Fe, esperanza y caridad
Fe, esperanza y caridad La segunda sección del veloz tren procedente de la Costa tuvo que hacer una breve parada justo a las afueras de una considerable ciudad de Nuevo México. Al entrar en el tramo que conducía a la estación, el maquinista vio una luz roja que avisaba de que la vía estaba bloqueada temporalmente. Sin embargo, fue una pequeña demora; casi de inmediato, el semáforo, como el dedo de un mago mecánico, hizo que la luz roja de advertencia desapareciera y en su lugar apareciera una luz verde, y, con eso, el tren expreso se puso en marcha y siguió su curso hacia su parada habitual. Antes de partir, no obstante, cuatro viajeros se bajaron. Descendieron por el lado opuesto, el más alejado de la ciudad, y eso probablemente explica por qué ninguno de los miembros de la tripulación, ni tampoco los demás pasajeros, los vio bajarse. También ayuda a explicar por qué no se dieron cuenta de su ausencia hasta bastante tiempo después. La forma en que se marcharon fue decididamente inusual. Primero, una de las puertas que unían el tercer y el cuarto coche cama se abrió, y la trampilla en el suelo se descorrió rápidamente ante la presión de un pie impaciente sobre la palanca de accionamiento. Dos de los que se marchaban aparecieron rápidamente, uno detrás del otro. Es cierto que en eso no había nada de inusual. Pero, al bajar al suelo, se volvieron para recibir el cuerpo de una tercera persona, cuyas extremidades colgaban al tiempo que su cabeza se balanceaba mientras lo sostenían en brazos. A continuación, salió el cuarto y último miembro del grupo, quien había bajado la inerte figura del número tres a brazos de sus compañeros. Durante un breve instante, sus figuras formaron un pequeño grupo al abrigo del tren. Al observar, uno podría haber supuesto que entre ellos estaba teniendo lugar un breve período de indecisión sobre el siguiente paso a seguir. Sin embargo, esa confusión, si es que acaso de eso se trataba, se aclaró de inmediato. Con movimientos torpes, como si su misma prisa los obstaculizara, los dos porteadores bajaron su carga inconsciente por la corta pendiente y la depositaron en el suelo lleno de escoria, junto a la vía. La cuarta sombra se inclinó sobre la silueta tumbada y hurgó en ella, metiendo sus manos en un bolsillo y luego en otro. En menos de medio minuto, se enderezó y habló con los otros dos, al tiempo que usaba ambas manos para introducir algún artículo dentro de la abertura de su chaleco. —Ya lo tengo —dijo, hablando en inglés con acento extranjero. Se acercaron a él, extendiendo las manos—. No aquí, y no aún, señores —dijo bruscamente—. Primero, asegurémonos del resto. Seguidme. A continuación saltó ágilmente sobre el terraplén y se dirigió hacia la parte trasera del tren aún detenido, deslizándose por debajo de la pasarela de los vagones Pullman, casi rozándolos mientras avanzaba. Sus compañeros siguieron su ejemplo. Continuaron hasta que dejaron atrás el último coche, que era un vagón combinado, y luego se adentraron entre las vías y continuaron hacia el oeste, manteniendo su formación en fila india. Al poco, el crepúsculo los engulló. Solo por un instante, sus siluetas, disminuyendo contra el pálido resplandor del ocaso, fueron visibles para cualquiera que pudiera ir sentado o de pie en el extremo del vagón club. Según se supo después, nadie que estuviera allí les prestó atención. Sin embargo, había algo peculiar en la forma en que cada uno de estos tres caminantes se comportaba, y era que avanzaban como personas que estuvieran dedicadas a la oración, como inmersas en un silencioso acto de peregrinación piadosa. Llevaban la cabeza agachada, sin girarla ni a derecha ni a izquierda; sus ojos estaban fijos en el frente, como si estuvieran concentrados en una meta invisible, y mantenían las manos juntas con compostura frente a ellos. Así fue como los tres avanzaron hasta que el tren, una vez en movimiento, desapareció de la vista más allá de la curva de acercamiento a la estación. Luego se detuvieron y se juntaron en un grupo compacto, y en ese momento, si hubieras estado allí, habrías entendido la razón de su devota postura. Los tres iban esposados. El hombre que antes había hablado mostró en su palma un llavero que llevaba consigo. Trabajando rápidamente en la semioscuridad, probó las llaves hasta encontrar las correctas. Liberó las muñecas de sus dos compañeros. Luego, uno de ellos tomó las llaves y desbloqueó sus esposas. Él, al parecer, era el más previsor del trío. Con el talón, hizo surcos poco profundos en el suelo arenoso junto a la vía, y enterró las esposas allí. Después de eso hablaron brevemente, y el resultado de esa confabulación fue que, tras apostar por la posesión de algún objeto evidentemente considerado de gran valor, decidieron separar sus fuerzas. Un hombre se marchó solo por un desvío, en dirección sureste, con el que rodearía la ciudad. Sus antiguos compañeros continuaron en dirección hacia el oeste, rumbo al desierto que habían estado atravesando durante todo el día. Caminaban rápido, como hombres que huyen para salvar sus vidas y aun así deben conservar fuerzas. De hecho por eso huían, para salvar sus vidas, igual que lo hacía el otro del que acababan de separarse. * * * * * Fue en parte por casualidad que estos tres habían cruzado el continente juntos. Dos de ellos, el francés Lafitte y el italiano Verdi, que había anglicanizado su nombre y ahora se hacía llamar Green, se conocieron mientras estaban en la cárcel de San Francisco, esperando a ser deportados a sus respectivos países. En el lapso de un mes, los dos habían sido arrestados; en el lapso de una semana, estaban completas las formalidades para extraditarlos. Entonces, para ahorrar problemas y gastos —por así decirlo, para matar dos pájaros de un tiro—, las autoridades habían decidido mandarlos juntos a la costa este, donde, según los arreglos hechos por cable, serían entregados
La cadena intacta
La cadena intacta En el año 1819, una hilera de veintiún esclavos negros avanzaba por un sendero africano rumbo a Mombasa. En este contexto, se utiliza la palabra «hilera» intencionalmente. Estos veintiún esclavos estaban atados en una cadena, uno detrás del otro, como un montón de peces en un hilo. En el caso de los peces la cuerda se habría pasado a través de las branquias; en este, iban encadenados cuello con cuello. Cada uno llevaba un collar de hierro sujeto con una abrazadera. De este collar salía una cadena de un metro y medio que se unía al compañero que iba delante, donde otra cadena similar hacía lo propio con el siguiente. Esto dejaba sus piernas libres para caminar, y sus manos disponibles para llevar una carga, si acaso les daban algo para llevar, o para rascarse o golpearse el pecho lamentando su cautiverio; en cualquier caso, estaban bien asegurados. De existir alguna posición favorecida, esa pertenecía a los dos que viajaban en los extremos. El líder de la fila no llevaba una cadena arrastrándose bajo su barbilla, sino solo una a la espalda. El que estaba en el extremo trasero también tenía que soportar solo la mitad de la carga de metal que portaba cada uno de los diecinueve del medio. El grupo vivía, comía y dormía encadenado. Por la noche se acostaban en un círculo, con los pies apuntando a un punto común donde ardía un fuego encendido para ahuyentar a los leopardos