ha perturbado últimamente: una pesadilla recurrente. Taverner asintió con la cabeza. El esposo no habló. Deduje que lo habían arrastrado allí en contra de su voluntad. —Siempre sé cuándo está a punto de venir —continuó la señora Eustace—, porque él comienza a murmurar en sueños; luego habla más y más alto y, finalmente, se levanta, corre por la habitación y choca contra los muebles antes de que pueda hacer algo para detenerlo; y luego se despierta en un estado espantoso, ¿verdad, Tony? —preguntó, dirigiéndose al silencioso hombre a su lado. Ante la falta de respuesta por parte de él, ella retomó su relato. —Tan pronto como me di cuenta de que la pesadilla se repetía regularmente, empecé a despertarlo al primer signo de perturbación, y eso resultó bastante efectivo, ya que evitaba las carreras por la habitación, pero ninguno de los dos se atrevía a volver a dormir hasta que amanecía. De hecho, para ser sincera con usted, doctor, parece que me está afectando a mí también. —¿También tiene la pesadilla? —preguntó Taverner. —No, no esa pesadilla propiamente dicha, pero sí una indefinible sensación de miedo, como si algún enemigo peligroso nos estuviera amenazando. —¿Qué dice su esposo cuando habla en sueños? —Ah, eso no se lo puedo decir, porque habla en un dialecto de los nativos. Supongo que yo también debería aprenderlo, ¿verdad, Tony? Porque iremos a la India con la próxima remesa de tropas. —No será necesario —respondió su esposo—, ya que no regresaremos a ese distrito. —Su agradable y culta voz iba acorde con su apariencia; era la clase de administrador del imperio que estaba desapareciendo rápidamente. Hombres como él no se someterían nunca a una democracia nativa. Taverner le lanzó de repente una pregunta. —¿Sobre qué sueña? —quiso saber, mirándolo directamente a los ojos. Se pudo sentir cómo alzó las barreras al instante, pero él respondió con el control que inculca la educación. —Las cosas habituales, monstruos, ya sabe; quiero correr y no puedo. Debería haber dejado todas esas cosas atrás, en la guardería. No soy psíquico, pero supe que estaba mintiendo, y que no tenía intención de confiar nada a nadie. Había venido a ver a Taverner para tranquilizar a su esposa, no porque buscara ayuda. Probablemente tenía sus propias ideas sobre la naturaleza de su aflicción, y no deseaba expresarlas. Taverner se volvió nuevamente hacia la esposa. —Dice que a usted también se le transfiere la pesadilla. ¿Puedo pedirle que detalle la naturaleza de sus sensaciones? La señora Eustace miró a su esposo y titubeó. —Mi esposo piensa que tengo mucha imaginación —dijo. —No importa —dijo Taverner—, cuénteme lo que imagina. —Estoy completamente despierta, por supuesto, después de… después del alboroto… y a veces imagino que he visto a una mujer nativa con ropas azul oscuro y lentejuelas doradas colgando de su frente, y muchas pulseras en sus brazos, y parece estar muy excitada y angustiada, tratando de hablar con mi esposo, y luego, cuando intervengo y lo despierto, ella trata de apartarme. Es tras despertar cuando tengo esa sensación de malignidad, como de que alguien me haría daño si pudiera lograrlo. —Me temo —dijo el coronel Eustace— que he alarmado enormemente a mi esposa. Nos volvimos para mirarlo con involuntaria sorpresa; el timbre de su voz había cambiado por completo. El autocontrol de su linaje podía mantener los músculos de su rostro firmes, pero no podía evitar que todo su cuerpo se tensara bajo el estrés, lo que elevó su voz medio tono, y le dio un toque metálico. —Supongo —continuó, como si quisiera distraer nuestra atención—, que recetará aire fresco y ejercicio; de hecho, esa es precisamente mi idea, y hemos estado pensando en ir a la costa de Kent a jugar al golf, así que me atrevo a decir que, cuanto antes nos vayamos, mejor. No tiene sentido quedarse en Londres sin motivo. —Olvidas, querido —dijo su esposa—, que debo inaugurar la exposición de arte nativo el sábado. —Oh, sí, por supuesto —respondió apresuradamente—; debemos quedarnos hasta el sábado, con lo que nos iremos el lunes. Hubo una pausa. La entrevista parecía haber llegado a un punto muerto. La señora Eustace pasaba su mirada suplicante de su esposo a Taverner y viceversa, pero uno no podía ayudarla, y el otro no quería. Sentí que ella había depositado grandes esperanzas en su visita a Taverner y que, decepcionada, no tenía otra carta que jugar contra el destino que la estaba envolviendo. También pensé que sus ojos reflejaban una mirada de aprensión. Taverner rompió finalmente el silencio. —Si el coronel Eustace alguna vez desea consultarme —dijo—, estaré encantado de ayudarlo, porque creo