y a los leones. Durante el día se movían acompañados de un constante tintineo, cada uno usando su mano libre, si la tenían, para aliviar la presión del collar en la base de su garganta, o donde los remaches irritaban las articulaciones superiores de la espalda. Estaban desnudos, excepto por unos taparrabos de piel de mono alrededor de las cinturas. Todos eran hombres adultos y, por lo tanto, a ojos de sus actuales propietarios, más valiosos que una mezcla variada de esclavos. Eran miembros de una tribu que vivía en lo profundo del país, en las estribaciones de las montañas; su marca tribal era el limado de sus dientes frontales superiores hasta afilarlos. Habían sido capturados durante un ataque nocturno de los valerosos Masai. Tiempo atrás habrían sido masacrados durante el acto, a la luz de las cabañas en llamas, o reservados para una tortura sacrificial cuando regresaran los victoriosos invasores a su propio pueblo. Pero últimamente los Masai habían encontrado una forma más rentable, aunque menos congenial, de deshacerse de los prisioneros aptos. Ahora los ataban y los llevaban a un lugar llamado Kilwa, donde los alojaban en un barracón. A este lugar llegaban los árabes desde el mar, y de vez en cuando los portugueses, y estos comerciantes negociaban con los Masai por sus despojos humanos, y luego se los llevaban. En este lado de África el comercio no había alcanzado las proporciones que hicieron tan enormemente rentable el comercio en la Costa de Guinea. De hecho, en el océano Índico, el tráfico nunca representó una quinta parte de lo que sucedía donde el Congo se encontraba con el Atlántico; pero en ese momento estaba creciendo rápidamente, gracias a un mercado en constante desarrollo y a una demanda constante en ciertas partes del mundo, especialmente Persia y Turquía en el Este, y Cuba, Brasil y los estados más sureños de la nueva república norteamericana al otro lado del mundo. Este grupo especial de esclavos estaba al cuidado de seis árabes, que portaban armas para su defensa, y pesados látigos de piel de hipopótamo para disciplinar a sus adquisiciones. Si el subjefe que avanzaba adelante deseaba detener la procesión, golpeaba hacia atrás las piernas desnudas del más cercano; si su escuadra buscaba estimular al grupo a moverse más rápido, azotaban las extremidades y cuerpos más convenientes para ellos. Así era como, sin palabras, se manifestaban, y hacían cumplir sus órdenes y deseos a los recién comprados. En cualquier idioma, o incluso sin él, el cuero crudo cuenta una parábola que incluso el entendimiento más torpe puede comprender. Una mañana, cuando los árabes y sus mercancías subyugadas aún estaban a diez días del agua salada, tuvo lugar una aventura y un desastre en la pequeña caravana. Ese día se movían hacia el este y hacia el sur, a través de un altiplano elevado. Nosotros, que nunca hemos estado allí, estamos acostumbrados a pensar en el África interior como una gran selva, oscura, miasmática, enredada con crecimientos tropicales venenosos. Pero en ese lugar se extendía una vasta llanura elevada, situada a varios cientos de metros sobre el nivel del mar. Estaba cubierta de una rica vegetación de pastos recorrida por senderos animales que se entrecruzaban como las arrugas en la palma de una mano desgastada por el lavado. La llanura estaba salpicada de hermosos árboles, en un efecto de paisajismo pulcro y estudiado. Nutrida por la humedad, literalmente bullía de vida salvaje, tanto grande como pequeña: aves, bestias y algunos reptiles; herbívoros, carnívoros y comedores de insectos. Animales salvajes, y no tan salvajes, abundaban en una plenitud que aquellos de nosotros que solo conocemos las zonas templadas únicamente asociamos con la vida de los insectos a mediados del verano, pero no con criaturas de cuatro o dos patas. El antílope y la cebra llenaban el campo visual allí donde pastaban, multiplicándose por miles y miles. Cuando huían, entrando en pánico por peligros reales o imaginarios, se movían en una sucesión interminable que recordaba a la lluvia inclinada que barre la tierra; y el ruido de sus cascos era un trueno adecuado para la tormenta viva que eran. En un punto donde la vegetación crecía espesa y alta, un rinoceronte macho embistió a los viajeros. No había elefantes en esa zona, allí el rinoceronte era el más grande de todas las bestias y, de hecho, después del elefante, era el cuadrúpedo más grande que se podía encontrar en cualquier parte del mundo, y por su tamaño, velocidad y maligna disposición, casi el más temido y
La Segunda Venida del Primer Esposo
La Segunda Venida del Primer Esposo Si tan solo la señora Thomas Bain se hubiera contentado con comparar al señor Thomas Bain con los hombres que había a su alrededor, él no se habría visto en una seria desventaja a la hora de encontrar sus contraargumentos. Del arsenal de municiones de ella, él podría haber tomado prestados proyectiles que usar en su propia defensa. Por ejemplo, si ella citara la pulida elegancia en el comportamiento del señor Fulano, quien hablaba con esa sutil inflexión en la voz que prácticamente decía a gritos que los modales de Thomas dejaban mucho que desear, la respuesta del señor Bain habría sido pronta y rápida: no habría tenido reparos en señalar que Fulano descuidaba notoriamente a su familia, o que bebía demasiado, o que habitualmente no pagaba sus justas deudas. Se debe comprender que el señor Bain no era un agitador aficionado a propagar escándalos, pero un hombre debe defenderse con las armas que tiene a su disposición. Sin embargo, el método de ataque de la señora Bain era demasiado sutil para él; lo dejaba prácticamente desarmado. En el mundo exterior, él era perfectamente capaz de cuidar de sí mismo. Bajo el techo doméstico, cuando su esposa lo juzgaba y cuestionaba sus formas, sus pequeñas deficiencias o sus grandes faltas, él se encontraba completamente perdido, incapaz de una adecuada refutación. ¡Le generaba una sensación de desamparada impotencia! Lo cierto es que le habría generado esa sensación a cualquier hombre normal. Y el señor Bain era, en todos los aspectos esenciales, un hombre normal: un buen ciudadano, un buen proveedor y, en lo que respecta a los maridos, un esposo justo y promedio. No quiero causar ninguna injusticia a la señora Bain. Ella también era una mujer normal. Pero es natural que, cuando el destino ha proporcionado una ventaja que se ajusta a nuestras manos, esa ventaja sea aprovechada. Y su ventaja era muy grande. Criticaba al señor Bain comparándolo con la imagen mental de su primer esposo. Y su primer esposo estaba muerto. Actualmente, por una cuestión de decencia común, un hombre honorable —y el señor Bain era un hombre honorable— no puede hablar mal de los muertos. Además, si en un momento de provocación hubiera estado dispuesto a contestar que, después de todo, el primer esposo de la señora Bain no era exactamente la perfección, no habría podido presentar pruebas que respaldaran esa afirmación. Nunca había visto a su predecesor. No conocía a nadie que hubiera conocido al difunto. La actual señora Bain llevaba siendo viuda durante tres años cuando él la vio por primera vez. En ese momento, ella había regresado recientemente de Honolulu; fue allí donde la mano de la muerte la había despojado de marido, por así decirlo. Y Honolulu está muy lejos de Brockway, Massachusetts, donde la familia de Tom Bain, una estirpe de estar en casa, había vivido las últimas cinco generaciones. Por lo tanto, en esas ocasiones recurrentes en las que la señora Bain, con un aire entristecido, casi melancólico, se veía empujada a recordar las maravillosas cualidades de su primer esposo, su temperamento, su disposición impecable, su tacto, su amabilidad o lo que fuera, para su segundo esposo no quedaba otra que sufrir en un silencio impotente. No es bueno que alguien en esta tierra, y especialmente un esposo, deba sufrir incomodidades en silencio. El sufrimiento exige expresión vocal. Por lo demás, el señor y la señora Bain encajaban estupendamente el uno con el otro. Era ese difunto primer esposo, invocado por ella, quien seguía apareciendo para arruinar la razonable felicidad que podría haberles deparado la vida. La situación estaba afectando los nervios de Tom. De hecho, en el momento en que comienza este relato, ya le había afectado los nervios. Había llegado a un punto en el que frecuentemente deseaba que nunca hubiera existido ese primer esposo. Y hubo momentos en los que casi se permitía desear que tampoco hubieran existidos segundos esposos. Con la intensidad vívida de un veterano de guerra que recuerda el momento en que fue herido, podía evocar la ocasión en que el primer esposo de la señora Bain entró por primera vez en su vida. Solo llevaban casados unas pocas semanas, la luna de miel había terminado y él, que siempre había viajado solo, se estaba adaptando a la sensación de estar en pareja. Este era un trabajo más fácil para la señora que para su compañero; ella ya había pasado por el proceso antes. Pero, aunque Tom Bain pudiera ser inexperto en el asunto de estar casado, subconscientemente ya estaba empezando a adaptarse a su lugar designado en el esquema matrimonial entre él y esta encantadora dama. En otras palabras, había llegado al punto en el que estaba dejando de actuar como novio para pasar al estado de esposo, menos estudiado y más práctico. Estaba listo para dejar de interpretar un papel y ser él mismo siempre, aunque con las limitaciones y restricciones impuestas por el nuevo estado. La campaña en su contra, por llamarla así, se abrió la tarde siguiente a su regreso del viaje a White Sulphur. Ese primer día de vuelta a su escritorio había sido duro; se había acumulado mucho que parecía requerir su atención personal mientras estaba fuera. Salió de la oficina bastante agotado. De camino a casa, construyó la agradable visión de una pequeña cena tranquila, y luego una pacífica hora en la sala de estar, con pantuflas y una vieja bata de fumar. La señora Bain lo recibió en la puerta con un saludo que lo puso de buen humor. Este, decidió, era el mejor de todos los mundos posibles para vivir y, sin duda, la mejor de todas las formas posibles de vivir. —Llegas tarde, cariño —dijo—. Apenas tienes tiempo de subir y ponerte tu traje de noche. Te lo he dejado listo. —¿Por qué? ¿Acaso hay alguien que venga a cenar? —preguntó. Ella se apartó ligeramente de él. —No, no viene nadie —dijo—. ¿Qué importa eso? —Bueno —dijo—, estoy
Doctor Serpiente
Doctor Serpiente En el norte los conocen como «agujas de zurcir del diablo». Pero en el sur se llaman «doctores de serpientes», y lo hacen por una razón. Estas libélulas inofensivas y decorativas, con sus delgados cuerpos en forma de flecha, su vuelo rápido y sus alas translúcidas, alas que dan la sensación de que la supuesta flecha está emplumada con trozos de encaje, en el sur están envueltas en una extraña superstición. Cuando una serpiente boca de algodón está enferma —y si su estado de salud va acorde a su apariencia, deben estar enfermas la mayor parte del tiempo—, un doctor de serpientes acude rápidamente con la medicación para tratar lo que le aqueja. Quizás hace setenta y cinco, o cien años, algún esclavo recién llegado de África vio una boca de algodón descansando su cabeza plana y en forma de corazón sobre el agua amarilla del arroyo, y a lo largo del arroyo pasó volando una de estas rápidas criaturas, buscando un lugar donde dejar sus huevos, y el hombre la vio detenerse y flotar y mantenerse en el aire a un centímetro por encima de la cabeza inmóvil de la serpiente, y de ahí dedujo que este extraño insecto era un insecto vudú, que atendía al reptil enfermo. En asuntos como este, la teoría de cualquier hombre es tan buena como la del siguiente. Lo que se puede probar es que muchos de los blancos, y más que muchos de los negros, asumen esta fábula como un hecho; y casi todos ellos, independientemente de su color, conocen al insecto como «doctor de serpientes». Ahora bien, uno de los hombres sobre los que quiero escribir en estas líneas era conocido como Doctor Serpiente, y también había razones para ello. Para empezar, era muy alto y delgado, poco más que un armazón de huesos sostenido por una piel amarilla tirante; y tenía ojos saltones, y una sorprendente rapidez en sus movimientos corporales. Si lo observabas deslizarse entre los sauces, tan furtivo y rápido y tímido, con su cabeza inadecuadamente pequeña, sus hombros inclinados, sus pasos erráticos hacia un lado y hacia el otro, de manera inevitablemente te recordaba a su homónimo. Estabas obligado a pensar en uno cuando pensabas en el otro; simplemente no podías evitarlo. Para completar la analogía, vivía justo rodeado de serpientes mocasín, sin sufrir daño alguno de ellas y sin aparentemente temerlas. La ribera del arroyo Cashier, donde prosperaban en maliciosa abundancia, era su territorio habitual. Su cabaña estaba en las tierras bajas, cerca de un lugar famoso por sus serpientes. Eran sus amigas, por así decirlo. Las atrapaba y las manipulaba con sus manos desnudas como un carnicero manejaría salchichas. De vez en cuando las vendía a naturalistas, espectáculos o coleccionistas zoológicos: había un taxidermista en Memphis que era cliente ocasional suyo. En temporada, extraía su grasa suave y la envasaba en botellas para venderla; el aceite de serpiente se consideraba un remedio infalible para el reumatismo. Con tales negocios se decía que había ganado grandes sumas de dinero. Pero rara vez gastaba ese dinero, por lo que también se le conocía como avaro. Bueno, en cierto sentido, era un avaro; codiciaba celosamente lo que conseguía, y lo guardaba oculto entre las rendijas de su choza de troncos. Pero no estaba ni de lejos tan acomodado como la comunidad creía que estaba. El negocio de las serpientes es un negocio limitado e incierto, y además está restringido a sus mercados específicos. El stock de un comerciante puede ser abundante, como en este caso, pero deben encontrarse clientes. Para ser exactos, el Doctor Serpiente tenía noventa y siete dólares en su escondite. Pero, aunque hubiera jurado que eso era verdad sobre una pila de Biblias de un kilómetro de altura, la gente del arroyo Cashier no lo habría creído. La opinión popular insistía en multiplicar sus recursos, y luego agregar ceros. Ni siquiera podrías, con ningún argumento, convencer a sus vecinos, blancos o negros, de una estimación justa de la verdadera naturaleza del hombre, que era simplemente un pobre, tímido y solitario excéntrico afectado por los calurosos soles, y tal vez por episodios recurrentes de fiebres palúdicas. Sentían desprecio por él, pero mezclado con ese desprecio había miedo. Para