La mansión alquilada

La mansión alquilada Construye mansiones más majestuosas, oh, alma mía… La bolsa con el correo de la residencia clínica siempre se mandaba al pueblo cuando los jardineros se marchaban a las seis, por lo que, si algún remitente rezagado deseaba comunicarse con el mundo exterior más tarde de esa hora, tenía que llevar sus propias misivas hasta el buzón que había en el cruce de caminos. Como durante el día tenía poco tiempo para escribir mi correspondencia privada, generalmente acababa tras la cena dando un paseo en esa dirección, con un cigarro y un puñado de cartas. No tenía por costumbre alentar a los pacientes a acompañarme, ya que sentía que cumplía con mi deber hacia ellos durante las horas de trabajo y, por lo tanto, tenía derecho a disfrutar de mi tiempo libre. Sin embargo, Winnington no se encontraba exactamente en la posición de un paciente común, ya que era amigo personal de Taverner y también, según entendí, miembro en grado menor de esa gran fraternidad de la cual había tenido algún que otro ocasional vistazo durante nuestros trabajos. La fascinación que esta fraternidad ejercía en mí —aunque nunca he pretendido ser miembro de ella—, junto con la extraña y divertida personalidad del hombre, me hizo aceptar a medias su intento de convertir nuestra relación profesional en una personal. Por lo tanto fue así como él se unió a mí en el largo camino que atravesaba el jardín hasta llegar a la pequeña puerta que, en el otro extremo de la residencia, daba a la encrucijada donde se encontraba el buzón. Un día, después de mandar nuestras cartas, estábamos cruzando la carretera de regreso cuando el sonido de una bocina de automóvil nos hizo apartarnos, pues justo un coche giraba, casi echándose sobre nosotros. En su interior alcancé a vislumbrar a un hombre y una mujer, y llevaban una cantidad considerable de equipaje encima del vehículo. El coche volvió a girar para enfilar la entrada de una gran casa cuyo camino principal nacía en la encrucijada, y le comenté a mi compañero que suponía que el señor Hirschmann, propietario de la mansión, había salido de su internamiento y regresaba para vivir allí nuevamente, ya que la casa había permanecido vacía (y amueblada) desde que un país confiado decidió que su integridad podía verse amenaza, y que el astuto teutón merecía ser vigilado. Nos encontramos con Taverner en el porche y le mencioné que Hirschmann había vuelto, pero él negó con la cabeza. —No eran los Hirschmann a quienes viste —dijo—, sino las personas a quienes les han alquilado la casa. Creo que se llaman Bellamy; han cogido el lugar amueblado; uno de los dos está inválido, creo. Una semana después estaba nuevamente paseando hacia el buzón cuando se me unió Taverner, y, fumando vigorosamente para ahuyentar a los mosquitos, deambulamos juntos hasta la encrucijada. Al llegar al buzón, un ligero chirrido atrajo nuestra atención y, al mirar hacia atrás, vimos que las grandes puertas de hierro que bloqueaban la entrada a la finca de los Hirschmann se habían entreabierto, y que una mujer se deslizaba suavemente a través de la estrecha abertura que ofrecían. Obviamente, venía a dejar una carta, pero al vernos vaciló; nos apartamos, dejándole paso, cruzó en silencio y de puntillas la grava intermedia, depositó su carta, nos hizo media reverencia de agradecimiento por nuestra cortesía y desapareció tan silenciosamente como había llegado. —En esa casa está teniendo lugar una tragedia —comentó Taverner. Me mostré absolutamente interesado —igual que ocurre siempre ante cualquier manifestación de los poderes psíquicos de mi jefe—, pero él simplemente se rio. —No es clarividencia esta vez, Rhodes, sino simplemente sentido común. Si el rostro de una mujer es más joven que su figura, entonces está felizmente casada; si es al revés, entonces está viviendo una tragedia. —No vi su rostro —dije—, pero su figura era la de una mujer joven. —Yo sí lo vi —dijo Taverner—, y era el de una mujer mayor. Sin embargo, su crítica hacia ella no estaba del todo justificada, pues, algunas noches después, Winnington y yo la vimos ir al buzón nuevamente, y aunque su rostro estaba lívido y cansado, era muy llamativo, y la masa de cabello castaño que lo rodeaba resultaba aún más intensa por su palidez. Temo que la miré fijamente más de lo debido, tratando de ver las señales por las cuales Taverner había llegado a su deducción. Ella se deslizó a través de la puerta apenas abierta, moviéndose rápidamente pero con sigilo igual que alguien acostumbrado a ocultarse, nos lanzó una mirada de soslayo bajo las largas pestañas oscuras y se retiró tal y como había venido. Fue la completa inmovilidad del hombre a mi lado lo que llamó mi atención. Permaneció enraizado en el suelo, mirando fijamente hacia el oscuro camino por el que ella había desaparecido como si quisiera enviar su propia alma para iluminar la oscuridad. Toqué su brazo. Se giró para hablar, pero contuvo el aliento, y las palabras se perdieron en la burbujeante tos que conlleva una hemorragia. Echó un brazo a mi alrededor para sostenerse, ya que era un hombre más alto que yo, y lo aguanté mientras tosía la arterial sangre escarlata que contaba su propia historia. Lo llevé de vuelta a la casa y lo acosté, ya que quedó muy débil tras el ataque, e informé a Taverner de lo sucedido. —No creo que vaya a durar mucho —dije. Mi colega pareció sorprendido. —Todavía hay mucha vida en él —dijo. —No queda mucho de sus pulmones —respondí—, y no puedes hacer funcionar un automóvil sin motor. Sin embargo, Winnington no permaneció postrado por mucho tiempo, y el primer día que lo dejamos salir de la cama propuso acompañarme al buzón. Me mostré reacio, ya que era una distancia considerable, pero me tomó del brazo y dijo: —Mira, Rhodes, tengo que ir. Le pregunté la razón de tanta urgencia. Dudó, y luego lo dijo. —Quiero ver a esa mujer de nuevo. —Esa mujer

La hija de Pan

La hija de Pan Taverner miró una tarjeta que le habían traído. —Rhodes —dijo—, si comienzan a llamarme los vecinos del Condado, cerraré las persianas y escribiré «Ichabod» en ellas, porque sabré que mi gloria se ha ido. Y ahora, en el nombre de Belcebú, Asmodius y algunos otros de mis amigos a quienes no has conocido, ¿qué querrá esta mujer de mí? Taverner, sus métodos y su residencia clínica eran mirados de reojo por la alta sociedad local, y él, por su parte, no se preocupaba por hacer recetas para el sarampión y la gripe, por lo que rara vez nos relacionábamos con nuestros vecinos. Que mi colega fuera hombre de profundo conocimiento y cosmopolita elegancia no le habría servido para nada en las reuniones de té locales, en las cuales se juzgaba a un hombre por su capacidad para evitar ofender. Una mujer de caderas estrechas y finos labios entró en la habitación. Las peinadas ondas de su cabello dorado, y la perfección de su tez de porcelana, daban testimonio de la excelente labor de su doncella, y del cuidado que dedicaba a su arreglo personal. Su ropa tenía ese efecto tapizado que solo se logra cuando la mujer se adapta a la prenda, no la prenda a la mujer. —Quiero consultarle —dijo ella— acerca de mi hija menor; supone una gran preocupación para nosotros. Tememos que su mente no se esté desarrollando adecuadamente. —¿Cuáles son los síntomas? —preguntó Taverner con su tono más profesional. —Siempre fue una niña difícil —dijo la madre—. Nos dio muchos problemas, era muy diferente de los demás. Finalmente dejamos de intentar criarla junto a ellos y buscamos institutrices especializadas, y también la pusimos bajo supervisión médica. —Supongo que eso incluía una estricta disciplina —dijo Taverner. —Por supuesto —dijo nuestra visitante—. La hemos cuidado con mucho esmero; no hemos dejado nada sin hacer, aunque ha supuesto un gran desembolso, y debo decir que las medidas que tomamos han sido exitosas hasta cierto punto; sus terribles arrebatos de rebeldía y mal genio prácticamente han cesado, no ha tenido ninguno en un año, pero en cambio su desarrollo parece haberse detenido. —Debo ver a su hija antes de poder opinar —dijo Taverner. —Está en el coche —dijo su madre—. La haré venir. Apareció acompañada por su institutriz, que parecía ser la estricta y disciplinaria persona que se decía que era; habría encontrado su verdadera vocación como sargento instructor del antiguo régimen prusiano. La niña en sí misma era un caso muy curioso. Guardaba un extraordinario parecido con su madre. Poseían la misma figura delgada, aunque en el caso de la madre las angulosidades habían sido rellenadas por el arte, mientras que en la hija sobresalían claramente a través de la ropa, lo que hacía parecer que hubiera dormido con ella puesta. Un cabello largo y de color gris ratón estaba enrollado en gruesas y grasientas madejas alrededor de su cabeza; una tez opaca, ojos semejantes a los de un pez y una torpeza general acompañada de desgarbadas extremidades completaban la desagradable imagen. Acurrucada en el sofá entre las dos mujeres, que parecían pertenecer a otra especie y discutían sobre ella como si fuera un objeto inanimado, la niña parecía un típico caso de deficiencia en grado alto. Ahora, si bien los deficientes me inspiran desagrado, pues mi compasión la reservo para las familias, la niña frente a mí no me inspiraba desagrado en absoluto, sino compasión. Me recordaba a un jilguero enjaulado en la miserable tienda de algún comerciante de animales, sus plumas apagadas por la suciedad y deshilachadas por los barrotes, apático, enfermizo, miserable, que no canta porque no puede volar. Era imposible decir cuál había sido la intención de la naturaleza con ella, ya que había sido tan completamente transformada por las dos ardientes disciplinarias que la flanqueaban que no quedaba nada del material original. Su personalidad no les gustaba y la habían reprimido de manera efectiva, pero lamentablemente no tenían nada que poner en su lugar, y se quedaron con una autómata sin alma a la que arrastraban de un alienista a otro en un desesperado intento por reparar el daño, mientras mantenían las condiciones que lo habían causado. Desperté de mi ensimismamiento para escuchar a la madre —que evidentemente mostraba gusto por la economía cuando se trataba del patito feo— regatear astutamente las tarifas con Taverner, mientras él, que siempre estaba más interesado en el aspecto humano del trabajo que en el comercial, parecía dispuesto a ceder en gran medida. —Taverner —dije tan pronto como la puerta se cerró tras ellas—, lo que están pagando no cubrirá ni siquiera su manutención, y mucho menos el tratamiento. No son pobres, mire el automóvil. Maldición, ¿por qué no la obliga a contribuir más? —Querido mío —dijo Taverner con calma—, tengo que ofrecer un precio más bajo que la institutriz, o no conseguiré el trabajo. —¿Cree que el trabajo merece la pena a ese precio? —gruñí, porque odio ver a un hombre como Taverner explotado. —Es difícil decirlo —respondió él—. Han forzado una cuña cuadrada en un agujero redondo con tanta determinación que han partido la cuña, pero hasta qué punto no podemos saberlo hasta que la hayamos sacado del agujero. Pero ¿cuáles son tus impresiones de nuestra nueva paciente? Las primeras impresiones suelen ser las más auténticas. ¿Qué reacción despierta en ti? Esas son las mejores indicaciones para un caso psicológico. —Parece que haya renunciado a la vida como si fuera un trabajo mal pagado —respondí—. Resulta un objeto poco atractivo, pero sin embargo no es repelente. Simpatizo con ella en mayor medida de lo que la compadezco, y ahí está la diferencia, ya sabe. No puedo expresarlo de otra manera. —Lo has expresado muy claramente —dijo Taverner—. La distinción entre compasión y simpatía es la piedra de toque en este caso; nos compadecemos de lo que no es como nosotros, pero simpatizamos cuando podríamos ser tú o yo, si no fuera por la gracia de Dios. Te sientes familiarizado con esa

El perro de la muerte

El perro de la muerte —¿Y bien? —dijo mi paciente cuando terminé de auscultarlo con el estetoscopio—, ¿tengo que ir con cuidado el resto de los días de mi vida? —Su corazón no está en el mejor momento —respondí—, pero con cuidado debería durar tanto como quiera. Sin embargo, debe evitar todo esfuerzo excesivo. El hombre hizo una mueca extraña. —¿Qué pasa si el esfuerzo me busca? —preguntó. —Debe regular su vida de manera que reduzca esa posibilidad al mínimo. La voz de Taverner vino desde el otro lado de la habitación. —Si has terminado con su cuerpo, Rhodes, comenzaré con su mente. —Tengo la sensación —dijo nuestro paciente— de que ambos están íntimamente conectados. Dice que debo mantener mi cuerpo tranquilo —me miró—, pero ¿qué debo hacer si mi mente deliberadamente le hace dar sacudidas? —Y se volvió hacia mi colega. —Ahí es donde entro yo —dijo Taverner—. Mi amigo le ha dicho qué hacer; ahora le mostraré cómo hacerlo. Venga y cuénteme sus síntomas. —Delirios —dijo el desconocido mientras abotonaba su camisa—. Un perro negro de aspecto feroz que aparece en rincones oscuros y me persigue, o lo intenta. No le he concedido el honor de huir de él aún; no me atrevo, mi corazón está muy delicado, pero un día de estos tengo miedo de que lo haga, y entonces probablemente me desplomaré. Taverner levantó los ojos hacia mí en una pregunta silenciosa. Asentí; era algo bastante probable si el hombre corría lejos, o rápido. —¿Qué tipo de bestia es este perro? —preguntó mi colega. —Ninguna raza en particular. Solo un perro común, con cuatro patas y una cola, del tamaño de un mastín, pero no de constitución. —¿Cómo hace su aparición? —Es difícil de decir; no parece seguir ninguna regla fija, pero por lo general después del anochecer. Si estoy fuera después de la puesta del sol, puedo mirar por encima del hombro y verlo caminando detrás de mí, o si estoy sentado en mi habitación entre el atardecer y el momento de encender la lámpara, puedo verlo agazapado detrás de los muebles, esperando su oportunidad. —¿Oportunidad para qué? —Para lanzarse a mi garganta. —¿Por qué no le toma desprevenido? —Eso es lo que no puedo entender. Parece perder muchas oportunidades, porque siempre espera hasta que soy consciente de su presencia. —¿Qué hace entonces? —Tan pronto como me giro y lo encaro, ¡comienza a acercarse a mí! Si estoy caminando, acelera el paso para alcanzarme, y si estoy en el interior de la casa, empieza a acecharme alrededor de los muebles. Le digo que, aunque sea tan solo producto de mi imaginación, es una visión inquietante. El hombre hizo una pausa y se limpió el sudor que se le había acumulado en la frente durante el relato. Un embrujo como aquel no era una obsesión agradable para nadie, pero para alguien con un corazón como el de nuestro paciente resultaba particularmente peligroso. —¿Cómo se defiende de la criatura? —preguntó Taverner. —Le digo continuamente «No eres real, eres solo una pesadilla asquerosa, y no voy a dejarme engañar por ti». —Tan buena defensa como cualquier otra —dijo Taverner—. Pero noto que habla con él como si fuera real. —¡Por Júpiter, tiene razón! —dijo nuestro visitante pensativo—. Eso es algo nuevo. Nunca solía hacer eso. Daba por sentado que la bestia no era real, que solo era un fantasma de mi propio cerebro, pero recientemente ha comenzado a surgir la duda. ¿Y si la cosa es real después de todo? ¿Y si realmente tiene el poder de atacarme? Tengo la sospecha subyacente de que mi perro quizás no sea del todo inofensivo. —Sin duda será sumamente peligroso para usted si pierde los nervios y huye de él. Mientras mantenga la calma, no creo que le haga ningún daño. —Exactamente. Pero hay un punto más allá del cual uno no puede mantener la calma. Supongamos que, noche tras noche, justo cuando estás a punto de quedarte dormido, te despiertas sabiendo que la criatura está en la habitación, ves su hocico asomando por la esquina de la cortina, y te repones y te deshaces de él y vuelves a acostarte. Luego, justo cuando estás adormilándote, echas un último vistazo para asegurarte de que todo está seguro, y ves algo oscuro moviéndose entre ti y el resplandor moribundo del fuego. No te atreves a quedarte dormido, y no puedes mantenerte despierto. Puedes saber perfectamente que es pura imaginación, pero ese tipo de cosas te agotan si se repiten noche tras noche. —¿Le ocurre regularmente todas las noches? —Casi siempre. Sus hábitos no son absolutamente regulares excepto por eso, y, ahora que lo menciona, es cierto que siempre me deja libre la noche de los viernes; si no fuera por eso, habría sucumbido hace mucho tiempo. Cuando llega el viernes, le digo: «Este, bestia, es tu maldito Sabbath», y me acuesto a las ocho y duermo del tirón. —Si accede a venir a mi residencia clínica en Hindhead probablemente podamos mantener a la criatura fuera de su habitación, y asegurarle una noche de sueño tranquilo —dijo Taverner—. Pero lo que realmente queremos saber es… —Hizo una pausa casi imperceptible—, ¿por qué su imaginación le atormenta con perros, y no, digamos, con serpientes escarlata, a la manera tradicional? —Ojalá lo hiciera —dijo nuestro paciente—. Si fueran serpientes podría «añadir más agua» y ahogarlas, pero esta bestia negra que se arrastra… —Encogió los hombros y siguió al mayordomo fuera de la habitación. —Bueno, Rhodes, ¿qué opinas? —preguntó mi colega después de que se cerrara la puerta. —A primera vista —dije—, parece un ejemplo común de delirios, pero entre sus casos he visto suficientes cosas extrañas como para no limitarme al mecanismo interno de la mente. ¿Considera posible que tengamos otro caso de transferencia de pensamiento? —Estás avanzando —dijo Taverner, asintiendo con aprobación—. Si fuera al principio habrías recomendado sin dudar el bromuro para todos los males que la mente hereda; ahora reconoces que hay más cosas en el cielo y en la tierra