ellos, debía ser evitado como alguien que tenía trato íntimo con las criaturas más repugnantes y odiadas de todas las que se arrastran. Había una solitaria excepción a la regla del prejuicio generalizado; una sola persona entre ellos que sentía compasión por él, y en cierta medida tenía una imagen justa de él. Esta persona, curiosamente, era una mujer. Y se trataba de una minoría de uno. Llegaremos a ella en breve. Todos los demás habían olvidado su nombre verdadero, o simplemente nunca lo habían escuchado. Por eso casi todos lo llamaban «el viejo Doctor Serpiente». Sabían que estaba familiarizado con las costumbres de la boca de algodón; casi creían que hablaba su idioma. En esta región en particular, la gente vulgar creía muchas cosas que no eran ciertas. La superstición, producto de la ignorancia, había distorsionado la naturaleza honesta en una miríada de formas pervertidas y engañosas. El inocente lagarto de rayas azules era un «escorpión», y su picadura era mortal. Una piedra blanca porosa encontrada en las entrañas de los ciervos en celo era la única cura conocida para la mordedura de un perro rabioso; colócala en la herida y se adherirá como una sanguijuela y succionará el veneno. Rara vez se veían arrendajos en el bosque entre la hora de la cena y del anochecer de un viernes, porque a esa hora casi todos los arrendajos se habían marchado para contar todas las noticias del malicioso mundo a su amo, el diablo. Rara vez se podía dar a un cuclillo con una bala de rifle porque esta delgada y nerviosa ave parda gozaba de la protección especial del viejo Nick. Si una tortuga mordedora se aferraba a tu carne, no la soltaba hasta que tronaba. Un soplo de aire cálido que se
Oscuridad
Oscuridad Había una casa en este pueblo que te digo donde siempre se encendían las luces por la noche. Muchas luces brillaban en una de sus habitaciones, y al menos una luz en cada una de las otras estancias. La casa estaba en la calle Clay, en una parcela sin árboles rodeada por parterres de flores, y era pequeña y de aspecto aburrido; y, en lo más oscuro de la noche, cuando el resto de las casas de la calle Clay se convertían en sólidos bloques aún más negros que el cielo, las luces de esta otra dibujaban patrones en sus ventanas, creando cuadrados de luminosidad, de modo que se asemejaba a una rejilla colocada en posición vertical frente a llamas ardientes. Una vez, un recién llegado al lugar —un viajero que se hospedaba en la pensión de la señora Otterbuck— habló de ello con el viejo esquire Jonas, quien vivía junto a aquellas luces que resplandecían todas las noches, y la respuesta que recibió es un comienzo muy adecuado para este relato. Ese viajero desconocido caminaba por la calle Clay una mañana, y el esquire Jonas, que estaba apoyado en su cancela contemplando el mundo como quien pasa revista, le hizo un gesto con la cabeza y comentó que aquella era una hermosa mañana, y así el desconocido se animó a detenerse y charlar un rato, como se suele decir. —Estoy aquí revisando los libros de la Compañía Destiladora Bernheimer —dijo, cuando ya habían hablado de esto y aquello—, y, ya sabe, cuando un contable se pone a trabajar, se supone que debe seguir con ello hasta que ha terminado. Mi trabajo me mantiene ocupado hasta bastante tarde y, las últimas tres noches, al pasar junto a esa casa contigua a la suya, la he visto completamente iluminada, como si estuviera lista para una boda o un bautizo o una fiesta o algo así. Pero no vi a nadie entrar o salir, ni escuché a nadie moverse allí dentro, y me pareció curioso. Anoche, o más bien esta madrugada, debían de ser cerca de las dos y media cuando pasé por allí, y ahí estaba, tranquila como una tumba y aun así todas las luces encendidas de arriba abajo. Así que me hice muchas preguntas. Dígame, señor, ¿hay alguien enfermo aquí al lado? —Así es, señor —afirmó el esquire—, podría decirse que hay alguien enfermo. Ha estado enfermo durante un tiempo considerable. Pero no es su cuerpo lo que está enfermo, sino su alma. —No sé si lo entiendo, señor —dijo el otro hombre, confuso. —Hijo —declaró el esquire—, supongo que ha escuchado esa nueva canción que circula por ahí, ¿no es así? Esa canción que dice: «Tengo miedo de volver a casa a oscuras». Bueno, probablemente el hombre que la escribió nunca pasó por aquí; probablemente tan solo se le ocurrió esa idea. Pero lo cierto es que podría haber tenido el caso de mi vecino en mente cuando la escribió. Solo que esa canción es algo cómica, y este caso de aquí es probablemente el menos cómico que se pueda encontrar. El hombre que vive aquí al lado no solo tiene miedo de volver a casa a oscuras, sino que realmente teme quedarse a oscuras después de haber llegado a casa. Una vez mató a un hombre y, aunque salió bien parado del trance, nunca lo superó; y lo que se comenta en este pueblo es que ha llegado a la conclusión de que, si alguna vez se queda a oscuras, ya sea solo o en compañía, verá el rostro del hombre al que mató. Así que eso explica, hijo, por qué ha visto esas luces encendidas. Yo también las he visto durante casi veinte años, si no me fallan las cuentas, y ya me he acostumbrado. Pero nunca dejo de preguntarme qué tipo de pensamientos deben pasarle por la cabeza a este tipo, cuando esté a solas en la noche, con todo iluminado como si fuera de día cuando lo correcto sería que todo estuviera a oscuras. Pero nunca se lo he preguntado y, además, nunca lo haré. No es un tipo al que uno se pueda acercar para hacerle preguntas personales sobre sus asuntos. Todos los del pueblo lo aceptamos como es, y simplemente le dejamos ser. Es lo que se podría llamar un personaje del pueblo. Y su nombre es Dudley Stackpole. Al contarle esta historia al inquisitivo desconocido, el esquire Jones estaba en lo cierto en todos los aspectos, excepto uno. Podría haber descrito a muchos personajes del pueblo, los había de sobra. Una comunidad con una larga tradición y una antigüedad razonable parece engendrar extraños tipos de hombres y mujeres, como un armario mohoso engendra ratones y polillas. Este pueblo tenía sus misterios, sus rarezas y también a sus excéntricos, por decirlo claramente; tenía a un campeón contando historias, un campeón contando mentiras y un campeón adivinando el peso del ganado solo con mirarlo. Estaba el loco de Saul Vance, la burla de los crueles muchachos, que se comportaba como cualquier ser racional mientras caminara en línea recta, pero, tan pronto como llegaba a un cruce de caminos, o a una intersección, no podía decidir qué camino tomar, y durante horas se movía de un lado a otro, tomando ahora el atajo para volver al camino que acababa de abandonar, volviendo después sobre sus pasos por el camino más largo, como una araña tejiendo su tela geométrica. Estaba el viejo Daddy Hannah, el médico negro de las raíces y las hierbas, que podía lanzar hechizos, tejer encantamientos e invocar conjuros. Llevaba un par de zapatos que habían sido usados por un hombre que fue ahorcado, y, como ya se sabe, esos zapatos no dejan huellas que puedan rastrear ni un perro, ni una bruja, ni un fantasma. ¡Los muchachos no se burlaban de Daddy Hannah, eso seguro! Estaba también el Mayor Burnley, que vivió durante años y años compartiendo casa con la esposa con la que se había peleado, y nunca
El artesano del cadalso