Las amapolas perfumadas

Las amapolas perfumadas —El señor Gregory Polson —dijo Taverner, leyendo la tarjeta que le habían entregado—. Evidentemente, es un miembro junior de la firma. Tienen sus oficinas en Lincoln’s Inn, así que probablemente sean abogados. Vamos a echarle un vistazo. El trabajo de un hombre generalmente deja huella en él, y nuestro visitante, aunque era relativamente joven, ya mostraba la marca de la profesión legal. —Quiero consultarle —comenzó— acerca de un asunto muy raro; no puedo decir que sea un caso como tal, sin embargo me parece que usted es el único hombre que puede ocuparse de esto y, por lo tanto, aunque puede que no pertenezca estrictamente a su ámbito, le estaría sumamente agradecido si pudiera investigarlo. Taverner asintió dando su aprobación, y nuestro visitante asumió la carga de su relato. —Supongo que habrá oído hablar del viejo Benjamin Burmister, quien hizo una fortuna enorme durante la Guerra. Nosotros, es decir, la firma de mi padre, somos sus abogados, y también amigos personales de la familia, o, para ser exactos, de las familias de sus hermanos, ya que el viejo señor Burmister no está casado. Mi hermana y yo hemos crecido con los primos Burmister como si fuéramos una gran familia; de hecho, mi hermana está comprometida en la actualidad con uno de los hijos de David Burmister, un chico tremendamente agradable, y además amigo mío. Estamos muy contentos por el compromiso, ya que los Burmister son buenas personas, aunque los otros dos hermanos no son ricos. Resumiendo: después de que Edith y Tim llevaran seis meses comprometidos, el viejo Benjamin Burmister decidió hacer un nuevo testamento y dejar su dinero a Tim, con lo que mi familia se alegró mucho más por el compromiso, aunque yo no puedo sentir lo mismo. —¿Y por qué lo considera una desventaja? —Porque las personas a las que lega su dinero muestran la desafortunada tendencia a suicidarse. —¿De verdad? —Sí —dijo nuestro visitante—, ha sucedido en no menos de tres ocasiones. El testamento que acabo de terminar a favor de Tim es el cuarto. Murray, el hermano mayor de Tim, que fue el último al que el señor Burmister eligió como heredero, se tiró por un acantilado cerca de Brighton hace aproximadamente un mes. —Usted dice que cada vez que el señor Burmister hace un testamento el principal beneficiario se suicida —dijo Taverner—. ¿Puede hablarme de las condiciones del testamento? —Son un tanto injustas en mi opinión —dijo Gregory Polson—. En lugar de dividir el dinero entre sus sobrinos y sobrinas (los cuales no están excesivamente boyantes en términos económicos), insiste en dejar la mayor parte solo a un sobrino. Su idea parece ser fundar una especie de dinastía (ya ha comprado una finca rural) y lograr que un solo Burmister se convierta en alguien muy influyente, en lugar de conseguir que una docena de ellos vivan acomodados. —Entiendo —dijo Taverner—. Y, tan pronto como se hace el testamento, el principal beneficiario se suicida. —Así es —dijo Polson—; ha habido tres suicidios en dos años. —Vaya, vaya —dijo Taverner—, ¿tantos? Ciertamente no parece ser coincidencia. ¿Quién se ha beneficiado con estas muertes? —Solo el siguiente heredero, quien rápidamente se suicida también. —¿Cómo determina su cliente la elección del heredero? —Escoge al sobrino que cree que es más probable que logre lo que él pretende. —¿No sigue ninguna regla de nacimiento? —Ninguna en absoluto. Elige de acuerdo con su estimación acerca del carácter, seleccionando primero a las personalidades más enérgicas. Tim es un tipo mucho más tranquilo y reservado que sus primos. Me sorprendió un poco ver que la selección del viejo Burmister recaía en él, pero ahora no hay muchas más opciones; después de todas las tragedias, solo quedan tres chicos. —Entonces uno de esos tres hombres finalmente se beneficiará si hay otro suicidio. —Así es. Pero es difícil concebir a un criminal lo suficientemente desalmado como para matar a toda una familia con la esperanza de que la elección final recaiga sobre él. —¿Qué tipo de persona son estos tres primos restantes? —Henry es ingeniero; le va bastante bien y está comprometido. Nunca destacará especialmente, pero es un buen tipo. Es el hermano pequeño de Tim. Bob, primo de ambos, es un poco vago. Hemos tenido que sacarlo de un incumplimiento y de uno o dos problemas desagradables, pero diría que es un joven de buen corazón, aunque algo irresponsable y, desde luego, su propio peor enemigo. El último de la familia es Irving, hermano de Bob, un tipo inofensivo aunque no muy aficionado al trabajo honesto. A los hijos de Joseph Burmister nunca les fue tan bien como a los de David; sentían inclinación por lo artístico en lugar de lo práctico, y ese tipo de gente nunca hace dinero. »La esposa de Joseph, sin embargo, ha juntado una cantidad razonable de dinero, y cada uno de sus hijos consigue alrededor de ciento cincuenta al año por cuenta propia; no es una fortuna, pero los mantiene fuera de los albergues. Bob hace trabajos esporádicos para complementar sus ingresos, actualmente es secretario de un club de golf; pero Irving es el genio de la familia y ha decidido ser artista, aunque no creo que haya sido capaz de producir algo de valor. Su única ocupación, hasta donde sé, es escribir una crítica de arte mensual para un periódico, y considera que la publicidad que recibe es suficiente pago. —No engordará mucho a ese ritmo —dijo Taverner—. ¿Cómo logra sobrevivir con sus ciento cincuenta? —Vive en un estudio de una sola habitación, y cocina en una sola sartén. Sin embargo, no resulta tan poco atractivo como suena; tiene un gusto extraordinariamente bueno, y ha logrado que su pequeño hogar sea bastante acogedor. —Así que esos son quienes podrían beneficiarse del testamento: un ingeniero tranquilo, un distraído de buen corazón y un bohemio artístico. —Al principio había siete posibles beneficiarios, siguiendo la política del viejo Benjamin. Tres han muerto por su propia mano, y uno está condenado a muerte… —¿Qué quiere decir