El artesano del cadalso En aquel momento, el hombre del que te voy a hablar era un hombre mayor, que se acercaba a los sesenta y cinco años. Era alto y estaba ligeramente encorvado, con brazos largos y manos grandes, nudosas y competentes, que olían a jabón amarillo de lavandería, con uñas grandes y deslustradas. Tenía unos ojos suaves y pálidos, de un azul claro, con pesadas bolsas debajo de ellos, y la barba blanquecina, delgada y espigada, como una especie de rebrote, y estaba recortada de manera que rodeaba su rostro inferior como un borde lanudo que se extendía de oreja a oreja bajo su barbilla. Padecía de una afección crónica del corazón, lo que le daba a su piel una palidez pronunciada e insana. Era ordenado y pulcro en sus hábitos personales, amable con los animales y tolerante con los niños pequeños. Tenía tendencia a ser avaro; ciertamente, en asuntos monetarios, era muy prudente y ahorrativo. Lo envolvía un aire de soledad. Su nombre era Tobias Dramm. En la ciudad donde vivía le conocían comúnmente como el tío Tobe Dramm. De profesión era verdugo público. Podríamos decir que era un artesano del cadalso. Ahorcaba hombres a cambio de dinero. Según los registros disponibles, Tobias Dramm era el único hombre de su oficio en el continente. En sí mismo constituía una especialidad y un monopolio. El hecho de que no tuviera competencia no lo hacía descuidado en el ejercicio de su profesión. Al contrario, lo volvía preciso y meticuloso. Como alguien que ocupaba una posición única, se daba cuenta de que debía mantener su reputación, y lo hacía de manera competente. En el hemisferio occidental, su oficio era el enfoque moderno de los verdugos de la Francia antigua, que iban de un lado para otro de la ciudad o provincia en la que vivían torturando, matando y mutilando por la Gracia de Su Majestad. Un gobierno generoso, comprometido con la creencia de que la pena capital resultaba eficiente, pagaba a Tobias Dramm una tarifa de setenta y cinco dólares por cabeza a cambio de ajusticiar a los delincuentes condenados con la pena de ahorcamiento, que era la que se imponía ante el delito de asesinato. Su promedio estaba alrededor de cuatro ahorcamientos cada tres meses, lo que aproximadamente suponían novecientos dólares al año, todo dinero limpio. La forma en que el señor Dramm ingresó en este oficio un tanto macabro es, en sí misma, una pequeña historia. Durante toda la vida fue ciudadano de Chickaloosa, en el suroeste, donde se encontraba una penitenciaría estatal y donde, durante el período del que hablo, las autoridades federales enviaban, para confinamiento y castigo, a los delincuentes de medio puñado de estados y territorios. Esto fue antes de que el gobierno construyera sus propias prisiones, mientras aún distribuía sus responsabilidades humanas entre instituciones propiedad del estado, pagando una cierta cantidad por su manutención. Cuando el gobierno comenzó a enviar una parte de sus criminales a Chickaloosa, llegó, en una caravana de maleantes encadenados, un mestizo, mitad mexicano y mitad indio, que había robado en una oficina de correos territorial y asesinado incidentalmente al administrador de esta. Por lo tanto, este mestizo estaba condenado a expiar su peor crimen en una fecha determinada, en unas horas determinadas —entre el amanecer y el atardecer— y de una manera debidamente prescrita: siendo ahorcado por el cuello hasta morir. De inmediato surgieron una dificultad y una complicación. El alcaide de la penitenciaría de Chickaloosa estaba perfectamente de acuerdo con la idea de mantener bajo su custodia a aquellos delincuentes que habían sido enviados por el gobierno para cumplir condenas de prisión, sosteniendo que tales medidas disciplinarias estaban dentro del alcance de su deber jurado. Pero, en lo que respectaba a la cuestión de los ahorcamientos, trazó una línea muy clara. Como señaló, él no era un agente del gobierno. No derivaba su autoridad ni recibía su salario de Washington, D.C., sino de una capital estatal ubicada a cientos de kilómetros de Washington. Además, era un fervoroso creyente del principio de la soberanía estatal. Como soldado de la extinta Confederación del Sur, había luchado durante cuatro años para establecer esa doctrina. Aunque reconocía que la causa por la que había luchado había sido derrotada, su postura sobre el tema seguía siendo la misma. Ya tenía mucho trabajo desagradable que hacer sin tener que colgar a tipos malos para el Tío Sam; esa era la actitud del alcaide. El alguacil del condado —del cual Chickaloosa era la capital— también se negó a participar en el asunto, considerando, y quizás muy acertadamente, que no era problema suyo, ya fuera oficial o personalmente. Ahora bien, al gobierno le interesaba mucho que aquel mestizo fuera ahorcado. Habían invertido mucho trabajo y no poca cantidad de dinero para atraparlo, juzgarlo, condenarlo y transportarlo al lugar donde se encontraba actualmente. Se había fijado un día y una hora para la ejecución del juicio, y cualquier retraso en el cumplimiento de esta sentencia podría generar un escándalo, y posiblemente un enredo legal. Se cuenta que, a un convicto de larga condena, se le llegó a ofrecer un indulto completo a cambio de que llevara a cabo la ejecución judicial del condenado mestizo, y que este rechazó la oferta incluso cuando el precio era su propia libertad. En mitad de esta grave emergencia, apareció un voluntario en la persona de Tobias Dramm. Hasta el momento había sido una figura poco destacada en la vida de la comunidad. Era un comerciante de ganado a pequeña escala, con su base de operaciones en una de las caballerizas de la ciudad. Era una persona de hábitos constantes, con fama entre sus vecinos de hombre sobrio y frugal. El gobierno, por así decirlo, aprovechó la oportunidad. Sin demora, su oferta fue aceptada. Tampoco hubo un prolongado regateo sobre los términos. Él mismo fijó el costo del trabajo en setenta y cinco dólares, y esta cifra incluía la supervisión de la construcción del cadalso, las pruebas del aparato y la
El Buitre de la Campana
El Buitre de la Campana Había un pantano al que llamaban Little Niggerwool, y lo llamaban así para distinguirlo de Big Niggerwool, que se encontraba al otro lado del río. Solo podía atravesarlo aquel que lo conociera bien: era una extensión oblonga de barro y agua amarillenta, con una longitud aproximada de unos seis kilómetros y una anchura de unos tres. Estaba lleno de raquíticos cipreses y robles pantanosos, con orillas de cañaverales y malezas altas; y en un lugar del interior, en el que se elevaba una cresta que lo cruzaba de lado a lado, los troncos de los árboles muertos se elevaban densos y apretados como los dientes podridos de una vieja mandíbula. No albergaba seres vivos, excepto serpientes y mosquitos, y algunas aves zancudas y nadadoras, y luego esos grandes pájaros carpinteros que la gente del campo llamaba logcocks, más grandes que las palomas, con crestas llameantes y colas espinosas, que planeaban con su largo y lento vuelo de tronco en tronco, siempre justo fuera del alcance de un posible invasor armado, y emitiendo un grito estridente que encajaba tan perfectamente con ese entorno que bien podría tratarse de la voz misma del pantano. Por un lado, Little Niggerwool drenaba sus aguas de color azafrán en un arroyo perezoso, donde los patos se reproducían; por el