El alma que no quería nacer

El alma que no quería nacer Al contrario de lo habitual, Taverner no insistió en ver a su paciente a solas debido a que no podía extraer información de ella. Fue a la madre, una tal señora Cailey, a quien recurrimos para obtener el historial del caso, y ella, una pobre y nerviosa mujer, nos dio detalles tan escasos como los que podría observar un espectador; pero del punto de vista y los sentimientos de la paciente no averiguamos nada, pues tampoco había nada que averiguar. Ella se sentó ante nosotros, en el gran sillón de cuero; su cuerpo parecía la morada perfecta para el alma de una princesa, pero, lamentablemente, estaba deshabitada. Los delicados ojos oscuros, totalmente inexpresivos, miraban al vacío mientras discutíamos sobre ella como si fuera un objeto inanimado, cosa que, prácticamente, era. —Nunca fue como el resto de los niños —dijo la madre—. Cuando me la pusieron en brazos después de nacer, me miró con la expresión más extraordinaria que he visto; no eran los ojos de un bebé en absoluto, doctor, eran los ojos de una mujer, y además una mujer experimentada. No lloró, no emitió sonido alguno, pero parecía como si cargara con todos los problemas del mundo sobre sus hombros. La cara de ese bebé era una tragedia; quizás sabía lo que estaba por venir. —Quizás —dijo Taverner. —Sin embargo, en pocas horas —continuó la madre— adquirió la apariencia de un bebé común, y desde entonces, y hasta ahora, no ha cambiado, salvo por su cuerpo. Miramos a la chica sentada, y ella nos miró de vuelta con la impasibilidad inquebrantable de una niña muy joven. —La hemos llevado a todos los médicos que hemos podido encontrar, pero todos dicen lo mismo: que es un caso de deficiencia mental; cuando conocimos su existencia, pensamos que usted podría decirnos algo diferente. Sabemos que sus métodos no son como los de la mayoría de los médicos. Parece extraño que sea imposible hacer algo por ella. Pasamos junto a unos niños que jugaban en la calle al venir hacia aquí en el coche, criaturas hermosas y brillantes pero cubiertas de harapos y suciedad. ¿Por qué aquellos por quienes sus madres pueden hacer tan poco son tan espléndidos y Mona, por quien haríamos cualquier cosa, está… como está? Los ojos de la pobre mujer se llenaron de lágrimas, y ni Taverner ni yo pudimos responder. —La llevaré a mi residencia clínica y la mantendré bajo observación por un tiempo, si lo desea —dijo Taverner—. Si el cerebro falla, no podré hacer nada, pero, si es la mente la que no ha logrado desarrollarse, podría intentar curarla. Los casos de deficiencia son tan inaccesibles… es como llamar por teléfono cuando el receptor no responde. Si uno pudiera llamar su atención, se podría hacer algo; la clave del asunto radica en el establecimiento de comunicación. Cuando se fueron, me volví hacia Taverner y dije: —¿Qué esperanzas guarda con un caso así? —No puedo decirte aún —respondió—. Tendré que averiguar cuáles han sido sus encarnaciones anteriores, pues los problemas congénitos se originan en una vida anterior. Después, tendré que analizar su horóscopo y ver si las condiciones son adecuadas para saldar cualquier deuda que pueda haber contraído en una vida anterior. ¿Todavía crees que soy una extraña especie de charlatán, o estás empezando a acostumbrarte a mis métodos? —Hace mucho tiempo que dejé de sorprenderme por cualquier cosa —respondí—. Aceptaría al diablo, con sus cuernos, pezuñas y cola, si usted se ocupara de recetarle algo. Taverner rio entre dientes. —Con respecto a nuestro caso actual, estoy convencido de que descubriremos que es la ley de la reencarnación la que hay que considerar. Ahora respóndeme a esto, Rhodes: supongamos que la reencarnación no es un hecho, supongamos que esta vida es el principio y el fin de nuestra existencia, y que al final pasamos a las llamas o las arpas según el uso que le hayamos dado, ¿cómo explicarías la condición de Mona Cailey? ¿Qué hizo en las pocas horas entre su nacimiento y el inicio de su enfermedad para desencadenar tal juicio sobre sí misma? Y al final de su vida, ¿se podrá decir justamente que merecía el infierno, o que se ganó el Cielo? —No lo sé —dije. —Pero si asumimos que mi teoría es correcta, en caso de que pudiéramos recuperar el registro de su pasado podremos encontrar la causa de su condición actual, y, tras haber encontrado esa causa, quizás podamos ponerle remedio. En cualquier caso, vamos a intentarlo. »¿Te gustaría ver cómo recupero esos registros? Uso varios métodos; a veces los obtengo hipnotizando a los pacientes o a través del estudio de los cristales, y otras veces los leo desde la mente subconsciente de la Naturaleza. Ya sabes, creemos que cada pensamiento e impulso en el mundo se registra en los Registros Akáshicos. Es como consultar una biblioteca de referencia. Voy a usar este último método en el caso actual. Al poco rato, mediante métodos conocidos solo para él, Taverner había bloqueado todas las percepciones externas de su mente y se concentraba en la visión interna. Confusas imágenes mentales evidentemente danzaban ante sus ojos; después de lograr enfocarlas, comenzó a describir lo que veía mientras yo tomaba notas. Vidas egipcias y griegas fueron descartadas con unas pocas palabras; no eran lo que buscaba; simplemente estaba recorriendo las diferentes épocas, pero deduje que estábamos tratando con un alma de antiguo linaje y grandes oportunidades. Vida tras vida escuchamos el relato de un nacimiento real o de una iniciación en el sacerdocio, y sin embargo, en su vida actual, el alma de la chica estaba desconectada de toda comunicación con su cuerpo. Me pregunté qué abuso de poder había conducido a aquella sentencia de solitario confinamiento en la celda de su cuerpo. Luego llegamos al nivel que buscábamos, y resultó ser la Italia del siglo XV. —Hija del duque reinante… —No pude captar el nombre de su principado—. Su hermana menor era amada por Giovanni Sigmundi; ella

El hombre que buscaba

El hombre que buscaba Uno de los casos de Taverner que siempre ocupará un lugar especial en mi recuerdo es el caso de Black, el aviador. Un médico corriente habría internado a Black en un manicomio, pero Taverner, con base en una de sus teorías, apostó por la cordura de dos personas, y logró salvar a ambas. A principios de mayo, me encontraba acompañándole en su consulta de Harley Street, tomando notas de los casos mientras él examinaba a los pacientes. Habíamos derivado a varios histéricos y neuróticos para que los trataran otros especialistas cuando el mayordomo hizo pasar a un hombre completamente distinto. Parecía absolutamente sano, su rostro estaba bronceado por el aire libre y no mostraba signos de tensión nerviosa; pero, cuando cruzó su mirada con la mía, noté algo inusual en sus ojos. La expresión era peculiar. No poseía el miedo obsesivo que a menudo se ve en los ojos de los enfermos mentales; no me recordaba a nada más que a un sabueso inmerso en la carrera tras avistar a su presa. —Creo que estoy perdiendo la cabeza —anunció nuestro visitante. —¿De qué forma se manifiesta su problema? —preguntó Taverner. —No puedo trabajar. No puedo quedarme quieto. No puedo hacer nada excepto recorrer el país en mi coche a toda velocidad. Miren mis multas. —Sacó una licencia de conducir llena de anotaciones—. La próxima vez me meterán en la cárcel, y eso acabará conmigo por completo. Si me encierran entre cuatro paredes, zumbaré como un escarabajo en una botella hasta que me haga pedazos. Me volvería completamente loco si no pudiera moverme. El único alivio que encuentro es la velocidad, sentir que estoy yendo a algún sitio. Conduzco y conduzco y conduzco hasta que estoy completamente agotado, y luego entro en el primer hostal que encuentre por el camino y duermo; pero eso no me hace ningún bien, porque solo sueño, y soñar provoca que las cosas sean más reales, y me despierto más desquiciado que nunca y sigo conduciendo de nuevo. —¿A qué se dedica? —dijo Taverner. —A las carreras de automóviles, y también a volar. —¿Es usted por casualidad Arnold Black? —preguntó Taverner. —Ese soy yo —dijo nuestro paciente—. Menos mal que aún no he perdido los nervios. —Tuvo un accidente hace poco tiempo, ¿verdad? —preguntó mi colega. —Eso fue lo que inició el problema —dijo Black—. Hasta entonces estaba bien. Me golpeé la cabeza, supongo. Estuve inconsciente tres días y, cuando volví en mí, empecé a sentirme mal, y así ha seguido desde entonces. Pensé que Taverner rechazaría el caso, ya que una lesión de cabeza común no le interesaría demasiado, pero en cambio preguntó: —¿Qué le empujó a venir a mí? —Estoy hecho polvo —dijo Black—. He ido a ver a dos o tres tipos viejos, pero no he logrado sacar nada en claro de ellos; de hecho, vengo de visitar al más inútil de todos. —Nombró a una figura eminente—. Me dijo que me quedara en cama un mes, y que me recuperaría. Después de salir de allí me puse a deambular, y me gustó el aspecto de la placa de bronce que tiene usted en la puerta, así que entré. ¿Por qué? ¿No pertenece mi caso a su campo? ¿En qué se especializa? ¿En bebés o en demencia senil? —Si una casualidad como esa le trajo hasta mí, probablemente sea de mi campo —dijo Taverner—. Ahora hábleme del aspecto físico de su caso. ¿Cómo se siente? Nuestro paciente se retorció incómodo en su silla. —No sé —dijo—. Me siento más como un idiota que cualquier otra cosa. —Así —dijo Taverner— comienza a menudo la senda de la sabiduría. Black se giró, dándonos la espalda a medias. Su forzada actitud alegre desapareció. Hubo una larga pausa, y luego exclamó: —Siento como si estuviera enamorado. —¿Y está enamorado? —sugirió Taverner. —No, no lo estoy —dijo el paciente—. No estoy enamorado, solo siento como si lo estuviera. No hay una chica en este asunto, al menos que yo sepa y, sin embargo, estoy enamorado, horriblemente enamorado, de una mujer que no existe. Y no es mi lado mujeriego, sino la mejor parte de mí, y la más grande. Si no puedo conseguir que alguien me ame de la misma manera en que estoy amando, entonces perderé la cabeza. Todo el tiempo siento que debe haber alguien en algún lugar, y que ella aparecerá de repente. Debe aparecer. —Su mandíbula se endureció con una línea salvaje—. Por eso conduzco tanto, porque siento que, al doblar la próxima curva, la encontraré. El rostro del hombre estaba temblando, y vi que sus manos estaban empapadas por el sudor. —¿Tiene alguna imagen mental de la mujer que está buscando? —preguntó Taverner. —Nada concreto —dijo Black—. Solo la siento. Pero la reconoceré en cuanto la vea; estoy seguro de ello. ¿Creen que tal mujer existe? ¿Creen que es posible que la conozca alguna vez? —nos suplicó con la patética ansiedad de un niño. —Si es o no de carne y hueso, no puedo decirlo en este momento —dijo Taverner—, pero de su existencia no tengo la menor duda. Ahora dígame, ¿cuándo notó por primera vez esta sensación? —El primer estallido que tuve —explicó Black— fue durante la caída en picado que me llevó a la cama. Bajamos, bajamos, bajamos, más y más rápido, y, justo cuando estábamos a punto de estrellarnos, sentí algo. No puedo decir que viera algo, pero sentí un par de ojos. ¿Puede comprender a qué me refiero? Y, cuando regresé de mis tres días fuera de combate, estaba enamorado. —¿Qué cosas sueña? —preguntó Taverner. —De todo tipo; nada especialmente terrorífico. —¿Nota algún patrón en sus sueños, algo que se repita? —Ahora que lo menciona, sí. Todos ocurren bajo un sol brillante. No son exactamente orientales, pero van en esa dirección. Taverner le tendió un libro de viajes a Egipto ilustrado con acuarelas. —¿Algo así? —preguntó. —¡Vaya! —exclamó el hombre—. Eso es exactamente lo que vi. —Miró ansiosamente las imágenes y luego de repente