otro, terminaba abruptamente en una elevación natural de terreno, a lo largo de la cual se extendía la carretera del condado. El pantano llegaba hasta la carretera y empujaba la vegetación acuática de sus límites, desafiando las buenas tierras agrícolas que se extendían más allá. Era pleno verano en el momento del que voy a hablar, y de esos juncos, malezas y plantas acuáticas emanaba un olor tan fuerte que casi resultaba abrumador. Crecían densos como una cortina, formando un muro verde opaco más alto que la cabeza de un hombre. Nada se había movido durante media hora, o quizá más, por el polvoriento tramo de carretera que se estiraba frente al pantano. Al fin llegó el momento en el que los tallos de las hierbas se agitaron, abriéndose, y de entre ellos surgió un hombre, moviéndose silencioso y con cautela. Era un hombre viejo, un hombre viejo que una vez fue gordo, pero que con la edad había vuelto a ser delgado, de modo que ahora su piel le quedaba demasiado grande. Se amontonaba en la parte posterior de su cuello en pliegues. Debajo de la barbilla tenía una bolsa como un pelícano, y alrededor de las mandíbulas colgaban carúnculas como las de un pavo macho. Salió lentamente a la carretera y se detuvo allí, sacudiéndose distraídamente de las piernas los tallos de las malas hierbas. Estaba en mangas de camisa, y la suya era una figura respetable y achacosa; evidentemente, se trataba de un hombre de palabras, pensamientos y acciones meditadas. Aunque había algo en él que recordaba a una vieja y tranquila oveja que hubiera participado en una transacción clandestina, y ahora temía ser descubierta. Se había asegurado de que no había nadie a la vista antes de salir del pantano, pero ahora, para estar doblemente seguro, observó la carretera vacía, primero hacia arriba y luego hacia abajo, durante medio minuto largo, y soltó un suspiro de satisfacción. Sus ojos cayeron a sus pies y, con una idea en mente, retrocedió hasta el borde de la carretera, donde, con un manojo de hierba de cangrejo, limpió sus zapatos de barro del pantano, que tenía un color y una textura diferentes a las del suelo del páramo. Toda su vida, el esquire H. B. Gathers había sido un hombre cuidadoso y astuto, y tenía que mostrarse doblemente cuidadoso en esa mañana de verano. Después de deshacerse del barro en sus pies, se ajustó firmemente su sombrero blanco de paja y, cruzando la carretera, trepó trabajosamente una valla de estacas, tras lo cual fue avanzando plácidamente a través de un campo de malezas hasta subir una ligera pendiente que conducía a su casa, a medio kilómetro de distancia, en la cima de la pequeña colina. Se sentía perfectamente normal, no como un hombre que acababa de quitarle la vida a otro hombre, sino normal y seguro, satisfecho consigo mismo y con su trabajo matutino. Y estaba a salvo; eso era lo principal, absolutamente a salvo. Sin contratiempos ni obstáculos, había hecho lo que había estado planeando, esperando y anhelando durante todos estos meses. No hubo errores ni accidentes; todo salió tan clara y simplemente como que dos más dos son cuatro. Ninguna criatura viva, excepto él mismo, sabía nada acerca del encuentro que, en la madrugada, había tenido lugar en Little Niggerwool, exactamente donde el esquire había calculado que se encontrarían; nadie sabía del ardid por el cual el otro hombre había sido atraído poco a poco hacia las profundidades del pantano, hasta el lugar exacto donde estaba escondida la pistola. Nadie los había visto entrar en el pantano; nadie había visto al esquire salir, tres horas más tarde, solo. La pistola, habiendo cumplido su propósito, fue escondida de nuevo en un lugar que ningún ojo mortal descubriría jamás. Con el rostro hacia abajo, y un agujero entre los omóplatos, el hombre muerto yacía donde podría permanecer sin ser descubierto durante meses, años, o quizá para siempre. Sus bártulos de buscavidas ambulante estaban enterrados en el barro, tan profundo que ni siquiera los cangrejos de río podrían encontrarlos. Probablemente nunca se le echaría de menos. Había una mínima posibilidad de que alguien preguntara por él, y una mucho menos que mínima de que lo buscaran. Era un desconocido y un extranjero, cuyas idas y venidas no causaban gran revuelo en el vecindario, y cuya falta de regreso se asumiría como algo natural, simplemente uno de esos vagabundos desaliñados y errantes, aquí hoy y desaparecidos mañana. Eso era una de las mejores cosas de todo el asunto: estos extranjeros nunca tenían a nadie en la región que se preocupara por ellos, o que los buscara cuando desaparecían. Y así, todo
Cabeza de pescado
Cabeza de pescado Resulta complejo para mi pluma el intentar describirte Reelfoot Lake de tal manera que, al leer esto, se forme en tu mente la imagen tal y como aparece en la mía. Porque Reelfoot Lake no se parece a ningún otro lago del que yo tenga conocimiento. Es una ocurrencia tardía de la Creación. El resto de este continente se creó y se secó al sol durante miles de años, tal vez millones de años, antes de que Reelfoot llegara a existir. Es probablemente la cosa más nueva y grande de la naturaleza en este hemisferio, ya que se formó debido al gran terremoto de 1811, hace poco más de cien años. Ese terremoto de 1811 ciertamente alteró la faz de la tierra en la entonces lejana frontera de este país: cambió el curso de los ríos, convirtió colinas en lo que ahora son las tierras hundidas de tres estados y transformó la tierra sólida en gelatina, haciéndola ondular como el mar. Y en medio de los retortijones de la tierra y el vómito de las aguas, hundió a diferentes profundidades una sección de la corteza terrestre de cien kilómetros de largo, llevándose consigo árboles, colinas, depresiones y todo; y una grieta se abrió hasta el río Mississippi, de manera que durante tres días el río fluyó hacia arriba, llenando el agujero. El resultado fue el lago más grande al sur del río Ohio, situado principalmente en Tennessee, pero extendiéndose hacia la línea que ahora es de Kentucky, y tomando su nombre por una supuesta similitud en su contorno con el pie extendido y torcido de un negro en un campo de maíz. El pantano de Niggerwool, no muy lejos de allí, tal vez haya obtenido su nombre del mismo hombre que bautizó a Reelfoot; o al menos así suena. Reelfoot es, y siempre ha sido, un lago misterioso. En algunos lugares, es insondable. En otros lugares, los esqueletos de los cipreses que se sumergieron cuando la tierra se hundió todavía se mantienen en posición vertical, de manera que, si el sol brilla desde el ángulo adecuado, y el agua está menos turbia de lo normal, un hombre que mire hacia las profundidades puede ver —o al menos creer que lo hace— las ramas superiores, que se extienden desnudas como los dedos de hombres ahogados, todas cubiertas por el lodo de los años y vendadas con penachos viscosos del lago verde. En otros lugares, el lago es poco profundo durante largos tramos, no más profundo que el pecho de un hombre, pero peligroso debido a la altura de las algas y los bancos hundidos que enredan las extremidades de un nadador. Sus orillas son principalmente de barro, y sus aguas también están turbias, de manera que adquieren un rico color café en primavera y un amarillo cobrizo en verano, y, después de las inundaciones de primavera, los árboles a lo largo de su costa son de color