El retorno del ritual

El retorno del ritual En ciertos momentos y épocas, era costumbre de Taverner someterse a lo que yo llamaría una autohipnosis. Él, sin embargo, lo llamaba «entrar en el subconsciente» y afirmaba que, mediante la concentración, desplazaba el enfoque de su atención del mundo externo al mundo del pensamiento. De los diferentes estados de conciencia a los que así accedía, y del trabajo que podía llevarse a cabo en cada uno, hablaba durante horas, y pronto aprendí a reconocer las fases por las que pasaba durante este proceso extraordinario. Noche tras noche he observado, mientras el cuerpo inconsciente de mi colega yacía temblando en el sofá, cómo pensamientos que no provenían de su mente influenciaban los nervios pasivos. Muchas personas pueden comunicarse entre sí mediante el pensamiento, pero no fui consciente de cuánto se empleaba este poder hasta que escuché a Taverner usar su cuerpo como el instrumento receptor de tales mensajes. Una noche, mientras bebía un poco de café caliente que le había dado (porque siempre estaba helado hasta los huesos después de estas sesiones), me dijo: —Rhodes, hay algo muy extraño en marcha. Le pregunté a qué se refería. —No estoy muy seguro —respondió—. Está sucediendo algo que no entiendo, y quiero que me ayudes a investigarlo. Prometí ayudarle y le pregunté cuál era la naturaleza del problema. —Te dije, cuando te uniste a mí —dijo—, que era miembro de una hermandad oculta, pero no te comenté nada al respecto porque tengo el compromiso de no hacerlo; sin embargo, a causa del propósito de nuestro trabajo, recurriré a mi discreción para explicarte ciertas cosas. »Supongo que sabes que recurrimos a los rituales en nuestro trabajo. Esto no es la tontería que podrías pensar que es, ya que un ritual tiene un profundo efecto en la mente. Cualquiera que sea lo suficientemente sensible puede sentir las vibraciones que siempre irradia un ceremonial oculto. Por ejemplo, solo tengo que escuchar mentalmente por un instante para saber si una de las logias de Lhasa está llevando a cabo su terrible ritual. »Cuando estaba en el subconsciente hace un instante, escuché cómo realizaban uno de los rituales de mi propia Orden, pero lo estaban haciendo de una manera que ninguna hermandad en la que haya estado lo llevaría a cabo. Era como una interpretación de Tschaikowsky tocada en el piano por un niño y usando solo un dedo, y, a menos que me equivoque mucho, parece que alguien no autorizado ha conseguido ese ritual y está experimentando con él. —Alguien ha quebrantado su juramento y revelado los secretos de la Orden —dije. —Evidentemente —dijo Taverner—. No es algo que ocurra con frecuencia, pero ha habido casos, y si alguna de las Logias Negras (que sabrían cómo usarlo) lograra hacerse con él, los resultados podrían ser graves, porque hay un gran poder en esas antiguas ceremonias, y mientras que ese poder resulta seguro en manos de los estudiantes que cuidadosamente seleccionamos para ser iniciados, se convertiría en algo muy diferente si cayera en manos de hombres sin escrúpulos. —¿Intentará rastrearlo? —pregunté. —Sí —dijo Taverner—, pero es más fácil decirlo que hacerlo. No tengo absolutamente nada que me guíe. Lo único que puedo hacer es enviar el mensaje entre las Logias para ver si falta una copia en los archivos; eso acotará un poco la zona de búsqueda. No sé si Taverner utilizó el correo o sus propios y peculiares métodos de comunicación, pero en pocos días tuvo la información que necesitaba. No faltaba ninguno de los rituales cuidadosamente guardados en ninguna de las Logias, pero, cuando se buscó entre los registros de la sede, se descubrió que el custodio de los archivos de la Hermandad Florentina había robado uno durante la Edad Media, y lo había vendido (se creía) a los Medici; en cualquier caso, se sabía que se había utilizado en Florencia durante la segunda mitad del siglo XV. Lo que sucedió con él después de que los manuscritos mediceos fueran dispersados durante el saqueo de Florencia de los franceses nunca se supo; se perdió de vista, y se creía que había sido destruido. Sin embargo, ahora, después del transcurso de tantos siglos, alguien estaba despertando su sorprendente poder. Mientras estábamos en Harley Street unos días después, Taverner me preguntó si me importaría acompañarle a Marylebone Lane, donde quería visitar una librería de segunda mano. Me sorprendió que un hombre como mi colega frecuentara un lugar así, ya que parecía estar abastecido principalmente de maltrechos ejemplares de Ouidas y anticuados artilugios religiosos, pero la rapidez con la que el muchacho de la tienda fue a buscar al dueño me indicó que mi compañero era un cliente regular y apreciado. El dueño, cuando apareció, resultó ser una sorpresa aún mayor que su tienda; increíblemente polvoriento, su chaqueta de levita, su barba y su rostro parecían ser de un uniforme tono grisáceo-verdoso, pero, al hablar, su voz era la de un hombre culto, y aunque mi compañero se dirigió a él como a un igual, él le respondió como a un superior. —¿Ha recibido alguna respuesta al anuncio que le pedí que publicara para mí? —preguntó Taverner al individuo color tabaco que teníamos enfrente. —No; pero tengo algún dato para usted: no es el único comprador del manuscrito que hay en el mercado. —¿Quién es mi competencia? —Un hombre llamado Williams. —Eso no nos dice mucho. —El matasellos era de Chelsea —dijo el anciano librero con una mirada significativa. —¡Ah! —dijo mi compañero—. Si ese manuscrito llegara al mercado, no tendré límite en cuanto al precio. »Creo que es probable que tengamos un poco de emoción —observó Taverner mientras salíamos de la tienda, su ocupante cubierto de polvo inclinándose detrás de nosotros—. La Logia Negra de Chelsea evidentemente ha escuchado lo que yo escuché, y también está haciendo su oferta por el ritual. —No presupone que una de las Hermandades de Chelsea sea la que lo tenga en este momento, ¿verdad? —pregunté. —No lo creo, lo habrían hecho mejor —dijo Taverner—. Por mucho