barro hasta las ramas inferiores, a causa del sedimento seco que cubre sus troncos con una espesa capa de apariencia escrofulosa. Los bosques se extienden ininterrumpidos a su alrededor, con franjas donde las rodillas de los cipreses se alzan como lápidas para los troncos muertos que se pudren en el blando fango. Hay claros en los que crece el maíz de las tierras bajas, alto y frondoso, y los árboles desprovistos de hojas y ramas, decolorados por el fuego, se elevan por encima. Hay largas y tristes llanuras donde en primavera los coágulos de huevas de rana se adhieren como parches de moco blanco entre los tallos de las algas, y por la noche, las tortugas salen para dejar en la arena sus racimos de huevos perfectamente redondos, blancos y con cáscaras resistentes. Hay brazos de río que no llevan a ninguna parte, y zanjas que serpentean sin rumbo, como grandes lombrices ciegas, para unirse finalmente al gran río que conduce sus torrentes semilíquidos a unas pocas millas hacia el oeste. Así que Reelfoot yace allí, plano en las tierras bajas, helándose ligeramente en invierno, calentándose tórridamente en verano, hinchándose en primavera cuando los bosques se han vuelto de un verde vivo y los tábanos por millones y millones llenan las hondonadas inundadas con su zumbido pestilente, y en otoño está rodeado gloriosamente con todos los colores que trae la primera helada: el dorado del nogal, el amarillo rupestre del sicómoro, el rojo del cornejo y el fresno y el púrpura-negro del liquidámbar. Pero la región de Reelfoot tiene sus usos. Es la mejor zona que queda en el sur en la actualidad para la caza y la pesca, natural o artificial. En sus temporadas designadas, los patos y los gansos acuden en bandadas, e incluso aves semitropicales como el pelícano pardo y el cormorán de Florida son conocidas por venir a anidar allí. Los cerdos, que han vuelto a la vida salvaje, deambulan por las colinas, cada manada capitaneada por un viejo jabalí flaco, feroz y de costados huesudos. Durante la noche, las ranas toro, inconcebiblemente grandes y tremendamente vocales, braman bajo las orillas. Es un lugar maravilloso para pescar: lubinas, crappies, percas y el pez búfalo de hocico largo. Es asombroso cómo estas especies comestibles sobreviven para reproducirse y cómo su descendencia también sobrevive para reproducirse nuevamente, considerando cuántos peces caníbales hay en Reelfoot. Aquí, más que en ningún otro lugar, se encuentran los peces caimán, todo huesos, apetito y placas córneas, con un hocico como el de un cocodrilo, el eslabón más cercano, según los naturalistas, entre la vida animal de hoy y la vida animal del Período Reptiliano. El gato de pala —en realidad una especie deformada de esturión de agua dulce, con una gran placa membranosa en forma de abanico que sobresale de su nariz como un bauprés— salta durante todo el día en los lugares tranquilos con fuertes salpicaduras, como si un caballo hubiera caído al agua. En cada tronco varado, las enormes tortugas caguama se tumban en días soleados en grupos de cuatro
En el carretón
En el carretón I.—Me creyeron muerto, y como soy un pobre diablo de estudiante sin familia y sin fortuna, el carro mortuorio de los paupérrimos me recogió para conducirme al cementerio a la fosa común de los anónimos. II.—Yo había bebido mucho ajenjo en la taberna, y Karl, que había bebido más, mucho más que yo, quiso jugarme a los dados el amor de su querida, una rubia anémica, con ojos luminosos de tuberculosis, contra el amor de mi novia ideal: la Luna. —Oh, no acepto —le dije—. Silvia es bella, ¡pero no lo es tanto que su belleza pueda compararse a la de mi amada!… Karl se irritó grandemente con mi menosprecio por su dama: arrojó su capa sobre el mostrador de la taberna, desenvainó su daga y vino violento hacía mí. —Heinrich, el viejo Kauffmann nos ha enseñado a hacer la transfusión de la sangre, y necesito de la tuya para hacer que los lirios de las mejillas de mi Silvia se truequen en rosas… ¡Ea, defiéndete! Y luchamos, tambaleándonos de borrachera y de furor. Herí dos veces a Karl; pero al fin caí herido mortalmente de una feroz puñalada que recibí en el hombro. Después no sé lo que pasó, ni cuánto tiempo transcurrió… Me creyeron muerto, y como soy un pobre diablo de estudiante sin fortuna y sin familia, la carroza de los muertos paupérrimos cargó piadosamente con mi cuerpo. III.—Abrí los ojos. Me rodeaba lóbrega obscuridad. El carretón rodaba escandalosamente sobre las piedras de las callejas. Sentí una cabeza recostada pesadamente sobre mi hombro, y que los labios fríos y viscosos de un muerto besaban mi oreja. Estaba entre mis vasallos, entre los muertos, entre mis buenos amigos de la sala de disección, a quienes descoyuntaba los huesos, abría las arterias, sajaba los músculos y arrancaba las vísceras con la colaboración de mi camarada Karl y de mi viejo maestro el profesor Kauffmann. IV.—Rodaba el carretón. Por las rendijas penetraban fugitivas las miradas de los faroles, resbalando rápidamente sobre los rostros lívidos o amoratados de mis compañeros de viaje, sobre sus miembros lesionados y sanguinolentos, sobre cóndilos que asomaban por las heridas abiertas, sobre encéfalos que se desbordaban de los cráneos rotos, sobre los abscesos y tumefacciones monstruosas; y luego los viajeros rayos de luz cruzaban mi cara, como un latigazo. El carretero gritaba: —¡Arre! ¡Arre! —Y el carro seguía su endemoniada fuga. V.—Salimos de la ciudad. Las ruedas resbalaban sobre la tierra blanda y sobre el césped, y, al cesar el estrépito, pude escuchar a mis caros amigos los muertos cómo charlaban, cuchicheaban y se reían. Mis ojos vieron ya claramente en las tinieblas. Un viejo, a quien la epilepsia mató, galanteaba con ridícula mimosidad a una cortesana que había muerto como la amada de Raimundo Lulio: aún tenía abierta la llaga que hicieran en su pecho el bisturí y el cauterio; un ladrón de caminos tenía horrible herida en el vientre, y abrazaba con fraternal ternura a un sacristán a quien el badajo de la colosal esquila de Santa Gudula abrió la cabeza, en el curso de un desaforado repique de Pascua. VI.—Entretanto yo estaba añorando la tenue caricia de mi novia ideal: la Luna. ¡Oh, la inconstante, creyéndome muerto, prodigaría en otras frentes sus besos azules, acaso en la de Karl, mi rival, que quiso arrebatármela en un juego fullero de dados!… El paso de la ciudad al campo me distrajo de mis meditaciones, y fijé mi atención en mis acompañantes. Yo sé el lenguaje de los muertos, como que es el mismo de los vivos, enriquecido con los vocablos creados por los dolores y los misterios de esa vida extraña y penumbrosa que se llama Muerte. Me incorporé y busqué con quien conversar. ¿Sabéis a quien vi entre mis clientes? Pues… a Rob, a ese mocetón de blusa y pantalón rojo, a quien todos los estudiantes hemos conocido y con quien nos hemos emborrachado, Rob, el ayudante del verdugo titular, y que desde ha varios días dejó de concurrir a la taberna. Rob estaba sin cabeza: la tenía sobre las rodillas. VII.—Mi pobre Rob —le dije—, cuéntame por qué estás aquí. El mozo puso cuidadosamente su cabeza sobre los hombros, y me miró azorado y agradecido. —Oh, gracias —me respondió en voz baja—, sois el primero en hablarme con afecto… todos estos me desdeñan por razón de mi oficio. VIII.