Sed de sangre

Sed de sangre Nunca he logrado decidir si el doctor Taverner debía ser el héroe o el villano de estas historias. No se puede cuestionar que era un hombre de ideales altruistas, pero, en los métodos que usaba para poner en práctica esos ideales, era absolutamente despiadado. No evadía la ley, simplemente la ignoraba, y aunque la exquisita ternura con la que trataba a sus pacientes conformaba todo un sistema de educación en sí misma, utilizaría ese maravilloso método psicológico suyo para destrozar un alma en pedazos, trabajando tan silenciosa, metódica y benevolentemente como si estuviera empeñado en curar a su paciente. La forma en que conocí a este extraño hombre fue bastante sencilla. Después de ser dado de baja del Cuerpo Médico del Ejército Real (R.A.M.C.), fui a una agencia médica y pregunté por puestos que estuviera disponibles. —He salido del ejército con los nervios destrozados —dije—. Necesito un lugar tranquilo para recuperarme. —Lo mismo quiere todo el mundo —dijo el empleado. Me miró pensativamente. —Me pregunto si le gustaría probar un lugar que hemos tenido en nuestros registros desde hace un tiempo. Hemos enviado a varios hombres allí, pero ninguno ha querido quedarse. Me envió a una consulta de Harley Street, y allí conocí al hombre que, fuera bueno o malo, siempre he considerado la mente más privilegiada que jamás he conocido. Alto y delgado, con un semblante parecido al pergamino, podría haber tenido cualquier edad entre los treinta y cinco y los sesenta y cinco años. Le he visto pasar de una edad a otra en cuestión de una hora. No perdió el tiempo en ir al grano. —Quiero un superintendente médico para mi residencia clínica —me dijo—. He escuchado que se ha especializado, en la medida en que el ejército lo permitió, en casos mentales. Me temo que encontrará mis métodos muy diferentes a los ortodoxos. Sin embargo, como a veces tengo éxito donde otros fallan, considero que está justificado que continúe experimentando; lo cual, doctor Rhodes, creo que es todo a lo que puede aspirar cualquiera de mis colegas. La actitud cínica del hombre me molestó, aunque no podía negar que el tratamiento mental no era todavía una ciencia exacta. Como si respondiera a mi pensamiento, continuó diciendo: —Mi principal interés radica en esas regiones de la psicología que la ciencia ortodoxa aún no se ha atrevido a investigar. Si trabaja conmigo verá cosas extrañas, pero todo lo que le pido es que mantenga la mente abierta y la boca cerrada. Aunque sentí un rechazo instintivo por aquel hombre, acepté el puesto, pues emanaba tal fuerza de atracción, tal sentido del poder y de la investigación pionera, que acabé dándole el beneficio de la duda para ver a dónde podía llevarnos. Su personalidad extraordinariamente estimulante, que parecía poner mi cabeza a su máxima capacidad, me hizo sentir que él podría ser un buen tónico para un hombre que, momentáneamente, había perdido el control sobre su vida. —Salvo que tenga que recoger muchas cosas y hacer la maleta —dijo—, yo mismo puedo llevarle a mi residencia clínica. Si me acompaña al garaje, le acercaré a su alojamiento, recogeremos sus cosas y estaremos allí antes de que oscurezca. Condujimos a una velocidad bastante alta por la carretera de Portsmouth hasta llegar a Thursley, y luego, para mi sorpresa, mi compañero giró a la derecha, llevándonos por un camino de carros que atravesaba un páramo lleno de brezos. —Este es el Campo de Thor —dijo, mientras una región desolada se desplegaba ante nosotros—. El antiguo culto todavía sobrevive por aquí. —¿La fe católica? —pregunté. —La fe católica, mi estimado señor, es algo innovador. Me refería al culto pagano. Los campesinos de aquí todavía conservan fragmentos del antiguo ritual; piensan que les trae suerte, o alguna superstición similar. No conocen su significado interno. —Hizo una pausa por un momento, y luego se volvió hacia mí, diciendo con extraordinario énfasis—: ¿Alguna vez ha pensado lo que supondría que un hombre tuviera el conocimiento necesario pudiera reconstruir el ritual completo? Admití que no lo había hecho. La cuestión quedaba francamente más allá de mis capacidades, pero sí era cierto que me había llevado al lugar menos cristiano que había visto en mi vida. Su residencia clínica, sin embargo, contrastaba con la región salvaje y austera que lo rodeaba. El jardín era un derroche de colores, y, la casa, antigua y enmarañada y cubierta de enredaderas, era tan encantadora por dentro como por fuera; me recordaba al Oriente, me recordaba al Renacimiento y, sin embargo, no tenía un estilo marcado más allá de ser una cálida y rica paleta de colores y comodidad. Pronto asumí mis funciones, que encontré sumamente interesantes. Como ya he mencionado, el trabajo de Taverner comenzaba donde terminaba la medicina ordinaria, y tengo bajo mi cuidado casos que el médico común habría remitido a la segura custodia de un manicomio, considerándolos simplemente como locura. Sin embargo, Taverner, mediante sus peculiares métodos de trabajo, revelaba causas que operaban tanto en el interior del alma como en el reino sombrío en el que el alma tiene su morada, lo que arrojaba una luz completamente nueva sobre el problema y, a menudo, le permitía rescatar a un hombre de las influencias oscuras que lo estaban cercando. El asunto de la matanza de ovejas fue una muestra interesante de cómo operaban sus métodos. Durante una tarde lluviosa, recibimos en la residencia la visita de una vecina, lo que no era muy común debido a que se juzgaba con cierta suspicacia tanto a Taverner como su trabajo. Nuestra visitante se deshizo de su empapado impermeable, pero se negó a aflojar el pañuelo que, a pesar del clima cálido, tenía enrollado apretadamente alrededor de su cuello. —Creo que está especializado en casos mentales —le dijo a mi colega—. Me gustaría mucho hablar con usted sobre un asunto que me tiene preocupada. Taverner asintió mientras la observaba en busca de síntomas con sus agudos ojos. —Se trata de un amigo mío; de hecho creo

Visible e invisible

Ficha del libro «Visible e invisible», de Edward Frederic Benson y editado por Críptica Editorial. Este volumen recopila los 12 relatos de la edición de 1923 de Visible and Invisible, obra del autor Edward Frederic Benson, y que incluye varios cuentos inéditos o inencontrables en castellano.

No puedes copiar el contenido de esta página.