—Y me contó su historia. Amaba a la hija de su patrón y fue calurosamente correspondido. Sucedió lo que era natural que sucediera: ella tenía mucho fuego en los ojos, él tenía mucho fuego en la sangre… Una mañana despertó su amada pálida, descompuesta, ojerosa, y sobre todo turbada el alma y llena de confusión y angustia… El verdugo titular, que amaba entrañablemente a su hija, pensó que la vergüenza y el sufrimiento de ella se debían a la infamación injusta que la humanidad hacía caer sobre su oficio. Le dijo que ya tenía riquezas suficientes para vestirla y alhajarla como a una duquesa, que se irían a un país lejano, donde algún príncipe bello y valiente se prendaría de su belleza y pediría su mano… —Padre —contestó ella, esforzándose por sonreír—, ya tocó a mi puerta el príncipe gallardo que reclamó mi amor, y lo obtuvo… —¿Quién es él? —Rob. El verdugo dio un rugido de rabia, llamó a Rob y le despidió brutalmente de su servicio. —¿Por qué me maltratáis y me despedís, patrón? —Porque eres un miserable, que has osado levantar tus ojos hasta mi hija. —Pues ya es tarde, patrón: Luty es madre y vos sois abuelo. El ofendido padre cogió rápidamente el machete de gran filo que, según el protocolo penal, servía para degollar hidalgos copetudos. Y la cabeza de Rob rodó por el suelo. IX.—Cuando Rob terminó de referirme su historia de amor y de muerte, los demás muertos se percataron de mi presencia, y principiaron a murmurar, señalándome: —¿Quién es el que habla con el vil Rob? La cortesana me dijo resueltamente: —Eh, amigo,
La aventura del hombre que no nació
La aventura del hombre que no nació Son muy pocas las personas que, como Pascal, tienen la preocupación persistente de lo que es y de lo que no es la personalidad, discutiendo con la propia conciencia dónde está el yo, ese yo que no se define claramente ni en el cuerpo ni en el alma. Desde la aventura que me aconteció hace veinte años, no sé si vivo o si no vivo, si soy o no soy, y me hallo entregado a la atonía de una indiferencia sorda, de una vacuidad de mí mismo que me deja la impresión de que no soy sino un espejo que reproduce la realidad, o mejor dicho las imágenes de la realidad repetidas en otros espejos. Claro es que soy sensible a las modificaciones físicas de la acción, que me duelo de las desgracias o dolores que yo y los demás seres sufren, que reacciono al acicate de los acontecimientos, y que, como todos los que viven, parezco seguir la línea de mi destino. Pero tengo al mismo tiempo la sensación de que en todo ello no hay sino la prestación emocional sentimental de un otro yo cuya vitalidad se desborda sobre mí; más claro, me parece que estoy bajo el imperio cognoscitivo y afectivo, no de la consciencia sino de algo así como de una subconsciencia consciente, que me mantiene en el estado de larva, de un yo non nato, de un yo excedente no incorporado en el catálogo viviente de la Humanidad. Vais a ver cómo todo esto ha provenido de una aventura trivial de mi vida. En 1897 fui elegido diputado por una circunscripción territorial del país, y una mañana me dirigí al palacio de gobierno para hacer una gestión ante el presidente de la república que me había solicitado mis mandantes… Diré de paso dos palabras sobre mi persona hipotética o real. Dedicado a las labores agrícolas desde que, sin llegar a graduarme, abandoné la Universidad, carecía de roce social y se acentuó en el contacto con la gente ruda de campo mi carácter arisco y huraño. Adquirí versación en materia agrícola de un modo mecánico: mi verdadera afición era a los estudios filosóficos, llegando a tener una cultura en la materia que no creo ser inmodesto al asegurar que era poco común, por lo menos entre gente de actividad rural. En mi biblioteca de trabajo se mezclaban los tratados sobre cultivo del café y caña de azúcar, crianza de animales y tratados de agricultura con los libros de Platón, Séneca, Aristóteles, Epicuro, Spinoza, Leibnitz, Locke, Descartes, Krausse, Kant, Hegel y demás pensadores psicólogos, moralistas y metafísicos. El contacto con el alma de estos directores de ideas, lejos de familiarizarme con los hombres, me hicieron más tímido y desconfiado, más retraído y distanciado de ellos, al extremo de que, en mi comercio con ellos, todo mi esfuerzo se encaminaba a poner término a las pláticas de cualquiera índole que hubiera trabado. Ignoro hasta ahora qué razón pudieron tener mis electores para confiarme la representación política. Supongo que lo hicieron por que, aunque era seco con mis peones y empleados, en cambio era también justiciero y tolerante con sus faltas, cuando no provenían de maldad ingénita o de incapacidad insubsanable. Al comunicárseme en medio de grandes ovaciones mi elección que se había guardado en la mayor reserva, me espanté de tal modo que hasta pensé querellarme ante la justicia de que se me exigiera una función que, en mi concepto, no había el derecho de imponérseme. Pero el ministro de gobierno —el verdadero culpable de esta imposición— me escribió una carta muy afectuosa exigiéndome este sacrificio, a título de vieja y leal amistad, guardada desde que éramos condiscípulos en el colegio y en la Universidad, y tuve que aceptar a regañadientes la representación parlamentaria. Un día, cuando ya estaba ejerciendo mis altas funciones políticas en la forma cómoda del mutismo más absoluto, mientras mi espíritu estaba entregado a las más hondas meditaciones sobre las próximas cosechas del café, o sobre las antinomias matemáticas y dinámicas de Kant, recibí un despacho urgente de mis electores en el que reclamaban de los abusos cometidos por una autoridad violenta, que hasta se había permitido la irregularidad de hacer asesinar a un individuo con el que tenía enemistad personal. Y se me pedía que solicitara el inmediato cambio de una autoridad que evidentemente era incómoda para la provincia. Tal era el motivo por el que una mañana, poco antes de las once, me encontraba yo ante un guardia situado de centinela en la puerta del departamento presidencial, procurando convencerle, por el principio de los indiscernibles de Leibnitz, de que debía dejarme pasar como a los demás diputados que hablan entrado antes que yo. El buen hombre, que creo que por instinto era epicúreo y adepto del principio de Locke de que nihil est in intelectu quod prius non fuerit in sensu, no tuvo la sensación ante mi persona de que yo fuera miembro del parlamento, y solo cuando un asistente llevó mi tarjeta al edecán de servicio y este ordenó mi ingreso es que pude entrar a la sala de espera a aguardar mi turno. Mi entrada en la sala no produjo la menor sensación, y hasta creo que nadie la advirtió. Mis compañeros del parlamento formaban grupos y departían con entusiasmo de temas que no me inspiraban el menor interés. Me pareció escuchar en un grupo que se trataba del asunto del día: la crisis ministerial provocada par divergencias respecto a un impuesto a las cebollas. En el rincón más lejano vi un sillón desocupado y allí me repantigué. Habla leído en la noche unos hermosos capítulos de Hegel, desenvolviendo su teoría del devenir, y al acomodarme en la amplia butaca de cuero me dediqué con fruición a meditar en la teoría hegeliana y a relacionarla con las teorías evolutivas de Spencer, muy en boga en esa época. Y en esta deleitosa ocupación mental estuve sumergido no sé cuánto tiempo, sin preocuparme del